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Ysanne Gayet

  CUENTOS DEL LAGO AZUL, 2011 - Cuentos e ilustaciones de YSANNE GAYET


CUENTOS DEL LAGO AZUL, 2011 -  Cuentos e ilustaciones de YSANNE GAYET

CUENTOS DEL LAGO AZUL

 Cuentos e ilustaciones de YSANNE GAYET

 

Cuentos del Lago Azul

© 2009 Ysanne Gayet/ Sambukú editores

Publicado por el Centro Cultural del Lago

Edición y corrección de textos

Primera corrección: Claire Gayet Turrini

Segunda corrección: Meme Perasso

Tercera corrección: Fátima Pérez Codas

Edición final y corrección: Gabriela Maldonado

Agradecimiento: Adriana Almada

Retoque digital : Pedro Armoa

Diseño y puesta en página : Arapy Yegros

ISBN 978-99953-926-0-4

Esta edición de 500 ejemplares se terminó de imprimir

en abril de 2011 en Alamo S.A. Capiatá - Paraguay

 

 

ÍNDICE

 

El Rey Samu'ú

El Día de Todos los Sapos

Navegando bajo las estrellas

Yorky se muda a Areguá

El perro del ferrocarril

Un accidentado viaje en tren

Las ovejitas del barrio Las Mercedes

Wellington sigue los pasos de su abuelo Yorky

Shaman y las hojas maravillosas

Francisco y los yacarés

Un inesperado regalo de Navidad

Belén y las gallinas

El jardín de Doña Fidencia

Belén, los charcos , el lago y los arroyos

Las campanas de la iglesia

Playas de Areguá

La balanza de Ña Zulima

Los peligros camino al lago

Las aventuras de Terri

La perra guardiana

El mono del zapatero

El rapto de Chovoreca

La dulcera

Nuestra alegría del hogar

¡Ojo! es la época de mangos

Los pececillos de Villa Gisela

Una lluvia torrencial

Juana, la boa del circo

Los inteligentes huskies de las Hermanas Vera

Las nenas de la frutilla

Lulú y el sapo

Sam

Las frutillas de Carolina

Los dueños de la casa

El "Kambá" de Altos (para grandes)

Los maniquíes de Greta

El artista de Rincón de Luna (para grandes)

El wáter flotante (para grandes)

Las gallinas de Don Alipio (para grandes)

Florian y Estefanía

 

 

 

EL REY SAMU'Ú

 

            La pequeña Clementine estaba jugando en la arena, en el jardín de su casa, cuando una oscura nube apareció sobre el lago.

            - Va a llover otra vez -lamentó la niña-. De nuevo tendré que quedarme en casa.

            Uno de los peores castigos para Clemi y sus hermanos era la lluvia. Su mamá decía que era buena para las plantas y para ella, que sufría terriblemente del calor. Para los chicos, en cambio, la lluvia significaba encierro y aburrimiento.

            A medida que la nube se acercaba, Clementine comenzó a percibir un ruido muy extraño. Aunque estaba acostumbrada a los truenos en épocas de tormenta, nunca había oído algo parecido.

            La nube se posó sobre el agua. Sólo entonces supo que era, ni más ni menos, un centenar de pájaros.

            ¿Por qué habrán venido? -se preguntaba, mientras las aves flotaban por encima del agua, cerca de la playa. Estaba tan sorprendida por la rara aparición que ni siquiera pensó en llamar a sus hermanos. Como si le hubiera leído el pensamiento, un gran pájaro negro se acercó a conversar con ella.

            - Buenos días, señorita, ¿cómo se llama usted? -preguntó. 

            - Clementine -respondió la niña-, un poco asustada.

            - Encantado, señorita Clementine -dijo el visitante con voz estridente-. Yo me llamo Arandú. Estamos aquí en una misión muy importante y necesitamos su ayuda.

            Con cada palabra del ave los ojos celestes de Clemi se agrandaban más y más.

            - Mañana es el cumpleaños del Rey Samu'ú, rey de los montes, de los árboles y de los pájaros. Nosotros, sus fieles servidores, estamos encargados de llevar quinientos peces a su fiesta. Usted puede ser de gran ayuda si nos muestra dónde ellos acostumbran saltar, -dijo Arandú.

            - Sí, señor Arandú -contestó Clementine, ya en confianza-. Con mis hermanitos hemos visto saltar miles de peces. Les voy a mostrar dónde. Clementine los encaminó a un lugar del lago, a la derecha de su casa. En seguida se escucharon los alegres gritos de los pájaros que se zambullían, uno a uno, tomando un pez como trofeo, antes de despegar y volar hasta el Cerro kõi de Areguá, al otro lado del inmenso lago.

            Cuando los demás pájaros se fueron, Arandú dijo a Clemi:

            Gracias. Nos has ayudado mucho.

            Y, al salir del agua, traía en su pico una invitación escrita sobre una hoja de camalote.

            - No sé leer -dijo la niña-. ¿Qué dice la invitación?

            Ah, eso sí es un problema, ¿no sabes leer, eh? -contestó Arandú.

            - Sólo tengo cuatro años -dijo Clementine.

            Bueno, bueno, no te preocupes, te la voy a leer. Dice: "Mañana a las cinco de la tarde el Rey Samu'ú espera a la señorita Clementine para festejar su cumpleaños en el Cerro Kõi de Areguá".

            - ¿Puedo llevar a mis hermanitos? -preguntó Clementine entusiasmada.

            - ¡Por supuesto que sí! -respondió Arandú-. Sólo te ruego que sean puntuales. Espérennos mañana a orillas del lago, a las cinco de la tarde.

            El pájaro negro se despidió y Clementine fue corriendo a contarles la novedad a sus hermanos. Al día siguiente, a las cinco en punto, vestidos con su mejor ropa de fiesta, Oliver, Claire y Clementine esperaban al ave frente a su casa, a orillas del lago.

            - ¿Estás segura de que va a venir, Clemi? preguntaron sus hermanos-. Cuéntanos otra vez, ¿qué te dijo el pájaro?

            Clementine relató una vez más su encuentro del día anterior, el descenso de la nube negra y su conversación con Arandú. De repente, apareció la misma nube y miles y miles de pájaros comenzaron a bajar del cielo.

            - Buenas tardes Clementine -saludó Arandú-. Supongo que éstos son tus hermanos, ¿cómo se llaman?

            - Ésta es mi hermanita Claire y éste es mi hermano mayor, Oliver -contestó Clementine riéndose de ellos, que se habían quedado mudos de asombro.

            - Era la primera vez que escuchaban hablar a un pájaro, salvo el loro del vecino, en Asunción.

            - Muy bien, muy bien -dijo Arandú-. Pongan los brazos en cruz y no tengan miedo. Nosotros los llevaremos al cumpleaños. El rey los está esperando.

            Los chicos obedecieron las instrucciones y con un ruidoso . squalk Arandú avisó a sus compañeros que era hora de despegar. Los pájaros, con sus patas tomaron a los niños de los brazos y, con un fuerte aleteo, los llevaron hacia arriba, bien arriba del lago, y volaron hasta llegar a los lejanos cerros de Areguá.

            Fue un viaje maravilloso. Desde esa altura la vista del lago era espectacular. Cuando pasaron sobre la iglesia de La Candelaria y vieron abajo otros chicos jugando en las hamacas y la calesita tuvieron muchas ganas de gritar: "¡Mírennos, estamos volando como pájaros! ¡Vamos todos al cumpleaños del Rey Samu'ú!". Pero Arandú les había advertido que no hicieran ningún ruido.

            - Los hombres podrían asustarse -había dicho-, ¡no queremos que a alguien se le ocurra pegarnos un tiro! Las personas no están acostumbradas a ver niños volando por el aire con una escolta de pájaros y pueden tener miedo. ¡Y cuando tienen miedo, los hombres son capaces de hacer cualquier estupidez!

            Obedeciendo a Arandú, los chicos se quedaron muy callados y no pasó mucho tiempo antes de que estuvieran volando por encima de los cocoteros y los florecidos árboles del lugar del festejo.

            El Rey Samu'ú estaba sentado a la cabecera de una mesa larguísima hecha del tronco de un árbol que lleva su nombre, Samu'ú, y que durante una tormenta del año anterior se había caído al lado de la casa de la Tía Lucy, en la parte alta de Areguá. El rey llevaba una corona de flores rosadas de samu'ú, y un collar de las mismas flores, de color crema y blanco.

            - Bienvenidos niños, espero que hayan tenido un buen vuelo -dijo el Rey.

            - Sí, gracias Su Majestad. ¡Muchas felicidades! Y gracias por la invitación -contestaron los chicos, siguiendo las instrucciones que Arandú les había dado durante el vuelo sobre el protocolo real y el saludo correcto al Rey.

            - De nada, de nada -sonrió el Rey-. Siéntense, por favor, y pónganse cómodos.

            Los niños se sentaron cerca de Árandú y comenzó la fiesta.

            De pronto aparecieron treinta pájaros de distintos colores. Volaban agrupados: los rojos con los rojos, los azules con los azules y los blancos con los blancos, formando una gran bandera. Los invitados miraban el espectáculo y cantaban: "¡Hoy es el cumpleaños del Rey Samu'ú! ¡Felicidad y alegría! ¡Hoy es el cumpleaños del Rey Samu'ú! ¡Viva nuestro Rey, viva el Rey!".

            Al terminar la canción los invitados subieron a la mesa haciendo con las alas un ruido parecido al de los aplausos humanos, agitándolas fuertemente. Cuando por fin se cansaron, se sentaron nuevamente y los treinta pájaros desaparecieron. De pronto regresaron, de dos en dos, trayendo grandes hojas de banano repletas de comida, que pusieron sobre la mesa. Las hojas, decoradas con flores, estaban llenas de pescados adornados con bananas y otras frutas tropicales.

            - ¡Que festejón! -exclamaban los invitados muy contentos.

            - Por favor, empiecen, empiecen, mis amigos -dijo el Rey Samu'ú.

            A Clementine y sus hermanos no les quedó más remedio que seguir el ejemplo de los demás. No querían tocar el pescado crudo, sólo comieron las frutas y bebieron el agua cristalina traída del arroyo que corría al pie del cerro. El agua estaba muy rica y fresca, servida dentro de calabazas, endulzada con miel de abeja y perfumada con el aroma de las flores del monte.

            Los pájaros festejaron el cumpleaños del rey hasta la puesta del sol.

            Cuando llegó la hora de volver a casa, el Rey Samu'ú regaló a cada uno de los niños (sus invitados especiales) un collar de flores igual al suyo. Luego ordenó a los mismos pájaros que los habían traído que los llevaran de regreso. Clementine estaba feliz porque así podría charlar un poco más con su nuevo amigo, Arandú.

            - ¡Lo hemos pasado tan bien! ¿Cuándo podremos visitarlos otra vez? -preguntaron los chicos a Arandú-.

            - Ah, eso no lo sé -contestó Arandú-. El rey festeja sus cumpleaños en lugares distintos y el próximo está programado en el pueblo de Santaní. Lamentablemente queda un poco lejos para llevarlos.

            - ¡Qué pena! -se lamentó Clementine-. ¡Por favor, prométeme que cuando estén cerca nos vendrán a visitar!

            - Eso sí te lo prometo -contestó Arandú-.

            Despacito los pájaros descendieron del cielo y depositaron cuidadosamente su carga de niños a orillas del lago antes de emprender vuelo nuevamente hacia los cerros de Areguá.

            - ¡Adiós amigos! -gritaron los niños.

            - Adiós, adiós, adiós -se escuchaba, cada vez más lejos, la respuesta de los pájaros.

            Cansados y felices Oliver, Claire y Clementine llegaron a casa.

            - ¿Dónde estuvieron? -preguntó su mamá-. Estaba preocupada, los busqué por todas partes... ¿Y por qué están vestidos así?

            - Estuvimos en la fiesta del Rey Samu'ú -contestaron.

            La madre miró los collares de flores y pensó que, como tantas otras veces, sus hijos habían pasado la tarde jugando en el palo borracho de los vecinos, fingiendo ser pájaros que vivían muy por encima del resto del mundo, dentro de su "árbol-castillo".

 

 

 

EL DÍA DE TODOS LOS SAPOS 

(San Bernardino, inicios de los 70)

 

            - ¡Vamos a visitar a los caballos! -dijo Marcos en voz baja a su amigo Oliver.

            - ¡Vamos! -dijeron sus hermanas.

            - ¡Entonces, sssh! -les dijo Marcos, el mayor de los seis, acercando el dedo índice a los labios-. ¡Si alguien se despierta podemos ligar una buena paliza!

            Ya era muy tarde y debían estar acostados, pero como recién era el segundo día de vacaciones los chicos estaban demasiado excitados como para dormir. La casa de veraneo, camino a Altos, tenía una hermosa vista al Lago Ypacaraí; estaba rodeada de árboles frutales, plantaciones de piña, viñedos y diferentes variedades de hermosas flores. Pertenecía a los Heilbrunn, una familia alemana. Los dueños, amantes de los animales, tenían un gallinero de donde recogían los huevos que todas las mañanas los niños comían en el desayuno. Tenían también una vaca que se llamaba Margarita. De su espesa leche la señora Heilbrunn hacía manteca, queso y una riquísima crema. Para la merienda, la laboriosa ama de casa acostumbraba hornear un delicioso pan que los chicos comían, aún calentito, con manteca o nata y el sabroso dulce casero que también ella preparaba.

            Los Heilbrunn tenían tres caballos muy bien cuidados, que utilizaban para llevar los grandes y pesados cestos de uvas, piñas, naranjas y mandarinas hasta el camino empedrado, por donde pasaba el ómnibus. El guarda los alzaba sobre el techo del vehículo y la señora Heilbrunn y su mercadería viajaban a San Bernardino, donde tenía sus "marchantes". También vendía sus productos a los turistas que visitaban el pueblo o, simplemente, seguía su camino hasta el mercado de Asunción.

            Desde su llegada a San Bernardino los chicos se habían hecho muy amigos de los caballos y acostumbraban visitarlos en el amplio prado cercado por árboles frutales. Pero ésta era la primera vez que los visitaban de noche.

            - Vamos, pero bien despacito, sin hacer ningún ruido -dijo Oliver.

            En puntas de pie salieron del dormitorio y caminaron por el pasillo hasta llegar a la cocina. Al pasar frente al cuarto del dueño de casa escucharon fuertes ronquidos.

            - ¡Cuidado! -advirtió Marcos al abrir la puerta-. Aquí duerme Wooky. Yo voy primero para que no ladre.

            Marcos encontró al perro durmiendo bajo la mesa. La gata Michi los observaba, bostezando desde la cocina a leña.

            - Wooky -dijo Marcos en voz baja-. ¿Estás durmiendo? ¿No? Bueno, sólo quiero contarte que vamos a salir por aquí, así que por favor te pido que no hagas ni un solo ruido, ¿de acuerdo?

            Wooky movió su cola peluda, como diciéndole que sí. Marcos regresó al corredor para avisar a los demás que ya podían pasar.

            - Por aquí -señaló, abriendo la puerta que daba a la huerta-. Los otros lo siguieron y desaparecieron en la oscuridad. Lo único que se escuchaba era el canto de los sapos, el cri-cri-cri de los grillos y los ronquidos del señor Heilbrunn.

            Los caballos no dormían. Los chicos les dieron las suculentas zanahorias que acababan de arrancar de la huerta y a los sonidos de la noche se sumó el crunch-crunch-crunch de los tres animales que masticaban contentos el sabroso obsequio.

            La yegua más grande era negra como el carbón. Por eso la habían bautizado Carbona. Las otras dos se llamaban Frauleine y Blanca. Marcos decidió esperar a que terminasen sus zanahorias antes de decirles lo que querían: "Escúchenme, vamos a ir de paseo hasta la orilla del lago y queremos que nos acompañen. Ustedes conocen el camino. Por favor, llévennos".

            Ellas aceptaron y se pusieron de rodillas para que los chicos pudieran montar sin dificultad: Marcos y Johana sobre Carbona, Claire y Natacha sobre Blanca, y Oliver y Clementine sobre Frauleine. La luna que acababa de salir por detrás de las nubes iluminaba el camino. Los caballos serpenteaban lentamente entre los cocoteros, siguiendo el pequeño arroyo que terminaba en el misterioso lago.

            - Tuit-tuoo -dijo el búho-. ¿Adónde van, niños?

            - Vamos al lago -contestó Marcos-. Queremos ver saltar a los peces.

            - Tengan cuidado. Yo no me acercaría al lago esta noche. Hay cosas muy extrañas en el aire. No sé qué está pasando, pero hay algo que no me gusta -les advirtió el búho.

            - ¿Qué será esa cosa tan extraña? -se preguntaron los chicos, mientras un escalofrío les recorría el cuerpo. Las más pequeñas querían regresar-.

            - Vamos -dijo Marcos, el más aventurero de los seis-. ¡No tenemos tiempo que perder!

            Dio una suave palmada a Carbona, que tampoco tenía muchas ganas de continuar, y la yegua empezó a galopar. Los demás la siguieron. Las herraduras golpeaban contra el empedrado y los niños temían despertar al pueblo entero. Pasaron el centro de Sanber y llegaron al lago.

            Cerca de la orilla oyeron un ruido que les dio muchísimo miedo. Un frío polar les atravesó nuevamente el cuerpo.

            - ¿Qué será? -preguntó Claire con voz temblorosa.

            - No lo sé, quédense aquí. Voy a investigar -dijo Marcos.

            Se bajó de Carbona y caminó hacia el lago. Allí Marcos se encontró con algo totalmente inesperado: había miles y miles de sapos, pero lo que realmente lo extrañó fue que todos los sapos estaban bailando al ritmo del curioso sonido que emitían.

            - ¡Vengan rápido! ¡Tienen que ver esto! -gritó.

            Todos bajaron de sus caballos y se acercaron.

            - ¡Oh! -exclamó Oliver boquiabierto-. ¡Parece una gran fiesta!

            En ese preciso instante escucharon una voz detrás de ellos. Al darse vuelta se encontraron frente a frente con el sapo más grande que jamás hubieran visto.

            - Hoy es el "Día de Todos los Sapos". Ésta es una fiesta sólo para sapos. ¿Qué están haciendo aquí, niños intrusos? -dijo.

            Los chicos intentaron correr, pero los demás sapos ya habían formado un círculo a su alrededor. Estaban completamente rodeados.

            - Este círculo está encantado -gritó el enorme sapo con voz estridente-. La única manera de escapar es saltándolo. Si no, serán nuestros prisioneros para siempre.

            Desesperada, Johana empezó a llorar, al igual que las otras nenas.

            - No tengan miedo -dijo Marcos, el hermano mayor de Natacha y Johana-. Tengo una idea.

            Los sapos subían unos sobre otros, formando un círculo cada vez más alto: una verdadera muralla de un metro de altura.

            - ¿Qué vamos a hacer? -preguntaron las nenas llorando.

            Marcos gritó entonces con todas sus fuerzas: "¡Carbona, Frauleine, Blanca, vengan pronto!". Milagrosamente su grito se escuchó, a pesar del barullo de los horribles sapos.

            Los tres caballos llegaron a galope tendido y saltaron la muralla con facilidad. A su paso, algunos sapos quedaban aplastados bajo las herraduras, mientras los demás, asustados, huían desordenadamente. Como un relámpago, los chicos montaron sobre los fieles amigos y, sin mirar atrás, galoparon como el viento por los caminos del pueblo hasta llegar al prado, cerca de la casa de los Heilbrunn.

            - ¡Gracias, caballos, nos salvaron la vida! -les dijeron abrazándolos.          

            - ¡Prometemos traerles una bolsa entera de zanahorias mañana! También prometemos que nuestra próxima salida será de día. Nunca más de noche.

            Los caballos relincharon, demostrándoles que estaban de acuerdo.

            Los hermanos mayores tomaron a sus hermanitas de la mano y se dirigieron hacia la casa. Entraron por la cocina. Wooky dormía pero Michi estaba bien despierta. Se sintieron muy avergonzados ante la mirada acusadora de la gata y resolvieron que nunca más dejarían la seguridad de sus camas para ir en busca de aventuras nocturnas.

 

 

 

 

 

EL ARTISTA DE RÍNCÓN DE LUNA

 

            Hacía más de cuatro años que el artista se había mudado a Rincón de Luna. La romántica idea de volver a vivir en Areguá se había hecho realidad con el primer pago de tres hermosos lotes. Sólo contaba con agua de lluvia o la que le compraba a Don julio, que se la llevaba en carreta desde el pueblo. Tampoco tenía teléfono. Estos pequeños inconvenientes y la soledad de tantas noches no eran nada comparados con el placer de disfrutar del mágico paisaje de frondosos cocoteros bañados por la luz de la luna. Estando lejos de las luces de la ciudad se podía apreciar en todo su esplendor el vasto firmamento salpicado de millones de estrellas doradas. A la distancia se veía la blanca "luna de la cordillera" que se reflejaba en las oscuras aguas del Lago Ypacaraí.

            La única casita de toda la urbanización que se encontraba rodeada de plantas era la del artista. Se la reconocía fácilmente desde la ruta Capiatá-Areguá por sus plantaciones de caña dulce, sus árboles frutales, cocoteros y demás árboles, envueltos una y otra vez con las verdes y brillosas hojas de las enredaderas de mburucuyá que abundaban en la propiedad.

            En la época en que esa planta daba su suculenta fruta era imposible despedirse del artista sin llevar por lo menos una bolsa de regalo. Y aunque él tenía poco o nada, todo lo que tenía lo compartía siempre con sus amigos.

            El artista era alto, esbelto y caminaba con gracia. Sus movimientos eran los de un bailarín y su conversación delirante. Era un barril sin fondo de ideas, de energía, de sugerencias y de experiencias. Tenía cincuenta años bien vividos y se ganaba la vida pintando.

            Lo solía encontrar de día con un pincel en la mano, bailando descalzo y con el torso desnudo entre los árboles, acompañado por una docena de gallinas blancas y dos perros, piel y huesos, que lo visitaban y lo contemplaban con asombro mientras él colgaba de las ramas y los troncos de los árboles enormes lienzos que rápidamente se llenaban de misteriosas figuras: mujeres, jóvenes, enamorados, catedrales, barcos, cocoteros, gallos, bueyes e inmensas y blancas lunas.

            También le encantaba pintar de noche. Me decía que la luz natural de la luna complementaba la tenue luz artificial de su patio. A veces pintaba hasta la madrugada y al día siguiente no se levantaba hasta el medio día.

            Quería crear un centro cultural, un lugar donde los artistas pudieran descansar, producir y crear. Fue así que gracias a la venta de sus obras, poco a poco obtuvo el dinero suficiente para ir comprando ladrillos, cemento y todo lo necesario para concretar su nuevo sueño. Con la ayuda de sus amigos y de un par de albañiles locales pronto logró terminar un enorme tatakuá para coccionar cerámica (Areguá es considerado uno de los más importantes centros de cerámica del país). Al terminar el tatakua, comenzó a construir dos espaciosos cuartos de baño: uno para hombres y otro para mujeres. Aún seguía sin agua corriente pero los dueños de la urbanización le habían prometido que muy pronto la tendría. Una terraza, el piso de la sala, la cocina y un dormitorio, figuraban en la siguiente etapa de la edificación.

            El artista ya no trabajaba más en lo suyo, estaba total e incansablemente dedicado a la construcción del utópico centro cultural. Contaba con las galerías de arte capitalinas para vender sus cuadros (los que había pintado antes de comenzar la construcción). Así podría seguir financiando el ambicioso proyecto. Hasta hizo reactivar un viejo teléfono celular para estar en contacto con ellas.

            Quien no conocía bien al artista de Rincón de Luna pensaba que tenía los bolsillos colmados de dinero. Cuando decidió construir una piscina al costado de la casa todos se convencieron de que era rico. Y probablemente eso fue lo que comentaron los que estaban trabajando en la construcción.

            Una noche, el hijo de uno de los albañiles entró con un amigo en la casa de Rincón de Luna. Era de madrugada cuando atropellaron el lugar. Al escuchar ruidos, el artista se refugió en uno de los cuartos de baño y de inmediato intentó llamar a la policía, pero la batería de su celular estaba descargada.

            Los maleantes no tardaron en tirar abajo la puerta del baño, tomaron al artista por el cuello y lo apuñalaron. Querían plata, ¡toda la plata! Querían lo que no existía y lo que nunca había existido. Lo golpearon brutalmente una y otra vez, tratando inútilmente de sacarle información sobre el inexistente dinero. Ensangrentado lo dejaron tirado en el suelo.

            Fue un milagro que sobreviviera. Estuvo internado durante varias semanas en un hospital asunceno. Su recuperación fue lenta y dolorosa.

            Los ladrones fueron capturados por la policía y durante un tiempo estuvieron detenidos en la Comisara de Areguá. Pero por culpa de ellos el artista nunca más volvió a Rincón de Luna. No sólo le habían robado lo poco que tenía de valor material, le habían robado también... sus sueños.

 

 

LAS GALLINAS DE DON ALIPIO 

(Barrio Piro'y, 4ta. Compañía de Capiatá.

Madrugada del 3 de marzo, 2000)

 

            Había transcurrido casi un año desde los terribles acontecimientos del "Marzo paraguayo", que se habían iniciado con el magnicidio del entonces vicepresidente del Paraguay, Luis María Argaña. La noticia de su violenta muerte había sacudido al país.

            Muy afectada emocionalmente, no sólo por la fecha sino por cuestiones personales, casi muero del susto cuando en la madrugada me despertó una fuerte explosión. Le siguió otra mayor que hizo temblar la casa. Pensé que podría tratarse de un atentado. Hacía unos días un grupo de vándalos había atacado una torre de alta tensión y gran parte de la población había quedado sin energía eléctrica durante varias horas.

            Encendí la radio para ponerme al tanto de lo que estaba ocurriendo; mientras, las sirenas de los bomberos, ambulancias y policía invadían la habitualmente tranquila noche del Barrio Piro'y de Capiatá. Me pregunté si habría explotado una estación de servicio o quizás la mal oliente fábrica en el desvío a Areguá.

            Tito me dijo que el estallido podría haber sido nada más ni nada menos que ¡una bomba! Seguimos escuchando la radio pero los oyentes sólo parecían interesados en contar sus experiencias referentes a la tormenta que horas antes había azotado la capital o en anotarse para el sorteo de la miel de Don Enrique Maas. Al día siguiente encendí el televisor, pero tampoco hubo noticias relacionadas con los sucesos de la noche anterior.        Ya de regreso en Areguá pregunté a mi jardinero, Don Mario, si sabía algo sobre la explosión. Como en el Paraguay todo se sabe no me sorprendí cuando mi empleada Soledad me informó que esa misma noche un vecino suyo había estado en el lugar de los hechos, a unos pocos metros del Álamo, la fábrica y quinta de Tito y de su hermano Dani.

            Más tarde Tito me relató en detalle lo ocurrido. La famosa Despensa de Don Alipio había volado en pedazos. Un cortocircuito había causado el estallido de cuatro garrafas de gas que Don Alipio tenía para la venta. Francisco, el ayudante general de Álamo, nos dijo: "Una de las garrafas salió despedida como un plato volador, atravesando el techo y perdiéndose en los yuyales, a una cuadra y media de la despensa".

            El desafortunado Don Alipio se había quedado sin despensa y sin gran parte de la casa. Lo que más inquietaba a Doña Digna, empleada de la fábrica de Tito, era que Don Alipio también se había quedado sin gallinas. ¡Se le han muerto treinta gallinas! -exclamó con pavor.

            Días más tarde Soledad confirmó la versión de Doña Digna: "¡Se le murieron cien gallinas calcinadas, Ñaisán!"

            Poco después del lamentable accidente, ¡cayó un rayo sobre el techo de la casa de Don Alipio! Las desgracias de esta familia no acabaron ahí…

 

 

 

 

CENTRO CULTURAL DEL LAGO -CCL

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El Centro Cultural del Lago abre los jueves y viernes de 10:00 a 17:00

y los sábados y domingos de 10:00 a 18:00.

La entrada a todas las muestras es libre y gratuita.

Para más información pueden seguir al Centro Cultural del Lago en Facebook,

escribir a centro.cultural.del.lago@gmail.com 

o bien llamar a los teléfonos 0291 432 633 y 0291 432 293. 

Yegros 855 c/ Mcal. López - Areguá.

 

 

 

 

 

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