Portal Guaraní - CREER EN LO QUE NO SE VE - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

Los pocos que todavía se empecinan en sostener que el EPP es una organización fantasmal, un invento del Gobierno, de la Policía, del imperialismo, de los latifundistas, de los empresarios rurales, en fin, de los poderosos que desean ocultar sus maldades y crímenes tras el velo de una entidad imaginaria, ¿son acaso farautes de la banda terrorista?

Negar la existencia del Diablo era la abogacía menos recomendable que podía escogerse ante la Inquisición católica y protestante. El mero hecho de negar al Maligno era causal de sospecha de pertenecer a sus huestes. Nada más imprudente, en la temible época de Savonarola, Zwinglio y Torquemada, que intentar defender a los acusados de estar poseídos aseverando que Lucifer, Belcebú, Satán y Asmodeo, los cuatro ángeles negros más activos y temidos en la Edad Media, no existían. Según el prestigioso demonólogo alemán Johann Weyer (S. XVI), las huestes infernales se componían de 7.450.926 demonios, organizados en 1.111 legiones, comandadas por 72 príncipes de las tinieblas. Su mejor estratagema consistía en persuadir de su inexistencia, de modo que, quien los negase no podía ser sino su agente publicitario. Así, toda negativa acababa convertida en la fórmula tollendo ponens (negando afirmo), conduciendo irreversiblemente a la auto-inculpación.

Negar hechos trágicos de los que hay pruebas irrefutables es una táctica de uso frecuente pero de utilidad discutible. La emplearon algunos acusados en los procesos inquisitoriales; la utilizan los admiradores de los tiranos paraguayos del siglo XIX; la emplean, hoy mismo, los belicosos fundamentalistas iraníes en relación al holocausto judío. No ha de extrañar que algunos intenten sembrar desconfianza acerca del EPP.

Pero ocurre que los crímenes que perpetran bandas como estas suelen tener dos finalidades principales: recaudar fondos y promocionarse. Lo que nos lleva a suponer, por ejemplo, que mientras el joven Arlan Fick esté bajo secuestro, la ciudadanía indignada se mantendrá alerta y activa, y todos los días la prensa pondrá las siglas del EPP en sus portadas, pantallas y micrófonos. De modo que, además del dinero, la víctima proporciona publicidad gratuita. Es de sentido común inferir cuán pésimo negocio es, para ellos, liberarlo.

En el medioevo, Satán, secuestrador de almas, empleaba tácticas asombrosas, tal el infiltrarse en personas fuera de toda sospecha, como los religiosos. En 1563, la Inquisición española procesó a un cura, Hernando Álvarez, por “deshonestidades graves de besos y abrazos y tocamientos torpes”. Poco después, otro religioso, de nombre Chamizo, fue acusado porque “estupró y levó su virginidad a muchas beatas, diciéndoles no ser pecado el besallas y abraçarlas”. En el auto de fe de 1578 estuvieron procesados nueve sacerdotes. En cuanto a las beatas seducidas por estos curas endemoniados, se defendían ante el tribunal arguyendo que, si estuvieron bajo posesión diabólica, no podían ser responsables de lo que hacían; un argumento, por cierto, de una coherencia lógica sin fisuras.

Dígase, de paso, que las mujeres siempre fueron preferidas como alojamiento por los demonios. Weyer lo explica: “se comprende que escoja a la gente más propicia, o sea los débiles, melancólicos, ignorantes, maliciosos, etc. Y como estos abundan más entre las mujeres que entre los hombres, es natural también que entre ellas haya más captadas”. Sin embargo, en las organizaciones terroristas de la actualidad militan mucho menos mujeres que varones, lo que merece una explicación.

Cuando los miembros del EPP, capturados y juzgados, formulan declaraciones reafirmando enfática e insistentemente su pertenencia a la banda, se declaran endemoniados. ¿Qué persiguen? Pues, calificarse “presos de conciencia” y ganar así los beneficios que esta condición legal conlleva. Nada mejor, entonces como ahora, que reconocer que el diablo existe y que alternamos con él; así te tratan mejor y acuden en tu auxilio esas personas que a estas causas sirven con tanto afán. Hoy, la violencia presentada como “lucha social“, da prestigio. Si nos confesamos sus agentes, con mucha saliva y buena manija, nuestro nombre podría resultar famoso, fijado en grafitis murales, y hasta nuestro retrato impreso en camisetas pop.

Al final, si creer en diablos y bandidos ocultos pasa a constituir solo cuestión de fe, estas cosas habrá que manejarlas con la fórmula de San Agustín, quien aseveraba que fe es creer en lo que no se ve, y la recompensa es ver lo que uno cree.

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