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JUAN PASTORIZA CENTURIÓN

  LA NOCHE DE LA CANDELARIA - Por JUAN PASTORIZA - Domingo, 1 de Febrero del 2015


LA NOCHE DE LA CANDELARIA - Por JUAN PASTORIZA - Domingo, 1 de Febrero del 2015

LA NOCHE DE LA CANDELARIA

MEMORIAS DEL FUEGO

 

Por JUAN PASTORIZA

 

Hoy, domingo primero de febrero del 2015, víspera del aniversario del llamado «Golpe de la Candelaria», Juan Pastoriza vuelve a recorrer las agitadas calles de Asunción que cruzó durante toda esa larga jornada para vivir o revivir con nosotros en este artículo las indelebles horas de oscuridad y de fuego que pusieron fin a treinta y cinco años de gobierno del general Alfredo Stroessner una noche de 1989.

En homenaje a los muchos compañeros que estuvieron entonces, y sobre todo en memoria de los que no están ya hoy día, como Celso Velázquez y Sergio Araujo.

Recuerdo el camión del Ejército tumbado en el cruce de las calles Máximo Santos y Eligio Ayala. Recuerdo el combustible fluyendo como un arroyo. Recuerdo la negra humareda de las cubiertas que se queman. Recuerdo un personaje con la cara pintada de payaso que toca un pito y, no sabemos por qué extraña rabia o euforia, quiere arrojarle un fósforo encendido a toda costa. Se lo impedimos a empellones y bofetadas. Él no las siente. Está perdido en otra galaxia. Lo recuerdo haciendo hurras incomprensibles y agitando no distinguimos qué bandera mientras se pierde en la lejanía desierta. Todo es extraño. Pasada la salvaje noche de la Candelaria, el sol asoma al alba del día de San Blas. Tres de febrero; no es domingo, pero sí, en esa época, es feriado.

Lo que primero se iba a llamar el Operativo 33 debía ejecutarse exactamente a las tres de la mañana. Un pequeño y catastrófico error apresuró todo. Supimos, por ejemplo, de la muerte del oficial golpista Miguel Ángel Alfaro que, al frente de una columna, alcanzado de lleno por las esquirlas de un mortero, se fue en sangre.

Quedan todavía algunos tanques frente a Educación Física y detrás de la sede del Comando, a unos cien metros de lo que fue el epicentro de la peor batalla. Como expectantes. Pasan por nuestra mente fulminantes imágenes: la de la armada, con los infantes y los buques artillados bombardeando la Policía de la Capital, las luces rabiosas que surcan el cielo y siembran el pánico y la disparada de la gente que tomaba su última cervecita en los bares de la costanera.

Mañana, dos de febrero, el día de la Virgen de la Candelaria, se cumplirá otro aniversario de aquella noche del golpe que cambió la historia actual de nuestro país. Nosotros fuimos parte de esa jornada terrible y decisiva. Para escribir este artículo, hemos cotejado nuestros propios datos con testimonios orales y con los libros Los Carlos, de Roberto Paredes y Liz Varela (Asunción, Servilibro, 2005), y Operación 33 (Asunción, Servilibro, 2009), de Roberto Paredes.

 

 

El general Alfredo Stroessner, tras ser depuesto por el Golpe de la Candelaria,

sube al avión que lo llevará a Brasil./ ABC Color


LOS SOLDADITOS MUERTOS

No podemos sacarnos de la cabeza, como una migraña, la imagen de los jóvenes soldaditos caídos, uniformados o semidesnudos, algunos irreconocibles, destrozados, en lagos oscuros de sangre en las veredas. Algunos parecen solo dormir apaciblemente, como si estuvieran esperando la asistencia de la madre. Eran bastantes. Unos hablan de setecientos fallecidos en combate, de ambos bandos, otros de cien. Nunca se sabrá con exactitud. Hay enormes boquetes y rociadas de agujeros más pequeños en las murallas del Regimiento Batallón Escolta. Hay humo en todas partes, y unos pocos viandantes, parecidos a espectros, que se mueven con lentitud y con miedo.

Han sido ocho horas de morterazos, ráfagas de metralla, tiros de fusiles automáticos y disparos retumbantes de catorce tanques Stuart con cañones de 35 milímetros de la Segunda Guerra Mundial del Tercer Regimiento de Caballería, diecinueve Cascavel, once Urutú, un helicóptero artillado que por poco no arrojó sobre el barrio algunos «caramelitos», y dos aviones Xavantes, que estaban listos para, en el momento álgido, pulverizar el Escolta. Dentro de un rato, la eficaz y aparatosa «operación limpieza» borrará para siempre todos estos rastros de la zona donde el conflicto armado se dio con mayor dureza y el intercambio de disparos fue demencial.

Otro coche, convertido literalmente en colador, ha quedado detenido a balazo limpio en el cruce de las avenidas Mariscal López y General Santos, con su ocupante, o lo que queda de él, inerte en su interior. Después supimos que era el técnico francés de los tanquistas leales al gobierno derrocado. Había salido de su hotel a medio vestir. Tenía las coordenadas para hacer funcionar el fantástico y letal parque de armas donado por los chinos, pero jamás pudo llegar; de lo contrario, otra hubiera sido la historia, dicen.

Recuerdo a un coreano jovencito que rejunta casquetes de proyectiles, para coleccionarlos, seguramente. Le gritamos estúpidas groserías en guaraní, sin saber por qué. Estamos en una atmósfera extraña, caminando en un tiempo que no nos pertenece. Como despertando de una pesadilla y yendo por senderos de gloria. Esta madrugada ha caído, en un golpe militar encabezado por su consuegro, el número dos del Ejército, el general Andrés Rodríguez, después de treinta y cinco años de dictadura, el intocable «Tiranosaurio», como lo llamaba Augusto Roa Bastos, el general Alfredo Stroessner.

El general Stroessner había salido, como cada tarde –se acababa de operar de la próstata–, a lo de su socio Manito Duarte, y después a lo de María Estela, la «Ñata Legal», su amante desde 1960, con la que tenía dos hijas.

En la fastuosa residencia de la «Ñata Legal», sita en la Autopista, agazapada en traje de camuflaje y oculta en un camión trasganado, poco después de las 21 horas del día dos de febrero, lo aguarda la tropa, siguiendo un plan que fracasa estrepitosamente, no sin intensas refriegas, breves, pero que dejan numerosos fallecidos y heridos varios.

Él huye. Busca refugio en el Batallón Escolta, con su hijo Gustavo y sus familiares.

 

BANDERAS QUEMADAS

Un montón de pequeños detalles esparcidos, de anónimos actos heroicos y de anécdotas mínimas serán olvidados, como en un cesto de basura, al hacer el recuento de lo que se denominó la gesta liberadora del 2 y 3 de febrero de 1989. Varios de los compañeros que fueron sus protagonistas ya no están con nosotros, no en esta dimensión, al menos. El paraguayo es de memoria frágil, y hay que mantener vivos los sucesos que marcaron a fuego nuestra historia política reciente. Un espejo en el que conviene mirarse de cuando en cuando.

La distancia nos permite mirar aquello con ánimo más apacible, sin el temblor de las piernas de cuando escuchábamos tan de cerca los silbidos de las balas, el estruendo de las explosiones o, sobre todo, el retumbar constante de los disparos de los tanques. Conste que hay antecedentes similares de conflictos extremos en los que participamos, como la pacífica Marcha del Silencio del seis de agosto de 1988, cuando los manifestantes, sin distinción, hombres, mujeres, ancianos, niños, fueron perseguidos a cachiporrazos y chorros de agua de cloaca, en una irracional represión policiaca y de torturadores civiles reclutados por el régimen. O los críticos años del colegio Cristo Rey, cuando cantamos en la calle llena de policías «Vamos a vencer, vamos a luchar». Y las banderas quemadas.

Unos días antes, una patota de adeptos al movimiento «Cuatrinomio de Oro» ametralló la llave de la corriente eléctrica de la emisora y se sentó a esperarnos frente a la iglesia de San Francisco con palos, armas de fuego y la consigna, vociferada, de lincharnos o quemarnos vivos en la calle. En una acción audaz, el doctor Horacio Galeano Perrone pasó raudamente en su camioneta con la puerta abierta, nos lanzamos a su interior y huimos, no sin sentir algunos impactos de balas en el vehículo.

 

 

LA VÍSPERA DEL FUEGO

Quién iba a sospechar que un tranquilo turno de locutor en radio Cáritas, entonces en el edificio de Luis Alberto de Herrera y Caballero, se iba a convertir en una suerte de bautismo de sangre, o de fuego, como se suele llamar a situaciones semejantes en lenguaje militar. Lo más llamativo de la víspera había sido un entredicho con Luis Miguel en una conferencia de prensa. Ni recordamos la razón. ¡Ah! Le habíamos reprochado su llegada tardía a la cita con los periodistas, y él había echado pestes y culebras. O tal vez lo fue la minuciosa revisión del automóvil y el control de documentos personales al volver de la cobertura nocturna de la actuación, en el barrio de Trinidad, del pianista pacifista Miguel Ángel Estrella; según decían, buscaban armas o a alguien. Pero esto no era extraño en esos días de absurdo y terror.

Hubo un simulacro de escape en la radio esa noche «por si sucedían cosas raras», según nos dijeron los directores, sin más explicaciones. Nos contaron después, como si nada, que, si el golpe fracasaba, hubiéramos sido el primer blanco de una implacable represión. Divertidos, más en juego que en serio, participamos de esa operación de una guerra que ni lejanamente presentíamos que sería real al día siguiente. Se decían entonces tantas cosas, y lo de la revolución era un secreto tan a voces, que nadie le daba importancia. Era un chiste.

Recuerdo esa noche. Tenemos, como siempre, invitados en nuestro programa. Recuerdo de entre ellos al músico argentino Ramón Ayala y al artista plástico Hugo González Frutos. Conversamos sobre su actividad. Pero insistentes llamadas de personas que viven en la zona de la Caballería hablan de aprestos militares y de un urgente pedido de desalojo a sitios donde supuestamente las cosas se darán de manera menos riesgosa. Mucha cautela con la información, nos recomiendan cuando consultamos con la dirección. Y luego pasa lo que mencionamos antes, en la casa de la amante del presidente. Tiroteos y fallecidos. Se convoca a una urgente reunión del directorio. El programa sigue su curso, como si fuera una noche del montón. Llega un vecino desencajado a contarnos que los tanques han salido hace dos horas de Cerrito, que vienen hacia el centro, que ya han comenzado los tiros. Un japonés asustado venido de Encarnación, que desconoce las calles asuncenas, encabeza la fila de catorce tanques y cuarenta camiones, nos informa el compañero, y después diputado, Celso Velázquez, que sigue el convoy con una camioneta de Caritas.

Se suceden las llamadas telefónicas, algunas con voces de desesperación. Efectivamente, los tanques están llegando, dice Velázquez. Se decide que hay que enviar móviles a cubrir los hechos. Poco después se practica, ahora en serio, la medida preventiva. Una compañera se niega a retirarse, tozudamente; otros más también optamos por seguir en nuestro puesto pase lo que pase. La puerta de un sótano estratégico se abre por si las papas queman. Sin embargo, solo al comenzar a oír de cerca el tableteo de las armas livianas confundiéndose con los fuegos celebratorios de la fiesta de San Blas empezamos a creer realmente que algo mayor y catastrófico puede ocurrir.

Celso Velázquez informa del avance de los tanques, de las escaramuzas, de la masacre de una dotación completa de la FOPE cerca del cine Victoria. Con el alzamiento de la Marina, comienza desde el puerto el cañoneo sistemático de la sede de la policía. Hay una explosión en el edificio de Antelco. Otras personas nos hablan de más focos de violencia. Vamos armando un rompecabezas de la situación. La constante es mantener la calma y no alarmar a la población.

 

 

Un tanque recorre las calles durante las breves e intensas jornadas de febrero de 1989

que vieron la caída del régimen de Stroessner./ ABC Color

 

 

CAMPANADAS A MEDIANOCHE

Una gran detonación cercana conmueve toda la estructura del edificio de la radio; uno de los invitados a nuestro programa se cae del asiento y, asustado, pregunta al aire qué diablos está pasando. La mujer del artista argentino Ramón Ayala se levanta, histérica, comienza a golpear y arañar la puerta de vidrio y pide que por favor la dejen salir cuando nos informan desde el móvil del ataque al Cuartel Central de Policía y de que desde la azotea del Zodiac están lloviendo fusiles, morteros y granadas que explotan en el patio del destacamento. A las 23:25 asoma la bandera blanca. El jefe Alcibiades Brítez Borges es apresado; todos los efectivos presentes en el lugar son desnudados y puestos boca abajo en la calle Paraguayo Independiente. El tenebroso Pastor Coronel, del Departamento de Investigaciones, se entrega sin resistencia. Son las 23:50 y repican las campanas de la Catedral.

Se arma rápidamente el cuadro de periodistas y técnicos que cubrirá la batalla campal que se está librando a pocas cuadras de la emisora. Algunos se niegan a quedarse y se van. Uno de los directores llega para acompañarnos.

La radio se vuelve vital para quienes desean dar señales de vida a su familia –Luis Miguel y Sergio Denis actúan en Itá– e informar de sus paraderos. Al rato somos uno de los pocos medios que informan del suceso, pues los canales de televisión se apagan abruptamente y otras emisoras callan, salvo una que trata de minimizar lo que está pasando y lo que ya es inexorable. El Regimiento de Infantería R.I. 1 ha tomado Canal 9, Canal 13 y Radio 1º de Marzo. Informa Celso que un pelotón de la Marina se enfrenta con las fuerzas y que un camión se vuelca aparatosamente por los impactos cerca del Panteón de los Héroes. La gente huye sin rumbo con sus colchones y valijas. A las 00:30, Sergio Araujo, el «Karai Pyhare», habla de una tenaz resistencia frente al Palacio y menciona que un grupo de jóvenes espantados, al tratar de cruzar la calle desde una confitería, ha sido acribillado. Con el corazón en la boca, nos ofrecemos a salir a la calle ante la negativa de otros compañeros y decidimos con el chofer, Julio César Rojas, ir al último refugio del dictador. En eso, después supimos, el campeón de tiro William Wilka dispara desde un helicóptero artillado un solo y certero cohete que explota en el objetivo y deja sin energía eléctrica al regimiento Escolta.

El tableteo es incesante y fulminante. El cielo es cruzado por rayos, sospechosos silbidos se pierden entre los árboles y los edificios y cada cierto tiempo hay explosiones, a veces varias al unísono. Nos dicen por «walkie» que ha habido una revuelta interna contra monseñor Ismael Rolón, autoridad suprema de la radio, porque ordenó detener la transmisión para que todos fueran a sus casas a ponerse a salvo. Nos consultan acerca de si estamos de acuerdo en seguir trabajando pese a todo con los demás complotados de la información; decimos que sí. Llegamos a la zona donde varios tanques apostados disparan constantemente. Un coche estacionado a una cuadra de distancia explota estruendosamente; al rato quedan solo llamas. Estos eran, nos contaron después, los momentos más críticos del ataque al Batallón.

 

PAÑUELO BLANCO EN LA OSCURIDAD

Sorteamos los tanques; increíblemente, los soldados apostados detrás de ellos o en el suelo, disparando, no nos dan importancia, y pasamos. Subimos por la calle 25 de Mayo; pasada la avenida General Santos, no hay una sola luz. La oscuridad es total, y el nuestro, el único auto que circula. Por la intensidad del fuego, está claro que el desplazamiento de tanques sobre Mariscal López tiene el fin de liquidar el asunto. Seguimos informando. Ciega o tontamente, aún confiamos en que, por ir en un móvil de prensa, no nos afectarán las acciones de guerra. Como si eso importara en tales momentos. Atamos un pañuelito blanco al espejo retrovisor.

Al bajar del vehículo vemos a varias personas cuerpo a tierra. Y otra grandiosa explosión, cerca, demuele una casa de dos pisos. Nos cuentan que, en una fuga desesperada, una mujer ha fallecido en ese sitio, y que hubo numerosos heridos más.

Nuestro trabajo no cesa; nos dan entrada continuamente desde la base. Somos casi el último punto de referencia. Varios soldados desnudos corren hacia cualquier parte. Informamos de escaramuzas, escuchamos a gente gritar o gemir de dolor, vemos fogonazos de metralletas a la distancia. De pronto, levantamos la cabeza y descubrimos un enorme avión Xavante, las luces de guerra prendidas, pasando justo sobre nosotros, tan cerca como un siniestro pájaro. Instintivamente, nos tiramos al suelo, presintiendo las ráfagas mortales. El regimiento de paracaídas Silvio Pettirossi está preparado en ese vuelo intimidatorio. Pero el peligro pasa y el compañero solo pregunta si la grabadora está ilesa, para seguir informando.

Más tarde, escuchamos la proclama del general Andrés Rodríguez, con el manifiesto de los nueve Carlos y los cuatro Víctor, seudónimos de los complotados, grabada técnicamente por el periodista deportivo Antonio Farías. Después de dos nerviosos intentos, se capta aquello de «Queridos compatriotas. Apreciados camaradas de las Fuerzas Armadas. Hemos salido de nuestros cuarteles…» Pero esa historia ya es más conocida que la que acabamos de contar.

 

jpastoriza.2008@gmail.com

 

Publicado en fecha 1 de Febrero del 2015

Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Fuente: http://www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

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