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GUSTAVO LATERZA RIVAROLA
  AL VIOLADOR, ¡LEÑA! - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 21 de Julio de 2013


AL VIOLADOR, ¡LEÑA! - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 21 de Julio de 2013

AL VIOLADOR, ¡LEÑA!


 Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

¿Somos muy primitivos los paraguayos? En Buenos Aires creen que sí. Un tribunal de aquella ciudad, integrado por una mujer y dos varones, eximió de culpa a un marido paraguayo acusado por su esposa paraguaya de ejercer violencia sexual contra ella. Los jueces hablaron de “abuso consentido” y explicaron que tuvieron en cuenta el “contexto cultural” nacional de los esposos. ¡Hombre! Nuestro contexto cultural nunca alentó ni legitima la conducta bestial. En cuanto a lo de “abuso consentido”, suena a algo así como “no me gusta que me violes pero sé que me conviene”.

Es verídico que muchos varones paraguayos todavía no excluyeron de sus peores vicios la agresión física a la mujer (como ocurre en otras partes). Y es cierto, asimismo, que somos groseramente contradictorios, llevando a la práctica el viejo dicho -dicen que de origen musulmán- “Castiga de vez en cuando a tu mujer; si tú no sabes por qué, ella sí lo sabrá”, sin privarnos, simultáneamente, de encenderle los más encendidos cirios de homenaje, yendo desde lo poético hasta lo vulgar, transitando, en gran parte del trecho intermedio, por lo cursi.

“Debemos amar al alma nacional en las costumbres populares, en los hábitos nobles y sencillos de la gente humilde, en el mate tempranero, si queréis, en el encaje bordado, en el ñandutí florido, trabajado por esa artista gentil, por esa araña diligente de nuestros hogares que es la mujer paraguaya; en el tejido precioso, en el paciente trenzado, en las mieles, en los dulces, en nuestras frutas sabrosas, en nuestras flores sin par. Esto es nacionalismo. Y eso simboliza la bandera nacional”, escribía Juan Stefanich, en 1929, época aquella en que aún no se sabía que estas confituras acaban produciendo diabetes estética.

Las letras de tantos decires y cantares dedicados amorosamente a la mujer nunca se correspondieron con el trato cotidiano, con la indiferencia, la grosería o la brutalidad. Tal vez el varón paraguayo no encontró hasta ahora suficiente valor de estimación en el sexo femenino; porque la mujer no le es indispensable para alcanzar lo que considera sus metas importantes: la subsistencia, la prosperidad, el ascenso social. Y aquellas cosas para las que la mujer le sirve suelen ser las accesorias, ulteriores y de fácil obtención. Quizás. Otros lo explicarán mejor.

De todos modos, parece que esto traemos, como tanto otro, de la conjunción hispano guaraní. Las crónicas coloniales están llenas de referencias al maltrato padecido por las mujeres indígenas, que, si asombraba a los españoles, sería porque los nativos los superaban largamente en la sevicia; este temperamento heredaron nuestros mestizos, llegando hasta hoy, arraigado en lo más profundo de la memoria colectiva y listo para emerger en cualquier momento, pese a los esfuerzos de siglos para dignificar la relación entre sexos realizados por la prédica de los sacerdotes, y a la formidable presión cultural que se ejerce desde más de un siglo, en el mismo sentido.

De modo que, si bien el tribunal porteño no se equivoca mucho al señalar costumbres paraguayas con déficit de civilización, sin embargo, yerra escandalosamente al suponer que esto sirve de eximente legal; porque así como el estado de ebriedad no atenúa sino que agrava el hecho ilícito cometido a su sombra, a la conducta violenta no le sirve de lenitivo la bestialidad cultural del perpetrador. Además, que se sepa, el derecho consuetudinario nunca prevalece sobre el positivo; menos que menos en materia penal.

La violencia masculina contra la mujer, en especial la que se entrama con la sexualidad, es una losa que sepulta con enormidad gravitatoria la reputación cultural de este país. Se dictan leyes, es cierto, pero la esperanza de erradicación de esta ignominia debe germinar en las aulas, no en los tribunales.

Entretanto, no obstante, y hasta que la educación adecuada acabe por sepultar esos hábitos infames, hay que poner en acción el rigor de la ley. Al violento, al violador, a la correccional o a la cárcel, sin paños tibios por su edad o condición social. El remedio ya nos lo daban nuestros ancestros hispanos: “Al moro, ¡leña! Hasta que aprenda el catecismo”.

Fuente: ABC Color (Online)

www.abc.com.py

Sección: OPINIÓN

Domingo, 21 de Julio de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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