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Ticio Escobar

  IGNACIO NUÑEZ SOLER - Textos TICIO ESCOBAR - Curaduría OSVALDO SALERNO


IGNACIO NUÑEZ SOLER - Textos TICIO ESCOBAR - Curaduría OSVALDO SALERNO

IGNACIO NUÑEZ SOLER

PROYECTOS CULTURALES - ARTISTAS DEL MERCOSUR

LIBROS PARA MUSEOS DE AMÉRICA

Textos TICIO ESCOBAR

Curaduría

OSVALDO SALERNO

 

 

 

Este ejemplar forma parte de la edición destinada al Proyecto Cultural - Libros para Museos de América, que consiste en la donación a 48 museos, asociaciones de amigos de museos e instituciones culturales del continente de las publicaciones del Grupo Velox para que las vendan a su total beneficio, y permitir a la vez al público interesado el acceso a las mismas.

 

Dirección Editorial

Departamento de Promoción Cultural del Banco Velox

Coordinación Académica

Ticio Escobar, Osvaldo Salerno

Coordinación Editorial

Roberto Amigo

Coordinación Gráfica

Verónica Martorell, Florencia Profumo

Asistencia

Ana Herrera Vegas, María Laura Rosa, Lionel Wainsztok, Félix C. Lucas

Reconocimiento especial del editor

Al Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro, Asunción, Paraguay, por el generoso apoyo durante la preparación de esta publicación.

Agradecimientos

Justo Pastor Benítez Colnago/ Estela de Morel/ Regina Duarte/ Blas Morel/ Hilario Vera/ Vera Albuquerque.

COPYRIGHT BANCO VELOX

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723

I.S.B.N. 987-9291-09-3

Obra de Tapa

Un domino en Itá Enramada, 1964 (detalle) óleo sobre tela, 68 x 85 cm

C.A.V./ Museo del Barro. Asunción

Obra de Contratapa

Historia de mi vida, c.1980 (detalle) óleo sobre madera, 21 x 213 cm

C.A.V./ Museo del Barro, Asunción


 

 

La confraternidad y la paz, 1959

óleo sobre tela, 124 x 73 cm colección Ignacio Soler Blanc, Asunción

 

Casa de la familia de Dolores Jovellanos de Soler en donde yo nací 1891

Año 1982 

óleo sobre madera, 49 x 70 cm

colección Teresita Jariton, Asunción

 

 

 

IGNACIO NÚÑEZ SOLER

por TICIO ESCOBAR

 

 

I. A MODO DE BIOGRAFÍA

 

1. LOS DOS CAMINOS

 

El padre de don Ignacio Núñez Soler fue un hombre destacado: proveniente de una familia encumbrada, periodista, abogado y político eminente; don Adolfo Rufo Soler Jovellanos había nacido en 1869, en pleno transcurso de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). Se desempeñó como diputado en 1903 y actuó como uno de los principales impulsores de la revolución liberal del siguiente año. Entre 1905 y 1907 ocupó los cargos de Ministro de Hacienda y de Relaciones Exteriores durante el gobierno liberal. Fue creador del Banco de la República y coprotagonista del famoso protocolo de paz con Bolivia conocido como "Soler- Pinilla" (12 de Enero de 1907). La madre de don Ignacio se llamaba doña Ascensión Núñez. Había nacido en 1864, procedía de ascendencia humilde y era originaria de la sureña población de Pilar, en cuyas inmediaciones los Soler tenían una estancia; allí comenzó a trabajar Ascensión. Encariñada con ella, doña Dolores Jovellanos de Soler, la trajo consigo a la capital, en donde conoció al joven Adolfo Rufo. De este encuentro nació Ignacio el 31 de julio de 1891. Posteriormente, don Adolfo Rufo Soler contrajo matrimonio con Carmen Wasmosy. Murió en Buenos Aires en 1925. Doña Ascensión Núñez murió en su casa de Asunción en 1906. (1)

La Guerra de la Triple Alianza había dejado un país en ruinas; Núñez Soler creció en la frontera difícil de dos siglos: terminado el uno con rencor y luto, y el otro iniciado con injusticias nuevas. Esos conflictos curtieron su mirada pero no menguaron su contento porfiado, ni declinaron sus ganas vigilantes ni su segura esperanza. No de otro modo se explica el regocijo de tanta imagen que celebra la fiesta colectiva y apuesta, con ganas, al triunfo de la solidaridad humana.

Pero la historia de don Ignacio también parte de otro cruce arduo: el que traza su ascendencia bifurcada. Nacido entre dos mundos, compartió con fuerza la historia sencilla de su madre, vivieron juntos hasta la muerte de ella. Esta preferencia se muestra clara en el hecho de que firmara como pintor invirtiendo el orden de sus apellidos. Decía que su madre dibujaba bien y que supo despertar en él el interés por la imagen. Nunca expresó aversión alguna hacia su padre, pero durante su temprana militancia radicalmente antiliberal, en su fuerte vocación libertaria, pueden seguirse las de la callada oposición a esa figura poderosa. "Siendo casi un niño, en 1906, ya me integré a las primeras luchas sindicales", dice en una entrevista, "los liberales cívicos estaban en el poder y eran Elías García, Jefe de Policía, y Adolfo R. Soler, mi padre, Ministro de Hacienda. Y empezaron los roces con el gobierno...".(2) Y en un escrito fechado en 1922, aunque no cite a su padre, condena con duras palabras el gobierno que el mismo ayudare a instaurar y que integró luego, calificándolo de “criollismo político, saturado de vergüenza e ignominia, que desde 1904 a esta parte asoló y ensangrentó el país". (3)

Fueron sus hermanos matemos, Manuel y Tomás Núñez Rolón, carpintero el uno y el otro pintor. Ellos le acercaron el "ideal revolucionario", invocado siempre con pasión por el artista aunque hubiere cesado ya su militancia. El año de la muerte de su madre -año que marcó su vida y aprisionó el tiempo de harta obra suya- Núñez Soler comenzó a asumir la causa sindical que le llevaría luego a la decidida militancia anarquista. Trabajó en la constitución del sindicato de carpinteros y de pintores; en 1916 fue uno de los fundadores de la Asociación Primero de Mayo y, luego, del Centro Obrero Regional del Paraguay (C.O.R.P ), institución de la cual llegó a ser Secretario General en tres oportunidades diferentes. Su fervorosa militancia le causó infortunios varios; transcribo su propio testimonio al respecto: "estuve desterrado cuatro o cinco veces. También estuve confinado y conocí la cárcel. Llegué a hacer huelga de hambre en prisión cuando el gobierno del Cnel. Rafael Franco". (4)

Su hermano Tomás le acercó otra pasión que animó su vida: la pintura.(5) Posiblemente en forma elemental, conocía aquel el oficio de los óleos a partir de la enseñanza de dos pintores europeos instalados en Asunción a fines del Siglo XIX: Julio Mornet, francés, y Guido Boggiani, italiano. Al lado de Mornet y otros artistas paraguayos, como Juan A. Samudio, Pablo Alborno, Carlos Colombo y Modesto Delgado Rodas, Tomás Núñez no sólo realizaba pinturas de caballete sino que decoraba cielorrasos y paredes de zaguanes, corredores y salones pertenecientes tanto a residencias familiares como edificios públicos asuncenos. Pero también pintaba las escenografías utilizadas en las representaciones teatrales que, siempre en pos de la causa anarcosindicalista se llevaban a cabo en los barrios de Asunción y que él mismo patrocinaba en muchos casos. A lo largo de su mocedad inquieta don Ignacio había desempeñado ocupaciones diversas, entre ellas, las de dependiente de almacenes y tiendas, artesano, vendedor ambulante de medias, pintor de paredes, carpintero y albañil. (6) Más tarde comenzó a alternar alguna de esas empresas con la pintura ornamental de paredes que realizaba en compañía de su hermano. Cuando éste murió, don Ignacio siguió ejerciendo esa ocupación y, según su propio cálculo, haciéndolo solo llegó a realizar "más de cien trabajos de decoración en toda la ciudad...". (7)

A fines de los años veinte comienza a dedicarse cada vez más sistemáticamente a la pintura de cuadros. En 1931 en la galería de la Casa Argentina expone por primera vez sus pinturas. "Yo frecuentaba mucho el local", recuerda el artista, "así que un día llevé mis cuadros para una exposición. Se vendieron tres de ellos, lo cual me puso muy contento: como era verano, con ese dinero pude mandarme hacer un lindo traje blanco". (8)

Esa exposición marca el inicio de otra etapa de la vida de don Ignacio: quizá el comienzo de otra manera suya de luchar por el advenimiento de un mundo regido por la justicia y la igualdad, por la verdad y la belleza. Esta alteración de su itinerario personal se encuentra sin duda condicionada por los avatares de su tiempo.

Resumiendo el contexto histórico que encuadra el trayecto de Núñez Soler, la historiadora Milda Rivarola sostiene que cabe hablar de dos generaciones de anarquistas en el Paraguay. La primera, encabezada por un grupo de inmigrantes españoles e italianos en tomo a la Federación Obrera Regional del Paraguay (E.O.R.P), se encontraba dotada de una formación teórica más consistente y asumía una militancia más combativa. La segunda tanda emerge a partir de la institución del Centro Obrero Regional del Paraguay (C.O.R.P.), fundada en 1916 por Núñez Soler y otros sindicalistas e intelectuales paraguayos. Provista de una formación teórica elemental y animada por un idealismo de corte romántico y sentido humanista, esta segunda tanda de anarquistas adquiere un temperamento menos radical que la primera. El ideario básico de don Ignacio expresa bien los principios utópicos de esta generación que proclama el advenimiento de una nueva sociedad sin opresiones ni injusticias, sin Estado, orientadas por hombres ilustrados y confiada en las razones de la ciencia y los rumbos del progreso. El movimiento anarquista cedió terreno ante la expansión de posiciones socialistas primero y comunistas después que terminaron por desplazarlo. Después de la Guerra del Chaco (1932-1935) perdió presencia en la escena política social paraguaya. (9)

Cuando don Ignacio comienza a exponer y a asumir profesionalmente el oficio de artista, el movimiento que había cobijado su práctica militante se encontraba en retirada. "Tuvimos enfrentamientos (con los comunistas) creo que desde 1925", relata don Ignacio, "no pudimos vencer las dificultades que teníamos frente a la propaganda de ellos (dada la mayor capacidad económica de los mismos). Éste fue el motivo por el cual no pudimos resistir y nuestra influencia en los sindicatos fue mermando". (10) Don Ignacio abandona la militancia activa pero nunca deja de creer en las ideas que movieron su desempeño. Y nunca deja de expresarlas: Por un lado, se convierte en una figura emblemática de los afanes libertarios y mantiene con firmeza su testimonio personal y la defensa de sus ideales. Por otro, gran parte de su obra está cruzada, impulsada o teñida por esos principios obstinados que exigían siempre ser expuestos y argumentados.

Don Ignacio tenía ya cuarenta años cuando expuso aquella primera vez en 1931. Desde entonces, participó en alrededor de cincuenta muestras individuales y numerosas colectivas a través de las que desarrolló uno de los conjuntos más significativos de la pintura paraguaya contemporánea. Relativamente a esa importancia su obra es poco conocida internacionalmente: salvo algunas escasas muestras realizadas en el exterior -entre las que se destacan dos participaciones suyas en bienales de San Pablo- sus exposiciones fueron realizadas en Asunción y en ciudades del interior del Paraguay. En su mismo país tuvo un reconocimiento tardío, según será expuesto, y jamás obtuvo un premio por su obra, a pesar de que la misma alcanzó a ser reconocida como una de las versiones más originales del arte allí producido. En 1991, varios años después de su muerte, la Municipalidad de Asunción inauguró con su nombre la plaza ubicada enfrente del Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro (en adelante C.A.V. Museo del Barro). El Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo, perteneciente a este centro, ha inaugurado en el año 1995 una sala dedicada por entero a su obra.

Antes de cerrar estas referencias considero oportuno mencionar su largo matrimonio con Herminia Blanc pues cupo a ella compartir un recorrido fundamental de la vida de don Ignacio. Ambos tuvieron tres hijos que, sumados a los que traía ya don Ignacio de su soltería, aseguran una nutrida descendencia suya. Doña Herminia murió a 1os 80 años de edad el 31 de julio de 1978, día del cumpleaños de don Ignacio. Éste murió el 13 de octubre de 1983 en Asunción, ciudad donde transcurrió su vida entera.

 

2. LAS OTRAS BIOGRAFÍAS

 

Los rápidos apuntes biográficos recién expuestos no pretenden resumir la vida intensa y prolífica de don Ignacio, si posible fuere resumir alguna vida, sino fundamentar algunos grandes temas que el pintor desarrolló obsesivamente por medio de su obra. En cierto sentido es esta obra en sí autobiográfica: toda su pintura constituye un Gran testimonio del escenario en el cual transcurrió su vida y de los motivos que la movieron con fuerza. A diferencia de la de otros grandes artistas de su talla. La biografía de don Ignacio carece de hitos relevantes en términos académicos e institucionales. El artista expuso, por cierto, en forma profusa y constante pero nunca asistió a instituciones de formación, ni realizó viajes, ni fue su obra objeto de libros y publicaciones importantes ni recibió premio alguno por su pintura, sin duda un documento indispensable del arte latinoamericano. Por eso, más que trabajar un curriculum vitae suyo, resulta más efectivo, y parece más adecuado al espíritu de su faena, levantar las grandes nervaduras formales y las cuestiones expresivas que articulan su derrotero pictórico y, a partir de ellas, rastrear las señales de su tiempo, subrayar los momentos y las figuras significativas, colegir las cifras de su historia enérgica.

Clavada con fuerza en el cruce de la memoria personal y el suceso histórico; trabajada en el límite entre el compromiso y el deseo, los anales y la utopía; crecida entre la indignada protesta y el recuento nostálgico, su obra se abre tanto a narrar las anécdotas y sucesos que jalonan su trayecto personal como a levantar un fresco de su tiempo: posiblemente la versión pictórica más contundente que existe sobre la historia paraguaya de la primera mitad de siglo y, sin duda, la crónica más cabal de la ciudad de Asunción.

Pero las anécdotas y epopeyas, las relaciones, los comentarios, de don Ignacio Núñez Soler van más allá del registro fiel de los hechos pasados o del catálogo de la arquitectura asuncena amenazada. El escenario que don Ignacio instaura está impregnado de metáfora, significa un lugar construido desde la imaginación y el símbolo; un espacio recreado desde su propia subjetividad y desde su manera de sentir los embates y favores de la historia. Filtrados por la percepción del artista, la ciudad y sus personajes se cargan de fuerza nueva y develan aspectos y marcan silencios que el prolijo inventario es incapaz de notar y anotar. Y, así, cada tiempo se contamina con momentos de otros tiempos y se encuentran sus espacios desdoblados en lugares opuestos: acosados por símbolos, empañados o avivados por deseos y por sueños, los protagonistas y los lugares de Núñez Soler abren, fugazmente, compuertas y señalan de sesgo verdades que la fachada oculta, secretos que calla el rostro quieto. Y las calles de Asunción se pueblan de figuras espectaculares, se animan con fiestas ya consumadas o apuran mañanas rezagadas, se ensombrecen con climas amenazantes, se iluminan, se apagan. Y sus personajes coexisten en galerías imposibles, posan sus rostros severos o demasiado calmos y encarnan papeles inventados, capaces de representar costados oscuros que omiten las historias oficiales; capaces de conmover los perfiles del cliché y turbar la efigie venerable.

 

 

II. LOS TEMAS

 

Aunque lo recién sostenido desautoriza una lectura contenidista de la obra de don Ignacio, ésta se desarrolla a partir de determinados ejes temáticos. Se basa en ciertos motivos recurrentes y bien definidos pero no queda en ellos. Por eso, es su pintura temática pero no tematicista; el asunto es un pretexto, un punto de partida abierto a muchas cuestiones. Y por eso don Ignacio puede pintar paisajes y escenas locales sin pecar de tipicalista o costumbrista, así como retratar protagonistas históricos y personajes anónimos sin caer en historicismos ni quedar anclado en el mero motivo histórico o literario. Cabe, pues, enumerar los grandes temas de don Ignacio sin peligro de que los mismos supongan inmediatismos o permanezcan atrapados por la pura presencia del referente. Resta, sí, un riesgo inevitable: el de simplificar el material tratado, pero éste me corresponde y lo asumo en aras de facilitar la exposición de contenidos complejos y de argumentos cruzados.

 

1. HISTORIAS

 

Según quedara indicado, toda la obra de don Ignacio puede ser considerada como referida a su propia historia: relación de su vida, glosa de su tiempo y defensa de sus ideales. Este tema se refiere, por eso, a aquellas obras que tienen un contenido intencional y explícitamente autobiográfico, a pinturas que narran momentos de su rica vida personal aunque, al hacerlo, dejen ver siempre a trasluz el fondo de un tiempo agitado y el esquivo perfil de la ciudad amada.

 

 

Cumpleaños de don Ignacio Núñez Soler, 1976

óleo sobre madera, 49 x 60 cm

C.A.V./ Museo del Barro, Asunción

 

A.- BIOGRAFÍAS

 

Una serie titulada Historia de mi vida constituye el ejemplo más ilustrativo de esta intención de trabajar su propia biografía. Realizada durante los años ochentas, poco antes de la muerte del artista, el conjunto está constituido por una serie de piezas pintadas sobre largas tiras de madera enchapada (21 x 213 cm).

Cada escena de su vida ocupa un pequeño cuadro dispuesto en forma alineada de modo a sugerir el itinerario secuencial de la lectura de una revista de historietas. Los episodios indican hechos independientes, pero articulados entre sí en un orden oculto que genera sobresaltos y rupturas en el texto y remite a otras claves: obliga a leer entre líneas, a enmendar anacronismos y a reconstruir los hiatos.

La disposición de las escenas, en efecto, no sigue un sistema cronológico aunque estén concertadas ellas en forma contigua y sucesiva. Uno a uno, los cuadritos aparecen detallados con la fecha en la que transcurriera el suceso pintado y el detalle del mismo. Describo exactamente el orden en que se presentan algunos episodios por sus epígrafes originales: en 1909 Núñez Soler se autorretrata como pintor de brocha gorda y carpintero; en 1916 aparece rasurado y encerrado en un calabozo por haber participado en una huelga. De pronto, la escena se aleja de su persona: en 1922 irrumpe en ella un ataque de la policía montada (se supone que entre los atacados se encuentra el pintor). Ataviado ya con su característico lazo negro llevado como corbata, en 1915 Núñez Soler aparece arengando a una multitud en la plaza Independencia; en 1900 se autorrepresenta como monaguillo y, en otro cuadro contiguo, como albañil. Ahora la mirada retrocede hasta el trasfondo de la memoria: en 1891 (año de su nacimiento) aparece pintado un asalto político a su casa familiar. El siguiente cuadro salta hasta 1913, cuando el artista es mostrado como dependiente de una panadería y luego a 1908, como empleado de una tienda y, después, en 1902: trabajaba entonces en una zapatería. En 1912 Núñez Soler aparece montando guardia durante una revuelta revolucionaria e, inmediatamente, integrando un pelotón civil con sus amigos del barrio, en 1904.

 

B.- CONTRATIEMPOS

 

Esta serie (referida sólo en parte) deviene un documento fundamental para rastrear la biografía del artista y entrever la imagen entrecortada de momentos distintos de la historia paraguaya. Pero también es ilustrativa de una manera propia de Núñez Soler de trabajar el curso de la reminiscencia y el devenir del tiempo. Por un lado, los recuerdos del artista cruzan evocaciones personales y lances históricos; por otro turban el curso lineal de las crónicas. El artista narra no según la lógica del registro objetivo y la sucesión cronológica sino a partir de las razones oscuras del deseo, la memoria y el sueño que asocian sucesos lejanos en su acontecer y quiebran la regularidad de las secuencias: enfrentan a personajes entre sí extemporáneos y comunican escenas abiertas en lugares diferentes.

A mero título de ejemplo de lo recién expuesto: según el optimismo progresista y la confianza en un porvenir mejor que animan al artista, la obra Asunción del futuro imagina en 1976 una ciudad ultramoderna y próspera. La composición estrictamente simétrica y las formas claras indican un mundo ordenando; en el centro del espacio se yergue, imponente, un gran hotel que encarna el ideal, un tanto extravagante, de la arquitectura más adelantada. Ahora bien, este mundo que apuesta entusiasta al mañana se encuentra interceptado por figuras arcaizantes: como cariátides, frontales y centradas, sendas vendedoras de naranjas vestidas a lo antaño custodian ambos lados de la avenida principal; en primer plano, aparece una anticuada carroza tirada por caballos y ocupada por remotos personajes y, al fondo, a través del espacio que abren dos audaces arcos, se divisa claramente un largo corredor de recuerdos coloniales. Estos montajes equívocos, estas transgresiones de las normas temporales producen desfases a través de los cuales pueden colarse percepciones más complejas de lo sucedido y de lo esperado. El pasado y la utopía se encuentran vinculados en el ámbito de la representación, que delata los pactos ocultos de la modernidad y cobija las asociaciones fecundas que la poesía reencubre y revela.

La libertad asumida por don Ignacio ante los cánones fieles del tiempo “real” se evidencia en el hecho de que algunas obras son datadas no según el año de su realización sino de acuerdo a la época en que transcurre el suceso narrado. En otras oportunidades prevalece la carga simbólica de la fecha: el año 1906, el de la muerte de su madre, aparece reiterado en los epígrafes que titulan escenas y acontecimientos, aunque correspondan unas y otras a ocasiones distintas. Realidad y representación intercambian sus plazos: y este trueque permite al artista cómputos paralelos, prórrogas e intervalos: le otorga la facultad de treguas y dilaciones, de anticipos. Por eso don Ignacio puede apurar la sazón de sus afanes y demorar el mundo de su infancia. Por eso no es historiador o biógrafo, pintor costumbrista, arqueólogo: es un artista. Un gran artista capaz de turbar el ritmo de los ciclos y nombrar el instante. Capaz de, prendido de la forma, negociar con el tiempo una tregua o un adelanto: la duración prohibida y tan deseada.

 

2. LA CIUDAD

 

Don Ignacio nació en Asunción y en Asunción murió. Transcurrió en esa ciudad toda su vida, y a esa ciudad consagró decenas, si no cientos, de pinturas. Primero, pintó Asunción, literalmente, en sus paredes y fachadas (en cuanto fue pintor de brocha gorda en sus comienzos), y la pintó al óleo después representándola en sus rincones y sus contornos, en  sus calles empedradas y sus patios pelados. La pintó desde la nostalgia o desde el anhelo, desde el fondo turbio de la impresión primera o el lugar vacío de sus ganas más potentes. La siguió pintando entera mucho después de que Asunción hubiera perdido lugares y encantos; después de la picota, la tala y el saqueo; después de la contaminación, el estruendo y la congestión del tráfico. La pintó obsesivamente hasta su muerte.

Su devoción por las casas asuncenas comenzó con la pintura de sus paredes reales (e, incluso, con la construcción de muchas viviendas: en 1909 don Ignacio se ganaba la vida como albañil). Acusado de ser un mero "pintor de carteles", el artista responde orgulloso de su historia: "El pueblo sabe que he realizado varias exposiciones, por si ignora el articulista, pero con decir que pinto carteles se me honra... Y no sólo pinté carteles, sino que he pintado miles de casas en esta capital". (11) También recorrió otras tantas, así como calles y recovecos, pulsó la ciudad desde adentro. Don Ignacio residió en el centro de la ciudad y transitó continuamente sus barrios y suburbios. Fue protagonista de huelgas, discursos, manifestaciones y marchas, de festividades, de serenatas y correrías; presa de persecuciones y represiones; espectador de grandes acontecimientos e incidentes nimios: lo que se dice un testigo capaz, cuando no un actor, de tanto suceso narrado.

Esa familiaridad con el entorno urbano, sumada por cierto a su prolija capacidad de observación y a su memoria notable, le permitió reconstruir palmo a palmo el aspecto y la ubicación de casas y lugares aún mucho después de demolidas aquellas y transformados éstos. Tal minuciosa tarea de restauración y reparación, asumida desde su paleta, significó una nueva puesta en escena de los escenarios de Asunción: don Ignacio representó la ciudad. Y al hacerlo metió en ella sus tiempos cruzados y la animó con el apremio de sus convicciones más cabales. Suele afirmarse que, básicamente, el retrato es una representación de la subjetividad del personaje traducida en la mirada. Pero esa mirada es siempre un juego de miradas: incluye también la visión del pintor y establece con ella un intercambio. Quizá el retrato de una ciudad suponga la tarea de detectar las muchas miradas que desde allí se cruzan o sobre sus lugares recaigan. Pero, también, implica el lugar y la percepción -el ojo atento o asombrado, entrecerrado, ensimismado- de quien vigila la ciudad y decide pintarla. Una mirada obstinada descubre muchas cosas: ángulos difíciles desde los cuales observar los tejados, casitas crecidas por el puro antojo de sus espacios, climas sofocantes, presagios, tardes amarillas de aires quemantes, cielos verdosos de terca esperanza, personajes hace tiempo olvidados, burreritas y chiperas todavía vestidas de blanco, enormes aves oscuras sobrevolando bajo. Para revelar esos tonos furtivos, esos rincones tapados, para presentar a esos actores anónimos, desaparecidos, don Ignacio exagera el codo de las esquinas, subraya la inclinación de las calles, deroga o aumenta las perspectivas, multiplica los puntos de fuga: así como vincula tiempos opuestos, así yuxtapone contrarios.

Relativamente a la profusión de su obra, el artista pintó pocos paisajes del interior del país y sólo excepcionalmente representó interiores cerrados. Ciertos puntos de la ciudad concentraron sus afanes; son lugares marcados sobre los que volvió reiteradamente y expresó en forma insistente y empeñada: sitios privilegiados de su atención, hitos que acotan el escenario. Así, Ita pyta punta, la Plaza del Cabildo, el Jardín Botánico, cierto trayecto de la Calle Palma denominado "El Petit Boulevard" (entre Alberdi y 14 de Mayo), determinada vista de la Bahía de Asunción y, muy especialmente, el viejo Mercado Guasú. También condensaron su especial interés ciertos momentos que reaparecen una y otra vez a lo largo de versiones diferentes, como el carnaval de 1906, una corrida de toros llevada a cabo ese mismo año, la fiesta del centésimo cumpleaños de Ña Tuní o el último baile del Club Nacional, entre algunos otros.

Deteniéndose especialmente en esos puntos, resbalando una y otra vez sobre calles de muchos nombres, la mirada intensa de Núñez Soler descubre una Asunción teñida de infancia, hirviente de lucha y fiesta, por momentos un tanto alejada; una Asunción intacta en sus calles calmas; callada casi en sus dramas. Porfiadamente, el pintor ha logrado a través de sus tantos cuadros custodiar lugares y momentos que muchos habitantes de Asunción guardan en recuerdos borrosos y dispersos y que otros tantos jamás han notado.

 

3. LA CAUSA

 

Así como las referencias vinculadas con su propia historia empapan la obra entera de don Ignacio, las ligadas a sus ideas anarquistas tiñen el horizonte de sus haceres. Pero, del mismo modo que existen obras que tematizan directamente aspectos específicamente autobiográficos, así también existen otras que explícitamente representan motivos de lucha anarcosindical, alegorías de los grandes principios que la animan y retratos de quienes las llevan a cabo. Este punto se refiere a tales obras.

 

A. LOS ACTORES

 

Don Ignacio pintó muchos retratos de personas a quienes respeta y celebra por su pensamiento solidario y su conducta coherente, por su arrojo personal y su talento intelectual y creativo. A través de momentos distintos y bastantes realizó una serie de obras en las que aparecen, unos al lado de otros y dispuestos como unidades de una guía bien ordenada, los rostros de sus personajes admirados: luchadores sindicales, artistas, maestros, deportistas, pensadores, políticos, estadistas, artesanos desconocidos: hombres y mujeres comprometidos con la causa de una futura sociedad más justa y progresista. "Son efectivamente trescientas cabezas de grandes hombres del mundo, la mayor parte de ellos socialistas, anarquistas, sindicalistas: luchadores que defendían los intereses de los humildes", declara el pintor. (12) El conjunto, que lleva el título general de Mis personajes, integra dos series, compuestas a su vez de muchos cuadros cada una. La una se llama Pensadores, sociólogos, escritores, maestros, oradores y sindicalistas; la otra, Hombres y mujeres que se destacaron como artistas en el arte de la pintura en el Paraguay desde 1890 hasta 1971. Alineados como los ejemplares de un fichero desmesurado, clasificados según los antojos del afecto y del recuerdo, numerados casi siempre, agrandados o reducidos según las razones oscuras de la forma, hombres y mujeres oriundos de ámbitos desiguales, de formaciones y oficios tan variados, aparecen conformando un mismo retrato; el de un grupo reunido por motivos tan obvios y extraños como los que congregan a los miembros de cualquier conjunto humano.

Convocados por el artista desde sus diferentes tiempos y lugares y, como piezas de un collage o las efigies de un álbum fotográfico, los anónimos o prominentes retratados son destinados a compartir un lugar y coincidir para siempre en un tiempo abierto sólo para guardar sus renombres reales o soñados.

Estos inquietantes directorios, pintados a lo largo de las décadas de los años cincuentas, sesentas y setentas, constituyen la galería personal de sus héroes, sus maestros, sus modelos, sus compañeros: el catálogo de sus referentes afectivos e ideológicos, sendos términos que en el mundo de don Ignacio no se hallan por lo general entre sí muy alejados. Estas grandes obras se encontraban en parte colgadas en lugar principal de su casa y con celo guardadas en parte en un depósito especialmente habilitado para almacenarlas. Alternándolas, don Ignacio las exhibía una y otra vez al lado de sus obras nuevas, que eran muchas siempre, de tal modo que las exposiciones suyas sobrepasaban a menudo el número de 100 cuadros.

Paralelamente al despliegue de repertorio tan sistemático, y como si no bastara el archivo de sus relaciones concertadas, don Ignacio retrata una y otra vez los mismos y otros personajes en pequeños cuadros individuales. Tres cuartos, de frente, de perfil; mirando al pintor, distraídas, vigilantes; tomadas del natural muy pocas veces, extraídas del fondo de la memoria casi siempre; las cabezas, sólo las cabezas, de quienes forman su guía seleccionada, son presentadas con idéntico entusiasmo.

Cuando ya no alcanza el plano, las testas pintadas se vuelven bustos; hacia mediados de los años setentas, sorpresivamente, el artista realiza en cerámica una serie de esculturas que vuelven a invocar a sus grandes héroes personales: los hacedores de la historia en la que cree don Ignacio.

 

B.- LAS ESCENAS

 

Un número importante de obras de don Ignacio tematiza prácticas o ideas relacionadas con su credo porfiado. En diferentes momentos de su largo recorrido pictórico se reiteran las crónicas de huelgas y arengas, de marchas y manifestaciones, ya correspondieren todas ellas a hechos reales, ya representaren alegóricamente los paradigmas de la emancipación. Y codo a codo con las imágenes de la ciudad, o mezcladas con éstas, aparecen historias de exiliados y de viejos militantes míticos, episodios de levantamientos obreros, incidentes de fugas y presidios de luchadores hostigados; una y otra vez, reaparecen escenas cargadas de fervor humanista y libertario, alegorías de fraternidad universal, representaciones de hechos históricos recalcados o interpretados en su valor revolucionario; recuerdos viejos impregnados de anhelo y de esperanza, de rebelión y denuncia.

En todas las obras siempre hay más entusiasmo que rencor, más festejo que destrucción. La convicción que mueve a don Ignacio es profundamente constructiva y optimista; el artista cree fervorosamente en el triunfo definitivo de una racionalidad humanista e ilustrada y espera, confiado, la redención de las sociedades humanas, y el cese cercano de toda forma de guerra, desigualdad y discriminación. Este optimismo llena de jovialidad su trabajo e invade de furtivo encanto muchas escenas cuyo tema exige una mirada severa y un tratamiento dramático. Cito a título de mero ejemplo una obra que critica la explotación esclavista de los yerbales a cargo de los mensú: la pintura representa un grupo de hombres doblados bajo el peso de las grandes cargas de hojas y escoltados por sus feroces guardianes. A pesar de su tono de protesta airada, la escena transcurre en un clima radiante: los árboles revientan en flores y aves y se guarnecen los aires con luces amables. Es que, en algún punto el rumbo contestatario de la obra de Núñez Soler desemboca en la esperanza del cambio que avanza: más que denunciar los infortunios del presente, el pintor anuncia un porvenir venturoso. Y lo hace siempre con una mirada clavada en el pasado: en aquel tiempo de largos corredores y calles empedradas puede encontrarse una clave para imaginar un mundo más humano.

 

4. DESNUDOS

 

A lo largo de las décadas de los años sesentas y setentas, Núñez Soler pintó algunas escenas de desnudos femeninos que constituyen casos particulares de su particular derrotero. Dado que no se adaptan ellos a los grandes ejes de su repertorio temático, y considerando sus notables valores formales y su importancia expresiva, me refiero rápidamente a estos temas singulares. Básicamente, los mismos se encuentran representados a través de pinturas que denuncian situaciones vejatorias a la dignidad humana o encarnan el ideal de belleza corporal que el pintor profesa. En unos casos, las protagonistas se muestran involucradas en climas sórdidos: encarceladas por sus creencias o corrompidas por su ambición, ellas exponen frontalmente sus infortunios, aparecen posando como figuras de prontuario policial y se muestran exhibidas como objetos en un sentido que agravia la condición de la mujer. En otras ocasiones, son sorprendidas en espacios íntimos: baños, tocadores -que justifican su desnudez y resguardan el recogimiento elemental-. Estos connotan, por cierto, despojo y vulnerabilidad. Pero también significan celebración del cuerpo y plenitud de la forma femenina. Y sugieren la afirmación en clave pictórica de la inocencia original.

 

 

La corrupción del dinero, 1978

óleo sobre madera, 146,5 x 70,5 cm.

C.A.V./ Museo del Barro, Asunción

 

 

III. LAS FORMAS DEL TIEMPO

 

Clasificar la obra de don Ignacio según tendencias formales y etapas cronológicas supone una empresa embrollada. Ocurre así porque, según será expuesto, la trayectoria de esta obra no se inscribe en una lógica de la modernidad y mal coincide por eso con las etapas que jalonan su progreso escalonado. Analizar cualquier obra desarrollada con el correr del siglo veinte implica de inmediato detectar el movimiento vanguardístico al cual corresponde; supone, por eso, la necesidad de asignar a tal obra una filiación estilística, un lugar en el casillero de las tendencias que equivalen a los modelos euronorteamericanos. Y supone, también, la exigencia de comprender su devenir jalonándolo en etapas que signifiquen un despliegue cronológicamente ordenado y conectado siempre con la evolución de aquellos modelos.

Ahora bien, dado que don Ignacio no sigue el recorrido moderno, aunque se cruce con él a menudo y transite constantemente sus lugares; dado, pues, este caso, resulta imposible clasificar su obra según su correspondencia con las formas y los tiempos modernos. Se analizará esta cuestión en los siguientes puntos.

 

1. LAS OTRAS MODERNIDADES

 

Lo propio del arte paraguayo, como lo específico del latinoamericano, se encuentra en gran parte afirmado a partir del desajuste establecido entre las modernidades metropolitanas y sus versiones periféricas. Este desacople surge de la dificultad de equiparar experiencias históricas y sensibilidades distintas: ambiguas vanguardias latinoamericanas no pueden equivaler con exactitud a los movimientos de iguales nombres de los centros euronorteamericanos. Sobre este desfase general actúa otro más especifico: el producido por la práctica de ciertos artistas que no pretenden acceder a las formas modernas o construir versiones propias de ellas sino proseguir sus propios derroteros e internarse con naturalidad, cuando lo consideraren necesario, en territorios regidos por los códigos modernos.

Tal es el caso de la obra de don Ignacio Núñez Soler, ubicada fuera del conflicto 'modernidad-tradición'. Por un lado, no se desvela el artista por estar actualizado a toda carta. Por otro, no se empeña en obtener el certificado de autenticidad que otorga el pasado ni el aval de originalidad que asegura la referencia local. Por eso, no teme adoptar, en la medida de sus necesidades expresivas, pautas, figuras y conceptos de la modernidad. O mantener tercamente formas extemporáneas en la medida en que él las hallare vivas y funcionando. O desempolvar imágenes abandonadas en el curso de su propia obra en cuanto recuperasen vigencia momentánea.

El momento de la modernidad artística comienza tarde en el Paraguay. Surge oficialmente con la inauguración de una muestra organizada y realizada en 1954 por el Grupo "Arte Nuevo" bajo el nombre "Primera Semana de Arte Moderno". Preñada ya de incipiente (de inconsciente) modernidad, la primera exposición de Núñez Soler se adelanta a esta fecha en más de veinte años. Considerada en sus formas chocante, vulgar y grotesca, técnicamente incorrecta y poco prudente en sus temas, la obra de don Ignacio fue ignorada durante décadas. Los tradicionalistas con pretensiones académicas la tildaban de desproporcionada, poco verista, por demás atrevida y demasiado tosca. Los primeros modernos la menoscababan por conceptuarla muy involucrada en sus temas, y por estimar a éstos en exceso anticuados. Sin embargo algunos de los grandes protagonistas de la modernidad, como el propio João Rossi y después Livio Abramo, Olga Blinder y Carlos Colombino, (13) comenzaron a ver en esto: cuadros de aspecto rústico y traza desaliñada no sólo un compendio de momentos ignorados de los barrios de Asunción y su vida cotidiana, sino también una de las interpretaciones más lúcidas de momentos oscuros de la historia paraguaya y, especialmente, una obra pictórica profundamente original y vigorosa.

Es que, según quedó anotado, esta obra se gesta y madura sin vínculos con el movimiento moderno del arte paraguayo, aunque anticipe muchas veces sus consecuencias y a menudo comparta sus postulados: el pintor alcanza la modernidad siguiendo atajos propios y mezclando con naturalidad diferentes medios y signos de las vanguardias. Sin mayores trámites, apoyándose en su propia experiencia y alimentado de la iconografía suburbana, accede directamente a conquistas formales y expresivas a las que los modernos ilustrados llegan mediante trajines afanosos y pleitos largos. Las peculiaridades de esta modernidad paralela, marginal casi, permiten a don Ignacio una gran flexibilidad en el uso de los recursos modernos. Su obra se separa tanto de los cánones académicos como de las modernas ansias por seguir las modas internacionales y encontrarse siempre al día. Esta doble distancia, unida a la fuerza de su oficio pictórico, le permite articular distintos registros temáticos y estilísticos e integrar dimensiones temporales diversas en un mundo complejo y coherente. Ya quedó indicado que sus pinturas transgreden el orden de la secuencia cronológica, reinterpretan la verdad de los sucesos y mezclan recuerdos personales y grandes gestas de la historia, anécdotas y epopeyas, consejas y mitos. Pero también mezclan procedimientos técnicos y medios estilísticos diversos y lo hacen a menudo en un mismo cuadro. Con soltura notable, don Ignacio descompone las figuras en pequeñas manchas a la manera impresionista o bien delinea sus contornos con oscuros trazados. Unas veces levanta el armazón profundo de perspectivas demasiado acusadas o pinta espacios planos, lugares sin volúmenes ni honduras; otras, abre una escena con puntos de fuga diversos y aún cruzados que invierten las proporciones y las distancias y hacen aparecer a los personajes de primera fila más pequeños que los actores en el fondo ubicados. Ora emplea la paleta cargada y recurre a pastosidades y espesores plásticos, ora aplica los colores en forma seca y desvaída o utiliza un lenguaje casi gráfico, más basado en el dibujo o la impresión de los trazos que en los bultos de la imagen modelada.

El análisis de la incierta modernidad de Núñez Soler se complica porque los motivos que impulsan su pintura también son variados. En primer lugar, el artista pinta para asentar sus memorias, como si escribiera un diario con imágenes acompañadas por textos: es conocida la importancia que tiene la caligrafía en el desarrollo de una obra a menudo completada con escrituras que se van volviendo más firmes en su credo cuanto más temblorosas en su aspecto. Por otra parte, don Ignacio pinta para consignar sucesos que, por inauditos, merecen ser destacados. Y lo hace en una dirección cercana a la seguida por la ilustración de cierto periodismo popular que aparece en varios momentos de la historia latinoamericana (p.e.: el grabado de las hojas volanderas mexicanas, especialmente José Guadalupe Posada; el de la literatura de cordel del Nordeste brasileño; las xilografías de los periódicos combativos paraguayos: Cabichuí y El Centinela). En este caso, y utilizando un lenguaje narrativo, don Ignacio registra acontecimientos que por carácter insólito han logrado sorprenderlo o, al menos, interesarlo. Así, por ejemplo, anota la exposición en el zoológico de una especie de serpiente hasta entonces desconocida (la mboi-jaguá, que causara conmoción en el público), el caso infrecuente de la mujer que torea, el árbol descomunal del Jardín Botánico, la explosión de una locomotora en la Plaza Uruguaya, etcétera.

Don Ignacio pinta también para retener momentos de una ciudad amenazada por los estragos de la modernización subdesarrollada: desprotegida en su patrimonio arquitectónico y en su entorno urbano, mutilada por la expansión de un modelo de crecimiento descontrolado, la ciudad de Asunción ve perder día a día rincones y lugares señalados, hitos, indicios necesarios. El artista no protesta ante la devastación y el saqueo, no denuncia la profanación de sus escenarios; los repara pintándolos, reedificando las casas demolidas, restaurando los sitios arruinados.

Por último, el artista pinta con una intención `performativa' que es tanto popular como ilustrada. Es decir, mucha obra suya busca actuar sobre los hechos históricos a través de lo representado; funciona entonces con ánimo mágico-propiciatorio: un empeño voluntarista que se enfrenta a lo real desde el reino de la imagen. Por eso, el artista pretende cambiar la sociedad pintando el cambio que tanto anhela y convocando por medio de la figura el advenimiento de un mundo más justo y más humano. Según quedó indicado, a menudo los cuadros de don Ignacio llevan en sus reversos largos textos manuscritos que los explican y los interpretan; que constituyen -literalmente hablando- la otra cara de la pintura y ayudan a ésta a apurar transformaciones. Tal omnipotencia otorgada al símbolo permite que el artista corrija el presente, enmiende los errores de la historia y señale a éste su curso correcto: la emancipación universal y necesaria.

La dimensión utópica de la obra de don Ignacio tiene un sentido decididamente moderno. Su preocupación por el pasado no le impide mirar hacia delante. Y lo hace con confianza, según lo demuestra el siguiente escrito suyo: "Los hombres inteligentes e idealistas serán los padres de los hogares... (y advendrá) una sociedad donde reinará la verdad, sólo la verdad; donde los maestros y científicos serán conductores sinceros de todos los hombres de la tierra y buscarán, con toda su voluntad, la eterna felicidad de todos los seres humanos como lo quiso aquel gran hombre que se llamó Cristo y como lo quisieron los Gori, Barrett, Correa, Serrano, Ángel Blanco y otros en el Paraguay". (14) Don Ignacio cree en la ciencia y el progreso (en la medida en que, sin exclusiones, se encuentren ambos al servicio de la humanidad entera) y adhiere con entusiasmo a las palabras siguientes de Barret, que publica entre sus escritos: "Nuestra causa no es pues únicamente la vieja causa de la justicia y el amor, sino la moderna y más científica de la economía vital. Queremos que la evolución inevitable hacia ese bien se cumpla del modo más inteligente y piadoso que nos sea posible". (15) Es difícil encontrar una formulación más cabal de la utopía moderna, concebida ésta como remate afortunado y forzoso de una evolución histórica movida por la razón y alentada por los ideales ilustrados.

 

 

Autobiógrafa con retrato, c. 1950

bolígrafo y lápiz sobre papel, 21,6 x 16,3 cm.

colección Osvaldo Salerno, Asunción          

 

2. LAS MUCHAS FORMAS

 

Bajo este título se analizará el tema de la filiación formal de la obra de Núñez Soler; es decir la cuestión de las tendencias, estilos y movimientos que nutren sus imágenes y de los ritmos históricos que la condicionan. Antes de hacerlo, parece oportuno enfrentar directamente una cuestión que encasilla con frecuencia este trabajo: la relativa a la ingenuidad o la naiveté del mismo.

 

A.- DIGRESIÓN SOBRE LA INOCENCIA

 

Es común el juicio que clasifica su obra como naif, primitiva o ingenua. Quizá lo ingenuo se encuentre más en la pretensión de catalogarla así que en las supuestas notas que ella comprenda. Es que, si en general resulta problemático asimilar los ismos de historias diferentes, equiparar cierta imagen crecida en América Latina con el llamado `primitivismo' europeo implica el riesgo de comprometer la particularidad de aquella imagen y oscurecer aun más la definición de esta tendencia. Los pintores naifs o `ingenuos' irrumpen en el panorama de la plástica moderna con una figuración que recusa (o desconoce) tanto los severos cánones de la academia como el anhelo innovador vanguardístico y propone una visión fresca y directa de lo real y una mirada nueva hacia formas y temas excluidos de los ámbitos ilustrados. Básicamente autodidacta, conectada con la representación popular y el temperamento local, alejada de la inmovilidad de las Bellas Artes y de la prisa de las vanguardias, cargada de optimismo y de nostalgia, la obra de Núñez Soler concuerda en gran parte con esta figuración: ambas comparten sensibilidades, expresan formas y recogen motivos propios de la cultura popular; una y otra desarrollan una concepción narrativa del tema y un sentido descriptivo y detallado de los hechos relatados; las dos encaran la figura de manera directa y literal. Pero, en lo básico, la imagen de don Ignacio y la de los pintores naifs norteamericanos y europeos son entre sí esencialmente diferentes.

La naiveté de tales pintores comenzó a ser valorizada a partir de la primera década de este siglo en el contexto de una modernidad artística que genera sus propios antídotos para inmunizarse contra sus excesos mismos. Ya se sabe que el proyecto moderno es ambivalente en cuanto cobija en sí los principios de su propia negación: la crítica ilustrada genera las condiciones de una autocrítica permanente. Por eso, el despliegue de la modernidad, aunque proclame la ruptura con la tradición y se impulse animado por el ideal de progreso constante, precisa a menudo mirar el lado oscuro, recordar con nostalgia el pasado y celebrar las verdades crecidas al margen del trayecto único de la Razón Universal. El arte moderno desarrollado en los centros mundiales valoriza la alternativa naif, en cuanto significa ella una posibilidad de cuestionar no sólo las rígidas convenciones académicas sino también los abusos de la misma racionalidad y el desmedido, aunque no siempre declarado, compromiso de las vanguardias con los modelos culturales de la sociedad industrial.

Ahora bien, en el contexto del arte de América Latina, de Paraguay en nuestro caso, el exceso de racionalidad no constituye el riesgo mayor. Y lo constituía menos aun durante las primeras décadas de este siglo cuando se fragua la imagen de Núñez Soler. Por eso, mal puede la obra de éste leerse en clave de resguardo contra las demasías modernas (nostalgia del edén perdido, alternativa ante los excesos de la tecnología, etc.). Por otra parte, la experiencia académica paraguaya había sido tan exigua que no podrían constituir una amenaza sus extremos. La obra de don Ignacio, por lo tanto, se plantea a partir de otros supuestos: crece afirmada en una percepción espontánea y sincera de lo real, apoyada en una memoria excepcional y un credo empecinado, y nutrida de vínculos intensos con los imaginarios suburbanos asuncenos. Don Ignacio elabora la percepción directa de una vida y un ideal que él mismo comparte y siente. Es por eso que, según queda señalado, esta pintura no hace trampas folkloristas: no mira desde afuera un tema extraño para retratar lo pintoresco de un modo de vida y un sueño amenazados sino que, conectada con cierta vocación llana del temperamento local, cuenta, literal y francamente, sucesos que le involucran y deseos que le desvelan. Este protagonismo de don Ignacio en los sucesos narrados provee a sus formas de intensa convicción y a su obra, de verdad profunda. Y evita, una vez más, que las anécdotas y descripciones encallen en costumbrismos e historicismos. Unas y otras levantan, por cierto, un gran fresco de Asunción y de su historia, pero lo hacen sostenidas en recursos formales: la verosimilitud de lo relatado o lo expuesto se construye a partir de argumentos pictóricos y según una clave estrictamente visual; por medio de las sugerencias de la composición, de los trazos y las densidades del pincel, de las texturas y transparencias, las formas y los tonos. Como en cualquier obra rigurosa, el tema es apenas un elemento de un significado abierto siempre a lecturas plurales.

Cabe indicar, además, que a don Ignacio nunca le preocupó preservar un mundo intacto y puro sustrayéndolo a las seducciones y las amenazas de los tiempos modernos. Ya quedó indicada su confianza en la justicia de la sociedad del mañana. El progreso es deseable, dice el artista, mientras beneficie por igual a todos los ciudadanos. Por eso, tanto como reconstruye con nostalgia los escenarios perdidos de su infancia anticipa con entusiasmo las ciudades del mañana; lugares capaces de beneficiarse con los tecnología más avanzada sin arriesgar la igualdad ni olvidar el pasado; anhelo que encarna la moderna utopía de la ciudad del mañana.

 

B.- LOS INICIOS

 

El arte desarrollado en el Paraguay durante la juventud de don Ignacio dependía fuertemente de la pintura argentina, deudora a su vez del naturalismo decimonónico italiano. Así, durante por lo menos las dos primeras décadas del siglo, la imagen pictórica crece repitiendo sin convicción un academicismo de segunda mano: el único aporte `nacional' estaba dado por el tema paisajístico, histórico o costumbrista, anecdótico siempre y siempre impregnado de tono literario y argumento localista. Durante la última década del siglo XIX llegan al Paraguay los primeros maestros de Bellas Artes que son, generalmente, italianos. Y ya en 1906 viaja a Italia un grupo de estudiantes de pintura. La formación que éstos traen de allá no difiere demasiado de la que recibieran en el Paraguay. Es que, separadas de los movimientos renovadores que irrumpían en el resto de Europa, las academias italianas de comienzo de siglo seguían regidas por la estética academicista, apenas turbada por veleidades románticas y por recuerdos realistas.

Entre los primeros "maestros de pintura y dibujo" que se establecieran en Asunción se destacan tres pintores: Héctor Da Ponte, Guido Boggiani y Julio Mornet; italianos los dos primeros y el último, francés. Los tres enseñaron en la Academia de Arte que, fundada por Da Ponte, dependía del Instituto Paraguayo. Radicado en el Paraguay con su flamante título de egresado de la Real Academia Albertina de Turín, Da Ponte enseñó a generaciones enteras hasta su muerte, ocurrida en 1956; Mornet actuó en el país entre 1896 y 1906. Tanto la obra que desarrollaron como la enseñanza que impartieron ambos se encontraban encuadradas por un naturalismo de base académica. Muerto en 1902, a los 36 años, a manos de una parcialidad de indígenas mbayá, cuya cultura estudiaba con pasión, Guido Boggiani es sin duda el más importante de los pintores europeos llegados al Paraguay por entonces. Su pintura también se desarrolla dentro del horizonte del verismo finisecular italiano, aunque lo hace animada por cierta soltura compositiva proveniente de influencias del romanticismo francés. Consta que Tomás Núñez, hermano de don Ignacio e instructor suyo en su quehacer de pintor, aprendió el uso de los pinceles con Boggiani y Mornet, pero no resulta seguro que lo haya hecho como alumno de la Academia de Arte. Es más probable que se instruyera en los rudimentos del oficio sólo como asistente de esos artistas en la decoración de interiores de viviendas asuncenas, labor que ocupó a Mornet y en la cual el mismo Boggiani parece haber participado brevemente como lo hicieron casi todos los pintores de caballete de comienzos de siglo. Las numerosas declaraciones que el propio Núñez Soler vierte sobre el tema se refieren a este aspecto del aprendizaje de Tomás sin mencionar el académico: "Como se sabe, he sido pintor de brocha gorda al comienzo, después aprendí la decoración con mi hermano Tomás, que la aprendió de Guido Boggiani y Julio Mornet". (17) "Mi hermano Tomás era un conocido pintor y decorador, que aprendió dichos trabajos con Julio Mornet y Guido Boggiani", (18) y otras similares. Hay otro hecho que apoya esta conjetura relativa a la formación de Tomas Núñez: sería difícil calificar de académica la escasa obra suya que sobrevive, más vinculada a las pautas ornamentales de la iconografía popular que a los cánones de las Bellas Artes, por más rudimentaria que haya sido la enseñanza de tales artes en la convaleciente Asunción de posguerra. Por otra parte, y según así lo reconoce él mismo, Núñez Soler aprendió de Héctor Da Ponte la pintura de "telones" (escenografías) para el Teatro Nacional, (19) oficio que, según queda consignado, también ocupó a su hermano Tomás.

De lo expuesto recién resulta lo siguiente: en algún trecho de sus carreras, y motivados posiblemente por los apremios del sustento, los pintores de comienzos de siglo desdoblaban su trabajo profesional en dos haceres paralelos y simultáneos: la pintura de lienzos al óleo, por un lado, y la de telones escenográficos y ornamentaciones de interiores de casas, por otro. La estética idealista de las Bellas Artes ensalza las unas, consideradas como expresivas de un orden superior, y rebaja las otras, conceptuadas como meras artesanías o productos de arte menor ligados a funciones utilitarias. Por eso, aunque tanto los maestros europeos de pintura, ya nombrados, como los pintores formados en el medio o en Italia pintaran cuadros, escenografías y paredes, sus currículos profesionales sólo consignan las pinturas de cuadros y omiten los haceres más prosaicos.

Entre otros jóvenes alumnos del Instituto Paraguayo, Pablo Alborno (1877-1958), Juan A. Samudio (1880-1935) y Carlos Colombo (1882-1959) habían ganado un concurso de becas del gobierno italiano -promovido por Boggiani- para estudiar en Italia, de donde regresaron trayendo un naturalismo decidido que en algún caso apuntó hacia formas propias. Los tres son citados en varias ocasiones por don Ignacio Núñez Soler como pintores de escenografías y "decoradores de viviendas" pero tales actividades no aparecen mencionadas en las biografías de estos artistas ni consignadas en las historias del arte paraguayo; si no fuera por los testimonios de Núñez Soler, que asume con naturalidad tales tareas y aun se jacta de ellas, no tendríamos noticias de esas actividades.

La pintura de Núñez Soler arranca precisamente de tales actividades: de esos haceres secundarios, furtivos casi. Si tuvo aquella algún entronque con la imagen académica, es evidente que supo sacar provecho de la técnica pictórica sin comprometer la libertad de su expresión ni la soltura insolente de sus formas. Hay mucha obra de don Ignacio que es buena pintura en el sentido más tradicional del término: se construye a partir del puro juego de formas y de colores, de texturas y pinceladas, asume las complejidades de la composición, moviliza ritmos, compromete espacios. Y hay otra pintura suya, bastante, que viola uno a uno todos los cánones, usa colores por demás estridentes o apagados, plantea una construcción desprolija y vacilante, combina planos y profundidades, mezcla figura y texto, invierte figura y fondo, subvierte las proporciones y aun desconoce los procedimientos elementales de conservación y tratamiento (utiliza muchas veces tintas perecederas y soportes deleznables). Pero mucha de esta obra transgresora se afirma con una potencia expresiva tal que sus propios descuidos e incorrecciones se vuelven aliados de la significación final. Insertos en trama segura, los yerros devienen aciertos; argumentos de una figuración que trasciende los buenos modales de la paleta y convoca los recursos de la pincelada vasta y los rumbos leves a carbón trazados. A partir de estos inicios, es fácil entender por qué la pintura de Núñez Soler no sigue el orden del itinerario moderno. Y es fácil asumir que el artista es acreedor de tendencias mezcladas y creador de fórmulas propias y modelos profundamente originales.

 

C.- MOMENTOS

 

Ya quedó señalado que, a fines del siglo XIX, y en el centro de una escena desmontada por la Guerra de la Triple Alianza, se plantea la tarea de reiniciar el sistema de las artes plásticas. Tal proyecto surge en el contexto de la fuerte dependencia de la cultura paraguaya en relación a la del Río de la Plata, especialmente a la de Buenos Aires. Durante una primera etapa, el devenir de las artes plásticas se encuentra condicionado por las influencias estéticas porteñas que traen, a lo largo de la primera década del siglo, propuestas naturalistas de cuño italianizante y acercan, durante la siguiente, tímidas innovaciones procedentes del impresionismo francés. Cuando en 1931 se realiza la primera exposición de Núñez Soler, está concluyendo esa etapa empeñada en pintar paisajes amables durante el plazo agitado de entreguerras. La siguiente etapa, que comienza luego de la Guerra del Chaco (librada contra Bolivia entre 1932 y 1935), corresponde a una fase de transición entre el naturalismo finisecular y la irrupción vanguardista.

Es cierto que las grandes conmociones de la historia no influyen en forma directa sobre los devenires del arte y poco sirven por eso como hitos de periodización. Pero al condensar el tiempo y al sacudirlo, al quebrarlo a veces, precipitan cuestiones y apuran las sazones de su momento; la guerra del Chaco movilizó la sensibilidad colectiva y aceleró el advenimiento de nuevas formas expresivas: decantó las formas y maduró los contenidos que anunciaban la modernidad rezagada. Cuando en 1954 se produjo el advenimiento del Grupo "Arte Nuevo", primer equivalente paraguayo de una agrupación de vanguardia, se adoptaron básicamente el expresionismo y el cubismo, o versiones locales de ambos movimientos, pues cada uno de ellos respondía a una necesidad del momento: el uno permitía recalcar los contenidos; el otro se ocupaba de ordenar las formas. Recién la siguiente etapa, desarrollada a partir de los años sesentas, se preocupó por ponerse al día y sintonizar el horario internacional asumiendo puntualmente las sucesivas innovaciones vanguardísticas.

¿Cómo se ubica la obra de Núñez Soler ante esta historia? Aunque siguiera la misma un derrotero personal y alternativo, marginal en cierto sentido, lo hace recurriendo al repertorio de formas disponibles en su momento. Y mezclando según formas propias, extemporáneas casi siempre, diversos ingredientes de subculturas urbanas y rurales, residuos tradicionales, legados dudosamente académicos y porciones de imágenes modernas. Y utilizando los registros de sensibilidades diferentes: la marcada por los afanes del luchador, el recuerdo de quien evoca un sitio perdido, la esperanza del utopista, la mirada directa del muchacho de barrio, del hombre que transitó la ciudad de ida y de vuelta miles de veces. Al artista no le preocupan mucho los nombres de las tendencias que utiliza con desparpajo. A lo impresionista o puntillista, descompone los colores en toques breves de color y deforma las figuras de manera expresionista. Pero también utiliza retóricas simbolistas y alegoricistas, recursos del pop art, soluciones de la cultura popular latinoamericana, así como medios figurativos de los muralistas mexicanos (y de sus tantas versiones desiguales), y abundante iconografía kítsch de los medios masivos. Siguiendo siempre la lógica pictórica de Núñez Soler, estos componentes heterogéneos son forzados a convivir en una misma escena y a compartir una sola suerte; es común que un mismo cuadro combine elementos estilísticos dispares. Pero la pintura de Núñez Soler tiene el vigor necesario para integrar estas incongruencias formales en una síntesis notablemente bien construida, alimentada en su originalidad de la propia mixtura de la que parte.

La unidad que significa esta obra supone momentos distintos. El primero de ellos, desarrollado durante las décadas de los treinta y cuarentas, se inscribe, con retardo, dentro del horizonte de una figuración naturalista que comenzaba por entonces a ceder ante los empujes de posiciones más renovadoras (impresionistas y pos impresionistas). La imagen de don Ignacio constituye una versión particular de tal figuración; una interpretación libre de gravámenes academicistas, aunque tuviera en su origen el recuerdo de academias remotas. Comparten algunos puntos: preferencia por los temas de paisajes y escenas rurales, minuciosidad en la representación del tema, tendencia al verismo, etc. Pero lo apacible de la obra de Núñez Soler está amenazado por oscuridades inexplicables, por colores descarriados y formas demasiado apretadas, sofocantes casi. Y, muchas veces, las composiciones de esa pintura se apartan demasiado de las exigencias de una figuración razonablemente verídica y adelantan cuestiones y formas que aparecerán más tarde en el panorama de la plástica. Por otra parte, aunque fuere éste el momento de Núñez Soler más detenido en temas rurales e impregnado de aires bucólicos, durante su transcurso comienza ya a aparecer el registro de las casas y lugares de Asunción, motivo inexplorado por los pintores que actuaban entonces: aunque Samudio pintó algunas escenas del Panteón de los Héroes, ni él, ni Alborno, Modesto Delgado Rodas, Andrés Campos Cervera ni, después, Jaime Bestard, trabajaron el paisaje asunceno. (20)

Durante las décadas de los años cincuentas y sesentas se define el apasionado interés de don Ignacio por la ciudad y se manifiestan con fuerza los motivos de inspiración social y política: los dos grandes ejes temáticos que sostienen su pintura. Durante esas mismas décadas, como se sabe, se produce el arranque de la experiencia moderna en el arte paraguayo y sus aperturas a las innovaciones de los ismos internacionales. A veces Núñez Soler acompaña a los modernos en su trayecto nuevo, pero lo hace durante tramos interrumpidos, manteniendo una cierta distancia y siguiendo un ritmo diferente. Unas veces, se cruza con ellos; otras, se aleja en dirección contraria. No se siente identificado con el ideario moderno, pero tampoco se opone a él, como lo hacen ciertos contemporáneos suyos, y se enriquece a menudo con sus conquistas, a las que probablemente no considera tales. "La pintura moderna", declara, "no destruye nada del arte; yo no estoy de acuerdo con quienes protestan contra esos mozos que pintan así, porque son ideas propias. El hombre nace para pensar de distinta manera uno del otro...". (21)

Según queda expuesto, la bisoña modernidad artística paraguaya se basa en versiones locales del expresionismo y del cubismo; sirve uno para indagar con vehemencia contenidos sociales y existenciales, ausentes en la pintura desarrollada hasta ese momento; el otro ayuda a organizar una representación poco cuidadosa hasta entonces de las exigencias compositivas y los rigores formales. El resultado es una figuración esquematizada pero vehemente; una pintura que, por un lado, ajusta su organización interna y, por otro, intensifica los contenidos y los carga de historia y de vivencia concreta.

Sin comprometer la nitidez de las formas ni la claridad del espacio, la pintura que Núñez Soler desarrolla a lo largo de esas décadas toma súbitamente soluciones expresionistas: exagera siluetas, desfigura personajes y los caricaturiza, intensifica los contenidos dramáticos, etc. Pero esos préstamos espontáneos y eventuales tienen otro espíritu que el que anima a los primeros artistas modernos paraguayos: no pretenden habilitar un nuevo espacio regido por códigos específicamente estéticos sino enfatizar con osada libertad lados de la realidad que, para bien o para mal, merecen ser marcados. También puede afirmarse que algunas veces su obra utiliza soluciones que, en sentido muy amplio, parecen cubistas. Pero estas ocasionales convergencias con ciertos aspectos del cubismo ocurren al costado del proceso de la pintura paraguaya, que buscaba fundamentalmente desmontar la representación naturalista y afirmar una composición estrictamente plástica. Es decir, buscaba sobre todo la solidez constructiva, la seguridad volumétrica del primer cubismo basado en Cézanne. A don Ignacio no le preocupa demasiado ni desarmar las bases de la imagen tradicional ni apuntalar el nuevo armazón figurativo. Y, cuando casualmente roza el cubismo, usa recursos más cercanos a su fase analítica que a su momento cezaniano; así, la multiplicación de puntos de vista en un mismo paisaje urbano, la representación simultánea en clave de plano y de volumen, el despliegue de los lados de una casa, etc. Pero estos encuentros de hecho no significan coincidencias programáticas: se halla demasiado lejos don Ignacio de las preocupaciones conceptuales que mueven a los cubistas como para que las obras de uno y otros se presten a homologaciones apresuradas. Acá vuelve a acercarse por un momento a los modernos paraguayos, que reutilizan creativamente los medios de cualquier ismo según el curso de sus historias particulares.

La etapa transcurrida durante la década de los años setentas y parte de la siguiente corresponde a la consumación de la modernidad artística paraguaya, que alcanza entonces su punto más alto, su mayor fecundidad y su madurez. Es un tiempo de ajuste y de reflexión; el de asegurar el terreno ganado, profundizar conquistas y extraer conclusiones. La pintura de don Ignacio también alcanza en este momento su plenitud, su síntesis y su mayor profusión. El hecho es notable si consideramos que esta etapa comienza aproximadamente cuando don Ignacio cumple ochenta años de vida; cuando muere él, a los noventa y dos años, se encuentra pintando con total libertad, movido por una entera pasión que le empuja a pintar un cuadro tras otro y a exponer dos veces por temporada. Este último período es el más fructífero; pero también es el más libre, imaginativo y personal de su larga carrera durante la cual produjo miles de cuadros.

Ocurridas sobre la experiencia de un lenguaje seguro y firme, un mundo visual decantado a través de pintura tanta, las propias restricciones que comienza a padecer en la visión se vuelven factores aliados de una obra suelta y osada construida a través de pinceladas cortas, signos breves, líneas y manchas escuetas. Éste es el tiempo de ciertos paisajes fantasmales en donde los personajes, reducidos al más elemental de los trazos, disueltos casi, flotan en escenas por un momento solitarias. Es el tiempo más pleno de las multitudes, ese gentío efervescente y entusiasmado, hormigueante, que sólo don Ignacio supo pintar en toda la historia del arte paraguayo. Es el tiempo cuando la fiesta y la marcha, las ferias, las revoluciones, adquieren su formulación más cabal. Y lo hacen pintadas con impaciencia y prisa, con leves toques, contornos rápidos y bultos vacilantes. Con poco tiempo ya por delante, con poca luz ya en los ojos, don Ignacio se apresura en adelantar su tarea; debe aún pintar demasiados mercados y calles, demasiados afanes grandes y retratos notables. Al final, pinta casi a ciegas, de memoria casi, con la mirada vuelta hacia adentro, en donde se encuentran las casas intactas, los sueños enteros; donde viven cientos de personajes y se gestan las luces claras de un mañana, tantas veces anunciado que quizá sea posible todavía.

 

 

Asunción en el futuro, 1976

óleo sobre papel, 116 x 80 cm.

C.A.V./ Museo del Barro, Asunción

 

 

NOTAS

 

1- Los datos utilizados bajo este título fueron extraídos de las siguientes fuentes: l. Epígrafes escritos al dorso de algunas pinturas del artista. 2. Diversas entrevistas periodísticas que diera don Ignacio y que obran en los archivos de Herminia Soler Blanc y de Ignacio Soler Blanc, hijos suyos 3. El libro de memorias escrito por el propio pintor: Soler Núñez, Ignacio, Evocaciones de un sur revolucionario. Asunción, 1980. 4. La entrevista publicada en: Seiferheld, Alfredo, Conversaciones político militares, vol. 1, El lector. Asunción, 1984, págs. 321 y ss.

2- En Seiferheld, op. cit., pág. 232.

3- En Soler Núñez, op. cit., pág. 27.

4- En Seiferheld, op. cit., pág. 239.

5- En una entrevista periodística, don Ignacio dice que aprendió a pintar en 1907 cuando trabajaba en una imprenta con tres italianos anarquistas cuyos nombres no recuerda; "uno de elles me prestó sus colores y me dio algunas lecciones básicas sobre el empleo de los mismos" ("La anecdotas pintadas de Núñez Soler". En Diario Hoy, Suplemento de Artes y Espectáculos, sábado ? de marzo de 1979, pág. 3 -en adelante "Las anécdotas..."-). Pero es muy poco probable que esta experiencia aislada y carente de continuidad haya significado un primer paso en su carrera. En muchas otras entrevistas y escritos don Ignacio manifiesta con toda claridad que su primer maestro fue su hermano Tomás.

6- Extraigo la enumeración de estas ocupaciones del artista de epígrafes de numerosos cuadros suyos, algunos de los cuales serán mencionados más adelante. La referencia a su labor de artesano denriva de una declaración hecha en una entrevista: "En mi niñez era un gran entusiasta de la fabricación de pesebres (representación de nacimientos navideños). Yo hacía las figuras de barro y la pintaba; eran ellas muy elogiadas y yo me ganaba unos pesos..." (Archivo de Ignacio Soler Blanc, s.l., s.d.).

7- "Las anécdotas...", pág. 3.

8- En Seiferheld, op. cit., pág. 237.

9- Estas consideraciones fueron expresadas en el curso de una comunicación personal mantenida con Milda Rivarola en Asunción, en junio de 1998.

10- En Seiferheld, op. cit., pág. 235.

11- Soler Núñez, op. cit., pág. 20.

12- En Seiferheld, op. cit., pág. 239.

13- Brasileños ambos, João Rossi (1923) y Livio Abramo (1903-1992) llegaron al Paraguay en la década de los años cincuentas y tuvieron un papel fundamental en el surgimiento del movimiento moderno, el primero, y en su consolidación, el segundo. Olga Blinder (1921) es una de las fundadoras del Grupo "Arte Nuevo"; su enseñanza y su obra adquirieron fuerte influencia en el desarrollo de la modernidad artística paraguaya. Carlos Colombino (1937) es uno de los animadores más firmes de la escena artística paraguaya y uno de sus protagonistas mejores.

14- Soler Núñez, op. cit., pág. 43.

15- Soler Núñez, op. cit., pág. 196. El destacado es mío.

16- Soler Núñez, op. cit., pág. 42.

17- Declaraciones de don Ignacio Núñez Soler publicadas en un catálogo de exposición perteneciente al archivo de Ignacio Soler Blanc, Asunción, sin fecha. Lo afirmado en esta declaración se repite casi textualmente en "Las anécdotas...", pág. 3.

18- En Seiferheld, op. cit., pág. 232.

19- "Las anécdotas...", pág. 4.

20- Estos pintores paraguayos actuaron en diferentes momentos desde comienzos de siglo hasta aproximadamente la década de los años cincuentas, cuando se produce el advenimiento del arte moderno paraguayo. Juan A. Samudio (1880-1935), Pablo Alborno (1877-1958) y Carlos Colombo (1882-1959) pertenecen a la primera generación de becarios que viajaron a estudiar pintura en las academias italianas. Más adelante, Andrés Campos Cervera (1888-1937), Modesto Delgado Rodas (1884-1964) y, posteriormente, Jaime Bestard (1892-1964) lo hicieron por sus propios medios. Todos ellos trabajaron una figuración básicamente paisajista que oscilaba desde un rígido naturalismo hasta una imagen más suelta enriquecida con aportes impresionistas (Samudio) y pos-impresionistas (Campos Cervera y Bestard).

21- En Seiferheld, op. cit., pág. 239.

 

 

COMENTARIOS DE OBRAS

por TICIO ESCOBAR

 

La pintura tematiza uno de los motivos más reiterados de la pintura de Núñez Soler: el del antiguo Mercado Guasú ("grande", en guaraní), o Mercado Central. El pintor no sólo pinta obsesivamente este lugar sino que, a través de largos epígrafes escritos al dorso de la pintura, describe minuciosamente la escena. El mercado estaba ubicado en la llamada Plaza Yvycuí, en el mismo lugar donde antes funcionaba un convento, sobre la calle Palma entre Independencia Nacional y 25 de Noviembre, hoy Nuestra Señora de la Asunción. Su espacio central se encontraba cargado de pilas de leña, frutos y chipa (panes de maíz), ofrecidos por sus vendedoras que, sentadas en el suelo y vestidas siempre de blanco, fumaban po guasú (grandes cigarros), y en forma continua bebían mate. Montadas ellas en sus burros, volvían a mediodía a sus casas ubicadas en Lambaré, en las inmediaciones de Asunción, de donde habían venido a la madrugada en caravanas de casi cien burritos, acompañadas de caballos y carretas.

Esta obra corresponde a la última etapa de don Ignacio, momento marcado por la libertad de composición y de pincelada; pero también por la síntesis de medios expresivos sostenida por su oficio largo de pintor: las figuras se construyen eficientemente con pequeños toques de colores temblorosos, con manchas y trazos que se arrastran brevemente sobre el soporte perfilando el trecho indispensable. El espacio se despeja en cielos de nubes esenciales, se dilata en horizontes de corredores apenas esbozados, se contrae, se concentra y late en los montones de naranjas apiladas, en los blanquísimos vestidos de las mujeres, en la geometría elemental de la casa del primer plano. La escena transcurre ante el paisaje espectral que une la memoria con el sueño; sobre ese fondo letárgico, se levantan signos alertas, vigilantes: puntos estremecidos de colores y de luces, cifras titilantes de afanes despiertos.

La obra representa uno de los característicos paisajes urbanos de don Ignacio: el mundo agitado de la calle, el lugar abierto a la gente, el escenario primero del recuerdo y de la historia. Realizado en 1983, el año de su muerte, este óleo figura entre los últimos de don Ignacio, cuando, condicionada por las limitaciones de la vista y el pulso, propias de un hombre dé más de noventa años, su pintura debe hacer acopio de todas sus fuerzas, y convocar a los argumentos de su memoria entera y al aval de su larga experiencia. Ese esfuerzo por vencer la mengua de destrezas y aptitudes dota a la obra de una tensión especial. Por una parte, toda la composición parece derrumbarse, las líneas tiritan y languidecen los tonos; se fusionan entre sí las figuras, se mezclan principios de dibujos y pinturas y aparecen a la vista arrepentimientos y correcciones: la nervadura indiscreta de bocetos anteriores. Pero todas estas erratas y omisiones se convierten en enérgicos alegatos expresivos: las deformaciones y el desorden, sostenidos por la pericia profesional del pintor y guiados, a tientas casi, por su olfato certero de forma reconstruyen un escenario cargado de sugerencias propias. El resultado es un lugar construido por perspectivas imposibles y recorrido por transeúntes fantasmales, sobrevolado por aves oscuras y demasiado grandes, estremecido, inquietante: una de las perspectivas de Asunción que sólo la mirada de Núñez Soler es capaz de revelar en las fronteras vacilantes que separan el registro histórico y la verdad poética.

Fiel a su vocación anarco-sindicalista y su militancia obrera, don Ignacio ha retratado con admiración a los actores principales de la historia en la cual creía: los sectores populares radiantes de convicción, levantados ante la injusticia, afanosos en su ideal libertario y, a la larga, triunfantes. Núñez Soler es el gran pintor de multitudes en el arte paraguayo, el único de su historia que ha representado muchedumbres en situación de fiesta y de protesta, de contento y de arrebato.

Pero esta figuración idealizada de un pueblo impetuoso y pujante no está planteada en un sentido literal y panfletario: cuando el pintor protesta y sueña lo hace como pintor, con los recursos de la forma y las razones del color, que terminan complejizando la imagen y abriéndola a sentidos plurales. Si en su última etapa representa el gentío a través de manchas hormigueantes, durante la década de los años sesentas lo pinta mediante volúmenes firmes y siluetas nítidas y conformando una masa compacta. La bandera roja bordeada de negro, la insignia anarquista, se clava como una cuña ondeante en el centro del cuadro. Imprime una curva en su firme trama e indica una recia diagonal que divide en dos sectores virtuales su materia apretada. El estandarte indica una dirección en su movimiento ondulante. La lectura visual también impone un sentido. Pero la marcha avanza de derecha a izquierda a contramano de ambas orientaciones: si no estuviera sostenida por la bandera, la blancura firme de las camisas y los pilares de los pantalones negros anclan con un ángulo el centro y marcan el primer plano, la composición de la obra zozobraría y la manifestación se vendría encima. Pero, ajustada plásticamente, segura en su armazón y en su sentido, la marcha avanza por el camino correcto y en pos de su rumbo cierto hacia la meta con la que sueña el luchador y que como artista presenta.

La pintura forma parte de un conjunto de retratos de personas admiradas por Ignacio Núñez Soler por su creatividad, su talento intelectual, sus ideas o su militancia política. La serie, una reunión de 300 personajes, fue realizada entre las décadas de los cincuenta y la de los setentas y acusa en su factura el vaivén de las formas movidas por tiempos diferentes. Salvo Rafael Barrett (1876-1910), pensador, ensayista y luchador español de renombrada trayectoria que viviera en el Paraguay entre 1904 y 1910, todas las otras personas que aparecen en esta obra son anónimos trabajadores destacados por el pintor por sus afanes sindicalistas y enredados en sus recuerdos y sus afectos más cercanos. Por considerar que expresa bien el espíritu y la intención de esta pintura, transcribo la explicación del propio artista y el detalle que hace de los retratados en ella: "Pinté estos rostros porque son los de los trabajadores, los de los hombres que han querido mejorar las condiciones humanas... De izquierda a derecha: Rafael Barrett (escritor, filósofo), José Cutillo (carpintero), Pedro Martínez (mozo de barco, gran luchador sindicalista), Andrés Añazco (maestro panadero), Dora de Novara (comerciante, también sindicalista), Lorenzo J. Martínez (mecánico), mi hermano Manuel Núñez (ebanista), Anacleto Meza (maestro panadero); Juan Deilla (pintor); Abraham Ortega (un buen maestro panadero y ciudadano noble); Abajo: Leandro Tapia (mozo de café); Martín Correa (tranviario), Francisco Serrano (carpintero), Cantalicio Aracuyú (pintor concepcionero, idealista, se formó conmigo) e Isidoro López (maestro panadero)". (Del archivo de Ignacio Soler Blanc).

Otras obras pertenecientes a esta misma serie presentan rostros de afamados artistas, pensadores y políticos comprometidos con la causa que desvela al artista. Pero siempre unos y otros aparecen alternando con hombres y mujeres humildes, desconocidos en sus modestos quehaceres, equiparados todos por la nobleza de sus sueños grandes. Y por igual tratados pictóricamente: no son los rangos y los títulos los que deciden las posiciones, las precedencias y los formatos sino las razones estrictas del espacio plástico. Posando de frente o presentados de perfil o tres cuartos, ubicados en primer plano o notoriamente alejados, los personajes poseen la igualdad que anticipa la utopía del pintor y la que rige en el dominio autónomo de las formas que él ha elegido para asentar su anhelo.

Más allá de sus valores plásticos, que son indudables, esta pintura es interesante porque resume grandes temas del repertorio de don Ignacio y básicos principios suyos de significación. Por un lado, se exponen motivos autobiográficos: la casa presentada corresponde a la de su abuela paterna, Dolores Jovellanos de Soler. Allí vino a trabajar Ascensión Núñez, su madre; allí conoció ella a Adolfo Soler, su padre; allí nació el pintor. Por otra parte, en esa misma escena familiar aparece representada una característica manifestación obrera. Y lo hace en torno a figuras centrales: Rafael Barrett, su héroe ejemplar, y el Centro Obrero Regional del Paraguay, de cuya fundación fuera protagonista el mismo pintor un año antes. También aparece un tranvía a mulita, motivo que interesó especialmente al artista y que fue representado y descripto

en tantos cuadros suyos y sus respectivos epígrafes. Tal medio de transporte, según esas descripciones, consistía en un coche tirado por cuatro mulas. Cargado de hasta treinta pasajeros circulaba por la calle Chile rumbo a Tacumbú pero, al llegar a la bruta elevación que se alza a la altura de la Primera Proyectada, se detenía pues los animales que lo tiraban carecían de la fuerza para enfrentar un esfuerzo tanto. Entonces, los pasajeros bajaban del tranvía y lo empujaban hasta la cima. Según don Ignacio este episodio divertía a Rafael Barrett, cuyos comentarios al respecto citaba a menudo. Esta coincidencia de hechos diferentes expresa un característico montaje de Núñez Soler: hechos personales e históricos, grandes sucesos e incidentes nimios coexisten en un mismo espacio y lo llenan de ecos diferentes.

La obra está resuelta con diestro sentido compositivo. La casa se encuentra plantada en su centro; la marcha obrera refuerza el codo agudo de la calle que remata, amante, contra un horizonte verde; ayudado visualmente por un muro rojizo que sujeta y prolonga la arquitectura, el tranvía a mulita estira la escena hacia la derecha y contrapesa el núcleo de la manifestación que ocurre en el extremo izquierdo. Las personas son trazos y manchas, mayores o menores no en función de los cánones de la perspectiva sino a partir de las demandas de la expresión.

La pintura es un juego inteligente de fuerzas visuales; es un documento autobiográfico, una página de historia nacional. Es una pieza capaz de conjugar en clave de forma la referencia más inmediata, la nostalgia más antigua y el deseo radical.

Se cruzan acá tres figuras recurrentes del imaginario de Núñez Soler: la del viejo carnaval asunceno, la del Mercado Guasú, sobre cuyo fondo transcurre, y la de la fecha del fallecimiento de su madre, momento intenso, imantado, que marca toda la biografía del artista y se expande sobre la historia entera del país usurpando acontecimientos que ocurrieron en otros tiempos.

El artista habla de su participación en las comparsas de ciertos carnavales, lo que supone necesariamente que éstos debieron ocurrir en años sucesivos, pero a la hora de fijar fecha, todos transcurren en 1906. Así, aunque a veces sean datadas en años diferentes (1897, 1909 ó 1911) las comparsas-orquestas llamadas "Los enamorados nocturnos", "Los pescadores de perlas", "Los negros unidos" y “los yerbateros del Norte” habrían ocurrido simultáneamente en aquella festividad ejemplar. La figura de ese carnaval arquetípico actúa como un núcleo de sentido capaz de concentrar imágenes, formas y hechos pertenecientes tanto a su mundo afectivo como a la historia del país y al horizonte de sus creencias y sus anhelos. Para poder ajustar un paquete simbólico tan cargado se precisan formas seguras, potentes. Don Ignacio recurre a ellas con decisión.

En su libro Evocaciones de un sindicalista revolucionario (Asunción, 1980, pág. 128), el artista describe aquellas fiestas del carnaval de comienzos de siglo: "Una multitud delirante se regocijaba al oír la marcha de las comparsas, se cruzaban las serpentinas, las flores, cartuchitos de higo pasa y confites, lanza perfumes y globos de agua perfumada. Las comparsas aparecían por la calle Palma, frente al mercado, hasta llegar a Colón. Los enmascarados eran miles, con caretas de alambre y cartones, antifaces, capas anchas con lentejuelas, espejitos y cascabeles, plumas de pavo real... Los coches a caballo... se paraban y sus conductores, vestidos de galera de felpa, se bajaban para sacar las serpientes de las ruedas (de los carruajes)..., por toda la calle Palma se llenaba la calzada de estos papeles y, frente al Mercado, uno entraba (en ellos) hasta los tobillos". Ese sentido de regocijo y delirio, tanto como ese mundo visual bullente de serpentinas y papel picado, se expresan bien en términos de pintura: devienen materia de colores estremecidos, hirviente, manchas, puntos y líneas breves que hormiguean, luces que parpadean. La marcha de los carruajes sucede plásticamente: orientada de izquierda a derecha de manera decididamente horizontal, apuntalada en su transcurso por las columnas del largo corredor del Mercado, el cortejo de carros pasa desfilando ante el espectador del cuadro. Espectador cuya posición es la del público que asiste al carnaval y ve pasar sus coches oscuros y sus comparsas sumergido en el clima alborozado de la fiesta: enfrentando a una escena en donde la forma celebra el contento de sus luces y sus tonos.

En una entrevista publicada en el Diario Hoy (“Suplemento de Arte y Espectáculos”, Asunción, 3 de Marzo de 1979, pág. 3), don Ignacio responde así a la pregunta de cuáles son sus obras preferidas: "El retrato de mi esposa, Herminia Rosa Blanc..., que siempre supo interpretar bien mi labor, y la obra Los benefactores de la humanidad, que sostiene que el movimiento de todas las cosas se debe a los obreros; ...por eso pinté a los aguateros, chiperas [vendedoras de chipa, pan de maíz], lecheros, albañiles, entre otros." Como casi todas las obras importantes de Soler, ésta resume algunos de sus grandes temas: el centro de Asunción, aunque no corresponda este escenario a la presentación de ciertos personajes (como el hombre que aparece arando a la izquierda del cuadro); el homenaje a los sectores populares, considerados protagonistas privilegiados del hacer social y forjadores de un mañana solidario. El artista levanta la escena con destreza: el propio soporte de la madera aparece descubierto en sus colores, sus estrías y sus vetas; es la materia que debe ser arada, pintada, concluida: transformada por los hombres y mujeres que construyen en silencio las bases de una historia desagradecida. Aunque abierto en el centro de la ciudad, el espacio de la obra parece referirse más a una extensión rural o suburbana que a un ámbito citadino: no existe en Asunción una extensión tan amplia como la aquí presentada. Los personajes deambulan indicando sus oficios necesarios, indiferentes a los rangos y precedencias que establece la perspectiva, a los cánones que impone la proporción, a las segmentaciones que ordena el tiempo. Las figuras se mueven cruzando sus direcciones opuestas pero la mayoría de ellas avanza de derecha a izquierda, torciendo los rumbos de una lectura pautada. La ciudad despliega su perfil escenográfico como un fondo casi plano, pero en el centro del cuadro una calle sube hacia el horizonte señalando el lugar del alba y equilibrando la figura de los pintores que, como don Ignacio, al pintar las paredes de las casas están pintando el soporte desnudo del cuadro.

Manuscrita en su reverso por el artista, esta pintura lleva uno de los característicos epígrafes suyos referentes a la descripción del tema de la obra: "El torero Carrillo dio varias estocadas al toro sin echarlo; indignado, el comisario Almeida se levantó y arrojó una silla a la cancha. El hecho ocurrió en el sitio donde actualmente se encuentra la Intendencia General de Guerra, calles Chile entre Amambay y Jejuí". Haya o no ocurrido la anécdota en ese año, ella es representada como sucedida en 1906. Doña Ascensión Núñez, la madre del artista, murió en esa fecha, que ha acogido tantos recuerdos dispersos.

Esta escena está recreada por el artista en clave pictórica y a través de notable libertad de recursos figurativos. Para enfatizar el hecho y mostrarlo desplegado en sus distintos momentos, el artista descompone el movimiento a la manera futurista: por un lado, la trayectoria de la silla arrojada está mostrada en sus distintas fases y según un momento completamente arbitrario; por otro, tanto Carrillo, el torero inepto, como el airado comisario Almeida son representados simultáneamente en posiciones y lugares diferentes. Las proporciones son desconocida cm naturalidad: el decepcionado protagonista luce un tamaño mucho mayor que el del público que le rodea, sintética y eficazmente representado éste a través de pequeños toques de pintura, puntos nerviosos que otorgan a la multitud imagen vital y un sentido vibrante.

La obra está realizada no sólo con economía de formas sino con frugalidad de paleta: la escena es parca en tonos y textura y sólo el toro, el caballo y los actores destacados con pinceladas espesas y colores fuertes. Don Ignacio sabe que para narrar plásticamente una historia volverla convincente tiene que ahorrar pormenores, resumir espacios, desdoblar figuras y apretar contornos. Debe transformar la anécdota curiosa en una imagen que acoja muchos otros sucesos y tantos otros tiempos. No le bastan para ello los medios de la representación convencional: ha de corregir la memoria y transgredir la forma.

Ciertos hechos narrados por Núñez Soler ocurren fuera de sus escenarios urbanos tradicionales. Lo hacen ya en pueblos o descampados del interior del país o ya en barrios suburbanos; unos y otros lugares que en el recuerdo del pintor no difieren entre sí demasiado. A comienzos de siglo, el espacio de La Chacarita, barrio ubicado en los bajos de Asunción y sobre el río apretado, podría pasar bien por el de cualquier lugar campesino y bien distante. Es común en la pintura de Núñez Soler el tema de las serenatas con baile ofrecidas a ciertas figuras matriarcales de los barrios de Asunción en ocasión de sus cumpleaños. El día en que doña Tuní cumplió cien años y se armó entonces una gran fiesta sobre el fondo del río y en el medio del poblado, marca una fecha arquetípica repetida en docenas de cuadros. El cumpleaños de Ña Juanita también ha merecido más de un homenaje pintado. La obra se construye sobre la oposición elemental de los oscuros del cielo y del paisaje y las luces de la casa radiante; entre el silencio nocturno y los sones de la serenata. Pero también a partir de la diferencia que marca la sólida quietud de la vivienda y su entorno inmóvil, por un lado, y el movimiento del gentío, por otro. La obra es casi cuadrada pero la composición tensa sus proporciones y acentúa las verticales, estiradas por los tres inconfundibles mbocayá, los altos cocoteros vigilantes. En esta escena ocurre el episodio que nos acerca don Ignacio. La banda popular de músicos interrumpe la calma de la medianoche con el contento de sus sones que ofrece a la agasajada; sale ella de su cuarto y comienza el baile; sombras confusas rondan la casa en cuyo interior se muestran siluetas desveladas. Blanca de pura cal y reluciente de farolas, plantada en el centro del cuadro, la tal casa es un rancho pequeño; una habitación abierta a un corredor, espacio básico de la arquitectura popular que intermedia entre el adentro elemental y el afuera ilimitado. Como en toda la obra del pintor, así como en los terrenos de la cultura rural y suburbana, lo fundamental ocurre siempre afuera, en el patio extenso del pequeño rancho. Allí se afanan las parejas, que recuerdan figurillas danzantes de la cerámica popular de Itá; allí cuchichea el público de manchas; allí parpadean brillos ambiguos y se agitan las ropas blancas. Es la fiesta, el ritual que media entre el reposo y el juego, entre la noche abierta y callada y el círculo iluminado de quienes celebran los ritmos del tiempo y aventan los pesares que las sombras tapan.

Don Ignacio también tenía ídolos en otros campos que los acotados por el quehacer cultural y la militancia sindical: Silvio Pettirossi, primer piloto paraguayo, aparece celebrado por su valor y su competencia como aviador en varios cuadros suyos. Esta obra representa el primer vuelo del avión piloteado por Pettirossi sobre un paisaje de edificios en parte recordados y soñados en parte.

Herminia Soler de Benítez, propietaria de este óleo e hija del pintor, recuerda que su padre había quedado impresionado por un gran hotel levantado en las inmediaciones de Encarnación. Devoto como se sabe de las ideas de progreso, en cuanto no estuvieren ellas desvinculadas de los valores que profesa con tesón, el artista aplaude los dones de una modernidad abierta al provecho del pueblo.

Por eso ha decidido pintar juntos estos símbolos de un desarrollo bien encaminado aunque los hoteles hayan sido construidos muchos años después de aquel vuelo memorable.

El gran patio que intercomunica los edificios ocupa prácticamente todo el área del cuadro. Renovado en su modelo, el avión aparece suspendido en un brevísimo espacio sobrante en el extremo superior del centro, sobre dos enormes paneles pintados que representan el amanecer y la noche; alegorías del tiempo que, extrañamente, suplantan el horizonte. La composición del cuadro está planteada estrictamente de manera central y simétrica: a ambos costados, los dos hoteles aparecen dispuestos en diagonales que apuntalan el sitio del aeroplano; en el centro, se muestra la gran pileta cuya forzada perspectiva también sostiene y recalca el lugar en donde cuelga, inmóvil, acorralada, la máquina que el pintor celebra con entusiasmo. La multitud ha invadido serenamente la ancha extensión del parque; una vista casi aérea la muestra apiñada en parte en las terrazas para ver la proeza que significa aquel vuelo primero y en parte deambulando sin prisas por el patio o nadando en la piscina desmesurada. La parte interior de la obra está ocupada por un primer plano de árboles dispuestos en fila: cocoteros de melena espesa y feraces naranjos. Salvo los paneles que simbolizan con vigor de tonos el nacimiento del sol y la aparición de la luna, toda la escena está sumergida en un clima mortecino, uniforme en sus luces irreales. Sin forzar demasiado la retórica del pintor, una de las posibles lecturas de la obra podría invitar a verla como un gran pedestal que, animado por el entusiasmo popular y apagado por el recuerdo, sostiene las cifras del tiempo y se adelanta en saludar el mañana mejor que anuncian ellas.

 

 

El intrépido Silvio Pettirossi y los hoteles, 1982

óleo sobre madera, 84 x 47 cms.

colección Herminia Solar de Benítez, Asunción.

 

ÍNDICE GENERAL

Ignacio Núñez Soler, por Ticio Escobar

  1. A   modo de biografía
  2. Los temas
  3. Las formas del tiempo    

 

Reproducción de obras         

Comentarios de obras, por TICIO ESCOBAR

Índice de obras

 

ÍNDICE DE OBRAS 

La Confraternidad y la paz, 1959

Casa de la familia de dolores Jovellanos de Soler, 1982

Cumpleaños de don Ignacio Núñez Soler, 1976

Estudio preliminar para Mercado Guasú, c. 1980

La corrupción del dinero, 1978

Autobiografía con retrato, c. 1950

Asunción en el futuro, 1976

Mis personajes, 1953 (serie)

Mis personajes, 1957 (serie)

Mis personajes, c. 1954 (serie)

Mis personajes, 1962 (serie)

Mis personajes, 1956 (serie)

Mis personajes, 1966 (serie)

Mis personajes, 1969 (serie)

Mis personajes, 1969 (serie)

Mis personajes, 1971 (serie)

Silvio Pettirossi al llegar triunfante del extranjero, 1974

El intrépido Silvio Pettirossi y los hoteles, 1982

Rafael Barret dando una Conferencia en el Teatro Municipal, 1970

Rafael Barret y familia en San Bernardino en 1910, 1939

Viva el Socialismo libertario ¡Pan y Trabajo!, 1930, c. 1950/60

Manifestación Obrera, 1960

Los benefactores de la humanidad, 1978

Obreros reparando edificio derruido, c. 1960

Mujeres trabajadoras al amanecer, c. 1970

Costumbres del campesino paraguayo, 1982

Día domingo, descanso de los trabajadores, 1978

Un domingo en Itá Enramada, 1964

El árbol del Jardín Botánico, 1971

Fila para ver el Mboi Jagua en el Jardín Botánico, 1972

La quema de Judas, c. 1980

Carnaval en Rio de Janeiro, c. 1980

Palacio Nacional en día de fiesta, c. 1980

Inauguración de los juegos universitarios, 1977 (detalle)

Guerra, 1982

Pozo de la Virgen de Caacupé, 1951

Casamiento Coyguá, 1971 (detalle)

Fiesta en La Chacarita, 1975

Fiesta en La Chacarita, 1975 (detalle)

Casamiento Coyguá. El pueblo le recibe con flores, 1976

Fiesta campesina. Ña Tuní cumple cien años, 1979

Un casamiento en Villarica, c. 1980

Banda Hy'e Cué ofrece a Ña Juanita su música, c. 1980

Las naranjeras de Villeta, 1982

Paisaje, 1935

La tormenta, 1945

Visión de Asunción a la noche, 1948

Paisaje, 1952

Paisaje, 1952 (detalle)

La Chacarita,1964

Asunción, calle Independencia Nacional, 1968

Paisaje de Itacurubi, c. 1970 

El naranjal, 1972

Amanecer, 1974

Cancha de fútbol sobre la calle Capitán Carpinelli, 1974

Aguacero sobre la bahía, 1979

Así será en el futuro Yta pyta punta

De antaño, 1975

Corrida de toros 1900, 1972 

Corrida de toros 1900, 1972 (detalle)          

Corrida de toros en 1906, 1980

Carnaval de1906, c.1975

El carnaval de 1906, 1982    

La última fiesta el Club Nacional en 1869, 1960

Patio donde vivió Velazco, Francia y luego fue Correo Nacional, 1977 

Plaza del Cabildo, c. 1979

El Centro Español, 1964

Locomotora en la Plaza Uruguaya, 1979

La Ferretería Alemana, c. 1980

La Catedral, 1980

Ahora Banco Central, c. 1980

Calle de Asunción, 1983

Calle de Asunción, 1983 (detalle)

Mercado Nº 1, 1947

Mercado Guasú, c. 1948

Mercado Guasú, c. 1948 (detalle)

Mercado Guasú, c. 1960

Mercado Guasú, c. 1976

Plaza Guasú 1904, 1980

Mercado Nº 1, 1975

Mercado Guasú, c. 1980

Frutas Nacionales, c. 1980

Mujer en el espejo, 1959

Cárcel de Mujeres, c. 1965

En el baño, c. 1965

Nudismo, 1965

La desflorada, 1971

Historia de mi vida, c. 1980

Historia de mi vida, c. 1980

Estudio preliminar, c. 1980

Autorretrato, c. 1965

Indicaciones para un bastidor de madera, c. 1970

 

 

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Manifestación Obrera, 1960

óleo sobre madera, 67 x 94,5 cms.

colección Ignacio Solar Blanc, Asunción.

 

 

 

 

 

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