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ALEJANDRO ENCINA MARÍN (+)

  EL FORO EMPAJENADO - Por DR. ALEJANDRO ENCINA MARÍN - Domingo 4 de Enero del 2015


EL FORO EMPAJENADO - Por DR. ALEJANDRO ENCINA MARÍN - Domingo 4 de Enero del 2015

EL FORO EMPAJENADO

Por DR. ALEJANDRO ENCINA MARÍN

 

Entre las funciones que delegamos en los Poderes del Estado por imperio constitucional, acaso la más delicada sea la de administrar justicia. Sobre todo porque el resultado no siempre responde al estricto derecho ni a la calidad profesional del abogado. A diario, desde que ejerzo esta profesión, en la que comencé a trabajar en los primeros años de la década de 1950, he detectado el uso de diversas tramoyas para torcer los fallos y, lamento decirlo, he visto muchas veces obtener con estos artificios sentencias dolorosamente contrarias al derecho y la justicia.

La generalización de estas prácticas ha sido posible en un sistema en que resultan decisivas las influencias, principalmente políticas, el apoyo de logias, partidos, clubes, amistades, etcétera, y a veces, ¡oh dolor!, el patrocinio del conocido «podero$o caballero».

Vastos sectores de nuestra sociedad aún creen, o quieren creer, en brujerías y ayudas sobrenaturales, y tuve en alguna ocasión como adversario a algún profesional que, o intentó intimidarme, o en verdad buscó torcer los resultados apelando a fuerzas mágicas que podrían lograr «extra legem» un resultado favorable a sus intereses mediante el vernáculo «paje» (pronúnciese «payé»).

Por esos días, el sistema de administración de Justicia todavía estaba centralizado en la capital, donde se ventilaban los pleitos por todos los sucesos judiciales y donde estaban todos los magistrados y los tribunales, y, por supuesto, la Corte Suprema de Justicia, de modo que, para ejercer su profesión, todos los abogados tenían que contar con escritorios abiertos en Asunción.

Con perdón de los lectores, por aquel entonces me contaba entre los profesionales a cuyas mesas de trabajo iban a parar algunos de los juicios penales de mayor bulto, y así fui contratado para un sonado caso de homicidio ocurrido fuera de la capital, en una ciudad industrializada del interior del país, ciudad impulsada precisamente por la familia que fue aquejada por la tragedia.

La población, conmocionada por el delito, tenía como base económica una industria de productos alimenticios de primera necesidad que pertenecía al padre, de origen europeo y gran capacidad laboral. La ciudad había sido beneficiada por la instalación de esta planta industrial, que ocupó a gran parte de la población y supuso la superación del «arado yvyra», la azada y otras rudimentarias herramientas de madera como el muy utilizado trapiche.

 

Foto: ABC COLOR - Memorias urbanas de una sociedad en constante cambio, crónicas de los hechos cotidianos

y de los cotidianos misterios de una ciudad, Asunción, atravesada por las vidas, las alegrías, las pasiones

y la historia de sucesivas generaciones cuyas voces llegan hasta hoy y son parte de las realidades ...

 

 

La familia del propietario también creció a la sombra de la planta tras el matrimonio de este con una dama de la alta sociedad local; sus dos niñas, al igual que un hermano menor, se educaron en afamados colegios de Asunción; el menor concluyó en la capital sus estudios de abogacía, que perfeccionó en Europa, mientras sus hermanas mayores, bellas y cultas, al llegar a la «edad de merecer» fueron cortejadas y finalmente contrajeron matrimonio con dos ilustrados profesionales universitarios, un médico y un hombre de derecho.

Infelizmente, el jefe de familia, aquejado de una enfermedad, falleció en el preciso momento de máxima felicidad familiar y en el cenit industrial de sus actividades laborales.

La dura pérdida familiar hizo que en la primera asamblea se nombrara presidente del directorio de la empresa al mayor de los yernos, un doctor en Medicina lo bastante inteligente como para continuar el progreso de la fábrica hasta alcanzar uno de los más altos sitiales de su vida industrial.

La desgracia, sin embargo, azotaba a la familia, y el doctor falleció en forma imprevista. Hubo que nombrar un nuevo líder para esta industria, sostén de la economía del lugar. El cónclave femenino compuesto por madre e hijas catapultó a la presidencia del directorio al segundo yerno, quizás de menor relevancia que el fallecido hermano político, pero honesto y capacitado, nombramiento que motivó los desmesurados celos del hermano menor, el varón de la familia, que acababa de regresar de Europa convencido de que, por sangre y apellido, el más alto sitial, vacante por los sucesivos decesos de su padre y su cuñado, le correspondía a él.

Su disgusto le impulsó a hostigar a sus socios en la fábrica, y tal fue su enojo que la asamblea anual, en la que estatutariamente debían reelegirse por un nuevo periodo las autoridades, se inició en un clima de franca tensión, con la presencia mayoritaria de los directores y accionistas y la notoria ausencia del benjamín. A mitad de la asamblea, el joven irrumpió en el local violentamente y, luego de apostrofar a todos sus familiares directos, extrajo un arma de fuego con la que disparó varias veces al presidente saliente, su cuñado, para luego alejarse raudamente del lugar mientras el término de las funciones del herido coincidía con su deceso ante la consternación de todos y el desconsolado llanto de la madre y las hermanas del actor.

Concurrieron los más eminentes médicos de la ciudad, pero todo fue inútil. La sorpresa, el dolor y la confusión sumieron a las mujeres en la inoperancia. La policía de la ciudad, que había destacado a un oficial para guardar el orden asambleario, buscó y capturó al joven agresor, y, tras privarlo de libertad, lo sometió a la justicia ordinaria, investida por el señor juez de Paz, que, tras tomar las primeras medidas, se abstuvo de actuar por su amistad con la víctima, el victimario y los consternados familiares de ambos.

A estas alturas, tras las lucidas honras fúnebres, la joven viuda obtuvo de su madre y su hermana mayor la autorización para perseguir al asesino de su marido mediante una querella criminal, en la inteligencia de que, sin una persecución esmerada de su parte, la capacidad cultural y económica, a mas de las amistades importantes de su hermano, amenazaban el éxito de la mera acción pública.

En un largo cabildeo con intervención de consejeros oficiosos, saltó mi nombre como supuesto especialista en Derecho Penal con anteriores contactos profesionales en algunas necesidades forenses de la empresa. Acordado el contrato, inicié mis labores para encontrarme con que una joven de la alta sociedad, con la que el perseguido mantenía relaciones sentimentales, había acercado a este a una abogada del foro con quien, por cierto, me había enfrentado en varios juicios memorables ante los tribunales del crimen de Asunción.

También en esta ocasión el duelo tuvo aristas de importancia, pero la suerte parecía favorecerme. Así las cosas, llevábamos varios meses de lucha judicial intensa en la que todo parecía tender al triunfo de la parte que yo representaba.

Mi bastante nutrido escritorio profesional estaba en un edificio céntrico de dos plantas; la inferior estaba ocupada por negocios comerciales, y nosotros, los abogados, subíamos por una alta escalera a nuestras oficinas, que ocupaban todo el segundo piso.

Llegó el invierno. Por el frío y la oscuridad, nuestros empleados gozaban de nuestra tolerancia para retirarse alrededor de las seis de la tarde, aunque nosotros siguiéramos trabajando algún tiempo más. Hasta que una tarde Eduvigis, secretaria principal y recepcionista que, concluidas sus labores, bajaba por las escaleras, prorrumpió súbitamente en fuertes gritos de «¡socorro!» y regresó a la primera habitación de la oficina, donde tenía yo instalado mi bufete.

Alarmado, fui a su encuentro; nuestra empleada, tartamudeando, señalaba las escaleras, donde los escalones de mármol estaban ennegrecidos. No encontré motivo de alarma y traté de calmarla, hasta que Eduvigis atinó a explicarme que se trataba de un «paje», una brujería consistente en derramar sal gruesa humedecida, lo que implicaba deseos de pronta muerte hacia los ocupantes del recinto. La tranquilicé y pedimos por teléfono personal de una empresa de limpieza para blanquear con mangueras el miento de la escalera y secar después el agua usada en el operativo.

Al día siguiente reunimos a todo el equipo de asociados y empleados para esclarecer el hecho, ya que, de momento, no lo asociábamos para nada con este juicio semiprincipal, pero alejado de nuestra imaginación por la categoría de nuestros contendientes.

Sin embargo, dos o tres semanas después, al ir al escritorio por la mañana, un joven colega, ligado a la construcción de un edificio que estaba frente a la oficina, se me acercó sonriente, diciendo: «Parece que recibe muchos mensajes». Sonriendo también, le pregunté por qué, y me explicó que el personal de la obra había encontrado un flamante basurero de hojalata dado vuelta en cuya tapa había cinco gruesas velas, unas negras y otras rojas, cada una con un papelito adentro con mensajes dirigidos a la madre de mi perseguido, a cada una de sus hermanas y, por supuesto, a mí. Los siniestros mensajes veleros, aunque con textos diferentes, coincidían en el final, el mismo para cada destinatario: un augurio de pronta muerte.

Obsequié el recipiente de hojalata a los obreros, que me agradecieron porque, limpio y nuevo, era muy útil para guardar agua y grandes pedazos de hielo, especiales para el tereré y sin necesidad de prontas reposiciones, pues el contenido era importante. A la vez, comuniqué a mis mandantes lo que implicaba la sensación de impotencia que vivían los adversarios que buscaban intimidarnos por este medio. Naturalmente, la familia mensajeada y la mía cayeron en alarma y desazón, pese al tono de broma con el que yo trataba el tema de los «payés». Identificadas las brujas en el obligado cruce tribunalicio, les dispensaba mi mejor sonrisa y un brillo de mi más grande diente encimado, suerte de signo heráldico en mi tribu. Mi cónyuge, de sólida práctica religiosa, buscó el apoyo de clérigos amigos nuestros, que, por supuesto, descartaron el poder de la brujería, nos aconsejaron abundar en oraciones y hasta nos acompañaron a efectuar aspersiones de agua bendita en nuestras casas y en el lugar de trabajo, prácticas que el catolicismo aconsejaba para repeler el Mal.

Tuvimos unas cinco o seis semanas de calma, y por esos días trasladamos nuestro escritorio al lado de mi casa, en la calle Independencia Nacional, donde, una mañana, mi empleada, al volver del mercado, me informó que en el jardincito delantero, sobre la calle, se sentía un potente olor fétido, como de materia descompuesta. No tardé en identificarlo como un nuevo elemento de maligna intención supersticiosa. Otra vez, manguerazos, hasta esparcir el burdo elemento de ataque, y, naturalmente, con mi esposa e hijos arreciamos en la defensa de la brujería con oraciones en familia y una nueva sesión de bendiciones del jardincito mediante complaciente intervención de algún sacerdote amigo.

La marcha de la acción criminal continuó su curso hasta la definitiva sentencia condenatoria del homicida, con un correspondiente aumento de mis sonrisas en los cruces tribunalicios, mientras mi contraparte intentaba apelaciones y nulidades de escasos resultados.

Todo iba muy bien, con la alegría propia de los victoriosos y los sobrevivientes, hasta que una mañana, al ir de mi casa a la contigua oficina, fui frenado en el portón de salida por el aterrado grito de una señora, de cuyo aprecio gozaba, que me advertía desesperadamente que evitara algo que solo entonces vi: un espectacular gallo «ajúra perõ» muerto, con una cinta roja como corbata, una botella con bebida ambarina, plumas, trapos y otros popularmente conocidos elementos de «paje». Una vez más, limpiezas, oraciones y desprecio por la defensa extraexpediente de mis adversarias…

Con esta experiencia expliqué a mis discípulos universitarios, en la cátedra de Derecho Procesal Penal, cómo el uso de supuestas fuerzas malignas para triunfar en la profesión no sirve para torcer una actuación basada, al decir «abogadil», en la Constitución y las leyes.

El caso tuvo su trascendencia, y en los tribunales yo era frecuente objeto de bromas y chascarrillos sobre supuestos hallazgos en diversos puntos del entonces llamado «Tribunal’i» de la calle Benjamín Constant. Creo que este fue el único, si cabe término tan duro, «perjuicio» causado por aquellas malas artes. Pero, eso sí, estaba claro que muchos creían que esas cosas podían ocurrir en el vetusto edificio de las discusiones legales. De alguna manera, el Foro estaba «empajenado»…

 

aencinamarin@hotmail.com

 

 

 

Publicado en fecha 4 de Enero del 2015

Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Fuente: http://www.abc.com.py

 

 

 

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