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GREGORIO BENÍTES (+)

  GUERRA DEL PARAGUAY - LAS PRIMERAS BATALLAS CONTRA LA TRIPLE ALIANZA - Por GREGORIO BENITES


GUERRA DEL PARAGUAY - LAS PRIMERAS BATALLAS CONTRA LA TRIPLE ALIANZA - Por GREGORIO BENITES

GUERRA DEL PARAGUAY

LAS PRIMERAS BATALLAS CONTRA LA TRIPLE ALIANZA

GREGORIO BENITES

 

Editorial EL LECTOR

Director editorial: PABLO LEÓN BURIÁN

Diseño Editorial: DENIS CONDORETTY

Asistente de Diagramación: JOSUÉ PEREIRA

Edición al cuidado de RICARDO SCAVONE YEGROS

Asunción – Paraguay

2012 (245 páginas)



ÍNDICE


Nota a la segunda edición, Ricardo Scavone Yegros

Prólogo, Juan E. O'Leary

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I

Campaña de Matto Grosso

CAPÍTULO II

Batalla de Corrientes

CAPÍTULO III

Combate de Riachuelo

CAPÍTULO IV

Batalla de Yataí

CAPÍTULO V

Rendición de Uruguayana

CAPÍTULO VI

Combate de las chatas contra la escuadra aliada

CAPÍTULO VII

Combate en el banco de Itapirú

CAPÍTULO VIII

Invasión de los ejércitos aliados al Paraguay

CAPÍTULO IX

2 de mayo de 1866

CAPÍTULO X

Batalla del 24 de mayo de 1866

CAPÍTULO XI

Bombardeo al campamento aliado

CAPÍTULO XII

Batalla de Yataity-corá y Potrero Sauce

CAPÍTULO XIII

Conferencia de Yataity-corá

CAPÍTULO XIV

Humaitá

CAPÍTULO XV

Los corsarios sudistas



NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN


         Este libro apareció por primera vez en 1919, diez años después del fallecimiento de su autor, el diplomático paraguayo Gregorio Benites. Fue impreso en Asunción, en la Sección Militar de los Talleres Gráficos del Estado. Su título figura en la tapa como Guerra del Paraguay, Las primeras batallas contra la Triple Alianza, y en la portada interior, simplemente como Primeras batallas contra la Triple Alianza.

         Se trata de una obra inconclusa o incompleta, en la que se relata la campaña de Mato Grosso, la invasión a Corrientes, el combate del Riachuelo, la batalla de Yataí, la rendición de Uruguayana, la invasión aliada al Paraguay, las batallas de Estero Bellaco, Tuyutí y Sauce, y la conferencia de Yataity-Corá. A la primera parte -que llega hasta las vísperas de la batalla de Curupayty, del 22 de setiembre de 1866-, se adicionaron dos capítulos más, correspondientes a un libro anterior del mismo autor, publicado en 1904 con el título de La Triple Alianza de 1865, Escapada de un desastre en la guerra de invasión al Paraguay (Asunción, Talleres Monseñor Lasagna), y que guardan relación con el pasaje de Humaitá por la escuadra aliada, en febrero de 1868, y con algunas gestiones internacionales cumplidas durante la contienda.

         Gregorio Benites no fue un combatiente de la guerra de 1864 a 1870, pero le tocó ejercer la representación diplomática del Paraguay en Europa durante esos años. Compiló entonces, con notable esmero, las informaciones periodísticas transmitidas sobre la conflagración. Luego procesó el material reunido, y lo complementó y contrastó con testimonios de los protagonistas y con la bibliografía que se produjo acerca del tema, con el propósito de escribir una historia militar de la guerra, que, al parecer, no llegó a terminar. Publicó, en cambio, los Anales diplomático y militar de la Guerra del Paraguay (Asunción, Establecimiento Tipográfico de Muñoz Hermanos, 1906, 2 tomos), en los que combinó detalles de su propia labor diplomática, con una crónica documentada de los antecedentes y el desarrollo político del conflicto.

         De todas maneras, aunque incompleto, el presente libro contiene juicios y datos que resultan originales y de gran interés. En él, Benites se propuso describir los hechos tal como ocurrieron, "sin otro adorno que el de la verdad", y sin incurrir en exageraciones susceptibles de provocar la intolerancia en el trato con los pueblos vecinos. Pero lo hizo desde la perspectiva de un paraguayo orgulloso de su país y de sus compatriotas, que habían afrontado con coraje y dignidad una dura conflagración. Por ello, quizá, el historiador militar brasileño Tasso Fragoso anotó, con respecto a esta obra, que es "una narración hecha desde el punto de vista paraguayo, con un patriotismo digno de respeto, pero no siempre respetuoso de la verdad" (Augusto Tasso Fragoso, História da Guerra entre a Tríplice Alianza e o Paraguai, Rio de Janeiro, Imprensa do Estado Maior do Exército, 1934, tomo 5, p 387).

         El historiador argentino Juan Beverina le dedicó apreciaciones menos amables, señalando lo siguiente: "A pesar de la plausible intención expresada por el autor en la Introducción de ajustarse estrictamente a la verdad histórica, el señor Benites no constituye con este libro una excepción entre los otros autores de la misma nacionalidad, que de la guerra han hecho un tema inagotable para desatarse en improperios y repetir las consabidas acusaciones contra los gobiernos y las tropas aliadas, falseando por sistema la verdad histórica, cuando ello conviene a sus miras e intereses patrioteros. En este libro son descritos y analizados los principales combates de la guerra, pero sin que el autor contribuya con datos o pruebas documentales a aclarar los puntos dudosos o a confirmar versiones arbitrarias. Más bien se ha limitado a apropiarse o a trascribir datos y opiniones ya expresadas por otros historiadores o a tomarlas de aquellos periódicos que más podían interesar a sus fines tendenciosos" (Juan Beverina, La Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Ferrari Hermanos, 1921, tomo 1, pp. XXVI-XXVII).

         El lector podrá apreciar si son o no justas las afirmaciones del general Beverina. Sin embargo, al margen de las críticas que se le puedan formular, éste es un libro que no solo tiene importancia por las informaciones que consigna, sino, sobre todo, porque refleja el pensamiento de un paraguayo contemporáneo de la guerra, que trató de explicarse y de explicar a las generaciones posteriores el porqué de esa tremenda tragedia.

         La actual edición reproduce con fidelidad la de 1919, pero se ha actualizado la ortografía y corregido las erratas más notorias. Se conservó, además, el prólogo de Juan E. O'Leary a la primera edición, que es prácticamente igual al que él escribiera, en vida de Benites, para La Triple Alianza de 1865, Escapada de un desastre en la guerra de invasión al Paraguay.

         La reedición del libro sobre Las primeras batallas contra la Triple Alianza, que hasta ahora podía consultarse en unas pocas bibliotecas especializadas, permitirá, a quienes tengan interés en el tema siempre vigente y controvertido de nuestra Guerra Grande, acceder a una rica fuente de informaciones e interpretaciones, fruto del trabajo y la reflexión de un servidor público destacado de la República del Paraguay, como fue Gregorio Benites.


         Ricardo Scavone Yegros




PRÓLOGO


         Cuatro años habían transcurrido desde el comienzo de la guerra a que el Paraguay fue arrastrado por la ambición desmedida del último monarca americano.

         En aquellos cuatro años de exterminio, el mundo había admirado la inquebrantable altivez y firmeza del presidente paraguayo que, al frente de su heroico pueblo, realizaba prodigios en la defensa del suelo patrio.

         Curupayty, Humaitá, Lomas Valentinas, Ytororó, Avay, eran nombres que resonaban en todos los labios, despertando por doquiera la más alta admiración.

         Pero mientras aquella resistencia sobrehumana tornaba hacia nosotros la mirada compasiva del mundo, que nos acompañaba con sus simpatías, el Paraguay agonizaba solo, hambriento, bloqueado por todas partes, desesperado.

         En aquellas horas de cruel angustia un joven paraguayo partía, sigilosamente, de Francia y se dirigía a los Estados Unidos. Iba a hacer el último esfuerzo por la salvación de su patria: iba a pedir protección al gran coloso de la democracia contra el gran coloso del imperialismo.

         Pobremente, sin lujosos aparatos, como correspondía al hijo infortunado de una patria próxima a sucumbir, se presentó ante el primer magistrado de la gran República, en nombre de los principios de confraternidad que deben unir a los hijos de este continente.

         Solo pedía justicia para la causa de su país que era la causa de la libertad, justicia para su país que allá en los confines de la América del Sud, hacía titánicos esfuerzos por romper en las manos de un emperador esclavócrata el cetro ignominioso de la opresión real. Pedía una intervención formal de los Estados Unidos que pusiera término a aquella contienda en que peligraba zozobrar la soberanía del Paraguay, prometiendo conseguir la cooperación de Napoleón, para el mejor éxito de esta humanitaria empresa.

         El presidente norteamericano oyó, conmovido, al joven diplomático, en cuya sencilla elocuencia vibraba el acento del patriotismo desesperado. Y aquel noble magistrado prometió intervenir en la sangrienta contienda del Río de la Plata, en favor del Paraguay.

         Poco después, Napoleón III le expresaba sus simpatías por el Mariscal López y le prometía también mediar en la cuestión, para poner término a la lucha.

         Podía decirse que el Paraguay estaba salvado.

         ¡Desgraciadamente era ya muy tarde!

         Mientras aquel abnegado ciudadano conseguía tan poderosa protección para su patria desdichada, la guerra se terminaba con el inhumano asesinato del presidente paraguayo.

         Aquel joven desinteresado y patriota era don Gregorio Benites, el distinguido autor de este libro.

         Los antecedentes de sus gestiones diplomáticas constituyen para él un título de legítimo orgullo que le hace acreedor al respeto y a la gratitud de sus compatriotas.


         Don Gregorio Benites fue uno de los últimos representantes representantes de aquella viril generación que nos diera tantos días de suprema gloria.

         Nació en Villarrica el 25 de mayo de 1834.

         Militar en sus primeros años, como lo eran necesariamente todos los paraguayos de su época, abandonó más tarde la carrera, después de haber alcanzado el grado de capitán, a pesar de su juventud.

         Hombre de envidiable suerte, en una actuación política de cerca de medio siglo, ocupó los más altos puestos y gozó siempre de las consideraciones debidas a sus méritos y a sus relevantes servicios.

         Secretario del Mariscal López en 1856, lo acompañó en tal carácter en 1859, cuando éste medió en la contienda entre Buenos Aires y las provincias argentinas.

         En 1860 fue nombrado secretario de la legación paraguaya en Londres, donde prestó señalados servicios a su gobierno y se entregó al estudio con notable aprovechamiento.

         En 1864 se le confió una misión a Berlín, donde fue objeto de especiales consideraciones de parte del rey Guillermo de Prusia.

         Terminada satisfactoriamente su misión, recibió, al despedirse del soberano, la Cruz de la Corona de Prusia.

         De vuelta a París, se encontró con la noticia de que su país estaba envuelto en un conflicto internacional. Y aquí empieza el periodo más interesante de su vida pública.

         Su amistad con los más notables pensadores y periodistas franceses contribuyó poderosamente para que el Paraguay consiguiera decididos partidarios que, sin ningún interés, hicieran una espléndida campaña en pro de su causa.

         Los aliados, a pesar del oro que gastaban y de las condecoraciones que prodigaban, nunca pudieron contrarrestar la viril propaganda debida al esfuerzo de don Gregorio Benites.

         A fines de 1868, sustituyó al ministro don Cándido Bareiro, quedando como Encargado de Negocios. Ya vimos lo que hizo en tal carácter, por salvar a su patria de su sangriento exterminio.

         Concluida la guerra, volvió al Paraguay, donde ocupó los más altos destinos. Fue plenipotenciario ante algunas cortes europeas, ministro de Relaciones Exteriores, miembro del Superior Tribunal de justicia, Fiscal General del Estado, Director General de Correos y Telégrafos y Senador nacional.

         Uno de los hechos que más simpática e interesante hacen su figura es la estrecha amistad, la fraternal amistad que le unió al doctor don Juan Bautista Alberdi, el más genial pensador argentino.

         Benites fue el amigo querido, el íntimo confidente de aquella alma grande, de aquel amigo desinteresado del Paraguay, para quien sus compatriotas no tuvieron sino odio implacable por el enorme crimen de haber dicho la verdad, después de haber echado los cimientos de su injusta patria, dándole las bases de su organización política.

         En los días tristes y largos del destierro en que pasó toda su vida el eminente tucumano, Benites conoció de cerca la inmensa pesadumbre de aquella alma mártir. Y su nombre está unido al más doloroso episodio de su vida, al que coronó la montaña de lodo con que quisieron aplastarle. Una carta del doctor Alberdi a don Gregorio Benites fue el documento que presentó el más apasionado y feroz de sus perseguidores, para probar su supuesta traición y para arrojar las más espesas sombras sobre su nombre.

         Felizmente, aquella carta, lejos de probar delito alguno, probó el desinterés de su propaganda y la rectitud de sus intenciones.


         En el presente trabajo, el señor Benítes pone de manifiesto, una vez más, al par que su competencia, sus cualidades de escritor desapasionado, al tratar cuestiones tan importantes de nuestra historia.

         Su libro será leído con avidez, pues encierra datos desconocidos, verdaderas revelaciones que vienen a aclarar puntos dudosos de aquella contienda que, a pesar de estar tan cerca de nosotros, tan poco conocemos.

         Ningún escritor hasta el presente ha recordado el proyecto de los corsarios sudistas, proyecto que a haberse realizado, otra hubiera sido la suerte de la alianza. Nadie ha hecho mención de las gestiones diplomáticas que estuvieron a punto de poner término a la guerra del Paraguay. Y, sin embargo, ambos hechos son de un subido valor histórico.

         Al señor Benites le cabe, pues, la gloria de aportar a la historia americana tan importantes materiales.


         Juan E. O'Leary



INTRODUCCIÓN


I


         El Paraguay ha desplegado su bandera en muchos campos de batalla durante la guerra que le trajo la Triple Alianza, lisonjeándole en no pocas la victoria, mortificándole en otras los reveses. Sometido a los caprichos de la fortuna, pero oponiendo siempre a estos aquella perseverancia, aquella obstinación, que, con el valor constituyen los principales rasgos de su carácter, salvó así en todas las acciones la honra nacional.

         Considerado el pueblo paraguayo por sus émulos como débil y degenerado, levantóse en masa a la voz de la patria, cuando veía que su independencia soberana y su integridad territorial peligraban.

         No es nuestro ánimo presentar un bosquejo en que solo apareciesen aquellos perfiles o contornos que determinan los nobles rasgos del carácter nacional, porque entonces se sacrificaría la principal de las hermosuras, que es la verdad.

         En estas páginas se determinan también los vicios y los defectos de ese mismo carácter nacional, nunca perfecto, cualquiera que sea el país de que se trata.

         Al tomar la pluma para trazarlas, nos guía la máxima de que la historia no debe ser para con los pueblos el intérprete de la lisonja, que a la par de ocultarle sus vicios y sus defectos, les presenta sus virtudes y sus hazañas a través de prisma exagerado, haciendo así que su carácter adquiera, aun sin sospecharlo, un sello de intolerancia que los perjudique en el trato con los otros, sino que, al contrario, la historia debe mostrarles los hechos tal cual han pasado, sin otro adorno que el de la verdad, a fin de que, reconociendo las faltas, los errores, los extravíos cometidos, y penetrados de las verdaderas virtudes que originan las grandes acciones, su conjunto les sirva de saludable lección para corregir lo que a ese carácter daña, e inspirarse solo en aquello que lo ennoblece y lo levanta.

         Nos dirigimos con entera confianza a las personas adversas o favorables a lo pasado o a lo existente, que creen, y con razón, que si la historia ha de ser maestra de los pueblos y aun más de los hombres que rigen sus destinos, es de todo punto indispensable que en sus páginas se registren, con los hechos que enaltecen el nombre de un país, aquellos que, debidos al espíritu de los tiempos, o a la mala fe o torpeza de los gobernantes, o de sus agentes, han perjudicado a ese nombre.

         La historia patria debe contener aquellos acontecimientos que, revelando la nobleza del carácter de un pueblo, son suficientes, ya separados o en conjunto, para hacerlo acreedor a disculpa.

         Así el gran historiador César Cantú dice que el pueblo que, a la par de sus grandes hechos, no confiesa sus miserias, no merece figurar en el catálogo de las naciones.


II


         La perspectiva de la posible prolongación de la guerra entre la Triple Alianza y el Paraguay causaba en Europa, y sobre todo en los países aliados, serias aprehensiones. El descontento aumentaba, tanto en los países del Plata, como en el Brasil. El reclutamiento para la remonta de los ejércitos aliados en campaña llegaba a ser muy difícil, por la fuerte oposición o resistencia de la masa de las respectivas poblaciones. Las provincias argentinas de Entre Ríos, Córdoba, La Rioja, San Juan y otras, se negaban con las armas en la mano a dar contingentes de sangre para el ejército argentino, contra el Paraguay. Los entrerrianos se desbandaban, y los reclutas traídos bajo custodia de las provincias interiores, se amotinaban, matando a los que les custodiaban, y se dispersaban. Los dispersos formaban grupos o montoneras, que alteraban el orden interno de las provincias, y obligaban a las autoridades nacionales y provinciales a tomar medidas severas contra los amotinados, a fin de restablecer el orden y la seguridad pública en las Estados recalcitrantes.

         Los valientes entrerrianos declaraban públicamente que no querían batirse contra los paraguayos. Los desbandes de Basualdo y Toledo son prueba de esa repugnancia y resolución viril.

         La opinión pública se había dividido en los países del Plata en presencia de los desbandes del ejército del general Urquiza, de la destrucción de la columna del mayor Duarte, y de la capitulación de Estigarribia en Uruguayana. Algunos atribuían al mariscal López supina impericia en la dirección de la guerra, que había aceptado contra el Brasil y las Repúblicas Argentina y Oriental, triple alianza; otros, presumían que haya fracasado alguna connivencia o compromisos con algunos argentinos y orientales.

         "Hemos tenido ocasión de ver al Supremo del Paraguay, decía un redactor de El Pueblo, y unido su aspecto al antecedente de sus viajes por toda Europa, y más que eso, a la costumbre de tratar con gentes superiores o ilustradas, no hay sino que suponer con razón, que sin ser de esos hombres que se alzan sobre los otros, no es tampoco un estúpido, incapaz de un cálculo tan sencillo como claro, para los primeros pasos de la guerra. "El solo hecho de pisar a un tiempo los tres territorios enemigos muestra ya un plan audaz, una previsión bien calculada; y si es verdad que la división de sus elementos en pequeños núcleos exponía el éxito y los recursos lanzados a muchas leguas de la base, también lo es que el primer impulso fue tan rápido e imprevisto, que por sí solo salva la duda que hace nacer la falta de insistencia para la consecución del plan tan claramente demostrado.

         "López esperó una conflagración general en las Repúblicas Argentina y Oriental, y bajo ese supuesto, la actitud del Brasil carecía para él de importancia alguna.

         "Iniciada la reacción con el apoyo de las dos columnas del Paraná y del Uruguay, los 70 u 80 mil hombres del presidente paraguayo, tenían que hacer el papel de César, en ambas Repúblicas dislocadas, ante cuyo desenvolvimiento anárquico, el Brasil quedaba sujeto a sufrir el flagelo en la parte más rica aunque más débil de su territorio, con gran peligro de su sosiego: los millones de esclavos hubieran movido sus vigorosas manos para otra cosa que para labrar la tierra de los amos aborrecidos.

         "Negados esos antecedentes, creemos en la soberana estupidez de Solano López, que lanza sus columnas para ser, sin remedio, batidas y prisioneras en detalle.

         "Si por el contrario se da razón al plan manifiesto de los paraguayos, resulta que Solano López contaba con la reacción federal y blanca en las dos Repúblicas y con la esperanza del levantamiento de los esclavos brasileros.

         "Tratándose de reacción federal, una palabra viene a los labios, un nombre cuyas tres sílabas, como ya lo hemos dicho antes, marca un martirologio cruento: Urquiza.

         "Ahí está Basualdo, que habla mejor que lo que podríamos hacer hoy y nunca.

         "O traición o estupidez.

         "Si Solano López no contó con la reacción, fue doblemente estúpido. "Si contó con ella, la traición está clara.

         "Todo el mundo sabe que Urquiza mantenía correspondencia con los dos jefes paraguayos; todo el mundo sabe también que en las dos Repúblicas no faltan por desdicha gérmenes disolventes prontos a enardecer los odios olvidados; el sable es, entre nosotros, un medio de vivir, una industria consagrada por el furor y por la ineptitud de los partidos y de los gobiernos; basta hoy con eso para suponer con razón que López contó con la ayuda de la traición.

         "¿Quién es el que ha tenido en sus manos la caja de Pandora?

         "¿Quién es el que ha tenido en sus manos la caja de blica en los horrores de la sangrienta anarquía?

         "¿Quién es el que cuenta una vida de traiciones, de infamias y de ventas sin ejemplo en la historia de las luchas civiles?

         "¿Quién es el judas Iscariote de la causa nacional?

         "Urquiza!

         "La opinión se detiene en los dos puntos negros: "O la estupidez de Solano López.

         "O la traición de Justo Urquiza".

         El artículo que precede encierra conceptos y reflexiones fundadas en la lógica estricta de la historia de los pueblos del Río de la Plata, y en los antecedentes de sus hombres públicos, o caudillos políticos. Diremos más en concreto: en la práctica y conveniencias de los intereses políticos, económicos y sociales de esos pueblos.


III

 

         Todo el mundo sabía y sabe que entre los generales Mitre y Urquiza no existía nunca, ni podía existir, inteligencia sincera, leal y positiva, en cuestiones políticas, y mucho menos en la órbita de sus personalidades egoístas; y como hay aquel viejo adagio que dice que la política no tiene entrañas, nada extraño era, o hubiera sido el que el jefe entrerriano, permanente rival del jefe porteño, hubiese asumido una actitud decisiva que cuadrase a sus inmutables principios y aspiraciones políticas, o que a su juicio conviniese más a los intereses bien entendidos de la nación Argentina.

         Y ya que se trata de establecer los jalones de la severa historia, o de la verdad de los hechos en la guerra del Paraguay, y en vista de los problemas que con tanta sagacidad planteaba oportunamente la prensa del Río de la Plata, afirmamos, con los conocimientos que tenemos, que realmente hubo compromiso político entre el general Urquiza y su compadre el Mariscal López, para una acción común, contra la alianza del general Mitre con el monarca brasilero, don Pedro II; pero estos gobernantes tuvieron la rara habilidad o suerte de prevenir los formidables efectos de los elementos combinados del Paraguay, con los de las provincias de Corrientes y Entre Ríos, y de la República Oriental del Uruguay.

         El carácter esencialmente egoísta y poco consecuente del caudillo entrerriano, hizo fracasar la trascendental combinación mencionada.

         El Mariscal López, como lo hemos dicho ya en otra parte, (Los Anales), comunicó oportunamente a su legación en Europa, que el general Urquiza le había faltado al cumplimiento de su compromiso, contraído con él.

         Pero asimismo, que haya fracasado la combinación de López-Urquiza, la Triple Alianza, por una de aquellas acciones misteriosas de los hombres y de circunstancias imprevistas, escapó de un cataclismo mucho más terrible y de efectos más infalibles que la alianza López-Urquiza. Véase Capítulos V, VIII y X de mi libro Anales, tomo II.

         El jefe entrerriano, en vez de jugar un gran rol histórico en obsequio de los intereses primordiales de su propia patria, y de la democracia americana, prefirió faltar a su palabra empeñada, arrojando así sobre su lealtad y patriotismo graves acusaciones, y realizar miserables negocios de carácter pecuniario, colocando en gravísimo peligro su propia existencia, moral y materialmente.

         Se sabía que el general Urquiza era opuesto a la alianza de su país con el Imperio; la ha criticado y combatido desde el principio, sin ocultar la repugnancia que le causaba la política de Mitre.

         La Tribuna de Buenos Aires, de 17 de noviembre de 1865, se preguntaba si por ventura era de propia inspiración de los ciudadanos que formaban el ejército, el desbande de Basualdo y la disolución de Toledo... Que el odio a la alianza era la obra exclusiva del general Urquiza, que en su casa, en sus conversaciones, en todas partes, hablaba siempre contra la alianza. Tal era la verdad, y era preciso decirla una vez por todas.

         El diario bonaerense atribuía los sucesos de Basualdo y Toledo a las consecuencias de las prédicas de Urquiza contra la alianza del general Mitre con el monarca Pedro II, para destruir a una República vecina.

         López, por su parte, cumplió lealmente su compromiso, mandando un ejército numeroso a la disposición de Urquiza, según convenio; pero López cometió un grave error, funesto para él y para el Paraguay, de no haber volado en persona, a ponerse al frente de su magnífico ejército, confiado a Robles, en cuanto supo la vacilación de Urquiza, en cumplir su compromiso, y avanzar hasta encontrar a este desleal personaje. Entonces el caudillo entrerriano no hubiera podido hacer otra cosa, que resolverse a cumplir lo pactado, so pena de ser obligado a ello por la fuerza.

         Nadie comprendía, y se interpretaba mal, la detención del ejército paraguayo en las fronteras de Entre Ríos. Lo que ha dicho El Republicano: "Supo respetar nuestro territorio", es la explicación de ese enigma desconocido de la campaña de Corrientes, por los 30 mil paraguayos.

         López no ha querido que su ejército pisase territorio entrerriano, por evitar la noble susceptibilidad de los altivos y patriotas entrerrianos. Suspendió la marcha de su ejército en la misma frontera, esperando la solución del magno problema formulado entre los compadres -López y Urquiza-. La historia debe conocer todo.1

         ¿Por qué el general Urquiza faltó a su compromiso trascendental? ¿Por qué hizo tanta farsa con los desmanes de sus tropas? ¿Por qué no asumió con franqueza y resueltamente la actitud que prometió? ¿Por qué, en lugar de haber efectuado la disolución de su ejército, hecho que hacía sospechosa su conducta, no se dirigió tranquila y directamente al encuentro del ejército paraguayo de Robles, fusionar con él sus fuerzas, y ponerse al frente de ese formidable ejército, y operar en la forma y términos de los compromisos y de las conveniencias de los países republicanos del Río de la Plata?


IV


         Si el general Urquiza hubiese dado cumplimiento con sinceridad a los arreglos pactados con López, entonces el caudillo entrerriano habría jugado un rol de primer orden en Sud América. Su prestigio militar y político se hubiera elevado y consolidado con aplausos de las dos Américas republicanas.

         En efecto; ¿quién hubiera impedido que los ejércitos aliados del Paraguay, Corrientes, Entre Ríos y República Oriental, invadieran y ocupaseis las provincias argentinas de Santa Fe y Buenos Aires, y la brasilera de Río Grande del Sud? Por de pronto la triple alianza se hubiera reducido a dupla alianza. He aquí las siguientes líneas que pertenecen a un eminente hombre público del Brasil, que materialmente confirman nuestra aseveración.

         El señor Paranhos, barón de Río Branco, en sus anotaciones del libro de Schneider, dice: "Si en vez de lanzar a Estigarribia solo con 12 mil hombres al encuentro de los aliados, dejando inactivos más de 20 mil hombres (30.000) a las órdenes de Robles en la parte Occidental de Corrientes, y más de 30 mil en Paso de Patria y en Humaitá, hubiese López penetrado en Río Grande del Sud, en el Estado Oriental y en Entre Ríos con todo su ejército, tal vez hubiera podido destruir las fuerzas que empezaba a reunir la alianza, con lo que el éxito de la guerra habría sido muy dudoso (éxito seguro para el Paraguay). En mayo o junio de 1865, disponía el dictador de poderosos elementos, y fácil le hubiera sido invadir con 20 mil hombres Río Grande del Sud, mientras otros 50 mil marchaban sobre Concordia. A estos últimos no habrían podido oponer los aliados más de 25 mil hombres, la mayor parte bisoños y sin instrucción".

         Las aseveraciones del eminente anotador del libro de Schneider son irrefutables. Están ajustadas a la lógica, a la sana razón y a la verdad histórica incontrovertible.


V


         La retirada del ejército paraguayo que operaba sobre la orilla izquierda del Paraná en la provincia de Corrientes ha producido serias preocupaciones en los países del Río de la Plata, tan mal dispuestos a continuar la guerra contra una República hermana, en compañía de un Imperio.

         Los elementos componentes de la Triple Alianza, eran heterogéneos. La desafección por los aliados del general Mitre se manifestaba pública y diariamente en el ejército argentino. En vano el generalísimo se esforzaba en conciliar los ánimos predispuestos, nada podía conseguir.

         Era una de las causas de la disolución y de la resistencia a mano armada de los batallones de Entre Ríos, de Córdoba, de La Rioja, de San Juan, etcétera. El ejército entrerriano, que el general Urquiza había conseguido organizar, se volvió a desbandar en Toledo a los gritos de muera Mitre, mueran los porteños. Era a 6 leguas de distancia de Basualdo. Esa vez ya muy pocos vivas se hicieron al general Urquiza.

         La dispersión empezó en la noche del 2 de noviembre de 1865. La división de Gualeguay tomó la iniciativa. Al principio, la dispersión fue contenida, mediante grandes promesas del caudillo entrerriano a sus soldados, a quienes pedía tuvieran confianza en él, que ellos sabían que no serían traicionados por él (sic), que su política era la de ellos, etcétera.

         Pero los valientes entrerrianos, no satisfechos del todo, repitieron el desbande en la noche del 12, abandonando esta vez, ya del todo, el campamento de Toledo. Las divisiones del Paraná, de Nogoyá, de Victoria y Gualeguay, se sublevaron también, y designaron para su jefe al general López Jordán. Este general, no quiso aceptar el mando a que fue designado, y aconsejó a los soldados que no hicieran desorden, y que se retiraran a sus casas tranquilamente.


VI


         Durante algunos días se alimentó la esperanza de conservar bajo las armas, algunos cuerpos de las milicias entrerrianas. Todo fue ilusión. Urquiza quedó solo en su campamento de Toledo, con algunos oficiales de su escolta, y viéndose abandonado, se retiró pocos días después a su estancia de San José.

         El corresponsal del diario oficial francés Le Moniteur, decía, refiriéndose a la actitud de Urquiza:

         "No se sabe de una manera positiva, si es sincero; se cree muy probable que haya favorecido secretamente la dispersión de sus tropas. La verdad es que a nadie ha castigado; y si hubiera querido hacer castigos ejemplares, habría tenido que empezar de sus mejores amigos y de su propia esposa, que no ocultaban sus simpatías por la causa del Paraguay.

         "Los liberales de Buenos Aires recibían la noticia de la dispersión de las fuerzas entrerrianas, con cierta satisfacción mal reprimida".

         La lucha se había, en consecuencia, renovado en Buenos Aires entre los partidarios exaltados del gobierno local y los del gobierno nacional. El poder nacional de Mitre quedó amenazado por la oposición local. El Club Libertad abrió sus puertas, y publicó su programa, el cual era sencillamente la expulsión del gobierno nacional de la capital de la provincia de Buenos Aires. De allí, a una nueva separación, no había más que un paso. La dispersión de las fuerzas entrerrianas no era, en aquellos momentos, el único síntoma de disolución. En el ejército del general Mitre, la deserción tomaba proporciones alarmantes, y los desertores encontraban en la provincia de Entre Ríos, un asilo garantido.

         La caballería del general Flores no existía ya sino de nombre. La habían licenciado; era la expresión consagrada para disimular la deserción.


VII


         Después de los desbandes en Basualdo y Toledo del ejército entrerriano, mistificado por el general Urquiza, el importante diario de la Concordia, El Republicano, escribía estas líneas:

         "¿Por qué culpar al capitán general Urquiza, de la desafección de Entre Ríos por la actual guerra?

         "¿Por qué culparle del odio inveterado que profesa este pueblo, como todos los de la República del Plata, a la alianza contra una República vecina?

         "Puede haber mucho amor y veneración por la patria, pero no se puede hacer que las masas olviden su desafecto.

         "¿Acaso la guerra actual ha sido solo impopular para la provincia de Entre Ríos? ¿No se han visto desafectos en toda la República Argentina?

         "¿El de la República Oriental, no ha sido también las consecuencias de la alianza?

         "¿Por qué ensañarse solamente con Entre Ríos?

         "Llámese a la provincia de Entre Ríos para una guerra popular; llámesela para contrarrestar el poder de una monarquía, y preguntaremos después, si ha quedado en Entre Ríos uno solo que no se haya presentado al llamado de la patria.

         "Pero culpársela por no querer arrojar sus balas sobre una República vecina, que nunca la ofendió, que supo respetar nuestro territorio, es no querer poner la mano sobre el corazón, para preguntarse. Nosotros, sentimos repulsión por la alianza?, para que la conciencia respondiera afirmativamente. Ningún corazón republicano la acepta".

         He ahí bien explicada la causa de la doble disolución del ejército entrerriano, en Basualdo y Toledo.

         Según La Tribuna de Buenos Aires, El Republicano era un diario inspirado por uno de los hijos del general Urquiza.

         En cuanto a la República Oriental, así como varias Provincias Argentinas, no se puede decir que hayan entrado de buena gana en la alianza; pues los generales Flores y Mitre no constituían esos Estados. El órgano ya citado del generalísimo, La Nación, se expresaba en estos términos:

         "La alianza es fuerte, pero tiene que ser circunspecta. La mano revolucionaria trabaja hoy la República Oriental. En la misma República Argentina se hacen esfuerzos desesperados para romper la alianza, debilitar así el poder de la actualidad y preparar su derrota y tras ella el entronizamiento de los hombres que desdeñan la alianza imperial, pero que todo lo esperan de la alianza paraguaya, para cambiar la situación".


VIII


         El senador brasilero Vizconde de Jequitinhonha se quejaba de que si la alianza ha tenido por objeto obtener "auxilios al Brasil para repeler de su territorio una miserable tropilla de soldados desmoralizados del déspota del Paraguay, mal armados, mal nutridos, muertos de hambre, era una traición".

         El honorable Vizconde no reflexionaba sobre este punto capital: que sin la cooperación de los Estados del Río de la Plata, el imperio de Pedro II jamás hubiera podido hacer, con éxito, la guerra al Paraguay; o si no, ¿de dónde se hubieran proveído de los víveres y combustibles necesarios, sus ejércitos y sus escuadras? ¿Dónde hubieran establecido, en condiciones favorables, sus hospitales, sus depósitos de carbón, el campo de instrucción de sus reclutas, etcétera?

         Permaneciendo neutrales las Repúblicas del Plata, especialmente la Argentina, en la guerra del Imperio con el Paraguay, los Estados ribereños no habrían proporcionado ningún recurso al ejército y armada imperiales. De ahí el empeño precipitado del emperador en negociar y firmar con las Repúblicas Argentina y Oriental, el célebre tratado de la Triple Alianza, de 1° de mayo de 1865.

         La política imperial de Pedro II, en connivencia con la del gobernante argentino, general Mitre, en la República Oriental, obligó a López a una precipitación peligrosa. No obstante, esa misma precipitación pudo haber asegurado el triunfo de López, si éste hubiese sido un verdadero general, capaz de afrontar las eventualidades al frente de su magnífico ejército de 60 mil hombres, de las tres armas, bien organizados y suficientemente bien armados. La impericia le fue fatal.

         El lenguaje perentorio de la nota del gobierno paraguayo, de 30 de agosto de 1864, que sorprendió a los estadistas brasileros, demostraba el temple del carácter del gobernante paraguayo. Enérgica en su forma, absoluta en sus conclusiones, la declaración de 30 de agosto, colocó al gobierno del emperador Pedro II, en la alternativa de sufrir un fracaso diplomático o declarar la guerra. Era un ultimátum, a que respondió la Circular de Paranhos a las naciones amigas.

         Fue entonces que al mariscal López se le vio carecer de la calma y perspicacia necesarias. Se creía preparado con elementos para la guerra. Era cierto, pero, sin embargo, era mejor iniciar y agotar previamente las negociaciones diplomáticas, antes de haberse lanzado a las vías de hecho. En diplomacia no se empieza por imponerse a sí mismo, ni tampoco se inicia una negociación de ese carácter, dirigiendo un ultimátum a su contradictor, precipitadamente. Si se desea la paz, es natural buscarla por medios conciliatorios, y aceptarla si se presenta en forma honrosa. La habilidad diplomática consiste en ceder en ciertos casos, si es necesario, y no aferrarse en simples pretensiones de forma.

         Sucede que en las crisis políticas las ilusiones se engendran y las faltas se agravan las unas por las otras.


IX


         Cuando un país débil se encuentra en lucha con otro más fuerte, cuando no existe equilibrio entre los respectivos recursos, toda la inteligencia de los hombres no podría prevalecer contra los abusos de la fuerza, pero cuando esos Estados son iguales en riquezas, en territorio, en población, entonces prevalecen la táctica, la pericia, el patriotismo, el amor a su bandera.

         Cualquiera que sea nuestra apreciación crítica sobre la conducta del jefe de Estado argentino, general Bartolomé Mitre, que con tanta injusticia y desconocimiento ha causado graves y desastrosos males al Paraguay, no se sigue de eso que debamos excusar a nuestros propios hombres de Estado y generales, que por sus faltas y errores políticos y militares, no han sabido prevenir y contrarrestar las maquinaciones pérfidas de los enemigos tradicionales del Paraguay.

         La experiencia sería una palabra vacía de sentido, y la historia no merecería figurar como ciencia, si los pueblos se limitasen a un rol puramente pasivo, no explicasen sus reveses sino por causas extrañas a la razón y se abstuvieran de buscar los motivos por los cuales esas causas extrañas han obrado sobre ellos.

         El deber de un verdadero estadista, de un diplomático paraguayo verdaderamente inteligente y patriota, era procurar por todos los medios racionales de evitar la guerra que se fraguaba contra el Paraguay, por el Imperio del Brasil, y su aliado el general Mitre. Era el rol de un gobernante sensato y pacífico; pero la desgracia del Paraguay fue que los hombres, o mejor dicho, el único hombre que entonces dirigía sus destinos, se creyera a la vez un Napoleón y un Bismarck, y procedió en consecuencia. Concibió un plan militar especioso, cuya ejecución prosiguió con una confianza ciega, sin detenerse a considerar los elementos rivales. Cuando observó que la guerra era inevitable, le pareció oportuno aceptarla. Lo peor fue que López era inaccesible a consejos extraños, por oportunos y luminosos que pudieran ser, como todo gobernante absoluto.

         Está más o menos bien averiguado que la guerra o su perspectiva ofrecía grandes seducciones a una mujer exaltada por ensueños fantásticos. Como a la bella Eugenia, Emperatriz de Francia, se le atribuía la expresión esta es mi guerra, por la de Méjico; a la Lynch se imputaba la guerra del Paraguay. La verdad es que esta hermosa e ilustrada mujer, que tanto cautivara el corazón del jefe de Estado del Paraguay, le ha incitado a la prosecución de la guerra, con tanta ligereza como buena fe quizás. Fue una fatalidad su mucha influencia con López, y su ascendiente con los hombres de la época.

         Sin embargo, sería una pueril equivocación el considerarla más culpable de lo que en realidad pueda ser. Los que hayan conocido al mariscal López, como nosotros le hemos conocido durante largos años, personalmente, han de saber que el hombre no ha sido susceptible de someterse a la presión de ninguna influencia extraña.


X


         Una discusión por la prensa de Buenos Aires se entabló entre un señor que firmaba X y publicaba sus artículos en La Tribuna; era defensor de la política del Imperio; y otro señor que ponía al pie de sus escritos una O, en La Nación Argentina; era el patrocinante de la política argentina.

         El señor O decía que si no hubiese sido la intervención del Imperio en los asuntos internos de la República Oriental, la Argentina habría seguido marchando en su camino de paz y prosperidad; que esa intervención había motivado las notas del presidente del Paraguay, de fecha 30 de agosto de 1864; que éstas dieron lugar al rompimiento de relaciones entre el Brasil y el Paraguay, y que la guerra que se siguió entre ambos, había envuelto a la República Argentina.

         A lo que el señor X contesta diciendo que si el Brasil ha intervenido en los asuntos orientales, fue porque la República Argentina suscitó la guerra civil en aquel país, protegiendo la invasión del general Flores.

         Tales declaraciones tan categóricas de parte de personas que se decían altamente colocadas en el Brasil y en la República Argentina, y que, por tanto, estaban en posesión de los secretos de la política de ambos países, tenían un alcance inmenso, por cuanto venían a patentizar que la alianza del general Mitre con el Imperio del Brasil, había tenido un origen abyecto.

         Las palabras del señor O, afirmando que la intervención del Imperio en el Estado Oriental, había motivado las notas paraguayas, y que éstas dieron origen a la guerra, dejan bien establecido que no ha sido el Paraguay el que inició la cuestión que produjo la guerra. Esto, lo sabíamos muy bien, pero importa mucho, el que el señor O, argentino, altamente colocado, lo haya afirmado espontáneamente.

         Como se ve, los dos aliados, el Imperio y la República Argentina, por sus órganos respectivos se han reprochado, el uno al otro, las causas de la guerra con el Paraguay. Sin embargo, la verdad histórica, bien despejada de las artimañas con que se la ha pretendido sombrear, es que ambos países, el Imperio y la Argentina, o mejor dicho, sus gobernantes, el emperador Pedro II y el presidente Mitre, han protegido la revolución oriental, encabezada por el general Flores, con propósitos bien deliberados de producir una conflagración armada en el Río de la Plata.

         De la discusión entre los señores X y O, ha quedado plenamente evidenciado un severo cargo al gobierno argentino, hecho por el mismo señor O, en estos términos: "que todo pudo evitarse, pero que no se evitó".

         Esto mismo se ha dicho por la bien cortada pluma del ilustrado argentino don Manuel Algerich, con esta amplitud:

         "He dicho que la guerra ha podido evitarse. Si el gobierno del general Mitre, tan respetuoso y tan condescendiente para con los monarcas de América y de Europa, hubiera mandado un Enviado al Paraguay, cuando empezaron los primeros susurros de guerra contra el Brasil, de seguro que no habríamos entrado en esta lucha desastrosa y sangrienta para la República, y que habríamos visto en su lugar derribado ese Imperio que está en nuestro continente, como una amenaza perpetua de nuestras instituciones.

         "Pero el general Mitre no quiso saber nada con el Paraguay, o ya sean pactos secretos con el Imperio que explota las miserias y las debilidades de nuestros hombres públicos, o ya sea el deseo de una guerra que pudiera darle la gloria efímera y poco envidiable de las batallas, lo cierto es que nosotros no tuvimos representación ninguna cerca de López, que habría podido, sin duda, excusar la guerra, y que la tuvimos cerca del Imperio, que halagaba las pasiones de nuestro magistrado, con el esplendor deslumbrante de los triunfos militares.

         "El mal de la política del general Mitre ha estado, pues, en no haber impedido la guerra como pudo impedirla, con un poco de tino y de buena voluntad, y ésta es su más grave falta".

         Así, las palabras autorizadas del señor O, corroboradas por las no menos respetables afirmaciones del doctor Algerich, revelan de una manera evidente el secreto deliberado de la política del general Mitre, de comprometer a su país en una guerra fratricida y desastrosa con el Paraguay.

         El señor X ha dejado bien revelado que la política del general Mitre ha sido llena de ambición personal. El doctor Algerich afirma lo mismo.

         Queda, pues, afirmada la verdad de que los señores X y O se han dado la simpática misión de ilustrar la opinión desorientada en la guerra del Paraguay, y descorrieron valientemente el negro telón con que se pretendía cubrir el escenario de la inmoral y escandalosa Triple Alianza.


XI


         Con motivo de un viaje que hizo al Paraguay la cañonera francesa la Decidée, la prensa del Río de la Plata le atribuía el carácter de mensajero de paz. Tal era la repugnancia y el hastío que causaba la guerra a los habitantes de los países de la Triple Alianza.

         "Nos regocija la noticia, es un bálsamo para la honra herida que hacen en el corazón del pueblo, los desastrosos efectos de la guerra, decía el diario independiente de Buenos Aires, El Pueblo. Estamos en aptitud de intentar la paz. El territorio argentino está desalojado por el ofensor de la honra nacional...

         "Si es posible obtener con la paz idénticos resultados que en la guerra, no puede trepidarse en optar por lo primero. Nuestra misión no es de conquista; no podremos intervenir en la administración de aquel pueblo; no tenemos derecho para ultrapasar los límites que la justicia aconseja. Sin enemigos en el suelo argentino toquemos los recursos que enseña la civilización".

         La aspiración por la paz no se pronunciaba solamente en los países del Plata, sino también en el Brasil, según se colige de las expresiones del senador brasilero Vizconde de Jequitinhonha, que se encuentran en un folleto que publicó sobre la guerra del Paraguay.

         "El gobierno imperial, decía el Vizconde, debe saber que no puede justificarse ante los gobiernos de las naciones civilizadas, sino por este medio: haciéndoles ver que empleó todo lo que estaba a su alcance para apartar del Brasil la guerra y mantener buena inteligencia con sus vecinos; de que nada pretende, sino paz y buena armonía".




XII


         Al principio de la guerra, los paraguayos eran, en el concepto de la prensa del general Mitre, grupos informes, desmoralizados, en diminuto número, careciendo de todos los recursos y elementos para la guerra, muertos de hambre y prontos a defeccionar en el acto que los aliados cruzasen el Paraná; pero pronto esa misma prensa y los mismos partidarios de la alianza, cambiaron de opinión; el ejército paraguayo resultó numeroso, fanático por la causa de la patria, y ocupaba posiciones formidables. La Nación de Buenos Aires, decía:

         "Para esta campaña que sería aventurada para las fuerzas solas de la República Argentina, contamos con nuestros aliados, el Brasil y el Estado Oriental".

         Sin embargo, en el curso de la guerra, especialmente en los primeros tiempos, los argentinos eran sacrificados en servicio de la política imperial, conservando éste sus elementos, en cuanto era posible.

         Así sucedió en Corrales y en Curupayty.


XIII


         En nota de fecha 22 de diciembre de 1865, dirigida al general Osorio, relativa a la contestación dada por el generalísimo a la comunicación del mariscal López, de fecha 20 de noviembre del mismo año 1865, en que el jefe paraguayo le hacía cargos por haber ingresado en las filas del ejército aliado a prisioneros paraguayos, el ministro de guerra del Imperio del Brasil, el señor A. M. da Silva Ferraz, dice lo siguiente:

         "A todos los prisioneros paraguayos que están en el Imperio, se les ha abonado sueldos y ranchos, conforme a sus puestos. Todos reciben igual tratamiento al de las plazas del ejército imperial, inclusive ropa".

         La verdad es que, cualquiera que haya sido el tratamiento que recibieran los prisioneros de guerra paraguayos de parte de los brasileros, a lo menos no han sido destinados al servicio militar contra su patria, como lo hizo el general Mitre, distribuyéndolos a los batallones orientales y argentinos. Los cargos de López a este respecto, no fueron levantados por el generalísimo, ni podían ser levantados.


XIV


         El coronel Palleja, decía el 7 de diciembre de 1865:

         "A la hora de lista han faltado 7 soldados paraguayos del batallón Independencia; 4 del Libertad, y 4 del escuadrón de artillería. Han fugado al monte, desde el cual cruzaron probablemente el río; casi en frente tenemos un pueblito paraguayo llamado Yabebyry. Tal vez algunos de los desertores conocen estos parajes, y se han animado a vadear el río...

         "Nuestro pronóstico respecto al destino de los paraguayos de Yataí y Uruguayana, se ha verificado por desgracia; a mí no me causó novedad esto, siempre lo esperé.

         "A la lista de la tarde (del 8) ya se notó la falta del paraguayo del Florida, que vimos en la jangada".

         El día 11, dice que notó la falta de 2 soldados paraguayos del Florida, que en la madrugada de la noche tempestuosa, habían fugado al monte del Paraná. Que la fuga de los paraguayos distribuidos en los batallones aliados era diaria.

         Decía que el coronel Magariños era testigo de la oposición que había hecho sobre el destino de paraguayos a su batallón Florida. Que solo Dios sabía cómo saldría la reputación de este cuerpo y la del 24 de Abril, el día que tuviesen "enemigos de frente y enemigos a la espalda, armados con nuestras propias armas, para darnos con ellas la muerte el día del combate".

         Con fecha 15 de diciembre, decía el mismo Palleja, que habían amanecido con la novedad de la deserción de 3 paraguayos del Florida, entre ellos un tal Villagra, muy ladino, y que cuando éste ha ido, todos irían; que por eso había solicitado del superior para desarmar el resto de paraguayos de su cuerpo, y tratarlos como verdaderos prisioneros de guerra.

         Que no bien había acampado su batallón, había procedido al desarme de los paraguayos de su cuerpo, cargando en una carreta sus armas y municiones, entregándolos a una compañía para custodiarlos, que asimismo un asistente que iba con los equipajes, se había escabullido, y ganó el monte. Que por tanto, era urgente que se le sacara de encima cuanto antes ese tabardillo.

         Que el día 16, desertaron 3 sargentos paraguayos y 5 soldados del batallón Independencia. Que los paraguayos que habían invadido la costa izquierda del Paraná, por la guardia Cerrito, iban al mando del desertor Villagra, del Florida. Que saquearon algunas carretas del comercio y mataron algunos soldados de la alianza. Empezaron las persecuciones (Palleja).

         Al generalísimo de la Triple Alianza se le ocurrió una tarde ir a la hora de lista a visitar a los batallones Independencia y Libertad de la división Oriental, compuestos en su mayor parte de prisioneros paraguayos de Yataí y Uruguayana; les pronunció uno de aquellos discursos, propios de su intelecto poético, que electrizó al auditorio de tal modo, que esa noche desertaron los paraguayos en mayor número que nunca.


XV


         Después de la evacuación del territorio argentino por los ejércitos del Paraguay, se agitó en los países aliados, sobre todo en los del Río de la Plata, la cuestión de la paz con el Paraguay; pero tanto el presidente argentino como su aliado imperial don Pedro II, se manifestaban poco dispuestos a transacciones conciliatorias, y por el contrario, resueltos a continuar la guerra a sangre y fuego. El emperador don Pedro, decía que antes de firmar la paz con el Paraguay, renunciaría más bien a la corona imperial. ¡El generalísimo y sus órganos pretendían que el honor y la dignidad de la Nación Argentina ofendidos, no estaban aún suficientemente reparados, que el sistema de gobierno del Paraguay no les ofrecía garantías, es decir, que se constituían en árbitros soberanos de los destinos del Paraguay!

         ¿Con qué derecho?, ¿con qué facultades?

         Con el derecho de la fuerza, nada más, no con la fuerza del derecho.


XVI


         La Nación Argentina, de 9 de enero de 1866, órgano del gobierno de Mitre, se quejaba de la actitud de algunos hombres de Chile, contra la Triple Alianza. Fue con motivo de haberse dicho en la prensa chilena y en alguna nota de la Cancillería de Santiago, que los gobiernos argentino y oriental eran traidores a la causa americana, por haberse aliado a un imperio para destruir una República americana.

         La actitud de la prensa chilena y de los hombres de aquella próspera nación, era generosa y justiciera, por cuanto interpretaba fielmente los verdaderos intereses de los Estados democráticos de Sud América, contra las tendencias tradicionales de dominio de los gobiernos que constituían la Triple Alianza.

         En efecto: la culta prensa y los hombres públicos de Chile, simpatizaban con la causa del Paraguay. El corresponsal de El Mercurio de Valparaíso, escribía desde Buenos Aires:

         "No hay duda, pues, que los tres meses para llegar a la Asunción, están más verdes que las uvas de la fábula, y no sería extraño ver llegar al presidente Mitre con su ejército, sin haber pasado el Paraná siquiera. Si se hace la paz, el ridículo que caería sobre el gobierno sería tremendo; si continúa la guerra, las montoneras de las provincias del interior, y las de Entre Ríos, en que ha habido un Toledo, como en agosto hubo un Basualdo, tomarían cuerpo por el descontento consiguiente a una guerra impopular".

         A su vez El Ferro-Carril de Santiago, al referirse a las noticias del teatro de la guerra, decía la siguiente:

         "El César argentino (general Mitre) ve el motín penetrar en su campo y llegar casi a la puerta de su tienda. Esto es lo que significa su orden del día, de 27 de noviembre, en que acuerda a su ejército, que en los campamentos no hay sitio para la política. El hecho es que el desprestigio del César hace progresos.

         "Nada más lógico. Un César que no sabe dar una gran batalla, es un César perdido. El César argentino prometió estar en tres meses en la capital del enemigo, y he aquí que hasta ahora apenas ha conseguido hacerlo abandonar el territorio invadido. Y este mismo abandono parece más bien el resultado de un plan de López que de las maniobras de Mitre. López tenía soldados bisoños, que era necesario acostumbrarlos al fuego. Darles el hábito de la guerra defendiendo el propio territorio, habría sido peligroso. Invade a Corrientes y lo hace un campo de instrucción para sus tropas. De esta manera se dispone hoy a defender sus fronteras, con soldados acostumbrados al fuego, y a la ruda vida del campamento. "La partida aumenta así sus riesgos para el César argentino. Sin embargo, es fuerza que vaya adelante, porque todo principia a desquiciarse en sus espaldas. Las provincias protestan contra la guerra, los contingentes se sublevan, los motines se suceden, las montoneras y los indios siembran el terror y la inseguridad en todas partes. Si la guerra hubiera sido nacional, nada de esto se presenciaría. El pueblo argentino tiene bastante patriotismo para saber colocar más alto que pasiones, partidos y ambiciones, el honor y la soberanía de la patria. Cuando la política interna y los conflictos internos vienen a ponerse en el camino de la cuestión internacional, es evidente que la guerra no responde a ningún sentimiento, ni a ningún interés nacional. No responde sino al orgullo del César, a su vanidad y a los odios de sus aliados.

         "¿Qué importa la caída del Paraguay? Para la mayoría de la Nación Argentina, importa la pérdida de un aliado. La caída del Paraguay no traerá ventajas sino al Brasil, a quien quitará un vecino importuno, y a Mitre, quien procurará el prestigio de la victoria. Así se lleva a la República Argentina a la guerra por un interés personal, y por un interés extranjero".

         En esos términos se han pronunciado sobre la guerra del Paraguay la prensa de las naciones neutrales de Europa y América y los diarios de los países que constituían la Triple Alianza, según se constata con más extensión en mi libro Los Anales.


         Gregorio Benites

         Villarrica, mayo 1905




1Todos los documentos comprobatorios de mis afirmaciones fueron, entre mis voluminosos papeles, saqueados de mi domicilio en mayo de 1874, por la comisión inquisitorial, en que desempeñaron rol principal, don Higinio Uriarte y el argentino Sinforiano Alcorta (N. del A.).

2Véase en mi libro Los Anales las notas cambiadas sobre el particular entre López y Mitre; y sobre todo la nota diplomática del Ministro inglés, señor Lettson, residente entonces en Montevideo (N. del A.).



CAPÍTULO III


COMBATE DE RIACHUELO

(Junio 11 de 1865)


         El mariscal López, teniendo conocimiento de que la escuadra brasilera se hallaba anclada en las aguas del Paraná, a poca distancia de Corrientes, con poca vigilancia, concibió la arriesgada idea de apoderarse de ella. A ese fin se trasladó de la Asunción a Humaitá el 2 de junio de 1865.

         Al embarcarse a bordo del Tacuarí, dirigió al pueblo paraguayo una proclama que terminaba con estas palabras:

         "La santidad de la causa que nos ha obligado a dejar nuestra vida pacífica y laboriosa, está en el corazón de cada ciudadano, y el Dios de los ejércitos velará sobre nuestras armas".

         Llegado a Humaitá se ocupó inmediatamente en aprontar su escuadrilla para la expedición que proyectaba, designando al efecto los mejores de sus buques, y son Tacuarí, buque almirante, de 6 cañones, al mando del capitán de fragata José María Martínez; Paraguarí, de 4 cañones, comandante, teniente Alonso; Ygurey, de 5 cañones, comandante, capitán Remigio Cabral, 2° jefe de la expedición; Yporá, de 4 cañones, al mando del teniente Domingo A. Ortiz; Marqués de Olinda, de 4 cañones, comandante, el teniente Ezequiel Robles; Jejuí, de 2 cañones, comandante, alférez Aniceto López; Salto Oriental, de 4 cañones, al mando del teniente V. Alcaraz; Pirabebé, de 1 cañón, comandante, teniente T. Pereyra; Yberá, de 4 cañones, al mando del teniente Pedro V. Gill.

         Esta escuadrilla que iba al mando en jefe del capitán de navío Pedro Ignacio Meza, llevaba a remolque 6 chatas, cargando dos de éstas una pieza de a 80 y las demás de a 68 cada una.

         Las compañías del batallón número 6 (alias nambi-i) fueron distribuidas en los buques expedicionarios para el abordaje a las naves enemigas ancladas en las aguas del Paraná, bajo las órdenes del almirante Barroso. Eran las siguientes: El Amazonas, buque almirante, de 6 cañones; la Jequitinhonha, de 8 ídem; la Belmonte, de 8 ídem; la Paranahiba, de 6 ídem; la Ipiranga, de 7 ídem; la Mearim, de 8 ídem; la Iguatimí, de 5 ídem; la Araguary, de 3 ídem; la Beberibé, de 8 ídem

         Todos estos vapores tenían tripulación numerosa e infantería de marina a bordo.

        

         El mariscal López reunió en su cuartel general en la noche del 10 de junio a los jefes y oficiales de marina destinados a mandar los buques de la escuadrilla expedicionaria, y de acuerdo con ellos, confeccionó el siguiente plan de combate:

         Salir de Humaitá a las 12 de la noche, hora en que, en efecto, zarpó del puerto la escuadrilla organizada, de manera a llegar al fondeadero de los buques enemigos antes de amanecer o al venir el día. Los buques de la escuadrilla tenían que bajar el río, pasando por delante de los buques enemigos, sin dispararles un tiro, y concluyendo de pasar la línea de estos, virasen inmediatamente aguas arriba, de manera que cada uno abordara a un buque enemigo, previa una descarga de artillería, tratando de apoderarse de su presa.

         Sobre la orilla izquierda del Paraná, en la parte baja de la curva donde desagua el Riachuelo, se colocaría el coronel Bruguez con dos mil hombres de infantería y 22 cañones de campaña y algunos cohetes a la Congreve, para secundar el ataque de los buques.

         Mas, desgraciadamente, a medio camino, a la altura del Cerrito, de las Tres Bocas, se descompuso la maquinaria del Yberá, y el jefe de la escuadrilla, capitán Meza, en vez de dejarlo allí, llevando la gente de a bordo, hizo suspender la marcha de su flotilla para componer el desperfecto del Yberá y llevarlo también. Con este trastorno vino el día y la compostura del vaporcito recién concluyó a las 8 a.m., de suerte que cuando los buques paraguayos bajaban por la cancha larga de Corrientes, ya fueron vistos por la escuadra enemiga, cuyos buques fondeados en línea del lado del Chaco, frente a la Ensenada del Riachuelo, empezaron a largar vapor y a aprestarse al combate; así fue que al pasar en desfile por frente de la línea enemiga, los buques paraguayos recibieron formidables andanadas de artillería de toda la escuadra enemiga, a las que se vieron obligados a contestar, prescindiendo de las instrucciones que recibieran a su partida. Tres de los vapores paraguayos el Tacuarí, Marqués de Olinda y Jejuí, recibieron, al descender el río, varios cañonazos que le ofendieron seriamente, según la relación de los capitanes Remigio Cabral y Domingo A. Ortiz, sobrevivientes a aquella hecatombe naval.

         El almirante Barroso, jefe de la flota imperial, plagiando al almirante inglés Nelson, en Trafalgar, arengó a su gente, según Ouro Preto, en estos términos: "el Brasil espera que cada uno cumpla con su deber".

         Sin embargo, parece que el arrojo de los marinos paraguayos produjo efectos inesperados en el ánimo del plagiario, pues según afirmaciones de la época, el señor almirante Barroso salió de la batalla naval con el espíritu seriamente alterado.

        

         Al efectuar los buques paraguayos la maniobra que les estaba ordenada, de remontar el río, y al llegar a la línea de las naves enemigas, éstas rompieron nuevamente un fuego terrible sobre ellos, que aquellos contestaron con igual violencia en combinación con la artillería del coronel Bruguez. En las primeras descargas del enemigo, el vaporcito paraguayo Jejuí recibió una bala de a 68 que le perforó de parte a parte, dejándole fuera de combate.

         Viendo la 2ª. capitana brasilera, Jequitinhonha, que la artillería de tierra les causaba mucho daño, se dirigió hacia la costa a combatir a las baterías de Bruguez. El Tacuarí, buque almirante paraguayo, al observar la maniobra de la Jequitinhonha, se lanzó sobre ella, con su chata a remolque, que cargaba una pieza de a 80. Tomaron al buque brasilero entre los fuegos de la artillería de Bruguez y los del Tacuarí y de la chata. Los proyectiles de ésta, sobre todo, hicieron destrozos en la nave enemiga, la cual desesperada y agobiada por los fuegos combinados de los paraguayos, fue a embicar en un banco, al alcance de la artillería y de los infantes del coronel Bruguez. Aquí ardió Troya.

         Los cañones y la fusilería de tierra tomaron por su cuenta al buque enemigo, cuyos tripulantes lucharon heroicamente hasta sucumbir. Algunos ganaron en bote, otros a nado, la cubierta de los demás buques de su nación, quedando la Jequitinhonha enteramente a pique.

         Algunos días más tarde mandó López a sacar de la 2ª. capitana 2 cañones de a 68, 4 piezas de a 32, y 2 obuses de 5 pulgadas.

         Al abandonar a la Jequitinhonha, que ya quedaba completamente fuera de combate, el Tacuarí con el Salto Oriental se dirigieron bajo el formidable estruendo y las balas y metrallas de la artillería de la escuadra enemiga, a la cañonera Paranahiba. El primero se le arrimó por babor y el segundo por estribor. En un momento la cubierta de la Paranahiba se cubrió de paraguayos, trabándose la lucha de cuerpo a cuerpo, a arma blanca y revólver. La trenza fue horrorosamente sangrienta.

         El buque brasilero, además de su numerosa tripulación, tenía a bordo 2 compañías del batallón 9 de Marina con selecta oficialidad. El Marqués de Olinda, que llegó en momentos apremiantes, atracó a la Paranahiba y lanzó a sus nambiís a la cubierta del buque enemigo, llegando a ser así el entrevero más terrible y más sangriento todavía.

         Los paraguayos habían conseguido ya dominar el buque enemigo. El comandante del Olinda, teniente Robles, arrió la bandera auriverde, izando en su lugar el tricolor paraguayo; amarró un cabo a la Paranahiba, y la tomó el Tacuarí a remolque. En esos momentos críticos, llegó el Amazonas con las cañoneras Belmonte y Mearim en protección de la Paranahiba, que ya iba a remolque del vapor paraguayo. La Belmonte y Mearim dispararon a boca de jarro andanadas de metralla sobre la cubierta de la misma Paranahiba y sobre el Tacuarí, matando a propios y extraños, mientras que el Amazonas embestía a proazos sucesivamente al Marqués de Olinda y al Salto, echándoles a pique.

         El Tacuarí pudo salvar debido a su rapidez, pero acribillado de balas.

         Entonces los paraguayos que sobrevivían al abordaje de la Paranahiba y a la sumersión de sus buques por el Amazonas, soltaron la presa, y se lanzaron al agua, salvándose como pudieron. El teniente Robles, gravemente herido, lo llevaron a bordo del Amazonas, donde fue amputado.

         Los combatientes demostraron en aquella memorable jornada un valor heroico de que hay pocos ejemplos. Era el primer combate naval de esa importancia que se librara en la América del Sud, al menos hasta entonces.

         El arrojo y la decisión con que los pequeños buques paraguayos entraron en acción contra embarcaciones verdaderamente de guerra, merecen consignarse en páginas indelebles de los anales militares del Paraguay.


         En el entrevero de los buques beligerantes en número de 16 a 17, y de sus tripulantes que no bajaban de 7.000 hombres, el combate se empeñó a cañonazos, a fusilería y a arma blanca. En la confusión y choques de los buques, y en la trenza de sus tripulantes, estos saltaban a la cubierta de los buques enemigos, donde mataban y morían, volviendo los sobrevivientes a sus respectivas embarcaciones.

         Tanto los oficiales como las tropas de ambos combatientes, desplegaron un heroísmo poco común. ¡Era una horrorosa carnicería humana!

         "Sobre la cubierta se tropezaba en cadáveres, se resbalaba en sangre, mas la lucha continuaba ardiente y furiosa" (Ouro Preto).

         En medio del entrevero de los buques beligerantes, el capitán Meza, jefe de la escuadrilla paraguaya, recibió un balazo de rifle que le atravesó el pecho del lado izquierdo, perforándole el pulmón. La herida era mortal. Esta circunstancia se ocultó a los comandantes de los demás buques de la flotilla.

         El capitán Cabral pasó a ejercer el mando y a continuar la lucha naval.

         Según la narración autorizada del eminente estadista brasilero, ya citado, la detonación de los cañones, de los cohetes a la Congreve, las descargas incesantes de la fusilería, que se hacían de ambas partes, cuyos estruendos aumentados por los ecos del río, repercutían en la población aterrorizada de Corrientes, y más lejos en la ansiosa guarnición de Humaitá, como truenos incesantes de horrible tempestad; el suelo se estremecía a leguas de distancia, y en las agrestes llanuras corrían millares de animales, a esconderse, asustados, en la soledad de las selvas.

         "Los paraguayos, por su parte, pelearon con una bravura insuperable. No es solo el desprecio de la muerte que ostentaban, sino el deseo de obtenerla como héroes.

         "Con una tenacidad ciega se lanzaban al abordaje de cuantos buques se les acercaban en las diversas peripecias del combate; parecía que los sucesivos rechazos y las pérdidas enormes que experimentaban, enardecían más su furor y les excitaba la bravura" (Ouro Preto).


         Las chatas paraguayas que tiraban a flor de agua con sus gruesas piezas de artillería de a 68, causaban serios destrozos a los buques enemigos, que parecían iban a zozobrar de un momento a otro. La oportuna protección de las demás naves, les salvaba.

         Las fuerzas del coronel Bruguez, desde su posición sobre las barrancas del río, hacían a los buques enemigos un fuego nutrido de balas, metrallas, cohetes a la Congreve y de fusilería, causándoles graves daños.

         El Paraguarí había chocado de proa con el Amazonas y de este choque resultó la destrucción de una de sus tamboras con la rueda. En este estado, salió del combate, se dirigió a la costa y embicó a tierra a orillas de una isla cercana. Desde allí se defendieron largo tiempo sus tripulantes, pero comprendiendo que sus esfuerzos eran estériles, saltaron a tierra, abandonando su buque.

        

         El combate había llegado a un estado álgido, sin que aún se pudiese prever cuál sería el resultado final de la sangrienta acción, cuando se le ocurrió, -dicen los escritores brasileros-, al almirante de la flota imperial, Barroso, la idea de la nueva táctica de combate que puso en práctica, y que consistía en dirigir la proa de la grande cañonera Amazonas, sobre los buques paraguayos, ya semi destruidos por las balas y las metrallas del enemigo, que recibieran durante el prolongado y sangriento combate.4 La tarea del Amazonas no fue tan difícil, ni tampoco arriesgada, teniéndose en consideración la inmensa superioridad de su casco y de su armamento, a todos los buques paraguayos.

         El mismo historiador brasilero Schneider reconoce la superioridad de la escuadra brasilera, no solo en la construcción y equipos de los buques, sino también en el número y calibre de sus cañones; que tenía cañones de Whitworth de a 70, y otros de a 120.

         Embistiendo a proazos a los pequeños buques paraguayos, el Paraguarí, Salto Oriental y Marqués de Olinda, que se encontraban acribillados de los proyectiles enemigos, se sumergían fácilmente, muriendo ahogada parte de su tripulación, con el honor con que mueren los héroes, y salvándose a nado la parte sobreviviente.

         Los heridos de gravedad, que no podían lanzarse al agua, permanecieron sobre la cubierta de sus buques, anegada de sangre y agua.

         El Amazonas había sido también abordado por los buques paraguayos, pero sin éxito, por ser muy alta su borda, y los buques que le atacaban muy pequeños.


         El combate había durado desde las 9 de la mañana hasta las 6 de la tarde, hora en que a la señal dada por el Tacuarí, la capitana, se retiraron los vapores paraguayos Yporá, Pirabebé, Ygurey y Tacuarí.

         Fueron perseguidos hasta algunas millas por los buques enemigos Araguary y Beberibe, largándose, perseguidores y perseguidos, algunos tiros de cañón de vez en cuando.

         El Tacuarí era el último en retirarse, e iba protegiendo la retaguardia de los buques en retirada; de manera que fue el que de más cerca iba hostilizado por las cañoneras brasileras Araguary y Beberibe, sobre todo por la primera, que de más cerca le perseguía; a un imperial marinero de la Araguary, que llegó a acercarse mucho al Tacuarí, se le ocurrió subir al botalón de su buque, y desde allí pretendió arrancar la bandera paraguaya izada en el mástil del Tacuarí. Viendo esa audacia del marinero enemigo el teniente José Urdapilleta ordenó a uno de sus soldados que lo bajase con un balazo, lo que se ejecutó prontamente cayendo el intrépido marinero imperial como una paloma.

         Habiendo la Araguary insistido tenazmente en apoderarse del Tacuarí, y quizás hubiera conseguido su objeto, pues éste iba con serias averías en su casco y maquinaria, si no hubiese sido la arrojada ocurrencia de un marino paraguayo.

         El entonces sargento Ávalos, más tarde sargento mayor, jefe de las piezas del guarda popa, pidió que se le permitiera echar doble carga a su pieza. Concedida que le fue la autorización, introdujo otra carga más a su cañón, y con esta doble carga hizo fuego a quemarropa sobre la Araguary causándole graves destrozos. Con lo que ésta desistió de la persecución y los vapores paraguayos siguieron en la retirada sin ser ya molestados.

         Este episodio nos lo refirió el mismo mayor Ávalos en persona.

         Como es fácil comprender, la pieza del sargento Ávalos quedó averiada, con la corredera del fijón zafada. Sin embargo, mediante los esfuerzos de la tripulación, la pieza pronto se repuso en estado de servicio.

         El 2° jefe, capitán Cabral, dirigía la operación de la retirada, que era gloriosa, y merecía, por tanto, los honores del triunfo. Conversando con él en 1902, en un viaje de tren, me decía que la situación de sus buques en retirada habría llegado a ser muy peligrosa si las naves enemigas hubiesen perseverado en la persecución. Nada más natural.


         La escuadrilla paraguaya perdió de buques, Marqués de Olinda, Salto Oriental, Paraguarí y Jejuí. Además, dos chatas fueron destruidas y cuatro quedaron en poder del enemigo.

         El coronel Thompson calcula que la pérdida de los paraguayos en hombres, no pasaba de 200, lo que nos parece muy poco. Los escritores de la Triple Alianza la aumentan considerablemente, hasta la exageración. Ouro Preto la calcula a más de mil hombres. El contralmirante Fonseca eleva la pérdida de la escuadrilla a 1.500, y a 1.750 hombres las de las baterías y campamento de Bruguez.         

         Lo racional es, sin embargo, que, por lo menos las pérdidas de los dos beligerantes deben haber sido más o menos iguales, en razón del heroísmo con que lucharon. Aun es más creíble que las pérdidas de la escuadra brasilera hayan sido mayores, por cuanto la tripulación de sus buques y sus batallones de marina eran más numerosas que la de los paraguayos.

         La flota brasilera perdió la Jequitinhonha, que acribillada de balas fue a pique. La Belmonte, de 8 cañones, recibió 37 balazos que le abrieron rumbos a flor de agua, por donde ésta le invadía rápidamente, quedando fuertemente varada e inutilizada; perdió todas las provisiones de boca y de municiones del buque. La Ipiranga quedó también fuera de combate, varada, habiendo sido muy maltratada por los fuegos de los buques paraguayos y de las baterías de tierra.

         La Paranahiba, que tanto había luchado heroicamente con los buques paraguayos que querían apoderarse de ella a todo trance, sufrió muy graves averías. Tenía más de 45 agujeros de balas, según el corresponsal de La Reforma Pacífica de Montevideo, en el ejército aliado; quedaron tendidos sobre su cubierta 63 muertos y 38 heridos, pertenecientes a los dos combatientes rivales.

         La diferencia del número entre muertos y heridos se explica por el encarnizamiento de la lucha a arma blanca. No dieron ni aceptaron cuartel.

         Los paraguayos no muy mal heridos, se lanzaban de la cubierta de la Paranahiba al agua, y a nado ganaban la costa correntina, donde se hallaba el coronel Bruguez con su división.

         Si el plan del combate naval se hubiese ejecutado en todos sus detalles, según lo había concebido y formulado su autor, el resultado de la acción habría sido de probable éxito; pero desgraciadamente fracasó, debido a la poca previsión del mismo jefe superior que lo ha formulado, y ordenado su ejecución a un jefe inexperto.

         En efecto, el general en jefe de un ejército no debe atenerse a la bondad técnica de sus planes militares; debe, además, prever los incidentes que puedan surgir en la ejecución de los planes mejor combinados.

         Estos requisitos han faltado siempre a los planes militares del mariscal López. Los confeccionaba limitándose estrictamente al resultado previsto o calculado por él, en caso de ser ejecutados con regularidad, sin accidentes.

         Es lo que le ha sucedido durante toda su campaña de cinco años, en que sucumbió con todo el país.


         Si al combate del Riachuelo hubiera mandado todos los buques de que disponía en aquella época, que eran como 20 a 22, muy posible sino seguro que la escuadrilla paraguaya se hubiese apoderado de toda la escuadra brasilera, surta en las aguas del Paraná.

         Se ha visto que con los siete vaporcitos, improvisados en guerra, que combatieron con la escuadra enemiga, poco faltó para que se apoderaran de las magníficas cañoneras imperiales. Por lo que, repetimos, ¿qué hubiera sucedido si López hubiese mandado, como ha debido mandar, todos sus buques al combate del Riachuelo?


         Igual error cometió posteriormente en la batalla del 2 de Mayo, cuando atacó con 4.000 hombres a un ejército de 30.000, bien armados, y sin embargo aquellos soldados hicieron prodigios de valor estérilmente.

         Otro resultado se hubiera obtenido en esa jornada si en vez de haber mandado a un sacrificio inútil cuatro mil valientes a atacar a un ejército de 30 mil hombres fortificados en posiciones artilladas, hubiera mandado siquiera 25 mil hombres; entonces, los resultados de aquella memorable jornada habrían sido seguramente muy distintos de los que deplorarán eternamente las generaciones paraguayas.


         Al teniente Robles, comandante del Marqués de Olinda, gravemente herido en el brazo, se le amputó a bordo del buque brasilero Amazonas, donde fue recogido, después que su buque fue echado a pique por los enemigos. Se irritó tanto que arrancó las vendas de su herida y las tiró diciendo que prefería morir antes que ser prisionero de guerra de sus enemigos.

         El teniente Alcaraz, comandante del Salto, sucumbió también a las heridas que recibió.

         El diario El Pueblo, de Buenos Aires, en su número correspondiente al 6 de julio de 1865, publica una carta, cuyo extracto es el siguiente:

         "El 15 de junio bajaba el río Paraná la cañonera inglesa Dottorell y al doblar la punta que dista 14 millas del lugar del combate del 11 de junio, halló un buque náufrago, de cuya cubierta un hombre pedía socorro con un pañuelo blanco en la mano.

         Inmediatamente el comandante Johnson se dirigió a ese punto, y desprendió un bote al mando de su 2°, el señor Hayes, para prestar auxilios a los náufragos. Luego se conoció que el buque perdido era el Marqués de Olinda. Había en él 16 personas de las cuales solo dos sanos; todos los demás, heridos hasta de cinco balazos. Hacía 4 o 5 días que luchaban con la muerte.

         Un cabo paraguayo explicaba cómo se encontraban allí, de este modo:

         "Después de la pelea, y cuando ya no quedaba un solo hombre de pie sobre nuestra cubierta, vinieron a bordo los marinos brasileros, se llevaron al teniente Robles, y nos dejaron a nosotros; la corriente nos trajo a este lugar". "El cuadro que presentaba la cubierta de la Dottorell, era conmovedor; aquellos marinos endurecidos, se enternecían a la vista del valor desgraciado, y se disputaban el placer de aliviar los sufrimientos de sus semejantes. Un padre por un hijo, un hermano por su hermano, no habrían hecho más que lo que hizo la tripulación de la Dottorell por los náufragos del Marqués de Olinda". Se puede repetir lo que el general Venancio Flores decía, al referirse a los soldados paraguayos, después del combate de Yataí, en que la pequeña columna del mayor Duarte, más tarde general, hizo prodigios de heroísmo:

         "Estos hombres pelean como salvajes, y no hay poder humano para hacerlos rendir".


         El número de los buques beligerantes era casi igual, pero como queda dicho, los paraguayos no eran de guerra, sino puramente mercantes, improvisados en guerra. Uno solo, el Tacuarí, lo era, pero más pequeño que el más pequeño de los de la alianza.

         Los jefes y oficiales que mandaban los buques paraguayos eran nuevos, incluso el jefe de la escuadrilla, capitán de navío Pedro I. Meza. Aquel combate era el estreno de ellos.

         Mientras tanto, todos los vapores de la Triple Alianza eran de guerra propiamente dicho, y sus jefes y oficiales educados especialmente para la marina.

         Algunos de ellos habían ya recibido el bautismo de sangre; por tanto, cualquiera que tenga sentido común, sin estar iniciado en la ciencia náutica, puede saber en qué consiste la diferencia entre un poder naval, compuesto de verdaderos buques de guerra dirigidos por marinos de escuela teórica y práctica, como eran los jefes y oficiales brasileros, y otro de buques mercantes improvisados en guerra y mandados por hombres nuevos y esencialmente prácticos, sin escuela teórica, aunque valientes como los demás.

         Tan cierto es lo que decimos que el almirante Barroso, como plan del combate de Riachuelo, se había propuesto con solo el Amazonas abordar con la proa y echar a pique a toda la escuadrilla paraguaya; y, en efecto, así lo verificó con el Olinda, el Paraguarí, el Salto y el Jejuí, echándolos a pique a proazos.

         La escuadrilla paraguaya solo montaba unos 30 y tantos cañones de pequeño calibre; mientras que la escuadra aliada estaba artillada con 50 bocas de fuego, todas de grueso calibre y de sistema moderno.

         Los soldados paraguayos verdad es que tenían sobre sí la mirada de sus valientes hermanos que se aprestaban a defender la causa de su patria.

         Aquel grupo de soldados sui generis que asaltaban los altas bordas de las cañoneras de la Triple Alianza, que habían defendido palmo a palmo el terreno el 25 de mayo en Corrientes, que pisaban audaces y serenos el territorio de las naciones aliadas, esparramándose en pequeñas cantidades, a muchas leguas de su base de operaciones y de sus recursos, aquellos mismos que arrebataban fuertes y ciudades a sus adversarios, y que no se rendían en Yataí, eran indomables, invencibles porque tenían la moral del soldado.

         Esa es la piedra de toque de la victoria de los ejércitos.

         El botín de César y de Napoleón era la gloria que enaltece la fama que eleva al hombre sobre el nivel de la humanidad entera.

         El ejército paraguayo tenía el impulso, la gran bandera, la moral del soldado, el aliento ardoroso e irresistible del que busca la muerte, por hallar la gloria.

         La admiración, el asombro y el respeto acompañaban a aquellos soldados heroicos, que no se rendían porque no tenían orden de rendirse; los mismos enemigos admiraban aquella abnegación sublime, capaz de inmortalizar al ser más desconocido y oscuro; una aureola de gloria rodeaba a los soldados de López.

         Se decía con tono denigrante en la prensa de las tres naciones aliadas, en los primeros tiempos de la lucha, que los paraguayos tiraban con baquetas, tratando de presentarlos como maniquís con armas, bien fáciles de ser vencidos por los soldados de la alianza; pero bien pronto la experiencia adquirida desde los primeros encuentros en Mato Grosso y en Corrientes, probaron a sus detractores que los soldados que sabían luchar con sin igual heroísmo y que en vez de tirar con baquetas, disparaban muy certeras balas que mataban a jefes y oficiales, preferentemente.


         El Paraguay debe inscribir algún día los nombres de sus valientes en un monumento público, como cívico ejemplo para las futuras generaciones. Será a la vez un acto de estricta justicia, que honre a los héroes y al gobierno que sepa apreciarlos.

         Hay tanto honor en confesar una derrota, como en los elogios que merece una victoria; pero el mérito de una retirada que se hace en medio de los desastres sufridos, con los restos de esos marinos que se batieron con tanto heroísmo y que sucumbieron a la superioridad del número de sus adversarios, que no se atrevieron a perseguirlos, importa el triunfo más espléndido del heroísmo; salva el honor y engrandece mucho más a los que se retiran que a los mismos vencedores.


         Al recibirse la noticia del triunfo de la escuadra brasilera en Riachuelo, se hicieron exequias solemnes en Buenos Aires el 4 de julio en honor de los imperiales marineros muertos en acción de guerra; y con este motivo, dice Schneider: "un artículo oficial declaró que el pueblo de Buenos Aires tenía razón especial de ser grato a esos bravos, pues si López hubiese vencido, una escuadra paraguaya habría aparecido delante de Martín García, o en el mismo puerto de Buenos Aires, imponiendo a la República Argentina una paz ignominiosa".

         Sin embargo, es de historia contemporánea que al aparecer ese mismo López, no solo en el puerto de Buenos Aires, sino también en los salones del palacio de su gobernador en 1859, no fue con el objeto de imponer ninguna paz ignominiosa a las provincias argentinas en guerra civil, Buenos Aires y Entre Ríos. Lejos de eso, la paz firmada en José de Flores el 11 de noviembre de 1859, por los representantes de las dos provincias beligerantes, bajo la mediación diplomática del general López, fue el resultado del primer paso externo de la más joven de las Repúblicas americanas, en obsequio de la paz y la unión de sus vecinos, dando un ejemplo consolador de desinterés e imparcialidad poco comunes en los anales de América... "La República del Paraguay no solo ha ofrecido a la América el contingente de su poder y de su riqueza, sino el valioso homenaje de una política alta y circunspecta, expresada por una diplomacia hábil cuanto ingenua y sincera" (Ministro doctor C. Tejedor).

         Otro testimonio irrefragable de que la aparición de López en la rada o en la ciudad de Buenos Aires no podría motivar peligro ninguno a la República Argentina, son las palabras siguientes del eminente diplomático argentino doctor Luis José de la Peña, Ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina:

         "Al poner en su conocimiento (de López) el mencionado decreto, que adjunto, cumplo igualmente la orden del señor Vicepresidente en ejercicio del Poder Ejecutivo de presentar a Vuestra Excelencia, a nombre de la Confederación Argentina y de su gobierno, el más expresivo voto de gracias por la habilidad y el celo con que ha sabido contribuir a la unión de todos los argentinos".

         El decreto en referencia dice así:

         "Artículo 4°. Se ofrecerá un voto de gracias al supremo gobierno de la República del Paraguay, y al Excelentísimo Señor Brigadier General don Francisco Solano López, que ha empleado con noble y generoso empeño sus buenos y fraternales oficios, para acercar a la unión las partes disidentes de la República Argentina".


         Después de esas manifestaciones tan francas y expresivas, hechas por estadistas argentinos, de la talla intelectual de los doctores Tejedor y Peña, a nombre de su gobierno, ha sido gratuito el recelo que pudiera infundir en el ánimo del gobierno argentino, presidido entonces (1865) por el general Mitre, la aparición de López o de su escuadra en las aguas argentinas, según lo expresaba el articulista oficial, a que se refiere el publicista de la Triple Alianza, señor Schneider.

         Apenas se podría explicar ese pretendido recelo, por algún móvil de ingratitud o de emulación que se quisiera exteriorizar, hacia la joven República, cuya política alta y circunspecta había salvado a la culta capital argentina del inminente asalto y destrucción con que la amenazaba el ejército entrerriano, vencedor en Cepeda, en 1859, del ejército porteño, y que ha marchado a tambor batiente sobre Buenos Aires.

         Así, es un hecho incontrovertible que se debe al general López el que la hermosa capital argentina no haya sido atacada a sangre y fuego por el ejército del general Urquiza, acampado en San José de Flores, el 8 de noviembre de 1859.

         Mas, como retribución de ese servicio hecho al pueblo de Buenos Aires y hacer expiar a su autor, por haber merecido el más expresivo voto de gracias, por la habilidad y celo con que contribuyó a la unión de todos los argentinos, el presidente Mitre firmó el tratado de 1° de mayo de 1865, que tuvo su ejecución en Cerro Corá en 1870.



4Las versiones corrientes de la época, sobre todo las aseveraciones de la prensa del Río de la Plata, atribuían esa concepción al práctico correntino Guastavino, que servía en la escuadra brasilera a bordo del buque almirante Amazonas. Se comprende que la prensa argentina haya sostenido ese tema, siendo de nacionalidad argentina el referido práctico (N. del A.).












CAPÍTULO XV

LOS CORSARIOS SUDISTAS


         Terminada la colosal guerra civil entre los Estados del Norte y el Sud de Estados Unidos de América, y después que fue echado a pique el famoso corsario sudista Alabama por el buque de guerra del gobierno de la Unión, el Karseige, en un duelo singular a cañonazos, delante del puerto militar de Cherbourg (Francia), muchos jefes y oficiales de marina y especuladores de los Estados vencidos del Sud se refugiaron en Europa. Tenían disponibles, como es fácil comprenderlo, numerosos buques y armamentos que deseaban realizar o vender.

         Algunos de esos jefes y oficiales de marina que habían dirigido las excursiones marítimas de los terribles corsarios sudistas, se presentaron en la legación paraguaya, situada en los Campos Elíseos número 97, el día 7 de mayo de 1866, a las 2 de la tarde, y sin mucho preámbulo hicieron al señor Encargado de Negocios de la República, mi amigo don Cándido Bareiro, la siguiente proposición:

         1º "Que se comprometían por un contrato que firmasen con el representante oficial del Paraguay, a organizar por cuenta de ellos una flotilla de seis vapores, de los más ligeros y fuertemente armados, que les habían servido en la larga guerra de secesión. Que la flotilla sería dotada de la tripulación y armamentos necesarios para hacer, con seguro éxito, la guerra marítima de corso.

         2º "Que no siendo el Paraguay signatario ni adherente del tratado de París de 1856, tenía perfecto derecho a expedir patentes de corso.20

         3º "Que no pedían a la legación paraguaya un centavo, un solo hombre, ni nada, para emprender y llevar a efecto la expedición marítima que proponían organizar. Que solo pedían al representante paraguayo que les proveyera de la bandera de su nación, y de los documentos necesarios, que acreditasen oficialmente el carácter de la expedición naval proyectada.

         4º "Que si el encargado de negocios juzgase conveniente mandar a bordo de uno de los vapores de la flotilla a un ciudadano paraguayo para que representara a la autoridad de su país, eso quedaba a su arbitrio.

         5º "Que cederían a la legación paraguaya la mitad de las utilidades que reportase la expedición marítima en sus excursiones de guerra, sea capturando los numerosos buques mercantes y de guerra, que navegaban con bandera de las tres naciones aliadas, en el mar, por las costas brasileras y en el Río de la Plata, o ya imponiendo fuertes contribuciones de guerra a las ciudades marítimas del Imperio, como Pará, Pernambuco, Bahía, Río Janeiro y las demás de los países de la Triple Alianza.

         6º "Que la flotilla, prosiguiendo sus operaciones de guerra marítima, se presentaría en el Río de la Plata delante de Montevideo y de Buenos Aires a los efectos de la guerra. Darían caza a todos los buques de guerra de la alianza que se encontrasen en el Río de la Plata, y que por la inferioridad de su casco, de su artillería y de su velocidad, no podrían luchar con ninguno de los buques de la escuadra paraguaya.

         7º "Que terminadas sus operaciones de guerra, delante de las ciudades marítimas del Imperio y de las Repúblicas Oriental y Argentina, la flotilla iría a colocarse en el Río de la Plata, de manera a cortar, de una manera absoluta, toda comunicación por mar, entre Río Janeiro y los ejércitos aliados en operaciones en el Paraguay. Que la numerosa escuadra de pequeños buques de madera (entonces), y los ejércitos de la Triple Alianza, quedarían encerrados en los ríos Paraná y Paraguay, hasta que se viesen obligados a capitular por hambre, o a pedir la paz.

         8º "Que garantizaban en los términos más formales que las operaciones de la escuadrilla que se comprometían a organizar, en guerra, se llevarían a efecto con la mayor facilidad e infalible éxito".

         Siento no recordar los nombres de los intrépidos marinos americanos, de graduación elevada algunos, a que me refiero; los tenía en mis apuntes entre los papeles que se me han sustraído de mi domicilio en 1874.

         Cualquiera que tenga criterio común, y que no haya olvidado los célebres combates y abordajes de las chatas y canoas paraguayas con la blindada flota imperial, podrá fácilmente apreciar la practicabilidad y la trascendencia que hubiera tenido el plan de operaciones marítimas sometido a la sanción competente del representante diplomático del Paraguay, por marinos de la talla y cualidades especialísimas de los arriba mencionados, si su proposición hubiese sido aceptada y llevada a ejecución inmediata.

         El señor encargado de negocios se manifestaba a veces muy entusiasmado con el proyecto de operaciones marítimas que se le proponía, pero no se resolvía a aceptarlo de una manera definitiva, a pesar de la insistencia con que le solicitaban sus autores. Estos caballeros iban a la legación todos los días a conferenciar detenidamente con el agente paraguayo sobre tan importante asunto.

         Comprendiendo la magnitud y trascendencia de la empresa, me permitía, por mi parte, instar calurosamente al jefe de la legación, para que sin vacilación aceptara la salvadora proposición de los jefes americanos. Le repetía la indicación de estos, a saber: que el Paraguay tenía legítimo derecho a expedir lettres de marques, o patentes de corso, no siendo adherente al tratado de París de 1856; que siendo él, además, representante diplomático del Paraguay con facultades ilimitadas, podía competentemente expedir, a nombre de su gobierno, las patentes de corso, y proveer a los buques de bandera paraguaya.

         El señor encargado de negocios se manifestaba muy conforme con las indicaciones que le hacía, como compañero de tareas y amigo personal, y hasta me significó una vez que yo sería el designado para representar a la autoridad paraguaya, a bordo de uno de los buques de la flotilla, que se despachasen en operaciones de guerra; inútil es decir que acogía con entusiasmo febril la indicación del jefe de la legación, pues estaba convencido de que con esa medida se prevenía el exterminio inminente del pueblo paraguayo.

         Sin embargo, las idas y venidas de los personajes americanos a la legación paraguaya, por espacio de diez o doce días, acabaron por ser estériles, en razón de que el representante paraguayo les declaró terminantemente que no se animaba a expedir patentes de corso, sin instrucciones expresas de su gobierno.

         Con esta declaración, los marinos americanos se retiraron definitivamente.


         La noticia de la oferta hecha a la legación paraguaya de una flota de seis vapores por los marinos americanos, para las operaciones marítimas de corso, había cruzado el Atlántico con dirección al Río de la Plata y el Paraguay, según se colige de las correspondencias siguientes: la una procedente del ejército aliado, fechada en Palmares de Curupayty, el 13 de julio 1866 y publicada en la Nación Argentina de 18 del mismo mes y año, y dice: "Hacen algunos días que circula una noticia bastante alarmante. (Con razón se alarmaron).

         "Se dice que el Paraguay ha podido, por medio de sus agentes en el extranjero, armar algunos corsarios, que se proponen hostilizar al comercio brasilero, y aun a los transportes que salgan del Imperio para las aguas del Río de la Plata.

         "Ustedes ahí, mejor que nosotros, pueden saber lo que hay al respecto; todo lo que sé es que va a formarse en Montevideo una división naval, que será mandada por el barón de Amazonas (almirante Barroso), y se compondrá de las corbetas Nicteroy y Amazonas, y además, los cuatro encorazados que deben llegar a todo momento a Montevideo.

         "Uno de esos encorazados es el que el Paraguay había mandado construir en Europa, y que fue vendido al gobierno brasilero".

         La otra correspondencia fue dirigida de Humaitá, con fecha 9 de setiembre de 1866 al Semanario de la Asunción, y se expresa en estos términos:

         "Se habla de seis blindados norteamericanos, que se dirigen de New York al Río de la Plata. Se ignora el objeto de esa expedición, que ha servido para varias conjeturas en el ánimo de los partidos de la lucha terminada, en que se reparten las simpatías de estos pueblos (se refiere a la guerra civil de Norte América). Creyendo poder trasmitirle en la próxima semana importantes noticias, se despide por hoy su corresponsal".21

         Además, la América de Buenos Aires de 18 de marzo de 1866, publicaba una carta particular dirigida de París por un argentino caracterizado, con fecha 8 de febrero de 1866, que dice así:

         "Lo que extraño es que el presidente López no haya dado patentes de corso, como han hecho los chilenos.

         "Hace meses se dijo aquí que se estaba construyendo en Burdeos un vapor de hierro, por el modelo de los corsarios sudistas, por orden de los agentes paraguayos, y esto me tenía inquieto por el comercio de mi pobre patria, que sufriría mucho a la par del brasilero.

         "El corso es un recurso terrible para los países pobres, en lucha con otros más ricos y comerciales; es por eso, como argentino, que celebro mucho que no se haya ocurrido al Paraguay dar patente de corso".

         La Tribuna de Buenos Aires de 10 de mayo de 1867, decía también sobre el particular, lo siguiente:

         "Nuestro poder de guerra fluvial, materialmente considerado, es nulo, y si por acaso cayera un corsario paraguayo en nuestras aguas, impunemente ofendería nuestros pueblos y costas...".

         Se comprende sin dificultad, que si el Paraguay hubiese expedido patentes de corso, como tenía derecho y necesidad de expedir, la guerra se hubiera muy pronto cortado, por cuanto los ejércitos de la Triple Alianza no habrían podido ya recibir ninguna clase de protección del Brasil, en víveres, municiones y contingentes militares.

         Los corsarios paraguayos hubieran perseguido y destruido a cuantos buques brasileros se hubiesen aventurado a navegar entre Río Janeiro y el Río de la Plata. Mas, por aquellas fatalidades del destino de las naciones y de los hombres, no se le había ocurrido al mariscal López autorizar expresamente a su legación en Europa, antes de su encierro en el Paraguay, para que organizara el servicio de corso; y su agente caracterizado, a pesar de sus plenos poderes, no se animaba a subsanar la fatal imprevisión u olvido de su comitente.22

         Con haberse situado la escuadrilla de corsarios en el Río de la Plata, las operaciones de los ejércitos de mar y tierra de la Triple Alianza habrían llegado a ser de imposible prosecución. O si no, ¿qué hubieran hecho en los ríos Paraná y Paraguay los buques de la armada y los ejércitos de tierra, con su pesado tren militar, de la Triple Alianza, careciendo de víveres, de municiones y de contingentes militares?

         ¿Por dónde hubieran salido del Paraguay?

         ¿Cruzando las Misiones y el río Uruguay?

         ¿O retirándose a través del Chaco?

         No, pues los corsarios hubieran vigilado el curso del río Uruguay, de manera que nadie lo hubiera podido cruzar impunemente, de una a otra orilla.

         En cuanto al río Paraná, hubiera quedado herméticamente clausurado en Martín García, sin que pudiera pasar un solo bote.

         La retirada de los ejércitos aliados que se tentare por las Misiones o por el Chaco, habría sido de ejecución harto desastrosa, sino imposible, con un tren militar enorme.

         En todo caso, la guerra habría terminado con la toma o destrucción de los buques de guerra, que constituían la escuadra de la Triple Alianza. Por consiguiente, es más que probable que los ejércitos de mar y tierra aislados, combatidos por el hambre y las fuerzas paraguayas en su encierro dentro del dominio de la República, se hubieran visto en la forzosa obligación de cesar en sus operaciones bélicas, o capitular en peores condiciones que la división de Estigarribia en Uruguayana.

         ¿Es una ilusión? ¿Una exageración? El criterio del lector se lo dirá.

         Cualquiera que conozca el temple y la pericia profesional de los marinos americanos encargados de dirigir las operaciones navales de los poderosos corsarios paraguayos que se hubieran lanzado al mar, no podrá dudar de la infalibilidad de su éxito.

         Así, los Estados que han constituido la Triple Alianza con el criminal propósito, confesado en pacto internacional, de desmembrar y destruir a la República del Paraguay, son deudores de una estatua de bronce al mariscal paraguayo Francisco Solano López, por haber éste olvidado de facultar expresa y oportunamente a su representante diplomático, a proceder a la organización y despacho de buques corsarios en operaciones de guerra.

        

         Desde que me hice cargo de la legación de la República, acreditada en Inglaterra y Francia, a mediados del año 1868, mi preocupación constante fue la de buscar los medios de poner fin a la desastrosa guerra que sostenía el Paraguay, hacía ya cuatro años, contra la Triple Alianza. Solo la falta absoluta de recursos me impedía desarrollar mi acción oficial.

         Departiendo con mi ilustre amigo el doctor Juan B. Alberdi, sobre la manera de conseguir la cesación de la guerra por medio de la mediación colectiva de las naciones amigas, él opinaba que las potencias más susceptibles de intervenir en la guerra de los países del Río de la Plata eran la Inglaterra, Francia y Estados Unidos, por las razones que aducía. Por mi parte, estaba conforme con su autorizada opinión; y felizmente, en la angustiosa situación en que se encontraba la legación de la República a mi cargo, recibí en los primeros meses del año 1869, una remesa de fondos, que el gobierno de la República había podido hacerme para los gastos de la legación. En posesión de estos recursos de que carecía, preparé sin pérdida de tiempo y, con la discreción necesaria, un viaje a Estados Unidos, con el objeto exclusivo de conferenciar con el presidente general Grant, sobre una mediación colectiva en la guerra del Paraguay.

         Previne de mi corta ausencia al señor Marqués de Lavalette, ministro de Relaciones Exteriores de Napoleón III. A la vez, le presenté el joven Emiliano López, que designé para dejar encargado interinamente de la legación, durante mi ausencia.

         Al secretario de la legación, don Gerónimo Pérez, que iba a ser mi compañero de viaje, le dejé ignorar el itinerario de nuestro viaje. Le decía que íbamos a Inglaterra; no porque tuviera motivos para desconfiar de su discreción y lealtad, como amigo y como ciudadano, sino porque su esposa, de nacionalidad extranjera, tenía dos hermanos, cuya conducta no me inspiraba confianza.

         Mi propósito era salir de Europa sin que los ministros de la Triple Alianza, acreditados en París y Londres, se apercibieran de mi partida a Estados Unidos. Así, no podrían prevenir, por telégrafo, a sus colegas de Washington, de mi viaje a esta capital.

         Antes de mi partida comuniqué, en particular, mi viaje a Estados Unidos, a mi colega y amigo el general Dix, ministro en París de aquel gran país americano. Me dio tarjeta de introducción para el secretario de Estado señor Hamilton Fish, y otra para su familia, residente en New York.

         El 9 de abril de 1869, nos embarcamos en el Havre, a bordo del paquete Pereire, con destino a New York. Cuando ya nos encontrábamos en alta mar, descubrí a mi secretario y excelente amigo, señor Pérez, el verdadero rumbo y objeto de nuestro viaje. Le expliqué el motivo de la reserva que había usado con él, de la que se dio cuenta, quedando plenamente satisfecho.


         Después de una travesía tempestuosa de 14 días, entramos en la rada de New York, el 22 de abril. En la tarde del mismo día tomamos el tren para Washington, donde amanecimos el día siguiente.

         En los diarios de la capital encontramos noticias telegráficas anunciando nuestro arribo en calidad de comisionados del gobierno del Paraguay. La misma noticia contenían los diarios de New York, que fueron por el tren nocturno que nos condujo a Washington. La noticia fue obtenida, sin duda, por la aduana, donde me vi en la necesidad de revelar nuestro carácter público, por evitar el pago de exagerados impuestos que querían cobrarnos por objetos de nuestro uso personal.

         Una vez en Washington, y en previsión de los pasos obstruccionistas que pudieran dar los representantes diplomáticos del Imperio del Brasil y de la República Argentina, doctores Magalhaens y Manuel García, y otros enemigos del gobierno paraguayo, como Mr. Washburne, ex-ministro americano en la Asunción, Cornelio Bliss y otros, no perdí tiempo en realizar el objeto primordial de mi viaje a Estados Unidos. Así, en la mañana (10 a.m.) del mismo día 22, y previa entrevista con el encargado de negocios de Grecia, sobre etiqueta diplomática en el país de su residencia, nos presentamos en White House (Casa Blanca), palacio de gobierno, a ver al presidente general Grant. Este alto magistrado nos recibió en el acto que le fuimos anunciados por el edecán de servicio, general Badau, y nos trató con marcada distinción y simpatía. Me pidió con el más vivo interés que le informara de la verdadera situación del Paraguay y del estado de la guerra que sostenía contra la Triple Alianza. Le informé minuciosamente de cuanto deseaba saber, y me interesaba poner en su conocimiento.

         Le dije que iba a pedirle, a nombre del pueblo paraguayo, que tenía el honor de representar, en primer lugar que conservara su legación en el Paraguay, como el centinela que tenía la noble consigna de velar por los grandes intereses de la América republicana, puestos hoy en peligro por la guerra hecha al Paraguay por el Imperio del Brasil y las Repúblicas sus aliadas.

         Que el principio republicano se encontraba agredido por la influencia preponderante de la monarquía brasilera. Que la libre navegación de los afluentes del Río de la Plata es y ha sido siempre mal vista por los países que pretendían heredar el monopolio de España y Portugal. Que el tratado firmado por los Estados Unidos con los países del Río de la Plata, y que consagra la libertad fluvial, ha sido objeto de una protesta por parte del Imperio del Brasil y de Buenos Aires. Que la existencia de la República del Paraguay era la garantía natural de esa libertad fluvial, sin la cual su existencia como estado soberano, correría el más grave peligro.

         El Paraguay, que así lo ha comprendido, fue el primero en inaugurar el nuevo orden de cosas, por el tratado de marzo de 1853, de libertad fluvial, que firmó no solo con las naciones ribereñas, sino también con las potencias marítimas de Europa y América, la Francia, Inglaterra, Italia, Estados Unidos, etcétera, etcétera.

         Que el equilibrio político y geográfico entre las Repúblicas de Sud América y el Imperio del Brasil podría romperse por el centralismo monárquico. Que la gran doctrina llamada de Monroe se encontraba comprometida por la reconstitución proyectada del Imperio del Brasil, con los territorios tomados a las Repúblicas vecinas, que serían puestos bajo el cetro de un príncipe europeo.

         Que esos eran los intereses americanos atacados por el imperio de Sud América, y defendidos por el Paraguay. Que con la cuestión titulada del Paraguay, que en realidad no era otra cosa sino la reconstitución del Imperio del Brasil, se renovaba la cuestión mejicana, que en el terreno del derecho americano se creía ya resuelta en favor de la causa republicana.

         Que el emperador del Brasil no tenía heredero masculino; que el Conde d'Eu, generalísimo de los ejércitos aliados, invasores del Paraguay era esposo de la heredera de la corona imperial. Que no era un príncipe cualquiera, que pertenecía a un partido numeroso en Europa. Que por eso la cuestión paraguaya inspiraba el más vivo interés a ese partido político, que vería con satisfacción instalarse su representante en un trono americano, si la guerra de invasión al Paraguay fuera dirigida con éxito por el nuevo general en jefe, Conde d'Eu, príncipe de la casa de Orleáns.

         Que el heredero del trono de los Braganza, no era un Braganza, sino un Borbón-Orleáns. Que lo que en España y en Francia no era más que la aspiración del partido burgués, en el Brasil era ya casi un hecho consumado. Que el actual emperador del Brasil, manejado por los orleanistas, no era, desde luego, sino una máquina que movía a los presidentes de la República Oriental y de la Confederación Argentina.

         Que el Imperio del Brasil pretendía ocupar en Sud América la posición ocupada en el Norte por los Estados Unidos. Que para que esta pretensión fuese justificada, sería necesario que los Estados Unidos no estuviesen presentes en Sud América, por medio de una poderosa marina, muy superior a la del Brasil, y que las instituciones serviles desaparecieran en aquel imperio. Que era necesario, además, que los Estados Unidos cesasen de ser la escuela de la democracia y el gran ejemplo que aparece a la vista de nuestras jóvenes Repúblicas.

         Hay otra consideración, agregué, sobre la cual llamo especialmente la atención de Vuestra Excelencia, porque ella interesa particularmente a los Estados Unidos; es ésta: Los Estados Unidos del Atlántico no pueden comunicar por mar con los Estados del Pacífico, sino por intermedio de las costas del Brasil y de Sud América; 23 de suerte que si el Brasil cayese, como es posible, bajo la influencia o dominio de un poderoso estado marítimo de Europa, éste tendría grandes ventajas materiales en caso de un conflicto internacional, que pondrían en peligro la integridad naval de las Estados Unidos.

         Se dice, continué, que la guerra del Paraguay, que se prolonga sin que ningún motivo la justifique, es contra la persona de un solo hombre, el presidente mariscal López; pero en realidad esa guerra repercute sobre la civilización, sobre la humanidad y sobre los intereses primordiales de los Estados republicanos del hemisferio americano.

         El pueblo paraguayo, que fue provocado a la lucha por el Imperio del Brasil y la República Argentina, está de acuerdo con su presidente, y defiende su libertad interior y su independencia exterior contra sus obstinados agresores, porque aspira a ser libre, y a no ser dominado por ningún poder extraño.

         No es creíble que los Estados Unidos y los demás países de América lleven su complacencia hasta dejar al gobierno de San Cristóbal la completa libertad de reformar a su antojo, en provecho de su corona, el mapa de Sud América. Para evitar esa transformación geográfica de la América republicana, vengo a pedirle también, a nombre del pueblo paraguayo, se digne ofrecer a los beligerantes su mediación amistosa, conjuntamente con alguna de las grandes potencias marítimas de Europa, a fin de poner término a la lucha tan desigual que la República del Paraguay sostiene contra los ejércitos invasores del Imperio del Brasil y de las dos Repúblicas, sus aliadas, que han decretado el exterminio de un pueblo americano, que no comete ni ha cometido otro delito que el de defender su independencia, la integridad de su territorio, y la libertad de la navegación de sus ríos, así como la causa de la democracia en esa parte de Sud América, contra la agresión del imperio del nuevo continente.

         Esta fue la exposición que sometí a la consideración del presidente Grant. Este alto magistrado me escuchó con todo el interés que debe esperarse del jefe de una gran nación americana, que ha adoptado y practica de un modo ejemplar el sistema democrático, como forma de su gobierno. Me respondió que transmitiera, de su parte, al mariscal López, la seguridad de que el gobierno de los Estados Unidos no variaría su política de amistad y de simpatía por el Paraguay.

         En cuanto a la mediación que solicitaba de él, me advirtió que su gobierno había ya, por dos veces, ofrecido anteriormente, sus buenos oficios a los beligerantes, y que los países aliados no los habían admitido.

         Contesté al general Grant que tenía conocimiento de esos antecedentes, es decir, de que los tres poderes aliados que combatían a mi país, habían rechazado los buenos oficios que, a nombre de sus respectivos gobiernos, les habían ofrecido los representantes diplomáticos de Estados Unidos, de Inglaterra y de algunos estados del Pacífico, pero que, no obstante, me permitía esperar que la justa causa del Paraguay, que a la vez era de toda la América republicana, merecería, en la forma que le indicaba, el apoyo eficaz de la poderosa influencia de la gran República de la América del Norte en los destinos de los países de Sud América.

         Después de haber dado al general presidente Grant las explicaciones que me pidió, sobre el verdadero estado de la guerra, le insté que se dignara decirme, categóricamente, si su gobierno estaría dispuesto a renovar la oferta de su mediación amistosa a los beligerantes, en la forma que me permitía sugerirle, es decir, colectivamente con una de las grandes naciones marítimas de Europa, en caso que yo consiguiera con una de ellas que se uniese a Estados Unidos, con el noble fin de poner término a una lucha que, a medida que se prolongaba, asumía un carácter de horrible carnicería humana.

         El general Grant me contestó que su gobierno no tendría ningún inconveniente en repetir la oferta de su mediación amistosa a los estados beligerantes, sea con Inglaterra o con la Francia, siempre que el gobierno de estos países lo quisieran, pues no quería exponerse a un tercer rechazo, por parte de los países aliados.

         Le prometí dar los pasos necesarios cerca de los gobiernos inglés y francés, en cuanto estuviera de regreso en Europa, en el sentido de obtener la aquiescencia de uno de ellos, al proyecto de mediación colectiva, y que, desde ya, podía casi asegurarle que la obtendría de la Francia.

         El general Grant me manifestó su completa conformidad.

         Por mi parte, tenía el presentimiento fundado en el espíritu generoso que el pueblo francés ha demostrado siempre hacia el Paraguay, en el curso de la guerra, de que conseguiría del emperador Napoleón, que se uniera al gobierno de los Estados Unidos, a efecto de llevar a la práctica la mediación colectiva que solicitaba, en la guerra del Paraguay.

         Satisfecho plenamente el objeto primordial de nuestra larga visita al jefe de estado de la gran nación americana, nos despedimos de él. Al separarnos, el general Grant me pidió que viera y conferenciara con su ministro de Relaciones Exteriores, Mr. Fish, sobre todos los puntos de que le había entretenido.

         Antes de retirarnos, puse en sus manos un memorándum, conteniendo todos los tópicos de nuestra extensa conferencia, extractada arriba.


         De la Casa Blanca, nos dirigimos a visitar a los ministros de estado, y a otros personajes caracterizados de la administración del general Grant, entre los cuales el célebre senador Sumner, el general Banks, presidente del Comité de Negocios Extranjeros de la Cámara de Diputados, Mr. Chasse, presidente de la Suprema Corte de justicia, y otras entidades influyentes en la política exterior de aquel gran país.

         A todos ellos les merecimos la más cordial y halagüeña acogida. Se manifestaron con franqueza, calurosos partidarios de la causa del Paraguay, en su lucha con el Imperio del Brasil.

         Al senador Sumner y a Mr. Chasse, con quienes tuve largas conferencias ese mismo día, les di datos y explicaciones minuciosos sobre las verdaderas causas y objeto de la guerra, hecha por el imperio brasilero al Paraguay. Ambos, con su ilustrada penetración y experiencia, se dieron fácilmente cuenta de lo que les exponía.

         De pública notoriedad era la influencia real que en aquella época ejercía el senador Sumner, tanto en el congreso americano, como en el consejo del gobierno del general Grant, de quien era íntimo amigo personal; por consiguiente, la amistosa acogida que le merecí y la franca expansión de sus sentimientos y opiniones personales, sobre la guerra del Paraguay, me llenaron de satisfacción, y, naturalmente, me hicieron concebir halagüeñas esperanzas en una mediación amistosa de los Estados Unidos en la sangrienta lucha con que se proseguía la destrucción total de mi país.

         El señor Sumner, en el curso de nuestra conversación, me preguntó si me parecía que el Imperio del Brasil era viable.

         Esto prueba el profundo discernimiento de aquel notable estadista americano. Preveía el derrumbe de la monarquía.

         Le contesté que, a mi humilde juicio, y según la opinión de hombres pensadores de América, el imperio sudamericano no podría subsistir por mucho tiempo, si tuviere que permanecer en Río de Janeiro, es decir, en la zona tórrida; pero que si lograse extender su dominio a los estados del Plata, y estableciese allí su corte, entonces, no solo sería viable, sino que podría llegar a prosperar y a extender su influencia a los estados republicanos de su vecindad. Que el Imperio comprendía perfectamente que su vitalidad tenía que ser decadente, permaneciendo en la zona tórrida, y que so pena de perecer, le era indispensable salir, a todo trance, a las tierras templadas, en que están las repúblicas del Río de la Plata.

         De ahí la sed del Imperio de conquistar los estados republicanos de su vecindad, y la explicación de la guerra del Paraguay.

         El honorable senador, habiendo escuchado con religiosa atención la explicación que le di de la tendencia tradicional de la política imperial en el Río de la Plata, dijo: "Sí, indudablemente, la guerra por parte del Imperio es de conquista y dominación, pero a la vez puede ser también de ruina para su trono".

         Mi eminente interlocutor me preguntó si el mariscal López tenía aún elementos para poder resistir a la agresión de los aliados, y si había en el Paraguay un hombre capaz de sustituirle en la defensa del país, en el caso de que le sucediera algún percance fatal, que le impidiese continuar en la dirección de la campaña.

         Le contesté que López poseía todavía algunas fuerzas para combatir a la invasión extranjera, y que no faltarían jefes de su ejército que asumiesen el mando de las fuerzas de la República, para proseguir la defensa del país, si el mariscal fuese víctima de algún accidente de guerra.

         El señor Sumner me manifestó interés de conocer los nombres de los jefes militares a que me refería. Le cité los generales Caballero, Resquín, Roa, Delgado, como los más capaces de asumir, en caso necesario, el mando de los ejércitos de la República, y dirigir sus operaciones de guerra, con pericia y firmeza.

         Que Caballero era el brazo derecho y favorito de López, y uno de los jefes más intrépidos del ejército paraguayo. Que Resquín era hábil organizador, que desde el principio de la guerra venía desempeñando las funciones de jefe de estado mayor general de los ejércitos de la República. Que los generales Roa y Delgado, por su bravura e inquebrantable fidelidad a su bandera, eran dignos compañeros de armas de los primeros citados.

         En la extensa y variada conversación que tuvimos, el senador Sumner me significó que la política de los Estados Unidos se conservaría, como hasta entonces, amistosa y simpática hacia el Paraguay. Le dije que la demostración de la amistad de Estados Unidos, sería para el Paraguay un poderoso estímulo en la defensa de su causa, que, a la vez, era de toda la América republicana, contra la agresión del imperio exótico del continente americano.


         De la casa del señor Sumner fuimos a visitar al señor Chasse, presidente de la Corte Suprema de justicia. Este eminente jurisconsulto americano nos acogió con perfecta civilidad, manifestándose muy agradecido por la atención de nuestra visita. Nos preguntó, con el más vivo interés por el Paraguay, el estado de la guerra, y si no había posibilidad de terminarla, por medio de una paz honrosa para ambas partes.

         Como al senador Sumner, expliqué con detención al señor Chasse la situación real del país, y los verdaderos propósitos de la guerra, por parte de los enemigos del Paraguay; que la guerra no era hecha solo al Paraguay, sino a todos los estados republicanos de América, y en particular a los que se encontraban inmediatos al Imperio del Brasil.

         El señor Chasse corroboró, con la autoridad de su palabra, todo lo que le decía respecto a los fines de la guerra. Opinó que no había duda de que el propósito del Imperio en la guerra del Paraguay, era de dominación de los países republicanos del Río de la Plata, por cuya razón la causa del Paraguay tenía las simpatías de los Estados Unidos.

         Le declaré que esas simpatías de la gran nación americana alentaban al pueblo paraguayo en la defensa de la independencia de su nacionalidad, y de la integridad de su territorio, contra la invasión de tres estados coaligados.

         El señor Chasse decía que el Imperio proseguiría la guerra con mucha dificultad, teniendo que transportar todos sus elementos bélicos a enormes distancias; que ellos acababan de aprender lo que costaba una guerra en teatros lejanos; que el Paraguay tenía la ventaja sobre sus adversarios de estar en su casa, y que la nación era completamente homogénea para la defensa de su territorio y de la independencia de su nacionalidad; que esa homogeneidad y la decisión del pueblo paraguayo le hacían fuerte. Que ellos no hubieran jamás sometido a los estados del Sud, si estos hubiesen tenido unión en la decisión del pueblo, cuyos habitantes eran de razas diferentes.

         Que en el Brasil tampoco podía haber esa decisión unánime, para la continuación de la guerra contra el Paraguay, por la diversidad de razas de color de su población, mientras que en el Paraguay no existía ese gran inconveniente.

         Al salir de la casa del señor Chasse, nos dirigimos al domicilio del general Banks, presidente del Comité de Negocios Extranjeros de la Cámara de Diputados. Tenía particular interés en conversar con él, sobre los asuntos del Paraguay, de que se ocupaba también, en aquellos momentos, el Comité de su presidencia.

         El general Banks, hombre formal, de aquellos caracteres que se pueden quebrar pero no doblegar, muy amigo del general Grant, nos recibió con la más fina cordialidad. Le expresé el objeto especial de mi visita a Estados Unidos, que tenía particular interés de conversar con él sobre los asuntos de mi país. Me manifestó en términos amistosos su agradecimiento por nuestra visita, y nos felicitó por haber hecho el viaje a su país.

         En seguida me hizo varias preguntas sobre el estado de cosas en el Paraguay, la situación del país, y si el gobierno de la República poseía aún recursos para poder sostener la lucha armada. A todas sus preguntas respondí a su satisfacción, dándole los menores detalles, referentes a los asuntos del Paraguay.

         El general Banks dijo que no se comprendía en Estados Unidos cómo y por qué el señor Washburn, ex ministro americano en el Paraguay, había tenido tan serias diferencias con el gobierno paraguayo.

         Para obviar la exposición de los pormenores de la enojosa diferencia a que aludía, me limité a decirle que entendía que esas dificultades estaban ya zanjadas por el nuevo ministro americano, general MacMahon. Efectivamente, repuso, todo está arreglado satisfactoriamente.

         Llenado el objeto especial de nuestra visita al ilustre general, nos despedimos de él.

         En la noche de ese mismo día fuimos a visitar al ministro de marina, señor Borrie, que nos recibió con suma afabilidad. El general Badau, primer edecán del presidente Grant, estaba con él. El ministro Borrie era un hombre como de 60 años, de figura distinguida y maneras cultas. Hablaba el francés correctamente, como todos los estadistas de su país.

         A la exposición que le hice del objeto que nos había llevado a su país, me respondió en términos complacidos, que habíamos hecho muy bien de haber efectuado nuestro viaje, por cuanto las simpatías del pueblo americano se habían pronunciado calurosamente en favor del Paraguay, desde el principio de su lucha armada, con la Triple Alianza, de que formaba parte principal un imperio.

         El señor Borrie me preguntó si sabía dónde se encontraba el ministro americano, general MacMahon, de quien nada sabían ellos hacía ya algún tiempo. Le respondí que el ministro MacMahon se encontraba en Piribebuy, capital provisoria del Paraguay. Que la falta de sus noticias consistía en que los poderes aliados, invasores del país, interceptaban todas las correspondencias procedentes del Paraguay, a fin de que por ese medio se ignorase en el extranjero la verdadera situación de la guerra.

         Le expliqué minuciosamente, tal como había explicado a los demás personajes que había tratado con anterioridad, los motivos y el interés que tenían los aliados de conservar al Paraguay completamente privado del contacto del mundo; que de esta manera transmitían al exterior las noticias que a ellos les convenía. Que habiendo ocupado la capital abandonada del Paraguay, pretendían hacer creer que habían destruido todo el ejército de López, y que la guerra estaba concluida. Para conseguir este fin, no permitían que ninguna clase de correspondencia, ni de periódicos, saliesen del país al exterior, que pudieran revelar la verdad de lo que pasaba en el teatro de la guerra.

         El señor Borrie se dio cuenta entonces de la verdadera causa que les tenía privados de las noticias de su ministro residente en el Paraguay.

         Me indicó la conveniencia de ver al Secretario de Estado, señor Fish, e informarle detalladamente del estado de la guerra. Le agradecí su amistosa indicación, y le dije que me hubiera anticipado a ella, si el ministro no se encontrase en aquel momento ausente, en New York, pero que tan pronto como regresase tendría el honor de ir a saludarle.

         El día siguiente, recibí la visita del general Banks. Estuvo franco y expansivo durante nuestra larga conversación. Después de referir varios episodios de la última guerra de secesión de su país, en que él había actuado con distinción, hablamos de la guerra del Paraguay. Expresó sin ambages sus simpatías por la causa del pueblo paraguayo, en guerra con la Triple Alianza, y su aversión profunda por la del imperio sudamericano. A su juicio, la existencia de este imperio en América, era un peligro, y una amenaza permanente para todos los estados independientes, regidos por instituciones democráticas. Que la guerra del Paraguay era la última faz de la dominación de la Europa monárquica en el continente americano.

         El general Banks, con la franqueza que le caracterizaba, dijo que era necesario que la Europa abandonase las 60 y tantas islas que aún poseía en el golfo de Méjico, a fin de que toda la América perteneciera a los americanos.

         Corroborando sus ideas, le demostré, con antecedentes históricos, cuáles serían los resultados inmediatos del triunfo del Imperio sobre la República del Paraguay, que ésta, en su lucha con los aliados, defendía la causa y los intereses de todos los estados republicanos de América contra la preponderancia absorbente de la monarquía brasilera.

         En el curso de nuestra conversación, el general Banks me hizo la confidencia de que las instrucciones dadas al ministro americano, general MacMahon, le prescribían seguir al gobierno del mariscal López, a cualquier punto del país donde se instalare.

         Le agradecí la noticia que me daba, significándole que la presencia del representante oficial de los Estados Unidos en el Paraguay, no podía dejar de causar embarazos y desagrados a los gobiernos de la Triple Alianza, que veían en la persona del ministro americano un testigo incómodo de la crueldad con que proseguían el exterminio del pueblo paraguayo.

         El general Banks me afirmó que los Estados Unidos tenían más simpatías y preferencia, no solo por el Paraguay, sino por cualquier estado republicano de América, aunque les fuera el más hostil, que la más poderosa nación monárquica. Que era necesario que todos los países republicanos se pusieran de acuerdo e hiciesen causa común, para garantirse recíprocamente contra las veleidades de usurpación de los príncipes europeos.

         Me recomendó que si hablase con el presidente Grant, le manifestase con franqueza la manera de pensar sobre el particular de los hombres de Sud América, a fin de que lo supiese por intermedio de los mismos americanos.

         Al despedirse, me pidió encarecidamente que le mandara todos los documentos que tuviere, relativos a la guerra del Paraguay.


         Estando de regreso de New York en esos días el Secretario de Estado, señor Fish, fui a verle en el ministerio de relaciones exteriores.

         El señor Fish me acogió con las mismas demostraciones de amistad y vivas simpatías por la causa del Paraguay, con que me habían recibido y tratado el presidente Grant y los demás estadistas americanos.

         Le entregué la carta de presentación que había llevado para él de mi colega y amigo el general Dix, ministro americano en París.

         Tuvimos una extensa y variada conferencia con el honorable Secretario de Estado. Examinamos el teatro de la guerra del Paraguay sobre un mapa a la vista.

         Respecto a la conservación en el Paraguay de la legación americana, y la intervención colectiva de los Estados Unidos con una de las grandes potencias marítimas de Europa, con el fin de cortar la guerra entre el Paraguay y los aliados, el Secretario de Estado me manifestó la misma buena disposición que me habían expresado el general Grant y otros hombres de estado, con quienes había hablado anteriormente.

         Sin embargo, Mr. Fish, con sus vistas penetrantes de estadista eminente, se apercibió, desde luego, del serio inconveniente que se presentaba a los Estados Unidos, para asumir una actitud decisiva, bajo el carácter de mediador, cuyo inconveniente consistía en la situación desesperante en que cada día se encontraba el gobierno del mariscal López. No obstante, me dio la seguridad de que el gobierno de la Unión se uniría al de la Francia o al de Inglaterra, si estos quisiesen ofrecer colectivamente sus buenos oficios a los beligerantes, a fin de buscar un término a la lucha destructora que se proseguía entre el Paraguay y los aliados.

         La objeción del honorable ministro era sensata. Con todo, no cesé de insistir cerca de él, como había insistido cerca de los demás personajes americanos, en la urgente necesidad de cortar la guerra, que cada vez más asumía un carácter salvaje, de exterminio del pueblo paraguayo, por parte de los invasores.

         Mi anhelo ardiente era salvar, si aún fuera posible, el resto de la población paraguaya, con sus intereses, que aún subsistían entonces. En este sentido, y con este propósito, fueron ejercitados mis esfuerzos y trabajos cerca de los hombres públicos de aquel gran país americano.

         El señor Fish se manifestó convencido de las tendencias del Imperio del Brasil a la dominación política de los estados del Río de la Plata. Confirmando su opinión le recordé, con datos y antecedentes históricos, la misión enviada a Europa por el Imperio en 1830, el objeto y resultado que tuvo; llamé su atención sobre la coincidencia de la guerra hecha al Paraguay por la Triple Alianza, con la de Méjico, en cuya feliz terminación el gobierno de los Estados Unidos tuvo una parte principalísima.

         Me extendí largamente sobre este particular.

         Mi interlocutor me pidió le diera con franqueza las noticias exactas del teatro de la guerra que yo tuviese. Si el presidente López tenía aún alguna fuerza para poder continuar la resistencia a los invasores. Era la pregunta que todos me hacían.

         Mi respuesta fue que la noticia más grave que yo había recibido era la de que el emperador don Pedro II había resuelto imprimir a la guerra del Paraguay mayor actividad y energía; que al efecto, había reemplazado a su viejo mariscal Caxias, con su yerno el conde d'Eu, príncipe de la familia Orleáns de Francia, en el mando de los ejércitos aliados.

         Que aunque me era difícil calcular con precisión las fuerzas del presidente López, suponía que tuviese aún las suficientes para defender el suelo paraguayo contra los invasores. Que los aliados le daban 11.000 hombres, y que en mi concepto podía tener aún ese número, en razón de que todo el país estaba en pie de guerra para combatir a la invasión; que los aliados abusaban del bloqueo en que tenían al Paraguay, desde el principio de la guerra, para lanzar sobre este país toda clase de ultrajes, y propagar noticias falsas sobre su situación, sus medios de defensa, etcétera, sin que nada se pudiera obtener directamente del campo paraguayo para rectificarlas.

         Después de una extensa conferencia, de cerca de dos horas, con el señor Fish, me despedí de él, previniéndole que había dejado al señor presidente Grant una memoria escrita del objeto especial de mi visita a Estados Unidos. El señor ministro me respondió que la tenía ya en su poder, que el presidente se la había entregado, con recomendación especial de estudiarla. Estaba sobre su escritorio.

         Eran, a la sazón, ministro del Brasil en Washington, el señor Magalhaens, y de la República Argentina, el doctor Manuel García, antiguo secretario de la legación argentina en París. Ambos tuvieron conocimiento de mi presencia en la capital de su residencia ya después que di todos los pasos concernientes al objeto de mi viaje a Washington, según me lo refirió amistosamente más tarde, en Buenos Aires, el señor Magalhaens, barón de Araguaya.

         Llenado el objeto primordial de nuestro viaje a Estados Unidos, de un modo bastante satisfactorio, preparamos nuestro regreso a Europa. Hice las visitas de despedida a Su Excelencia el señor presidente Grant, y a varios personajes americanos que había tratado durante mi corta permanencia en la capital de la Unión americana. El general Grant se mostró algún tanto reservado conmigo sobre la guerra del Paraguay, de que me había hablado con tanto interés en mi primera visita. Bien se veía que los activos representantes diplomáticos de los países enemigos habían andado ya por allí, con pretensiones, sin duda, de embarazar las gestiones, que suponían serían hechas por mí, cerca del gabinete americano. No obstante, el general Grant me reiteró lo que me había dicho en nuestra primera entrevista, respecto a la intervención colectiva de Estados Unidos, con una de las grandes potencias marítimas de Europa, en la guerra del Plata.

         Le agradecí nuevamente, a nombre del pueblo paraguayo, su generosa disposición, y que en cuanto llegase a Europa, me acercaría al gobierno de una de las grandes naciones, que probablemente sería la Francia, según se lo había anticipado ya, a fin de obtener de ella que se uniera a Estados Unidos para ofrecer colectivamente sus buenos oficios a los beligerantes del Río de la Plata.

         Las entrevistas que tuve, con igual motivo, con el ministro de relaciones exteriores, señor Fish, y los señores senador Sumner y el diputado general Banks, y otros personajes, fueron muy halagüeñas, al menos a estar a la exterioridad de sus manifestaciones.

         Sin embargo, y a pesar de esas demostraciones de ostensible amistad, y conociendo la tradición de la política positivista de la gran república americana, de quien el Paraguay se halla separado por una inmensa distancia, y sobre todo, habiendo sido ya por demás exhausta la situación del país, no podía menos que concebir dolorosas dudas sobre la realización de las lisonjeras promesas que me hacían los eminentes personajes americanos, con quienes tuve el honor de tratar la cuestión de la guerra del Paraguay.

         El senador Sumner, el diputado general Banks, Mr. Chasse y otras personalidades de alta significación política, habían manifestado con entusiasmo sus simpatías por la causa republicana del Paraguay, en su lucha con el Imperio del Brasil.

         Se daban perfectamente cuenta de que el conde d'Eu, príncipe europeo, casado con la heredera de la corona del Brasil, y que mandaba en jefe los ejércitos aliados en el Paraguay, era el destinado a gobernar el imperio sudamericano, si alguna circunstancia imprevista no viniese a trastornar el estado de cosas en el imperio.

         Nuestra permanencia en Estados Unidos duró quince días. El pueblo americano y la prensa de aquel país, con el buen sentido práctico que les caracteriza, atribuyeron, desde luego, a nuestro viaje a Estados Unidos, su verdadero objeto.

         Los diarios de Washington y de New York se expresaban en términos sumamente favorables al objeto que atribuían a nuestra presencia en la capital de la Unión americana. El New York Herald, el más importante y el más popular órgano de publicidad de los Estados Unidos, y puede decirse, del mundo, hizo publicaciones muy amistosas hacia el Paraguay, insinuando al gobierno de Estados Unidos que acogiera a los comisionados paraguayos y su solicitud, con la amistad y simpatía que inspiraba al pueblo americano la causa por la cual luchaba el Paraguay. El Herald agregaba: "El Paraguay defiende solo la causa de los gobiernos republicanos de la América, contra las pretensiones absorbentes del imperio de Sud América".

         Esa actitud de la ilustrada prensa americana era altamente lisonjera para los defensores de los derechos del pueblo paraguayo. Por mi parte, cumplí el deber de visitar y agradecer en persona a los directores y propietarios de los diarios mencionados, que con tanta galantería se ocuparon de las cosas del Paraguay, durante nuestra corta permanencia en Estados Unidos; eran The Chronicle, The Republic, The New York Herald, The Tribune y otros.

         El 2 de mayo, dejamos Washington, de regreso a Europa. De paso quedamos cuatro días en New York, cuyo movimiento comercial en nada es inferior al de Londres. En cuanto a la hermosura de sus edificios y el gran lujo de la población, se notaba poca diferencia con la magnificencia de la reina de las capitales del mundo culto: París.

         Visité a mis antiguos amigos y conocidos, entre ellos mi viejo colega y amigo Mr. Bigelow, ex-ministro americano en París, a la sazón director de la Tribune de New York. El señor Bennet, director y propietario del coloso New York Herald, me pidió con instancia todos los datos que pudiera proporcionarle sobre la guerra del Paraguay. Se los mandé.

         El 8 de mayo salimos del puerto de New York con dirección al viejo mundo, a bordo del vapor paquete francés Lafayette. Nuestro viaje se efectuó con perfecta felicidad. Tuvimos tiempo espléndido.


         Persiguiendo la realización del grandioso objeto que me había llevado a Estados Unidos, y a pesar de la insuficiencia de mi rango diplomático, para ser recibido en audiencia por el soberano francés, me acerqué, no obstante, al ministro de relaciones exteriores, el honorable marqués de Lavalette, solicitando una entrevista con el emperador Napoleón III.

         El ministro francés acogió mi pedido con aquella civilidad exquisita, que es característica en todo francés bien educado, y me prometió transmitirlo a su soberano; advirtiéndome, sin embargo, que probablemente Su Majestad le encargaría a él de recibir el encargo que tuviera de mi gobierno para el emperador, en razón de que los Encargados de Negocios no tenían acceso cerca de los soberanos.

         La advertencia amistosa del marqués de Lavalette estaba ajustada a los principios y a la práctica del ceremonial diplomático europeo. No obstante, alimentando cierto presentimiento, que me inspiraba la bondad de mi causa, de que el monarca francés querría quizás admitirme en su presencia, insistí en mi pedido, rogando al señor ministro tuviera a bien de hacer presente mi solicitud al emperador. El marqués de Lavalette me prometió llevarla a conocimiento de Su Majestad Napoleón III, en la primera entrevista que tuviere con él.

         Por mi parte, aunque me constaban las simpatías de los hombres de estado y del pueblo francés por la causa del Paraguay, no dejaba de participar de los temores del insuceso, que me anticipaba el honorable marqués, para obtener la audiencia solicitada del emperador.

         Mas, mis recelos se disiparon en dos días, al recibir una notita del jefe del gabinete del ministro de Lavalette, señor St. Ferriol, fijándome el día y la hora, en que Su Majestad el emperador Napoleón III me recibiría en el palacio de Saint Cloud, residencia de verano de la Corte.

         He aquí el texto de la nota en referencia:


Ministére des affaires étrangeres

CABINET



Paris, le 29 juin 1869.


Monsieur le Chargé d'affaires, D. Gregorio Benites


Monsieur le Marquis de Lavalette me charge d'avoir 1'honneur de vous prévenir, aprés avoir pris les ordres dé 1'Empereur, que Sa Magesté vous recevra jeudi prochain á dix heures au Palais de Saint Cloud.

Veuillez agréer, Monsieur le chargé d'affaires, l'expressión de mes sentiments de haute consideratión.


         Le Chef du Cabinet.

         St. Ferriol



         TRADUCCIÓN


Ministerio de Relaciones Exteriores

Gabinete


París, junio 29 de 1869.


El Señor Marqués de Lavalette me encarga tener el honor de prevenir a usted, después de haber recibido las órdenes del Emperador, que Su Majestad recibirá a usted el jueves próximo a las diez de la mañana, en el Palacio de Saint Cloud.

Quiera aceptar, Señor Encargado de Negocios, la expresión de mis sentimientos de alta consideración.


         El jefe del Gabinete.

         St. Ferríol


         A la hora del día fijado, me trasladé a Saint Cloud. El emperador estaba con el embajador español, señor Olózaga. Al salir éste, entró el presidente de la Cámara de Diputados, señor Schneider.

         En cuanto se retiró este último, fui introducido en el gabinete de Napoleón III. Éste, en cuanto me vio, avanzó hasta la puerta a recibirme, extendiéndome la mano, con una cordialidad efusiva, que no pudo menos que lisonjearme profundamente, por cuanto en aquella época, un simple gesto del soberano francés, pesaba eficazmente en la balanza de las naciones.

         Al ofrecerme asiento en un sillón que se hallaba en frente del suyo, me hizo estas preguntas con el más vivo interés:

         "¿Cómo van los asuntos de la guerra? ¿Cuál es la verdadera situación del Mariscal López? ¿Le quedan aún recursos para resistir a la invasión?".

         Le contesté que, aunque la situación del Paraguay no era del todo satisfactoria, todavía no era tan desesperante; que si bien los recursos del Mariscal López habían disminuido desgraciadamente, le quedaban aún algunos para poder sostener la defensa, aunque más no fuera que haciendo la guerra de recursos.

         Napoleón se impresionó visiblemente, y me expresó en términos expansivos sus sentimientos de adhesión a la causa comprometida del Paraguay.

         Hice a mi augusto interlocutor una exposición sucinta de la situación real, y de las peripecias de la guerra, de las miras tradicionales con que la proseguían el imperio del Brasil y sus aliados, los peligrosos y funestos resultados que podría tener, no solo para el Paraguay, sino también para todos los países del Río de la Plata, el triunfo definitivo de las armas aliadas, con la destrucción del Paraguay, que luchaba con desesperación por conservar su independencia e integridad, a la vez que la libertad de la navegación de sus ríos, de que dependía su existencia política como nación soberana.

         Le expuse varias otras consideraciones de interés americano, ligado estrechamente con los de la misma Francia en la América del Sud; y que con el objeto de servir esos intereses solidarios y evitar el desastroso resultado de la guerra, iba a pedirle a nombre de la nación paraguaya, que tenía el honor de representar en su corte, quisiera interesarse por su suerte, ofreciendo sus buenos oficios a las partes beligerantes, a fin de poner término a una lucha de exterminio de un pueblo amigo de la Francia.

         Llamé la atención del emperador sobre los motivos de humanidad, de libertad y civilización, que podría invocar la generosa Francia, al ofrecer e imponer, si fuera necesario, su mediación, con el noble propósito de cortar una guerra, que, a medida que se prolongaba, iba degenerando en la más espantosa carnicería humana. Que la Francia podría dar ese paso, de acuerdo con los Estados Unidos, cuyo gobierno estaba dispuesto a combinar sus esfuerzos con los de la Francia, al objeto indicado.

         Napoleón escuchó con religiosa atención y visible interés la exposición que le hacía de la situación de la guerra, y me manifestó su perfecta conformidad con las reflexiones que sometía a su alta consideración. Me preguntó si el gobierno de Estados Unidos estaría dispuesto a ofrecer su mediación colectiva con el de la Francia, en la guerra del Paraguay.

         Le respondí en la afirmativa, habiendo yo mismo, en persona, hablado recientemente con el presidente, general Grant, sobre el particular. Aquí me interrumpió el emperador, con estas palabras: "¿Ha estado usted con el general Grant? ¿Qué dice? ¿Está dispuesto a combinar una acción diplomática, de acuerdo con la Francia?

         Le contesté con las palabras textuales del presidente Grant, sobre la materia, lo que le agradó sobremanera. Me dijo que haría dar inmediatamente instrucciones al ministro francés, residente en Washington, señor Berthemy, para que se pusiera de acuerdo con el gobierno de Estados Unidos en el sentido de concertar una acción diplomática tendiente a poner término a la guerra del Paraguay.

         Me preguntó Napoleón si conocía la opinión del gobierno inglés sobre la prolongada guerra del Río de la Plata. Le respondí que sus ministros se manifestaban siempre interesados por la conclusión de la lucha; que a este efecto habían hecho, por intermedio de sus agentes diplomáticos acreditados en Buenos Aires, la oferta de sus buenos oficios a los beligerantes, sin dar a esta tentativa de pacificación la formalidad de práctica. En el curso de la extensa conferencia que me acordó el monarca francés, éste me expresó con reiteración el interés que tenía por la causa del Paraguay; me dijo, con franqueza, que el Mariscal López, en su lucha contra un enemigo personal de su familia, tenía toda su adhesión.

         Se refería Napoleón al conde d'Eu, general en jefe de las fuerzas brasileras en el Paraguay, y nieto del finado Rey Luis Felipe, a quien había substituido en el trono de Francia.

         Me hizo las mismas preguntas que me había hecho en Washington el senador Sumner, a saber: Si el presidente López tenía en su ejército jefes capaces de sustituirle en la dirección de la guerra, en el caso de que él falleciese. Le respondí que aún tenía algunos generales que podrían asumir el mando del ejército en caso necesario.

         ¿Cuáles son esos generales?, me interrumpió Napoleón, con mucha curiosidad.

         Los generales Caballero, Resquín y otros, le contesté; el primero, por el brillo de su actuación en los campos de batalla durante el curso de la guerra, y su gran popularidad en el ejército de la República, y el último, por su genio especial de organizador y excelente táctico.

         "Sí, repuso Napoleón, esos nombres no me son desconocidos, los tengo en buen concepto, por lo que he oído hablar de ellos".

         Después de una conferencia téte á téte, de más de una hora, me despedí del emperador, haciéndome éste el siguiente encargo para el Mariscal López:

         "Si usted escribe a López, dígale a mi nombre, que no solo simpatizó con la causa que defiende, sino que hago votos por su triunfo".

         El lector dirá si el resultado de mi entrevista con el poderoso soberano francés no fue mucho más lisonjero de lo que podía lógicamente esperarse, y de lo que yo mismo me había imaginado al acercármele, contando, sin embargo, con su benevolencia.

         Al despedirme le dejé una memoria, más o menos igual a la que había presentado al presidente general Grant, sobre el estado de la guerra, y de cuanto le había expresado de palabra. La recibió con visible agrado. Le pedí su indulgencia por el francés en que estaba escrita; que no habiendo querido iniciar a nadie en el conocimiento del objeto de mi visita, la había formulado yo mismo en francés.

         "Eso no importa, respondióme, yo la leeré y comprenderé su contenido".          Desgraciadamente, mis esfuerzos en pro de la salvación del resto de la población del Paraguay se ejercitaron ya demasiado tarde; no había que hacerse ilusión. Las noticias que llegaban del teatro de la guerra por los vapores eran cada vez más desesperantes para la causa del Paraguay, sobre todo por lo que el mismo Napoleón me había prevenido, de que las "gestiones de mediación colectiva se ejercerían infaliblemente, siempre que la lucha se sostuviera por parte del Paraguay".

         Fatalmente era demasiado tarde, lo repito. El pueblo paraguayo había llegado al último extremo del exterminio, y el presidente López, no pudiendo ya sostener con éxito la lucha armada, habiéndose aniquilado sus fuerzas en los últimos combates de Ybytymí, Piribebuy y Rubio-ñú, se dirigía hacia los desiertos, a fin de hacer de las impenetrables selvas de la República sus medios de defensa.

         En tal situación extrema, los dos gobiernos solicitados no podían ya, naturalmente, dar ningún paso, a objeto de la mediación colectiva, que había solicitado de ellos, so pena de verse desairados por los gobiernos de la Triple Alianza victoriosos, que se encontraban ya casi sin contendiente en el Paraguay.

         Para que el lector pueda darse cuenta exacta de la actitud favorable del emperador Napoleón III, de sus simpatías por la causa del Paraguay, y la razón de su alianza política con el Mariscal López, debe tener en consideración la siguiente circunstancia:

         El conde d'Eu, esposo de la heredera del trono imperial del Brasil, es nieto, como queda dicho, del ex-rey de Francia Luis Felipe, rival de Napoleón, y cuyos herederos representan al partido francés llamado de Orleáns, que es numeroso y bastante fuerte en Francia, por la calidad y las condiciones sociales de sus elementos constitutivos.

         En efecto, era natural que, muerto don Pedro II, su trono fuese ocupado por su hija, la heredera constitucional, esposa del conde d'Eu, y entonces, bien se comprende, que no sería la mujer quien gobernase en el Brasil, sino su esposo el conde d'Eu, príncipe europeo, inteligente y de grandes aspiraciones. Esto lo comprendía perfectamente Napoleón III y los estadistas americanos.

         En todos los países monárquicos donde los tronos son ocupados por mujeres, la influencia del esposo siempre impera, al menos que el hombre no fuese del temple de don Francisco de Asís, de España. Las condiciones sociales e intelectuales del conde d'Eu son muy superiores. Esta circunstancia tenía un peso enorme en la consideración del gobierno de los Estados Unidos y de Napoleón III, por cuanto con el conde d'Eu en el trono del Brasil, la monarquía podría, quizás, consolidarse en América, con sus propios elementos y con los de Europa.

         Es evidente, a estar al resultado de mis conferencias con el presidente Grant y el emperador Napoleón, que si la diplomacia paraguaya hubiese dado los pasos que se relatan en este capítulo, cuando el gobierno de López se encontraba aún en posesión de todo el país y con suficientes elementos de defensa, la acción diplomática combinada de la Francia y Estados Unidos, se hubiera, indudablemente, ejercitado con seguro éxito. Pero, desgraciadamente, la destrucción del Paraguay y su ocupación casi total por las fuerzas enemigas, eran ya hechos consumados en el año 1869.

         El mismo día de la audiencia de Napoleón III, dirigí una nota al secretario de Estado de Estados Unidos, señor Fish, participándole el resultado satisfactorio de mis gestiones cerca del gobierno francés. Le mandé mi comunicación por intermedio de la legación americana residente en Francia, regenteada entonces por el secretario de Legación, coronel Hoffman, en ausencia del ministro Washburn.

         En la tarde del día 8 de julio, concurrí a la recepción diplomática del ministerio de Relaciones Exteriores, y agradecí al marqués de Lavalette por su eficaz intervención en la entrevista que tuve con Su Majestad el emperador Napoleón.

         Hablando de la guerra del Paraguay, me dijo el marqués de Lavalette, que le parecía muy difícil ya que se pudiera iniciar ninguna negociación diplomática, en el sentido de llevar a la práctica la mediación colectiva de Francia y Estados Unidos, en la guerra de los países del Plata, por la razón de que la situación del gobierno del presidente López había llegado a ser ya insostenible, que no tenía paradero fijo, y que sus enemigos dominaban ya completamente el país.

         Desgraciadamente, el eminente estadista francés tenía razón.

         Tuve, por tanto, que lamentar las circunstancias que impidieron el éxito trascendental de mis esfuerzos, hechos en pro de la población e intereses del Paraguay, que aún subsistían, cuyos esfuerzos se habían iniciado bajo tan lisonjeros auspicios, cerca de los gobiernos más influyentes en los destinos de América y Europa, Estados Unidos y Francia.

         Las noticias que llegaban a Europa del teatro de la guerra crecían sucesivamente en gravedad para el Paraguay, hasta que al fin se recibió, el día 13 de abril de 1870, un telegrama de Lisboa, anunciando la conclusión de la guerra, con la muerte del Mariscal López, en la última jornada del 1° de marzo en Cerro Corá.

         Con esta noticia, que en tres días fue fatalmente confirmada por las correspondencias y diarios del Río de la Plata, tuve que cesar, como es de práctica, en mis funciones diplomáticas, conservando, no obstante, mi carácter oficial de representante de la República del Paraguay.

 

 

 

 

 

 

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Ilustraciones: Acervo MILDA RIVAROLA

Asunción - Paraguay. Setiembre de 2012 (374 páginas)

 





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