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GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

  ENFERMOS DE ODIO - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 19 de Junio de 2016


ENFERMOS DE ODIO - Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA - Domingo, 19 de Junio de 2016

ENFERMOS DE ODIO


  Por GUSTAVO LATERZA RIVAROLA

 

La masacre del bar de Orlando fue similar a la del Bataclán, siendo irrelevante que en París los terroristas fueran varios y en Florida uno. No es cosa de ponerse puntillosos con los números; lo que realmente cuenta es que, uno o varios, todos son islámicos. Olvidados, fuera de concurso, quedaron el IRA, la ETA, las FARC, que ahora, comparativamente, se nos antojan meros patoteros de barrio.  

Hasta no hace mucho, se creía que el terrorismo se practicaba con grupos pequeños, bien organizados, comandados desde un centro único, proveídos de dinero mediante asaltos, secuestros e “impuestos revolucionarios”. Los de ahora tienen todavía un poco de esto pero mucho más. Los yihadistas poseen un “Estado Islámico”, soberano, potente y autónomo, que compra armas y comida, y vende petróleo, a menudo a los mismos países a los que dicen enfrentar.

Aseguran estudiosos que el padre del terrorismo moderno fue Otto Skorzeny, célebre miembro de las S.S., preferido de Hitler. Después de la guerra, en Egipto habría instruido a los que más tarde crearon la OLP. Otra versión sostiene que fue contratado por el Mossad para sabotear el desarrollo de la cohetería egipcia. Lo cierto es que, finalmente, fue a residir a Madrid, premiado con la admiración, el respeto y el agasajo franquista, donde escribió un manual terrorista en dos tomos, “Misiones Secretas”, best seller en el Cercano Oriente.

Se debate ahora acerca de cómo los occidentales podemos defendernos del terrorismo islámico. Hay gente que pide aislarlos a todos, como se hace cuando surge un brote de aftosa en una tropa. Otros quieren cerrar las puertas de Occidente para que ninguno entre. Obama pregunta ¿pero qué hacemos con los que ya están durmiendo dentro de nuestras carpas?

Hay otros que se suman a la discusión: los pacifistas ingenuos, los integracionistas utópicos, los que fantasean con la autorredención del criminal, los que invocan a Dios y van a dormir tranquilos, los radicales de izquierda que “no justifican pero comprenden” la violencia. Todos los componentes de este pelotón llevan en la manga la idea capaz de dar solución “eficaz” a la amenaza del terrorismo. Sus propuestas más originales y sencillas son, desde combatir la opresión, la injusticia y el hambre en todo el mundo, enseñar las virtudes de la paz y redistribuir la riqueza social, hasta integrar amorosamente a los locos a la sociedad o concurrir a templos a orar contra el mal.

“No todos los islámicos son terroristas” es la fórmula más calcada. No, claro que no. Pero ¿cómo se distingue el melón bueno del malo con solo mirarlo? Los pacíficos deben ser mayoría, pero no realizan ningún esfuerzo para destacarse de los otros. Y nadie mejor que ellos para reconocer a los violentos, con los que comparten religión e idioma y forman familia o comunidad.

Como Einstein era alemán de nacimiento y suizo por adopción (y finalmente recibió también la nacionalidad estadounidense), solía decir que “si la Teoría de la Relatividad se comprueba, los alemanes dirán que soy alemán, los suizos que soy suizo y los franceses que soy un gran científico. Si resulta falsa, los franceses dirán que soy suizo, los suizos que alemán y los alemanes que soy judío”.

Con el terror islámico sucede igual. Cuando ocurre un atentado, ningún musulmán pacífico se toma por aludido. De los crímenes del ISIS, ninguno se hace cargo. Si el terrorista es árabe, los iraníes dirán que el caso no es con ellos; si es afgano, los árabes explicarán que no son sus parientes; si es iraní, lo otros alegarán “son chiitas”. De igual modo, si fuese indio, bengalí, turco, albanés o magreví, la responsabilidad de los demás se evaporará. Y si el islámico es estadounidense, pues, en ese caso, sus políticos describirán el crimen como “caso trágico provocado por una persona enferma de odio”. Una enfermedad, por cierto, incubada en una religión.

Alguien decía –Schopenhauer, creo– que las religiones son como las luciérnagas, porque necesitan la oscuridad para brillar; de acuerdo a esto, y porque la civilización es luz, es comprensible que enferme de odio a los fanáticos religiosos.

Fuente: ABC Color (Online)

www.abc.com.py

Sección: OPINIÓN

Domingo, 19 de Junio de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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