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Ticio Escobar

  CULTURA Y DESARROLLO: EL DESAFÍO DE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS EN PARAGUAY - Por TICIO ESCOBAR


CULTURA Y DESARROLLO: EL DESAFÍO DE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS EN PARAGUAY - Por TICIO ESCOBAR

CULTURA Y DESARROLLO: EL DESAFÍO DE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS EN PARAGUAY

Por TICIO ESCOBAR

 

La idea amplia de cultura posibilita que el ámbito de los derechos culturales incluya la identidad y la memoria, las creencias, los conceptos y las ideologías, los lenguajes, las costumbres y tradiciones.

 

Encarar la cultura como factor indispensable de desarrollo social supone cuestionar simultáneamente su consideración como mero epifenómeno y como ornamento ilustrado. Este cambio de paradigmas activa procesos complejos. La teoría marxista, por un lado, y el pensar ilustrado, por otro, suponían una sociedad ya completa que se reflejaba en imágenes y conceptos. A partir de diversos abordajes, hoy se piensa que los quehaceres simbólicos e imaginarios no constituyen aderezos refinados o mera superestructura de la realidad social y que esta misma se configura a través de representaciones, imaginarios, valores e ideas. Por lo tanto, lo cultural es lo social considerado desde un cierto punto de vista: el del sentido que inventan los sujetos colectivos para organizar su experiencia del mundo e intentar comprender lo inexplicable: el fundamento y el origen, el deseo y la muerte. La cultura es la propia sociedad en cuanto esta se expone a sí misma, en cuanto se autoimagina y se autoanaliza a través de metáforas y discursos, de reflexión y de poesía.

Esta complejidad impide una definición cerrada del término cultura y promueve el desarrollo de conceptos operativos, recodificables de manera pragmática. Tradicionalmente, en América Latina los alcances de este vocablo se han circunscrito a las Bellas Artes y el patrimonio histórico. Esta restricción tiene fuentes nacionalistas (cultura entendida como acervo fijo que determina la identidad nacional) e ilustradas (cultura comprendida como suma de valores "superiores" idealizados). Ante estas acepciones demasiado acotadas, y a menudo tendenciosas, se afirma una concepción más amplia de cultura como sistema simbólico estrechamente articulado con el tecnológico y vinculado con las formas de organización social.

Así entendida, la cultura incluye las redes de sentido que levantan las sociedades para autocomprenderse y legitimarse; las formas por las cuales las comunidades se reconocen y se diferencian; los acervos patrimoniales, las figuras y los discursos colectivos y los estilos de vida a través de los cuales el cuerpo social se imagina, recuerda y proyecta. Trasciende el ámbito estricto del orden simbólico e involucra operaciones imaginarias que cuestionan los límites del lenguaje y desestabilizan la idea de significantes sociales definitivos.

La idea amplia de cultura posibilita que el ámbito de los derechos culturales incluya la identidad y la memoria, las creencias, los conceptos y las ideologías, los lenguajes, las costumbres y tradiciones, el patrimonio, etc. Este es el concepto de cultura al que recurren las constituciones nacionales modernas para proclamar la vigencia de los derechos culturales y garantizar su ejercicio.

También emplean este concepto extenso de cultura los tratados internacionales que consagran los derechos culturales como derechos humanos.

Ahora bien, la aplicación de políticas culturales -que buscan promover tanto el respeto de los derechos como el impulso de los procesos culturales- requiere distinciones en la extensión del término cultura. La cautela de los derechos culturales emplea la concepción amplia de cultura, que viene siendo expuesta hasta ahora, mientras que la promoción de la cultura (tarea de las políticas culturales en sentido estricto) exige una nueva reducción del contenido de lo cultural. Y esto ocurre porque las políticas suponen intervenciones planificadas del Estado en el ámbito de los asuntos culturales: de cara a los grandes objetivos nacionales, las políticas regulan determinadas prácticas para compensar los desequilibrios que produce el mercado; toman partido por las producciones rezagadas o los sectores más carenciados y señalan determinadas direcciones que coinciden con diferentes proyectos de desarrollo.

Aunque asuman modalidades de concertación con la ciudadanía, esas injerencias configurarían un caso de intervencionismo público si fueran aplicadas en el contexto del sentido amplio de cultura. El Estado no puede intervenir en las maneras de pensar, sentir y vivir de los particulares. Las políticas culturales no pueden recaer sobre los mecanismos íntimos de la significación colectiva ni pueden involucrar las zonas subjetivas de la producción cultural. El campo de acción de tales políticas se limita al ámbito que algunos autores, como Joaquín Brunner, consideran constituido por dimensiones macrosociales y referido a los quehaceres mediante los cuales la cultura es elaborada, transmitida y consumida de maneras relativamente especializadas. Las intervenciones estatales deben recaer solo sobre este nivel, ya que no pueden comprometer el terreno de los microcircuitos a través de los cuales se procesa cotidianamente el sentido. Por lo tanto, dichas intervenciones suponen una acepción más restringida del término cultura: la que designa el conjunto de prácticas y obras producidas, distribuidas y consumidas en forma especializada y mediante canales institucionalizados. Esta definición cubre así una enrevesada trama de circuitos cuyo funcionamiento debe ser protegido y organizado por las políticas culturales y cuyos contenidos corresponden a producciones creativas, críticas e intelectuales provenientes tanto de sectores eruditos como de populares e indígenas.

Resulta, así, imposible ignorar hoy que los procesos culturales conforman principios configuradores de la cohesión social. Esta consideración ha llevado a cuestionar una visión productivista del desarrollo. Pero también ha conducido a revisar una idea meramente instrumental de lo político: hoy serían impensables modelos sustentables de desarrollo y proyectos democráticos de sociedad planteados al margen de los argumentos cifrados que provee la cultura.

La producción cultural debe estar conectada, pues, con diversos niveles de expectativas sociales, así como con distintos proyectos de crecimiento socioeconómico y, por lo tanto, con ámbitos diversos del hacer colectivo (salud, educación, urbanismo o ambientalismo, entretenimiento, etc.). Y ha de ser asumida como instancia fundamental del proceso democrático y sostén de sus instituciones, cuya legitimidad se mueve en gran parte impulsada por figuras provenientes del ámbito cultural: la credibilidad pública, los vínculos que crea la identidad, así como las fuerzas que mueven la adhesión social, el consenso y el disenso.

Por eso, cuando se incluye el desarrollo como componente esencial de la cultura, no se está empleando aquel término en un sentido economicista o desarrollista: se lo está vinculando con un proceso que incluye cosmovisiones y valores éticos y axiológicos, activa mediaciones simbólicas complejas e involucra la calidad ambiental. Considerado como agente constitutivo del devenir social, lo cultural apela a diversos recursos del pensamiento y la imaginación para dinamizar la sensibilidad colectiva y reafirmar las razones del pacto social.

Todo tratamiento de la cultura se ve obligado a oscilar entre dos polos: el de los insondables resortes de la creación simbólica y el de la producción de bienes y servicios considerables en términos de rendimiento económico. Las tendencias neoliberales que hegemonizan la producción cultural consideran solo aquellos aspectos ligados a la rentabilidad y privilegian, en consecuencia, el intercambio de mercancías y el desarrollo de negocios trasnacionales. Pero es obvio que un modelo de cultura basado exclusivamente en estos supuestos no apostaría al desarrollo de las sociedades, sino al beneficio de las megacorporaciones.

 

POLÍTICAS PÚBLICAS

Uno de los ministerios de las políticas públicas es justamente regular las asimetrías de los procesos simbólicos y crear dispositivos aptos para equilibrar los intereses del Estado, los de las sociedades y los del mercado. Tal oficio supone la coordinación orgánica de proyectos diseñados según una determinada concepción del papel de lo cultural en el conjunto social. Las políticas públicas son adjetivas y formales: se limitan a garantizar el cumplimiento de los derechos culturales, asegurar condiciones efectivas de participación social, regular los mercados culturales, impulsar la creación, etc.; es decir, garantizar y promover los procesos culturales sin intervenir en el ámbito de los contenidos sustantivos de la cultura. El protagonismo de la gestión ciudadana, así como el empuje de frentes neoliberales que privilegian la función autorreguladora del mercado, por otro, tienden a considerar esa función adjetiva en detrimento de las responsabilidades del Estado. Pero lo adjetivo de las políticas no debe ser entendido como principio de neutralidad suya.

 

Fuente: Correo Semanal del diario ÚLTIMA HORA

Publicado en fecha: Sábado, 09 de Marzo del 2013

 

 

 

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