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BERNARDO NERI FARINA

  UNA NOCHE EN LA EMBAJADA - Cuento de BERNARDO NERI FARINA - Año 2006


UNA NOCHE EN LA EMBAJADA - Cuento de BERNARDO NERI FARINA - Año 2006

UNA NOCHE EN LA EMBAJADA

Cuento de BERNARDO NERI FARINA

 
 

UNA NOCHE EN LA EMBAJADA (LA GULA)
 
El ministro llegó de pésimo talante, parapetado tras un par de anteojos oscuros. El tufo a alcohol que despedía denunciaba una resaca atroz. Sin siquiera responder al buenosdíusseñorministro de su secretaria, ordenó un café bien cargado y un dígale a Ramírez que venga inmediatamente.

Casi al instante llegó el consejero político y hombre de confianza, seguido por el mozo con la bandeja. El ministro ni le dio tiempo a éste de colocar la taza en la mesa. La agarró él mismo de la bandeja y de un solo y largo sorbo liquidó su contenido. Con una seña nada gentil, indicó al camarero que se fuera y esperó unos segundos hasta que el ambiente estuviera despejado.

-Siéntese, Ramírez, y cuénteme qué pasó anoche.
 
-Estuvimos en la recepción de la Embajada, señor ministro.

-Eso ya sé, no se haga el idiota. Dígame qué pasó.
 
-Y... a usted se le fue un poco la mano en el trago y se dieron algunas situaciones que, en realidad, no fueron gran cosa. A la hora en que usted se descompuso ya había poca gente y, la verdad, todos estaban bien apintonados. Había etiqueta negra para bañarse.
 
-Yo pienso, pienso y no logro acordarme de nada. ¿Usted se acuerda? Porque parece que también le dio duro al chiriqui. Se le nota.
 
-Tomé un poco, pero después regulé porque no quería perderle de vista a usted, señor ministro.
 
Debía cuidarlo... Su imagen ¿vio?
 
-Muy bien, Ramírez, le agradezco. Pero cuénteme. -Cuando la fiesta estaba declinando ya, usted primero les ordenó a los mozos que trajeran ele vuelta las bandejas que habían llevado a la cocina y que siguiera la ronda de tragos, cosa que les cayó muy bien a los rezagados, pero me temo que no les gustó mucho a los anfitriones.
 
-¡Eso nomás era!
 
-Hmmm, en realidad, señor ministro... Después usted se quiso levantar a la esposa del embajador. La llevó discretamente a un rincón, le dio su tarjeta personal y le pidió que le llamara la tarde siguiente "para pasar un buen rato juntos".
 
-Hijole. ¿Y qué dijo la embajadora?
 
-Aparentó estar muy divertida. Pareció que no le tomó en serio, que lo vio como una broma.
 
-¿Y?
 
-Usted siguió insistiendo y la señora se molestó. Le dijo tajantemente que ella era la esposa de un representante diplomático. Y que la Embajada podría presentar una formal protesta ante el Gobierno si usted continuaba con esa inconducta.
 
-Se puso brava, eh. ¿Y yo qué le dije?
 
-Alzó la voz amenazándola con que si no accedía a su invitación usted le haría llegar al embajador la información de que ella se entendía con el diputado Orellana, y que tenía un informe completo sobre dónde, cuándo y cómo se encontraban. La dama puso cara de susto, y decidí intervenir para evitar la posibilidad de un escándalo. Me acerqué a usted y le dije que el embajador quería hablarle. Después volví hasta la señora para aclararle que no se preocupara, que la cosa no iba a pasar a mayores. Ella me preguntó en ese momento cómo sabía usted lo de Orellana.
 
-Porque ese es mi trabajo, Ramírez. Yo debo preservar la tranquilidad del país, saber todo lo que ocurre dentro de sus fronteras y para eso hago vigilar estrictamente a los embajadores y hasta a sus esposas, no sea que los gringos estén ayudando a la oposición, por ejemplo. Uno nunca sabe respecto a esos tipos y hay que tener cuidado. Ellos mismos nos metieron esa doctrina de la seguridad, qué sé yo, y es bueno que prueben un poco su propia medicina. Todo seguimiento, apolíticos, diplomáticos, artistas, periodistas, curas, monjas o lo que sea, lo hacemos simplemente para resguardar nuestra democracia y la paz constructiva que vive la república. No nos interesan las cuestiones íntimas. Si por ahí los muchachos pillan algunas correrías húmedas; que una embajadora cornamenta la cabeza de su embajador, o si un embajador tiene un menú extra fuera de su residencia, eso simplemente entra a formar parte de un anexo en el dossier correspondiente para su oportuno uso si necesario fuere. Como en este caso específico, por decir.
 
-A propósito, el diputado Orellana ya se enteró del asunto y está muy enojado. Él participó en la recepción y la embajadora le bocinó inmediatamente el tema. No le quiso hablar a usted anoche pero me vino a la carga a mí.
 
-Llámele por teléfono y dígale que no se preocupe, que la cosa no es con él. La vigilancia era sobre las sospechosas salidas vespertinas de la señora embajadora. Que les hayamos pillado a los dos fue pura casualidad. Pero sigamos con lo de anoche, Ramírez. Qué más pasó.
 
-Usted quiso ir al baño y se equivocó de puerta. Entró en la biblioteca y se meó sobre la colección de obras clásicas de la literatura francesa del embajador. Madame Bovary, Eugenia Grandet, La dama de las camelias, Naná... quedaron chorreando.
 
-¿Me meé en todas esas señoras?
 
-No, señor ministro. En los libros. Esos nombres son títulos de libros.
 
-Qué puerqueza. ¿Alguien me vio?
 
-No había invitados ahí, pero un funcionario de la embajada se dio cuenta de lo que usted hizo y llamó a la gente de servicio. Vino una empleada doméstica de la residencia para secar todo.
 
-Todo arreglado, entonces.
 
-Me temo que no, señor. Usted le ordenó a la empleada que le metiera el pájaro en la bragueta.
 
-Ndiiii. ¿Y cómo reaccionó la guaina, Ramírez?
 
¿Eh? ¿Agarró mi pájaro?
 
-No, señor ministro. Se asustó mucho y salió corriendo.
 
-Y al final, ¿quién me metió el pájaro, Ramírez? -... yo, señor ministro.
 
-Es usted un tipo leal y servicial, Ramírez. En cualquier momento le voy a hacer nombrar delegado de gobierno en un departamento importante. Para que se arme, Ramírez, y deje de ser el consejero pobre de este ministro. Nde rico ta, Ramírez.
 
-Gracias, señor ministro.
 
-Después de eso me habré calmado un poco más, ¿verdad?
 
-No precisamente, señor ministro.
 
-La gran puta. Tomé tanto que no me acuerdo de nada. Dígame qué más hice.
 
-¿Vio que había un cuarteto de cuerdas tocando música clásica en uno de los rincones del salón? Dos muchachos y dos chicas. Bueno, usted se acercó y le pidió a una de las señoritas que tocaran la polca número uno. Ella sonrió nada más y el grupo siguió ejecutando la sonata, tocata, camerata o como se llame lo que se oía. Usted esperaba que luego de esa pieza complacieran su pedido. Pero ellos tocaban y tocaban y el tema no terminaba nunca. Usted se sulfuró por eso. Le miró fijamente a la misma señorita a la que le habló antes y le mostró el dedo índice para arriba, como se hace cuando se pide nuestra polca partidaria a los músicos. Tampoco le hicieron caso. Usted entonces rugió a todo pulmón ¡van a tocar la polca del partido, o se van a ir todos presos! Los músicos se asustaron y uno de los violinistas arremetió súbitamente con la número uno. Sus compañeros, temblando, le siguieron y usted se puso muy contento al escuchar por fin la polca. Aplaudió, zapateó y pegó tres o cuatro gritos tipo arriero en cancha de carrera.
 
-Por lo menos complacieron mi pedido.
 
 -Sí, pero usted exigió seguidamente la polca dedicada a nuestro Líder. El embajador pareció disgustarse por eso. Con toda diplomacia le tomó de un brazo y le invitó a una sala para enseñarle su colección de pistolas y revólveres que exhibía ahí.
 
-Ahá.
 
-Usted admiró mucho las armas de fuego en exposición, pero de repente peló su 9 milímetros y le desafió al embajador a un concurso de tiro al blanco.
 
-¡Hiii tila'y!
 
-Sin esperar más usted salió al jardín de la residencia y expeditivamente apagó dos de los faroles con otros tantos certeros balazos. El embajador, para bajar los decibeles, le declaró ipso fácto ganador del concurso.
 
-No podía ser menos pues. Una actitud caballeresca de parte del señor embajador.
 
-De pura alegría, usted vació su cargador con tiros al aire que atrajeron al jardín a la concurrencia que permanecía en el salón. Emocionado, agradeció la decisión de declararle ganador del concurso; se abrazó al diplomático y le dijo casi con lágrimas en los ojos que él era un buen perdedor, una persona honesta y un digno representante de su país, y que usted le ayudaría en todo lo posible para estrechar aún más los fructíferos lazos de hermandad que existen entre nuestras dos grandes naciones.
 
-Háihuepete.
 
-Ya que todos estaban en el jardín, decidieron quedarse ahí nomás a continuar con una ronda más de tragos. Los mozos no daban abasto.
 
-No armé más quilombos, ¿no?
 
-Estaba todo calmo hasta que usted divisó en un grupo de gente a ese periodista tan contrera, González Ocampo. El alto de bigote. El Jeque, creo que le dicen.
 
-Ya sé. Ese que se pasa hablando mal del Gobierno. Ya le metimos preso varias veces y no escarmienta. ¿Qué pasó con el tipo ahí?
 
-Usted le ordenó al embajador que lo echara de la residencia. Pero el dueño de casa le respondió que eso quedaría muy mal ante los invitados. Usted clamó más fuerte: ¡échelo, carajo! González Ocampo escuchó eso, captó que se refería a él, y como estaba medio apintonado también, a su vez le desafió a usted: ejuna che mosë nde, nde vyro. Venga a echarme usted si se anima, repitió en castellano. Corajudo el tipo. Pero sus colegas, entre los que reconocí a Chiche Avalos, Elvio Vera, Roberto Peralta, Juan Rómulo Gaona, Cristian Pilssen y Bernardo Farías, le rodearon enseguida y ahí nomás le arrastraron hasta la salida. Se escabulleron para que el asunto, no tuviera consecuencias.
 
-Esos periodistas mbóre. Seudo comunistoides. Maricones.
 
-Y hablando de periodistas, aprovechó el momento para acercarse a usted ese cronista tan trepador. Ese blanco medio gordo al que le pasamos un sobrecito mensual aquí en el ministerio. Quiso congraciarse hablando mal de González Ocampo, pero usted le mandó al diablo. ¡Desaparezca de mi vista! le bramó, y el tipo rajó espantado.
 
-Algunas veces hay que reaccionar así, Ramírez, para preservar el principio de autoridad. La gente pues no se ubica y cree que se puede acercar nomás y hablarle de cualquier zoncera a un alto funcionario del Superior Gobierno. No es así el asunto. Hay que respetar la investidura. La autoridad es sagrada. Nosotros representamos al Estado, al país, al pueblo. Fuimos investidos de prerrogativas legales bien estipuladas que nos elevan a la categoría de personalidades ilustres. Debemos guardar las distancias. Pero está bien, Ramírez. Después de eso me supongo que nos fuimos a dormir, ¿verdad?
 
-Cuando íbamos a despedirnos, al embajador se le ocurrió preguntarle por la situación de esos tres opositores detenidos a los que los contreras califican de presos políticos. Esos que están en Investigaciones.
 
-Ahí está, Ramírez. ¿Vio lo que le dije? Estos gringos se meten en nuestros asuntos internos como si a ellos les debiera interesar. Qué les importa a quién apresamos. Lo que pasa es que ellos están confabulados con la oposición irregular. Yo no entiendo cómo, si se proclaman demócratas, respaldan a estos castrocomunistas que quieren dividir a la familia paraguaya y tomar el poder contra la voluntad popular que apoya totalmente al Superior Gobierno. Es un atentado contra nuestra soberanía nacional que no vamos a permitir. No, señor. No recuerdo qué le respondí, pero le habré puesto en su lugar a ese embajadorcito.
 
-Su primera respuesta fue muy comedida. Le aclaró que el caso estaba en poder de la justicia y que eran los jueces quienes debían resolver la cuestión.
 
-Eso en verdad. Así mismo es.
 
-Pero el embajador siguió insistiendo y dijo que conocía la situación de los poderes en el Paraguay. Que sabía que, de hecho, el Presidente de la República tiene potestad sobre la justicia. Preguntó sobre la posibilidad de que el Ejecutivo levante la incomunicación que pesa sobre los detenidos. Usted le volvió a afirmar que era una cuestión netamente legal y que el Presidente no tenía nada que ver.
 
-Claro pues. Nosotros actuamos con la Constitución en la mano y respetamos la ley a rajatabla.
 
-Sin embargo, el embajador, que tomó coraje con un buen sorbo de whisky, volvió a arremeter: temo, señor ministro, que los detenidos estén siendo sometidos a violaciones en sus derechos humanos, que estén sufriendo apremios físicos, le dijo.
 
-Le aseguraría que le respondí que aquí esas cosas no existen, que son infundios de la oposición y del comunismo apátrida y ateo.
 
-Exactamente, señor ministro.
 
-Yo me conozco, Ramírez, yo me conozco. A mí no me van a venir a joder estos gringos aliados con el comunismo internacional.
 
-Clarinete, señor ministro. Y su respuesta a otra interrogante del embajador fue decisiva para que la recepción se acabara abruptamente y todos nos fuéramos. Cuándo van a institucionalizar de una vez por todas este país, preguntó envalentonado.
 
-A la flauta. ¿Y qué le respondí? Espero que mi respuesta haya sido contundente.
 
-¡Váyase a la puta! Esa fue su respuesta, señor ministro.
 
-Me gustó eso. Bien contundente. Demostrando coherencia, firmeza, lealtad al Líder y a la patria. Muy bien. Espero que esto llegue a oídos del Señor Presidente. Ese embajador cachafaz y cornudo se habrá quedado callado. ¿No es así, Ramírez?
 
-El embajador no pudo hablar porque de pronto a usted el estómago le entró en erupción y el festival de pastas, el pavo trufado, los cubitos de lomo, el solomillo de cerdo, los trocitos de salmón ahumado, el paté francés, los dados de pato a la pimienta verde, los quesos surtidos, el caviar de Astrakán, los canapés de palmito, el pollo al curry, los emparedados a la americana, el jamón serrano, las albondiguitas picantes, los huevitos de codorniz, los choricitos al vino y el whisky escocés que ingirió, fueron a parar, bien revueltos, en el pecho del embajador. Yo le tomé a usted del brazo y le puse la palma de mi mano en la frente para que evacuara de una vez todo lo que le molestaba. De ahí le ayudé a llegar a su automóvil y me despedí. Usted quiso volver a entrar a la residencia porque dijo que sentía hambre, pero ya no pudo hacerlo: apenas salimos, el propio embajador cerró el portón.
 
-Y bueno, las vomitadas son cosas que ocurren. Oikóante voi Lcmi mba'e unía. ¿Pero la pasamos bien, Ramírez?
 
-Espléndido, señor ministro. Me consta que usted se divirtió un kilo.
 
-Lástima nomás haber desperdiciado todas esas exquisiteces. Pero, en fin, ya habrá ocasión de reponerlas.
 
 
 
 
 
Fuente:
 
PECADOS CAPITALES. SIETE CUENTOS. COLECCIÓN NARRADORES PARAGUAYOS
 
© de los cuentos, de los respectivos autores
 
© de esta edición Editorial El Lector
 
Director Editorial Pablo León Burián.
 
Tapa: Marcos Condoretty.
 
Ilustración de tapa "Los 7 pecados capitales",
 
de Jerome Bosch (El Bosco) (1450 - 1516),
 
pintor medieval holandés, precursor del surrealismo
 
cuatro siglos antes de que esta corriente apareciera.
 
Ilustraciones interiores:  Ricardo Migliorisi. Asunción-Paraguay. 2006 (117 pp.)
 
 
INDICE
 
Introducción
 
LA AVARICIA - Takate'y - Ramiro Domínguez
 
LA GULA - Una noche en la Embajada - Bernardo Neri Farina
 
LA ENVIDIA - Mazorca - Renée Ferrer
 
LA PEREZA - Correr tras el viento – Alcibiades González Delvalle
 
LA LUJURIA - No quiero yo que se enoje - Pepa Kostianovsky
 
LA SOBERBIA - Informe sobre Antenor - Francisco Pérez-Maricevich
 
LA IRA - Miranda Catorce - Helio Vera
 
 

INTRODUCCIÓN - SIETE ESCRITORES PARA SIETE PECADOS
Los pecados capitales fueron "seleccionados" por Santo Tomás (I-II:84:4): soberbia (orgullo), avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura enumeró los mismos. La cantidad concreta de siete fue establecida por San Gregorio el Grande y mantenida por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores anteriores, como San Cipriano y Columbanus, hablaban de ocho pecados capitales.
 
El término "capital" no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da origen a muchos otros pecados. De acuerdo con Santo Tomás (II-II:153:4), "un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal".
 
A cada uno de los pecados capitales se contrapone una virtud. Así, ante la soberbia tenemos la humildad; ante la avaricia, la generosidad; ante la lujuria, la castidad; ante la ira, la paciencia; ante la gula, la moderación; ante la envidia, la caridad, y ante la pereza, la diligencia.
** En este libro editado por El Lector, se reúnen siete escritores para escribir cada cual un cuento sobre un pecado capital específico. El volumen no es un tratado teológico ni filosófico. Es literatura pura, y desde ella se abre una visión de la realidad del Paraguay pasando por aquellos vicios estipulados por Santo Tomás como cabezas de otras tantas faltas, mortales y veniales.
 
En estricto orden alfabético de sus respectivos apellidos, Ramiro Domínguez (la avaricia), Bernardo Neri Farina (la gula), Renée Ferrer (la envidia), Alcibiades González Delvalle (la pereza), Pepa Kostianovsky (la lujuria), Francisco Pérez-Maricevich (la soberbia) y Helio Vera (la ira), establecen una relación ficcionada (y no tanto) entre aquellos pecados que obsesionaban a los cristianos medievales (quienes no dudaban en cometer-los frecuentemente) y el escenario de nuestra historia y nuestro presente en el Paraguay, un país donde pecados o virtudes son tales según el cristal con que se mire, o la conveniencia coyuntural de individuos o colectividades políticas, intelectuales, gremiales, empresariales, sociales, barriales, deportivas, etcétera, etcétera, etcétera.
 
Los siete pecados capitales dieron origen, en este caso, a siete cuentos congregados en este libro que asocia a narradores paraguayos poseedores de la virtud (¿o el pecado?) de escribir muy bien. Que lo disfruten. - EL EDITOR
 
 

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