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Ticio Escobar

  TEXTOS VARIOS SOBRE CULTURA, TRANSICIÓN Y MODERNIDAD, 1992 - Por TICIO ESCOBAR


TEXTOS VARIOS SOBRE CULTURA, TRANSICIÓN Y MODERNIDAD, 1992 - Por TICIO ESCOBAR

TEXTOS VARIOS SOBRE CULTURA, TRANSICIÓN Y MODERNIDAD

Por TICIO ESCOBAR

Agencia Española de Cooperación Internacional/

 Centro Cultural Español Juan de Salazar

Asunción-Paraguay,

1992 (163 páginas)

 

Ilustraciones: Xilograbados del Periódico CABICHUI,

Paraguay 1867

Diseño gráfico: Osvaldo Salerno y Celeste Prieto

Este libro lo podrá adquirir en la librería del

 CAV/ Museo del Barro.

(Grabadores del Cabichui 2716 c/ Cañada – Tel.: 607.996)

 


 

PRÓLOGO: Si algo caracteriza a la obra de Ticio Escobar es su continuo estado de alerta frente a lo que acontece cada día en el mundo simbólico; frente a las sutiles y grandes transformaciones que se gestan en el imaginario social. No es un soldado de la tradición ni un asiduo cultor del vanguardismo, pero suele ser vanguardista sin proponérselo, así como un fiel promotor de la cultura popular. No de las tradiciones que se fosilizan y ponen al servicio del poder, sino de las que se renuevan día a día, asumiendo las complejas máscaras que le exige la «guerrilla semiótica» que deben librar contra la cultura de masas y el orden dominante para poder seguir siendo en el fondo las mismas. Después de todo, la tradición bien entendida no es lo que no debe nunca cambiar, sino lo que debe cambiar para no dejar a la cultura sin respuesta frente a los nuevos fenómenos.

Como legítimo hijo del Paraguay (desde donde se proyecta hacia América Latina con un manifiesto sentido de lo universal), Escobar no podía eludir las cuestiones más urgentes, dejar de contribuir con su ojo crítico al proceso democratizador que se aceleró de repente, activando fuerzas congeladas. Dicha tarea implicaba, por un lado, sentar las bases teóricas sobre las que se ha de construir aquí la cultura democrática, y por el otro, desmontar la triste parafernalia de la cultura autoritaria, de anclaje profundo en el país. Es que esta cultura se constituyó durante décadas no sólo desde la práctica del oficialismo sino, también, desde la de varios sectores de la oposición tradicional e, incluso, de las posiciones más contestatarias. Por eso, hoy habría que hablar de viejas y nuevas prácticas culturales, con independencia de las consideradas «buenas y malas» en términos políticos. Porque mientras existan sectores que sigan hablando «en nombre de», dejando al otro sin su palabra, no sólo debería ponerse al stronismo en el banquillo de los acusados, sino cuestionar toda forma de tutelaje y paternalismo cultural. Esta crítica debe permitir que los sectores populares sean comprendidos como sujetos que se expresan por sí mismos y por medio de sus legítimos representantes, y no como aquella entidad metafísica sobre la que se habla, y que justifica el discurso y las aberraciones del poder.

Con este propósito, Escobar pasa revista a lo que caracterizó a la «estética» oficial de la dictadura (torpes alegorías, fingidas conmemoraciones, la retórica decimonónica de los monumentos públicos, la carencia absoluta de imaginación, la adulteración de lo tradicional y lo auténtico, la caricaturización de lo popular y de la historia social, etc.), así como a las formas del kitsch eclesial que ayudaron a sellar ese tiempo inmóvil, a las complacencias de la cultura erudita y otras graves enfermedades del imaginario. Sin un hondo buceo en los esquemas ideológicos de la cultura del Estado stronista, ¿cómo se podría entender ese modelo a la vez retrógrado y desarrollista, nacionalista y entreguista, popular y oligárquico, indigenista y etnocida?. Desde ya, tal populismo (como casi todo populismo estético) desconoció siempre tanto el valor expresivo como la calidad artística de la producción simbólica popular. En realidad, ni siquiera atinó a tender un puente hacia ella, en tanto la visualizaba como un repertorio fijo de verdades petrificadas en un pasado original y remoto, que debería conservarse idéntico a sí mismo a cualquier precio. Con este sustancialismo filosófico, el populismo quería justificar su propia petrificación como régimen y negar el derecho al cambio. La contracara de este congelamiento no podía ser otra que la banalización extrema de la cultura popular, la folklorización para el consumo masivo de los mitos, la turistización del orden ritual. El arte no podía ser más que artesanía, así como la religión indígena y popular no podía constituir más que un conjunto de supersticiones que convenía manipular para ganar clientela. Este reduccionismo venía a facilitar el control político de un imaginario social al que veía también como un caldo de cultivo de la «subversión», es decir, de la oposición, de la crítica.

Ante el crucial tema de la identidad, Escobar no coquetea en absoluto con dicho sustancialismo de raíz romántica ni protesta por la corrupción de las tradiciones. Su actitud expresa plena confianza en las culturas populares, en su capacidad de resistir y resignificar su realidad desde una reserva simbólica, desde todo núcleo de identidad que cumpla una función cohesionante. Haciendo pie en el mismo podrá renovar sus repertorios formales, elaborar los nuevos sentidos que el grupo necesita en ese momento histórico, rechazar la penetración cultural y generar las estrategias para sobrevivir en la marginación y el olvido mientras no pueda salir de ellos, sorteando los intentos de manipulación y banalización de sus valores colectivos.

El vuelo teórico es constante en el pensamiento de Escobar, pero no se trata de un vuelo engreído de sí mismo ni de pretensiones exquisitas. El autor no pierde de vista que si se puso un día a escribir fue para remover las piedras del colonialismo cultural y la fascinación acrítica por los modelos extraños. De ahí la necesidad de echar continuamente cables a tierra, para orientar las prácticas cotidianas de todos los que se empeñan en concretar de diferentes maneras nuestra emergencia civilizatoria. Su no entrega a la erudición por la erudición misma viene a subrayarnos que la acumulación de conocimientos considerados universales no es el verdadero camino a la universalidad. Por el contrario, esto ha funcionado en América Latina como un modo de bloquear nuestro acceso a la universalidad, el que sólo puede darse mediante los aportes específicos que se hagan al acervo humano.

Es por eso que el conjunto de la obra de Escobar sirve no sólo para reinterpretar la historia del arte de América como una interacción sin exclusiones de las formas visuales, sino también (o sobre todo) para ir amojonando la teoría que nuestro arte necesita a fin de consolidar su independencia frente a las estéticas metropolitanas. Porque en verdad no hay arte sin una teoría del arte que sitúe las obras en un momento dado del espacio y el tiempo. Su abordaje a los temas del mito, la modernidad y las corrientes posmodernas tienen que ver con este propósito. Una teoría americana del arte no puede prescindir del mito, ni tomarlo como una ficción sin importancia. Bombardeado primero por el racionalismo (la misma razón se construyó a partir de la crítica a las expresiones consideradas mitológicas de Homero y Hesiodo) y luego por el cientificismo positivista, el mito y los lenguajes simbólicos en general pasaron a ocupar un papel subalterno en la construcción occidental del conocimiento. Criterio que por cierto se quiso imponer en América Latina, y que se hubiera impuesto de no ser por la rebelión de la literatura y el arte que reclamaron la legitimación de dicho lenguaje, como complementario y no como opuesto al discurso analítico. Es que hay verdades que escapan a la razón, que se sitúan en un más allá de la misma, y a las que sólo se puede acceder por la vía del mito y la expresión simbólica. En su defensa del mito Escobar llega a cuestionar el intento estructuralista, que se empeña en bucear el logos en las capas  profundas del mito, con lo que en definitiva se quiere reducir este lenguaje al otro lenguaje, en vez de reconocer su autonomía.

El cable a tierra fundamental de este libro es la cuestión de las políticas culturales que precisa el Paraguay de hoy, lo que implica concebir pro gramas globales que afirmen las bases de una cultura democrática y hagan posible el pluralismo y la participación. Se trata también de ganar para la cultura espacios y recursos que durante casi 35 años habían sido reducidos a su más mínima expresión. Se trata de repartir esos espacios y recursos en forma equitativa, de especializar a los agentes del cambio cultural e imbuirlos de una mística de trabajo sin la cual el fuego de la cultura queda reducido a juego o a mera burocracia pasatista. La democratización de los bienes culturales es sólo un punto, y no el más importante del proceso. Lo central es permitir que los distintos sectores gesten su propia cultura y la expresen con libertad en un diálogo fecundo. Ello no será posible sin un cuestionamiento de la dependencia, lo que no significa demonizar lo ajeno, o todo lo ajeno, sino de ir hacia lo ajeno con una actitud selectiva y crítica para tomar de otros modelos sólo lo que sirve para nuestro proyecto, adaptándolo a nuestras necesidades. Por eso critica Escobar a esa posmodernidad convertida en una nueva moda en la vanguardia que proclama el fin de las vanguardias pero que sobre todo pretende desmovilizarnos (inmovilizarnos) antes de haber salido de la dependencia de haber alcanzado el territorio de la libertad y de haber concretado nuestra propia modernidad periférica. Tal discurso viene en consecuencia a abonar esa actitud prescindente del neoliberalismo y el neoconservadorismo; esa postura que nos expone sin defensas a una nueva colonización, cimentada ahora en la revolución tecnológica y en una cultura globalizante que no hace más que banalizarlo todo con los recursos de la cultura de masas y la publicidad, cuando no -del peor kitsch, para hacer de nosotros no hombres afirmados en su identidad en el proceso histórico de su cultura sino consumidores homogéneos y acríticos de su producción material y simbólica.

Aunque quizá este pequeño libro no quede entre lo más representativo de la obra de Escobar, su lectura resulta necesaria a los que siguen de cerca su pensamiento, y sobre todo a los que en Paraguay quieren orientar su práctica cultural y artística en este momento histórico. La sed de teoría de la situación planteada lleva al autor a nuevas tours de force en conceptos que ya venía manejando, y que dan cuenta de una transición hacia formas más elaboradas de una teoría del arte que a pesar de ser social no ancla en el sociologismo, gracias a su profunda visión antropológica.

 ADOLFO COLOMBRES

Asunción, mayo de 1992.

 

ÍNDICE:

CULTURA Y TANSICIÓN DEMOCRÁTICA

- El lugar excluído

- Cuatro puntos sobre transición cultural

CULTURA Y MITOS

- Las otras máscaras

- Sobre la identidad, el mito y la diferencia

CULTURA Y MODERNIDAD

- Pre-capitalismo/Pos-modernismo

- Las vanguardias furtivas

 

 

Acerca de la letra "A"

Xilograbado del periódico CABICHUÍ,

Paraguay 1867

 

 

 

TEXTOS VARIOS

SOBRE CULTURA, TRANSICIÓN Y MODERNIDAD

TICIO ESCOBAR

 

CULTURA, MITOS

 

 

         LAS OTRAS MASCARAS

         (ACERCA DEL ANÁLISIS DE LOS MITOS)

 

         Supongo que cada estudioso de los mitos sabe, resignadamente y de antemano, que éstos están suficientemente protegidos contra la ingenuidad y la pedantería que supondría el intento de desentrañar sus significados últimos. La maraña de sus mil artificios, desde los cuales la realidad y el símbolo intercambian sus papeles y se reflejan, invertidos, avala la eficacia de la ficción y garantiza la ilusión -la verdad- de la escena.

         Sin embargo, en algún momento de cada acercamiento al mito aparece, inevitablemente, el empeño por rescatarlo de las brumas de su propio misterio y por dejar aflorar el mensaje que, supuestamente, en su interior anida. Cada teoría del mito trae aparejado un planteo de desciframiento. En principio, el intento es razonable y necesario (en cuánto sistema de símbolos, el mito puede ser interpretado, etc.); el problema surge cuando una propuesta posible de lectura pretende aclarar, de una vez por todas, el fondo turbio de "las palabras grandes". Antes se pensaba que mythos y logos eran adversarios irreconciliables y que, en el mejor de los casos, el primero era el antepasado prehistórico y mostrenco del segundo. Hoy, en general, se considera que ambos corresponden a ámbitos diferentes y complementarios y que cada uno explica lo que el otro no puede. Pero, a la hora de las interpretaciones, las teorías tienden a buscar la esencia del logos detrás de las apariencias del mythos, la "verdad" debajo de la ficción. Es decir, suponen que, en lo más profundo de los sucesivos estratos del mito, subyace un principio de razón cautiva que es deber de científicos rescatar. Interpretar el mito sería, entonces, recodificar en clave racional un relato absurdo, armar un rompecacabezas.1 Así, por ejemplo, los simbolistas tienden a descubrir el nombre secreto de las realidades sobrenaturales que el mito designa; los funcionalistas, a encontrar la finalidad social de la cual es cómplice y encubridor y los estructuralistas, a llegar hasta el suelo seguro de los arquetipos universales.

         Como el análisis de los mitos sudamericanos se ha visto más influenciado por las interpretaciones de corte levistraussiano, tomemos solos a éstas como modelo rápido (y, por ende, simplificado) del tipo de interpretación exhaustiva que interesa acá discutir.

 

         LA ESTRUCTURA AUSENTE

 

         Es indudable la validez del análisis estructural del mito: supone una vía posible de interpretación que, de hecho, ha dado resultado fecundos y abierto caminos nuevos. Lo cuestionable es la tendencia a cosificar la estructura y hacer de una estrategia operativa un postulado filosófico.

         Y es cuestionable, sobre todo, por ineficaz. Muy a menudo el propósito de alcanzar los significados del mito a través de una búsqueda paciente de la estructura última o primera, suele conducir al callejón sin salida de las tautologías o al reino sereno e inútil de los universales abstractos; con descubrir que la razón más profunda del mito (o de los estudios sobre el mito) es revelar la arquitectura del espíritu, exacta siempre y siempre idéntica, no se adelanta demasiado y se corre el riesgo de disecar la carne del relato y de desoír las resonancias de sus formas poéticas, reveladora es de muchas otras cuestiones.

         El intento de reacomodar el cuerpo esquivo del mito según ejes horizontales y verticales y de relacionar binariamente sus partes en oposiciones y correspondencias ha servido para remover prejuicios y demostrar el estatuto universal del "pensamiento salvaje"; ha movilizado la comprensión de muchos relatos y enriquecido la teoría antropológica. Cualquier fenómeno cultural permite aproximaciones basadas en recursos bipolares y, para su mejor análisis, puede ser recortado y rearmado de acuerdo a las diferencias y las similitudes de sus componentes básicos. Pero el método se convierte en trampa cuando se pretende que la figura geométrica trazada según las posibles relaciones que permita la materia de ese fenómeno, constituya su "verdadera verdad", su significado escondido. El intérprete debe ser capaz de imaginar categorías y redes que vuelvan comprensible el material confuso que enfrentan. Pero también debe estar atento para poder retirar a tiempo aquellos instrumentos y advertir que la estructura que encuentra enterrada en el fondo del mito no corresponde a su articulación más íntima sino al esquema que él mismo incrustara para asirlo mejor.

         Por eso, el intérprete no debería suponerse capaz de ir despellejando las intrincadas y sucesivas capas de significación social y de desprender, intactas, las nervaduras esenciales que las sostienen. Y no debería tener la soberbia de proponerse descender hasta el claustro último en donde se procesa la alquimia oscura del sentido, llenarlo de luz y leer íntegra, ávidamente, sus mapas y sus fórmulas secretas: mirar de frente al logos perdido sin despertar al salvaje de su sueño antiguo.

         Hablo de soberbia porque supongo que esta pretensión, mal que le pese, arrastra consigo un cierto prejuicio etnocentrista: no creo que a ningún crítico cultural se le ocurra seriamente descifrar hoy el "significado privilegiado" de, por ejemplo, una obra shakespeareana desarmando sus elementos constitutivos, reagrupándolos en columnas y enfrentándolos en parejas de conceptos como alto/bajo o derecha/izquierda. Aunque, ciertamente, tendría todo el derecho de echar mano de conceptos binarios como un recurso más de aproximación a la obra, sería discutible su pretensión de que tal recurso se convierta en un método capaz de inventariar y clasificar los fantasmas de Hamlet y de explicar las razones que los mueven y que traman el álgebra escondida del libreto.

         Las críticas que se han hecho hasta aquí a las posturas estructuralistas alegan su extremo formalismo: en su búsqueda del registro mate mático de los mitos, Lévi-Strauss y sus muchos seguidores ignoran los contenidos y los contextos históricos. En este sentido, tales posturas se diferencian tajantemente de las funcionalistas, que consideran que los sistemas míticos deben ser entendidos a partir de su papel de legitimadores del conjunto social y de factores de su cohesión y su buen funcionamiento. Sin embargo, hay un momento en la obra de Lévi Strauss que, paradójicamente, le acerca al funcionalismo. En las Mythologiques, se afirma que la finalidad del mito es proporcionar un modelo lógico capaz de superar una contradicción que está en la raíz de la vida social. De modo que analizar un mito es, según este supuesto, no sólo desenterrar el eslabón que hermana al pensamiento salvaje con el occidental en el sustrato último de la razón compartida, sino hallar la oposición social que necesita ser solucionada a través de aquel "modelo lógico". En este punto el estructuralismo sigue la tradición convencional que entiende al mito como un mensaje social cifrado, un lenguaje críptico y extraño que debe ser íntegramente traducido según los tranquilizadores códigos de lo entendible y lo razonable.

 

         LOS ANDARES DE LA METÁFORA

 

         Los estructuralistas también siguen el rumbo del análisis tradicional cuando desconocen las cuestiones de estilo y, por ende, las exigencias figurales impuestas por el género narrativo. Aunque reconozcan fácilmente que los tropos que componen el mito no son alegorías de significado fijo, de hecho, al descodificar las diferentes formas desde la armadura categorial de oposiciones y correlaciones, terminan por asignarles un significado unívoco y puntual (v.g., interpretaciones tajantes del tipo: "árbol significa mediación entre cielo y tierra", etc., que aíslan una de las posibles connotaciones del término y la erigen en significado privilegiado). La dificultad de asumir el nivel retórico del mito es, en verdad, un problema común de las ciencias sociales que se desesperan ante un hecho que funda su verdad en la ficción y no pueden comprender adecuadamente ciertas estrategias a través de las cuales la sociedad se autorreconoce y escenifica, se sustrae y se justifica. Encarar el mito (como se encara la ideología tantas veces) considerándolo un mecanismo tramposo que escamotea la "verdadera realidad", es perder de vista el potencial develador del lenguaje figurado, que enmascara y engaña por un lado para, por otro, intensificar los significados e iluminar flancos nuevos de comprensión. Suponer que toda interpretación equivale a una desmitificación y que exige desenredar los artificios de la palabra es desconocer que cualquier sociedad también se muestra ocultándose y se dice a través de sus silencios. (La cuestión es complicada porque en el mito, como en el arte, no hay una "verdad" de base sino que es el propio deambular de los significantes el que produce accesos a una verdad siempre en transformación, nunca capturable entera. El contenido está continuamente replanteado por ese movimiento de las formas que lo va constituyendo en su itinerario retorcido)

 

         UNA POSIBLE CONCLUSIÓN

 

         El mito no tiene un significado último sino que vertebra distintas constelaciones de significación que una sociedad genera para anclar su origen y conjurar el absurdo de la muerte, para nombrar el fondo, el detrás y el siempre; para rediseñar sus perfiles según una opción propia sobrepuesta y contrapuesta al modelo natural orgánico.

 

         UNA DISGRESIÓN

 

         Quizá todo este rodeo no sirva sino para justificar mi propia incapacidad de llegar hasta el final de un mito que escuché narrar hasta la obsesión y hasta el hartazgo; quizá intente ocultar el temor a perder la belleza de la palabra o del disfraz o a romper el hechizo de algún misterio para uno mismo necesario. Quizá. Pero la idea, caricaturizada por cierto, de desnudar al mito y desmontarlo como a una máquina para conocer el engranaje de sus tornillos y sus resortes suena tan inútil como la de desarmar una escultura buscando la intimidad de su expresión o el pulso de sus formas quietas.

 

         LOS OTROS SIGNIFICADOS

 

         Defender el secreto, cuestionar que el mito transmita mensajes exactamente descifrables no significa concebirlo como un texto bello y mudo o como un mero arabesco fabulatorio. No sólo para sus usuarios, llamémoslos así, sino también para sus sacrificados estudiosos, el mito abre un terreno de conocimientos para otras vías inaccesible: coloca a lo real en una escena otra cuyos artificios revelan momentos ocultos suyos. Utilizando disfraces y máscaras y desplegando los recursos de las luces y los espejos, descubre regiones invisibles a la mirada prudente del concepto. Y en medio del simulacro y de la impostación del drama, en plena confusión de sombras y de reflejos, hace aparecer de contrabando fuerzas oscuras no previstas en la trama; quizá desconocidos actores esenciales o sucesos y parlamentos que ocurren del otro lado.

         Lo que la revelación del mito pierde en claridad gana en vigor y en vehemencia, en la generosidad vital y dramática del exceso. Recupera el terreno perdido a través del atajo de los rodeos poéticos.

         El mito constituye, así, un modo específico de conocimiento: hay verdades a las que no se arriba a pesar suyo sino gracias a él. Para llegar a comprenderlas, dice Ricoeur, no habría que desmitificar es decir, anular el mito sino desmitologizar es decir, separarlo del logos para que actúe libre y plenamente según sus propio potencial noético.

         En resumen; los mecanismos míticos de conocimiento comienzan a funcionar allí donde terminan las posibilidades del discurso formalizable de la lógica. La cuestión del sentido, el tema de lo incondicionado, el deseo de la trascendencia y la necesidad de abarcar al mismo tiempo las muchas dimensiones que tiene lo real rebasan las posibilidades de la reflexión y dejan un excedente que no puede ser apresado con cálculos y definiciones sino sólo aludido a través de sugerencias, abordado indirectamente desde ambages, desvíos y acercamientos oblicuos.

         Son las características de este terreno sobrante, resbaladizo y escarpado, las que plantean problemas a la hora de intentar asir conceptualmente los significados míticos. La cuestión se complica porque ese sitio es no sólo inaccesible al razonamiento de la cultura a la que pertenece sino al de la cultura extraña que lo quiere estudiar. Por eso, el tema de la interpretación debe ser considerado en relación tanto con la sociedad que vive los mitos como con la que los observa ansiosamente desde afuera.

 

         LAS ÚLTIMAS MÁSCARAS

 

         Los mitos se ocupan de los interrogantes radicales de una comunidad: de aquellos que esperan una respuesta imposible. Desde sus narraciones, oscuras y densas, la silueta de lo infinito y de lo absoluto, el lugar del antes del principio y el del después del límite (el acontecimiento que ocurre fuera del tiempo) aparecen iluminados intensa y fugazmente para que el hombre pueda orientarse. Son furtivos puntos de referencia que permiten imaginar la forma y el rumbo de caminos esenciales. No se resuelven en evidencias claras y definitivas. (Los viejos sabios ishir dicen algo así como que el secreto es el aval del sentido).

         La cultura no admite el vacío: lo recubre con máscaras. Por eso, detrás de la última máscara aparecen siempre otras máscaras. En el fondo del mito hay un mito que obtura el hueco.

 

         EL SECRETO

 

         Merodeando el mito desde afuera, quizá se pueda hallar en la opacidad de su cuerpo inquieto rendijas breves que permitan entrever, fugaz mente, algún momento de una verdad que ya ha pasado, algún aspecto del todo sustraído. Parece imposible reconstruir el conjunto a partir de esas imágenes entrecortadas. Es cierto el mito cobija siempre un deseo que convoca el todo; para evitar fisuras que dejen filtrar el caos, acechante siempre, cada sociedad necesita dar explicaciones íntegras. Y lo que no puede explicar, inventa (es decir, lo que no puede explicar con discursos explica con figuras: con mitos y ritos, con formas artísticas). Pero esas totalidades, esos grandiosos andamiajes de sentido, mal pueden guarecer o mostrarse completos a quien se encuentra detrás del muro. (El todo es siempre una construcción metafórica; funciona, por eso, sólo desde dentro del mito).

         Ahora bien, el secreto entero no sólo se halla resguardado por los artificios del simulacro y el cerco de la diferencia sino por su ubicación en aquella ya mentada zona fantasma en donde no puede adentrarse el concepto. Es entonces cuando se intentan lanzar redes desde el lado iluminado: categorías y esquemas que crucen la frontera para conquistar ese dominio nocturno, delimitar ordenadamente sus territorios, disipar sus sombras y liberar a la razón para que dé una versión fiable y clara del todo.

         Una vez más, la cuestión no es fácil. El reino de los mitos está poblado no por signos convencionales sino por símbolos; sólo éstos tienen la flexibilidad requerida para perseguir el contorno ambiguo de los deseos fundamentales y la plasticidad necesaria para expresar simultáneamente los muchos tiempos de la naturaleza y de la historia. Maleables, preparados para albergar significaciones plurales, los símbolos se acomodan con facilidad a los esquemas interpretativos que se les imponen. Pero, con la misma predisposición con que admiten un enfoque, pueden acoger un número infinito de otros. Por eso, el trayecto de ninguna interpretación unilateral puede cubrir totalmente la extensión incierta y desigual ocupada por los símbolos.

         Pero también por eso, y sirva este hecho de descargo para los esforzados y vapuleados analistas del mito, cada teoría da relieve a un vector que, tenido por único, resulta insuficiente pero, sobrepuesto al conjunto de las otras rectas subrayadas, ayuda a conformar una cuadrícula de líneas cruzadas sobre la que se va tramando la vacilante teoría moderna del mito pre moderno (o del posmoderno, tan antiguo y tan reciente).Es justo reconocer que sólo puede criticarse tal o cual postura desde una concepción más compleja del mito que esa misma postura ayuda a construir. Así, aunque difícilmente el mito pueda ser comprendido sólo a partir de una de las direcciones que lo surcan, indudablemente es también, y entre otras cosas, signo de lo sagrado, factor de cohesión colectiva, sistema de comunicación, cosmovisión, estructura, etc., tal como lo quieren Eliade, Durkheim, Mauss, Dumézil, Lévi-Strauss, etc., por citar al azar, y a modo de mero ejemplo, nombres relevantes en la investigación del mito. Y puede significar también, y entre otras muchas otras cosas, cada uno de los momentos a que conduce cada itinerario trazado para colonizar sus terrenos bárbaros.

         Entonces, a través del prisma del mito, pueden delinearse diferentes siluetas de lo social, borrosas siempre, distintos registros del pensamiento difícilmente binarios siempre, variadas versiones del cosmos, pero la cifra del enigma nunca será revelada: lo que hace el mito es, precisamente, renovar las incógnitas para expresar a su modo que, impregnada de lenguaje, la realidad es algo complejo y múltiple, que tiene trasfondos y entradas invisibles, que está habitada por energías que le sobrepasan y le cargan de espesores, de ecos y de sombras.

 

Asunción, Agosto de 1.991

 

 

SOBRE LA IDENTIDAD, EL MITO Y LA DIFERENCIA

 

         Han corrido tantas palabras y se han gastado tantos sueños desde aquellos momentos heroicos en que América Latina descubría, asustada y complacida, el derecho a decirse y ser nombrada en forma diferente, que hoy suena casi cándido traer de nuevo a colación el tema de su identidad.

         Pero, por eso mismo, la cuestión se vuelve interesante. E implica un reto tratarla cuando los grandes conceptos que la cobijaban se hallan quebrados o perdidos. ¿Quién se atreve hoy a invocar el aval de la nación, la clase, el pueblo o la tribu, vocablos “identificatorios”  por excelencia, en un presente que descree de los grandes discursos homogéneos y piensa en clave de fragmentos y de residuos?. Cuando términos como “dependencia cultural”, o “contracultura”, funcionan más como ocasión de nostalgias que como conceptos operativos, nos damos cuenta que ha llegado el momento de buscar el fundamento de la identidad en lugares nuevos.

         El tema de la identidad cultural latinoamericana nace hacia la década del 20 en los terrenos del arte y ya no abandona la escena de los quehaceres críticos y creativos. Esta obsesión es razonable; (auto) definidas como dependientes, las culturas latinoamericanas debían argumentar constantemente su especificidad y justificar su propio rostro frente a los poderosos paradigmas extranjeros. El «Ser Nacional», concebido como una sustancia compacta y homogénea, y «Lo Latinoamericano», planteado como su proyección a escala continental, servían como eficientes alegatos en pro de las identidades locales. Cada cultura nacional era comprendida como la diferencia específica de una supra identidad construida desde un mismo pasado indígena y colonial, a partir de similares condiciones de dependencia y detrás de un sólo sueño. De un lado, América, morena e idéntica a sí misma, luchando por imaginar su esencia profunda; del otro, un conquistador abstracto que va modernizando sus arcabuces y sus codicias.

 

         LA IDENTIDAD DEL MITO

 

         Lamentablemente, hoy debemos ridiculizar utopías que a veces fueron fecundas. La cultura es ingrata: necesita profanar sus mitos para renovarlos.

         La modernidad es obcecada: no admite que para asegurar el triunfo ilustrado del logos sobre el mythos precisa de otros mitos. El «ser nacional», la «sustancia latinoaméricana», el pueblo indiferenciado, el indio de bronce y la Identidad con mayúsculas sirvieron (tanto como las figuras de «madre patria, o de «progreso») como armazones de sentido, como inevitables marcos de orientación y de referencia: como ideas, por un tiempo al menos, sustraídas al tiempo.

         Un problema surge cuando esos mitos, creados para funcionar en el interior de una sociedad, un sector, una institución o un grupo se extrapolan a otro grupo, institución, sector, a la sociedad entera o a otras sociedades. (P.e., cuando los militares o la Iglesia o las metrópolis pretenden que sus mitos, de vigencia circunscripta, rijan para todos). La hegemonía tiene razones que la Razón bien conoce y nos hace herederos forzosos de formas ajenas, hermosas a veces.

         Otro problema aparece cuando el mito pierde vigencia: misteriosas atmósferas de la historia, amanecidas cualquier mañana, disuelven alguna máscara o empañan un espejo esencial. Entonces el hechizo queda roto y aparece, obscenamente, el resorte de las metáforas sagradas.

         Para el pensamiento ilustrado, desmitificar es lo mismo que desmistificar. En contra de esta posición, ahora se tiende a considerar a la ficción no como una mentira que debe ser descubierta sino como un rodeo que descubre accesos nuevos. Y cuando hablamos de «desmitificar», lo que hacemos, en realidad, es renovar ficciones: delatamos el estatuto mítico de un Gran Discurso, vuelto obsoleto, para crear otras imágenes y otros signos que lo suplanten en la tarea de nombrar los absolutos inaccesibles al discurso.

         Vistas así las cosas, es posible entender que nuestras flamantes verdades sean, en realidad, nuestros mitos de mañana. Y que la democracia que hoy buscamos y la tolerancia que invocamos constituyan nuestras más recientes utopías: quizá las mezclas confusas y los fragmentos, hoy por todos amados, sean los pedazos que parchen y encubran las nuevas totalidades. Pero no nos apuremos demasiado en desmitificar: para bien o para mal, los mitos se desnudan solos cuando llega el tiempo y, puntualmente, aparecen las nuevas máscaras en algún otro lado de la escena. Mientras tanto, ninguna cultura corre el riesgo de llamar por su nombre a los mitos que aún necesita.

 

         EL MITO DE LA IDENTIDAD

 

         Nos alejamos mucho del tema de la identidad. Pero hay terrenos confusos a los que es más prudente acercarse por rodeos. Y, en gran parte, el ámbito de la identidad es un subsuelo oscuro en donde se desarrolla continuamente la querella de lo real y lo simbólico; es la trastienda en donde se fragua la representación, el detrás de la escena en donde acontecerá el mito.

         Enlacemos los temas. ¿Qué pasa con el término «identidad» una vez cuestionados los grandes conceptos míticos que lo fundamentaban (Pueblo, Nación, Comunidad, Clase, Territorio, etc.)? En principio, como meta-concepto unificador ya no se sostiene. Pero el mismo hecho de que se cuestionen las totalidades omnicomprensivas hace que la cultura contemporánea aparezca de nuevo obsesionada por la cuestión del Otro. Entonces se vuelve necesario volver sobre los temas de la alteridad y la diferencia, de la particularidad y la subjetividad, de los imaginarios colectivos y las representaciones: del contorno del rostro ajeno en parte inventado por él mismo y en parte por mí trazado. Los temas referidos a la identidad, en pocas palabras.

         ¿Necesitarnos acá de nuevos mitos para llenar el vacío imaginario dejado por los anteriores? Dejemos prudentemente de lado es ta pregunta. Por de pronto, necesitamos redefinir conceptos para que nos sean operativos y sirvan para elaborar las cuestiones nuevas que nos preocupan.

         Un resumen breve, y, como tal, inevitablemente arbitrario y simplificador, de diferentes conceptos de identidad puede ayudar a exponer esa redefinición.

        

         a. LO MISMO

        

         Un primer concepto, que podríamos llamar «ontológico, de la identidad entiende a ésta como configurad á en torno a determinadas notas sustanciales: una comunidad se define específicamente por señas características que le marcan y que producen en sus miembros la conciencia de su distinción.

         La identidad de un grupo queda determinada por su lengua, su ocupación territorial, su ubicación de clase en la trama social, su historia común, etc. Este conjunto de notas es elaborado internamente por el grupo a través de representaciones que constituyen el correlato simbólico de su serie de posiciones objetivas. Según este punto de vista, es común entender lo latinoamericano como el producto de situaciones geográficas, sociales, económicas y políticas comunes que uniformizan su historia y sus proyectos y se resuelven en un estilo cultural único. Por ejemplo, tanto la presencia de culturas indígenas, como un modelo colonial compartido y similares mecanismos de dependencia cultural, habrían dado por resultado un inconfundible aire de familia a su quehacer artístico (tendencia al barróquismo y a la exuberancia o, en el otro extremo, al geometrismo, intensidad en el uso del color, simplificación espacial, vehemencia expresiva, preferencia por temas sociales e indígenas, etc.).

         Se parte de este ejemplo porque, según queda señalado, el primer intento sistemático de subrayar la identidad de la cultura en América Latina apareció en el ámbito de los haceres artísticos. Las posiciones renovadoras, impulsadas por movimientos modernos que traducían o imitaban las posturas de las vanguardias europeas, reivindicaban con la misma convicción la ruptura con las formas tradicionales y el derecho a la especificidad local.

         Paradójicamente, esta naciente modernidad recurre a imágenes y argumentos ya por entonces perimidos. Por un lado, el riguroso canon moderno que establece la rápida caducidad de los ismos debe ser continuamente violado por las circunstancias de una historia que exige echar mano de elementos variados independientemente de su vigencia en las metrópolis de origen (este hecho ya ha llevado a algunos teóricos a hablar de una suerte de posmodernismo propiamente latinoamericano). Por otro, el concepto de identidad utilizado era francamente pre moderno. La verdad es que el principio ontológico (A = A) que subyace en los discursos sobre el tema no varió demasiado desde las parmenídicas premisas de la razón identificatoria, aquel escueto juicio ens est ens que sacrificaba toda multiplicidad en el altar de lo idéntico.

         Este holocausto congela las oposiciones e impide que ellas puedan resolverse. (El principio de la No Contradicción y el del Tercero Excluido son inseparables del de Identidad). Por eso, la teoría del arte latinoamericano se encontraba a menudo embretada en el callejón sin salida de disyunciones absolutas: presionada a optar entre la dependencia cultural o el atraso, se ha detenido demasiado ante falsas alternativas que han dejado más culpas y recriminaciones que resultados concretos.

        

         b. LO OPUESTO

 

         Esta concepción de la identidad no podía, pues, solucionar problemas acuciantes para su tiempo; debía ser renovada. La identidad sustancial es, entonces, denunciada como mito y condenada.

         El nuevo modelo de identidad aparece basado no en la esencia estable de un término solo sino en su confrontación dinámica con otro. La identidad se define desde la oposición: el rostro de uno se presenta y se representa desde el rodeo ineludible de la alteridad. Las contradicciones ya no quedan separadas por el aut inconciliable de la metafísica sino que se resuelven a partir de procesos dialécticos. El artista latinoamericano ya puede nombrar su historia sin renunciar al bien nutrido stock de las formas universales; puede estar al día sin ser un renegado.

         Además, la asunción del juego de las oposiciones, así como la comprensión de una lógica de las resoluciones que prevé un sentido para aquellas, permite ordenar binariamente realidades hasta entonces confusas: así, por ejemplo, la cultura popular se opone a la erudita (o bien, la cultura dominada a la dominante) dentro de esquema unidireccional y racionalmente orientado. Es decir, cada identidad ya no es considerada estáticamente sino en relación conflictiva con otra, pero esa confrontación llevará necesariamente a una otra identidad perfeccionada que a ambas supera y redime. Entre las formas propias del arte latinoamericano y las de las metrópolis (así como entre los términos de otras parejas modernas mal avenidas: arte/sociedad, arte/vida, arte/razón, etc.) existe un pleito esencial que debe ser dirimido, Pero el happy end ya está escrito: si las cosas están bien encaradas se producirá una síntesis que subsumirá los dos polos anteriores en un momento mejor. Y así sucesivamente.

         Ya sabemos lo que pasó ante la conciencia de que el momento mejor nunca terminaba de llegar: los movimientos comenzaron a empujar cada vez más rápido hasta terminar por descalificar a sus vanguardias, descreer de sus utopías y arribar a la conclusión que la historia evolutiva, la Idea autorregulada y el Gran Todo son puros mitos de los anticuados modernos.

 

         c. LA DIFERENCIA

 

         Ahora resulta más fecundo entender la identidad como resultado de posiciones variables antes que de una oposición fundante y definitiva. La identidad se juega, así, en muchos frentes: es una noción inestable formada (y deformada) a través de enfrentamientos realizados simultáneamente en lugares distintos.

         Por eso, cada posición de cada una de las tantas (id)entidades culturales que bullen en América Latina no se establece de una vez y para siempre y de cara a un adversario prefijado: se configura en relación con otras fuerzas culturales con las que choca, se alía o se cruza, con las que trafica metáforas y conceptos, mantiene lindes ambiguos y comparte territorios híbridos.

         Ya no existe un libreto cierto de la historia: la conquista de la identidad supone siempre un riesgo; puede terminar en cualquier lado, puede resolverse o no, puede tener una solución feliz en un nivel y una desdichada en otro.

         Ya no existen vencedores ni derrotados. Ni existen actores con papeles fijos, ni se da por descontada la forzosa omnipotencia del amo ni la impotencia destinada del esclavo. Esta incertidumbre garantiza un alivio y esgrime una amenaza: así como una cultura ocupada puede fortalecer su identidad nutriéndola con los mismos símbolos invasores, cualquier posición hegemónica puede indigestarse con las formas usurpadas. Sistemas culturales aparentemente arrasados por la modernidad sobreviven saludablemente a las sombrías predicciones de los apocalípticos y al peligroso entusiasmo de los integrados, mientras que ciertas, supuestamente todopoderosas, imágenes imperiales languidecen desgastadas por el tedio de las sociedades saciadas.

         Ya no existen límites tajantes que separen los dominios de la cultura popular de los de la cultura ilustrada o la de masas. Signos trashumantes, crecidos en patria de nadie, deambulan por regiones diferentes cruzando al azar sus terrenos y traspasando fronteras ausentes. Aquel custodiado reino del Genio y de la Forma se halla profanado por imágenes espurias. Aquel recinto virginal, sagrario de tradiciones auténticas y de puras esencias, se encuentra contaminado por signos impuestos y por recuerdos robados.

         Esta mescolanza fecunda marca nuestro actual concepto de lo cultural. La identidad se recorta hoy de diferentes maneras para desprenderse del fondo indiferenciado y bullente que le condiciona: a veces se necesita apelar a la memoria entera para sentirse uno mismo con otro; a veces basta pronunciar un acento exacto, reconocer una parca seña o recordar la presencia efímera de algún sabor compartido.

         Enfrentados a la sociedad nacional en situaciones muy variadas, desventajosas siempre, los indígenas entienden de estas cosas; saben que, para conservar el rostro, deben usar máscaras distintas y re imaginar su perfil de muchas maneras. Los guaraníes amplían o restringen el concepto de identidad graduando la extensión del pronombre «nosotros»: ñandé incluye al interlocutor, oré, lo deja afuera. De allí se parte: cada vocablo tiene una presencia tan fuerte que las reglas de lo uno y de lo otro se definen de entrada. Un chiripá guaraní de Acaraymí (aldea situada a pocos kilómetros de Ciudad del Este, esa Babel capitalista que mezcla mil naciones) frente a un coreano o un brasileño me incluye, ante un mbyá me separa. En ciertas circunstancias, vincula su identidad a la de los mestizos guaraní parlantes para diferenciarse de los indígenas chaqueños, que hablan otros idiomas; en otras, se siente identificado con éstos por oposición a «los paraguayos», vocablo que comprende al mestizaje rural. («Ustedes, los blancos», me dijo una vez sin rencores un viejo shamán chiripá. Le repliqué el adjetivo confrontando mi piel con la suya, igual de morenas ambas. Sonrió cortésmente y habló de otras cosas).

         Los chiriguanos conforman un grupo guaraní que, desde la colonia, vive en el Chaco paraguayo, hábitat extraño a sus asentamientos originales. Su gran fiesta anual, el Areté Guasú, que parte de ceremonias agrícola-propiciatorias e integra complejos rituales de culto a los antepasados, es un resumen de diversas tradiciones guaraníes, coloniales y andinas. Realizado en un aldea situada a dos kmts. de Mariscal Estigarribia, un poderoso puesto militar, y rodeado de misioneros, estancieros, indígenas extranjeros, obrajeros, cazadores y aventureros varios, el Areté Guasú, sin menguar en nada su potencial expresivo y su magia antigua, se ha convertido en un gran festival de la diferencia. Las máscaras de maderas de samuhú o de pieles salvajes y plumas sagradas se completan con anteojos oscuros, guantes de motociclistas, fotografías de candidatos electorales o artistas famosos; los altos bonetes cónicos, herederos de los autos sacramentales españoles, se adornan con colas de crótalos, medallas y escapularios católicos; distintivos militares, pezuñas de ciervos, calcomanías, amuletos shamánicos, escarapelas patrias y colmillos feroces. Pero el Areté Guasú también se enriquece con participantes nuevos que se meten en el rito buscando metas distintas: buscan diversión quienes lo acoplan al carnaval criollo; nuevos modelos de evangelización, los curas posconciliares. Buscan ocasión de buenos negocios las prostitutas, los contratistas y los vendedores ambulantes; argumentos y trofeos, los estudiosos; excusas para controlar mejor, los militares. Al final, esa escena polvorienta de disfraces y de sombras da la oportunidad a todos de enmascarar el deseo propio con el rostro ajeno; cada quien vive el rito a su manera. Los chiriguanos saben eso. Y durante los tres días que hoy dura la gran fiesta, ellos la llaman Ñande Areté Guasú entre los participantes, sean éstos indígenas, paraguayos, mennonitas o bolivianos. Por la noche las máscaras son arrojadas al cementerio. Al día siguiente se desmontará la escena y la identidad allí representada se cerrará de nuevo; cada cual se llevará la insignia que le conviene.

 

         UNA CONCLUSIÓN POSIBLE

 

         Nuestro tiempo hace gala de cierto cinismo (heredero de la Ilustración, mal que le pese). Quizá esta actitud sea resultado de ese confuso clima de malestar que caracteriza a todo momento que se siente pos-otro momento. Tal vez la misma ambigüedad del presente hace que tal actitud esconda otras posturas, como el pudor que impide nombrar las utopías nuevas o el comprensible miedo de hablar de nuestros propios mitos. Lo cierto es que ahora gozamos del derecho a un saludable oportunismo que nos permite, sin muchas culpas reconocidas, echar mano de retazos, saquear ruinas, cancelar compromisos con la historia, beber de remotos pozos oscuros y habitar presentes cerrados, Por supuesto que este bricollage, este paciente proceso que busca reorganizar identidades nuevas con desechos y reliquias, es tarea de toda cultura. Pero ahora estamos a fines de siglo y de milenio (y, para algunos, a fines de ozono y de verde) y debemos hacer los grandes balances e inventarios de rigor. La tarea exige un enorme esfuerzo: requiere de un acopio extraordinario de lucidez y termina por dejarnos alertas y desvelados; perversamente conscientes de procesos culturales que deberían transcurrir más naturalmente; presas de una inercia crítica difícil de detener. (No en balde muchos creen que si el resorte último de la modernidad es la crítica, el posmodernismo sería una suerte de suprema autocrítica suya: la razón ilustrada vuelta sobre sí misma). Toda esta situación justifica, o explica al menos, el oportunismo más arriba nombrado.

         Una de las mayores críticas que se hace a la cultura moderna recae sobre, el propósito suyo de homogeneizar los símbolos del planeta en el molde único de su propio deseo. Este cuestionamiento supone la defensa de las alteridades: de las identidades diferentes. Y acá entra a tallar lo del oportunismo; la constitución de las identidades ya no es asunto de fundamentos ontológicos ni de imperativos éticos sino cuestión de estrategias. Para afirmarse como tal, cada cultura inmersa en el enjambre de símbolos y de fuerzas de poder debe ingeniarse para sobrevivir y debe echar mano de todos sus recursos para crecer. Su carácter proteico le ayuda: puede asumir contornos diferentes, mimetizarse, disgregarse y unirse según su mejor provecho.

         Por eso, si más allá de sus enormes diferencias, ciertos sectores culturales de América Latina lo consideran ventajoso, deberían recalcar sus afinidades, buscar consensos, integrar problemas comunes, imaginar proyectos conjuntos y hasta, por razones de conveniencia epistemológica o política, presentar un contorno solo cuando pareciere útil para fortalecer posiciones o proteger nuestros recién nacidos mitos.

         Los antiguos chamacoco, indígenas habitantes del Gran Chaco Paraguayo, conseguían el título de palóta (cacique) cuando habían acumulado las identidades necesarias para liderar satisfactoriamente una horda nómade. Un buen jefe debía haberse ganado los títulos distintivos de hábil cazador, guerrero valiente, convincente orador y negociador astuto. Hoy, los nuevos caciques deben asumir otras identidades. Bruno Barrás, actual palóta de un grupo chamacoco, habla, aparte del suyo propio, cinco idiomas, colecciona varios nombres ganados en bosques, aldeas y ciudades y confiesa orgulloso que, además de la rigurosa iniciación ritual de su comunidad, recibió, sucesivamente el bautismo católico, el protestante y el mennonita. Sabe que, para cuidar su identidad y la de su gente, hoy debe estar munido de varios pasaportes. Su pueblo de antiguos cazadores itinerantes se ha vuelto en parte agricultor y en parte jornalero. Los chamacoco que él lidera utilizan radios y grabadores, caminan hasta Bahía Negra, ubicada a 25 kilómetros de su aldea, para hacer llamados telefónicos y sueñan con motocicletas propias. Pero cuando cae la noche, narran, en susurros y mirando las fogatas, las historias de antes del tiempo. Y ante una señal invisible, se hunden en la selva y buscando su identidad más profunda, borran sus rostros con máscaras, se cubren de pinturas, de plumas y de gritos, se desnudan de sus identidades y se convierten en dioses y en pájaros extraños.

 

Asunción, noviembre de 1.991

 

 

 

NOTAS

 

(1) Por supuesto que no siempre es así, por eso acá se habla de tendencias, cada postura aporta la verdad de su punto de vista y se expone a los riesgos de sus flaquezas. Nombramos primero a éstas, que surgen, como queda dicho, generalmente en el momento de las interpretaciones, para señalar más tarde los sucesivos aportes que enriquecen la comprensión teórica del mito.

 

Acerca de la letra "L"

Xilograbado del periódico CABICHUÍ,

Paraguay 1867

 

 

 

 

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