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NICOLÁS DEL TECHO

  HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY LA COMPAÑÍA DE JESÚS - I (NICOLÁS DEL TECHO)


HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY  LA COMPAÑÍA DE JESÚS - I (NICOLÁS DEL TECHO)

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS - VOLÚMEN I

Autor: NICOLÁS DEL TECHO

Editorial: A. de Uribe y Compañía

Año: 1897

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY


TOMO PRIMERO


PROLOGO DE BLAS GARAY (336 Kb.)

PROLOGO DEL AUTOR (40 Kb.)

(Tomo I) LIBRO PRIMERO (209 Kb.)

(Tomo I) LIBRO SEGUNDO (151 Kb.)

 

CONTENIDO DEL TOMO PRIMERO

PRÓLOGO DE BLAS GARAY

I. EL P. NICOLÁS DEL TECHO

II. ESTABLECIMIENTO DE LOS JESUITAS EN EL PARAGUAY.

III. DESCRIPCIÓN DEL GOBIERNO ESTABLECIDO POR LOS JESUITAS EN SUS REDUCCIONES.

IV. EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS.

PROLOGO DEL AUTOR

AL EXCMO. PRESIDENTE É ILUSTRES CONSEJEROS DE INDIAS.

PREFACIO DIRIGIDO Á LOS PADRES JESUITAS DE EUROPA.

APROBACIÓN DEL ORDINARIO.

LICENCIA DEL REVERENDO PADRE PROVINCIAL.

PROTESTA DEL AUTOR.

(Tomo I) LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO PRIMERO – Objeto de la obra; implórase el favor divino.
Capítulo II. – Los portugueses exploran el Paraguay por vez primera y su expedición tiene un éxito desgraciado.
Capítulo III – Los españoles toman posesión de los ríos de la Plata y del Paraguay en nombre del rey Católico.
Capítulo IV – Los indios se levantan contra los primeros colonos del Río de la Plata.
Capítulo V. – Primera pelea por cuestión de límites entre los españoles y los portugueses.
Capítulo VI. – D. Pedro de Mendoza coloniza el Río de la Plata y el Paraguay. Capítulo VII. – Fundación de la fortaleza de Buenos Aires; desastrosa pelea con los indios.
Capítulo VIII. – Los nuevos pobladores sufren hambre; muere el gobernador D. Pedro de Mendoza.
Capítulo IX. – De las cosas que acontecieron durante la administración de Juan de Ayolas y de la muerte de éste.
Capítulo X. – Domingo Martínez de Irala es elegido gobernador; trátase de abandonar la ciudad de Buenos Aires y de fundar la metrópoli del Paraguay.
Capítulo XI. – Fundación de la ciudad de la Asunción capital del Paraguay.
Capítulo XII. – Los indios del Paraguay se sublevan contra los colonos de la Asunción.
Capítulo XIII. – El gobernador Alvar Núñez conduce una expedición de emigrantes al Paraguay.
Capítulo XIV. – El gobernador explora el país; después es conducido preso á España.
Capítulo XV. – Fundadores de las ciudades del Paraguay.
Capítulo XVI. – Descripción del Paraguay.
Capítulo XVII. – De las ciudades del reino de Chile y de sus fundadores.
Capítulo XVIII. – Descripción del reino de Chile.
Capítulo XIX. – De las particularidades del Tucumán.
Capítulo XX. – De los que descubrieron el país del Tucumán y fundaron sus ciudades.
Capítulo XXI. – Estado antiguo de las regiones mencionadas.
Capítulo XXII. – Alábase el celo de los Reyes Católicos por la propagación de la fe cristiana.
Capítulo XXIII. – Establécese la Compañía en el Tucumán.
Capítulo XXIV– Llega la Compañía al Tucumán; sus primeros trabajos.
Capítulo XXV– Los PP. Francisco de Angulo y Alonso de Bárcena desempeñan su ministerio en la capital dei Tucumán.
Capítulo XXVI. – El P Alonso de Bárcena convierte á los indios de Esteco.
Capítulo XXVII.– Los PP. Francisco Angulo y Alonso de Bárcena evangelizan en el país de Córdoba.
Capítulo XXVIII. – Llegan los jesuitas procedentes del Brasil después de haber sido vejados por los corsarios en su viaje.
Capítulo XXIX. – Los PP. Alonso de Bárcena y Manuel Ortega trabajan con fruto en el país de Córdoba.
Capítulo XXX. – Portentoso viaje que realizaron los PP. Alonso de Bárcena y Manuel Ortega.
Capítulo XXXI. – Los indios del río Salado se ponen bajo la dirección de la Compañía.
Capítulo XXXII. – Primeras misiones de los jesuitas en el Paraguay.
Capítulo XXXIII. – Los PP. Manuel Ortega y Tomás Filds evangelizan el Guairá.
Capítulo XXXIV.– En el año 1589 invade la peste el Paraguay y los Padres jesuitas hacen muchas cosas dignas de memoria.
Capítulo XXXV. – El P. Manuel Ortega bautiza muchos millares de personas.
Capítulo XXXVI. – Los Padres jesuitas se establecen en Villarica.
Capítulo XXXVII. – Provechosas tareas del P. Juan Saloni.
Capítulo XXXVIII. – El P Alonso de Bárcena pacifica el valle de Calchaquí.
Capítulo XXXlX. – El P. Alonso de Bárcena convierte á los lules y á otros pueblos.
Capítulo XL. – Llegan al Tucumán los Padres Pedro Añasco y Juan de Fonté.
Capítulo XLI. – Primeras misiones de los Padres de la Compañía en el país de los frentones.
Capítulo XLII. – Misiones de la Compañía en la región de los mataraes.
Capítulo XLIII. – Los PP. Bárcena y Añasco aprenden muchos idiomas de los indios.
Capítulo XLIV. – Obstáculos que se opusieron á la entrada de los jesuitas en el país de los frentones.
Capítulo XLV. – Establécese la Compañía en el reino de Chile.
Capítulo XLVI. – Laudables trabajos de los misioneros en Chile dentro y fuera de las poblaciones.

(Tomo I) LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO PRlMERO – Llegan al Paraguay y al Tucumán nuevos misioneros.
Capítulo II. – Los PP. Lorenzana y Saloni recorren el Paraguay.
Capítulo III. – Los Padres de la compañía fomentan la piedad y la religión en la ciudad de la Asunción.
Capítulo IV. – Los Padres de la Compañía recorren el Guairá.
Capítulo V. – Próspero estado de la Iglesia en las ciudades de la Asunción y Santa Fe.
Capítulo VI. – El P. Gaspar Monroy procura convertir á los omaguas.
Capítulo VII. – Piltipico y los omaguas hacen la paz con los españoles.
Capítulo VIII. – Varios sucesos acontecidos en el país de los omaguas.
Capítulo IX. – Los misioneros evangelizan en varios lugares del Tucumán.
Capítulo X. – Con motivo de las guerras de Chile se suspende en este reino la fundación de Colegios.
Capítulo XI. – Muere el P. Alonso de Bárcena: sus alabanzas.
Capítulo XII. – Muerte del P Juan Saloni.
Capítulo XIII. – De los muchos trabajos que sufrieron los PP. Ortega y Filds en el Guairá.
Capítulo XIV. – Los nuevos misioneros ejercen su ministerio en el Tucumán.
Capítulo XV. – Establécese en Córdoba la Compañía de Jesús.
Capítulo XVI. – Propágase la fe católica entre los diaguitas.
Capítulo XVII. – Una grande población de los diaguitas se convierte al cristianismo.
Capítulo XVIII. – Otros cuatro pueblos de diaguitas reciben nuestra fe.
Capítulo XIX. – La vida de los misioneros peligra entre los diaguitas.
Capítulo XX. – Los lules y otros indios son evangelizados.
Capítulo XXI. – El P. Esteban Páez visita las misiones del Paraguay y del Tucumán.
Capítulo XXII. – Los habitantes de la Asunción llevan á mal el que se retiren los padres de la Compañía.
Capítulo XXIII. – Vejaciones que sufrió el P. Manuel Ortega.
Capítulo XXIV. – Trabajos de los jesuitas en el Tucumán.
Capítulo XXV. – El P. Luis Valdivia intenta reconciliar á los chilenos rebeldes con Cristo y con el Rey.
Capítulo XXVI. – Procura el P. Valdivia sosegar los indios rebeldes.
Capítulo XXVII. – Memorable fuga de una mujer cautiva y su hijo.
Capítulo XXVIII. – El P. Luis Valdivia se embarca para España.
Capítulo XXIX. – La Compañía de Jesús se establece nuevamente en la capital del Paraguay.
Capítulo XXX. – Ofensa que recibió el Padre Lorenzana y castigo de culpable.
Capítulo XXXI. – Muere el P. Pedro de Añasco: sus alabanzas.
Capítulo XXXll. – Trabajos de los restantes jesuitas en el Tucumán.

 

HISTORIA DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

PRÓLOGO POR BLAS A. GARAY


I
EL P. NICOLÁS DEL TECHO

 

La obra que hoy sale a luz por tercera vez (en castellano por la primera) no es, a despecho de su título, una historia en el sentido propio de la palabra. Exento el autor de espíritu crítico; fácilmente accesible a inverosímiles y absurdas narraciones que abundan en su libro; con fe ciega en los procedimientos de la Sociedad a que pertenecía, y ganoso de perpetuar el recuerdo de lo que reputaba por sus más altos timbres de gloria, contrajose a componer menuda crónica de los sucesos de la Compañía en el Paraguay, recogiendo sus noticias de los mismos interesados en exagerar su mérito, sin someterlas a la depuración que razones de origen y de disconformidad con lo real hacían necesaria.
Verdad que el P. Techo escribió desde punto de vista determinado y que sobre él necesariamente hubo de influir su calidad de copartícipe en la gloria que la Compañía recogiese. Eran también tiempos aquéllos en que ciertas creencias circulaban como moneda de ley, y nadie se atrevía a discutirlas por los graves, gravísimos riesgos a tamaña temeridad consiguientes. Pero estas consideraciones no bastan a disculparle, que el sentido común nunca fue privilegio de determinada época, y el P. Techo riñe con él con deplorable frecuencia. Su credulidad excesiva para aceptar los hechos más extraordinarios, credulidad que, siquiera en menor escala, se observa en otros posteriores cronistas de la Orden, es bastante a menoscabar la autoridad casi irrecusable, que de otra suerte fuera lícito concederle; y mucho más, cuando ella tiene vehementes caracteres de ser deliberada y voluntaria, pues lo que en un hombre rudo y falto de estudios se concibe, no se explica en quien por los suyos hallabase preparado para la exacta apreciación de las cosas y para no comulgar en los mismos errores que el vulgo.
 No se crea por esto que la obra del P. Techo no suministre interesantes noticias y no merezca el crédito de que la abundante copia de documentos que tuvo a la vista para componerla la hacen acreedora. Lunar es el que señalé, entonces frecuentísimo, y que ha ido atenuándose, mas no desapareciendo del todo, en los escritores sucesivos. Pero cuenta el P. Techo en su abono, para que se le otorgue fe en cuanto claramente no aparezca falso por imposible, la circunstancia de su proximidad a unos sucesos y su participación personal en otros, y el haberse robustecido su testimonio con el de los cronistas que, después escribieron y que en la Historia de la provincia del Paraguay bebieron su inspiración.
Poco más sabemos del P. Techo sobre lo que él quiere decirnos de sus trabajos en el Paraguay, en donde vivió casi todo el tiempo que estuvo en América. Sus mismas obras contadas veces aparecen citadas por los que de la misma materia escribían, sin que pueda creerse que fuera a causa del idioma en que estaban escritas, más divulgado entonces que hoy.
Nació el P. Nicolás du Toiet en Lille el año de 1611, y en 1630 profesaba ya en la Compañía de Jesús. Dedicado algún tiempo a la enseñanza de Humanidades, se embarcó en 1649 para el Paraguay, en donde llegó a ser más tarde Provincial, y murió en 1680. Era más conocido por la forma castellanizada de su nombre, que adoptó definitivamente y llevan sus obras. Su Historia fue impresa en Lieja en 1673. Su cubierta y colofón dicen así:
«Historia/ provinciae/ ( Paraquariae/ Societatis Jesv/ authore/ P. Nicholao del Techo/ ejusdem Societatis sacerdote/ Gallo-Belga Insulensi/ (Escudo del impresor, que representa un árbol, en el cual hay una mujer cuyo cuerpo termina en serpiente; al pie una calavera, y en una piedra escrita esta palabra: cavete)/ Leodii, Ex ófficina Typog. Mathiae Hovii sub signo Paradisi Terrestris. M.DC.LXXIII.»
«Leodii, ex officina typographica Joannis Mathiae ad insigne Paradisi Terrestris. M.DC. L,XXIII.»
Es un volumen en 4º doble; consta de trescientas noventa páginas numeradas y veinte hojas sin foliación al principio y diez al fin. En la Biblioteca Nacional de Madrid existe un manuscrito de este mismo libro, primorosamente hecho por indios guaraníes, imitando los caracteres de imprenta; y es muy de presumir que fuera el que sirvió para la primera edición, ya que nadie se entretendría, poco después de publicada la obra, en copiarla. Tiene cuatrocientas noventa y seis hojas en folio, y su signatura es Q –315.
La segunda impresión de la Historia del Paraguay se hizo, traducida al inglés, en el tomo VI de la Collection of Voyages and Travels, de Churchill (London, 1704).
Dos obras más conozco del P. Techo. La primera, titulada Quinque Décades Virorum illustrium Paraquariae Societatis lesu, ex Historia Provinciae et aliunde depromptae, es, como indica su título, casi una copia de la Historia, razón que acaso haya influido para que no fuera publicada hasta ahora. Se conserva el manuscrito también en la Biblioteca Nacional de Madrid (Q-316); lleva en el primer folio la firma autógrafa del autor, y está hecho igualmente por los guaraníes, imitando los caracteres tipográficos. Es una maravilla de paciencia y de habilidad. Consta de doscientas setenta y cuatro hojas en folio.
La segunda, que forma parte de la obra Relatio triplex de rebvs Indicis. Antverpiae, apud Jacobvm Mevrsivm, an. 1654 (páginas 32 - 47), se titula así: Relatio de Caaiguarum gente, caepta ad fidem adduci, ex litteris R. P. Nicolai del Techo, alias du Toiet, Insulensis Maioris ad Vruaicam fluviurn provinciae Paraquariae, anno 1651.
Con ser tan extensa y minuciosa la Historia del P. Techo, falta en ella lo que hay de más interesante en la obra de los jesuitas en el Paraguay: los detalles de la organización que dieron a sus célebres reducciones, detalles hoy más que nunca necesarios, por el preferente lugar que entre las materias que son objeto de las investigaciones de los sabios ocupan el socialismo y el colectivismo y sus casos. Siquiera en Lozano vemos sus comienzos en las órdenes é instrucciones del P. Torres; mas en Techo todo falta, sin embargo de que ya entonces estaba la constitución jesuítico-paraguaya, si no enteramente desenvuelta, avanzadísima, como se ve por la relación que de ella hace el Padre Xarque en su notable libro. Y como sin esos detalles no puede llamarse esta Historia completa ni conocerse cabalmente lo que fueron las misiones, pareció indispensable que alguien los expusiera. Tal es la razón de este prólogo, que hubiera deseado, a no merecerme la verdad tantos respetos, que pudiese inspirar a los lectores juicios diametralmente opuestos a los que después de leerle formularán, si son imparciales. Mas por mucho que escritores notabilísimos, pero mal informados, ensalzasen el gobierno de la Compañía de Jesús en el Paraguay, poco valen sus hueras afirmaciones ante la autoridad irrecusable de quienes las desautorizan; y yo, que honradamente busqué entre tan encontrados pareceres la verdad, holgué de haberla hallado, mas lamenté que fuera tal como es.

 

PRÓLOGO DEL AUTOR


AL EXCELENTÍSIMO PRESIDENTE E ILUSTRES CONSEJEROS DE INDIAS: SALUD.

Claros son los motivos que me impulsaron á dedicar este libro al rey Católico; cuando lo escribía, pensaba al mismo tiempo que no podía relatar hecho alguno que no fuera comenzado, ó cuando menos llevado á cabo sin la protección del monarca, derivándose de éste cual de una fuente; justo es que todo se refunda en aquello de donde salió. Mi pequeñez me hizo titubear antes de consignar al frente de la obra nombre tan excelso. Propio es de las águilas, en las regiones superiores de la atmósfera, fijar su vista en el Sol; pero las aves más pequeñas deben contentarse con volar menos alto y bañarse en la luz del día. Con todo ello, no encuentro remedio á mi insignificancia. Los rayos de la luz, contemplados lejos de su foco, pueden ser tolerados sin temor á ceguera; pero si los vemos cerca del Sol, del mismo modo que éste, ofuscan nuestros ojos. El rey Católico es el Sol, iluminando todo el mundo con su clemente gobierno; sus Ministros son los rayos de luz, más semejantes á él cuanto más próximos del mismo están. Vosotros casi vivís mezclados con el Sol, y vuestra dignidad es iluminada por la regia diadema, de tal manera, que apenas se distinguen los rayos del Sol. En vosotros reside el espíritu de la regia majestad; Real es el nombre de vuestro cargo, Real el sello, Reales los decretos, Real todo. Mas no está en mi mano el retroceder; se escapó de mi poder la obra que os consagré, y me veo obligado, con débil vista, á resistir vuestro resplandor. Una cosa me alegra en vuelo tan audaz, y es que, después de haber visto vuestros resplandores, me acostumbraré algo á ellos, y con esto, aunque me tiemblen los párpados, miraré el resplandor regio acercándome á él, y no por necesidad, cuando antes me lo retardaba el conocimiento de mi pequeñez. Hablaré más claramente; el monarca es la fuente de donde emana toda potestad, y vosotros, como acueducto, la repartís con igual autoridad y con laudable prudencia, teniendo en cuenta lo que es debido á las distintas exigencias de lugares y personas; hasta ahora, la dispensáis en el Paraguay de tal manera, que merecéis infinito agradecimiento, el cual os patentizaría con la pluma, si no considerase que si mucho hacen los arcaduces, más todavía la fuente; sin embargo, con alabar los arroyos, nada pierde el manantial. Por tales razones, aunque os dedique mi libro, entiéndase que lo hice, para por medio de vuestros méritos dar las gracias y alabanzas debidas á la Majestad Católica que proporcionó ancho campo, á vosotros de hacer bien, á mí para escribir, y á la Compañía de gobernar apostólicamente los países meridionales de América. Y en verdad, tiempo hace que la Provincia de nuestra Compañía en el Paraguay, deseaba ocasión de mostrar su gratitud; ahora se alegra de tenerla, y cree que será gratísima al rey y á vosotros, que habéis tenido siempre interés grande por la propagación del Evangelio entre los infieles, y que las puras costumbres se conserven entre los españoles; en esta historia pondré de manifiesto cuanto han realizado los misioneros para secundar vuestros deseos. Una vez que os hayáis dignado mirarla, espero que por vuestra mediación sabrá el rey cómo la Compañía, después de buscar la mayor gloria del Señor, nada ha procurado tanto como el servicio de Su Majestad, con buena fama y con mala, sufriendo indecibles trabajos por mar y tierra, muertes dolorosas y otros males. Al pediros esto, nada creo que perderá vuestra dignidad, pues cuando el rey lo sepa por vuestro conducto, conocerá lo que merecen vuestras virtudes y prudencia, dado que por complacerle favorecísteis los misioneros, los defendísteis con vuestro poder, los alimentásteis y protegísteis contra los maldicientes y calumniadores, y así pudieron realizar muchas cosas admirables; la mayor parte de la gloria os corresponde; soy de opinión que después del rey os es debido todo, porque sin vuestro auxilio, consejos y socorros poco ó nada habría podido la Compañía. A fin de que esto sea más evidente, examinaremos el asunto en su origen, donde lo seguiré cual por sus canales.
Luego que la Providencia quiso entregar casi toda América al poder y religión de los españoles, el primer cuidado de los reyes Católicos fué elegir ministros á quienes confiasen la administración del Nuevo Mundo, cuyo peso requería los hombros de Atlante. Hasta ahora han sido tan dichosos en la elección, que parece milagro el que tan vasto imperio se haya, no solamente conservado, sino ilustrado, con envidia general de Europa, y robustecido. Es verdad que los principios fueron turbulentos, cosa que aconteció igualmente en otros países; pero no tanto que la prudencia de los togados, favorecida por Carlos V, fuese incapaz de establecer el orden. Acabadas las guerras civiles se fortaleció el Nuevo Mundo de tal manera, que cuando al siglo siguiente muchos hombres codiciosos de oro y plata se lanzaron sobre él, nada consiguieron los enemigos del pueblo español, ni éste perdió un palmo de sus inmensos dominios. Y aunque gran parte de esto se deba atribuir al celo de los reyes Católicos y á la fortaleza del pueblo español, nadie negará que la mayor alabanza corresponde al Consejo de Indias, el cual hizo construir castillos, cerrar los pasos, nombrar generales valerosos, escoger soldados aguerridos, preparar naves y armas, y administrar todo con tal tino, que admira ver tanta perspicacia y vigilancia en pocos hombres que, viviendo á tres mil leguas, defienden aquel país mejor que otros islas pequeñas y cercanas. Con más felicidad habéis defendido lejanas tierras, que otros exiguas y próximas provincias. Y en lo que atañe á la cultura y gobierno, ¿qué diré? El esplendor de las ciudades principales, la majestad de los Consejos provinciales, el bienestar de autoridades y hombres particulares, las glorias de los reinos americanos, son lenguas que declaran cómo el rey y sus consejeros, íntegros y moderados, en vez de enriquecerse con el Nuevo Mundo, lo han embellecido y adornado. Pero esto es lo de menos mérito, si consideramos la introducción y progreso de la fe católica en América, hasta ahora conservada. Agotó sus fuerzas España y no dudó en exponer sus flancos á las embestidas de sus enemigos, con tal de afirmar la religión en América. Podían los reyes Católicos, podía el Consejo de Indias, una vez recibido el encargo de civilizar el Nuevo Mundo, descargar sus conciencias, enviando á los pueblos y regiones de éste los misioneros estrictamente necesarios; otras naciones así lo hubieran hecho; pero los gobernantes del imperio americano, bajo los auspicios del rey Católico, no pararon hasta que, de tribus antes bárbaras, hicieron naciones tan cristianas y cultas como lo es España. Casi diez y siete siglos fueron necesarios para que los reyes y príncipes de varios Estados y hombres y mujeres célebres, ilustrasen el viejo continente, creando obispados y fundando monasterios y otros piadosos establecimientos; pero en la centuria pasada se hizo otro tanto en América, y de tal manera, que la Iglesia debe tales favores á los monarcas de España, con haber sido pocos, y á sus consejeros, como en el continente europeo á los que han creado y dotado los templos. Los Sumos Pontífices concedieron privilegios y condecoraciones á muchos emperadores, porque éstos consagraron sus esfuerzos y dinero á la defensa y ornato de algunas iglesias; mas lo que llevaron á cabo no puede compararse con lo que hizo el Consejo de Indias, una vez que por su voto el rey Católico dotó con largueza los arzobispados, obispados, canonicatos y otras dignidades de las iglesias catedrales americanas; sin tener rivales en tal empresa, erigieron seminarios, organizaron certámenes literarios, baluartes de la fe, y casas que son refugio de la piedad, y no contentándose con ello, enriquecieron tales establecimientos. En tan inmensa región no hay ministro alguno de la Inquisición, cuyo oficio es quemar las úlceras de la religión; ningún párroco de españoles, indios ó negros, que no reciba estipendio del monarca español. ¿Qué convento de religiosos ó monjas no recibe liberalidades de éste? ¿Qué armada ó nave suelta va á América que no lleve maestros de la doctrina cristiana á expensas del rey y provistos de cartas del Consejo de Indias? ¿Qué región tan apartada, qué rincón del Nuevo Mundo, qué playa tan distante de las hispanas hay, que no experimente la munificencia de su soberano? Dignos son, en verdad, de regir las ciudades del nuevo continente los que han civilizado éste, antes inculto y bárbaro, sometiéndolo al yugo español y al de Cristo. ¡Pero Dios inmortal, á qué precio! Lo diré en pocas palabras; tres veces más se gasta en propagar, conservar y defender la religión y la justicia en el Nuevo Mundo, que entra en el erario español. Quien no crea esto, vaya á América, y cincuenta tesoreros Reales le dirán que cuanto metal precioso ha salido de las entrañas del Potosí y de otras minas de oro y plata, se ha invertido íntegro en la prosperidad de le fe católica, hasta el punto de quedar las arcas vacías. Si preguntáramos á dichos tesoreros por qué destinan á este objeto tanto dinero, contestarán unánimemente que lo hacen obligados á ello por innumerables Reales cédulas y despachos del Consejo de Indias, en los que se les ordena no reparar en gastos cuando se trata de introducir ó propagar la religión cristiana. Creó Dios el Nuevo Mundo y lo entregó á los españoles para que lo administraran. En civilizar el viejo continente tardaron los pueblos de Occidente muchos siglos; uno solo bastó á España para hacer lo mismo en América, y tratándose del cristianismo fué tan pródiga en sangre como en oro. Si acudimos al origen de esto, veremos que todo se debe atribuir al rey Católico y á sus consejeros de Indias; de ellos proceden las determinaciones referentes al bien de la religión. He hablado con prolijidad de estas cosas para demostrar lo que me proponía, á saber, que los jesuitas del Paraguay se mancharían con la ingratitud si cuando toda América ve en los reyes de España y en los consejeros de Indias los propagadores y conservadores del cristianismo, ellos no lo reconocieran así. A fin de que no caiga sobre nosotros tal borrón, cuanto brillo ganamos en la evangelización de la América austral lo reflejaré en el monarca español y en vosotros, Excelentísimo Presidente y magníficos Senadores, confesando que sin vuestra protección estas regiones yacerían aún en el seno de la infidelidad y de las tinieblas. Y aunque esto se hará patente en el discurso de mí historia, debo exponer algunos hechos anticipadamente, en demostración de nuestra gratitud y de vuestra generosidad.
Cuando por inspiración del Señor, la Compañía de Jesús se esparció por todo el mundo, dedicada á la tarea de convertir á Cristo las almas, Felipe II, prudentísimo juzgador de los méritos de todas las personas, la envió espontáneamente y á su costa al Perú. Desde allí comenzaron á recibir la Fe los reinos de Chile, Tucumán y Paraguay, sepultados en los errores de la idolatría. Los jesuitas, por espacio de veinte años, hicieron expediciones apostólicas á los mencionados países, sin fijarse en lugar alguno, y ayudados por los gobernadores y tesoreros Reales se dedicaron á la salvación de las almas; más tarde pensó la Compañía en fundar la provincia llamada del Paraguay. Esta fué protegida en sus principios por Felipe III, el más piadoso de los reyes, quien costeó el viaje á cerca de ciento veinte misioneros que fueron allí desde España. Bajo los auspicios y á expensas de Felipe IV, pasaron otros doscientos en varias ocasiones. Todos los cuales, tan luego como llegaron á Buenos Aires marcharon á costa del Erario público á remotísimos países, con la protección Real, á publicar el Evangelio en las tierras bárbaras, ayudados en la construcción de poblaciones y defendidos en las ya edificadas; además, se les proveyó de las cosas necesarias para el culto, cual era aceite con que alumbrar el Santísimo Sacramento, y medicinas para curar los enfermos. Estos y otros muchos beneficios hechos á nuestros colegios y residencias, si algún desocupado quisiera enumerarlos, hallaría un cúmulo inmenso de regias liberalidades, y confesaría que el monarca nos ha, por, decirlo así, amamantado á sus pechos. Cuánta parte tuvo en lo mencionado el Consejo de Indias, lo saben los que consideren, cómo éste inclinó el ánimo de Su Majestad á expedir cédulas de pasaporte en favor de los misioneros, y cartas en que los recomendaba á los gobernadores y demás magistrados; que disolvió las maquinaciones de los calumniadores, removió los obstáculos y facilitó todo; si alguna vez la Compañía tardaba en pedir socorros, la excitaba á gozar de su regia liberalidad. Aunque los jesuitas del Paraguay deben mucho á los consejeros que administraron en vida de los pasados monarcas, nadie negará que tiene más que agradecer á los de Felipe el Grande y á este mismo, pues estando exhausto el Tesoro, dieron tres veces más que los poderosos en ocasión oportuna. Cuando los enemigos del poderío español hacían la guerra por donde quiera; cuando el sueco, el holandés y el inglés se enfurecían; cuando Francia acometía las fronteras de la parte que corresponde á nuestra metrópoli en Italia, Alemania y Bélgica, y aun las mismas españolas; cuando los reinos rebeldes turbaban también la paz del interior y no parecía sino que brotaba de la tierra gente nacida de las semillas de Cadmo; cuando España sostenía contra tantos adversarios seis ejércitos y cuatro flotas, y se colocaban guarniciones en los límites de tan vasto imperio, y el erario, con pagar tan excesivos gastos estaba agotado, entonces, digo, no faltaron el rey ni los consejeros de Indias á su propósito de transportar y alimentar los heraldos del Evangelio en Tucumán y el Paraguay. ¿Hay obra tan piadosa como ésta? Esto es, lisa y llanamente, posponer los reinos y los imperios á la religión. Pero no me detendré aquí, sino que subiré á tratar de cosa más laudable. Acción meritoria y piadosa es, que los reyes Católicos en los pasados siglos sostuvieran con magnificencia el culto en América; que esto hicieran en el Perú y en México podrá explicarse, diciendo que al fin y al cabo, de estos países obtenían pingües rendimientos; pero Tucumán y el Paraguay no dan á España oro ni plata; antes bien se gasta allí más que se recauda; así, no hay palabras que ponderen bastante la generosidad de Felipe IV al ayudar á tales provincias, estimulado solamente de su celo religioso, y en las azarosas circunstancias que hemos enumerado, y que aún lo continúe haciendo. Tan singular piedad recuerda lo que dijo Felipe II, cuando instándole algunos cortesanos para que abandonase las islas Filipinas, donde los españoles habían empezado á propagar el Evangelio, y poniéndole como argumento el que se consumía en ellas más que producían, de tal modo que eran un gravamen del fisco, replicó que él gastaría con gusto en defensa de una iglesia, ó por conservar un neófito, todo el oro de las Indias y aun las rentas de España, y que por suma pobreza en que pudiera verse, no descuidaría la predicación del cristianismo, pues no ignoraba que tenía estos deberes que cumplir. Lo que en tiempos felices y de paz manifestó el más prudente de los reyes, lo ejecutó constantemente el gran Felipe IV en medio de furiosas tempestades y estando exhausto el erario con repetidas guerras, y su gloria fué mayor por cuanto el Paraguay y Tucumán producían menos aún al Tesoro que las islas Filipinas. Esto es rayar en los límites de la grandeza. Esto es tener ministros como vosotros, Excelentísimo Presidente, y Consejeros ilustres de Indias, que aconsejáis rectamente. Esto es aplicar el ánimo á los negocios con el propósito de aumentar la gloria de Dios. Esto es dedicarse á la política con fin bien distinto de los que buscan en el culto á Dios el engrandecimiento del Estado, y hacer que la religión católica llegue á las últimas regiones conocidas. Esto es conquistar la gloria de apóstoles.
Si San Gregorio Magno mereció bien de la posteridad porque envió á Inglaterra unos cuantos sacerdotes á predicar nuestra fe, ¿cuánto más corresponde á Su Majestad y á vosotros, que no mandásteis á un pequeño reino pocos misioneros, sino que, con piedad continuada por muchos años, enviásteis y mantuvísteis numerosos sacerdotes que redujeron á Cristo las naciones más bárbaras é incultas del orbe? ¿Qué cosa tan justa como que, en nombre de la Compañía del Paraguay, os dedique la historia de la introducción del cristianismo en la parte austral de América, confesando que cuanto ella realizó á vosotros es debido? Si la victoria se atribuye á los jefes que dirigen la guerra, aunque se hallen fuera del campo de batalla, ¿con cuánta más razón os corresponde el honor del triunfo en que por vuestro consejo y ayuda fueron ahuyentadas las falanjes del demonio? De esta manera, sin peligro de ostentación y vanagloria, reseñaré los hechos preclaros de los misioneros, pues toda alabanza redundará en vosotros como capitanes de tales empresas. Yo lo haré con mi pluma, cual si fuera tocada á la piedra imán, recorriendo todos los grados de vuestros méritos hasta descansar en su polo. Este es el rey, cumbre de tantas grandezas, al cual por más que lo llamase Sol de la religión que ilumina ambos mundos, Atlante de la fe, principal estrella de la Iglesia católica y lustre de ésta, no haría sino bosquejarlo, sin describirlo. Diré, para terminar, Excelentísimo Presidente y Consejeros ilustres, que ojalá gocemos mucho tiempo de ministros como vosotros, bajo cuyo mando corramos á pelear en las filas del Señor. Defendidos con vuestro patrocinio, no nos apartarán de las heróicas empresas las calumnias y los embustes de nuestros adversarios. Con la regia protección, la pesadumbre del trabajo no retardará los esfuerzos por la salvación de las almas. Bulle aún en muchos pechos la sangre generosa consagrada á Dios y al monarca español.
Ninguno languidecerá en casa renegando de la gloria de sus antepasados. No nos basta haber evangelizado, según referiré en mi libro, los indios de Itatín, Paraná, Uruguay, Guayrá Jujui, é islas de Chiloé y Chono; fundado tantos pueblos en una provincia que en sus comienzos medía ochocientas leguas de extensión; atravesado lagunas, peñascales, selvas vírgenes y vastos desiertos, y penetrado en cuevas. Iremos al Chaco, país situado más allá del Paraguay, donde ya ha empezado á correr la sangre de los sacerdotes, y renovaremos las victorias alcanzadas en vida de Felipe IV. Mientras que en esto trabajamos, inflamados con sacro fuego, hacemos fervientes votos al Señor para que éste premie al rey Católico, por haber propagado el cristianismo en el Nuevo Continente y principalmente en las regiones australes, dilatando su imperio en Europa y otras partes; deshaga las resoluciones de sus enemigos; multiplique sus victorias, y á vosotros os conserve incólumes bajo el gobierno de monarca tan grande, hasta que, semejantes á las estrellas que ilustran á muchos, subáis á brillar en el cielo eternamente. Así lo desea con toda su alma vuestro más humilde y obediente servidor,
 

NICOLÁS DEL TECHO,

Sacerdote de la Compañía.

 

***** LIBRO PRIMERO *****

 

CAPÍTULO PRIMERO

OBJETO DE LA OBRA; IMPLÓRASE EL FAVOR DIVINO.

 

El continente americano está dividido en dos partes; la septentrional y la meridional. La segunda se halla rodeada por dos mares en cuyas costas habitan respectivamente los peruanos y los brasileños, quienes no penetran mucho en el país, á no ser que españoles y portugueses sean atraídos por el hallazgo de metales preciosos ó por la fertilidad del suelo. El país que se extiende entre el Brasil y el Perú, y más abajo por largo espacio entre los mares Atlántico y Pacífico, está poblado por los chilenos, tucumanos y paraguayos, todos los cuales habitan otras comarcas próximas á la suya. El Nuevo Mundo, á semejanza del Antiguo, consta de dos penínsulas unidas por un estrecho istmo. En el pasado siglo comenzó para bien suyo á ser conquistado por los europeos. Merced á un singular beneficio de la Providencia, y gracias al celo de los reyes Católicos, se ha verificado que donde quiera que las armas españolas penetraron florece la fe católica; si hay regiones en las que no se ha propagado el cristianismo, ninguna culpa tiene el monarca de España; la causa es ó bien la obstinación de los indios, ó las costumbres desenfrenadas de algunos particulares. Otros narrarán cuanto ha hecho la Compañía en toda América para difundir y conservar la religión católica; yo, por mandato de mis superiores, escribiré lo referente al Paraguay, Tucumán y reino de Chile, países que desde el año 1607 compusieron juntos una provincia de la Compañía; referiré cómo entraron allí los españoles, quiénes fundaron las ciudades, cuándo se introdujo la fe cristiana, y qué hicieron los primeros religiosos en sus expediciones; todo esto servirá de preámbulo á lo que venga después. Imito al P. Orlandín, quien primero escribe los hechos de San Ignacio y de sus compañeros antes de que se fundara la Compañía; luego habla del desenvolvimiento de ésta. De buen grado, siguiendo á muchos varones doctos, manifestaré que he procurado hallar la verdad y exponerla llanamente, pues el hombre que ha profesado en una Religión debe odiar la mentira. A tí, Señor, autor de todo bien, invocaré, pues sin esto ningún varón piadoso debe tomar la pluma; tú, que diste fuerzas á los misioneros de la Compañía para predicar el Evangelio en las regiones australes del Nuevo Mundo, inspírame cuando pretendo seguir las huellas de tales héroes desde hace veinticinco años. Tu sabiduría supla las deficiencias de mi bárbaro estilo, y si alguna vez errase, efecto de la condición humana, llévame al recto camino. Dame acierto para escribir de tanta variedad de cosas y haz que éstas sean transmitidas á la posteridad, á fin de que los pueblos más apartados conozcan la fortaleza de tu diestra en engrandecer tu nombre y el de tus siervos.

 

 

CAPÍTULO II

LOS PORTUGUESES EXPLORAN EL PARAGUAY POR VEZ PRIMERA,

Y SU EXPEDICIÓN TIENE UN ÉXITO DESGRACIADO.

 

Después que Pizarro llevó la guerra á la América meridional, y los españoles, cuyo capitán era, se habían apoderado de casi toda la región que mira al Océano Pacífico, se encendió en muchos el deseo de recorrer las costas del mar Atlántico, á fin de hallar un derrotero más corto y menos peligroso que el usado comunmente para dirigirse al Perú, país famoso por su abundancia de ricos metales. El primero, que yo sepa, en emprender tal empresa, fué Martín Alfonso de Souza, quien en nombre de Juan II, rey de Portugal, gobernaba el Brasil, que había dividido en varias colonias, y envidioso de los españoles, ansiaba servir á su monarca descubriendo nuevas tierras. Con este propósito, dispuso que Alejo García, varón de audacia sin igual, con su hijo y tres portugueses más, acompañados de muchos indios del Brasil meridional, partieran á explorar el centro de América, sin omitir esfuerzo alguno, para obtener un resultado favorable. Así lo hicieron, y después de haber caminado por tierra más de trescientas leguas, llegaron á las cercanías del río Paraguay; y como Alejo García conocía algunas de las lenguas habladas por los indígenas, y era ducho en el trato de éstos, consiguió que casi dos mil indios, espontáneamente se pusieran á sus órdenes, con los cuales fué hasta los límites del Perú, cuyo rey Inca aún vivía, y allí reunió gran cantidad de oro y plata sin labrar. Envió dos de sus portugueses al Brasil pidiendo refuerzos y cargado de botín se puso en marcha hacia el Paraguay, donde fué muerto traidoramente por los bárbaros, quienes no hicieron lo mismo con el hijo, porque á causa de su edad ningún temor les inspiraba. La fama de Alejo García será duradera, porque fué el primero que atravesó casi toda la América meridional, y esto con una pequeña comitiva, por caminos no conocidos y erizados de obstáculos y á través de pueblos ferocísimos, con lo cual mostró que nada es imposible á los hombres que anteponen la gloria y el provecho de la posteridad, al temor de la muerte. En cuanto á los dos compañeros de Alejo García, una vez que regresaron al Brasil, ensalzaron las regiones que habían descubierto, la amistad de los paraguayos y las riquezas del rey Inca; y para dar un testimonio más evidente de esto, enseñaban algunos fragmentos de oro y plata que habían recogido. Con esto creció en todos el entusiasmo y el deseo de realizar una nueva expedición. Sesenta portugueses y muchos brasileños, mandados por Jorge Sedeño, fueron enviados en auxilio de Alejo García; cuya muerte se ignoraba, á experimentar iguales peligros que sus precursores. Cuando se aproximaron al Paraguay, los indios que tomaron parte en la muerte de dicho capitán, temerosos de la venganza de los portugueses, se negaron á dar paso á éstos, lo cual inició un combate en el que pereció Sedeño, y los suyos fueron puestos en fuga. Embarcáronse los portugueses en algunas barquichuelas que les proporcionaron los indios del Paraná; mas apenas estaban en la mitad del río, cuando deshecho el lodo con que los indios calafatearon sus esquifes, en vez de hacerlo con pez, éstos hicieron agua y se sumergieron; los portugueses se ahogaron, porque no podían nadar cargados con las armas, y los indios, que iban desnudos, se salvaron nadando hacia la orilla. De esta manera se desvaneció la esperanza de los portugueses, ya sea por la imprudencia de Jorge Sedeño, ya por la perfidia de los bárbaros. El Señor, en sus designios, guardaba el Paraguay y tierras adyacentes para los reyes Católicos.

 

 

CAPÍTULO III

LOS ESPAÑOLES TOMAN POSESIÓN DE LOS RÍOS DE LA PLATA Y DEL PARAGUAY

EN NOMBRE DEL REY CATÓLICO.

 

Poco tiempo después de lo referido, Sebastián Gaboto, insigne marino, que había descubierto para el rey de Inglaterra la isla de la Virgen, se presentó al Emperador Carlos V, prometiendo, si le daban permiso para ello, encontrar un camino más breve que llevara al Perú, costeando el Brasil meridional, y cuando menos, explorar el interior de la América austral. Tal proposición agradó sobremanera al César, quien deseoso de adquirir ricas provincias, halagaba la idea de ocupar antes que nadie todas las vías que conducían á los famosos países del Nuevo Mundo, por lo cual inmediatamente ordenó que se armaran cuatro naves, y que, tripuladas por trescientos soldados, se entregaran á Sebastián Gaboto. Atravesó éste el mar Atlántico, y en el año 1530 llegó al río de la Plata, cuya desembocadura habían registrado quince años antes el español Juan Solís [8], y cuatro con posterioridad á Solís, Magallanes. Navegó contra la corriente hasta el paraje en que el Uruguay mezcla sus aguas con el Plata, y allí se detuvo. Alvarez Ramón fué comisionado para recorrer los pueblos litorales del Uruguay; mas á los tres días su navío encalló en los bajos, y habiéndole acometido los indios yarós, pereció con la mayor parte de los compañeros que llevaba. En cuanto á Gaboto, construyó el fuerte de Sancti Spiritus, en la afluencia del Carcarañal con el Plata, y luego que subió por este río ciento cincuenta leguas, echó anclas donde el Paraguay arroja su inmensa mole de agua al Plata. Entró en el Paraguay y navegó cuarenta leguas, derrotando á los indios que se le oponían al paso, hasta alcanzar el sitio en que, como ya hemos visto, fué muerto y despojado por los bárbaros el portugués Alejo García. Allí examinó todo lo mejor que pudo, y habiendo hallado en los santuarios de los indios no pocos objetos de oro y plata, ignorante como estaba de la suerte infeliz de Alejo García y de su empresa, imaginó que tales alhajas eran originarias del Paraguay, y así rescató apresuradamente de los indígenas cuantas pudo. Dióse con esto por muy satisfecho de su expedición, y una vez provisto de lo necesario el fuerte del Espíritu Santo, en el que dejó á Nuño de Lara con ciento veinte soldados, se embarcó inmediatamente para España.

 

 

CAPÍTULO IV

LOS INDIOS SE LEVANTAN CONTRA LOS PRIMEROS COLONOS DEL RÍO DE LA PLATA.

 

Después que partió Gaboto, Nuño de Lara, que había contraído alguna amistad con los pueblos vecinos, se mantuvo tranquilo, hasta que Mangoré, jefe de los timbúes, quien iba con frecuencia al campamento de los españoles con ocasión de comerciar, se abrasó en las llamas de amor ilícito hacia una mujer hermosa sobre toda ponderación. No se le ocultó á Lucía Miranda (que así era ésta llamada) el atrevimiento del indio ni á su marido Sebastián Hurtado, nacido, igualmente que ella, en Ecija; por cuyo motivo, Lucía, guardando todo recato, recibía delante de su esposo los regalos que le hacía Mangoré, de tal manera que se viese claramente que no los recibía como prenda de amor pecaminoso. El bárbaro puso en juego cuantos medios estaban en su mano para poseerla, y así en cierta ocasión quiso convencer á Hurtado de que no debía llevar á su mujer cuando saliese á rescatar oro en las tierras comarcanas, pues ya cuidaría él de que sus compatriotas la respetasen y agasajaran. Mas estimando el español, antes que todo el honor de su esposa, se excusó diciendo que las leyes militares no lo permitían, antes preceptuaban vivir con mayor severidad en medio de los extraños. Irritado Mangoré al ver frustradas sus esperanzas, logró persuadir á Siripo su hermano para que le ayudara á destruir los extranjeros, sin otro fin que el de gozar una mujer. No tardó mucho tiempo en presentársele ocasión oportuna para ello. Supo que Rui García Mosquera y Sebastián Hurtado habían sido enviados por Nuño de Lara, jefe del fuerte, á las islas cercanas para proveerse de víveres y armó apresuradamente cuatro mil indios; hizo que se escondieran en unos sitios pantanosos inmediatos al que ocupaban los españoles, y les ordenó esperar la señal de acometida; entre tanto él, acompañado de treinta hombres cargados de provisiones, penetró en el fuerte, y ofreciendo con mucha hipocresía las cosas que había llevado, pasó la noche comiendo con los cristianos; cuando ya éstos se habían entregado al sueño, envió los cómplices de su traición para que los indios, saliendo de su guarida, matasen los centinelas, abriesen las puertas y, llevando el incendio por delante, cayeran sobre los españoles dormidos ó asustados. Muchos de éstos fueron atravesados de saetas antes de prepararse á pelear; otros, que ignoraban la traición de Mangoré, acudieron á extinguir el fuego y perecieron; unos cuantos, repuestos del susto, hicieron no leve estrago en los escuadrones de los enemigos; entre ellos Nuño de Lara, aunque tenía varias heridas, apenas vió á Mangoré que se regocijaba de su felonía, indignado contra éste, que todavía se hallaba ileso, se abrió camino hacia él y lo derribó, atravesándole el pecho con la espada; después repitió las estocadas hasta que le constó que había espirado; lleno de furor continuó segando las cabezas de muchos adversarios y murió peleando; sus compañeros, rodeados por la multitud, no tuvieron mejor suerte. Solamente quedaron con vida Lucía Miranda, que sin quererlo había sido la ocasión de la guerra, cuatro mujeres españolas y otros tantos niños, á quienes el sexo y la edad reservaron para mayores infortunios. Después de la matanza, Siripo, tan lascivo como su hermano, dueño de los cautivos por la voluntad de sus compatriotas, se quedó únicamente con Lucía y nada omitió para quebrantar la constancia de ésta; la llamaba señora de un pueblo numeroso, y añadía que por determinación de Dios, gobernador del Universo, sería la esposa de quien era obedecido por todos los habitantes de aquel país. Pero la virtuosa matrona, más se encolerizaba cuanto mayor era la pasión del bárbaro; se lamentaba de no haber perecido y de la hermosura que tantos males le acarreaba, y no podía consentir en mirar con buenos ojos á su nuevo dueño. Por algunos días se habían prolongado los halagos de Siripo y los desdenes de Lucía, cuando tornó de las islas el marido de ésta con sus compañeros de viaje. Conoció lo que había sucedido, al ser conducido por los centinelas timbúes donde se hallaba Lucía, pues vió la ruína del fuerte y el estrago hecho en los españoles.

Apenas divisó el indio á Sebastián Hurtado, ardiendo en celos mandó que fuera asaeteado, lo cual se realizara si la bella cautiva no hubiese intervenido; Siripo accedió á lo que ésta le suplicaba, á condición de que no viviera matrimonialmente con su esposo, pues de lo contrario los dos serían condenados á muerte. Aceptada tal condición, vivieron ambos algún tiempo gozándose nada más que con los ojos; después Siripo, advertido por una vieja, los sorprendió mientras se daban al amor conyugal, y ordenó que fuese quemada viva Lucía, la cual, arrancada del cuello de su consorte y puesta en la pira, rogaba á Dios que no despreciase el dolor que tenía por cuanto le hubiese ofendido pecando, y que, sacándola de la servidumbre á que estaba sujeta, la llevase á la patria eterna; haciendo tales votos, murió abrasada. Sebastián Hurtado fué atado á un árbol, y como si representara al santo de su nombre, fué atravesado por las flechas de los indios mientras oraba piadosamente. De esta manera, fueron ambos ejemplo elocuente de cuánto dista muchas veces nuestro destino de las esperanzas que concebimos.

 

 

CAPÍTULO V

PRIMERA PELEA POR CUESTIÓN DE LÍMITES ENTRE LOS ESPAÑOLES Y LOS PORTUGUESES.

 

Aquellos cuarenta soldados que, según hemos visto, fueron enviados al mando de Rui García Mosquera á las próximas islas para recoger víveres, después que supieron con harto dolor la desgraciada suerte de sus compañeros, sin pedir consejo á nadie, navegaron á una región del Brasil que estaba cercana, y allí, á los 25º de latitud meridional, construyeron una pequeña población fortificada. Ya habían trabado bastante amistad con los indios y sembrado algunos campos, cuando se les unió un portugués llamado Duarte Pérez, quien por el rey lusitano había sido desterrado al Brasil con toda su familia, que era numerosa, aumentando con ella el número de los nuevos colonos. Martín Alfonso de Souza, que era gobernador del Brasil meridional, intimó á Duarte Pérez que volviese á la parte de este país donde debía permanecer en cumplimiento de su condena, y al mismo tiempo hizo saber á Mosquera y sus compañeros que, si querían vivir tranquilos y en paz, era preciso que jurasen obediencia al monarca portugués, á cuyo dominio estaba sujeta la tierra que habitaban. Contestó aquél que aún estaba en pleito la división de las Indias entre las dos naciones de la Península, y que, de todos modos, en aquel asunto ninguno de los dos era competente para resolverlo; añadió que él y los suyos consideraban dicho país como perteneciente al emperador Carlos V. Poco después de esto, un navío francés tuvo que arribar al puerto de la isla Cananea, en la que se hallaba establecido Mosquera, y excitó en los españoles el deseo de apoderarse de cuantas armas y provisiones de boca llevaba. Por lo cual, en una noche que el mar estaba tranquilo, los españoles, á quienes se unieron doscientos indios, se embarcaron en algunas lanchas, y cayendo de improviso sobre los desprevenidos franceses, después de breve lucha, los despojaron de sus armas y se llevaron la nave. Hecho todo esto, sabedores de que se aproximaban los portugueses, se prepararon á la defensa con cuatro cañones puestos en un reducto, y colocando emboscadas en un bosquecillo que mediaba entre el mar y el pueblo; los demás se encerraron en el fuerte. Los portugueses, en número de ochenta, traían consigo multitud de indios, gente no acostumbrada á las insidias y aparatos bélicos, y despreciaban la fuerza de los españoles, creyendo que iban á castigar una banda de ladronzuelos; una vez que desembarcaron, marchaban sin orden alguno. Ya habían pasado por medio de las emboscadas, cuando los españoles descargan la artillería y los que estaban ocultos en el bosque acometen por la espalda; en seguida, saliendo los de la fortaleza, se arrojan sobre los fugitivos y los persiguen hasta que, llegados éstos á ciertas angosturas, son muertos muchos. Terminada la matanza, se embarcaron los españoles con los indios sus amigos en la nave que tenían, y con próspero viento llegaron á la ciudad de San Vicente, que era de los portugueses; la asaltaron, y cargados de cuanto hallaron en la Casa Real, volvieron con presteza á su campamento, acompañados de algunos hombres de la mencionada población que de buen grado se les unieron. Tal fué, á mi entender, la primera contienda que hubo en América entre los católicos europeos. Mosquera y los suyos, conociendo que no podrían resistir las fuerzas del Brasil, temerosos de la venganza, se retiraron á la isla de Santa Catalina, situada á los 28º de latitud meridional; allí vivieron dedicándose al cultivo de los campos, hasta que regresaron al Río de la Plata.

 

 

CAPÍTULO VI

D. PEDRO DE MENDOZA COLONIZA EL RÍO DE LA PLATA Y EL PARAGUAY.

 

Entre tanto que estas cosas sucedieron, Sebastián Gaboto, de vuelta á España, había pregonado las cosas por él descubiertas, refiriendo cómo las regiones inmediatas al Paraguay disfrutaban de un clima benigno, ni tan abrasador como el del Brasil, ni tan frío como el de las tierras australes; añadía que en las riberas del Paraná había innumerables pueblos aptos para la servidumbre, y caza y pesca mucho más variada que en cualquier parte de Europa; además, mostraba pedazos de oro y plata, á la vez que muchos instrumentos fabricados con estos metales, que había adquirido de los indios que mataron á Alejo García, y reputaba él como propios del país. Esto hizo que los españoles se entusiasmaran y desearan no pocos de ellos pasar á la nueva provincia. Desde entonces el Paraná fué llamado Río de la Plata, por la que había traído Gaboto, nombre, más que propio, vistoso y aparente. Refirió Gaboto al emperador Carlos V todo lo dicho, y éste dió una Real cédula para que una numerosa colonia se estableciera en tal comarca. Hecha leva, se embarcaron en catorce naves dos mil doscientas personas, sin contar los marineros, á cuyo frente iba D. Pedro de Mendoza, varón de noble estirpe y mayordomo del César, investido del cargo de gobernador del Río de Ja Plata y del Paraguay. Entre los muchos hombres ilustres que le acompañaban, pues la nobleza española ardía en deseos de alcanzar riquezas, se contaban: Diego de Mendoza, su hermano; Francisco de Mendoza, administrador en otro tiempo de Maximiliano, Rey de los romanos; Carlos Dubrin, hermano de leche del Emperador; Juan Osorio, General de la armada, esclarecido por su linaje y por lo que hizo en las guerras de Italia; Luis Pérez, hermano de Santa Teresa de Jesús; el genovés Bernardo Centurión, que tuvo un alto cargo bajo el mando de Andrea Doria, y Santiago Ramoa, flamenco; nada diré de los Guzmanes, Riberas, Rocas, Bracamontes, Manriques, Aguilares, Lujanes, Ayolas, Iralas y otro gran número de familias nobles; solamente advertiré que entre los expedicionarios había treinta y dos mayorazgos. Salieron del puerto de Cádiz [9] el año 1535, y al cortar el Ecuador, una tempestad separó los buques unos de otros. Diego de Mendoza, cuando ya el mar estaba en calma, prosiguió su camino directamente hacia el Río de la Plata, donde llegó con felicidad. El Gobernador se refugió en Río de Janeiro, esperando vientos propicios; allí fué acusado su compañero Juan Osorio de aspirar al mando, á causa de ciertas palabras que había proferido, y sin formación de proceso, le mandó dar de puñaladas. Los emigrantes se indignaron tanto con esto, que no pocos se quedaron en el Brasil y otros trataron de abandonar á su jefe; mas éste, sin darles tiempo á que lo hiciesen, levó anclas y llegó al Río de la Plata poco después que su hermano, merced á ciertas quillas planas que fabricó al efecto, y dícese que, oída por Diego de Mendoza la muerte de Osorio, anunció que no pasaría mucho sin que todos purgasen tan horrendo delito.

 

 

CAPÍTULO VII

FUNDACIÓN DE LA FORTALEZA DE BUENOS AIRES;

DESASTROSA PELEA CON LOS INDIOS.

 

Reunió el Gobernador sus fuerzas, y habiendo preparado algunos barcos, dispuso que los españoles fuesen á la otra orilla del río de la Plata; el primero que saltó en tierra fué Sancho del Campo, pariente de D. Pedro de Mendoza; exhortó á sus compañeros que hiciesen lo mismo, y les encareció la bondad del clima que disfrutaba aquella región; con esto comenzó á edificar un fuerte á cincuenta leguas del mar, cerca de los 35º de latitud meridional, frente al promontorio de Buena Esperanza; diósele el nombre de Buenos Aires, y se puso bajo la protección de la Virgen. Aún no se había acabado de construir, cuando se levantaron los indígenas; mataron algunos españoles valiéndose de asechanzas, y con frecuentes incursiones hacían que los demás no salieran del campamento. Conmovióse el Gobernador al saber esto, y envió á su hermano D. Diego de Mendoza con gente armada para reprimir la insurrección. Partió D. Diego de Mendoza con mil hombres de á pie y algunos nobles de á caballo, y al día siguiente llegó á una vasta laguna de cuyo extremo sale un riachuelo; en la ribera opuesta de éste estaban desplegados cerca de tres mil indios. Tratóse de lo que sería conveniente hacer, y opinaron los más que se debía esperar á que el enemigo pasara la corriente, y entonces sería cosa fácil aplastarlo. Pero D. Diego de Mendoza juzgó lo mejor atacar desde luego á los indios; así ordenó á los peones que atravesaran el río por un vado; cuando esto hacían se lanzaron los bárbaros velozmente sobre ellos, de manera que, mojados los arcabuces de los nuestros, fueron inútiles, ni pudieron valerse del arte de pelear á que estaban acostumbrados. Murieron, sin embargo, muchísimos indios, hasta que cayeron Bartolomé Bracamonte y Perafán de Ribera, jefes de la infantería y perecieron no pocos soldados de ésta; los pocos jinetes que había se lanzaron contra la compacta muchedumbre del enemigo, y fueron burla de éste, porque los caballos con la pasada navegación estaban escuálidos y flacos y habían perdido el uso del freno, de modo que, alzando la cabeza y sin moverse, dejaban los caballeros expuestos á las saetas; viéronse éstos precisados á huir en desorden. De los primeros que murieron fué D. Juan Manrique, caballero noble; D. Diego de Mendoza traspasó con la lanza al indio que hirió á D. Juan Manrique, y él á su vez cayó al suelo de una pedrada, no obstante que le amparaba Ramiro de Guzmán. Los españoles, cuando vieron el cadáver de su jefe, huyeron á la desbandada, y los bárbaros, según acostumbran, se dieron á decapitar los soldados muertos en la pelea, para luego llevar las cabezas muchos días, en son de triunfo, cogidas por el cabello. En la batalla y al huir murieron doscientos veinticinco españoles, número considerable con relación al total del ejército cristiano. Cierto caballero llamado Luján, que había recibido varias heridas, murió cerca de un riachuelo que recibió su nombre y lo conserva, hasta el día de hoy. Dicen algunos que los cómplices en la muerte de Osorio perecieron en esta batalla, confirmándose que los homicidas tienen mal fin. Cuando los nuestros sufrieron el desastre, concibieron inmenso dolor por la pérdida del hermano del Gobernador y de tantos nobles varones, y se aumentó su aflicción con el suplicio de Medrano, hombre distinguido, por sospechas de haber tomado parte en el asesinato de Osorio, cuyos autores no se averiguó con certeza quiénes habían sido.

 

 

CAPÍTULO VIII

LOS NUEVOS POBLADORES SUFREN HAMBRE; MUERE

GOBERNADOR D. PEDRO DE MENDOZA.

 

Después de la derrota de los españoles, sucedió que se agotaron los comestibles y hubo una espantosa hambre; algunos devoraron los cadáveres y otras cosas repugnantes; cierta persona se comió las entrañas de su hermano, que acababa de morir, y no tuvo reparo en roer los huesos de los ajusticiados; nadie se atrevía á salir fuera del campamento, temeroso de la ferocidad de los indios, de las fieras y de quebrantar las severas prohibiciones de los jefes. Sin embargo, cierta mujer que no podía tolerar tan prolongado ayuno, prefirió exponerse á la crueldad de los bárbaros y de los animales carnívoros, antes que morir con un suplicio lento; salió á escondidas y vagó mucho tiempo por los campos; llegada la noche se escondió en una caverna donde encontró que una leona estaba pariendo, y renovóse aquel célebre caso que se cuenta de los tiempos antiguos; la mujer ayudó á la bestia en su parto y ganó con ello, pues la fiera, agradecida, olvidando su natural sanguinario, le llevaba alimentos á la par que á los cachorrillos; la heróica española cayó luego en poder de los indios, y después de varias peripecias fué rescatada por los nuestros y volvió al campamento. En castigo de su fuga temeraria y opuesta á los bandos, con inaudito ejemplo de severidad fué condenada á ser expuesta á las alimañas fuera de la fortaleza, y habría perecido si por la misericordia del Señor la leona, de la que había sido partera, acudiendo la primera no la defendiese contra los ataques de las fieras. Observóse esto, y á fin de que los hombres no pareciesen más crueles que los tigres, fué absuelta; Maldonada, que así se llamaba ésta, vivió mucho tiempo y fué testimonio verídico de sus trabajos y varia suerte. Quién la juzgó con tan grande severidad en ausencia del Gobernador, es cosa que ignoro. Tengo averiguado que entonces las leyes eran inexorables; un soldado, porque robó una lechuga, quedó sin orejas; otro fué mutilado por quitar una berza; aún se conservaba entre los colonos la severidad de los juicios de Europa, la cual ojalá continuara, y así no quedarían impunes muchos delitos. El Gobernador, ya desanimado en extremo por los males que sobrevenían, lo estuvo más cuando los soldados que envió á varias partes con objeto de buscar la plata de que habló Gaboto, examinar la condición del país y los parajes donde se podían edificar ciudades, dieron informes poco satisfactorios. Aterrado con la derrota de nuestro ejército, edificó en los confines de los timbúes una fortaleza llamada Corpus Christi, y tan luego como se le incorporó con los suyos, Mosquera, que venía de las inmediaciones del Brasil, preparó una nave; dejó á Francisco Ruiz el mando de Buenos Aires, y á Juan de Ayolas, guipuzcoano, lo nombró vicegobernador; él se embarcó para Europa. La navegación fué incómoda en extremo; acabadas las provisiones, hubo que acudir á manjares repugnantes; Don Pedro de Mendoza probó, con algunos compañeros, la carne de una perra preñada, y acometido de furor murió miserablemente. Tiene por seguro que muchos de los que llevó en esta expedición al Nuevo Mundo, entraron en Roma cuando el asalto de Borbón, y que, avergonzados de sus hechos, se fueron á tan lejanos países, donde no eludieron el castigo de Dios. 

 

CAPÍTULO IX

DE LAS COSAS QUE ACONTECIERON DURANTE LA ADMINISTRACIÓN

DE JUAN DE AYOLAS Y DE LA MUERTE DE ÉSTE.

 

Entre tanto, resolvió Juan de Ayolas ir á los países donde se decía que había metales preciosos, y así, partió llevando el mismo itinerario que Sebastián Gaboto por la parte conocida al Sur y al Occidente; después anduvo por tierra algún tiempo. Antes de salir dejó á Domingo Martínez de Irala el cargo de gobernador interino, ordenándole que esperase su vuelta de las regiones superiores del Paraguay durante seis meses, pasados los cuales quedaba libre de tal precepto. Mientras Ayolas estaba ausente, Juan Salazar y Gonzalo de Mendoza navegaron por el Paraguay hacia arriba con motivo de procurarse víveres; lograron la amistad de los guaranís, y hallaron un lugar muy á propósito para edificar un fuerte. De mutuo acuerdo hicieron construir el castillo de la Virgen de la Asunción en el mismo paraje donde hoy se levanta la ciudad de este nombre. Salazar volvió para llevar de Buenos Aires los soldados, que están flacos y macilentos efecto del hambre. En cuanto á Domingo Martínez de Irala, estuvo á punto de perecer, víctima de una traición de los payaguas, cuando recorría el Paraguay; habiéndose presentado á las orillas de éste cerca de cuatrocientos indios, manifestaron deseos de hablar y comerciar con los españoles, á condición de que, tanto unos como otros, depusieran las armas; creyendo Irala que obraban de buena fe, mandó á los suyos que así lo hicieran; en esto, los payaguas se arrojaron sobre los inermes extranjeros, y hubiesen hecho en ellos una espantosa carnicería, á no empuñar éstos inmediatamente las armas; mientras se peleaba en tierra, las naves españolas estaban cercadas por los indios con sus canoas, hasta que la artillería, echando á pique las embarcaciones de los bárbaros, decidió el éxito de la batalla que se daba en el río; el valor de Irala consiguió otro tanto en la orilla, y los enemigos fueron puestos en fuga. De los nuestros hubo dos muertos y cuarenta heridos; Carvajal, que era uno de éstos, murió á los tres días; tenía fama de hombre valiente. De los indios, perecieron muchos con su jefe, y los demás huyeron á un sitio en que los aguardaba una gran multitud de los suyos. Mientras que esto acontecía, Irala estaba preocupado con la tardanza de Ayolas; pasaron ocho meses y empezaba á deliberar sobre si esperaría más ó si iría á buscarle, arrostrando los peligros del viaje, cuando se oyó la voz de un indio que desde la orilla opuesta del río pedía una barca en que pasar, y conseguido esto, con lágrimas en los ojos manifestó que traía nuevas desgraciadas; se le pidieron más detalles sobre la causa de su dolor, y dijo sollozando que había sido testigo de la muerte de Ayolas. A petición de Irala refirió lo siguiente: «Juan de Ayolas, á quien yo me uní espontáneamente en el camino, después que se apartó del Paraguay, recorrió con felicidad toda la región que se extiende entre este puerto y el Perú, en cuyas montañas recogió de los samococis y sivicocis que allí habitaban gran cantidad de oro y plata; de vuelta, yendo por la tierra de los payaguas, que son hombres malvados, disimularon sus intentos, ayudándole en todo lo que pudieron y suministrándole provisiones, esperando el momento oportuno de aniquilarlo con su gente; observaron en qué lugares hacía noche, escogieron los más valientes de entre ellos, y en medio de las tinieblas cayeron sobre los nuestros, entregados al sueño, y los degollaron. De todos, únicamente pudo huir Ayolas, quien se escondió entre las cañas de una laguna, donde fué hallado; llevado al pueblo más próximo, murió en la plaza de una manera atroz á manos de la muchedumbre. A mí me valió el ser indio, y por esto me salvé para anunciaros tamaña crueldad.» Así aprendieron los españoles que no debían fiarse de los indios, pues las traiciones de éstos son más temibles cuanto menos esperadas. En memoria de lo cual, al lago donde pereció Ayolas se le puso el nombre de éste. 

 

CAPÍTULO X

DOMINGO MARTÍNEZ DE IRALA ES ELEGIDO GOBERNADOR;

TRÁTASE DE ABANDONAR LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

Y DE FUNDAR LA METRÓPOLI DEL PARAGUAY.

 

Muerto Juan de Ayolas, Domingo Martínez de Irala llevó por segunda vez sus compañeros de armas á la fortaleza de la Asunción, y habiendo aquí llegado, se reunió el Consejo de los españoles; en él examinaron una Real cédula de Carlos V, recién llegada de Europa á la vez que ciertos auxilios y algunos sacerdotes, al frente de los que iba Alonso Cabrera, mayordomo de Palacio. En dicha cédula se daba facultad á los colonos del Río de la Plata y del Paraguay para nombrar gobernador cuando el antecesor moría y nada dejaba dispuesto. Por consentimiento unánime fué investido de este cargo Domingo de Irala, quien lo tenía bien merecido por la nobleza de su casa y sus esclarecidas prendas militares. Antes que se disolviera el Consejo, el nuevo gobernador preguntó si les parecía bien abandonar el fuerte de Buenos Aires, tiempo hacía despoblado por el hambre y la peste, á fin de que todos los españoles se reunieran en la ciudad por entonces construida á orillas del Paraguay, para ser más fuertes viviendo unidos. Parte de los votantes juzgó que no tan sólo se debía conservar el fuerte de Buenos Aires, sino también establecer otras muchas colonias, con objeto de que el imperio de los españoles se fuera dilatando. Añadían que, siendo aquella región tan vasta, no era digno encerrar en un rincón tantos hombres esforzados; que la mente del César era cerrar á las demás naciones los caminos por donde podrían penetrar fácilmente en el Perú, lo cual se impedía fundando muchas poblaciones en las orillas de aquellos caudalosos ríos, y que los españoles, con ser pocos, tendrían á raya la multitud de los indios. De este modo se expresaban los que deseaban que se multiplicaran los Gobiernos. Otra parte, y por cierto la más prudente, prefiriendo el interés público al interés privado, decía que en verdad estaban probadas la prudencia y valentía de los españoles, pero que los indios no carecían de coraje y de astucias, de lo cual tenían ejemplos en las muertes de Ramón, Lara, Mendoza, Figueroa y Ayolas; con lo cual se oponía á la opinión de los que, en su anhelo de aumentar los Gobiernos, querían dispersar los colonos. El gobernador, como prudente que era, acogió las dos opiniones de tal manera, que los dos bandos creían que se inclinaba á la suya. Dijo que, á su parecer, era de desear que se crearan en aquel extenso país muchos fuertes; pero que no lo permitía el estado que las cosas tenían, y que el emperador no pensaría lo contrario caso de estar presente. Así, pues, convenía diferir la fundación de poblaciones, mas no reprobarla, y que al establecer la nueva colonia convenía atender á la cabeza antes que á los miembros. En vista de lo cual se resolvió abandonar temporalmente la ciudad de Buenos Aires y edificar la de la Asunción en el sitio que se hallaban, á las márgenes del Paraguay, pensando que, una vez consolidada en su existencia, no sería difícil propagar las colonias y prevenirse contra las incursiones de los indios. Determinada la fundación de la ciudad, Diego de Abreu fué enviado á Buenos Aires con tres naves para que llevase los soldados que aquí estaban, y encontróse con que habían arribado á dicho puerto tres buques genoveses que no acertaron á pasar por el estrecho de Magallanes, en los que iba no poca gente que prefería quedarse en las tierras que baña el río de la Plata á exponerse á los riesgos del mar. Los italianos y los moradores de Buenos Aires navegaron con rumbo al Paraguay; tal fué la causa de que en esta parte de América arraigaran las familias de los Trochis, Aquinos y Rizos. Reunidos todos los colonos, el gobernador hizo una estadística de ellos, y pasma el considerar que de tantas personas como habían pasado de Europa, solamente quedaran cerca de seiscientos hombres; los demás perecieron antes por las guerras, el hambre ó la peste. 

 

CAPÍTULO XI

FUNDACIÓN DE LA CIUDAD DE LA ASUNCIÓN, CAPITAL

DEL PARAGUAY.

 

Hecho, pues, el censo, se comenzaron á ordenar todas las cosas; el campo que se hallaba próximo á la fortaleza fué distribuído en partes; construyéronse templos y casas consistoriales, á la vez que se nombró el cabildo. Finalmente, en el año 1538, á los 25º de latitud meridional, á doscientas cuarenta leguas del mar y ochenta de la desembocadura del Paraguay, se puso la primera piedra de la ciudad que tomó el nombre del fuerte adyacente, la cual, robustecida con el tiempo, se conserva hoy felizmente. El Paraguay, á cuyas márgenes se halla, es uno de los más importantes ríos del mundo. Desde su origen corre mansamente por más de trescientas leguas, recibiendo afluentes considerables; por él pueden bogar las mayores naves; después se arroja con ímpetu en el Paraná, doscientas leguas antes del mar, y forma el río de la Plata. Y es de observar que, aunque corren los dos en un mismo álveo, las aguas de cada uno conservan su color primitivo, cual si las cristalinas ondas del Paraná se desdeñasen de la mezcla con las turbias del Paraguay, ó como si el Paraguay llevase á mal perder su nombre. Este significa lo mismo que Coronado, á causa de que los habitantes de sus orillas llevan en la cabeza coronas hechas con plumas de varios colores. Y en verdad, no son más variadas éstas que las costumbres y lenguas de los indios que pueblan las riberas del Paraguay y tierras vecinas, entre los que, á causa de su bondadoso carácter y aptitud para civilizarse, descuellan los guaranís, quienes de buen grado hicieron alianza con los españoles y se sometieron al imperio del rey Católico. 

 

CAPÍTULO XII

LOS INDIOS DEL PARAGUAY SE SUBLEVAN CONTRA LOS COLONOS DE LA ASUNCIÓN.

 

Al fin de la Cuaresma del año 1539, acordó el gobernador que se celebrara una solemne función religiosa en honor de Cristo crucificado, á la que fuesen convocados los indígenas de los más remotos pueblos, para que empezaran á reverenciar los sacerdotes de nuestra religión. Mas los indios, irritados con motivo de los pesados servicios que se les imponían, aprovecharon la ocasión para un fin en extremo diferente, pues se conjuraron contra los españoles decidiendo su muerte. Para no excitar sospechas, ningunas armas llevaron si no eran el arco y saetas, creyendo que los indefensos españoles, cuando se estuvieran flagelando, serían exterminados fácilmente. Cuéntase que se juntaron ocho mil conjurados. Ya los nuestros, que nada sospechaban, tenían en las manos las disciplinas con que azotar sus espaldas y las andas de las imágenes estaban al público, cuando una india que estaba al tanto de la traición, movida á compasión, dijo en secreto á Salazar, que era su amo: «¡Ay mi señor, qué muerte vas á recibir hoy mismo! Sobremanera te compadezco.» Este anuncio inopinado impresionó mucho á Salazar, y aquella mujer, vencida por las promesas que le hizo Salazar, reveló cuanto sabía. Este se presentó sigilosamente al gobernador, quien enterado de la conjuración, ya que las circunstancias no permitían otra cosa, hizo ver que los yaperúes se habían sublevado, según noticias que le daban, por más que todavía no estaban á las puertas de la ciudad. Al toque de alarma, los españoles, dejando las disciplinas, toman los arcabuces y empuñan las espadas. El gobernador, simulando que se quería valer de los conjurados contra los comunes enemigos, ordena que los principales de éstos vayan á su palacio, donde son maniatados, y una vez confesos de su delito, ahorcados algunos de ellos. Dícese que los restantes conjurados, como heridos por un rayo, quedaron espantados y aturdidos, tanto que no se atrevieron á nada, ni aun á suplicar que fuesen perdonados los reos de muerte, posponiendo la amistad á su personal conveniencia. El gobernador, castigados ya los promotores de la proyectada traición, perdonó al resto del pueblo. Esto hizo que reconocidos los indios, faltándoles mujeres á los europeos, les dieran en adelante sus hijas y hermanas en matrimonio. Con ellas tuvieron éstos tan abundante prole, que habiendo luego acudido nuevos colonos, no pasó mucho tiempo sin que se fundaran poblaciones, con lo cual el Paraguay formó una inmensa provincia gobernada por varias autoridades dependientes de la central. 

 

CAPÍTULO XIII

GOBERNADOR ALVAR NUÑEZ CONDUCE UNA EXPEDICIÓN DE EMIGRANTES AL PARAGUAY.

 

Llegó á noticia del emperador la muerte de D. Pedro de Mendoza y el mal estado de las cosas en el Río de la Plata; mas como no era de ánimo que se arredrara ante los obstáculos, resolvió enviar otro gobernador y más pobladores. Muchos ambicionaban dicho cargo, que al fin consiguió Alvar Núñez Cabeza de Vaca, por los muchas servicios que á la Corona habían prestado sus mayores. Su abuelo Pedro de Vera pacificó las islas Canarias durante el reinado de Fernando V, y las gobernó algún tiempo; fué tan recto en su administración, que gastó todo su patrimonio en bien de su dignidad y de la provincia, hasta el punto que pidió dinero á un moro opulento, dando sus dos hijos, que eran mellizos, como prenda de la deuda; éstos fueron rescatados por el rey Católico. Uno de ellos, Alvar, de quien ya hablamos, tuvo un hijo á quien educaron durante la juventud su padre y abuelo, y luego en América, donde estuvo á las órdenes de Pánfilo de Narváez, obtuvo el cargo de tesorero en la Florida; cuando se dirigió á esta Península, fué arrojado por una tempestad á las costas vecinas y hecho prisionero por los bárbaros. Cuentan autores dignos de crédito que estuvo cautivo por espacio de diez años entre los mejicanos, y fué tal su virtud, que invocando la Trinidad obró muchos milagros. Este, pues, fué quien consiguió el cargo de gobernador del Paraguay. Ordenó Carlos V que se le dieran cinco naves, en las cuales se embarcaron setecientos hombres y un buen número de mujeres y niños; con ellas salió de Cádiz, y después de feliz navegación, arribó frente á la isla de Santa Catalina, á los 28º de latitud meridional. Allí se quedó con quinientos españoles, y enviando la demás gente por mar al Paraguay, siguió por tierra el camino que antes había llevado Alejo García, y después de haber recorrido y explorado trescientas leguas de aquella región, en el año 1541 llegó sin novedad á la Asunción, siendo digno de notar que en expedición tan larga, ni por tierra ni por mar perdió un hombre tan siquiera. Hecha una leva, escogió trescientos soldados, al frente de los cuales puso al ex-gobernador Domingo de Irala para que, subiendo por el río Paraguay, avanzasen cuanto pudieran en dirección al Occidente, pues estando en España, habían convenido él y Vaca de Castro, gobernador del Perú, en procurar abrir un camino entre esta provincia y la del Paraguay, para mutuo auxilio y comodidad de ambas. Domingo de Irala hizo lo que le ordenó, y después de subir doscientas cincuenta leguas desde Asunción, volvió anunciando que era posible abrir una comunicación con el Perú por aquella parte. Dejada para más adelante la conclusión de esta empresa, envió algunos hombres á los indios que habitaban á orillas dei río Ipané, rogándoles que devolviesen el hijo de Alejo García y los compatriotas de éste; mas los bárbaros, después de dar muerte á los mensajeros, le hicieron saber que jamás vivirían en paz con él, y que si deseaba vengar á los suyos, no les importaba la guerra. El gobernador, irritado al oír esto, encargó á su sobrino Alfonso Riquelme que castigara los desmanes de tan inhospitalaria gente, á cuyo fin le dió el mando de trescientos españoles y mil indios amigos. Trabada una batalla, perecieron cuatro mil bárbaros y tres mil fueron hechos prisioneros; de nuestro ejército murieron solamente cuatro españoles y ciento cincuenta indios. Efecto de esta victoria, que se ganó el día de Santiago, patrón de España, fué el que los pueblos comarcanos se sometieran inmediatamente. 

 

CAPÍTULO XIV

EL GOBERNADOR EXPLORA EL PAÍS; DESPUÉS ES CONDUCIDO PRESO Á ESPAÑA.

 

Acabada la expedición á Ipané, el gobernador, con el propósito de abrir un camino al Perú, y al mismo tiempo establecer colonias, conocer aquellas regiones apartadas y buscar minas de metales preciosos, reunió cuatrocientos españoles excitados con la esperanza de enriquecerse, y los embarcó. De paso, castigó á los cómplices en el homicidio de Ayolas. Luego que hubieron recorrido río arriba doscientas cincuenta leguas, llegaron á una isla bien situada y de fertilidad admirable; su longitud era de treinta mil pasos, y su anchura, excepto por un sitio que acaba en un cabo, de nueve mil. Tanto agradó á los descubridores, que la llamaron el Paraíso. Goza todo el año de una constante temperatura, la cual sería cálida si todos los días el viento céfiro no la refrescase y el vapor que el sol tropical levanta en el río no la humedeciese, como también las fuentes que por todas partes brotan y forman pequeñas corrientes, Produce espontáneamente gran cantidad de frutos, cuyo sabor es tan vario y singular que, con ser silvestres, parecen criados en cualquier huerta bien cultivada de Europa. Sus habitantes, llamados orejones por llevar zarcillos, siembran en cualquier estación del año; usan vino hecho con miel; la carne de animales fieros, allí muy abundantes, la comen, pero no les gusta mucho; de peces tienen grande copia. Aquellos indios no conocían la guerra ni los fraudes; eran hospitalarios y de mejor índole que cuantas naciones hasta el día se han descubierto, de tal manera, que parecían haber adquirido la bondad del país que habitaban. Nuestra armada se detuvo en la isla no poco tiempo, lo cual fué nocivo á los veteranos, pues encantados de aquel paraje comenzaron á oponerse á su jefe. «¿A qué fin, decían, buscar aventuras por estas salvajes orillas? Diez años hace ya que vamos de una á otra parte y nada hemos hallado ni visto sino pantanos, montes ásperos, pueblos feroces, nuevas enfermedades y la muerte de nuestros compañeros. La experiencia propia y la ajena nos aproveche, y lejos de buscar cosas nuevas, aprovechemos las que tenemos á mano. Que los jóvenes corran tras el oro, mientras nosotros pasamos la vejez en esta isla, que proporciona sin trabajo alguno los medios de subsistencia. » Así hablaban los de más edad; los de menos años, aunque no desistían de buscar metales preciosos, opinaban que se debía fundar allí una colonia, con lo cual sería más cómodo el viaje al Perú desde la Asunción. El resultado fué que, todos se dirigieron al gobernador solicitando que asintiera á sus peticiones y echase en la isla los cimientos de una población; mas el gobernador, firme en su resolución, contestó: «¿Qué razón hay, compañeros míos, para que, á semejanza de los niños, prefiráis una manzana al oro, cuyo valor parecéis no comprender? ¿Hemos atravesado los mares en busca de tierras ó de ricos metales? ¿Qué error os fascina para anteponer tortas de miel á la esperanza de ser ricos? ¿Quién será capaz de abandonar las delicias de España, el amor de los padres, la dulzura de la patria, y exponerse á mil peligros tan sólo para hartarse, entre pueblos bárbaros, de frutas, peces y carnes de animales fieros? Pero estas cosas son de un orden privado. Sabed que tanto á mí como á vosotros incumbe envejecer por la utilidad pública; nuestra vida y tranquilidad las ofrecimos al rey Católico y á la nación. Ni yo me retiraré, ni consentiré que lo hagáis vosotros. Es preciso encontrar oro.» Apenas dijo esto, ordenó á los recalcitrantes que se embarcaran con dirección á un puerto de tierra firme; allí dejó una escolta en defensa de las naves, y con los demás soldados penetró hacia el interior por el Norte. Marchando así militarmente, le salieron algunos pueblos en son de paz y le proveyeron de comestibles. Con poca gente hubo que pelear. Ya se hallaban en los confines del Perú, cuando las avanzadas anunciaron que de cierta población salía numeroso ejército de bárbaros; serían, al parecer, unos cinco mil. Apenas tuvo tiempo el gobernador de preparar sus fuerzas; los indios se presentaron en seguida; pero aterrados por el aspecto de los españoles y por las descargas de sus arcabuces, sin trabar combate huyeron á la desbandada, y los nuestros se apoderaron del pueblo, que constaba de ocho mil casas. Estas en nada se distinguían de las que los indios tenían en otros países, en medio de la plaza se alzaba una torre circular fabricada con grandes maderos, cubierta de un tejado cónico hecho de cortezas de palmera. Dentro de ella había una serpiente de extraordinaria magnitud, á la que, por superstición, alimentaban con los cadáveres de los que perecían en la guerra. El demonio solía dar oráculos por medio de semejante monstruo, que tenía de longitud veinticinco pies y la cabeza tan gruesa como la de un buey, achatada, y con dos pequeños ojos que parecían despedir llamas; en sus mandíbulas había dos series de dientes; la cola era lisa, pero lo demás del cuerpo cubierto de escamas grandes cual platos. Los españoles se asustaron al ver tamaña fiera, y más cuando, irritada ésta porque le dispararon varios arcabuzazos, dió rugidos y con la cola comenzó á azotar las paredes. Dióse muerte á este monstruo; pero otro peor surgió, y fueron las discordias entre el gobernador y los receptores reales, porque aquél se negaba á que ingresara en el Tesoro de Su Majestad el quinto del botín cogido por los soldados, fundándose en que el monarca ni solía ni quería tomar lo que con tanto trabajo habían logrado, y mayormente siendo poca cosa. Limitáronse los receptores á pedir que les dieran un ciervo por cada cinco que se cazaran y un pez de igual número que se pescaran; tampoco lo consiguieron; y aunque el gobernador prometió que él indemnizaría al Tesoro lo que éste perdiese por no pagar el quinto, se originaron disputas. Consecuencia de todo ello fué que los expedicionarios regresaron á la Asunción sin acabar su empresa y contra la voluntad de Alvar Núñez. Allí fué acusado éste de administrar la provincia sin acierto y con demasiada lenidad; doscientos ciudadanos se conjuraron contra él y tumultuosamente, lo cargaron de cadenas y lo embarcaron para España con los principales de sus acusadores. El emperador, apenas se enteró de la cuestión, lo absolvió; además, le dió dos mil escudos de oro y lo nombró consejero de Indias, cargo que desempeñó honradamente. Sus acusadores tuvieron peor suerte: presos por mandato de Carlos V, murieron antes de que se viera la sentencia de su causa; uno falleció de repente y otro perdió la razón. Dios los juzgó antes que el emperador.

 

CAPÍTULO XV

FUNDADORES DE LAS CIUDADES DEL PARAGUAY.

 

Quedó Alvar Núñez, según hemos dicho, en España, y Carlos V nombró gobernador del Paraguay á Juan de Sanabria, quien murió antes de embarcarse. Sucedióle en el cargo su hijo. Este recibió orden de partir con cuatrocientos hombres á la provincia que le era encomendada; antes de que tal hiciera se detuvo en la Península algún tiempo para terminar ciertos negocios, durante el cual Domingo Martínez de Irala fué elegido gobernador interino. Mientras se hallaba ausente Irala ocupado en explorar el país, Francisco de Mendoza, que era reo de solicitar por medios violentos el gobierno y estaba condenado á la última pena, cuando caminaba al suplicio confesó que por leves motivos había dado muerte en España á su mujer y á un capellán que tenía, y por cierto en el mismo mes y día que él iba á ser ajusticiado. Con lo cual todos concibieron un saludable temor de la justicia divina, de la cual nadie puede escapar por más lejos que huya. A Irala sucedieron Francisco de Vergara y Juan Ortiz de Zárate, quien el año 1572 llevó quinientos españoles al Paraguay, con los cuales, y aumentada ya la población, se crearon nuevas ciudades. La fundación de éstas referiré en adelante, sin orden alguno, según la narración lo exija.

 

CAPÍTULO XVI

DESCRIPCIÓN DEL PARAGUAY.

 

Esta provincia, que recibe su nombre del río que la baña, antes que fuera separado el Tucumán, que formaba parte de ella, comprendía la inmensa región que se extiende entre el Brasil y el Perú hasta el Río de la Plata y el mar Atlántico. De su extensión puede juzgarse, teniendo en cuenta que el Paraguay y el Paraná, antes de juntarse, corren por ella majestuosamente más de trescientas leguas; unidos más adelante forman el Plata, que, después de ochenta leguas de curso, se arroja en el mar; á cincuenta leguas de su desembocadura se halla la ciudad de Buenos Aires, fundada, según hemos visto, por Pedro de Mendoza. En la misma orilla, y á ochenta leguas del mar, se levanta Santa Fe, cuya situación es ventajosa para la navegación. A igual distancia la de Corrientes, en el punto donde se unen el Paraná y el Paraguay; tiene menos importancia que las anteriores. El Paraná, después de correr más de cien leguas, se despeña éste en una majestuosa catarata, pasada la cual se extiende la tierra de los guaranís frente al Brasil, en la cual hay dos pequeñas poblaciones de españoles, Villarica y Guairá, en otro tiempo muy conocidas. Al Norte del Paraguay están Jerez y otra Villarica, plazas fuertes construídas para unir esta parte del Paraguay con las comarcas interiores. Por último, á las márgenes del rojo Paraná se halla la ciudad de la Asunción, que fué en extremo útil para dominar las tribus levantiscas de las inmediaciones. A estas poblaciones acudieron los indios de varias naciones, quienes al principio, á causa de la vecindad, sirvieron libremente á los españoles, y luego hicieron esto forzosamente, hasta que, reducido su número, se vieron obligados á trabajar los nuestros. Los habitantes europeos, tanto de la Asunción como de las demás ciudades mencionadas, fueron tronco de ilustres familias, que pueden ostentar brillantes genealogías, como descendientes de las casas principales de España, tanto que quizás no haya en América provincia alguna donde se cuente un número tan considerable de insignes apellidos. Mas toda esta nobleza se degradó y vino á menos con el tiempo, efecto de las condiciones del país, que no proporcionaba riquezas para conservar el rango de los antepasados. Todos saben que ninguna región del Nuevo Mundo engañó tanto á los europeos como el Paraguay. Aquí no hay oro ni plata, metales que son desconocidos casi completamente; el hierro sí que abunda, pero no explotan sus minas los indígenas. Hoy mismo los españoles (excepto los que habitan en Buenos Aires y Santa Fe, que comercian con el Perú) no usan moneda, la cual reemplazan con la permuta de unas cosas por otras, imitando ]as costumbres de los tiempos primitivos. En pocos parajes se cultivan la vid ó el trigo; así que comer pan y beber vino es un lujo que solamente se permiten los más ricos. El trigo que llamamos de Turquía es su principal alimento; con él también confeccionan la bebida. Las frutas, caza y pesca son los restantes manjares de su mesa. Susténtanse con sobriedad, no obstante que se han multiplicado los bueyes. Sus módicas riquezas eran antes el algodón y el azúcar, hasta que empezó á conocerse el valor de las hojas que echan ciertos árboles que espontáneamente crecen en sitios húmedos y son conocidas con el nombre de yerba del Paraguay. Estas hojas, una vez tostadas y reducidas á polvo, se mezclan con agua caliente, y así resulta un licor que tanto los españoles como los indios toman varias veces al día, y tiene la propiedad de excitar el apetito. Muchas son las virtudes que se atribuyen á dicha yerba; lo mismo reconcilia el sueño que desvela; igualmente calma el hambre que la estimula y favorece la digestión; repara las fuerzas, infunde alegría y cura varias enfermedades. Los que se acostumbran á ella no pueden pasar sin usarla, y afirman que si dejaran tal hábito se debilitarían y no podrían prolongar la existencia, y de tal manera los domina este vicio, que si no pueden adquirir buenamente dicha yerba, venden cuanto tienen para hacerse con ella. Los que piensan cuerdamente, aunque reconocen que fortalece algo y es causa de cierto bienestar, casi nunca la usan, porque si se abusa de ella produce la demacración, la embriaguez y otros males, ni más ni menos que el vino. Tal vicio, no solamente se ha propagado en el Paraguay, sino también en el Tucumán, el reino de Chile, el Perú y amenaza cundir en Europa; en América, la yerba de que nos ocupamos es una de las cosas más estimadas. Consecuencia de esto fué que mientras al principio los paraguayos se contentaban con un vestido de algodón y con vino hecho de miel, después que subió el precio del mate, crecieron la molicie y el lujo, y los indios fueron vejados más, trabajando en la confección de este producto. Resultado de semejante opresión fué el que la raza disminuyera notablemente y que los mismos españoles cayeran en la indigencia, lo cual prueba que las riquezas se pierden muchas veces por iguales caminos que se adquieren. 

 

CAPÍTULO XVII

DE LAS CIUDADES DEL REINO DE CHILE Y DE SUS FUNDADORES.

 

El reino chileno, cuyo litoral es continuación del peruano, se halla entre el mar Pacífico y las montañas paralelas á éste; se extiende desde los 28º de latitud meridional hasta los 44 de la misma; su anchura no excede de treinta leguas, y á veces es menor todavía. El primero que penetró en Chile, según mis noticias, fué Diego de Almagro, quien llegó en compañía de un hijo del Inca que murió ajusticiado, de cuatrocientos españoles y numerosa turba de indios; esto sucedió en el año 1536. No hizo sino explorar el valle de Coquimbo, pues muy luego abandonó la expedición para tornar al Perú, de donde había sido nombrado virrey por el emperador. Poco después llegó á Chile Pedro Valdivia con bastantes compañías de soldados españoles; por la fuerza de las armas sometió todo el país al dominio de Carlos V, y estableció colonias en él. A veinticinco leguas del mar, en el grado 34 de latitud austral, fundó la ciudad de Santiago, capital del reino, y construyó en ella sólidos edificios al estilo europeo. Estableció la ciudad Imperial allí donde el polo antártico se eleva cerca de 38º sobre el horizonte. Cuenta Lipsio, que se le dió el nombre de Imperial porque los españoles encontraron en muchas casas y en las puertas de éstas, águilas de dos cabezas, cual los romanos llevaban en sus banderas, y deduce de esto que el Nuevo Mundo fué conocido en siglos pasados por naciones de Europa. Yo creo que tal conjetura es levísima, pues cuando se fundó la Imperial ya los ejércitos de Carlos V habían llevado en sus estandartes las águilas por América, y los chilenos, que comerciaban con el Perú, podían conocerlas. A los 40º de latitud edificó Valdivia una ciudad, á la que dió su nombre, situada en un terreno rico en oro, no lejos del mar, y también la de Villarica en el interior del país. Bajo los mismos auspicios nacieron Coquimbo ó la Serena, en el valle de Coquimbo, y Angol, entre la Imperial y la Concepción. Ocupado ya el reino de Chile con las nuevas colonias, sucedió que los habitantes de los valles de Puré y Arauco, exacerbados contra los mineros, se conjuraron, y al mando de Caupolicán mataron á Pedro de Valdivia y á otros muchos españoles, cuya derrota fué cosa lamentable. Los historiadores españoles cuentan una atrocidad de los chilenos, y es que se vengaron echando en la boca del capitán Pedro de Valdivia oro derretido, diciéndole que se hartase de aquel metal precioso, ya que tanto lo ambicionaba. Sucedió á Valdivia Francisco Villagra, quien, en venganza de sus compatriotas, dió varias batallas en que salió triunfante; mas al fin acabó por ser vencido. Al desastre de Villagra siguió el despoblarse algunas de las nuevas colonias, pues los indios se negaban á prestar los servicios que tenían obligación. Después de Villagra fué á Chile, con muchas compañías de españoles, D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, hijo del virrey peruano, investido del cargo de gobernador; llevó cañones, y con ellos logró que, intimidados los indios, la mayor parte de éstos solicitase la paz. Los de Arauco y Tucapel se resistieron algún tiempo, hasta que Caupolicán fué vencido en combate. Valdivia y la Imperial, ciudades que los insurrectos habían destruído, fueron reedificadas. Hacia el grado 41 de latitud fundó el marqués de Cañete el pueblo de Osorno, y distribuyó sus campos á los soldados más distinguidos que llevó del Perú. En la provincia de Jujui, continuación del Chile trasmontano, erigió la ciudad de Mendoza, capital más adelante de otras dos, y le dejó como legado su nombre. Dió el mando del reino á D. Rodrigo de Quiroga, caballero de la Orden de Santiago, y se dirigió al Perú, donde gobernó como virrey interino, adquiriendo notable fama. La administración de Quiroga se distinguió por varias alternativas de fortuna y por varios tumultos, que ocurrieron; sucedióle D. Alonso de Sotomayor en el año 1579. Este fundó en el valle de Arauco el fuerte de San Ildefonso, y reprimió á los araucanos, levantiscos como siempre, de tal manera que, cuando le reemplazó D. Martín de Loyola, halló el reino en paz y con doce florecientes ciudades de españoles. No entra en mi propósito narrar los hechos ilustres que los españoles llevaron á cabo en aquellos años, con cuánta fortaleza se mantuvieron y qué batallas ganaron; ya lo harán los historiadores chilenos; á mí me basta haber expuesto lo que hacía falta como preliminar de lo que diré más adelante. 

 

CAPÍTULO XVIII

DESCRIPCIÓN DEL REINO DE CHILE.

 

Ningún país hay, ni puede siquiera imaginarse, tan delicioso por su amenidad, ni tan agradable para vivir en él como Chile. Abunda en todo género de frutos y ostenta en sus hermosos collados, en las orillas de los ríos, en los prados de los valles y cerca de las fuentes, cuantos productos dan las diversas regiones de América y Europa. Allí hay lana y leche en gran cantidad, por cuanto las ovejas y el ganado vacuno tienen pasto de sobra. Críanse también el trigo y vino que hacen falta, y la miel. Es rara la suavidad de la fresa y manzanas silvestres. Las aguas potables, que pasan á través de los yacimientos auríferos, son muy estimadas por los españoles, aunque no negaré que éstos aprecian más las minas que sus aguas. En ninguna estación del año truena; tampoco caen rayos ni centellas, ni alteran la atmósfera vientos impetuosos. No hay en Chile animales venenosos ni fieras nocivas. La felicidad de los chilenos solamente la interrumpen los temblores de tierra, que se repiten á grandes intervalos de tiempo, y son lo único capaz de contener en sus deberes á los colonos, á quienes la amenidad de los campos y la abundancia de todo, excita á los deleites más que á la piedad. Casi todo el oro que se extrae de América es chileno; si los españoles, al explotarlo, hubiesen tenido moderación y se acomodaran á las prescripciones del rey Católico, mayor dicha habrían gozado. Pero sucedió que una vez ocupado el reino de Chile y construídas colonias por todas partes, los particulares empezaron á conseguir cédulas Reales para oprimir á los indios, á lo cual sucedió la guerra y el quedar despobladas algunas comarcas, resultando, el que país antes tan feliz no conservó de tanto bien sino el recuerdo. 

 

CAPÍTULO XIX

DE LAS PARTICULARIDADES DEL TUCUMÁN.

 

Hállase la región del Tucumán situada entre Chile y el Paraguay; por el Oriente limita con las tierras adyacentes al Paraguay y al río de la Plata; hacia el Occidente termina en los montes del Perú. Sus dilatadas llanuras se extienden por el Mediodía con dirección al estrecho de Magallanes; al Norte linda con ferocísimas naciones. Hállase dentro de la zona templada, excepto la parte septentrional, donde el calor es bastante fuerte, si bien en ocasiones el frío es intenso por ser el país muy elevado; esto echa por tierra las ideas que los antiguos tenían tocante á la zona tórrida. El Tucumán, cuya anchura es muy variable, tiene de longitud trescientas leguas y casi acaba en punta. Sus habitantes se dividen en cuatro clases: los de la extremidad meridional viven en los llanos y montañas sin residencia fija; aliméntanse de la caza; sus casas se componen de esteras y son portátiles; los de la región boreal se sustentan con el pescado de las lagunas; igual que los primeros, tienen carácter feroz; aquéllos se distinguen por su elevada estatura; éstos por su estupidez. Se han hallado huesos de gigantes cuya talla era cuatro veces mayor que la de los hombres actuales; ahora no se encuentran individuos cuya altura exceda de ocho pies; nacidos en cavernas tenebrosas parece que huyen de la luz; pasan casi toda su vida en antros obscurísimos. Otros indios del Tucumán residen en aldeas por los valles y montes próximos al Perú; son más cultos que los mencionados, y se dedican algo al comercio. Todos los indios son perezosos y descuidados; conocen el oro y la plata, pero los usan poco. Carecen más, en general, de metales preciosos que los europeos, y también de afán por buscarlos. Los naturales del Tucumán se valen para transportar las mercancías de una especie de ovejas, que se pueden comparar á los camellos de cría; su fuerza es grande y la finura de su lana mayor que la de nuestros rebaños; con ella tejen vestidos que parecen de seda. Hay también leones, por la forma muy semejantes á los de Africa; pero su magnitud y nobleza son menores y apenas igualan en ellas á los perros de caza, cuyo coraje y fuerzas no superan; no crían melenas, pero sí dan rugidos formidables. Los tigres son más feroces que en ningún país del mundo. Dos son los ríos principales de Tucumán, llamados Dulce y Salado, por el sabor respectivo de sus aguas. Aunque ambos reciben innumerables arroyos, mejor que otra cosa, parecen torrentes; ni una barquichuela puede surcarlos sino á trechos. Después del Dulce y el Salado sigue el Carcarañal; hay, además, otros cuyas fuentes son tan obscuras como humildes, los cuales, después de correr algún tiempo, cual si se avergonzasen de su pobreza, sin adquirir siquiera nombre, desembocan en lagos ó se los tragan las hendiduras de la tierra. Algunos de ellos convierten los huesos y leños sumergidos, en piedra, y á los hombres y animales que beben sus aguas se les forman debajo de la barbilla tumores parecidos á redomas, que desaparecen tomando el agua de otras corrientes. La escasez de ríos está compensada con las fuentes que brotan en montes y selvas, lo cual ha permitido que en otros tiempos el país estuviese bastante poblado. Es cosa probada que cuando llegaron los colonos españoles, en regiones no muy grandes se contaban los indios por varios cientos de millares. Los que moraban cerca del Perú obedecían al rey Inca. Los restantes, divididos en tribus, eran gobernados por caciques, hablaban idiomas distintos y tenían costumbres diferentes. Pocas veces se confederaban dos ó más tribus para expulsar los enemigos comunes. Como no miraban por el bien general, tuvieron mucho ganado los españoles para conquistarlos. 

 

CAPÍTULO XX

DE LOS QUE DESCUBRIERON EL PAÍS DEL TUCUMÁN Y FUNDARON SUS CIUDÁDES.

 

El primero en visitar la región del Tucumán fué un soldado de Sebastián Gaboto, llamado César, quien el año 1530, con el objeto de abrir un camino al Perú por el río de la Plata, se embarcó con tres compañeros, y vió su audaz empresa favorecida por la suerte; atravesó tierras aún inexploradas, yendo por medio de montañas ásperas y lagunas y recorrió el Tucumán, las fronteras de Chile y gran parte del Perú, donde llegó á la ciudad de Cuzco á la sazón en que Francisco Pizarro se preparaba á dar muerte al inca Atabalipa, hecho prisionero. El soldado César había andado hasta llegar á Cuzco nada menos que dos mil leguas. De las tierras que descubrió se han contado muchas fábulas, las cuales, después de un siglo, todavía fascinan el ánimo de no pocas personas, quienes tienen por cierto que en ellas hay plata y oro en abundancia y un pueblo noble de civilización adelantada; es verdad que añaden ser desconocida la situación de dicho país. Por esto no hablaré más del particular, pues no me gusta caminar por sendas inciertas y extraviadas, teniendo seguro camino que tomar. Cinco años después, cuando el gobernador D. Pedro de Mendoza construyó el fuerte de Buenos Aires á orillas del río de la Plata, cinco soldados memorables por su audacia huyeron al Perú por el Tucumán, y allí encendieron los ánimos de sus compañeros con la esperanza de conquistar una región dilatada. En el año 1540, habiendo el virrey Vaca de Castro vencido en Chupas á Diego de Almagro el joven, y pacificado el Perú, ofreció á los capitanes que más se distinguieron en la guerra nuevas provincias que conquistar. Correspondió el Tucumán á Juan de Rojas; éste pasó los montes del Perú con doscientos soldados españoles, y al entrar en dicha región trabó pelea con los indios, muriendo en ella herido por una saeta envenenada. El ejército se puso después de esto á las órdenes de Francisco de Mendoza; penetró en el Tucumán con dirección al río de la Plata, y llegó á la desembocadura del Carcarañal, donde Gaboto había construído una fortaleza. Pero como Francisco de Mendoza pretendiese ir por el río arriba á fin de incorporarse á los que fundaban ciudades en el Paraguay, se alborotaron los soldados, oponiéndose tenazmente á dicho propósito, y lo cosieron á puñaladas; luego se volvieron al punto de que habían partido. En el año 1549, después de la derrota de Pizarro por el virrey D. Pedro Gasca, Juan Núñez de Prado, cediendo á las exhortaciones de algunos que fueron compañeros de Francisco de Mendoza, y quizás sus asesinos, llevó consigo cien españoles, gente noble toda, y entró en el Tucumán. A orillas del río Escava fundó la ciudad de San Miguel, llamada de Castro, que fué trasladada primero al valle de Calchaqui, luego á otro sitio, y por último, destruída. Núñez de Prado erigió en varios parajes cruces que servían de asilo á todo el mundo, de lo cual resultó que los indios edificaron alrededor de ellas sus casas, empezando á estimar lo que después habían de adorar. Valiéndose de los PP. Gaspar de Carvajal y Alonso Trueno, religiosos mercedarios, solicitó de los indios la conversión al cristianismo y la obediencia al rey Católico. Tuvo una disputa por cuestión de límites con Francisco Villagra, cuando éste se dirigía al reino de Chile desde el Perú por el Tucumán, llevando refuerzos; trabóse el combate, y Núñez de Prado cayó prisionero; recobró la libertad y su antiguo cargo, á condición de que el Tucumán dependiese de Chile y recibiese en adelante del virrey de este país un gobernador. En el año 1553, Francisco de Aguirre salió de Chile con doscientos españoles por orden de Pedro Valdivia, y una vez destruído el pueblo de San Miguel, fundó á orillas del río Dulce, á los 28 grados de latitud, la ciudad de Santiago, más tarde sede episcopal y metrópoli del Tucumán. A Francisco de Aguirre sucedió Rodrigo de Palos, y nada hizo que merezca referirse. En el año 1558, D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, hijo del virrey del Perú y gobernador de Chile, encomendó la administración del Tucumán á Juan Gómez de Zurita, quien fundó la ciudad de Londres y reprimió á los calchaquíes y á otros bárbaros vecinos, peligrosos para los españoles. Reedificó la ciudad de San Miguel; sometió á los feroces diaguitas y á otros indios que moraban hacia el río Bermejo, como también á los famatines, sañagastas y gran parte del valle de Catamarca. Por medio de Julián Sedeño, una vez construída la fortaleza de Córdoba, sujetó los calchaquíes y recorrió las orillas del río Salado y de otros, haciendo que el nombre español fuese temido; de esta manera llegaron á contarse en el país de Santiago nada menos que ochenta mil indios súbditos del rey Católico. Tan bien se portó Zurita en sus guerras contra los indígenas, que el virrey del Perú, en premio, emancipó el Tucumán de Chile, restituyéndolo á su primitiva condición. Mas por aquel tiempo, esto es, en el año 1561, Gregorio Castañeda fué enviado con tropas por el gobernador de Chile, á fin de encargarse de administrar el Tucumán; venció á Zurita y lo mandó al Perú; después fueron destruídas la ciudad de Cañete y la fortaleza de Córdoba, con lo cual los indios se rebelaron casi todos. Sabedor de esto el virrey del Perú, en el año 1563, dispuso que fuera al Tucumán con extensas facultades Francisco de Aguirre, quien con su energía y buena suerte sometió de nuevo á los indígenas; fundó la ciudad de Esteco, y restableció el orden en el país; mas como luego se enredase en varias cuestiones, tuvo que regresar al Perú. Sucediéronle otros gobernadores, y con los refuerzos que les fueron enviados desde el Perú se fundaron ó repoblaron muchas colonias españolas. De éstas, algunas desaparecieron con la guerra ú otros accidentes, y aún subsisten Santiago, que es la capital; Córdoba, San Miguel, Salta, Jujui, Rioja, Esteco, Londres y varios fuertes, en cuyas inmediaciones habitan muchas tribus, sometidas al rey de España á costa de no poca sangre; pero esto lo referirán otros. 

 

CAPÍTULO XXI

ESTADO ANTIGUO DE LAS REGIONES MENCIONADAS.

 

Me parece mejor hablar de las naciones que pueblan el extenso país que acabo de delinear, como también de sus vestidos, religión, costumbres y lenguas, y del clima, vegetación y animales del terreno que ocupan, cuando trate de ellas en particular, y de la predicación del Evangelio por los misioneros de la Compañía. No me detendré mucho á examinar la cuestión de si tal región fué conocida por los antiguos. Cicerón, en el Sueño de Escipión, considera la tierra dividida en dos partes, una septentrional y otra austral, llamada por los griegos a n t a x o n a , por estar en el extremo opuesto del Polo. Pomponio Mela denomina á la tierra situada debajo del viejo continente a n t i xq o n a , y á sus habitantes antichtones. Conocidos son los comentarios que hizo el orador Avito á Séneca; en ellos afirma que hay en el Océano islas fértiles, y más allá de éste otras costas y otro mundo. San Clemente, discípulo de San Pedro, menciona las tierras que existen pasado el Océano. De aquí deducen muchos que América fué conocida por los antiguos, pues que hablan de ella. Pero de dónde proceden los habitantes de ésta, es cuestión que excita la curiosidad de muchos; mas no la resuelven de modo que inspire certeza. Lipsio, siguiendo las conjeturas de Aristóteles, opina que en otro tiempo pudieron ir de Africa. Fernández de Oviedo cree que las islas Hespéridas fueron así denominadas de Hespero, rey de España, y que los de esta nación las colonizaron á la vez que al continente americano. Hay quien reputa á los indios por descendientes de los judíos que fueron trasladados en tiempo del rey Oseas á tierras hasta ahora desconocidas, después de un viaje de diez y ocho meses de camino. Otros los hacen hijos de los chinos navegantes del mar Pacífico, y quiénes, con más acuerdo, de los pueblos septentrionales del Asia, emigrados ó arrojados por alguna tempestad. Yo no decidiré la cuestión ni combatiré las soluciones que se le han dado; á decir la verdad, no sé cuál es la verdadera. Ni afirmaré ni negaré ninguna de las opiniones emitidas por tantos varones doctos; las que se alegan sin fundamento corren peligro de ser falsas, y es tan poco lógico negar una cosa sin motivos suficientes, como sin ellos darle crédito. Es más; Lipsio, Acosta, Pineda, Solórzano y otros eruditos que consultaron todos los escritos de los antiguos, emitieron juicios ingeniosos, pero que no inspiran confianza en lo tocante á los pobladores de América. Sé muy bien que todos los pueblos conservan recuerdos del diluvio, mas no decidiré si deben referirse estos á un cataclismo universal ó al de una región determinada, cual fué el de Acaya por el lago de Ogigia ó el de Tesalia en tiempos de Deucalión. Dejo de hablar de la Atlántida de Platón, de las razones que prueban la existencia del diluvio, de la tierra de Ophir de Salomón, de la transmigración de los animales y de otras mil cosas. Con gusto me aparto de conjeturas y de fábulas, teniendo hechos ciertos que narrar. 

 

CAPÍTULO XXII

ALÁBASE El CELO DE LOS REYES CATOLICOS POR LA PROPAGACIÓN DE LA FE CRISTIANA.

 

Soy de opinión que el Señor concedió al emperador Carlos V el Perú y las regiones australes como otro país de Ophir, pues como David había de pelear en nombre de Dios; á Felipe II para que construyese el monasterio del Escorial, dedicado á San Lorenzo, y digno de Salomón; á los Felipes III y IV, á fin de que tuviesen recursos con que fundar ciudades en el Nuevo Mundo y luego protegerlas. Es de desear que sus sucesores gocen dilatados años el oro americano, y siguiendo las huellas de sus predecesores, dilaten los dominios de España y su gloria. Pero yendo á mi propósito, diré que Carlos V en el mismo año que se fundó la ciudad de la Asunción, capital del Paraguay, que fué del pasado siglo el 53, envió un Prelado y algunos sacerdotes, no sin hacerles antes cuantiosos donativos. En el reino de Chile, en el Tucumán y Buenos Aires, se erigieron á expensas de Su Majestad obispados y cabildos de canónigos; con igual munificencia se proveyó á la sustentación de los sacerdotes y se fundaron casas de religiosos; los virreyes, los gobernadores, los alcaldes de las ciudades y los cabildos de ellas recibieron órdenes del rey para que defendiesen á los indios de todo género de vejaciones y procurasen la salvación de las almas de aquellos pueblos. Comenzaré á narrar lo que hizo la Compañía en la propagación del Evangelio bajo los auspicios del monarca, en Chile, el Tucumán y el Paraguay. 

 

CAPÍTULO XXIII

ESTABLÉCESE LA COMPAÑÍA EN EL TUCUMÁN.

 

Triste era por demás la situación de las nuevas provincias en los primeros tiempos; había pocos sacerdotes, y éstos ignoraban los idiomas hablados por los indios; los obispos no tenían quien fuese capaz de ayudarles. Muchos pueblos de españoles, privados de los Sacramentos, vivian en el seno de los vicios. Aunque la nación española es frugal y sabe además reprimir los excesos de la naturaleza con la templanza, sin embargo, por la abundancia de todo, unida al vasallaje de los indios y á la muchedumbre y licencia de las mujeres del país, se corrompieron las costumbres de tal manera, que todos lamentaban amargamente su destino, pues carecían de sacerdotes y de sermones; desde hacía muchos años no confesaban; vivían y morían sin escuchar la divina palabra; el bien espiritual de los indios, por las mismas razones, era imposible de conseguir. A pesar de que los obispos quisieran extender la religión cristiana y extirpar los vicios, se veían imposibilitados de conseguirlo, dada la inmensidad del país y de lo numerosos que eran sus habitantes; á más, los españoles estaban desmoralizados. Por fin, quiso el cielo inspirar al obispo del Tucumán un feliz pensamiento, y fué llamar la Compañía de Jesús, cuyos muchos servicios á la Iglesia conocía. Era dicho prelado Fr. Francisco de Victoria, en otro tiempo dependiente de un comercio en el Perú; acaeció entonces que á varias personas les pareció que lo veían con mitra, presagio que no resultó vano. Abandonó las cosas caducas del mundo, y una vez instruido en las letras, ingresó en la Orden de Santo Domingo, en la cual se condujo virtuosamente; por indicación de Felipe II, el Papa San Pío V lo hizo obispo del Tucumán en el año 1572; fué el primer prelado de la diócesis, y la administró con tal celo, que mereció las alabanzas del Concilio de Lima. Este varon eminente escribió al P. José Anchieta, famoso por sus milagros, á la sazón provincial del Brasil, y al P. Juan Atienza, provincial del Perú, rogándoles por las entrañas de Cristo que le concedieran lo que ardientemente deseaba, á saber, que le enviasen algunos sacerdotes escogidos para ayudarle, pues en ningún país podrían trabajar los jesuitas que reportasen más gloria. 

 

CAPÍTULO XXIV

LLEGA LA COMPAÑÍA AL TUCUMÁN; SUS PRIMEROS TRABAJOS.

 

Agradó á los dos provinciales la petición del obispo, y en el año 1586 enviaron desde el Perú á los PP. Juan Atienza, Francisco Angulo y Alonso Bárcena, los tres sacerdotes, y al lego Juan Villegas. Hacía las veces de superior el P. Francisco Angulo, comisario del Santo Oficio en el Tucumán, varón tan piadoso como exigían las circunstancias, aunque era más conocida la virtud del P. Alonso Bárcena, esclarecido por lo mucho que trabajó en América, hasta el punto de que Alegambe y Sachino lo consideraron apóstol del Perú. Los jesuitas salieron de la ciudad de Potosí, y pasados los montes que separan el Perú del Tucumán llegaron á Salta, fundada cuatro años antes, y fueron recibidos por los españoles con indecible alegría. Como éstos durante mucho tiempo no se habían confesado, se reconocían cargados con muchedumbre de pecados; hicieron examen minucioso de sus conciencias desde niños, y en los intervalos que los misioneros dejaban de atender á los indios, se confesaron, quedando tranquilas sus almas. Salta dista cincuenta leguas de la ciudad de Estero; en ésta administraron el sacramento de la Penitencia á sus moradores, privados de sacerdotes. Los PP. AnguIo y Bárcena conocían el idioma quichua; el segundo venció las dificultades de la lengua tonocoté en el camino del Perú, y con esto comenzó á enseñar, cuando podía, los misterios de la fe á los indios de Esteco. Con objeto de que esta empresa no sufriera interrupciones, eligió dos neófitos en cada casa de españoles, y los instruyó cuidadosamente para que, á falta de sacerdotes, enseñasen á sus compañeros los preceptos fundamentales del cristianismo y las oraciones. Estos neófitos recorrían las encrucijadas y las casas, cantando alegremente á coro lo que habían aprendido de los misioneros, con aprobación de los españoles, y adquirieron notable reputación. Dos misioneros solamente, después de ímprobas fatigas, desterraron la ignorancia y restablecieron la frecuencia de la Confesión, sacramento desusado generalmente hasta entonces y desconocido por los indios. Después que permanecieron un mes completo, recibieron carta del obispo del Tucumán para que fueran á la capital de esta provincia, distante sesenta leguas, donde su llegada era muy deseada. El prelado les dió los medios necesarios para hacer el viaje, que inmediatamente realizaron. 

 

CAPÍTULO XXV

LOS PP. FRANCISCO DE ANGULO Y ALONSO DE BÁRCENA

DESEMPEÑAN SU MINISTERIO EN LA CAPITAL DEL TUCUMÁN.

 

Poco antes de llegar los misioneros, el gobernador del Tucumán, D. Juan Ramírez de Velasco, salió á su encuentro con las autoridades y personas principales y los llevó á la ciudad, donde fueron recibidos con demostraciones de alegría, pues los vecinos de ella habían construído arcos triunfales adornados con flores. Fueron al templo y allí el obispo los acogió con indecible gozo; se elevó al Señor una súplica y el prelado los alabó en sermón elocuente; luego los acompañó hasta la casa que les tenían preparada. En verdad que Dios conducía los misioneros al Tucumán en ocasión oportuna; fuera del obispo, se contaban en la provincia nada más que cinco sacerdotes y algunos religiosos que trabajaban laudablemente conforme á su instituto. Mas de todos ellos, casi ninguno conocía la lengua de los indios; el prelado estaba abrumado de trabajo. La ciudad de Santiago constaba de quinientas familias de españoles; en su jurisdicción vivían ochenta mil guerreros, que hablaban diversos idiomas, y considerable número de niños y mujeres, todos inscritos en el libro del censo por los fundadores; muchos habían perecido por varios accidentes, plaga de América; pero aún quedaban muchísimos que habrían carecido de sacerdotes si el obispo no llamase en su auxilio á los Padres de la Compañía. Estos acudieron gustosos á trabajar en tan abundante mies de almas, sintiéndose con fuerzas bastantes para tamaña empresa. Conocían muy bien que poco adelantarían mientras los españoles no diesen ejemplo con sus costumbres arregladas, y así nada dejaron por intentar en públicas y privadas amonestaciones para lograr tal fin. Los españoles, naturalmente piadosos, escuchaban con atención á los nuevos maestros de día y de noche en sermones, catequesis, conversaciones, lecturas y otras instrucciones de la Compañía. A cada momento se conseguían victorias de Satanás; ya se reprimía el rigor de los españoles con los indios, ya los vicios propios de la juventud, ya el lascivo vestir de las mujeres; toda la ciudad se purificó mediante la Confesión; casi todos sus habitantes recibieron el Cuerpo del Señor; los niños, imbuídos en los principios cristianos, llegaban á ser maestros de sus mismos padres; la religiosidad de los conquistadores eliminaba la corrupción, de tal modo, que todo el mundo se congratuló de la ida de los jesuitas. En medio de tan prolongadas tareas, el P. Alonso de Bárcena, á ratos perdidos, aprendió las lenguas tonocoté y kaka, habladas por los pueblos vecinos. El P. Francisco Angulo sabía el idioma usado por la generalidad de los indios. Ambos, provistos de tales conocimientos, peleaban contra el demonio sin descansar un momento, hasta conseguir que los indígenas, abjurando sus falsedades, se convirtiesen á Cristo; los neófitos más celosos doctrinaban á sus compatriotas. En los días festivos, los jesuitas con la cruz alzada llevaban por las calles numerosa turba de indios que cantaban el catecismo, con el ánimo de que la gente se apartase de la sensualidad y la embriaguez, vicios muy comunes entonces, y que la doctrina se grabase mejor en los ánimos con las modulaciones del canto. Costábale trabajo al obispo permanecer en su casa, y así muchas veces se unió á los misioneros y los coros, llevando tras de sí inmensa turba regocijada; con tales artes se consiguió que considerable muchedumbre aprendiese la verdad cristiana, y cuando menos se convirtiese á ella. Ignoro cuántos millares de gentiles recibieron el Bautismo, pues los primeros atletas de aquella provincia no ambicionaban tanto consignar por escrito lo que hacían, como trabajar por el Evangelio. Es indudable que muchísimos bárbaros entraron en el seno de la Iglesia; que los neófitos ya bautizados se confesaron, cosa antes inusitada, y se contentaron con su esposa legítima, siendo así que habían vivido mucho tiempo según las costumbres antiguas, de tal manera que el P. Bárcena, nada alabancioso de lo que ejecutaba, se admiró de no sucumbir con el peso de tan ímprobo trabajo.

 

CAPÍTULO XXVI

EL P. ALONSO DE BÁRCENA CONVIERTE Á LOS INDIOS DE ESTECO.

 

Después de lo referido, el obispo del Tucumán retuvo consigo al P. Francisco de Angulo para que se ocupase en asuntos de la Inquisición, y dispuso que el P. Alonso de Bárcena, con el lego Juan Villegas, fuese á la ciudad de Esteco, para procurar la conversión de los indios de cincuenta aldeas próximas á esta población y dependientes de ella, y dotar á Esteco de un sacerdote que cuidase de los españoles. Yendo de camino el P. Bárcena, bautizó muchos gentiles en sus pueblos. Permaneció en Esteco pocos días, los suficientes para que se confesaran sus habitantes, y luego se dirigió á los lugares de los indios que están muy separados, atravesando ásperas montañas y cañaverales en los pantanos. Poco antes había andado por allí un religioso apóstata, que fué no sé de dónde y causó notable daño á las almas; bautizó á muchos idólatras sacrílegamente, sin instruirlos en los misterios de nuestra fe, de modo que no tenía validez el sacramento; pues explorados los indios acerca de los dogmas cristianos, respondieron que ciertamente los habían mojado con agua, pero que efecto de ignorar el idioma español, no acertaron á conocer para qué servía aquel lavatorio. Catequizólos cuidadosamente el P. Bárcena y luego los bautizó de nuevo. Ocupado en la conversión de los indígenas, distribuyó el tiempo de esta manera; se levantaba dos horas antes de amanecer y penetrando en los próximos bosques y campos muy poblados, rogaba al Señor que iluminase los ánimos de los gentiles; á continuación decía misa y dirigía una plática á los circunstantes; el resto de la mañana lo pasaba con su compañero en instruir á los neófitos; por la tarde bautizaba á los indios, autorizaba matrimonios y confesaba; casi para nada se acordaba de su cuerpo. Cuánto padeció yendo por abruptas montañas, por selvas remotas, por lagunas cubiertas de cañas, tras de los indios que vagaban de un sitio en otro, contento con silvestres manjares y cuidadoso de que ninguno se escapara, es cosa que estará escrita en el libro de la vida. Por espacio de nueve meses continuó en tan ímproba tarea, obteniendo grande fruto; bautizó más de seis mil seiscientos indios, asistió á más de seis mil matrimonios y no sé á cuántas personas oyó en confesión. Hecho esto, ambos compañeros tornaron al lugar de donde habían salido, llamados por el obispo, y recibieron parabienes de todos por lo que felizmente acababan de realizar. 

 

CAPÍTULO XXVII

P. FRANCISCO ANGULO Y ALFONSO DE BÁRCENA EVANGELIZAN EN EL PAÍS DE CÓRDOBA.

 

Apenas regresaron el P. Bárcena y el lego Villegas, fueron enviados por el obispo, juntamente con el P. Francisco Angulo, á ejercer su ministerio en Córdoba y su jurisdicción; de modo que no les dejó reposar un momento de sus pasadas fatigas. Diez y seis años habían transcurrido desde que se edificó la ciudad de Córdoba; distaba de la capital de la provincia, de donde los misioneros salieron, cien leguas. Estos caminaron por bosques dilatados llenos de tigres, y fueron á su llegada recibidos por los españoles con inmensa alegría. Tan luego como resonó la trompeta apostólica del P. Bárcena, ninguno hubo que dejara de purificar su conciencia mediante la Confesión. Era difícil instruir á los indios que prestaban servicios á los españoles, por la variedad de lenguas que hablaban; aun así, más de quinientos recibieron el Bautismo. Los misioneros hicieron una excursión por los alrededores de Córdoba, y en el primer mes convirtieron á trescientos gentiles y autorizaron cuatrocientos matrimonios. Cuando meditaban nuevas empresas, llególes un mensajero diciendo que arribaban nuevos misioneros del Brasil; dejaron, pues, la hoz que empezaban á echar en la mies, y volvieron á Córdoba á fin de recibirlos. 

 

CAPÍTULO XXVIII

LLEGAN LOS JESUITAS PROCEDENTES DEL BRASIL,

DESPUÉS DE HABER SIDO VEJADOS POR LOS CORSARIOS EN SU VIAJE.

 

El P. José Anchieta, provincial del Brasil, luego que recibió carta del obispo del Tucumán, envió en el año 1587 cinco misioneros, todos varones escogidos; eran los PP. Juan Saloni (149), nacido en Valencia; Tomás Filds, irlandés; Manuel Ortega y Esteban Grao, portugueses, y Leonardo Arminio, italiano, al frente de ellos; embarcáronse apenas sopló viento favorable, y cuando llegaron á la desembocadura del río de la Plata, creyéronse en lugar seguro; pero de improviso fueron acometidos por los piratas ingleses, que hicieron presa de la nave; estos enemigos jurados de la Compañía, colmaron de insultos á los religiosos, y para que no esparcieran la semilla de la fe en pueblos gentiles, los dejaron en una isla desierta y hedionda con objeto de matarlos más adelante. Cambiaron pronto de pensamiento, y de nuevo los embarcaron con el propósito de colgarlos en el mástil; entre tanto, escudriñaron insolentemente el equipaje que llevaban. En un cofre hallaron corderos de cera bendecidos, en gran número, y es imposible decir cuánto se encolerizaron al ver semejantes cosas consagradas por el Romano Pontífice y los insultos que profirieron contra la piedad de los misioneros. Un hereje más descarado que los otros esparció por la cubierta del navío los corderillos de cera y los pisó. No pudo contener su indignación el P. Manuel Ortega, hombre de ánimo levantado, compañero en otro tiempo del P. José Anchieta, y así procuró con ambas manos que el impío inglés no hollara los corderillos diciendo que antes que consentir sacrilegio tan abominable perdería la vida. Haciendo fuerza el pirata para que el P. Ortega le soltara el pie que le tenía cogido, se hirió en la barandilla del buque y comenzó á derramar sangre de la cabeza; los ingleses que esto vieron, se echaron sobre e l misionero, quien no opuso resistencia; le dieron varios azotes, y después lo arrojaron al mar donde se le calaron los vestidos, y hubo de luchar bastante rato para no ahogarse; acercóse á la nave y lo sacaron, destinándole á sufrir con sus compañeros muerte más cruel todavía. Ya trataban los corsarios de qué suplicio les darían, cuando aconteció un hecho memorable; al hombre impío que profanó los corderillos le salió de repente una pústula maligna en el pie, la cual se extendió por los miembros vecinos y acarreó dolores generales y horribles; amputáronle el pie; mas á pesar de esto, el blasfemo espiró á las veinticuatro horas; tal miedo experimentaron los herejes viendo tan manifiesto castigo del Señor, que no se atrevieron á ejecutar lo que respecto de los jesuitas tenían proyectado. Pasados algunos días, los corsarios, hallándose cerca del estrecho de Magallanes, padecieron cruel hambre; la embarcación carecía ya de velas y demás aparatos necesarios en la navegación, y se veían próximos á naufragar; pero á los que caminan ayudados por Dios no hacen falta velas ni remos; bástales el soplo del Espíritu Santo; poco después arribaban felizmente á Buenos Aires. Otro hecho singular acaeció por entonces. Llevaban consigo los misioneros el cráneo de una virgen compañera de Santa Ursula; cuando de lejos divisaron la nave de los herejes, lo escondieron allí donde no pudiera ser descubierto, para que los corsarios no lo destrozasen; al salir del buque lo buscaron, mas en vano; el cráneo había desaparecido, y es de creer piadosamente que la santa inglesa lo llevó á mejor parte, ya que sus compatriotas eran indignos de poseerlo. Recibió á los misioneros el obispo del Paraguay, y procuró convencerlos de que en vez de ir al Tucumán, según pensaban, se dirigiesen al Paraguay, cuyos dialectos poco se diferenciaban del idioma brasileño, y como ellos conocían éste, podían perfectamente evangelizar allí; pero los religiosos, obedientes á los mandatos de sus superiores, se encaminaron á Córdoba, ciudad principal del Tucumán, atravesando un desierto de ciento veinte leguas, y fueron recibidos por los PP. Francisco Angulo y Alonso de Bárcena, quienes les dieron vestidos debidos á la generosidad de los españoles, y los instalaron lo mejor que fué posible. Celebradas algunas conferencias, el P. Leonardo Arminio, varón grave, en otro tiempo catedrático de Teología y superior de los nuevos misioneros, manifestó que él y sus compañeros venidos del Brasil, no irían con gusto á las regiones donde trabajaban los religiosos del Perú; juntamente con el P. Grao se retiró á la ciudad de Santa Fe, y allí desempeñó las funciones peculiares de los individuos de la Compañía; luego ambos tornaron al Brasil. En cuanto á los PP. Ortega, Saloni y Filds, se unieron sin dificultad á los padres peruanos, y entre tanto consultaron al prepósito general. El P. Francisco Angulo llevó consigo á Santiago los PP. Tomás Filds y Juan Saloni. El P. Alonso de Bárcena se agregó al P. Manuel Ortega como un apóstol á otro; ambos se dirigieron á tierra de Córdoba, donde, según antes hemos visto, habían dejado el trabajo comenzado.

 

CAPÍTULO XXIX

LOS PP. ALONSO DE BÁRCENA Y MANUEL ORTEGA

TRABAJAN CON FRUTO EN EL PAÍS DE CÓRDOBA.

 

Vivían cerca de Córdoba por entonces muchos indios, en parte bautizados y en parte aún gentiles. Los más de éstos, exacerbados por el servicio personal y la depravación de costumbres, sufrían muy á disgusto el yugo extranjero. En cuanto á los convertidos, por falta de instrucción nada tenían de cristianos, excepción hecha del nombre; en todo lo demás, eran semejantes á los idólatras. Los misioneros se dirigieron tanto á unos como á otros, predicando por doquiera el Evangelio, no obstante las reclamaciones de los españoles. A la sazón el hambre devastaba el país; pero ellos, sin temor á perder la vida, atravesaron ásperas montañas y selvas espesas sin miedo á los guerreros salvajes. Tal fruto consiguieron de sus faenas, que oyeron en confesión á turba innumerable; bautizaron dos mil quinientos gentiles; lograron que mil quinientos indios, abandonando las concubinas, se unieran en santo matrimonio, y procuraron inflamar las almas con el amor á Cristo. Decir cuánto trabajaron entonces no es cosa fácil. Vivían los indios en cavernas subterráneas, cuyo techo no se alzaba del suelo, y separadas entre sí; para doctrinarlos era indispensable buscarlos como conejos; una vez hallados, colmarlos de regalos, á fin de que se dignasen escuchar, y después hablarles por medio de intérprete, á causa de los distintos idiomas que usaban. A todo acudieron los jesuitas; en el rigor del invierno su techo era el cielo, su lecho la tierra, su comida tan escasa que más de un día se alimentaron únicamente con veinticuatro granos de trigo turco, sin beber más que agua; faltóles el trigo, y por espacio de cinco días tan sólo abrieron la boca para recibir el Cuerpo de Cristo. Habrían perecido si la Providencia no hiciera un milagro á fin de conservar la vida de hombres tan admirables. 

 

CAPÍTULO XXX

PORTENTOSO VIAJE QUE REALIZARON LOS

PADRES ALONSO DE BÁRCENA Y MANUEL ORTEGA.

 

Hallándose el P. Manuel Ortega desfallecido de hambre, le ordenó el P. Alonso de Bárcena, después de orar fervorosamente, que en las primeras horas de la mañana, luego que celebrara el sacrificio de la Misa, fuese á la quinta de un español, distante cincuenta leguas, para procurarse víveres: él quedó ocupado en bautizar á los catecúmenos. Costábale trabajo al P. Ortega separarse de su compañero, y más porque creía que no le volvería á ver; tan debilitado se encontraba por el prolongado ayuno, que apenas tenía fuerzas, y debía caminar á través de lugares escabrosos y poblados de gentes feroces, enemigas del nombre español. Hizo confesión general y se dispuso á obedecer sin poner dificultades. Apenas montó á caballo, le parecía que el corcel más bien volaba que corría; así, por la misericordia del Señor, pasó por medio de pueblos salvajes sin experimentar daño alguno. A eso del mediodía se apeó casi desmayado, y en sueños vió con alegría cosas celestiales, las cuales le confortaron para sufrir por Cristo mayores trabajos. Tornó á subir sobre el caballo; cruzó una laguna, en la que se mojó por completo, y al empezar la tarde del mismo día en que partió llegó á la villa de los españoles; en once horas recorrió el camino que antes anduvo en ocho días. El dueño de la finca, sabedor del caso, mandó al P. Bárcena víveres en caballos conducidos por indios bajo el mando de un español. Apenas había el convoy salido, entró alegremente por otra puerta el P. Bárcena, dejando á todos suspendidos al ver un doble portento. El señor de la villa acrecentó su fe y acompañó al P. Bárcena; estuvo á su lado doce días, y afirmó que al ir y al volver había empleado menos tiempo que nunca. Diéronse gracias á Dios por el milagro que obró. No le costó más á su omnipotencia transportar al profeta Abacuc al lago de los leones por medio de un ángel, que llevar á Daniel de igual manera á la casa del pan.

 

CAPÍTULO XXXI

LOS INDIOS DEL RÍO SALADO SE PONEN BAJO LA DIRECCIÓN DE LA COMPAÑÍA

 

Quería el P. Bárcena perseverar en aquella empresa, esperando convertir á cuatro mil gentiles cuyos caciques habían recibido el Bautismo; mas cuando pensaba ir hasta el estrecho de Magallanes á través de pueblos feroces sin armas ni acompañamiento, lo llamó el obispo del Tucumán, temeroso de perder tan excelente misionero en los graves peligros á que se iba á lanzar; sin él habría renunciado la mitra. Apenas volvió el P. Bárcena, fué nombrado, por auténtico documento, inspector de la diócesis, con encargo de que una vez llegados los jesuitas del Brasil al río Salado, rigiese los indios que moran cerca de éste. Aceptó dichos cargos por mandato del P. Francisco Angulo, y dispuso que fueran al país bañado por el río Salado los PP. Manuel Ortega, Juan Saloni y Tomás Filds, á fin de que procurasen convertir á nuestra fe los innumerables gentiles que allí vivían; antes de que esto hicieran, les enseñó la lengua tonocoté, y ayudó á los indígenas con cuantas cosas pudo. En breve tiempo, gran número de idólatras recibieron el Bautismo; cerca de doscientos treinta neófitos concubinarios se unieron en legítimas nupcias, y no pocas personas que jamás se habían antes confesado, lo hicieron entonces. Ocupado en tales faenas, el P. Bárcena enfermó y tuvo que regresar á la ciudad. Mas con ocasión de tal dolencia, el Señor procuraba el bien espiritual de los paraguayos.

 

CAPÍTULO XXXII

PRIMERAS MISIONES DE LOS JESUITAS DEL BRASIL EN EL PARAGUAY.

 

Como habían sido llamados los Padres jesuitas del Brasil por el obispo del Paraguay, á quien hacían falta sacerdotes conocedores del idioma guaraní, y se veían imposibilitados de seguir aprendiendo el idioma tonocoté, dirigiéronse á dicho país después de consultar con el P. Francisco Angulo. El lugar de donde partieron dista trescientas leguas de la ciudad de la Asunción, espacio que recorrieron parte por tierra, parte subiendo por los ríos de la Plata y Paraguay, catequizando al mismo tiempo á numerosos indios. Cuando se hallaron ya tres leguas de la Asunción, salieron los habitantes de esta población á recibirlos, con alegría tan grande, que se veía claramente cuán sinceramente deseaban la salvación de sus almas. Hallábase ausente el obispo, que era de la Orden de Santo Domingo, y gobernaba la diócesis entre tanto un fraile de la misma religión, el cual era varón de muchas virtudes, y cumpliendo gustoso lo que le había preceptuado el obispo, hospedó á los jesuitas en un edifico que les había preparado; dióles facultad para administrar los sacramentos dentro y fuera de la ciudad. Tenemos, por lo tanto, que agradecer á la Orden de Santo Domingo el haber tenido entrada en el Paraguay y en el Tucumán. Por aquel tiempo, muchas poblaciones del Paraguay carecían de sacerdotes, efecto de lo cual los neófitos, confundidos y mezclados con los indios gentiles, en nada se diferenciaban de éstos por lo que toca á las costumbres, así que eran cristianos solamente de nombre; los más habían aprendido en su niñez cosas en alto grado reprensibles, y no pocos europeos á quienes faltaban los sacramentos se dolían de que la nación paraguaya, compuesta de nobles elementos, enfermase de tantos males por falta de médicos. Al ver esto los Padres, no sabían á qué parte acudir primero. Parecióles, bien pensado el asunto, que sería mejor atender á la curación de la cabeza para que más fácilmente sanaran los miembros. Después de ser felicitados por su ida, comenzaron en la Asunción á catequizar y predicar, tanto en público como en privado, y á confesar; en una palabra, á derramar con profusión los medios espirituales para la santificación de la sociedad, según la índole de las personas Los niños españoles eran instruídos conforme á la capacidad de cada uno; las personas adultas amonestadas en solemnes sermones, y las regaladas costumbres de las mujeres se cauterizaban con el fuego de la reprensión. Los indígenas que estaban sujetos á servidumbre, fueron aleccionados con preferencia. Tuvieron los jesuitas un éxito tal, que á los tres meses la ciudad se había transformado por completo. Conseguido esto en la capital, salieron á los pueblos y aldeas de la provincia, donde la mies era abundante, y los recorrieron administrando los sacramentos y enseñando, hasta que la caridad les hizo traspasar los límites de aquélla. 

 

CAPÍTULO XXXIII

LOS PP. MANUEL ORTEGA Y TOMÁS FILDS EVANGELIZAN EL GUAIRÁ.

 

El P. Juan Saloni, que era rector, quedó en la ciudad, y los PP. Ortega y Filds navegaron Paraguay arriba en dirección al país de los guaranís, que está cerca del Brasil; salidos del río, atravesaron á pie bosques y pantanos, en lo cual mostraban ser discípulos del P. José Anchieta; por espacio de ciento cincuenta leguas evangelizaron cuantos pueblos hallaban al paso y bautizaron un gentío numeroso. La primera victoria que alcanzaron, fué convertir á trescientos cincuenta gentiles que salieron de las selvas con su jefe, que era de horrible figura; se había pintado el cuerpo de una manera pavorosa, y cubría las espaldas con luenga cabellera que llegaba á las corvas. No puedo precisar el número de indios que cristianaron en esta expedición. En el último pueblo sometido á la provincia del Paraguay, limítrofe del país de los guaranís, mil paganos recibieron las aguas regeneradoras; cuatrocientos de ellos se casaron según ordena la Iglesia. Llevado á cabo todo esto, escogieron un buen número de los indígenas que les habían salido al encuentro y los establecieron en la primera población que en el Guairá crearon los españoles, llamada Ciudad Real. Melgarejo, que fué su fundador, hizo una estadística de los indios que había en los alrededores, y no bajaban de cuarenta mil; de esta muchedumbre aún quedaban no pocos, quienes servían á ciento cincuenta de los nuestros que vivían en aquella región. Vieron los Padres cuánto tenían que hacer en Ciudad Real, porque ningún sacerdote allí moraba; así que durante un mes no descansaron, bautizando tanto á los españoles como á los indios, casando á los que tenían la edad oportuna y reconciliando enemigos. Remontaron después el Paraná y el Huibay hasta Villarica, que está á ochenta leguas en la confluencia del Paraná y el Huibay, administrando el Bautismo y la penitencia á cuantos indios vivían en los pueblos del paso. Fueron recibidos por los moradores de Villarica al son del tambor y entre las detonaciones de los arcabuces, con lo cual demostraban que nada les alegraba tanto como la presencia de ministros del Señor, de los que habían estado privados muchos años. En cuatro meses se purificaron las conciencias, y un número considerable de idólatras recibió la fe de Cristo. Finalmente, explorado el Guairá, se cercioraron los Padres de que continuando sus apostólicas tareas se podrían convertir muy bien doscientos mil indios. Volvieron á la Asunción para narrar al P. Saloni lo que habían hecho, bautizando al mismo tiempo innumerables personas. 

 

CAPÍTULO XXXIV

EN EL AÑO 1589 INVADE LA PESTE EL PARAGUAY,

Y LOS PADRES JESUITAS HACEN MUCHAS COSAS DIGNAS DE MEMORIA.

 

Fatigas mucho mayores esperaban á los Padres Ortega y Filds en la Asunción, donde regresaron cansados de un viaje de cuatrocientas cincuenta leguas próximamente. La peste hacía horribles estragos en los habitantes de dicha ciudad, y tanto, que morían al día más de ciento. Seré en la narración de esta calamidad lo más conciso que pueda. Los PP. Saloni, Ortega y Filds, en menos de un año confesaron á quince mil penitentes; bautizaron mil quinientos infieles, y sin darse un momento de reposo, trabajaron con todas sus fuerzas para que á nadie faltaran los auxilios de la religión, siendo admirable que con labor tan inmensa sus fuerzas jamás decayeran. En lo cual se echó de ver la singular protección de Dios hacia los que, con grave peligro de la vida, buscaban el bien del prójimo. Luego que se hubo cebado la epidemia en la ciudad, se extendió rápidamente por los campos, y allí el daño fué mayor, por la escasez de las cosas necesarias. Los PP. Ortega y Filds administraron el Sacramento de la Penitencia á diez mil moribundos en los pueblos y aldeas pertenecientes á la jurisdicción de la capital, y enterraron ellos mismos otro número igual de cadáveres. Cuatro mil paganos recibieron el Bautismo, casi todos los cuales pasaron muy pronto á mejor vida. Prosiguiendo en estas tareas se dirigieron al Guairá, y en Ciudad Real, que carecía de sacerdotes todavía, absolvieron á dos mil quinientos penitentes, cristianaron mil idólatras y autorizaron ciento cincuenta matrimonios. Hecho todo esto, los PP. Manuel Ortega y Tomás Filds enviaron delante de ellos á Villarica un sacerdote, y en varias aldehuelas del camino regeneraron con las aguas del Bautismo á dos mil cuatrocientas almas y casaron más de doscientos cincuenta indios; dejo aparte los muertos que enterraron y las confesiones que oyeron, cuyas cifras no se anotaron. En un pueblo convirtieron á nuestra fe á treinta viejas de edad avanzadísima y á sus maridos, gente que estaba toda entregada á las infames artes de la hechicería. Los indios, tanto gentiles como neófitos, aterrados con el azote que los castigaba, salían de los bosques, y acercándose al P Ortega pedían con vivas instancias los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia. La mortandad fué horrorosa en Villarica, donde hubo luego que acudir. Los dos Padres trabajaron allí tanto, que parece cosa de fábula. Al mismo tiempo se lamentaban amargamente de sus males niños, ancianos, mujeres, varones en la flor de su vida, extraños, ciudadanos, gentiles y neófitos. Unos exhalaban suspiros lamentables por la muerte de sus padres; otros, por los dolores que sufrían. Aquí hacían falta las cosas necesarias para la vida; allí el Viático. Al mismo tiempo se pedían por muchos el Bautismo, la Confesión, la Extremaunción, la catequesis y también la sepultura para sus parientes. Los Padres hallábanse presentes en todas partes donde su ministerio era reclamado; sin descuidar nada en la ciudad, salían á los pueblecillos comarcanos, y lo mismo cuidaban de los vivos que de los muertos, de los españoles que de los indios. El fruto de tan incesantes labores fué que durante nueve meses bautizaron seis mil seiscientos paganos, celebraron dos mil ochocientos matrimonios y dieron cristiana sepultura á cuatro mil ciento sesenta difuntos; ellos mismos administraron los sacramentos de la Eucaristía, Confesión y Extremaunción á innumerable gentío. Afirma el P. Manuel Ortega que perecieron antes de lograr el Bautismo más de dos mil indios, quienes viniendo de parajes distantes para recibirlo de manos de los misioneros, fueron en el camino atacados de la enfermedad reinante. Es de esperar que á muchos de ellos no habrá negado el Señor su gracia, ya que es pródigo de las misericordias ganadas con la sangre del Hijo. Saciada ya la peste en Villarica y pueblos vecinos, se propagó más y más por los campos, en los que no mostraron los Padres menor actividad. En seis meses apartaron de las supersticiones á tres mil cien idólatra, seiscientos de éstos dejaron sus mancebas, y dos mil quinientos se enlazaron como ordena la lglesia. Todas estas cosas las refiero gustoso, pues si los historiadores profanos mencionan los enemigos muertos en batalla, las naves apresadas ó echadas á pique, los prisioneros cogidos, las fortalezas arrasadas y el botín de guerra, juzgando que de esto deba tener noticia la posteridad, ¿por qué yo no he de narrar el número de los adversarios de la fe convertidos á Cristo, y las victorias ganadas por los soldados de este, á despecho del demonio, ni por qué he de temer el juicio de las personas piadosas del porvenir? Los PP. Ortega y Filds regresaron de su expedición, y yendo á Villarrica, por espacio de dos meses, se dedicaron á prestar toda clase de auxilios á los moradores de esta población, hasta que el P. Ortega tornó á desempeñar su ministerio en los campos. 

 

CAPÍTULO XXXV

EL P. MANUEL ORTEGA BAUTIZA MUCHOS MILLARES DE PERSONAS.

 

La nación de los ibirayás, que contaba diez mil hombres y vivía á treinta leguas de Villarica, se sustentaba de la caza. Algunos de ellos habían recibido el Bautismo no sé cuándo; mas es lo cierto que ignoraban los misterios de nuestra religión y tenían de cristianos nada más que el título. Esta gente, rebelada contra los españoles, había rechazado el yugo que le impusieran, y era temible por su ferocidad, tanto que nadie se atrevía ni aun á acercarse á sus confines. Solamente fué osado á penetrar en sus dominios el P. Manuel Ortega, quien conocía á la maravilla el idioma que hablaban; sin acompañamiento alguno se dirigió á ellos, juzgando que la peste habría quebrantado su ánimo salvaje, y dispuesto, en caso contrario, á dar la vida por Cristo. Tan atrevida empresa tuvo un éxito favorable, pues en breve tiempo bautizó dos mil ochocientos indios atacados de la epidemia. Los restantes solicitaron lo mismo; pero se les dilató el cumplimiento de su deseo hasta que probaran con la bondad de sus costumbres el abandono de las antiguas supersticiones, pasado algún tiempo, fueron cristianados trescientos que se sometieron á los españoles. Los neófitos y los paganos de varios lugares, se presentaron solicitando con muchas instancias que los Padres fuesen á su país para enseñar la doctrina católica y administrar los Sacramentos, diciendo cómo habían construído templos y hecho cruces á excitación de los sacerdotes cristianos; añadían que no debían los misioneros dejar perder una mies tan abundante. Después de esto, el gobernador de Villarica dispuso que el P. Manuel Ortega fuera á una importante población de los indios, y éste, como buen pescador de hombres, sacó tres mil cuatrocientos hombres de las turbias aguas del lago de la ignorancia y los bautizó. Llevó á mal esto el espíritu infernal y excitó á los principales del pueblo para que se conjurasen contra los españoles, y especialmente contra el P. Ortega, y hubieran realizado su propósito si la Divina Providencia no velara por los nuestros. La noche antes de que estallara la conjuración, no pudiendo conciliar el sueño el P. Ortega, salió por el pueblo, empezó á caminar silenciosamente cerca de las casas de los indios y tuvo ocasión de enterarse de cuanto éstos maquinaban. Luego hizo saber á los españoles lo que sucedía, y con ellos huyó inmediatamente. Al amanecer el día siguiente, vieron los indios cómo los nuestros se habían fugado; no pudiendo hacer otra cosa, mataron cruelmente á treinta criados indígenas de los españoles que no quisieron salir con éstos, y desahogaron la rabia que tenían por no satisfacer su venganza dando los aullidos de costumbre. 

 

CAPÍTULO XXXVI

LOS PADRES JESUÍTAS SE ESTABLECEN EN VILLARlCA.

 

Salvado el P. Ortega de tan grave peligro como había corrido, fué á Villarica, donde trató con el P. Filds del regreso de ambos á la Asunción. Al saber esto los ciudadanos, les suplicaron que no los abandonasen; con voz triste decían que muchos años habían carecido de sacerdotes, y no tenían esperanza de su presencia en adelante; que se hallaban distantes de la capital doscientas leguas y más aún del Brasil, sin que de las regiones intermedias les pudiese venir algún socorro espiritual. Añadían que en ningún país de América podrían encontrar los Padres terreno tan bien dispuesto para el Evangelio como el Guairá, pues si en tan breve tiempo habían bautizado tantos millares de infieles, ¿qué no sería de esperar si se estableciesen en Villarica? Diciendo estas cosas los españoles, los neófitos abrazaban las rodillas de los Padres y les estrechaban las manos. Les hacían ver que ellos, todavía niños en Cristo, estaban á riesgo, por falta de sacerdotes, de volver á sus antiguas costumbres. Los misioneros, al oír todas estas cosas, se enternecieron, y replicaron que ellos tenían forzosamente que partir para la Asunción, pues no podían permanecer más tiempo en Villarica, donde habían sido enviados temporalmente; pero que ellos se hallaban dispuestos á quedarse en esta población si así lo mandaba su Superior. Con cuya respuesta se consolaron tanto los españoles como los indios, y comisionaron algunos de ellos para que se presentaran al P. Juan Saloni, quienes, caminando apresuradamente doscientas leguas, se pusieron al habla con éste, el cual accedió á lo que le pedían. Inmediatamente construyeron los ciudadanos y neófitos de Villarica un templo y una casa para los jesuitas, y allí los PP. Ortega y Filds vivieron siete años.

 

CAPÍTULO XXXVII

PROVECHOSAS TAREAS DEL P. JUAN SALONl.

 

No eran menores los trabajos que sin compañero alguno llevaba á cabo en la Asunción el P. Juan Saloni, quien permaneció allí cinco años. He aquí una breve suma de ellos. Oyó un número incalculable de confesiones; de día y de noche asistió con esmero á los enfermos; con su prudencia desterró los odios, enemistades y amancebamientos. Reprimió la avaricia de algunos que se oponían á que los indios neófitos fueran á la ciudad para instruirse en la fe católica, á pretexto de que abandonaban sus labores. Solicitó una orden del gobernador, según la cual habían de perder el dominio sobre los indios los señores de éstos que no les procurasen la recepción de los Sacramentos. Habiendo sido condenados á muerte ochenta indígenas convictos de rebelión, antes de que los ahorcaran les enseñó nuestros misterios y bautizó á todos. Finalmente, él solo hizo muchas cosas notables que solamente suelen realizarse por una corporación numerosa. Consigo era inexorable; cualquier falta, por leve que fuera, la expiaba con severas penitencias; atento á los demás, se olvidaba de sí mismo; era catequista, predicador, doctor y misionero.

 

CAPÍTULO XXXVIII

EL P. ALONSO DE BÁRCENA PACIFICA El VALLE DE CALCHAQUl.

 

Al mismo tiempo que lo referido acontecía en el Paraguay, el P. Alonso de Bárcena, restablecido de su enfermedad, siguió al gobernador del Tucumán, D. Juan Ramírez de Velasco, que con tropas de españoles é indios se dirigía á castigar los rebeldes calchaquíes, y con tal motivo hizo una cosa útil para el país. Cuando los calchaquíes supieron que se acercaban los españoles, ocuparon las cimas de escabrosos montes para desde ellas arrojar grandes peñascos sobre los españoles mientras desfilaran por valles angostos. El P. Bárcena suplicó á los nuestros que no avanzasen, y él solo subió á las alturas refugio de los calchaquíes. Ya trepaba por la cuesta, cuando se le acercó lbrida, hombre feroz, hijo del jefe de los calchaquíes, seguido de cien guerreros armados; con su elocuencia, el P. Bárcena reconcilió á los rebeldes con sus dominadores, y recibió la comisión de procurar la paz, la que, en efecto, muy pronto fué un hecho. Después de esto examinó la condición de los bárbaros, y vió que nada respiraban sino deseos de matanza y de embriagueces; con todo, no se oponían á recibir el Bautismo; pero se limitó á administrar este Sacramento á unos cuantos adultos, á quienes rogó fuesen pacíficos y morigerados, y á corto número de párvulos. La experiencia le enseñaba que aquella gente, aun hecha cristiana, careciendo de maestros y llevada de sus naturales inclinaciones, caería de nuevo en los lazos de Satanás y en los antiguos vicios.

 

CAPÍTULO XXXlX

EL P. ALONSO DE BÁRCENA CONVIERTE A LOS LULES Y Á OTROS PUEBLOS.

 

Licenciado el ejército, tornó el P, Alonso de Bárcena á la ciudad de Santiago, y pensando cómo haría con mejor éxito la guerra al demonio, por indicación del P. Francisco Angulo recorrió las tierras próximas antes de ir más allá. Fué, pues, á las montañas de Santiago, y armado con la espada evangélica, rescató seiscientos paganos del yugo infernal y les dió la libertad de Cristo; temeroso de que siguieran obedeciendo á su antiguo amo envueltos en la torpeza, los casó canónicamente; usando la lengua kaka, oyó á muchos en confesión. Luego se dirigió con el P. Francisco Angulo á desterrar los amancebamientos en la ciudad de San Miguel. Muy pronto recibió el encargo de evangelizar los tenocotés, diaguitas y lules, y con tal motivo avanzó en sus excursiones, atento más que á nada á la conversión de los lules. Eran éstos gente feroz; si bien estaba sometida á los españoles, ningún europeo, aunque fuera sacerdote, se atrevía á penetrar en sus tierras agrestes y á propósito para emboscadas. El P. Bárcena entró en ellas despreciando el temor á la muerte, acompañado solamente de un muchacho que le ayudaba en la Misa y sin hacer caso de quienes le querían disuadir de tal proyecto; su audacia fué coronada por un feliz éxito. Apenas supieron los lules que el famoso P. Bárcena se acercaba, salieron á porfía de aldeas, cavernas y escondrijos de los peñascos, y acercándose al misionero, le prometieron obediencia con tal que recorriese los pueblos. Alabó el P. Bárcena tan buenas disposiciones y echó á andar por medio de ásperos montes, valles abruptos, torrentes peligrosos y ríos que era forzoso atravesar á nado, cuidando sobre todo que nadie se sustrajera á sus predicaciones. Sus fatigas se vieron coronadas con un brillante resultado: en nueve meses que duró la excursión bautizó más de dos mil personas, unió en matrimonio á tres mil neófitos é hizo otras muchas cosas para el más rápido progreso de la fe. Sin acobardarse entró en las aldeas de los indios, cuyos habitantes, enemigos jurados de los españoles, habían incendiado la ciudad de San Miguel. A ésta volvió porque cayó enfermo, y tan luego como sanó, visitó todas sus casas, hallando que noventa y seis indios servidores de los españoles eran todavía gentiles; en seguida los bautizó con inmensa alegría. Estimulado por su celo, salió al campo y obtuvo mucho fruto; administró á muchos el Bautismo y otros Sacramentos. Escribiendo al Provincial, le decía, que sentía en el interior un fuego que le impulsaba á sufrir todo por la salvación de las almas, y á considerar pequeñas todas las calamidades y trabajos á trueque de convertir los gentiles, de lo cual tenía sed ardiente; que aunque estaba siempre dispuesto á obedecer los mandatos de sus superiores, sólo por instruir á un pagano permanecería en un sitio. En otras cartas le rogaba que, puesto que él era ya anciano y achacoso, enviase al Tucumán misioneros que despreciasen la vida y gustasen de sufrir peligros por el Evangelio, odiando las delicias y comodidades. No contento con esto, escribió un catálogo de los pueblos gentiles y lo entregó al P. Francisco Angulo, rogándole que le dijera cuál sería doctrinado en primer término. Mientras se ocupaba en tales cosas, llamó al P. Bárcena á fin de que con su autoridad le ayudase en la recaudación de impuestos en el Tucumán para ayudar con dinero al rey Católico, envuelto en muchas guerras. En efecto se reunió mayor cantidad de plata que era de esperar. Además, todo el Tucumán gozó de los bienes espirituales que la presencia del misionero producía. Recorrido este país, volvió al de los lules y bautizó en una región trescientas cincuenta personas; en otra, doscientas cincuenta y un pueblo entero de gentiles. Cuando meditaba ulteriores empresas, llegó á su noticia que nuevos misioneros del Perú se dirigían al Tucumán en ayuda de los que había. 

 

CAPÍTULO XL

LLEGAN AL TUCUMÁN LOS PP. PEDRO AÑASCO Y JUAN DE FONTÉ.

 

En el año 1590 fueron al Tucumán el Padre Juan de Fonté, á quien Santa Teresa vió en el cielo entre los predestinados, y el P. Pedro Añasco, ambos capaces de grandes cosas. El primero evangelizó en los montes de la Puna y de Chucuito; también en el valle de Aricura, y logró que muchos peruanos abrazasen el cristianismo. Iba al Tucumán, por disposición del Provincial Juan Atienza, para sustituir al Padre Francisco Angulo en el régimen de las misiones. Tanto como era eminente la dignidad del P. Fonté, lo era la santidad del P. Añasco; le pareció al P. Alonso de Bárcena que ningún religioso del Perú le convenía como éste para ayudarle en sus trabajos apostólicos. Luego que ambos misioneros llegaron al Tucumán, conferenciaron con el P. Francisco Angulo, y el P. Fonté escribió al P. Bárcena diciéndole que acompañase al gobernador, que muy pronto saldría á pelear contra los indios de Londres; esto no era sino un pretexto para que abandonase el país de los lules, pues se decía que éstos trataban de asesinarlo, y además temíase que no recobrara la salud aquel anciano venerable, cuyo alimento se reducía á calabazas y cuya bebida era agua solamente. Recibió la carta el P. Bárcena, y aunque no creía que atentaran contra su vida y quedaban sin evangelizar diez y seis pueblos que reclamaban sus predicaciones, se apartó al momento de sus empresas y contestó que la obediencia le parecía la cosa más agradable de todas. «Iré, decía, lo antes que pueda, ¡oh Padre! y postrado á vuestros pies exclamaré: – Enviadme de nuevo al país de los lules, ó al de los calchaquíes, á los frentones ó al Chaco, y si queréis mejor á las tierras más remotas; siento en mí un deseo insaciable de padecer por la salvación de las almas.– Quisiera estar al mismo tiempo en Oriente, Occidente, el Norte y Mediodia, y peregrinar por todas las regiones bárbaras del mundo; mas como esto es superior á las fuerzas humanas, me resigno á marchar donde el Señor por vuestra voluntad disponga.» Escrito lo que precede, tornó con presteza á la ciudad de San Miguel, donde lo esperaba el P. Pedro Añasco. No es fácil describir la inmensa alegría que los dos experimentaron al verse. El primer cuidado de ambos fué ejercer su ministerio en las poblaciones de los españoles y aldeas inmediatas; sin descansar un momento aprovechaban el tiempo que les quedaba libre para aprender los varios idiomas de los indios. Entre tanto, los PP. Angulo y Fonté se dirigían al río Bermejo, donde la mies era copiosa.

 

CAPÍTULO XLI

PRIMERAS MISIONES DE LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA EN EL PAÍS DE LOS FRENTONES.

 

El río Bermejo, que nace en las montañas del Perú, corre por una dilatada llanura, y cuando crece con las lluvias del invierno, se desborda formando un lago de ocho leguas de circuito, en medio del cual descuellan algunas pequeñas islas; más adelante se precipita en el río de la Plata. A treinta leguas de la desembocadura y cerca de dicho lago, fundaron los españoles la ciudad de la Concepción, á fin de que los innumerables indios gentiles que habitaban el país se fueran civilizando con el trato y costumbres de los cristianos. Para ir á la mencionada población desde la capital del Tucumán, es preciso atravesar un llano no menor de noventa leguas, donde tan sólo se encuentra agua llovediza y son frecuentes las incursiones de los bárbaros. Veinte años hacía que en la Concepción no había predicador alguno, ni sacerdote que reprendiera las costumbres libertinas, resultando de esto, que el es peso follaje de los vicios sofocaba las buenas semillas y la piedad de los cristianos. Los padres Fonté y Angulo, por encargo del gobernador, ejercieron allí su ministerio purificando las conciencias de los españoles, y salieron luego por los alrededores, viendo que una multitud considerable de indios carecían de todo pasto espiritual, no bajando de cien mil los que podían convertirse á no carecer de sacerdotes. Eran dichos llamados frentones por los europeos, porque se arrancaban el cabello de la parte anterior de la cabeza. Suspendían del cinturón la macana y las saetas; en la mano llevaban una maza con dientes de peces, y el desnudo cuerpo lo pintaban con horribles colores para atemorizar con su aspecto. Divididos en varias tribus, casi todos los días estaban peleando entre sí; ataban á los troncos de una larga serie de árboles los cadáveres de sus enemigos, para que nadie, viendo esto, se atreviese á penetrar en sus términos á cazar. Trasladaban de un paraje á otro las casas, como que estaban hechas de esteras que se plegaban. El sustento se lo proporcionaban con la caza y la pesca. En una cosa eran sobrios, en contentarse con sola una mujer. Hablaban tantas lenguas como tribus formaban, y tanto que en las orillas del río Bermejo se usaban hasta ocho idiomas; esto constituía no leve obstáculo para evangelizarlos é instruirlos. Esperaba, sin embargo de esto, el gobernador de la Concepción, que se conseguirían provechosos resultados, si el P. Juan de Fonté enviaba al P. Alonso de Bárcena, de cuya fama tenía conocimiento, juzgando que negocio tan arduo nadie sino éste podría acometer con feliz suerte. Consiguió al fin lo que deseaba, y el P. Bárcena recorrió el país de los frentones, bautizando innumerables niños sin que sus padres se opusieran, y resolvió procurar que fuesen otros misioneros tan luego como regresara al Tucumán. Pasado algún tiempo, ausentáronse de allí los PP. Fonté y Angulo. Entre tanto una gravísima peste se esparció en las comarcas de los frentones, gran parte de los cuales murieron; perecieron muchos niños bautizados poco antes. El P. Juan de Fonté ordenó por escrito á los PP. Bárcena y Añasco que, excusándose ante el gobernador del Tucumán para no ir á Londres, acudiesen al país de los frentones. Se opuso cuanto pudo el gobernador, por cuanto solía consultar sus más importantes negocios con el P. Bárcena. Mas los dos religiosos, acostumbrados á obedecer ciegamente las órdenes de los superiores, habiendo alcanzado no sin dificultad la licencia para partir, se dirigieron donde les había indicado el P. Fonté. Entre tanto, éste fué al valle de Calchaquí; bautizó los niños de cinco pueblos, esperando hacer lo mismo algún día con los adultos. De nuevo insistió el gobernador en que le enviasen el P. Bárcena, diciendo que había fundado una ciudad llamada Rioja, con diez mil indios hechos amigos, y que nadie como dicho Padre era á propósito para instruir los habitantes de la nueva población; para el mejor logro de sus deseos, añadía que en la división de las tierras no se había olvidado de la Compañía, pues adjudicó á ésta un buen solar y un fértil campo. Pero los Padres Bárcena y Añasco, saliendo del Tucumán, llegaron á la Concepción con ánimo de establecerse en un pueblo de los mataraes, y acudir desde allí al país de los frentones cuando fuese ocasión oportuna. 

 

CAPÍTULO XLII

MISIONES DE LA COMPAÑÍA EN LA REGIÓN DE LOS MATARAES.

 

El pueblo designado con este nombre es más dócil que todos sus vecinos. Antes vivían sus individuos, como es costumbre de los indios no civilizados, dispersos por los campos, hasta que D. Alonso de Vera, fundador de la Concepción, los reunió en una población é hizo que muchos recibieran el Bautismo. Mas sucedió que los primeros ministros que allí fueron casi ignoraban los misterios de nuestra religión, motivo por el cual se propagó el mal. Los neófitos no se confesaron nunca después de bautizados; es más: de los siete mil habitantes que tenía Rioja, muchos no habían sido regenerados con el agua saludable. La naturaleza del lugar no era agradable; bebíase agua de pozo, corrompida y mezclada con cieno; la alimentación se reducía á trigo turco y calabazas. Todas estas contrariedades no hacían desmayar á los misioneros, quienes, dividiéndose el trabajo, con ayuda de la lengua tonocoté, hicieron que en breve tiempo no quedase en la ciudad un solo gentil ó amancebado; desterraron las supersticiones y lograron que el pueblo en masa acudiera los días festivos á la iglesia para instruirse en la fe cristiana. Bastantes personas se confesaban frecuentemente y se disciplinaban una vez á la semana, recibiendo el Cuerpo de Cristo con grande piedad. Todos obedecían puntualmente las instrucciones de los misioneros, ya dadas en público ya en privado. 

 

CAPÍTULO XLIII

LOS PP. BÁRCENA Y AÑASCO APRENDEN MUCHOS IDIOMAS DE LOS INDIOS.

 

Deseando con ardor los socios de la Compañía que los gentiles abrazaran la fe cristiana se dedicaron al estudio de las lenguas habladas por éstos. El P. Bárcena se entregó á esta tarea por espacio de medio año, ayudado por el P. Añasco; y aunque era ya anciano de sesenta años, llegó á conocer las lenguas guaraní, naté, quisoquí, abipónica y quiranguí; compuso en ellas gramáticas, vocabularios, catecismos y sermones; ambos redujeron á preceptos otras del Tucumán, como son la tonocoté, la kaka, la paquí y la quirandí, á fin de que los misioneros pudiesen fácilmente poseerlas. Y para obtener de esta obra mejores resultados, el P. Añasco hizo varias copias de dichos libros, compuestos en su mayor parte por el P. Bárcena, y las divulgó cuanto pudo. Todo lo cual es más de admirar si se tiene en cuenta que tanto uno como otro tenían sus fuerzas muy quebrantadas; que su alimento se reducía á un potaje hecho con harina de trigo indio y calabazas, y que bebían agua corrompida; raras veces podían comer un pez endurecido al humo, por lo cual no es de extrañar que el P. Pedro Añasco, apreciando como debía las virtudes del sexagenario P. Bárcena, que cuidaba de siete mil indios y no pocos españoles, en una carta que dirigió al provincial Juan Atienza, no dudó en compararlo á San Francisco Javier. A la vez el P. Bárcena reverenciaba los méritos del P. Añasco, y juzgándose un principiante gozaba en obedecer sus indicaciones. 

 

CAPÍTULO XLIV

OBSTÁCULOS QUE SE OPUSIERON Á LA ENTRADA DE LOS JESUITAS EN EL PAÍS DE LOS FRENTONES.

 

Vencidas las dificultades que oponían la multitud de idiomas, los PP. Bárcena y Añasco resolvieron marchar al país de los frentones. Intentaban muchos amigos disuadirlos de tal propósito, haciéndoles ver que estos indios tenían tal odio á los españoles, que les daban el nombre de peste, y estaban tan familiarizados con los espíritus infernales, que los llamaban con un silbido, y, en efecto, acudían para ayudarles en sus sortilegios y maleficios; añadían que, sabedores los frentones de los intentos de los misioneros, habían resuelto darles muerte por ser éstos enemigos de las supersticiones idolátricas. Pero como los Padres estaban resueltos á sufrir el martirio por Cristo, no retrocedieron, y despreciando los peligros, fueron primeramente al país de los naticas y mogosnas, pueblos feroces, á fin de evangelizarlos. Desgraciado fué el resultado de esta expedición. Apenas habían llegado á la primera población de los mogosnas, quienes eran no menos enemigos de los cristianos que crueles por naturaleza y educación, cuando éstos quitaron la vida al P. Francisco de Vera, nacido en Aragón, hermano de D. Alonso de Vera, gobernador de la Concepción, y á cinco hombres que apresaron dolosamente, á quienes antes de que murieran los azotaron sin compasión. Cometidos estos crímenes, se retiraron á las tierras del interior, haciendo cuanto pudieron para que todos los demás frentones se rebelaran. Sabedor D. Alonso de Vera de la muerte dada á su hermano, lleno de indignación se preparó á vengarla. Encendióse la guerra entre los indios y los nuestros, que si bien eran pocos, suplían con el valor su escaso número; y como se dilatara por mucho tiempo con varias alternativas, frustróse el plan de los Padres jesuitas, no pudiendo predicar la buena nueva entre aquellos gentiles. Conformáronse los misioneros con la voluntad divina y regresaron al país de los mataraes sin lamentarse del tiempo que habían consumido en aprender tantas lenguas, como ya vimos; es más: escribió al Provincial el P. Bárcena, diciendo que si quería, continuaría él estudiando los idiomas usados por los frentones. En cuanto al P. Añasco, siempre fué de opinión que dichos indios, como gente que no tenía residencia fija ni se dedicaba á la agricultura eran refractarios á toda enseñanza, por cuyo motivo sería inútil el conocimiento de sus dialectos. Fundándose en esto, se había abstenido de bautizar á los adultos y limitado á hacerlo con los niños que, cogidos en la guerra por los españoles, debían permanecer entre cristianos. Mas cualquiera que fuese el éxito alcanzado por los Padres en la empresa de que nos ocupamos, siempre merecerá alabanzas sin cuento el afán con que por algún tiempo estudiaron los idiomas de los frentones. Suspendióse la guerra por algún tiempo, después que fueron escarmentados los mogosnas, y entonces el P. Bárcena resolvió entrar de nuevo en las comarcas de los frentones; una repentina inundación le impidió realizar tal propósito. Frustrado éste por segunda vez, el P. Bárcena se retiró á la ciudad de San Juan, situada en la confluencia del Paraguay y el Paraná, invitado por indios y españoles; allí permaneció algunos meses, obteniendo felices resultados en lo tocante á la reforma de las costumbres; también bautizó y confesó á considerable número de indígenas. Después tornó á sus apostólicas tareas en el país de los mataraes.

 

CAPÍTULO XLV

ESTABLÉCESE LA COMPAÑÍA EN EL REINO DE CHILE.

 

En el año 1593 murió el P. Juan Atienza, Provincial del Perú, después de haber extendido la Compañía por los países de Quito, Panamá y Tucumán, muy separados entre sí; le sucedió el P. Juan Sebastián Parra, que por su santidad no tenía rival en América. Apenas fué investido del nuevo cargo, recibió cartas de Felipe II en las que manifestaba deseos de que enviase misioneros de la Compañía al reino de Chile, á ver si las predicaciones de éstos eran más eficaces que las armas para someter al yugo español los indios feroces y levantiscos. Lo mismo ansiaban D. Martín de Loyola, gobernador de Chile y sobrino de San Ignacio, y los principales de las ciudades, quienes intervinieron en el asunto convencidos de que el país ganaría en fuerzas y lustre con los jesuitas. El P. Sebastián Parra, que era muy entusiasta en propagar la fe católica, animado con la invitación del monarca y de tantos hombres notables, escogió un grupo de religiosos, cuyos nombres consignaré, pues merecida tienen tal honra. Fueron los PP. Luis Valdivia, al cual alabaré en varias ocasiones; Juan Olivares, Luis Estrella y Gabriel Vega, sacerdotes, y Fabián Martínez y Miguel Telena, legos; al frente de ellos iba el P. Baltasar Pina, ilustre por lo que hizo en Europa y América; él fué quien introdujo la Compañía en la isla de Cerdeña y en Zaragoza; cuando en esta ciudad hubo turbulencias contra nosotros, dió claros ejemplos de paciencia. Luego pasó á las Indias y allí fué rector del Colegio de Lima; más tarde recibió de San Francisco de Borja, á la sazón Provincial, la procuración del Perú cerca del rey Católico; regresó al Perú y gobernó la provincia y algunos Colegios; á él se debe el haberse establecido la Compañía en Quito. Además de la recomendación que le daban los cargos que tuvo, no era menor la de sus canas y prudencia, tanto en prósperos como en adversos sucesos. Apenas se embarcaron los misioneros en el Perú, se levantó una tempestad tan formidable, que los marineros no recordaban otra semejante; sin embargo, pronto se calmó gracias á las oraciones de los Padres, y todos llegaron felizmente al puerto de Coquimbo en Chile. Bajaron de la nave y descalzos fueron á Coquimbo, que dista dos leguas; allí ofrecieron ex-votos en la iglesia de los franciscanos. Los ciudadanos llevaron á sus huéspedes á una casa espaciosa, pero infestada de demonios y duendes; éstos durante la primera noche no dejaron de hacer ruido temeroso por todas partes; los jesuitas con sus plegarias los reprimieron, y á la siguiente nada se oyó; dejaron vacía la casa y en lo sucesivo nadie tuvo miedo de habitarla. En vista de que los misioneros á su entrada en el reino habían ahuyentado tantos diabólicos enemigos, nadie puso en duda que harían grandes cosas si á ellas se aplicaban con espíritu evangélico. Reposaron los jesuitas de las fatigas de navegación tan penosa, y muy pronto comenzaron á pelear contra Satanás y le arrebataron rica presa; casi todos los habitantes de Coquimbo se confesaron, conseguido lo cual se dirigieron á Santiago, capital del reino. Esta ciudad, notable por el lustre de sus vecinos y el oro que produce, dista de Coquimbo sesenta leguas. Cuando sus ciudadanos supieron que se acercaban los jesuitas, salieron sin distinción de clases montados en soberbios corceles á recibirlos; todo el mundo quiso verlos; pero los misioneros, sabedores de esto, adelantándose, entraron antes de amanecer el día señalado para su llegada; después de orar al Señor, se presentaron á las autoridades ofreciendo con modestia sus servicios. Los dominicos les dieron hospedaje liberalmente por espacio de seis semanas, mientras á costa de la ciudad les preparaban casa en que habitaran. 

 

CAPÍTULO XLVl

LAUDABLES TRABAJOS DE LOS MISIONEROS EN CHILE DENTRO Y FUERA DE LAS POBLACIONES.

 

Tan luego como se preparó domicilio á la Compañía y se construyó un templo provisional, el P. Baltasar Pina distribuyó de tal manera los cargos entre los misioneros, que no quedó en la ciudad quien por su edad ó condición quedara desatendido. Él se encargó de enseñar á los niños en la escuela lectura y escritura; los muchachos de más años estudiaban latín; el P. Luis Valdivia explicaba Filosofía á petición del Provincial de los dominicos, ayudado por once religiosos de esta Orden y de algunos franciscanos y mercedarios. A los españoles, indios y negros atendían los jesuitas de varios modos. Nada excitó tanto la admiración general como la facilidad con que el P. Luis Valdivia aprendió la lengua del país, cosa difícil sobremanera; á los quince días de llegar á la ciudad escuchaba confesiones de indios sin necesidad de intérprete, y al mes predicaba en ella. Inflamábale el deseo de procurar la salvación de los indios, por lo cual en brevísimo tiempo estudió el idioma de los guarpos, distinto del usado comúnmente en aquella región. Los bárbaros correspondían abriendo su corazón al P. Valdivia; éste curó enfermedades espirituales hasta entonces rebeldes á todo género de medicinas. Dos veces al día catequizaba en su casa á los indios prisioneros de guerra; los domingos á los neófitos. Se oponía á la embriaguez, vicio propio de los indígenas, y también á que los encomenderos, llevados de la avaricia, tratasen con dureza á sus subordinados. Los Padres dirigían frecuentes pláticas á los jóvenes, á fin de robustecer sus ánimos contra la sensualidad y la gula, vicios á que predisponía la riqueza del país y su temple suave. Todos los días se veían conversiones admirables; por ser digna de mención, hablaré de la de Lope Salazar, quien fué secretario bajo el gobierno de Sotomayor, y florecía por su nobleza, riquezas, elegancia y autoridad con respecto á las demás clases sociales; además era dado á todo género de placeres, vestía lujosamente y tenía muchos amigos aficionados al deleite, cual sucede á los más de los ricos. Pero habiendo oído un sermón del P. Luis Valdivia contra las vanidades del siglo, pronunciado en las exequias de una doncella distinguida y hermosa, se cambió en otro hombre, y pisoteando las mundanas pompas, tomó á Cristo por modelo de su vida y comenzó á castigar su cuerpo con voluntarias mortificaciones; luego que derrotó al enemigo doméstico, suspirando por el reino de los cielos entró en la Compañía de Jesús. Fué á Lima, donde hizo su noviciado, y se condujo tan piadosamente en los veintidós meses de prueba, que, según afirmaba su maestro, alcanzó la perfección de la vida religiosa, y eso estando mal de salud. Tornó al reino de Chile, y á los tres días de llegar á la capital murió entre los religiosos de la Compañía, después que hizo los votos de ésta. Antes de espirar se le apareció Cristo prometiéndole la gloria eterna, y de tal manera que lo vió y oyó perfectamente. El obispo, los magistrados, las Ordenes religiosas y la nobleza, concurrieron á sus funerales y al elogio fúnebre, lo cual probó que el desprecio del mundo no hace perder las cosas que los mortales apetecen después de la muerte. Mientras iba en la metrópoli todo viento en popa, los PP. Gabriel Vega y Fernando Aguilera, peritos en el idioma chileno, viajando por mar y tierra cumplían los oficios apostólicos; evangelizaron en la ciudad de la Concepción, residencia del gobernador, y en Arauco, Angol, La Imperial y Valdivia, colonias nuevas de los españoles. Seis años duró la expedición y el resultado fué bautizar muchísimos indios, establecer escuelas de neófitos y catecúmenos, y corregir las costumbres de los dominadores; en una palabra, reformar de tal manera el país, que cada ciudad pedía tener un colegio; quien más insistía en esto era el gobernador, D. Martín de Loyola; con tal que la Compañía tuviese casa en Santa Cruz de Oníes, ciudad por él creada, ofrecía edificio y rentas. Pero no era posible satisfacer á tantas peticiones, por los pocos misioneros de que disponía el P. Baltasar Pina, quien, por otro lado, quería afirmar la cabeza antes de atender á los miembros. El P. Gabriel Vega murió después de tres años invertidos en misiones; tenía fama de virtuoso y experimentado; había aprendido algunas lenguas americanas, especialmente la chilena, de la cual compuso una gramática. Personas fidedignas aseguraron que en cierta ocasión devolvió la salud á un enfermo sin más que tocarlo. Prodigioso fué esto; pero aún mayor portento, á mi juicio, el que pocos hombres á fuerza de vigilias, con los Sacramentos y la divina palabra, sanasen en reino tan extenso las almas de quienes pertenecían á todos los estados. Los demás religiosos ilustraron durante mucho tiempo la región chilena, principalmente el P. Luis Valdivia, que era rector.

 

NOTAS

 

149- Así llama á este jesuita Francisco de Xarque en la Vida apostólica del Venerable José Cataldino, pág. 46. Charlevoix, en su Histoire du Paraguay, tomo I, pág. 285, le da el apellido de Salonio.

[8.] Juan Díaz de Solís.

 

[9.] Según la mayoría de los cronistas el puerto de salida fue Sanlucar de Barrameda.

 

 

 

LIBRO SEGUNDO

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

LLEGAN AL PARAGUAY Y AL TUCUMÁN NUEVOS MISIONEROS.

 

En el mismo año que la Compañía de Jesús se estableció en el reino de Chile, el P. Provincial Juan Sebastián Parra ordenó que fueran al Tucumán y al Paraguay los PP. Juan Romero, Gaspar Monroy, Juan Viana y Marcelo Lorenzana (150), todos sacerdotes, que hacía tiempo habían llegado de España; iba con ellos el lego Juan Aguilar. Acababa de declarar el General Claudio Aquaviva que los jesuitas que habían ído del Brasil con el P. José Anchieta cinco años antes, estaban sujetos á la potestad del Provincial del Perú, y así, en ausencia del P. Juan La Fuente, fué puesto al frente de los misioneros del Paraguay y del Tucumán el P. Juan Romero, quien ciertamente era digno de tal cargo. Lo primero que hizo, obedeciendo el mandato de su jefe, fué vender una finca que la Sociedad poseía en la ciudad de Salta del Tucumán y había adquirido por donación su antecesor; decía que dedicados los nuestros á tareas apostólicas, no era bien que se distrajeran administrando predios. Hecho esto, el P. Juan Romero distribuyó de esta manera los misioneros: Alonso de Bárcena, Juan Saloni, Marcelo Lorenzana y Juan Aguilar fueron destinados á la Asunción; Manuel Ortega y Tomás Filds quedaron en el Guairá; Pedro Añasco y Gaspar Monroy recibieron el encargo de evangelizar á los omaguas; Francisco Angulo y Juan Viana hubieron de ir á la metrópoli del Tucumán. Habiendo ocupado de esta manera una tan dilatada región con poca gente, él no fijó su residencia en punto alguno, dispuesto siempre á presentarse donde hiciera falta.

 

 

CAPÍTULO II

LOS PP. LORENZANA Y SALONI RECORREN EL PARAGUAY.

 

Permaneció el P. Saloni en la capital del Paraguay por espacio de cinco años, reprimiendo los deseos que experimentaba de acometer más arduas empresas, pues juzgaba que nada sería tan grato á Dios como el que los habitantes de la Asunción y aldeas vecinas cumplieran sus deberes. Mas luego que llegaron nuevos misioneros, rogó al P. Bárcena que le permitiese ir con el P. Marcelo Lorenzana por las orillas del río Paraguay, penetrando por los bosques y pantanos para propagar el Evangelio entre los pueblos gentiles. Consiguió lo que pedía, y así ambos se pusieron en camino, llevando escasas provisiones. Indecibles son los trabajos que padecieron, atravesando ciénagas con agua hasta la cintura, desgarrándose sus carnes y vestidos en las cañas, siempre expuestos á las fieras y animales venenosos; aconteció no pocas veces que yendo á través de tierras inundadas tuvieron que soportar lluvias copiosas; en ocasiones oían rumores como de torrente que venía hacia ellos, y en una de ellas, al encender algo de pólvora para ver en medio de la noche (cosa que allí se acostumbra á hacer), las llamas envolvieron al P. Saloni, quien se abrasó el rostro, y especialmente las pestañas, por lo cual estuvo varios días como ciego y con horribles dolores. Al mismo tiempo cayó gravemente enfermo el P. Lorenzana á causa de los ardores del sol, de la nube de mosquitos que le picaban día y noche, de la humedad y de mala calidad de los alimentos. Repararon ambos sus fuerzas, y alejándose hasta cien leguas de la Asunción, evangelizaron á los indios del Jejuy y á los de Guarambaré, Piray, ltatín y Atir, quienes vivían dispersos en la extensa región del Paraguay y desprovistos de sacerdotes. Y por cierto con muchísimo fruto. Recorrieron las selvas de las riberas, penetraron en los escondrijos de los indios y lanzaron á los cuatro vientos la palabra de Cristo. Al volver de tan próspera expedición, estuvieron á punto de perecer á manos de los bárbaros, conjurados para darles muerte; mas enterados de lo que sucedía por medio de un niño, evitaron el peligro desviándose del camino, y aunque anduvieron treinta leguas por el país de los guaicurúes, entonces sublevados contra los españoles, protegidos por Dios salieron ilesos.

 

 

CAPÍTULO III

LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA FOMENTAN LA PIEDAD Y LA RELIGIÓN EN LA CIUDAD DE LA ASUNCIÓN.

 

Entre tanto, el P. Alonso de Bárcena, sin darse un momento de reposo, procuraba el bien espiritual de indios y europeos, ya con pláticas llenas de fuego, ya con la administración de los Sacramentos. Pasado algún tiempo, llegó á la metrópoli el P. Juan Romero para inspeccionar lo que hacían los misioneros, habiendo recorrido un camino de cuatrocientas leguas, en el cual recogió abundantes frutos por lo que se refiere á la santificación de las almas. Abrazó tiernamente al P. Alonso de Bárcena, que estaba convaleciente de una enfermedad y extenuado por el excesivo trabajo, mandándole descansar algún tiempo. A los PP. Saloni y Lorenzana, que habían regresado de su expedición, no sin correr graves peligros, los recibió paternalmente, y alabó al primero por el celo con que desempeñó en la Asunción su ministerio por espacio de cinco años. Hecho esto, distribuídos entre los misioneros los diferentes cargos, según se acostumbra en la Compañía, comenzó á reformar todas las clases sociales. Reconcilió con el Vicario del Obispo á los sacerdotes de la capital, los cuales se habían alborotado contra aquél en su mayor parte; removió cuanto pudiera escandalizar la juventud, y corrigió las costumbres licenciosas, ya por sí, ya por medio de niños, que con libertad cristiana se enteraban de las conversaciones obscenas y de quienes perjuraban ó cometían cualquier falta. Acerca de este particular, me es agradable recordar el ejemplo que dieron dos de ellos á otros tantos ciudadanos, reprendiéndoles porque en el templo doblaban tan sólo una rodilla delante del Santísimo Sacramento; los amonestados, en lugar de ofenderse, les regalaron uno un caballo y el otro unas ricas calzas, lección que debieran aprender muchos europeos afeminados. El ministerio de la predicación no apartaba al P. Romero de la enseñanza de los muchachos, á la que era tan sumamente inclinado y para la que tenía tal aptitud, que nunca quiso que le reemplazara en esta ocupación el P. Bárcena, con ser varón insigne por sus méritos y el Apóstol del Perú y del Tucumán. Solía decir que, bien considerada, la juzgaba de tanta utilidad, que si tornara á ser joven se dedicaría á ella con todas sus fuerzas más que á predicar, siquiera fuese ante auditorio numeroso y escogido. Pero en lo que más empeño ponía, era en proteger á los indios. Al mismo tiempo, estudiaba con ardor el idioma guaraní; aconteció que habiendo salido el P. Bárcena de la capital á los pueblos cercanos por breves días, lo oyó predicar en dicha lengua, y fué tal su gozo que sin poderse contener le besó los pies. Nobles, plebeyos, ancianos, mujeres, indios, negros y españoles, reconocían unánimemente que, después de la llegada de los Padres de la Compañía, había cambiado por completo el aspecto de la sociedad. Vieron los principales de la ciudad que no se debía apreciar solamente el bien presente, sino también el que era de esperar en lo venidero, y movidos de este pensamiento, acordaron trabajar á fin de disfrutar siempre lo que tenían entonces accidentalmente. Así, pues, los funcionarios públicos escribieron al rey Católico una carta llena de alabanzas para los misioneros jesuitas, pidiéndole en ella que enviase al Paraguay los más de éstos que le fuera posible, interponiendo su autoridad; lo mismo solicitaron del General Claudio Aquaviva y del Provincial Juan Sebastián Parra. No satisfechos con esto, poniendo mano á la obra, compraron á expensas del Municipio un solar en sitio á propósito para en él edificar una iglesia y su casa adyacente. Mientras se echaban los cimientos, el P. Juan Romero, no olvidándose de sus deberes, envió á los PP. Juan Saloni y Marcelo Lorenzana para que visitaran los misioneros que vivían en el país de los indios guaranís.

 

 

CAPÍTULO IV

LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA RECORREN EL GUAlRÁ.

 

Cinco años hacía que moraban en Villarica los PP. Manuel Ortega y Tomás Filds, cuando ya se disponían á salir de ella. El camino que conducía á dicha ciudad desde la Asunción no tenía menos de ciento cincuenta leguas, y á causa de las tempestades é inundaciones estaba casi intransitable. Mas todos los obstáculos fueron vencidos por los PP. Saloni y Lorenzana, yendo unas veces á caballo, otras embarcados y no pocas nadando y atravesando á pie incómodos pantanos. Verdad es que á su paso recogieron en los pueblos de los indios abundantes frutos espirituales, mediante la administración del Bautismo y de los restantes Sacramentos. En Ciudad Real, que estaba desprovista de sacerdotes, oyeron en confesión á todos sus habitantes, indios y españoles, repartiéndoles después el Pan celestial; bautizaron muchos infieles, y los unieron luego con el vínculo del matrimonio. Hecho esto, recibidas cartas de felicitación de los PP. Ortega y Filds y algunas provisiones para el camino, entraron en canoas y subieron por el río sesenta leguas. Mientras viajaban de esta manera, hallaron á su paso cerca de seis pueblos que desconocían nuestra fe, á los que convirtieron á ella con éxito satisfactorio. Llegados á Villarica después de recibir las enhorabuenas de costumbre, empezaron á investigar lo que los dos misioneros habían llevado á cabo, hallando que esto excedía con mucho á las fuerzas humanas. Estando encargados de una inmensa provincia y sin coadjutor alguno, sus tareas eran enormes; administraban los Sacramentos á los españoles; recorrían los aislados pueblos de neófitos; penetraban en los bosques haciendo que sus agrestes habitantes aprendieran nuestras creencias y alguna civilización, y regeneraban con las aguas del Bautismo á los que así lo deseaban. Aun esto era poco si lo comparamos al cuidado con que atendían á la muchedumbre de gente que acudía á Villarica; no descansaban de día ni de noche, y, sin embargo, les era imposible confesar á todos los penitentes, siquiera fuese una vez al año. Con ser capaz el templo, tenían que instruir en la plaza á los neófitos y catecúmenos que en número de más de cuatro y cinco mil concurrían en días señalados. Si la peste invadía el país, los Padres no se daban un instante de sosiego; trepaban por las montañas más ásperas; atravesaban ríos y torrentes con grave peligro de la vida; entraban en las selvas y por sitios retirados que se juzgaban malditos; buscaban solícitamente en las aldeas los enfermos, á fin de curar también sus almas. Cerca de Villarica fundaron dos pueblos con los gentiles que habían convertido, á quienes protegían con todas sus fuerzas, como hijos suyos que eran en Cristo. No por estar abrumados de trabajo descuidaban su propia perfección, ni dejaban de observar las reglas y costumbres de nuestra Orden. Brillaba el Padre Manuel Ortega por la santidad de su vida, constancia en los trabajos y favores divinos, mereciendo ocupar un lugar insigne entre los más esclarecidos hijos de la Compañía. Después que los PP. Saloni y Lorenzana permanecieron un mes en Villarica, cumpliendo los preceptos de su Superior, despidiéndose afectuosamente de sus compañeros, prosiguieron á pie su viaje por los pueblos y campos guaranís. De regreso confirieron á muchos el Bautismo y otros Sacramentos, y fué notable la victoria que alcanzaron cerca del río, convirtiendo á un famoso hechicero que había dado muerte á dos niños indios y á uno español, y á más dos de sus hijos, por imitar supersticiosamente el sacrificio de Abraham. Ni es de omitir lo que acaeció á otro gentil, quien ansiando vengarse de un su enemigo, cuando oyó que la religión cristiana ordena el perdón de las injurias, se opuso á recibir el Bautismo antes de reconciliarse con su adversario. Llegaron á la Asunción los PP. Saloni y Lorenzana seis meses después de su partida, y refirieron las cosas admirables que habían visto. Cuando las escuchó Alonso de Bárcena, no dudó en llamar á boca llena apóstol de los guaranís al P. Ortega; y aunque él era un anciano venerable por sus virtudes, se propuso imitar á éste en sus heróicas acciones. Luego que los PP. Saloni y Lorenzana descansaron algún tiempo, volvieron á empezar sus campañas espirituales, recorriendo los pueblos del Paraguay, ya antes visitados apostólicamente por los PP. Romero y Bárcena.

 

 

CAPÍTULO V

PRÓSPERO ESTADO DE LA IGLESIA EN LAS CIUDADES DE LA ASUNCIÓN Y SANTA FE.

 

Por aquel tiempo edificábase en la Asunción un templo de manera admirable; las autoridades habían repartido el trabajo entre los ciudadanos de tal modo, que ninguno de ellos quedaba exento; los ricos enviaban sus siervos, y los pobres tomaban parte en las obras sin más recompensa que el alimento; los albañiles renunciaron á su jornal, y tanto los españoles como los indios, los niños como las mujeres, llevaban sobre sus espaldas la tierra y demás materiales, diciendo con frecuencia que la iglesia en construcción debía ser hecha por todos; así lo deseaba también el P. Romero. Indicó éste que, á fin de no gravar con gastos excesivos la fortuna de los particulares, se edificara la iglesia con modestia, á lo que le replicaron que en aquella ocasión nada debían escatimar ni ser avaros, por cuanto lo más útil era gastar las riquezas en honor de Jesucristo. Aún estaba sin acabar de construir, cuando en el año 1595 fué llevado á ella con toda solemnidad el Santísimo Sacramento. Por entonces el P. Juan Romero, habiendo dejado al P. Marcelo Lorenzana para que estuviese al frente de los misioneros residentes en Villarica y la Asunción, marchó á la ciudad de Santa Fe por los ríos Paraguay y de la Plata, y allí, por espacio de ocho meses, hizo otro tanto que antes en la metrópoli del Paraguay. Tal fruto obtuvo en los españoles y los indios, que la ciudad, vistas las maravillosas conversiones de unos y otros, rogó encarecidamente al Provincial del Perú que el P. Romero con algunos de sus compañeros fijara en ella su residencia. El lego Juan Aguilar era sumamente útil en los oficios domésticos; su piedad puede conjeturarse con saber que durante su noviciado hacía al día cincuenta actos de amor de Dios; murió en la Asunción, y allí fué sepultado, precisamente el mismo día que al P. Bárcena le acometió un síncope que duró más de seis horas.

 

 

CAPÍTULO Vl

EL P. GASPAR MONROY PROCURA CONVERTIR Á LOS OMAGUAS.

 

Mientras acontecía lo referido en el Paraguay, la Compañía de Jesús procuraba con tanta fortaleza como con buen éxito reconciliar á los omaguas con los españoles y con Cristo. Habitaban los omaguas la parte del Tucumán que se extiende hasta el Perú. Cuando los nuestros se establecieron en dicha provincia, fueron los mencionados indios sometidos, y recibieron nuestra fe muchos de ellos. Mas hacía ya treinta años que se habían rebelado, dando muerte á los sacerdotes y á no pocos españoles; con sus robos y asesinatos hacían imposibles de transitar los caminos que van al Perú, y tenían consternadas las villas y aldeas próximas. No se hallaba medio de reprimir la ferocidad de este pueblo. Por todas partes ejercían crueldades sin cuento los omaguas. Tanto los gentiles como los bautizados vivían según las antiguas costumbres, atentos sobre todo á no caer en manos de los europeos por temor á la venganza. El P. Gaspar Monroy, deseando una muerte gloriosa, á pesar de los consejos que le daban sus amigos para disuadirle del temerario proyecto que había concebido, penetró en el país de los omaguas, llevando por toda arma una cruz y por único compañero el lego Juan de Toledo. Quiso Dios, contra lo que era de esperar, que fuese benévolamente recibido por los indios. Su predicación tuvo tan feliz éxito, que cinco caciques autores de homicidios y sacrilegios pidieron ser instruídos en la religión cristiana y recibir el Bautismo. Poco después se convirtieron seiscientos omaguas, hechos corderos de lobos que eran antes, y doscientos diez y ocho renegados abjuraron sus errores, casándose luego como ordena la Iglesia. El celo de los misioneros fué ayudado por el Señor con un prodigio acaecido en cierta aldea: había sido convertida y catequizada una mujer, quien negándose á ir al lugar designado para recibir el Bautismo, falleció de repente en el campo, á la vez que un hijo que tenía escondido á fin de evitar que lo iniciasen en la religión católica. Aterrados los bárbaros con estos castigos del cielo, acudieron en tropel al P. Monroy, procurando con la conversión alejarlos; una cosa notable se observó mientras los catecúmenos recibían el agua de salvación, y es que muchos perros ladraban de manera insólita, arrojando copiosa espuma por la boca; no parecía sino que los demonios estaban en sus fauces, y bramaban de rabia por la presa que los Padres les arrebataban.

 

 

CAPÍTULO VII

PlLTlPlCO Y LOS OMAGUAS HACEN LA PAZ CON LOS ESPAÑOLES.

 

En las comarcas interiores de los omaguas gobernaba Piltipico, hombre cruelísimo y obstáculo grande para la predicación del Evangelio. Treinta años hacía que se entregaba á toda clase de crímenes; se había manchado las manos con sangre de sacerdotes, quemado los templos, derribado las cruces, saqueado las poblaciones de españoles, robado á los caminantes cuantas veces caían en sus garras y muerto violentamente á varios de éstos. Nada aprovecharon para reprimir tales desmanes los esfuerzos del gobernador del Tucumán, ni el coraje de los españoles irritado con una guerra pertinaz, ni halagos, ni promesas, ni el recuerdo del Bautismo que en otro tiempo había recibido. El P. Gaspar Monroy, conocedor de la índole de este monstruo, no sabía qué resolución adoptar, pues si se presentaba ante el tirano era indudable que recibiría la muerte, y si no hablaba con él se veía imposibilitado de ir un paso adelante. Decidióse, por fin, lleno de cristiana audacia, á conferenciar con Piltipico, y se puso en camino acompañado de un religioso, siendo recibido por aquél con soberbia; juzgando el Padre Monroy que la arrogancia del indio sería quebrantada con la firmeza y abnegación cristianas, le habló de este modo: «Puedes, oh Piltipico, apreciar el deseo que tengo de tu salvación, al ver que conociendo tu insolencia y la de tus súbditos, no he vacilado en presentarme indefenso delante de tí, sin temor alguno de la muerte; ningún sacerdote ha sobrevivido á tu crueldad en el país que habitas; á todos los asesinaste fieramente; además incendiaste las iglesias de Cristo, destruíste las cruces y mezclaste las cosas profanas con las religiosas. Haría una reseña de tus crímenes si, en vez de intentar que te arrepientas, pretendiera encender tu cólera. He despreciado los tormentos para ver si, logrando tu conversión, apartas la ira del Señor que te amenaza. Nadie ama la muerte, sino quien espera eterna recompensa. Elige entre las dos cosas que te muestro: tu salvación ó mi muerte; ambas están en tu mano; morir por Cristo será para mí una dicha inmensa, y librarte de la perdición alegría inexplicable.» Dichas estas palabras con grande energía y presencia de ánimo, ponderó el enojo de los españoles y advirtió que Piltipico, depuesto el ceño, se mostraba más humano y le ofrecía vino que tenía en una calabaza; aunque el P. Monroy no acostumbraba á beberlo y era poco agradable aquel brebaje, como hecho con trigo turco molido por los dientes de mujercillas y después fermentado, lo probó, deferencia que agradeció mucho el tirano, y tanto que se inclinó saludándole; permitióle ejercer su ministerio en aquella localidad, y como le suplicara el permiso para penetrar en los países del interior, lo dió de buen grado. Después que el P. Monroy predicó la buena nueva entre los omaguas, vió de nuevo á Piltipico, el cual manifestó deseos de hacer paces con los españoles. Sabedor de esto D. Juan de Velasco Ramírez, gobernador del Tucumán, escribió al P. Monroy dándole en forma auténtica facultades para firmar treguas con los indios, enviándole impresas las condiciones de ellas, á fin de que las explicase á Piltipico. Acabado este negocio felizmente, las inmediatas poblaciones de los españoles significaron su agradecimiento al P. Gaspar Monroy, pues le debían el disfrutar tranquilamente de las ciudades, de los templos, bienes é hijos, con otras cosas igualmente dignas de estimación.

 

 

CAPÍTULO VIII

VARIOS SUCESOS ACONTECIDOS EN EL PAÍS DE LOS OMAGUAS.

 

Entre tanto, el P. Añasco caminó doscientas leguas, bautizando innumerable gentío, y llegó desde los límites de los frentones á las ciudades del Tucumán; aquí tenía orden de unirse al P. Gaspar Monroy. Ambos recorrieron muchos pueblos de los omaguas, no dejando de hacer cuanto es propio de varones apostólicos. Convirtieron á numerosos indios y reconciliaron otros tantos con Cristo. Si no me es infiel la memoria, Piltipico fué grande obstáculo para que los omaguas abandonasen por completo las antiguas supersticiones, pues aunque había celebrado sinceramente un tratado de paz con los españoles, no quería reconciliarse con Dios por amor de su gentílica libertad. Sus depravadas costumbres eran imitadas por los jefes del pueblo, entre los que se encontraba Diego Teluy, hombre principal; consecuencia de esto era que la inmoralidad cundía en la plebe, que procuraba imitar en su vida la de sus caciques. Trabajando por remediar tales males, el P. Monroy cayó enfermo con fiebre en la ciudad de Jujuí, y fué cuidado en su dolencia por el P. Añasco. Mientras ambos allí permanecían, corrió la voz de que los omaguas, excitados por Piltipico y Teluy, se habían aliado con los chiriguanas, gente belicosa, á fin de, unidos, asaltar y devastar la ciudad de Jujui; aunque tal noticia resultó inexacta, motivó el que los españoles, valiéndose de astucias, sacasen á Piltipico y á Teluy de su valle y los pusieran presos. Después envió el gobernador una compañía de soldados para que echaran mano á otro cacique poderoso y turbulento, quien luego se convirtió á la fe católica, movido por las exhortaciones de los Padres jesuitas, y se bautizó, con suma alegría de militares y ciudadanos; también se hicieron cristianos setenta omaguas que habían ido á la ciudad para visitar á sus señores. Y porque se vea la infinita misericordia de Dios, sucedió que aquel Piltipico, reo de tantos sacrilegios y parricidios, aquejado por los remordimientos de su conciencia, se reconcilió con el Creador estando gravemente enfermo en la cárcel, y murió al poco tiempo; Diego Teluy permaneció constante en la fe. Muy diferente fué la suerte de otro cacique, quien no pudiendo hacer apostatar á un hijo suyo, mozo de excelente carácter, se arrojó al agua, donde espiró; algunos amigos del hijo y éste quemaron el cadáver del suicida para terror del pueblo. Pasado algún tiempo, conociendo el gobernador del Tucumán que las costumbres de los omaguas dependían de las que tenían los caciques, hizo que éstos trasladaran su residencia á las inmediaciones de la capital, medida tan provechosa y eficaz que en adelante dichos indios omaguas vivieron sujetos á los españoles y no opusieron resistencia al Evangelio. Hecho esto, los PP. Montoya y Añasco predicaron en varias partes nuestra religión: el primero, en unión del P. Juan Viana, fué al país de los tonocotés, convertidos antes por el P. Bárcena, y allí bautizaron no poca gente.

 

 

CAPÍTULO IX

LOS MISIONEROS EVANGELIZAN EN VARIOS LUGARES DEL TUCUMÁN.

 

Mientras los mencionados jesuitas en tales cosas se ocupaban, el P. Juan Romero dispuso que todos los religiosos dispersos en el Tucumán se reuniesen en la metrópoli: corría entonces el año 1597. La causa de esto fué el que se pensó discutir y examinar las expediciones futuras, lo cual se conseguiría mejor oyendo el parecer de cada uno; también, á fin de que los Padres reparasen sus fuerzas haciendo los ejercicios que prescribe San Ignacio, pues dicen los maestros de la vida ascética que las ocupaciones exteriores, aunque sean muy buenas, debilitan el vigor de las virtudes, y que las mismas excursiones apostólicas enervan la voluntad, si de cuando en cuando no se destina algún tiempo en el descanso á la oración y á la meditación de cosas piadosas. En cumplimiento de lo cual, los misioneros robustecieron su espíritu con los santos ejercicios, y luego trataron de las expediciones que debían hacerse, de cómo se podrían abolir las supersticiones y con qué industria purificarían las conciencias de indios y españoles. El P. Juan Romero distribuyó así el personal: á petición del gobernador, encargó á los PP. Pedro Añasco y Antonio Vivar que sin cesar recorriesen el país de Santiago, habitado por innumerables gentiles; á los PP. Gaspar Monroy y Juan Viana residir en la capital; al P. Francisco Angulo, comisario del Santo Oficio, vigilar porque la pureza de la fe se conservase entre los españoles. Él, en compañía del P. Eugenio Baltodano, fué á convertir los indios de Salta y Jujui. En el año 1598 los PP. Francisco Angulo y Eugenio Baltodano se dirigieron al río Bermejo; Gaspar Monroy y Antonio Vivar al valle de Salta; Pedro Añasco y Juan Viana al país de los cacarois; Juan Romero y Juan Toledano á Estero; todos preparados á trabajar sin descanso alguno. Entre pocos hombres quedó repartido el Tucumán, región tan grande como España, la cual recorrían incesantemente, visitando selvas, escondrijos, cavernas y montes retirados. Estimulados por el deseo de salvar las almas, despreciaban con magnanimidad los peligros corporales, ningún caso hacían de comodidades y tenían en poco la misma vida. Si los que se afanan por las mercancías de América y por sus ricos metales á todo se atreven, ¿cuánto más aquéllos que saben el precio de los espíritus rescatados con la sangre de Cristo? Luego que se dispersaron los religiosos, el Padre Romero se encaminó á las orillas del río Dulce y logró que el lugar de los indios llamado Repení, antes célebre por sus crímenes, se convirtiera en modelo de piedad. Oyó en confesión á todos los moradores de aquella tierra; entonces ocurrió un hecho memorable: cierto neófito que deseaba con ansia recibir el sacramento de la Penitencia, estuvo para conseguirlo tres días sin comer y otros expuesto á las inclemencias del tiempo por no perder la ocasión de realizar sus aspiraciones; hubo quienes por la misma causa llegaron donde residía el P. Romero, pasando á nado ríos cuya agua estaba casi helada. Visitó el P. Romero el país de los malquesies y quesosies, lleno de pantanos é infestado de enojosos mosquitos, procurando la conversión de los indios. Carezco de datos ciertos sobre lo que llevaron á cabo los restantes misioneros en el Tucumán hasta el año 1600; aquellos héroes ejecutaban cosas que merecen constar en el Libro de la Vida, y olvidándose de sí mismos, en lugar de buscar su honra, sólo ambicionaban la gloria del Señor.

 

 

CAPÍTULO X

CON MOTIVO DE LAS GUERRAS DE CHILE SE SUSPENDE EN ESTE REINO LA FUNDACIÓN DE COLEGIOS.

 

De otra manera andaban las cosas en Chile, donde los feroces indios devastaban lo sagrado y lo profano. Por entonces ya los españoles habían ocupado todo el país, con doce poblaciones que fundaron á igual distancia unas de otras, y extraído en diversos parajes gran cantidad de oro; desgraciadamente excitados por la bondad de la tierra, se dieron al lujo y la molicie. Los jesuitas que residían en el Colegio de Santiago, recientemente establecido, trabajaban con ardor dentro y fuera de la ciudad, haciendo frecuentes excursiones y procuraban arrancar los vicios y fomentar la virtud. El gobernador quería que la Compañía residiese en la ciudad que llevaba su nombre, por haberla él creado; otras poblaciones deseaban lo mismo. Tal aprecio y estimación se granjearon los misioneros con sus heróicas fatigas, que algunas personas notables les ofrecieron cien mil escudos de oro si querían morar en la indómita región araucana. No aceptó dicha suma el P. Juan Sebastián Parra, Provincial del Perú; pero sí mandó á los religiosos que lo antes posible fuesen al Arauco, cual presintiendo que muy pronto sobrevendrían allí graves trastornos. Principiaron éstos cuando fué muerto el gobernador á últimos del siglo pasado, por haber penetrado en el país de los indios con más confianza que debía; no tan solo pereció él, sino que perdió casi todo el reino. Referiré lo que aconteció en la parte que me atañe, para que lo sepa la posteridad. Luego que los rebeldes mataron al gobernador D. Martín de Loyola, asaeteándolo en su tienda durante la noche, pues no quiso fortificar el campamento contra la perfidia enemiga, y además iba con escaso acompañamiento, los indios excitaron á la guerra todo el país y se prepararon á cometer mayores atrocidades. Con buena dirección se habría contenido al principio el furor de los bárbaros; mas cuando falta la cabeza, es inútil pedir al cuerpo sabias resoluciones. Perdióse tiempo en disponer el ejército y en consultas; los rebeldes entonces se lanzaron sobre los españoles consternados, y llevaron el estrago por donde quiera. La ciudad de Melipulli fué abandonada por los soldados españoles despavoridos; Angol y Chillán experimentaron la furia de los sublevados, quienes casi las redujeron á cenizas; ciento cincuenta soldados con la gente indefensa se refugiaron en un fuerte improvisado, y allí sostuvieron más de una vez con increíble heroísmo el cerco de los enemigos, que eran ocho mil; felizmente pudieron retirarse á lugar seguro. La Imperial fué sitiada un año entero; sus habitantes, consumidos los alimentos, se vieron precisados á comer cosas repugnantes, que originaron mil enfermedades, y de ellas murieron más personas que de las saetas que llovían de continuo. El valor de los españoles, ayudado por Dios en medio de tantas calamidades, logró abrirse camino. Con tablas de puertas y de arcas, hicieron barquichuelas para ir á demandar socorro; faltando pez con que unir las rendijas, el vino se convirtió milagrosamente en dicha substancia; en tales esquifes navegaron los sitiados por el litoral, y llegando á la ciudad de Valdivia, que ignoraban estar en poder de los indios, una tempestad los alejó mar adentro, y los llevó á playas donde los rebeldes no imperaban; las borrascas, perdición de muchos navegantes, fueron salvación para ellos; Dios gusta de conceder á los mortales sus beneficios, cubiertos con el manto del terror. Mientras los sitiados esperaban refuerzos, padecieron hambre; se encomendaron á la Virgen, y desde entonces acudió á la ciudad tal abundancia de pájaros, que fueron éstos suficientes para que no muriesen los cercados, quienes después que acudió el gobernador desde la Concepción con tropas auxiliares, se refugiaron en lugar seguro, pero la ciudad cayó en poder de los bárbaros, que la desolaron. La misma suerte cupo á Valdivia, destruída por el hierro y las llamas; así lo quiso la ira divina. En el asalto de esta ciudad hizo una cosa memorable cierto fraile dominico; tomó el copón con las Sagradas Formas y saltó por una ventana, cayendo en medio de los enemigos, los cuales no se atrevieron á tocarle; se encaminó al puerto y en una barca fué á buscar el navío dispuesto para la fuga. Sin daño alguno puso en salvo al Creador del Universo. El P. Juan Bocarti, de la Compañía, hizo en Amberes una cosa parecida, y por eso el P. Fabián Estrada lo comparó á Cayo Fabio, cuando huyó audazmente del Capitolio llevándose los objetos sagrados; mas yo, siguiendo mi costumbre, refiero las cosas sin digresiones de ningún género. Luego que los indios se hartaron de verter sangre, destinaron cuarenta matronas y doncellas á ser concubinas y siervas de ellos, y esto á vista de los maridos y padres de las desgraciadas, sacadas de entre las ruínas de la ciudad; los que antes eran servidos fueron condenados á esclavitud. En ningún punto de América abunda el oro tanto como en Valdivia; allí se cebó la rabia de los sublevados, de modo que donde el afán de metales preciosos era mayor, se experimentó más duro castigo. Perdióse también Osorno, ciudad de españoles; éstos se consolaron en su aflicción, pensando que del campamento en que se hicieron fuertes los salvarían sus hermanos. Entonces, según he leído en autores respetables, tuvo lugar un admirable ejemplo de pureza. Juntamente con los ciudadanos de Osorno se refugiaron en la improvisada fortaleza las monjas de Santa Clara, cuya suerte no era mejor que la de señoras y doncellas láicas. En ocasiones, cuando la necesidad apremiaba, salían en busca de yerbas y raíces por los próximos campos para aplacar el hambre. Una de ellas cayó en poder de los indios que estaban emboscados. No logró con voces ni con llanto que la dejasen en libertad; arrebatada por la fuerza, su raptor la cedió como excelente obsequio á un opulento guerrero, quien la llevó á la casa en que vivían sus concubinas, pues conviene advertir que los chilenos principales se casan con varias mujeres. No pasó mucho tiempo sin que se enamorase de la religiosa, que si era bella de alma, también de cuerpo. Ya se disponía á violarla, cuando ella, con ánimo sereno y reposado, dijo al seductor estas palabras: «Si conocieras ¡oh bárbaro! la dignidad de mi condición, reprimirías tu lascivia; si no me escuchas te sobrevendrán graves males. El abrasado amor que profeso á Dios Todopoderoso, me elevó sobre la suerte de las demás mujeres y me hizo esposa de Cristo, á quien he guardado hasta ahora mi virginidad sin mancha. No me es lícito abrazar á mortal alguno ni casarme con nadie, pues injuriaría á mi Esposo inmortal. El anillo puesto en mi dedo y el vestido que llevo, distinto del usado comunmente, son arras del matrimonio que contraje con el Hijo del Señor, el cual te castigará si me ofendes. Así como los mortales guardan sus esposas, así mi Amado, para quien todas las cosas sirven de instrumentos de muerte, defenderá mi castidad.» Lenguaje tan elevado conmovió al indio y aplacó su lujuria, quedando admirado de aquellas nupcias entre Dios y una muchacha. Trocada la sensualidad en reverencia, el que pensaba violar á la virgen del Señor hizo propósito de respetarla y defender su honestidad; lo cumplió en efecto, y jamás consintió que nadie tocara á la monja, y él se guardó muy bien de molestarla; la tuvo en su casa como sér consagrado á la divinidad, reputándose dichoso por cuanto una de sus esposas merecía serlo del Hacedor Supremo. Es más: le preguntó si tenia necesidad de ejercer su religión en la manera que podría siendo esclava, y de cumplir con su instituto; ella respondió que le hacían falta un libro de Horas y un hábito, insignia de su Orden; el indio adquirió en seguida ambos objetos hallados en el botín, comprándolos á un soldado á buen precio, y los ofreció á la monja, gozoso de que ésta se entregase, mediante la oración y otros ejercicios, á su celestial Esposo. Si alguna vez la cautiva se mezclaba con las criadas y concubinas para guisar ó lavar ropas, su dueño, reprendiéndola cariñosamente, la enviaba á su habitación, pues decía que una esposa de Dios merecía ser servida y no trabajar en oficios caseros. Aún llegó á más la piedad del indio: pareciéndole que no debía retener á su lado aquella doncella, fué á escondidas á verse con los españoles, temeroso de ofender á sus compatriotas, y les dijo que salieran á su casa, distante poco espacio del campamento, cual si fueran en son de guerra, y se apoderasen de la cautiva, pues ésta mejor serviría á su Amado entre los cristianos que entre los gentiles. Los nuestros siguieron al indio, y como estaba convenido echaron mano de la monja, la cual tornó á los suyos; más tarde fué trasladada al convento de Santa Clara, en la capital de Chile, donde vivió y murió con fama de virtud. El gentil de que nos hemos ocupado, ilustrado por el cielo, huyó á los españoles, recorriendo un camino de ciento cincuenta leguas; recibió el Bautismo y toda su vida se consagró al servicio de la religiosa, que fué su cautiva un año entero, en lo cual se echó de ver que nadie gana á Dios al hacer beneficios, pues derrama sus mercedes sobre los que respetan el pudor de las vírgenes y sobre éstas cuando son fieles. La rebelión, á manera de huracán, azotaba todo el país; los indios destruyeron las ciudades españolas en el espacio de cien leguas y dominaban sin obstáculo. La misma capital estaba en peligro y habría caído en poder de los rebeldes si una conjuración que se tramó no se descubriera; los iniciadores de ella fueron castigados, y las autoridades conjuraron el riesgo. La guerra de los indios con los españoles tomó un carácter horrible, y sin duda éstos lo pasaran muy mal á no ir á Chile por disposición del rey Católico D. Alonso de Ribera, famoso en las campañas de Bélgica, por haber tomado la ciudad de Amiens á los franceses en la jornada de las Nueces; éste, después de haberse encargado del Gobierno, construyó muchos fuertes en las fronteras enemigas como se acostumbraba en los Países Bajos, y desde ellos salvó con frecuentes incursiones la vida de no pocos españoles que se defendían entre los adversarios, refugiados en sitios favorables y causó bastante daño á los sublevados. Pero yendo á mi asunto, diré que muerto D. Martín de Loyola y destruías tantas poblaciones, se desvaneció la esperanza de fundar como se pensaba un Colegio en la ciudad de Oñate, y una residencia en Arauco al mismo tiempo que otros establecimientos. Sin embargo, no desmayó el ánimo de todos; mientras la guerra desolaba el país, el P. Manuel Frías, Rector del Colegio de Santiago y más tarde Provincial del Perú, echó los cimientos de un magnífico templo, antes de los mejores edificios que se contaban en América y hoy lastimosamente estropeado por los terremotos. Gracias á los desvelos de los misioneros, es de suponer que ganaran la gloria eterna muchas personas, pues aquéllos por espacio de algunos años continuaron en la ciudad de Santiago y su distrito, haciendo bien á las almas con el Bautismo, la Confesión y pláticas devotas.

 

 

CAPÍTULO XI

MUERE EL P. ALONSO DE BÁRCENA; SUS ALABANZAS

 

Con gusto dejo de continuar la relación de las calamidades que sobrevinieron al reino chileno, antes floreciente. Mas donde quiera que me dirijo, no faltarán cosas tristes que se pongan delante, achaque propio de la condición humana. Hallándose el P. Alonso de Bárcena enfermo y oprimido con el peso de los años, recibió una carta del Provincial Juan Sebastián, en que le invitaba á retirarse al Perú y descansar algún tiempo. Obedeció al punto el P. Bárcena, por respeto al Superior más que por amor al reposo, y emprendió el viaje. De paso tornó á visitar los mataraes y alegró con su presencia á la ciudad de la Concepción, que había sufrido un largo asedio por los bárbaros. Luego atravesó el Tucumán, donde, según él mismo afirmara, en otro tiempo bautizó veinticinco mil indios; entró en el Perú, y después de un camino de quinientas cincuenta leguas llegó á Cuzco. En esta ciudad, antes corte de los reyes Incas, tiene la Compañía un Colegio tan provechoso á los españoles como á los indios; el P. Bárcena, que sabía á la maravilla el idioma de éstos, aunque anciano, ejerció entre ellos su ministerio, y por cierto que con feliz éxito. Una cosa notable hizo, y fué inculcar los principios cristianos al último de los Incas, heredero directo de los antiguos monarcas; lo bautizó y exhortó á morir piadosamente. Cuando meditaba planes para lo sucesivo, llegó su último día. Había nacido en Córdoba de padres honrados; en la niñez y adolescencia se distinguió por la bondad de sus costumbres, y mereció que el P. Juan de Avila, portento de vida apostólica, le contara entre sus más ilustres discípulos. Bajo la dirección de semejante maestro, y dotado de claro entendimiento, memoria tenaz en grado increíble y de ingenio acomodado á recibir toda enseñanza, progresó mucho. Ya dispuesto á cosas grandes, sintió que Dios en su interior le llamaba á la conversión de los infieles; por consejo del P. Juan de Avila entró en la Compañía el año 1565, y no ingresó antes porque, efecto de dificultades domésticas, los Superiores le estorbaron el ingreso durante quince años; en seguida mostró ser digno de empresas heróicas. Anduvo predicando en las principales ciudades de Andalucía, y se granjeó fama de orador elocuentísimo, y tanto que, sin ser de mucha edad, le oyeron con aplauso en la Catedral de Sevilla. Mas él, anteponiendo á la gloria mundana el deseo de convertir idólatras, logró que San Francisco de Borja, á la sazón General de la Compañía, lo enviase al Nuevo Mundo en el año 1569. Llegado al Perú, aprendió algunos idiomas del país, y dió muy pronto pruebas de su celo evangélico. Recorrió aquella extensa región, administrando los Sacramentos á los neófitos; bautizó paganos, destruyó ídolos, ilustró á los párrocos y cambió los concubinatos en santo matrimonio. Donde con más celo trabajó fué entre los uroquilas, que vivían en las playas del lago de Chucuito y montañas vecinas. Cuando iba á las ciudades de españoles, se multiplicaba y atendía él solo á todo. Es innegable que con su elocuencia hizo arrepentirse á muchos, que levantó á los caídos y que durante bastantes años proporcionó grandes bienes á todas las clases sociales. Sus trabajos fueron aplaudidos por la utilidad que de ellos reportaban indios y españoles; el virrey le tuvo en mucha estima, y según afirman Sachino y Alegambe, fué llamado el Apóstol del Perú. Entre mis papeles conservo documentos con pensamientos suyos, prueba del fuego que le abrasaba. Solía exclamar: «¡Ojalá que los indios peruanos careciesen de párrocos ó éstos los descuidasen, á fin de que yo me encargase de ellos; no desistiría de mirar por su bienestar; atravesaría montes, escalaría peñascos, y fatigado penetraría en cuevas hasta que mi cuerpo pereciese!» El Perú, región dilatada y por entonces necesitada de enseñanza, le parecía campo estrecho; en frecuentes cartas rogaba á sus Superiores que lo enviasen á las inexploradas y vastísimas tierras ocupadas por los gentiles, diciendo que tenía vocación divina que le consumía día y noche con ardor irresistible y le impulsaba á difundir el Evangelio. Dos años antes de que fuese al Tucumán, afirmó que presentía el cumplimiento de sus anhelos, pues el Señor lo destinaba para una expedición á países idólatras. Destinado al Paraguay y Tucumán, ejecutó lo que hemos referido. Asegura Alegambe que más de una vez se mantuvo sin otro alimento que el Cuerpo de Cristo. Levantábase á orar en medio de la noche, y por diez años sufrió vejaciones del príncipe de los demonios, consiguiendo de éste innumerables victorias; una noche le arrojó con desprecio el bastón, y el diablo, bribón y embustero, no se volvió á presentar en algún tiempo. Otra vez, Satanás se le apareció en forma horrible cuando meditaba convertir á Cristo tribus ferocísimas, pero lo confundió con estas palabras: «¡Demonio, si eres más digno que yo de sentarte en la silla que ocupo, aquí la tienes!» Al ver tanta humildad, el rey de las tinieblas echó á correr dando alaridos. Dios lo salvó con frecuencia de inminentes peligros. En varias ocasiones anunció lo venidero y descubrió los ocultos pensamientos de algunas personas. A Francisco de la Cruz, entonces muy celebrado en el Perú, pronosticó un día que lo vió disputar públicamente, que si no se moderaba en su temeridad sería quemado por hereje, y así aconteció. Fué muy familiar de Dios y de la Virgen. Recordaba á menudo con ternura las cosas del Niño Jesús; tenía una imagen de éste á la cabecera del lecho en su última enfermedad, y como suplicase al que le asistía que se la diese y éste no lo oyese, el mismo Jesús descendió, y llamándole cariñosamente anciano, le dijo: «¡No te fatigues; aquí estoy yo contigo!» Murió el día del Dulce nombre de Jesús, 17 del mes de Enero, á los setenta años de edad, aquel varón memorable por sus heróicas y cristianas virtudes, digno de que no tan sólo el Perú, mas también los pueblos del Tucumán, lo consideren su Apóstol. Supo hablar once lenguas de América; en ellas dejó varios libros muy útiles para los que se dedican á catequizar los indios. Tal era su memoria, que, según dicen, sabía al pie de la letra el Viejo y el Nuevo Testamento. Después de muerto se apareció á varias personas por él bautizadas en el Paraguay, reprendiéndoles su inconstancia en la verdad y en las buenas costumbres. Un indio que se cayó del carro en que iba y quedó con profundas heridas, curó invocando la intercesión de nuestro misionero. Con placer me detendría hablando de tan piadoso varón, celebrado por el P. Nieremberg y otros escritores; mas no quiero exceder los límites que me propuse, y torno al Paraguay donde me esperan otros funerales.

 

 

CAPÍTULO XII

MUERTE DEL P. JUAN SALONl.

 

En el año 1599 falleció el P. Juan Saloni, natural de Valencia, después de hacer los votos solemnes en la Compañía. Su caridad le adelantó la última hora; hallándose enfermo fué á socorrer á un hombre que agonizaba, á la sazón que llovía copiosamente; se mojó, y la humedad le agravó el mal que padecía. Antes de espirar es fama que se le aparecieron la Virgen y algunos santos. Su cadáver fué sepultado, con llanto y luto general. Después que murió, su rostro apareció más hermoso que cuando vivía y ostentaba no sé qué de sobrehumano, de tal manera, que mientras el obispo del Tucumán decía la Misa de difuntos por el alma del finado, dijo, llenos de lágrimas los ojos, estas palabras; «¿Dónde, oh muerte, está tu victoria?» Y en verdad que las virtudes y hechos gloriosos de varón tan esclarecido merecían los favores del cielo y de los hombres, pues convirtió á Cristo, ó al menos reconcilió con éste, millares de indios; fué el primero que introdujo en el Paraguay la Compañía de Jesús, y esto basta para que lo celebre en el presente libro. No consta, ciertamente, de qué padres nació, ni las costumbres de su adolescencia, ni si entró en la Compañía en Portugal ó en España, como tampoco si profesó antes ó después de ir al Brasil. Lo cierto es que en el Brasil se portó cual bueno y se granjeó la estimación de sus superiores, y tanto que hizo los cuatro votos. Fué destinado por el P. José Anchieta, Provincial del Brasil, para establecer la Compañía en el Paraguay y llevar los beneficios de ésta á las regiones australes de América, en compañía de pocos religiosos. Por fallecer el P. Saloni no quedó en la capital del Paraguay otro misionero que el Padre Marcelo Lorenzana; él compensó con su diligencia la falta de jesuitas. Fué perseguido por el gobernador, quien se creía aludido en las pláticas que pronunciaba contra los vicios. Mas el P. Lorenzana se mostró constante, y le comunicó, por medio de un hombre que le había indicado sus quejas, que él predicaba en general, sin referirse á persona determinada. «Supongamos, decía, que las autoridades de una ciudad son lascivas, injustas ó no respetan los bienes ajenos, ¿por ventura, los sacerdotes dejarán de condenar el mal que ejecutan otros ciudadanos por temor á la susceptibilidad de los que mandan?» El gobernador, que tenía claro entendimiento, se dió por satisfecho con tales explicaciones.

 

 

CAPÍTULO XIII

DE LOS MUCHOS TRABAJOS QUE SUFRIERON LOS PADRES ORTEGA Y FlLDS EN EL GUAIRÁ.

 

Seguían estos misioneros cumpliendo su cometido sin mostrar cansancio en ocasión alguna. Su ardor creció con motivo de quedar desolado el país por la peste y las inundaciones. Cuando el contagio era más temible, salieron los dos de Villarica, recorriendo, según acostumbraban, los campos, penetrando en las cuevas y en los bosques, subiendo á las montañas y no omitiendo esfuerzo de ningún género para salvar las más almas que pudieran. A veces no sabían dónde dirigir sus pasos, pues los bárbaros, atacados de la enfermedad ó temerosos de ella, salían en gran número de las espesuras para recibir los Sacramentos. Otras llegaba á su noticia que los enfermos yacían sin fuerzas en el camino, mientras muchos neófitos solicitaban la Confesión y los gentiles el Bautismo. Ellos hacían cuanto estaba en su mano para atender á males tan grandes, y derramaron el agua regeneradora sobre muchos miles de moribundos. No había desaparecido la peste cuando sobrevino otra calamidad, producida por las tempestades y las inundaciones. El río tenía entonces dos brazos, los que, hinchándose con las lluvias, sumergieron primeramente el campo cercano y más tarde todo el espacio comprendido entre ellos. A medida que las aguas crecían, iban desapareciendo debajo de ellas los bosques, de tal manera que sobresalían nada más que los árboles elevados, á los que subían los indios saliendo de sus chozas inundadas. El P. Ortega y su criado, mozo de pocos años, se vieron precisados á encaramarse en uno de ellos, desde el cual veían cómo los que se hallaban en otros menos altos tenían medio cuerpo en el agua; parecía aquello la imagen del diluvio. Por todas partes se veían árboles donde se habían refugiado sanos y enfermos, quienes con lamentables voces se quejaban de la muerte próxima que les esperaba; sucedíanse de día y de noche los truenos y relámpagos unos á otros sin interrupción; las fieras y los animales venenosos sobrenadaban en aquel mar. Una víbora de magnitud enorme se dirigió al tronco en que se hallaba el P. Ortega, quien habría perecido si el reptil no experimentara una sacudida y se fuese á otra parte. Dos días pasaron de esta suerte y la tempestad no mostraba indicios de calmarse, cuando al resplandor de los relámpagos vió el P. Ortega que un indio iba nadando hacia donde él se encontraba, anunciando que tres neófitos y otros tantos gentiles, á la sazón enfermos de gravedad, estaban en un árbol esperando que les administrase el Bautismo y la Penitencia. No vaciló un momento el P. Ortega en lo que debía hacer; á fin de evitar que su criado cayese al agua por falta de fuerzas, lo ató fuertemente á un tronco, después de haberle absuelto de sus pecados, por si acaso moría, y desnudándose, confiado en lo bien que nadaba, se arrojó á la corriente con el mensajero. Era la noche obscura en extremo; los dos se abrían camino entre ramas flotantes y espinas, cuando una de éstas se le clavó en una pierna al P. Ortega, quien prosiguió su expedición hasta llegar al término de ella. Ya estaban casi espirando los tres indios paganos; preguntóles individualmente si creían en los dogmas de nuestra religión, y como respondieran afirmativamente, los bautizó. Al poco tiempo murieron y cayeron en las ondas, pasando sus almas á mejor vida. Dos de los neófitos, después de confesar sus pecados, se ahogaron á vista de nuestro misionero, quien tornó á su árbol y halló que á su criado llegaba el agua al cuello; subidos ambos á un tronco más alto, esperaban una muerte segura; afortunadamente se calmó la tempestad y la inundación disminuyó bastante. Entre tanto, se le empezó á inflamar al P. Ortega la pierna que tenía herida, en la cual sentía crueles dolores, por lo cual, apenas puso pie en tierra, quiso que lo llevaran á donde pudiese atender al restablecimiento de su salud. Conducido á Villarica, aunque le extrajeron la espina que había penetrado de un lado á otro de la pantorrilla, nunca dejó de tener dolores en los veintidós años que vivió después, ni se cerró la herida. Como afirma el P. Juan Rho, llevó este contratiempo con resignación. No decayó en adelante el vigor de ánimo del P. Ortega; una vez curado, recorrió en unión del P. Filds todo el país de los guaranís conocido por los españoles, yendo por caminos difíciles; juntos desempeñaron su ministerio sagrado en Jerez, que carecía de sacerdotes; después que se estableció aquí un presbítero, se dirigieron á la Asunción, llamados por el P. Lorenzana, quien se reconocía impotente para atender él solo á una ciudad tan grande. Así regresaron á la metrópoli, con harto sentimiento de los españoles, después que trabajaron en el país durante ocho años. Allí ayudaron al P. Lorenzana en su empresa de inculcar las máximas del Evangelio, tanto en público como privadamente, á neófitos, gentiles, europeos y negros.

 

 

CAPÍTULO XIV

LOS NUEVOS MISIONEROS EJERCEN SU MINISTERIO EN El TUCUMÁN.

 

En el año 1600 llegaron del Perú los Padres Juan Darío, Fernando Monroy y Juan del Arco, sacerdotes, y el lego Juan Rodríguez; el P. Juan Romero los distribuyó de manera que atendiesen á las principales regiones del Tucumán. El P. Gaspar Monroy, hombre muy sagaz, y un lego, fueron á Salta, frente á los omaguas; el P. Juan Viana y otro lego, á la tierra de San Miguel; los PP. Pedro Añasco y Juan del Arco permanecieron en Estero. El P. Francisco Angulo, yendo de un lado á otro, cumplía con su oficio de inquisidor. El Padre Romero, en unión de los PP. Juan Darío y Juan Rodríguez, se estableció en Córdoba. Todos concebían grandes esperanzas de que el demonio sería vergonzosamente derrotado, y ciertamente que los hechos correspondieron á ellas. Nada más que cinco jesuitas armados de la divina espada y fuertes con el escudo apostólico, después de algunas escaramuzas contra el infierno, convirtieron á Cristo multitud de bárbaros á quienes administraron el Bautismo y otros Sacramentos. Me abstengo de enumerar las victorias que cada uno logró de Satanás por no cansar con la relación de cosas parecidas; sólo diré que en dos años que duró la excursión, los misioneros nada omitieron de cuanto pudiera contribuir entre indios y españoles al aumento de la gloria del Señor y quebranto del diablo. Aunque narrare con mayor extensión lo que hicieron los jesuitas en Córdoba, no será debido á que allí hicieran cosas más notables que en otras partes , sino porque Córdoba está destinada á ser capital de nuestra provincia del Paraguay, cuya historia escribo, y creo prudente emplear suma diligencia en echar los cimientos antes de poner la techumbre.

 

 

CAPÍTULO XV

ESTABLÉCESE EN CÓRDOBA LA COMPAÑIA DE JESÚS.

 

En el año 1573, un español llamado Jerónimo Luis Cabrera, nacido en Córdoba, de padres nobles, fundó una ciudad á la que dió el nombre de su patria, al pie de ásperos montes, distantes ciento veinte leguas del puerto de Buenos Aires. Allí no caen lluvias en invierno; pero bastan las del verano y las nieblas para fertilizar la tierra. Cuando Córdoba fué edificada, se contaban en sus inmediaciones cuarenta mil indios guerreros, de los cuales, en el año 1600, ocho mil estaban sujetos á la ciudad; los demás habían perecido, ó tenaces en defender su libertad y conservar las primitivas costumbres, se habían rebelado contra los españoles. Fueron á Córdoba los jesuitas y hallaron á sus vecinos bastante fríos, efecto de infundadas sospechas. Mas una vez disueltas éstas como ligera niebla, los cordobeños lamentaron su credulidad y repararon su sequedad en el recibimiento de los misioneros, haciéndoles generosos obsequios; les dieron un campo espacioso cerca de la ciudad, una casa y una capilla adyacente, de todo lo cual tomó posesión el P. Romero, á condición de que el Provincial del Perú aceptase la donación. Luego que los jesuitas se establecieron en su domicilio, comenzaron á ejercitar su ministerio entre gentes de todas condiciones, con tal aprobación de las autoridades, que deseando éstas la permanencia de la Compañía trataron de fundarle un templo á expensas del Erario público. Mientras lo edificaban los cordobeños, el P. Romero con sus compañeros recorrió las tierras próximas á la ciudad, que son ásperas y cuyos montes pedregosos esconden su cumbre en el cielo; después del P. Bárcena ningún religioso de la Compañía había allí administrado los Sacramentos, por cuya razón los neófitos practicaban de nuevo sus antiguas costumbres, y gran parte de los indios gemía todavía bajo el yugo del demonio. Gracias á las ímprobas tareas de los jesuitas floreció otra vez el cristianismo; fueron bautizados los niños y adultos, convertidas en matrimonio las uniones pasajeras y absueltas muchas personas de sus pecados. Con igual éxito trabajaron en otros países y lo que en ellos realizaron fué publicado extensamente en las Cartas ánuas. Una cosa notable referiré, y es que no pocos neófitos bautizados por los PP. Bárcena y Ortega, en medio de la barbarie, conservaron por espacio de diez años la inocencia, sin recibir Sacramento alguno. También haré mención de un indio que, encenagado en los torpes deleites, no se movía á penitencia por los ejemplos de sus compatriotas ni por las conminaciones de los predicadores; la casualidad hizo que un día adorase con piadoso afecto la Cruz, y sintió al momento tal dolor de sus culpas, que en seguida arrojó de su lado la manceba con quien vivía ilícitamente desde seis años antes, no obstante que ella se opuso; después corrió en busca de un sacerdote para confesar sus pecados. Rabió Satanás al ver que le quitaban la presa, por lo cual, usando de sus viejas artes, tomó la forma de la concubina citada y se apareció al indio, quien recurrió al sacerdote, y aleccionado á poner en fuga al diablo con la señal de la cruz, tornó á su casa y quedó victorioso; murió á los ocho días, y es de suponer que subiría su alma al cielo. Tanto fruto sacaron de las misiones de los jesuitas los indios, que agradecidos se prestaron espontáneamente á llevar los materiales con que construir el templo de la Compañía en Córdoba, á fin de tener cerca sacerdotes que con más frecuencia los instruyesen. Acabada la iglesia, conservó ésta el primitivo nombre que tenía de los Santos Tiburcio y Valeriano, patronos luego del Colegio de Córdoba. El P. Romero nombró Rector de éste al P. Juan Darío, italiano, varón eminente por sus apostólicas virtudes. En verdad que convenía á tal casa, destinada por Dios á ser la cabeza de aquella provincia y semillero de hombres heróicos, ser dirigida al principio por un sacerdote ilustre, de quien se pudieran tomar ejemplos de vida religiosa, y de quien aun todos los ánimos conservan gratos recuerdos. Entre tanto, el P. Romero preparaba una expedición al país de los diaguitas, distante doscientas leguas.

 

 

CAPÍTULO XVI

PROPÁGASE LA FE CATÓLICA ENTRE LOS DIAGUITAS.

 

Luego que por la intervención del P. Bárcena, de la cual hemos hablado en otra parte, se hizo la paz entre los españoles y los calchaquíes, los bárbaros se mostraron más dóciles que antes; mas no en tal grado que consintiesen en servicios ni en que alguien viajara por sus tierras, pues consideraban que cumplían de sobra con no rebelarse de nuevo. Algunos de ellos se acercaron al P. Romero, diciéndole que si la Compañía visitaba su valle sería muy bien recibida; pero el P. Romero retardaba tal empresa por desconocer el idioma del país y la condición de éste; por lo demás, de ningún peligro huía. Sabedor de todo D. Juan de Abreu hijo de un ex-gobernador del Tucumán, deseoso de civilizar á los diaguitas, ofreció dirigir la expedición y llevar domésticos que fuesen intérpretes de la lengua kaka; el Padre Romero aceptó la oferta y se puso en camino para el valle en compañía del P. Gaspar Monroy y armado solamente de la Cruz. Apenas llegaron los misioneros, arrebataron al demonio ochenta indios, en parte gentiles y en parte cristianos por vivir cerca de los españoles; alegres con tales principios, convirtieron un pueblo de doscientos habitantes, todos los cuales, recibido el Bautismo, ingresaron en el seno de la Iglesia. Fueron después á otro lugar y lo hallaron despoblado, notando cosas que denunciaban una emboscada pérfida, pues vieron en la plaza una cruz cubierta de saetas, cual si por desprecio hubieran hecho blanco de ella. Pronto se desvanecieron tales sospechas; por la noche tornaron al pueblo sus moradores, que habían salido al campo con objeto de espantar de sus sembrados los loros que suelen devorarlos. Ningún indio se resistió á la conversión, de modo que doscientas personas prometieron recibir la fe católica y el Bautismo. Trataron los jesuitas de averiguar la causa de estar la cruz llena de saetas, y nada se puso en claro, por lo cual creyeron prudente disimular en vista de las circunstancias, y se contentaron con que, reunidos los indios, detestasen la maldad cometida y adorasen el árbol de la Redención. Corrió la noticia de haberse convertido aquellos gentiles, y al momento muchos pueblos vecinos, imitando á sus compatriotas pidieron á los misioneros que les administrasen el Bautismo, pues querían profesar la religión cristiana, lo cual hicieron de buen grado los jesuitas, quienes obtuvieron de los conversos promesa de abandonar sus antiguas costumbres y recibir las leyes de la Iglesia.

 

 

CAPÍTULO XVII

UNA GRANDE POBLACIÓN DE LOS DIAGUITAS SE CONVIERTE AL CRISTIANISMO.

 

Realizado sin dificultad lo narrado, los religiosos fueron llamados por los indios á un pueblo crecido, cuyos habitantes eran bastante soberbios; más de mil almas se contaban en él; los diaguitas salieron al encuentro de los jesuitas cuando éstos se acercaban, llevando todos en la mano cruces en demostración de que las adoraban. Fuera del lugar habían adornado parte del camino con arcos triunfales y flores, bajo los cuales anduvieron los misioneros en medio de bailes, felicitaciones y voces de alegría, hasta llegar á la casa que les tenían preparada, donde fueron regalados con varias legumbres y con pollos, obsequios de los indios. Alabó á éstos el P. Romero y pronunció una plática elocuente exhortándolos á recibir la fe católica; todos aplaudieron con gritos y palabras el discurso del misionero. Esto sucedía por la mañana; á la tarde cambió el aspecto de las cosas; sea efecto de que bebieron vino en demasía, sea obedeciendo á las maquinaciones de los hechiceros, el hecho es que los principales del lugar se dirigieron á la casa de los Padres con igual aparato que el acostumbrado en los sacrificios humanos y tumultuosamente; mostróse á ellos con intrepidez el P. Romero, y valiéndose de intérprete, les rogó que dejasen la antigua barbarie y se convirtiesen á Cristo, no fuera que por su pertinacia perdiesen la ocasión de sacudir el yugo infernal. Otras cosas iba á añadir, cuando un indio le interrumpió diciendo con ferocidad y en alta voz que él jamás permitiría á sus compatriotas despojarse de la cabellera y corona de plumas, lo cual solía ordenarse á los cristianos, pues creía que tales adornos eran insignias del orden militar, y le parecía indigno quitarse las plumas antes de entrar en la iglesia, para llevar la cabeza desnuda cual los españoles; añadió que los indios deseaban guardar sus viejas costumbres. Apenas acabó de hablar, toda la turba desapareció apresuradamente. No dudaron un momento los jesuitas de que se hallaban en grave riesgo, por cuyo motivo se encomendaron al Señor, aguardando de manos de Éste la vida ó la muerte. Eficaz fué su oración, pues á la mañana siguiente los bárbaros, ya disipada su borrachera con el sueño, se presentaron á los misioneros disculpándose de lo que por estar ebrios hicieron el día anterior. Lo mismo afirmaron los varones principales del pueblo; y como todos los moradores de éste ofreciesen sus hijos para que recibiesen el Bautismo, los jesuitas, que vieron conjurado el peligro, cobraron ánimos, y disimulando las pasadas injurias, concedieron permiso á los adultos para que llevasen cabellera larga, siempre que renunciasen á las costumbres supersticiosas y vivieran cristianamente. ¡Cosa admirable! En pocos días más de mil indios abrazaron nuestra fe y recibieron el Bautismo; trescientos neófitos contrajeron legítimas nupcias.

 

 

CAPÍTULO XVIII

OTROS CUATRO PUEBLOS DE DIAGUITAS RECIBEN NUESTRA FE.

 

Súpose muy pronto en cuatro lugares no lejanos de diaguitas lo acontecido, y enviaron mensajeros á los jesuitas, diciéndoles que si iban á visitarlos, estaban dispuestos á ser cristianos, y en señal de obediencia cortarse las melenas, cosa que los demás indios habían rechazado. Aceptaron los misioneros la oferta y se dirigieron á las aldeas mencionadas, cuyos habitantes, para honrar y servir á los sacerdotes de Cristo, salieron y arreglaron el camino por espacio de tres leguas, recibiéndolos por todas partes con grandes muestras de alegría; todos los indios recibieron el Bautismo. Investigaron los religiosos qué dogmas profesaba aquella gente, y averiguaron que adoraban al Sol, y su culto consistía en rociar con sangre manojos de plumas colocados en los edificios destinados á templos. Creían que las almas de los caciques irían á los planetas; las de los plebeyos y de los animales á las estrellas. Queriendo los Padres tener pruebas de cómo en verdad aquellos hombres habían renunciado á las antiguas supersticiones, les mandaron echar á tierra el templo que tenían. En efecto: los diaguitas acometieron contra éste, arrancaron los objetos que antes veneraban y lo demolieron, escupiendo sobre los restos de la construcción en prueba de desprecio y luego los quemaron. Lo mismo se hizo en las demás poblaciones, donde se erigieron cruces, al pie de las cuales recibían sepultura los cuerpos de los neófitos, y se recitaban las preces de la Iglesia todos los días. Rabiaba Satanás viendo elevarse el signo de la Redención, allí donde tantos años usurpó tiránicamente el honor que corresponde al Señor.

 

 

CAPÍTULO XIX

LA VIDA DE LOS MISIONEROS PELIGRA ENTRE LOS DIAGUITAS.

 

No pudo el diablo contener su despecho y excitó graves tempestades contra los religiosos. El gobernador de Salta, creyendo que los diaguitas, con la presencia del P. Romero, habrían depuesto su altivez, les ordenó que prestaran servicios fuera del valle; tanto se irritaron con esto los indios, que tramaron una conjuración contra los jesuitas, atizada sobre todo por los hechiceros, quienes decían voceando que una misma cosa se proponían españoles y sacerdotes: reunir sus fuerzas para esclavizar á los indios; afirmaban que la religión cristiana era el camino por donde se perdía la libertad; que el hijo del ex-gobernador del Tucumán iba en compañía de los misioneros, para con la protección y sombra de éstos explorar el país y las fuerzas de sus moradores; que precisaba extinguir el mal en su nacimiento. Mientras éstas y otras cosas se propalaban, los vecinos de un pueblo, tomando las macanas y las saetas, corrieron á matar á los misioneros, y lo habrían realizado si un anciano muy respetado entre los suyos no los contuviese, amonestándoles que mirasen lo que hacían, no sea que les sobrevinieran grandes calamidades, pues los jesuitas eran muy queridos de los españoles; y aunque éstos se guardaran de tomar venganza, Dios castigaría el martirio de sus embajadores los sacerdotes. Las palabras del anciano no solamente reprimieron el ímpetu de los conjurados, mas infundieron en ellos un hondo pesar de su delito; depusieron las armas, y presentándose á los misioneros excusaron su ferocidad con el amor que profesaban á la independencia, la cual era para ellos la cosa más codiciada en la tierra. Los religiosos manifestaron ignorar lo tocante al servicio que se pedía á los indios, y prometieron trabajar á fin de que ningún neófito sufriese vejaciones; antes de que el mal creciera se apartaron del peligro y tornaron al punto de salida. Apenas habían partido cuando supieron que sublevados los habitantes de otro pueblo querían, darles muerte, en vista de lo cual, aceleraron su marcha, yendo con temor continuo de ser alcanzados por los parricidas. En esto, vieron correr hacia ellos un indio con el rostro turbado, quien dándoles voces, les rogó que volviesen al interior del valle, donde el cacique de una aldea estaba casi espirando y solicitaba el Bautismo. ¿Qué resolución tomarían los jesuitas? Si regresaban, acaso perecerían; si no lo hacían, el alma del enfermo quizá descendería á los infiernos. Venció la caridad el temor de los peligros, y así dejaron que el guía los llevase por abruptos montes, y recorridas diez y seis leguas hallaron que el cacique agonizaba; lo bautizaron, y también á doscientos niños, todos los cuales acometidos de la peste murieron, yendo á gozar del Paraíso. Mientras lo referido acontecía, los conjurados que salieron, siguieron el camino que suponían llevarían los Padres á quienes anhelaban sorprender: no hallándolos, regresaron furiosos al pueblo. El P. Romero huyó por sendas apartadas; Dios lo salvó de aquel peligro, pues lo conservaba para más arriesgadas empresas.

 

 

CAPÍTULO XX

LOS LULES Y OTROS INDIOS SON EVANGELIZADOS.

 

Escribió el P. Romero al obispo del Tucumán, rogándole que proveyese de pastor al nuevo rebaño; mas no se halló entre los clérigos ninguno que se quisiera entregar al furor de los diaguitas. Los PP. Fernando Monroy y Juan Viana fueron al país de los lules, famosos por su barbarie, llevados de su celo por la salvación de las almas y despreciando la muerte. Ningún sacerdote había estado entre los lules desde que el P. Bárcena bautizó á muchos de ellos, doce años antes; así que los misioneros trabajaron lo indecible para reducirlos de nuevo á Cristo. No digo en particular cuántas fatigas arrostraron, pues ya escribí detalladamente las del P. Bárcena en otro capítulo. Sólo añadiré que en aquel país, lleno de calamidades y donde todo consuelo humano faltaba, Dios suministró á sus atletas regocijos celestiales con tal abundancia, que según los religiosos escribían al Provincial, temían recibir tantos premios con detrimento de la recompensa en la gloria; y añadía el P. Juan Viana que tales goces interiores eran tan intensos, que sin la bienaventuranza les hubieran compensado los trabajos que padecían. El fruto que se consiguió de la expedición á los lules fué, después de recorrer todos los pueblos, convertir á Cristo bastantes indios aún paganos; autorizar innumerables matrimonios; administrar el Sacramento de la Penitencia á los neófitos privados de él por espacio de muchos años, valiéndose de las lenguas quichua y tonocoté; á los que hablaban el idioma kaka los confesaban por medio de intérprete. Entre tanto, otros misioneros menos famosos llevaban sus armas triunfales por el Tucumán combatiendo el reino de Satanás.

 

 

CAPÍTULO XXI

EL P. ESTEBAN PÁEZ VISITA LAS MISIONES DEL PARAGUAY Y DEL TUCUMÁN.

 

El P. Esteban Páez, varón esclarecido, después que inspeccionó como Vicario la provincia del Perú, fué al Tucumán y ordenó que se reuniesen en Salta los Padres de la Compañía. Luego consultó con éstos si sería conforme á los estatutos de la Orden el que continuasen las misiones en dicha región y el Paraguay lo mismo que hasta allí, pues opinaban algunos que era opuesto á nuestras reglas el no tener residencia fija y andar errantes lejos de la vista del Provincial. Mientras los jesuitas discutían este particular, recibieron cartas de casi todas las poblaciones del Tucumán suscritas por las autoridades, diciéndoles en ellas con cuánto dolor habían sabido que se trataba por el Visitador de llamar todos los Padres al Perú, y rogándoles por lo más sagrado que se renunciara á tal proyecto. Era notable la escrita en nombre de la ciudad de Santiago, pues se decía en ella que era de temer que faltando los jesuitas viniesen calamidades cual sobre Sodoma tan luego como Lot fué puesto en salvo; añadiendo que después de Dios, en aquéllos consistía la constancia de los indios en la fe católica. Movido el Visitador por tales razones, ya no trató de suprimir las misiones, sino de continuarlas hasta que decidiese el Padre General, procurando en tanto que estuvieran en armonía con las reglas de la Compañía. De acuerdo con los religiosos presentes, decidió que los misioneros dispersos por el Tucumán se reunieran todos los años en alguna población y vivieran cuatro meses no interrumpidos al modo de los demás Colegios; los restantes podían dedicarlos á excursiones apostólicas, cuidando de conservar las casas que tenían, con la esperanza de fundar algún día provincia aparte los Padres de aquella región. Cuando se trató del Paraguay, no hubo modo de convencer al P. Sebastián Páez para que hiciera lo mismo, pues distando la Asunción más de setecientas leguas de Lima y novecientas el Guairá, le era imposible atender á país tan lejano, y así fué de opinión que quizás convendría más encomendar el Paraguay á los jesuitas brasileños. Hecho esto, se dirigió á Lima, llevando consigo al P. Diego de Torres, elegido para Procurador en la Corte Pontificia por la provincia del Perú; antes contestó á las cartas que había recibido de las ciudades del Tucumán, en las cuales fueron acogidos los misioneros á su regreso con tal satisfacción que no es posible pintar con palabras; y para que en adelante no estuviesen sujetos á inspecciones, solicitaron del General varias ciudades que los Padres fijaran allí su residencia.

 

 

CAPÍTULO XXII

LOS HABITANTES DE LA ASUNCIÓN LLEVAN Á MAL EL QUE SE RETIREN LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA.

 

No se arreglaron tan bien las cosas en el Paraguay, en cuya capital apenas se divulgó la carta del Visitador ordenando que salieran los jesuitas, un inmenso dolor se apoderó de todo el mundo, quejándose de perder inesperadamente sus directores espirituales. Algunos prorrumpían en más amargas lamentaciones, diciendo que se recompensaba mal lo que todos habían hecho tomando parte activa en la construcción del templo para la Compañía. Entre el vulgo corría la especie de que ésta se deleitaba en habitar las ciudades opulentas y despreciaba las poblaciones menos importantes. Otros añadían que alrededor de la Asunción, por espacio de más de mil leguas cuadradas, había aún muchas tribus gentiles que se convertirían á nuestra fe si los Padres proseguían en sus apostólicas tareas, de manera que en ninguna región de América hallarían mies tan abundante. Estas y otras cosas decían, impulsados por el dolor más que pensando cuerdamente, pues ya sabían desde mucho tiempo antes que los jesuitas no tenían preferencia por lugar alguno, de cualquier naturaleza y condición que fuese; sólo querían que al residir en él no se quebrantaran las reglas de su instituto. En cuanto á lo que se dijo de los misioneros que vendrían quizás del Brasil, nadie lo aprobó, pues aparte de que, según era notorio, las leyes impedían pasar desde dicho país al Paraguay por mar y por tierra, no habían los portugueses de mezclarse en los asuntos de las colonias españolas. Hubo quien propuso retener por la fuerza á los Padres negándoles embarcaciones. Mas todo esto era en vano y de ningún provecho tratándose de hombres como los nuestros, atentos siempre á obedecer fielmente los preceptos de sus Prelados. Las autoridades civil y eclesiástica en nombre de la población, y los principales de ésta en el suyo, dieron cartas á los Padres dirigidas al General de la Orden, al Provincial del Perú y al Visitador, haciendo ver lo mucho que los misioneros podían hacer en el Paraguay para la salvación de las almas y suplicando humildemente que éstos regresaran prontamente. Los PP. Lorenzana y Ortega, después de caminar trescientas leguas, se unieron á sus compañeros del Tucumán.

 

 

CAPÍTULO XXIII

VEJACIONES QUE SUFRIÓ EL P. MANUEL ORTEGA.

 

Llegado que fué el P. Manuel Ortega al Tucumán, recibió una citación de los inquisidores de Lima por la que se le mandaba comparecer ante el Tribunal del Santo Oficio. Cuando tal documento llegó á su poder, se hallaba á quinientas leguas de la ciudad mencionada, á la cual se dirigió prontamente; apenas entró en ella, con asombro de todo el Perú fué encarcelado: nadie sabía la causa de esta resolución. Ya hemos contado cómo lo arrojaron al mar los piratas en la desembocadura del río de la Plata, y cómo entonces se condujo heróicamente, profesando con denuedo la fe católica á riesgo de ser martirizado; también sabemos que convirtió en el Tucumán y el Paraguay muchos millares de gentiles; aquel admirable viaje en el que recorrió en once horas un camino que de ordinario dura ocho días; que por su paciencia en los trabajos se hizo ilustre, de manera que justamente era contado entre los hombres insignes de la América meridional. Ninguno, sin embargo, se atrevía á censurar la disposición del Santo Oficio, esperando en silencio el resultado del asunto. Cinco meses estuvo en la cárcel el P. Ortega, pasados los cuales, los jueces tuvieron con él más consideración; lo recluyeron en el Colegio de la Compañía en Lima, bajo condición de que mientras durase la causa no pudiese celebrar Misa. Por dos años se prolongó esta suspensión, hasta tanto que quien lo acusó de haber quebrantado el sigilo sacramental enfermó gravemente en Villarica, ciudad del Guairá, y delante de testigos, por escrito y de palabra, se retractó de su denuncia, manifestando haber calumniado al venerable misionero, porque este rígido censor de los vicios le había reprendido los suyos con vehemencia. Fué enviado á Lima el documento que contenía la retractación, y entonces los inquisidores declararon la inocencia del P. Ortega. No parece sino que Dios permitió que la falsedad hiriese á nuestro misionero, para que éste, vencedor ya de la herejía, de la infidelidad y del demonio, hollase las calumnias en la ciudad principal del Nuevo Mundo entre el aplauso de los mas nobles Ciudadanos. La Compañía hizo cuanto pudo á fin de honrar al P. Ortega; teniendo en cuenta su paciencia, sus apostólicas fatigas y su pericia en los idiomas indígenas, lo admitieron, aunque ya era anciano, á los votos solemnes; mas él lo rehusó humildemente. El virrey del Perú, conde de Monterrey, le encargó hacer una entrada peligrosa á los chiriguanás, pueblo ferocísimo, la cual tuvo alegres comienzos que parecían indicar la pronta difusión del cristianismo entre los gentiles; las cosas cambiaron luego, y no obstante que el P. Ortega se expuso mil veces á la muerte y luchó intrépidamente, los chiriguanás siguieron apegados á sus antiguas costumbres. Sin embargo, perseveró juntamente con el P. Jerónimo Villarnao en región tan perversa, por espacio de dos años, sin conseguir frutos notables; recrudeciósele la herida que tenía en una pantorrilla, causada por una espina que se le clavó, y tuvo que ir á Chuquisaca para curársela; allí, aquel excelente viejo lleno de dolencias, en medio de piadosos ejercicios, llevó á cabo muchas cosas útiles á los de fuera y dentro de la ciudad, hasta que en el año 1622 voló al Paraíso el alma de tan insigne varón digno de ser enumerado entre los más ilustres, atendidas sus virtudes. Descendía de noble familia portuguesa, y siendo muy joven se educó en el Brasil. Tuvo por compañero en sus misiones al P. José Anchieta; siendo de bastante edad, predicó egregiamente en Tucumán y Paraguay; el Perú fué teatro de sus triunfos. Los PP. Nieremberg y Juan Rho lo pusieron al lado de los religiosos más notables. Creemos piadosamente que Dios en el cielo habrá premiado sus heróicos hechos. Yo hice lo que pude por su gloria, siguiendo sus pasos fuera de la provincia para ensalzar á quien fué estrella del Paraguay. Aún diré más de él: nació en el Brasil de hidalgos padres; un tío suyo fué obispo; su madre, que era matrona respetable, hizo inmensos beneficios á la Compañía, cosa que me consta. Cuando ingresó en ésta, se oponían á ello sus padres y tío; mas él, inflamado en deseos de salvar las almas, sin atender á los vínculos de la sangre, voló á donde era impelido por el Señor; su vocación creció mientras se dedicaba á los estudios y á los ejercicios piadosos. Luego que aprendió el idioma de los indios y estuvo preparado para lanzarse al campo, recorrió provechosamente muchas regiones del Brasil. En una expedición anduvo cien leguas, y á duras penas se libró de las asechanzas que le pusieron los indios furibundos. Dos años fué secretario del P. Anchieta, Provincial del Brasil, de cuya portentosa vida apostólica fué discípulo más que espectador, y con cuya anuencia navegó á los países australes de América y aumentó la fama de la Compañía con las proezas que en otros lugares he referido.

 

 

CAPÍTULO XXIV

TRABAJOS DE LOS JESUITAS EN EL TUCUMÁN.

 

Hacia el mismo tiempo que el P. Ortega fué al Perú, el P. Juan Romero, en cumplimiento de lo ordenado por el Visitador, congregó los religiosos en la ciudad para que reparasen sus ánimos con ejercicios espirituales, y de nuevo los envió á los distintos países del Tucumán. Repitióse lo mismo todos los años, y es indecible el fruto que sacaron con tal práctica españoles é indios. Mientras estaban juntos los misioneros, se inflamaban mutuamente con palabras y ejemplos, aprendían varios idiomas, el modo de vencer la obstinación de los gentiles y de echar á tierra las maquinaciones del demonio y á resolver los casos de conciencia. Cuando salían á pelear en defensa de la verdad, su caridad se ejercitaba en hombres de todas condiciones. El P. Juan Romero traspasó las fronteras del Tucumán, y atravesando una llanura desierta de ciento veinte leguas de longitud llegó al puerto de Buenos Aires, donde ejerció su ministerio. Acudieron á oirlo muchos indios, cosa poco frecuente; entonces el obispo comparó la Compañía al imán, pues por una virtud oculta atrae á sí los hombres que parecen de hierro. La mayor parte de los años 1603 y 1604 transcurrió en varias excursiones apostólicas, en las cuales se administraron los Sacramentos á muchos millares de indígenas. Omito los detalles de éstas, por no cansar á los que desean relación de hechos nuevos.

 

 

CAPÍTULO XXV

EL P. LUIS VALDIVIA INTENTA RECONCILIAR Á LOS CHILENOS REBELDES CON CRISTO Y CON EL REY.

 

Gracias á la fortaleza del gobernador Don Alonso de Ribera, mejoró el estado de la guerra en Chile el año 1605, y era de esperar una pronta paz; mas inoportunamente se vió precisado á renunciar el cargo que tenía. Él había instruído á los soldados en la táctica seguida en Bélgica; reprimido á los indios insurrectos, construyendo cerca de las fronteras castillos cercanos entre sí y bien guarnecidos; derrotó á los enemigos con frecuencia; en varias excursiones redimió no pocos españoles hechos esclavos por los bárbaros; sus preclaras empresas obscurecieron la gloria de los gobernadores que antes de él hubo. Acrecentó las glorias de la milicia española, pero le perjudicó la confianza en sus méritos. Prohibían las leyes á los gobernadores casarse con mujeres del país que regían, no fuera que la balanza de la justicia se inclinase por el peso del parentesco. D. Alonso de Ribera se atrevió á enlazar en matrimonio con una dama nobilísima de Chile. Por eso el rey Católico le despojó del mando, á fin de evitar que el ejemplo de varón tan ilustre contagiase á los demás; es verdad que mitigó la pena nombrándolo gobernador del Tucumán, dignidad poco inferior á la que perdía. Encargóse el gobierno de Chile á Don Alonso García Ramón, el cual, yendo á Lima, por mediación del virrey, consiguió del Provincial de la Compañía que el P. Luis Valdivia, profesor de Teología, le acompañase á Chile para ver de ajustar la paz. Ambos se embarcaron en la misma nave, y casi perecieron efecto de una tempestad y un incendio que se declaró; éste fué extinguido, gracias al P. Valdivia, quien en noche borrascosa vió una llama en popa, gritó á los marineros y apagaron el fuego; de la tormenta salieron libres invocando la protección de San Ignacio. Pasados dichos peligros, llegaron al puerto de la Concepción, ciudad pequeña donde residía el gobernador de Chile, situada en la costa del mar Pacífico; el terreno de su jurisdicción que se extiende hacia la capital del reino es dilatado; el que mira al país rebelde es corto; el segundo lo habían ocupado D. Alonso de Ribera y otros jefes con fuertes situados á iguales distancias, merced á los cuales, si bien con harto trabajo, los indios de las cercanías estaban sujetos. Apenas llegó el nuevo gobernador, hizo publicar un decreto de Su Majestad invitando á los rebeldes á deponer las armas, concediéndoles amplia amnistía de todo lo pasado. Luego fué á visitar los castillos de los españoles y los pueblos de indios sometidos á los conquistadores por la persuasión ó la fuerza; hallólos tan ofendidos á éstos que más parecían adversarios que otra cosa; ninguno, aunque se llamaban amigos, se alistaba en nuestras armas sino obligado, y no es bien fiar mucho en quien obedece cohibido por el miedo. El gobernador iba defendido por compañías de soldados, pero tenía más confianza en un hombre solo: en el P. Luis Valdivia, pues los indios tenían visto y entendido cómo éste siempre los defendía contra las injurias de los militares y de los duros servicios personales. Así, pues, donde quiera que llegaba el P. Valdivia se acercaban los principales del país llamándole su padre y tutor y el más grande consuelo en lo temporal y espiritual. Aprovechóse de la ocasión nuestro misionero y reconcilió á cuantos pudo con el monarca y con la religión. Veinte caciques acudieron al castillo denominado Levo; después que el P. Valdivia les habló de la inmortalidad del alma y de otros misterios de la fe, demandaron ser cristianos; sus niños fueron al momento bautizados, y á los adultos se les reservó la administración del Sacramento para cuando hubiesen dado pruebas de constancia.

 

 

CAPÍTULO XXVI

PROCURA EL P. VALDIVIA SOSEGAR LOS INDIOS REBELDES.

 

Cerca de Paicavi, fortaleza de los españoles, moraban cuarenta caciques tucapeles, de los cuales con razón se dudaba si eran amigos ó enemigos; á decir verdad, nada tenían de lo primero sino el nombre. El gobernador, creyendo que sería mejor luchar con adversarios manifiestos que con quienes tenían el ánimo de tales, si bien disimulaban, los amenazó con la guerra. Intervino el P. Valdivia y consiguió que dichos caciques cambiaran su mala fe en paz y amistad con los españoles. Recrudecíase en otras partes la guerra ocasionada por las injurias mutuas de las partes combatientes; el P. Valdivia, fiando más en la protección divina que en el conocimiento que tenía de los bárbaros, penetró en las tierras de los sublevados para ser árbitro, llevando por todo acompañamiento cinco soldados. Recibiéronlo benignamente los indios, y muchos caciques volaron á saludarle. Hechos los cumplimientos de costumbre, el P. Valdivia pronunció un elocuente discurso tratando del distinto fin que tienen los buenos y los malos; un bárbaro le interrumpió preguntándole de dónde había tomado aquella doctrina; el misionero contestó: «Del Hijo de Dios.– Luego vuestro Dios tendrá mujer, puesto que es padre,» replicó el indio. Entonces el P. Valdivia desenvolvió en magníficas palabras el misterio de la generación divina, y explicó de tal manera los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, que los indios quedaron asombrados de tanta elocuencia y de la luz de la verdad. Después trató otras varias cuestiones y las dilucidó; ocupándose de la embriaguez, le interrogaron por qué la condenaba el cristianismo; decían: «Si los que duermen no pecan, ¿cómo nos convencerás que es delito la borrachera, que es semejante al sueño?» Demostróles el P. Valdivia que quien se privaba voluntariamente de la razón, pecaba no menos que el que se cortase un brazo. Pasando los indios de la embriaguez al vicio inseparable de ésta, preguntaron por qué la ley cristiana condena el casarse con varias mujeres. El P. Valdivia retorció el argumento diciéndoles: «¿Por qué á vuestras esposas no les toleráis muchos maridos?» Todos replicaron que tal cosa era torpe en las mujeres, mas no en los hombres, pues lo autorizaba la costumbre. El P. Valdivia probó que ésta no cambia la naturaleza de los hechos. «Pongamos, añadía, un ejemplo: si entre vosotros se acostumbrara á matarse unos á otros para arrebatarse las concubinas, ¿dejaría de ser un crimen, no obstante que lo aprobárais?» En semejantes discusiones pasó la mayor parte de la noche; al amanecer llegaron los caciques de veinte pueblos apartados, y los saludó el P. Valdivia con alegría, abrazándolos; luego les declaró el indulto regio; granjeóse el aprecio de ellos, redactando por escrito las quejas que tenían á fin de defenderlos cuanto fuese justo. Avilo, el cacique de más autoridad entre los recién llegados, cuando oyó decir al P. Valdivia que el Dios de los cristianos era el creador de todas las cosas, dijo con indignación á voces que jamás consentiría se hiciese tal injuria á Pillán, divinidad de los chilenos y verdadero autor del mundo. Interrogóle el misionero acerca de las condiciones y grandezas de dicho dios, y contestó que eran llevar los caciques y militares insignes por su valor, después de la muerte, á un paraje donde bailaban y bebían sin cesar por siglos sin fin; colocar la sangre de los guerreros que perecen en el campo de batalla, alrededor del Sol, y formar con ella las nubes rojas que se ven al caer la tarde; en cuanto á los hombres plebeyos y pobres, ninguna recompensa les daba. Entonces, riéndose el P. Valdivia, dijo: «¡Qué injusto es vuestro Dios! Siendo cierto que los magnates y los militares están manchados con más vicios que los plebeyos, ¿quién no se burlará de él al ver que es benévolo con los criminales y desprecia á los buenos?» Mentras de tales cosas hablaban, supo nuestro religioso por sus compañeros que los indios le tendían asechanzas, en vista de lo cual con disimulo se retiró al campamento de los españoles; pero las sospechas eran infundadas: los caciques fueron á expresarle el inmenso dolor que los indios habían concebido al saber la causa de su alejamiento, y á decirle que si quería ir al interior del país, lo nombrarían árbitro para hacer la paz, y defenderían su vida. Aceptó las ofertas de los indios el P. Valdivia, y fué á la tierra enemiga confiando en aquellas personas para él casi desconocidas. Caminaron por abruptos montes, por lagunas y sendas tortuosas, hasta llegar á donde estaban congregados los más notables insurrectos. Habló á éstos del indulto publicado por el rey Católico, del modo de afirmar la paz con los españoles y de la promulgación del Evangelio; se conoció entonces claramente que si los chilenos no sufrieran vejaciones, sin dificultad se convertirían al cristianismo. Cerca de allí, tres caciques prometieron á nuestro misionero ser obedientes á España. Una india que se hallaba agonizando, recobró la salud con la recepción de los Sacramentos; el prodigio fué prueba que demostró á los bárbaros la verdad de la fe católica; dicha mujer parió más adelante, y como enfermase el niño, se oponía á que lo bautizasen por temor de que muriese; aseguró lo contrario el P. Valdivia, y en efecto, apenas derramó el agua sobre el infante, éste se puso bueno. Conmovida con el milagro la tatarabuela del niño, que tenía más de cien años, se hizo cristiana. Finalmente, el P. Valdivia convirtió numerosos gentiles y volvió, acompañado de los indios, al campamento español.

 

 

CAPÍTULO XXVII

MEMORABLE FUGA DE UNA MUJER CAUTIVA Y SU HIJO.

 

Mientras el P. Valdivia estuvo en Arauco ocurrió un hecho notable. Después que, según hemos visto, los chilenos desolaron las ciudades del reino, muchas familias de españoles fueron reducidas á servidumbre por los indios. Heredia, hombre virtuoso, que de su matrimonio con Doña Marcela Grajal, noble dama, tenía dos hijos adultos, fué hecho esclavo y también su esposa; su dueño no era de los más tiranos, y así solamente les exigía que le elaborasen cierta cantidad de vino, y ellos, temerosos de mayores trabajos, cumplían con diligencia su cometido. Sucedió un día que, cuando Heredia componía la bebida, el indio le dirigió palabras insultantes; irritado el español con tales injurias, lleno de ira, cogió un hierro y con él dió muerte á su señor. Cometido el homicidio, echó á correr sin que lo alcanzaran los indios que iban en su persecución; lo buscaron luego por todas partes y nadie lo encontró; entonces, aquellos hombres fanáticos, deseando vengar á su compatriota, echaron mano del hijo mayor de Heredia, aunque era inocente, y sin reparar en el llanto de la madre, que se oponía tenazmente, lo quemaron vivo, diciendo al tiempo que se abrazaba: «Merece tal pena quien desciende de un español asesino.» Quedó el muchacho convertido en cenizas, y su madre se vió sin marido y sin hijo, abrumada por inmenso dolor; abrazada al otro hermano exclamaba: «¡Ay querido mío! ¿te llamaré consuelo de tu madre afligida ó en breve motivo de nuevas lamentaciones? Si basta para merecer el suplicio ser descendiente de un español, pronto perecerás abrasado. Y yo, ¿qué esperaré? Ser juguete de los bárbaros lascivos que se arrojarán sobre mí viéndome cautiva sin el amparo de mi esposo y de mis hijos.» Nada más habló, y tan luego como los indios se apartaron de la hoguera, invocó la protección divina y por la noche emprendió la fuga en unión de su hijo. No caminaban de día, temerosos de caer en manos de los perseguidores, refugiándose durante él en las cavernas y prosiguiendo su viaje al anochecer; se alimentaban solamente de yerbas silvestres; cuando andaban el miedo parecía que les daba alas; á los tres días llegaron desfallecidos á un bosque cerca del cual había una pequeña aldea; estando allí esperaban sin duda morir de hambre ó á manos de los indios. Acertó á encontrarlos una mujer que iba á recoger leña; Marcela le contó lo que hizo su marido, la venganza de los bárbaros y las calamidades que á la sazón padecían ella y su hijo, rogándole que se compadeciese, pues era la única persona que podía prestarles ayuda. La leñadora abrazó á Marcela con lágrimas en los ojos y le prometió socorrerla; «mas temo, le dijo, que nos vean otras mujeres que vienen por aquí en busca de leña y agua: si tal acontece, sobrevendrán nuevos trabajos.» Estuvieron ambas un rato pensando lo que harían, y acordaron que Marcela y el muchacho se escondieran en un hoyo cubierto con ramas hasta acordar lo más conveniente. Poco después volvió la india y les llevó de comer, ofreciéndose á ir con ellos al campo de los españoles y procurarles víveres en el camino. Marcela le prometió, si tal hacía, su amistad y mil cosas más. Cuando se creyó hora oportuna emprendieron el viaje. Anduvieron por sendas apartadas durante tres días, hasta que, gracias á Dios, llegaron á Arauco, campamento de los españoles. Hallábase allí el P. Luis Valdivia, quien alabó la caridad de la india y le aseguró que el Señor recompensaría largamente su noble acción; le dió un magnífico vestido y le preguntó si deseaba ser cristiana; ella contestó que nada ambicionaba tanto; inicióla en los dogmas cristianos, y la conversa, para retenerlos en la memoria, por cada uno se hacía un nudo en la cabellera, que pasaba de las rodillas; repitiólos sin vacilar á los tres días; le pusieron el nombre de María y recibió el Bautismo. La india estaba triste por la ausencia de sus padres y de su patria; el P. Valdivia, que esperaba arreglar pronto la paz entre chilenos y españoles, encargó á personas de confianza que la llevaran á su país.

 

 

CAPÍTULO XXVIII

EL P. LUIS VALDIVlA SE EMBARCA PARA ESPAÑA.

 

Nada preocupaba tanto al P. Valdivia como el negocio de la paz; valiéndose de un salvoconducto iba á los rebeldes, componía sus querellas, confirmaba los amigos en sus propósitos, y procuraba con todas sus fuerzas que los españoles no irritasen á los indios con demandarles servicios. Buscando para tan graves males remedios que él no podía alcanzar, pasado algún tiempo fué dos veces por mar al Perú para solicitar del conde de Monterrey, á la sazón virrey, y después que éste falleció, á su sucesor el marqués de Montesclaros, que se aboliera el servicio personal, pues era indudable que sin tal medida no se lograría propagar el Evangelio entre los indios. Pero como el marqués creyera que no tenía ni autoridad ni fuerzas suficientes para adoptar tal resolución, y las cosas en Chile iban á peor desde que mandaba el nuevo gobernador, el virrey, oído el parecer de la Audiencia, dispuso que marchara á España el P. Valdivia á fin de que intercediese con el rey Católico y éste viese el medio de concluir con tamaños males.

 

 

CAPÍTULO XXIX

LA COMPAÑÍA DE JESÚS SE ESTABLECE NUEVAMENTE EN LA CAPITAL DEL PARAGUAY.

 

En el año 1605, el Ilmo. Sr. D. Ignacio de Loyola, sobrino del Santo de este nombre y obispo del Paraguay, escribió al P. Juan Romero amenazándole amistosamente de quejarse al Sumo Pontífice, al rey Católico y al General de la Compañía, si los Padres de ésta no volvían á la Asunción, en lo cual tenía tal interés, que no habría aceptado la dignidad episcopal á saber que se habían retirado definitivamente los jesuitas. Hallábase en el Tucumán el P. Romero cuando recibió esta carta al mismo tiempo que otras del General Claudio Aquaviva y del Provincial del Perú, en las que se ordenaba, á petición de las autoridades de la Asunción, que fuese á esta población el P. Marcelo Lorenzana con el P. José Cataldino, nacido en la Romanía, el cual había de ilustrar los anales de nuestra Orden por espacio de medio siglo con hechos gloriosos. Navegaron estos dos por el río de la Plata, siendo sorprendidos por una horrible tempestad, pues conviene advertir que allí no son las tormentas menores que en el Océano; volcóse la embarcación en que iban y fué un milagro que no pereciesen, salvándose á nado con ayuda de los remeros, y según es de creer piadosamente protegidos por el cielo. Y para que se vea cómo la Providencia suele allegar manjares aun en medio del desierto, les sucedió luego que, habiéndoseles corrompido los alimentos que llevaban, nada tenían para sustentarse durante el viaje, largo en demasía; entonces el obispo Loyola, que bajaba por el Paraguay en dirección á Buenos Aires, arribó á la orilla donde estaban los náufragos, á quienes abrazó, dando gracias al Señor que le concedía el ver en su diócesis los Padres de la Compañía, y proveyó de víveres con largueza. Después que los misioneros hablaron largamente con el Prelado, recibieron de éste un documento solemne en que les confería amplias facultades en las cosas espirituales, y se despidieron de él afectuosamente. El P. Tomás Filds, anciano virtuoso, había permanecido tres años solo y enfermo en la Asunción, manteniendo el crédito y estimación de la Compañía más con la pureza de vida que con las letras. Mas tan luego gue llegaron los PP. Lorenzana y Cataldino, en quienes competían la virtud y la ciencia, y fueron recibidos con aplauso de todos, comenzaron á prodigar el bien en todas las clases de la sociedad, según era más oportuno. El P. Cataldino se hizo famoso prontamente con esta ocasión: hallábase enferma de gravedad una señora de ilustre linaje y no la podían persuadir religiosos, canónigos ni legos á que recibiese el Viático, por hallarse convencida de que esto le aceleraría la muerte; el P. Cataldino venció su resistencia después de implorado con breve oración el auxilio divino, y así aquella matrona confesó sus pecados y comulgó devotamente. Los demás Padres no eran útiles tan sólo en la ciudad, sino en los pueblos de los indios, á los que iban por turno algún tiempo á causa de no haber en ellos sacerdotes. Como los misioneros se abstenían del vino y de mirar á las mujeres, se granjearon no leve respeto y eran llamados por los indios abstemios. Tanta prosperidad fué alterada por las vejaciones de que fué objeto el P. Lorenzana, vueltas después contra el causante de ellas.

 

 

CAPÍTULO XXX

OFENSA QUE RECIBIÓ EL P. LORENZANA Y CASTIGO DEL CULPABLE.

 

Subleváronse los indios establecidos en la parte superior del río Paraguay, matando á traición algunos españoles. El gobernador se dirigió á castigarlos llevando la tropa necesaria; mas torció el camino y penetró en el país de los guatos, gente pacífica y amiga de los nuestros; dió muerte á muchos y redujo más á la servidumbre, con los cuales entró en la ciudad cual si acabase de alcanzar una victoria esclarecida. Como llegase la temeridad de algunos ciudadanos á quererse apropiar los indios como esclavos y esto sin rebozo alguno, indignado el P. Lorenzana, primero en conversaciones privadas y después en el templo, censuró duramente tan cruel avaricia, afirmando que si no se restituía la libertad á los inocentes guatos, Dios vengaría la sangre derramada y las violencias cometidas. Diciendo esto desde el púlpito, un canónigo que era Tesorero de la iglesia gritó con voz estentórea que no siguiese adelante, sino que se retirase al punto á su casa. Llevó el P. Lorenzana esta afrenta con notable resignación; sin conmoverse ni decir palabra alguna, dejó á un lado el bonete y salió inmediatamente del templo. Apenas hizo esto, cuando el canónigo se arrepintió de su atrevimiento y confesó delante del público la injusticia con que había tratado á un varón lleno de Dios. Tales fueron los remordimientos de su conciencia, que no pudo tener sosiego en adelante y murió sin que pasara mucho tiempo. Ni aun así descansó su alma; después de enterrado el cadáver, se vió muchas noches que una sombra humana vagaba por el templo, llevando á rastras una cadena que se extendía desde el púlpito hasta el coro de los canónigos, doliéndose á voces de haber perseguido al P. Lorenzana. Este prodigio impidió más las violencias contra los desgraciados indios, que si hubiera concluido el sermón interrumpido dicho jesuita.

 

 

CAPÍTULO XXXI

MUERE EL P. PEDRO DE AÑASCO: SUS ALABANZAS.

 

Nació el P. Añasco en la ciudad de Lima; estando enfermo antes de su profesión religiosa, mereció que se le apareciera la Reina de los Angeles, quien le abrazó y prometió su amparo y favor para que entrase en la Compañía. Cuantas veces recordaba luego tan señalado beneficio, se le llenaba el corazón de alegría, pareciéndole de nuevo contemplar á la que antes vió con los ojos corporales. Cuando sus padres le reprendían por cualquier falta que cometiera, al instante se acogía á los pies de María y hallaba consuelo. Si alguna vez omitía sus oraciones á la Virgen, le parecía experimentar una desgracia por su negligencia. Deseando padecer por Cristo, daba cosas á sus criados y esclavos para que le abofeteasen sin compasión. Tres virtudes poseía en grado eminente: la oración, á la cual dedicaba todo el tiempo que estaba ocioso sin perder un momento; la obediencia, por la cual dejaba el descanso, el sueño y hasta la suavísima conversación con Dios; su profunda humildad, que le hacía desear con anhelo desprecios é insultos. En sus excursiones apostólicas por el Tucumán, se le vió muchas veces curar á los indios pestilentes úlceras, limpiar los gusanos y pus que arrojaban éstas, y emulando la virtud de San Francisco Javier, beber, en presencia de los bárbaros estupefactos al ver tan heróica fortaleza, vasijas llenas de podre y otras cosas fétidas arrojadas por las llagas de los dolientes. Sus continuos ejercicios eran besar las úlceras de los enfermos, socorrer á los que sufrían, dar alimentos á quien los necesitaba, dormir poco, orar mucho, azotarse cruelmente y anticiparse siempre á servir á sus compañeros. Dice Alegambe en su libro sobre los escritores de la Compañía, que habló nueve lenguas americanas. En cierta ocasión acarició con la mano un tigre feroz, cual si fuese un manso perro. Gracias á su intercesión sanó el P. Juan Romero de unas fuertes calenturas que padecía. Por espacio de quince años hizo muchas expediciones por el Tucumán, y convirtió innumerables gentiles. Murió en Córdoba el año 1605 el día 5 de Albril, y fué enterrado su cadáver con llanto general. Sobre su sepulcro oraron graves varones que conocían las virtudes que le distinguieron. El P. Nieremberg lo coloca fundadamente entre los más esclarecidos hijos de la Compañía.

 

 

CAPÍTULO XXXII

TRABAJOS DE LOS RESTANTES JESUITAS EN EL TUCUMÁN.

 

Según costumbre, los misioneros continuaban con ardor en sus tareas. El P. Darío en los alrededores de Córdoba; el P. Romero entre los rupices; el P. Gaspar Monroy en otro país, y los PP. Fernando Monroy y Juan Viana, que hablaban las lenguas lule, kaka y quichua, entre los omaguas, lules y los indios de Salta, procuraban la difusión del Evangelio, careciendo de lo más necesario, hasta el punto de que se daban por felices cuando podían dormir en una red colgada y cubrirse con vestido grosero de algodón; todo su alimento se reducía á trigo turco cocido en agua. No pasaré adelante sin hacer mención de la piedad de varias españoles, quienes proporcionaron víveres á los Padres, no obstante que residían muy lejos de éstos, á fin de que no pereciesen de hambre en medio de la barbarie. Verdad es que tampoco se olvidaban los misioneros de los españoles. Estando en la ciudad de San Miguel los PP. Juan Viana y Fernando Monroy durante los días de Carnaval, congregaron á los fieles en el templo para apartarlos de las diversiones locas; un joven que se oponía á esto comenzó á cabalgar delante de la puerta haciendo ruido; cayó al suelo y se produjo una herida cuya curación fué cosa de muchos días. Por entonces fueron llamados al Perú los Padres Fernando Monroy y Juan Angulo. Este fué el primer prefecto de las misiones en el Tucumán y desempeñó loablemente el cargo de comisario del Santo Oficio. El primero compensó la corta duración de sus empresas con lo mucho y bueno que hizo; ambos marcharon al Perú dejando excelentes recuerdos. Cuéntase del P. Fernando Monroy, nacido en Lucilos, pueblo del reino de Toledo, que cuando en cierta ocasión puesto de rodillas entrelazaba una corona para la Virgen, se vió de repente envuelto en llamas y salió ileso implorando la protección de María. Tales son los hechos más notables de los misioneros, quienes por espacio de veintiún años difundieron la fe antes de fundarse la provincia. No me opondré á que alguno los compare á las escaramuzas que tienen lugar al principio de las batallas; así ellos ensayaban sus fuerzas para luego trabar recio combate contra el demonio. Aquellos principios semejaban al embrión que se va desarrollando hasta convertirse en un perfecto organismo.

 

FIN DEL TOMO PRIMERO DE ESTA HISTORIA

 

NOTAS

150- El P. Ruiz de Montoya, en su Conquista espiritual del Paraguay, y otros escritores, dan al P. Lorenzana el nombre de Marcial; pero el P. Techo lo llama siempre Marcelo, sin que de ningún modo pueda explicarse esto, porque no haya en latín forma peculiar de dicha palabra: fieles á nuestro propósito de traducir fielmente el original, no hemos creído conveniente introducir variación alguna.– (N. del T.)

 

 

 

 

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