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TEODOSIO GONZÁLEZ (+)

  LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS - Por TEODOSIO GONZÁLEZ


LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS - Por TEODOSIO GONZÁLEZ

LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS

Por TEODOSIO GONZÁLEZ

 

La Política y la Politiquería. - Los partidos políticos y las partidas de politiqueros. - Los caudillos políticos. - Las condiciones de urca buena política. -La prensa politiquera. -Modalidades de los políticos paraguayos. -Necesidad de nuevos rumbos a formar

 

«Entre los males que aquejan a los pueblos, dice Unamuno, los que se relacionan con la política interna, parecen, a primera vista los más superficiales. Vienen a ser a los ojos del pueblo, lo que las enfermedades de la piel para el cuerpo humano. Pero, así, como las enfermedades de la epidermis, se vuelven mortales y en forma horrible, cuando se extiende a todo o parte considerable del cuerpo humano, así también los males políticos, cuando son extensos y profundos producen la anarquía y por ella el agotamiento, la destrucción lenta y hasta de muerte de los pueblos».

Ejemplo de agotamiento por causa de la anarquía, nos ha ofrecido la mayor parte de los países de la América Latina, descendientes de España y particularmente el muestro. Ejemplo de destrucción y muerte por anarquía, la antigua Polonia, hoy resucitada después de siglo y medio de sepultura: ejemplo éste, que siempre debemos tener presente.

Los medios de acción de la Política son los partidos políticos. Pero ¿qué es la política? ¿Qué los partidos políticos?

No están conformes las opiniones de jurisconsultos y sociólogos sobre el concepto y la eficiencia moral y legal de la Política.

Mientras unos la consideran «la noble y elevada ciencia de gobernar a los pueblos y de hacerse amar por los gobernados» (Platón), otros la consideran como «la más ingeniosa invención moderna de los bribones para explotar alos tontos» (Napoleón). Mientras unos consideran a la Política como una función excelsa, llena de dificultades, cuyo ejercicio requiere talentos y virtudes, reservados a un núcleo seleccionado de cada país (Thiers), otros dicen que la Política no es para hombres de verdadero mérito, porque se lucha en un terreno y en un ambiente inferiores, que no se acomodan con las cualidades de un hombre superior o sobresaliente, sino con los más adaptables y más flexibles (Unamuno).

«La Historia nos enseña, dice este sabio, que los hombres sobresalientes, en las ciencias, las artes, la industria y hasta en la guerra, no han sido políticos o no han sabido serlo. Las cualidades más eficaces para adquirir, gozar y mantener prestigio en la política, son, aparte del dinero, la audacia, la simulación, la adulonería, la astucia, la reserva mental, la doblez y, particularmente, la tolerancia para los defectos, vicios y hasta delitos de los compañeros, atributos reñidos, con la elevación moral que debe caracterizar el alma de un hombre superior». En una agrupación política, ha dicho el primer sabio español del siglo XX, Ramón y Cajal, he notado siempre que los hombres de mayor talento, tenían mucho menos popularidad y gozaban de mucho menos prestigio político que las mediocridades, hábiles en servir a los hombres y servirse de ellos, observación que el sabio expresó en esta sentencia: en política: menos ideas, más amigos: más ideas menos amigos.

La verdad de esta frase tiene su más completo justificativo, en nuestra era constitucional no sólo en general, sino hasta entre miembros de una misma familia: Don Emilio Aceval fue siempre un personaje político de primera fila, un prohombre crónico que llegó hasta la Presidencia de la República, mientras el Dr. Benjamín Aceval, un ilustre estadista, un preclaro patriota, un insigne educador que prestó eminentes servicios a su patria, fue siempre en política resistido y postergado. Podría sacar muchos ejemplos, pero con éste, que es típico, me basta.

Y la misma discrepancia de criterio se ofrece sobre los partidos políticos. Para algunos, los partidos políticos son los ciudadanos organizados, regimentados y disciplinados, los ejércitos de la paz en marcha hacia la conquista del poder, con miras a la grandeza y felicidad de la patria, en cuyos ejércitos, tanto como en los ejércitos para la guerra, se requieren la subordinación total y disciplina de los afiliados como condiciones inexcusables de su existencia y eficacia (Gladstone). Para otros, los partidos políticos no son sino la chusma organizada por vividores y ambiciosos, para explotar la industria moderna del sufragio, con miras a la satisfacción de sus apetitos; y la disciplina partidarista, el más flagrante y más grave atentado contra la libertad política o electoral del ciudadano de todo punto inconciliable con la dependencia del carácter y la soberanía de la voluntad, de un hombre libre y consciente; el despotismo del caudillo audaz sobre la turba ignara y menesterosa, movida por la sugestión, la necesidad, el temor o el instinto, pero no por el patriotismo, ni la razón (Lugones); la sumisión inconsciente de la recua que sigue siempre al pastor, que con ella vaga y pernocta (Ayarragaray).

«A los partidos políticos de esta última clase debería llamarse más bien partidas de políticos y a su disciplina partidarista carnerismo» (Mendieta). Sobre la disciplina partidarista agrega Rodó: «seguir a un hombre es abyección, seguir al poder es cobardía; seguir a un empleo es vileza. Sólo considero digno seguir una idea. Y como éstas cambian diariamente y como las ideas buenas y oportunas en bien de la patria, no han de ser patrimonio exclusivo de los componentes de un partido político, no admito la imposición partidarista, porque no admito que un partido sea infalible o monopolice la verdad y el bien. El ciudadano no debe tener en política más jefe o patrón que a sí mismo, movido en cada caso (votación o elección) por el bien del país, discernido según su leal saber y entender».

Es evidente que bajo el punto de vista doctrinal, la tesis de Rodó, es intachable. Pero en la práctica es otra cosa.

Pero ¿de dónde es esa discrepancia tan fundamental y tan completa sobre el concepto de la Política y los políticos? Pues de que, siendo la Política una función eminentemente colectiva, de carácter singularmente gregario y dados su origen, sus fines y sus medios de acción, una institución de invención exclusivamente humana, sus resultados serán un bien o un mal, según los hombres que la emplean o la dirigen y los fines que se proponen los que de ella hacen uso, o sean los jefes o caudillos políticos. Es sabido que, todas las grandes fuerzas naturales o sociales, son un mal, o un bien, según el uso que el hombre haga de ellas.

Entendida la política, como la noble ciencia de gobernar los pueblos, claro está que hubo políticos, desde que han existido gobiernos organizados. «Es humano y muy legítimo -dice Benoit- que el hombre desee granjear honra y hasta provecho lícito, en la gestión de los intereses generales, si se siente con vocación y aptitud para realizar ideas benéficas para la comunidad. Pero, en los tipos antiguos, estos políticos eran ocasionales y sus medios de exaltación y de acción muy distintos de los actuales. La política profesional, que se basa en las masas populares y pone las funciones públicas, al alcance de la audacia, la ineptitud y la irresponsabilidad, es de invención moderna; hija de la democracia igualitaria, mal entendida y peor aplicada».

La democracia, se ha dicho, aristrocratiza a la plebe y plebeyiza a los aristócratas del talento o la fortuna. «Las Constituciones modernas proclaman la igualdad de los ciudadanos ante la ley, pero esta igualdad no ha de entenderse en el sentido bárbaro, de un igualitarismo rasante y plebeyo, que admite que todos los hombres son igualmente aptos para las tareas directrices, sino en el humano y lógico, de que la verdadera igualdad consiste en respetar las desigualdades naturales».

«Es inherente a la democracia, agrega Benoit, la mudanza y rotación de los elencos de gobierno, el destacar nuevas unidades y la posibilidad de que todo mérito positivo obtenga reconocimiento y utilización adecuada. Pero la promoción de los nuevos elementos ha de ajustarse a un riguroso proceso selectivo. Parece mentira, dice, que haya que recordar aún, que la democracia concebida rectamente no significa sino la igualdad en el punto de partida, para producir la revelación y sanción de toda verdadera superioridad. Lo que ella entiende abolir, son los privilegios artificiales y arbitrarios, pero, en manera alguna, aquellos creados por la naturaleza misma como son el talento o el valor moral. En ese sentido, su realización plena comporta, en última instancia, la formación de una aristocracia natural».

«La corrupción de la democracia, en su concepto real y verdadero, de ser el gobierno de los más por los mejores, hace perder completamente de vista la suprema finalidad de ese régimen y concluye por engendrar los males que, en estos últimos tiempos, han desacreditado enormemente el régimen democrático».

«Todo es indiferente por ahora. Nadie cree en títulos ni preeminencias. Es la confusión y la nivelación general. Todo el mundo se cree apto, para cualquier puesto y allá presenta su candidatura. La elección confunde a todos. Todos aspiran y se creen útiles para todo».

«En el Parlamento domina la improvisación sonora, la superficialidad locuaz».

«Se llama de preferencia para ocupar un puesto a quien no tiene título, ni competencia para él».

«La gran pasión de la democracia, la envidia, reserva los puestos vacantes para el favor. Es la constante infiltración de la incapacidad. No hay orden, jerarquía, ni desigualdad. Es el imperio del número, el tema invencible a la personalidad que se destaca, a la superioridad, al valor, a la sobresaliencia».

«La democracia, sacrifica constantemente a los mejores, erige en despotismo el número, es el dominio de la mediocridad, audaz y sin escrúpulos».

«Es verdad que esta desviación concluye por engendrar su propio remedio. Los pueblos sufren en carne propia los resultados de tal error y entonces, sobrevienen esas curas heroicas que son los sistemas de coacción y de violencia».

«Una organización democrática que sea verdaderamente tal, previene estas funestas corrupciones y corrige la tendencia bastarda, latente en su seno, erigiendo una minoría capacitada para dar a la función del gobierno el necesario contenido espiritual». (Benoit.-Enfermedades de la democracia).

Pero sea como fuese es evidente que se trata de una chocante anomalía que, en la Política, invención moderna, que reina en los países más cultos y civilizados, preponderen hasta constituirse en conductores omnipotentes del pueblo, tipos sin mérito alguno personal, que no sea la devoción de la chusma ignara y veleta. Pero este fenómeno es explicable, dice Max Nordau, teniendo en cuenta el origen y medios de acción de los caudillos políticos.

El caudillo político, dice este autor, no obstante su modernidad, es hijo legítimo de una madre muy vieja, la estupidez humana, y que según un escritor portugués, no obstante el uso intensivo que se hace de ella, parece cada día más inagotable.

La política como la religión, dice Max Nordau, es una función eminentemente colectiva, cuya dirección, por debilidad moral y pereza espiritual, lo delegan los pueblos, es decir, las masas populares, a sus jefes o caudillos.

Los primeros hombres admitieron la existencia de la divinidad y creyeron firmemente en su poder, pero, no sabiendo cómo era Dios, ni qué forma tenía, ni dónde estaba, ni considerándose capaces de meditar o discutir sobre esos puntos, creyeron, por encontrarlo más corto y menos trabajoso, lo que otro hombre más vivo y diligente les dijo sobre esas cosas y le eligieron por jefe y director, y nació el .sacerdote.

En política, sucedió exactamente lo mismo: los desheredados del carácter, y de la inteligencia, incapaces de darse por sí solos, cuenta de las ideas, de patria, constitución, democracia, gobierno libre, etc., encontraron más cómodo delegar su ejercicio en los co-asociados más vivos o más audaces, que dieron en hablarle de estas cosas, e invitarles para que los realicen, siguiéndoles como a jefes.

Y las masas populares aceptan la invitación de buen grado, tanto porque la obediencia a sus jefes resulta mucho más fácil y cómoda, cuanto porque esos jefes, se encargan de hacerle interesante y amable ese temperamento,porque les hablan siempre de sus derechos y libertades, pero nunca de sus deberes y reatos. (Max Nordau. -Las mentiras convencionales de la civilización).

Por otro lado, «en la lucha de ideas e intereses del drama humano, no son siempre los más aptos los que triunfan, sino los más adaptables, cuando se lucha en un ambiente inferior, como es la política en que es la plebe, el populacho, el que debe decidir». (Ayarragaray).

Las masas humanas, dirigidas por sus caudillos y organizadas a manera de ejércitos de la paz, se llaman partidos políticos, y son, como hemos dicho, de invención moderna a pesar de que el instinto humano que los forma es muy viejo.

«Los partidos políticos, dice Unamuno, han existido siempre, sea en forma pública, desembozada y organizada, sea de modo oculto y latente. Desde que hubo sobre la tierra, gobernantes y gobernados, ha habido, con o sin nombres propios, por lo menos dos partidos políticos, el de los que mandan y el de los que quieren mandar. Este fenómeno está fundado en la propia naturaleza humana».

Es objeto de larga y porfiada discusión entre políticos y constitucionalistas, si para un país es más conveniente, que haya muchos partidos políticos o pocos, o solo dos. No entraré en esta cuestión por no considerarlo de interés para este libro, pero sí habré de manifestar, que es hasta una necesidad pública, de que, en todo país republicano democrático, haya a lo menos otro partido político, a más del que gobierna el país.

En los gobiernos constituidos, cualquiera sea su forma, debe haber siempre por lo menos un partido de gobierno y otro de oposición: uno que gobierna el país y otro que pretende y espera gobernarlo; uno que dirige el timón de la nave del Estado y otro que observa y controla los rumbos de esa dirección.

Un partido de oposición, es no solamente conveniente, sino indispensable, en los gobiernos democráticos representativos. El partido gubernista no tendría medio de ejercitar y exhibir o destacar su fuerza y capacidad, en el ejercicio de su cometido, si no contase con otra fuerza contraria que le resiste y sobre la cual ha de apoyar e incidir su acción. «Sin esta fuerza contraria, sus movimientos obrarían sobre el vacío, le faltaría la reacción indispensable para la eficacia de los esfuerzos humanos, en virtud del principio de física de que sólo lo que resiste, sostiene, y la descomposición y la abulia le sobrevendrían inevitablemente». El partido de oposición, viene pues a ser una pieza indispensable en la máquina política, para conservar el equilibrio gubernamental y político y asegurar la eficacia de la acción gubernativa y de los partidos políticos sobre la marcha del país.

La política y los partidos políticos, sea cual fuere la opinión que, individualmente, tenga sobre ellos tal o cual sabio, ya han sentado en todas partes del mundo civilizado del uno al otro confín, su utilidad y necesidad para el gobierno de los pueblos. Pero, con ellos ha sucedido lo que con otras muchas instituciones humanas muy respetables, que los resultados de su aplicación y acción, dependen menos del régimen y programa de la institución, que de la conducta personal de los hombres que los dirigen y ponen en práctica. Es un hecho averiguado, que la mejor institución con malos hombres produce desastres y que, instituciones mediocres, con buenos hombres, producen beneficios.

Y es lo que ha sucedido en estos últimos tiempos en que, malos políticos, desnaturalizando el objeto y el papel de la Política y desviándola de sus propósitos morales y sociales, la han convertido en un modus vivendi, en una industria, que explota el voto del ciudadano con fines que nada tienen que ver con el gobierno y la felicidad de los pueblos.

De aquí el nacimiento de una nueva clase de política, la politiquería y de una nueva clase de político, el profesional o politiquero. Y todo cuanto son respetables y beneficiosos, la política y el político de verdad, son abominables, despreciables y perjudiciales, la politiquería y el politiquero. La diferencia entre unos y otros es del día a la noche, del bien al mal, de la verdad al error, de la virtud al vicio.

Del estudio de las modalidades que en la práctica han presentado estas dos formas de la Política, se podrá discernir las ventajas o perjuicios que su empleo ha reputado a los pueblos. Veamos.

La Política es una ciencia y a la vez arte, que investiga los medios más conducentes al progreso y a la felicidad de la Nación. Los cambios de política son cambios de ideas, desplazamiento de instituciones y regímenes que se operan dentro del campo intelectual.

La Politiquería, es «el arte de prosperar individualmente, ocultando el propósito detrás de nombres sonoros y la intensidad de los apetitos bajo el oriflama de programas que el candidato es incapaz de realizar (Arguedas). «Es la lucha para llegar al presupuesto, que para los palominos es un simple sueldo y para los gavilanes de mirada penetrante y poderosas garras, ríos de plata, que fertiliza los más áridos entendimientos y que limpia, fija y da esplendor a la más negra y turbia conciencia» (Mendieta). Jamás la politiqueríaha sido el desplazamiento de ideas o de doctrinas, sistemas o principios, sino la rotación de unos hombres que se sacrificaban .sirviendo al país, por otros que también aspiraban a sacrificarse en la misma tarea. No hay en ella lucha de ideas, sino de apetitos de mando, de figuración y de dinero». (Arguedas).

Para el político de verdad, los partidos políticos no son sino medios para conseguir fines patrióticos, o sociales en favor de la Nación. Fines que deben moverse dentro del marco de la Constitución, que es el programa sagrado de la Nación. Tiene sus ideales, que busca poner en práctica, a cuya consecución se prepara, no solamente con sus luces y su diligencia, sino también con el dinero destinado a ese efecto, dada la inmensa importancia que el dinero tiene en estos tiempos en las luchas políticas. En los Estados Unidos el que aspira a destacarse en política, primero allega el dinero o el ofrecimiento previo de quien lo tiene.

Para el politiquero, es el partido el fin y nervio de toda su acción. No tiene idea, sino pasiones. La Constitución es un estorbo para él y sus disposiciones castillos en el aire, ilusiones vacías, sin alguna realidad práctica. En lugar de aportar su dinero a su política, viene por la política a buscar el dinero del presupuesto, para, una vez obtenido emplearlo en mantenerse en la situación o en el cargo. La acción del politiquero está divorciada del ideal; no piensa en la patria, ni en sus instituciones, sino en su persona, en sus conveniencias particulares.

Los intereses nacionales no son sino los intereses de su persona y de su círculo: «El amor a la patria del politiquero es el amor del esquilador a la oveja, mientras la tiene bajo su tijera; si otro se la quita u ofrece comprarla en buenas condiciones, la desgarra o vende, sin la menor vacilación». (Mendieta).

En política, hay dos caminos que conducen a los puestos públicos: uno, corto y otro, largo. «En realidad, para el político verdadero, para el hombre honrado, no hay más que uno. Él sabe bien adónde va, tiene un ideal, un programa de acción trazado. Sabe que hay dificultades; las sortea pero sin claudicar. Lleva una guía en su conciencia, y una fuerza en su voluntad. Yerra, el errar es humano, pero no engaña. Si triunfa, no usurpa; si naufraga, no se enloda».

«El politiquero, va por el atajo que acorta distancias, que ahorra sacrificios. Por el atajo va la turbia caravana famélica de los intrigantes y adulones. Honor, virtud, conciencia, son cosas inútiles para ellos. La cuestión es llegar, llegar pronto. No importa el precio, el éxito lo compensa todo, el éxito limpia el lodo de las sandalias y frecuentemente, hace de un imbécil o un crápula, un gran hombre».

En la Política verdadera, el respeto a la verdad, tanto para con los adversarios políticos, como para sus propios partidarios, la sinceridad, la lealtad, el honor a la palabra empeñada, son condiciones indispensables para su eficiencia. En la politiquería, es todo al revés. Antiguamente, tanto en el orden nacional como el internacional, se tenía por mejor político a aquél que, con más talento o habilidad, ocultaba sus proyectos y pensamientos a sus adversarios o a los pueblos, para sorprender a aquéllos o disponer de éstos. Actualmente la política tiene otra base muy distinta: la verdad y el prestigio político; otro cimiento: el mérito verdadero.

La buena política, dentro y fuera de los pueblos, no puede en estos tiempos -ha dicho Wilson- separarse de la sinceridad y el mejor político ha de ser siempre aquél que diga a los pueblos la verdad y les enseñe a afrontarla. Sobre la mentira nada sólido podrá edificarse en política, porque lo que se ha ocultado esta noche se descubrirá siempre mañana con la luz del día y el perjuicio, irritación y desilusión que produce en los pueblos el descubrimiento de la falsedad, serán siempre más funestos que el conocimiento desde el primer instante de la verdad desnuda, por amarga que haya sido ésta.

El empleo en la política interna de la mentira, como medio de obtener ventajas sobre el enemigo, de restar mérito al adversario o de concitarle el odio o el desprecio público, es tan funesto, decía el doctor Sáenz Peña, que, de haber pensado antes en sus consecuencias, ningún hombre cuerdo lo habría consentido. Esa mentira quebranta la justicia que es la base del respeto mutuo entre los hombres, cimiento a su vez de la paz, sin la cual no puede haber felicidad, grandeza ni progreso en los pueblos.

Y lo que se dice del empleo de la mentira con el adversario político es aplicable al partidario. El político que, dentro de su partido, trata de atraer prosélitos haciendo a sus electores promesas de puestos públicos u otras recompensas o dádivas, sin la menor idea de cumplirlas, u obligándose con ellos, para actos contrarios a la moral o a la ley, v. gr. la impunidad para el delito, los medios de perjudicar a un enemigo o vengarse de él, la participación en negocios ilícitos, etcétera, es una política repugnante, perjudicial a la nación y a su propio partido, porque pervierte y crapuliza al ciudadano elector. Políticos de esta clase, aunque floten temporalmente, nunca han de gozar de prestigio verdadero y duradero en los pueblos conscientes y libres, porque carecerán de autoridad moral, indispensable para los legítimos conductores de las masas ciudadanas. Tendrán a los más compinches ycómplices, elementos peligrosos, arma de dos filos de quienes ellos mismos serán a menudo las primeras víctimas. «La política virtuosa, ha dicho José Martí, es la única útil y durable.

En la Politiquería, la mentira, la doblez, la deslealtad, las traiciones son la moneda corriente. No hay afecto, no hay vínculo, que no esté minado por la concupiscencia.

La costumbre entre los politiqueros de faltar a la palabra empeñada es tan general, que por sistema no se dan crédito, de modo que la mejor manera de engañarse mutuamente, es diciendo la verdad. Entre los politiqueros, todo el mundo miente pero a nadie se engaña.

La hipocresía y la doblez, se encarnan de tal manera en los políticos profesionales, que un presidente politiquero a cada momento estará espetando a la Nación entera en documentos memorables «el colosal embuste de considerar la presidencia del país, como una tarea ingrata y difícil y que, fingiendo estar el poder erizado de amarguras y desencantos, lo solicitaron con desenfrenada ambición y lo persiguen atropellando todo lo que encuentran a su paso (Arguedas).

«El amoroso apego de los políticos profesionales a sacrificarse por la patria da lugar a escenas y anécdotas de las más curiosas». (Mendieta). Un joven intelectual del Partido Radical, de lo más promisor que tiene el partido por su talento y su carácter, ha pintado a los políticos paraguayos en la siguiente forma:

«Hablaba un diputado. Uno de sus colegas que estaba sentado cerca de un Ministro, dijo a éste, señalando al orador: «Me parece que tiene razón». A lo que el Ministro repuso: «Personalmente soy de su opinión, ministerialmente no sé todavía».

«Entre nosotros abundan los políticos de esta clase. Tienen dos opiniones sobre una misma cosa, una íntima y personal, otra pública y política. Les falta el valor para asumir la responsabilidad de la propia opinión. Jamás se expresan con sinceridad sobre lo que piensan. Tienen dos conciencias, dos frentes: la una, íntima y la otra, ostensible para el público, la tribuna, la cámara, la prensa o los atrios».

«Es imposible fiarse de lo que dicen. La consecuencia, la lealtad o la opinión manifestada anteriormente, no son para ellos un deber de conciencia. Tienen la opinión que en el momento les conviene, según sus cálculos utilitarios. Sus centros de volición no obedecen a sus centros de ideación».

En la verdadera Política, una condición indispensable es la buena fé en las luchas partidarias.

La oposición hecha de buena fe, la lucha leal, ha dicho Carlos Wagner, es la más fecunda colaboración, la más valiosa y edificante cooperación, que un partido de oposición presta al gubernista y el más positivo y apreciable de los servicios políticos, que un ciudadano brinda a su patria desde la llanura. Una oposición de buena fe, es invalorable para la buena marcha de los gobiernos democráticos.

Nada hay más estéril, antipática y que más desacredita a las naciones más allá de sus fronteras, que una oposición política de mala fe. Ese afán de encontrar malo todo. lo que hace el gobierno, porque sí, y al propio tiempo de ocultar todo lo bueno que realiza, en fuerza de un mal entendido interés político, cuyo efecto alcanza a los últimos rincones del mundo, en alas de esa arma de difamación de más largo alcance conocido, la prensa, es altamente perjudicial para el país; en el interior porque perturba, falsea y alarma la opinión pública produciendo trastornos económicos y políticos de consideración; en el exterior porque difama al país sin remedio, desde que, aquí y fuera de aquí, el pueblo tiende siempre a creer, con preferencia, lo que dice un órgano de oposición a uno gubernista.

La lucha leal, entre los partidos, exige como condición sino qua non, que, en la crítica de los actos del gobierno, no se limite el opositor a afirmar o negar los hechos o a enunciar que tal medida es mala, sin la prueba de aquel y la justificación de ésta. El que en política afirma un hecho vituperable del adversario, sin ofrecer la prueba, o critica una medida, sin dar razones y en qué forma hubiera sido mejor o más acertada, no hace oposición leal o respetable, sino difamación, intriga. Y críticas de esta clase, no merecen sino el silencio, el desprecio, sino a veces, hasta una celda en la cárcel.

La emulación entre los contendientes, ha de consistir, en quien aporta al servicio de la patria mejores ideas e iniciativas, que demuestran la superioridad del bando del que provienen.

En la politiquería o política profesional, nadie, en la intimidad de la conciencia, cree en la buena fe de otro: júzgase siempre mal intencionado al gobernante y, mal intencionada a la oposición. No hay convicción moral: se juzgan los hechos según el cristal con que se los mira, nunca según las intenciones de quienes los realizan y de las circunstancias que los rodean. «La prensa al servicio de la politiquería, no representa movimiento (le ideas ni es el vehículo de la ilustración de las masas, sino la arena baja y candente, en que, con la violencia y la ceguedad de gladiadores, luchan encarnizadamente, entregándose a todos los excesos a que conducen el fanatismo y la intolerancia, cuya recrudescencia es mayor y llega al último grado de exaltación en las épocas eleccionarias».

«Los periódicos politiqueros carecen de toda probidad moral. Proceden en la prédica por el sistema de afirmaciones rotundas, desconociendo deliberadamente en el adversario, todo acierto, toda sana intención, todo espíritu de justicia, todo móvil desinteresado. Sólo busca y sólo menta el error o los defectos, engrandeciéndolos o magnificándolos para explotarlos en beneficio de la causa que defiende». (Arguedas).

Para el politiquero la emulación no consiste en elevarse más alto que el adversario sino en rebajar al adversario hasta su nivel. Esta mala fe, irreductible, que reina en la politiquería es la que ha hecho que los hombres más eminentes en las ciencias, en las letras, en las artes, en la banca, en la industria, hayan mirado estas actividades con inocultable desvío, que a veces llega hasta el asco.

Tanto mejor dirán los politiqueros, que, con los gases asfixiantes que despiden sus actividades, ahuyentan de los cargos públicos a los hombres de mayor valor intelectual que podrían ser más útiles para la República, pero también estorbarles o desplazarles.

La tolerancia hacia el adversario político es el tercer requisito indispensable para el ejercicio de una buena política. «El odio nada produce; sólo el amor fecunda».

La intolerancia, el exclusivismo de los partidos políticos, ha sido el más constante y desastroso de nuestros vicios políticos. Entre nosotros, un partido que ha ganado una revolución o una elección, invariablemente se ha creído, desde ese momento, dueño del país. Todo por el partido y para el partido, ha sido el lema de sus actividades.

Este principio llamado por los ingleses el «spoil-system», ha producido desastrosos resultados, aun en los pueblos de mayor cultura política, como sucedió en Norteamérica. Debemos, pues, abandonar rotundamente tal sistema político.

De los pueblos nadie es dueño -dice Lugones- sino él mismo. Todos y cada uno de los ciudadanos son, por igual, partícipes de su existencia y responsables de su dirección y destino. Las mayorías que abusan del gobierno, son tan reos de despotismo como cualquier vulgar tirano».

La tolerancia hacia el partido de oposición debe traducirse en una equitativa coparticipación en los cargos públicos. Fuera de los Ministerios y del Parlamento, donde es indispensable, que el partido de gobierno cuente con la mayoría, la coparticipación en los otros cargos públicos no debe tener otras miras que el mejor servicio público, visto a través de la idoneidad del candidato, sea cual fuere el partido político a que éste pertenezca.

Una equilibrada coparticipación del partido de oposición en las funciones gubernativas, es recomendada, no solamente por la equidad sino también por el interés bien entendido de la nación. En efecto, es necesario que un partido de oposición no deje de ejercitarse en la práctica de las funciones gubernamentales, de modo que, cuando, por la rotación histórica de los partidos políticos, toque al suyo tomar las riendas del Gobierno nacional, se encuentre poseído de la ciencia y experiencia requeridas para manejarlas debidamente.

Por otro lado, la experiencia enseña, que los cargos administrativos de responsabilidad, principalmente en materia de manejo de caudales públicos, han sido mejor servidos por ciudadanos pertenecientes al partido de oposición. Esto tiene una explicación lógica. Estos ciudadanos, desprovistos de la recomendación y de la complacencia, que comporta la camaradería política, sin más respaldo que su capacidad, ni más padrinos que su buena conducta ante sus superiores, que como adversarios, vigilan sus actos con más rigor y escrupulosidad que a los amigos, muestran siempre más atención, diligencia y escrúpulo en sus procederes.

En la politiquería, el exclusivismo es la regla. La posesión del poder para el politiquero, nada tiene que ver con grandes concepciones, ni elevadas tendencias, planes económicos, reformas científicas en la administración, sino con el presupuesto y las gollerías anexas al favoritismo oficial; es la terrible lucha por el estómago; nada más. De aquí el egoísmo brutal, la angurria que inspira a la banda de politiqueros que no permite la más pequeña tajada de las planillas presupuestales para el partido contrario: Cuando menos boca, más me toca, es el nutren de sus combinaciones políticas.

Esta voracidad presupuestívora excluye a los mismos partidarios políticos. En efecto, la Politiquería, que no es sino una sociedad comercial accidental y de protección mutua, forma dentro del partido gubernista, pequeños círculos, que monopolizan los cargos rentados, habiendo tiburones con fauces tan colosales, que apechugan con cinco o seis empleos, mientras otros, con más méritos reales no tienen ninguno.

El exclusivismo de nuestros políticos es atroz. Hasta en los momentos de verdadera agonía moral para la patria se exhibió en toda su enormidad. La prueba la tenemos, en la efímera existencia de la Liga de la Defensa Nacional.

Pero más que en la coparticipación en las funciones del gobierno, se necesita la tolerancia política hacia el adversario en la convivencia diaria.

En los países donde se hace política, los dirigentes enseñan a su electorado, que los del bando contrario, no son enemigos, sino adversarios políticos, hijos de la común madre patria, a quienes, como hermanos, deben siempre respeto y consideración.

En esos países se ven en los días de elecciones, grupos o racimos de electores en marcha hacia las urnas, en donde hay de todos los partidos. En el atrio, durante la elección, se acompañan y conversan ciudadanos de partidos contrarios, y, después del acto, van juntos al café, al Club, al restaurant, o a la casa de familia del adversario, a almorzar, a tomar el té o de visita.

Antes, durante y después de las elecciones, la autoridad presta las mismas garantías y consideraciones a todos los partidos, porque el Gobierno es amparo para todos y no distingue hijos y entecados.

En donde reina la politiquería, los del bando contrario son enemigos mortales, dispuestos en cualquier momento a lanzarse los unos contra los otros, a acribillarse a balazos, o destriparse a puñaladas. Durante las elecciones forman bandos distintos, homogéneos como dos ejércitos en pie de guerra, apercibidos a la pelea, frente a frente. Y después del acto, si dos grupos contrarios se encuentran en las calles o en los sitios públicos, se insultan, se provocan y concluyen por ir a las manos.

Los gobiernos politiqueros, lejos de ser amparo y garantía para todos, son beligerantes en favor de su bando.

En estos gobiernos los poderes públicos son los primeros rodajes de la máquina electoral. La fuerza pública impone afiliarse al partido del gobierno a todo el mundo, bajo pena de no hacerlo, de ser considerado como enemigo del gobierno.

Los enemigos del gobierno, es decir, los oposicionistas, deben ser los menos posibles en número, porque es una humillación y una vergüenza para los gobiernos politiqueros perder una elección. De aquí las persecuciones por las autoridades de campaña, que, sistemáticamente, vejan, humillan y arruinan al campesino.

Este mal ha sido tan grave en la politiquería nacional, que ha traído la despoblación del país, en carácter de verdadero desbande.

«El Gobierno, no contento con dejar al labriego abandonado a su suerte, le hostiliza y persigue de diversos modos por sus opiniones políticas y de aquí el caso, casi diario, de los que tienen que emigrar, de los que, de cualquier modo y sin rumbo fijo, van a engrosar las largas caravanas que continuamente transponen la frontera. No se trata de grupos aislados; son miles y miles de hombres que trabajan en los yerbales y obrajes del Brasil, en el Alto Paraná

y en todas las poblaciones del litoral argentino. Es la vitalidad paraguaya la que va mermando en cada día que pasa. Son hombres fuertes y sanos, que, con su trabajo, van a acrecentar la riqueza y el bienestar extranjeros. Es un espectáculo de desbande que deprime al ánimo de los que quedan, que desquicia la moral de los que siguen pugnando por mantenerse en el terruño, a pesar de todas las dificultades».

«La magnitud que va asumiendo la despoblación de la República no es un fenómeno, no es un peligro que va a conjurarse con prometer arreglos de caminos, con anunciar que la magnanimidad de los países vecinos podría, quizá, restituir los mercados perdidos para nuestros productos. Los que no hallan trabajo, los que no tienen un palmo de tierra para cultivar, para clavar un rancho, para arraigarse a la patria; los que hayan garantía en su pueblo, los que se ven perseguidos por los caudillos rurales investidos o no de autoridad, no cambiarán su decisión de irse del país, por el sólo anuncio de que el gobierno ha resuelto protegerlos mejor, con una ley de represión para comunistas o, porque piense limitar con una reglamentación la libertad de la prensa».

«Lo que hay que hacer frente a este desastre es cambiar de política, saneando el ambiente de la República envenenado por la intransigencia política». (La Nación).

Como un producto lógico y natural de que las autoridades se convierten en elementos electorales hay en los países donde priman los politiqueros, gran cantidad de electores, que no pertenecen en rigor a ninguno de los partidos políticos en juego, sino que siguen al gobierno, sea éste del partido que fuere: son los llamados pancistas o gubernistas, que siguen con su adhesión y su voto al sol que más calienta, al árbol que cobija y nada más.

Y, contra lo que pudiera creerse, esta clase de políticos, compuesta generalmente de empleados públicos, particularmente de la campaña, son de un poder decisivo y a veces han definido situaciones. Fueron éstos los que, en 1924, decidieron la suplantación de la candidatura del Dr. Eusebio Ayala para la presidencia de la República en el período 1924-1928, por la de su tocayo el Dr. Eligio Ayala.

Se había resuelto en las esferas de la situación política reinante, que fuese el Dr. Eusebio el presidente en dicho período y con sobra de razones y justicia, pero se le ocurrió la chambonísima idea de dejar la presidencia provisoria de la República que ejercía, antes de haber sido proclamado oficialmente candidato, por la convención del Partido gubernista, contra los consejos de amigos más políticos que él, y fuese lejos, a Puerto Pinasco a dirigir una empresa comercial. Y por supuesto, abandonado el campo, lospancistas se acercaron a su reemplazante el Dr. Eligio y le soplaron que él había de ser el Presidente. Por otra parte, los politiqueros hallaron que el Dr. Eligio sería como más promisor y accesible, mejor presidente que el Dr. Eusebio, muy enérgico y tosudo cuando se le ocurre. Y el Dr. Eusebio fue inmolado.

Una manera muy hábil de ejercer el pancismo, sin ser ostensiblemente pancista, es la de, en una familia de varios hermanos, afiliarse éstos uno a cada partido militante. Se puede citar a algunas familias conocidas, cuyos miembros varones presentan un verdadero mosaico politiquero. Es como una manera de seguro familiar contra la adversidad política.

Entre el político y el politiquero, las andanzas del candidato, son también distintas.

En la república romana las leyes castigaban a los candidatos que solicitaban votos.

El pueblo, designaba libremente el candidato, iba a buscarlo a su casa, lo llevaba al foro, allí lo vestía de blanco, signo de la pureza de las intenciones y allí esperaba el candidato, precisamente, el resultado de los comicios.

En los tiempos actuales, el político profesional sale a ofrecer y a pedir votos, prometiendo al populacho bonanzas y ventajas fantásticas, adulando su vanidad o explotando su ignorancia, hablándole de sus derechos y virtudes, pero jamás de sus deberes y sus vicios.

Y el pueblo nunca se acuerda de examinar al candidato en su capacidad, vida y costumbres.

Una vez en el gobierno el politiquero, escogita sus cooperadores de acuerdo con el pensamiento que preside su actuación, de conservarse en el poder y aprovechar lo mejor y más rápidamente posible las ventajas materiales que brinda el gobierno.

El elemento preferido por el político profesional en primer término, es el militar con mando de fuerza. Todos los halagos y agasajos de los gobiernos politiqueros son para los jefes y oficiales en servicio activo, lo que no quita que sean cuidadosamente expiados en todos sus movimientos, paso a paso, por espiones colocados a su lado,

El elemento que le sigue en importancia para el politiquero, es el hombre de talento sin escrúpulos. Es al mismo tiempo que un elemento decorativo de primer orden, el mejor pastelero, para las combinaciones y gatuperios administrativos y después el más eficaz defensor por la prensa, de los negocios sucios y de las tiranías en nombre de la libertad.

Viene en tercer lugar, el caudillo de barrio o de campaña, o sea el enganchador de correligionarios, el mantenedor de la cohesión partidaria, habitualmente un hombre audaz, de pocos escrúpulos, diestro para mentir, pronto para prometer, comedido y complaciente, hábil lisonjeador de vicios, vanidades y defectos y muy versado en camándulas y mañas electorales para obtener ventajas de mala ley sobre el adversario; la mayor parte de las veces, es de escasa o ninguna solvencia intelectual, económica y moral, frecuentemente sin oficio o profesión o modo de vivir lícito y muy a menudo formidable malevo, organizador de poderosas bandas de cuatreros o ladrones de yerbales fiscales o particulares, que sólo busca, como sus actividades políticas, el encumbramiento por las autoridades locales, de sus fechorías.

Vienen por fin y como producto lógico del fin que se propone la Politiquería, en innúmera legión, parientes, camaradas, compinches y favoritos de los caudillos grandes y chicos.

«La Política sana y elevada, es abierta, pública, en voz alta. Como su objeto primordial es el interés del país, se caracteriza por la publicidad. Las cuestiones de gobierno se resuelven a la luz del control amplio, del examen general con la intervención de la opinión pública. Se busca la crítica porque ilustra. Se acepta la censura o el reproche fundado y justo, porque corrige».

«Si ella no evita que se cometa errores e injusticias, puede provocar saludables rectificaciones, habiendo buena fe».

«En ella los jefes son receptáculos de impresiones. Están abiertos a todas las indicaciones e ideas; comparten responsabilidades, no absorben. Atraen y no excluyen. Enseñan y no complican. Convencen y no imponen. Guían».

«En la política a puertas abiertas los jefes buscan constantemente el contacto del pueblo. Aprovechan con placer las interpelaciones, los meetings, las asambleas populares, para explicar sus actos, difundir sus ideas, justificarse de las críticas o ataques; recoger impresiones. Toda su vida pública y privada es transparente. Viven como en una casa de cristal. Son una idea y un ejemplo viviente de virtudes que imitar. Son jefes como Wilson, Herriot, Mac Donald, Poincaré, Lloyd George, Mussolini, Batle Ordoñez, etc. Ellos gobiernan y resuelven, pero teniendo muy en cuenta el anhelo popular. Apenas se aparta de él y son desplazados».

En el artículo que publiqué en 1922, defendiéndome de un ataque de la «Tribuna», dije: «En política, ni quiero, ni admito secretos. Pienso como Wilson, que la política, tanto externa como interna, debe hacerse a cara descubierta a la luz del sol; que los pueblos, no sólo tienen el derecho sino eldeber de conocer, día por día, lo que sus hombres dirigentes piensan y hacen; que los políticos de sanas intenciones, patriotas y de buena fe, no tienen por qué, ni para qué ocultar sus pensamientos, ni sus actos». Y conocido este mi modo de pensar, jamás se me ha invitado a meterme en conspiraciones, ni traiciones.

La Politiquería, en cambio, como que en ella se antepone al interés del país el interés de las personas que componen el círculo o banda de políticos, es cerrada, hermética, en voz baja. Como el politiquero no piensa resolver problemas nacionales, es decir, en el porvenir del país, sino en la próxima elección y en la forma de desbaratar los planes eleccionarios o subversivos de sus adversarios políticos, que él considera siempre un enemigo contra quien cabe emplear todas las armas, aún las más innobles y vedadas, huye deliberadamente de la publicidad. Unos cuantos que se titulan los responsables deliberan en conciliábulos secretos, todos los asuntos públicos, por más graves que sean. Y si alguna vez, como sucedió después del ataque a Boquerón, la Politiquería, bajo la amenaza del peligro se decide a abrir sus puertas a la opinión nacional, no tarda en cerrarlas de nuevo, apenas ve amainada la tormenta. Es que para el politiquero, la patria es él, sus intereses y los de sus compinches; el resto del país es nadie; no tiene derechos, sólo tiene deberes.

De este horror a la publicidad del politiquero deriva su obsecuencia hacia los dueños o directores de cualquier hoja de publicidad, que no sea de oposición a su bando, aunque sea el último pasquín y ese periodista no pase de un perdulario, o mal entretenido. En cuanto a los corresponsales de los diarios extranjeros, son los hijos mimados de la gente de palacio, habiéndose dado el caso, infinitas veces, de que las cuestiones de mayor interés para el país, la hayamos conocido antes por los diarios de Buenos Aires.

El tema que nos ocupa, con poco que se escarbe, sería inagotable y nos llevaría muy lejos. Espero que algunos politiqueros me salgan al encuentro sobre este asunto por la prensa, de modo que me permita tratar el punto con más detalles. Concluiré, pues.

Sentado los puntos que acaban de verse en este capítulo y los demás de este libro, afirmo categóricamente, que desde la conclusión de la guerra, los destinos del Paraguay han estado en manos de politiqueros y no de políticos.

Fundo mi afirmación en las manifestaciones y resultados de su actuación. El hombre y el árbol, se conoce por sus frutos.

Después de sesenta años de acción, en que los partidos políticos en el Paraguay se sucedieron, sumándose, restándose, multiplicándose y  dividiéndose, se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que ellos pensaron menos en la patria, que en sus círculos y en sus personas y que no emplearon el poder, sino para aprovecharse de sus ventajas.

Después de más de medio siglo de política estrecha, estéril, mezquina, exclusivista, personalista y logrera, la República se encuentra agobiada, postrada, arruinada, humillada, indefensa y acobardada.

Los politiqueros que han dirigido sus destinos desde la era constitucional, no han resuelto ninguno de sus problemas internos ni externos, no han dictado una ley salvadora, ni creado una obra de progreso apreciable; no han hecho más que arruinar, desacreditar y desmoralizar lentamente a la Nación, llevándola, paso a paso, al estado de abatimiento en que hoy se debate.

Y esto ha sucedido porque, de sus dirigentes políticos, el 99 por ciento, fueron politiqueros, que no pensaron en la patria, sino en sus intereses personales.

En el Paraguay no faltan hombres capaces por su ciencia y experiencia para haber hecho obra de verdaderos estadistas. Muchos de esos mismos politiqueros tuvieron preparación técnica de sobra, para haber sido un excelente gobernante. Por otra parte como dice el Dr. Colmo: «es misión fundamental de todo buen gobernante, de todo buen político, el formar hombres de gobierno, buscándolos, descubriéndolos y estimulándolos, para colocar a los más capaces en sus puestos naturales, para así encauzar y hacer más fecunda la propulsión que cabe esperar de cualquiera función directriz, en bien del país y gloria del mismo político gobernante». Pero los politiqueros paraguayos, de la era constitucional, han tenido siempre por norma «poner de lado, boicotear y hasta hostilizar, incluso a sus propios partidarios, a los que, apartándose del rebaño, se permitían proclamar y defender ideas, iniciativas y verdades que mirasen al engrandecimiento de la Nación, y no a las conveniencias de la manada».

Mi actuación dentro del Partido Radical, es buena prueba de esta verdad. Afiliado al Partido Radical desde su fundación, sin que jamás se me haya tachado de ningún mal o deshonra para la asociación, durante todo su período de dominación (1912-1930), se me ha tenido sistemáticamente, al margen de toda participación en el gobierno del país o del partido. Y todo porque, dentro del partido he querido conservar mi individualidad personal, y no he perdido la visión de la patria arriba de los caudillos Schaerer, Jara, Gondra, Eligio o José P.

Para la última convención, el Directorio anunció que en su seno iban a discutirse cuestiones de interés general palpitantes, v. gr.: la ley agraria, la ley electoral, etc., sobre las cuales he escrito más que cualquier paraguayo.

Las conveniencias, más que de mí, de la Nación y del partido, imponían que se me diese un asiento en esa Convención, tanto más cuanto que allí no iba yo a ganar un centavo del presupuesto, que tan cuidadosamente defendieron siempre de mí, durante su gobierno, mis partidarios: todo lo contrario, se hizo todo lo posible para que yo no tomase allí asiento. Tengo demasiadas pruebas de que mi partido me aísla sistemáticamente, pero no he reminciado a pertenecerle porque la asociación no tiene la mayor culpa de ello, sino los politiqueros dirigentes, que no pueden pasar a los correligionarios que aplican su amor, su ciencia, sus energías y diligencia al servicio de la patria antes que del partido; y además, porque espero fundadamente que muy pronto desaparecerá esta anomalía y la política dentro de mi partido cambiará radicalmente de procedimiento y de orientación, al empuje de fuerzas nuevas, que harán que los dirigentes del electorado y de los destinos del país, dejen de ser politiqueros, para pasar a hacer política de verdad, que piensen más en la patria que en los presupuestos y demás halagos que da el poder.

La necesidad de este cambio se impone en el Paraguay por idénticas razones, que las enunciadas por el conocido jurisconsulto argentino Dr. Amuchástegui, en un artículo publicado en el mes de agosto último en «La Nación» de Buenos Aires, refiriéndose á la politiquería en la República Argentina, que a continuación reproducimos:

«Los partidos políticos del presente están afectados del grave mal de la «disociación». Gérmenes patógenos minan su organismo. Todo en ellos demuestra el resquebrajamiento de su disciplina, la pérdida de sus rumbos, la subsiguiente desorientación de sus jornadas, la debilidad de sus prédicas y la subalternización de sus ideales».

«El utilitarismo más repudiable carcome esos organismos. Tras de un principio esgrimido como evangelio nos muestra el presupuesto asaltado como ambición. Se lucha, se predica, se hace propaganda y se vota. En la victoria surge el choque por escalar posiciones. En la derrota surge enfático el dicterio al adversario. En uno y otro caso falta el valor para adoptar la ponderación y la dignidad ciudadana, que ambas situaciones imponen allí donde se hace o debe hacerse democracia de verdad».

«Esto comporta la grave crisis política que afecta a la República. Si la desorbitación partidaria es un estado grave, peor es el de la falta de partidos que, con fuerzas suficientes, puedan redimir «la cosa pública» de los males que la dañan. La palabra nada vale si tras de ella no va la acción. Hay hermosos pensamientos escritos en el aire. ¡Hay grandiosas predicaciones cimentadas en el agua!».

«Todos los partidos políticos del presente tienen en sí el germen de la «disgregación». Aun los mismos de reducida actuación local se dividen y subdividen con pasmosa facilidad. No hay disciplina. No hay cohesión. Priman los intereses subalternos de sus hombres sobre los intereses superiores de los pueblos».

«El partido gobernante, dividido y subdividido al infinito, se nos muestra como el principal factor de la crisis que perturba a la democracia. Nos brinda, junto el incondicionalismo más ciego y desconcertante, la rebelión más tenaz y el fustazo más enérgico. Sus adeptos o se inclinan o se sublevan. Lo uno y lo otro son signos manifiestos de claudicación o de desorden. Y las fuerzas democráticas, si han de ser tales, deben considerar que jamás prosperarán con esos exponentes. El acatamiento digno y la disciplina altiva son las condiciones únicas, que amalgaman las agrupaciones ciudadanas y que las hacen aptas para bregar por el bien público».

«Los partidos de oposición, disgregados por principios antagónicos, y sin la virilidad necesaria para renunciar al propio «yo» en beneficio del «nos», porque clamorosamente brega la opinión nacional, dan otro ejemplo de «disociación» y demuestran su incapacidad para posponer ambiciones o principios propios, en holocausto de la formación de fuerza nueva y redentora que demanda con imperio, la situación de la República».

«La Nación no tiene por el momento a resolver problemas políticos realmente tales. Todos sus partidos militantes nos brindan plataformas de gobierno iguales en el fondo, aunque difieran en detalles. El único problema de tal naturaleza, que nos vamos creando con nuestra propia incapacidad cívica, es el de mantener la marcha del país dentro de los mandatos de la Constitución, y de los preceptos de sus leyes. ¡Reformar a los gobiernos y encauzar a los partidos!».

«En cambio, fluyen en el ambiente numerosos y complejos problemas económico-sociales a los que se prodiga la indiferencia más insólita y morbosa».

«Son éstas y no otras las interrogantes que aparecen en todos los ámbitos de la República, principalmente en sus centros de población cosmopolita y densa».

«Y son éstas las que reclaman para el bienestar de la sociedad, para la tranquilidad del Estado y para el imperio de sus dogmas, fuerzas nuevas y con valores revividos que, agrupándose bajo un lema de «Patria y Ley», encaucen los destinos nacionales hacia la seguridad y la prosperidad que le brindan las instituciones que organizaron la Nación y que encaminan sus fuerzas».

«Fuerzas nuevas, es entonces, lo que imperiosamente necesita la República para la prosperidad de su marcha por la vía democrática y para el reajuste de sus principios por la ley orgánica del Estado».

«Fuerzas nuevas, que aparezcan en su escenario político con toda la pujanza de los valores revividos».

«Fuerzas nuevas, que patrióticamente organizadas y sanamente inspiradas en un alto ideal de civismo, hagan credo de las aspiraciones y problemas del país y propendan a su engrandecimiento en todos sus aspectos».

«Fuerzas nuevas, que con distintas orientaciones de las que hoy son predicadas, coadyuven a la solución práctica de todos los ideales democráticos que agitan la opinión cívica nacional y nos den un gobierno sin más normas que el bien público y sin más rutas que las que impone la Constitución Nacional, cuyo preámbulo es un himno de libertad, de fraternidad, de igualdad y de humanidad».

«Fuerzas nuevas, que agrupadas junto al lema «Ley y Patria» se inspiren desde los comicios en esos anhelos y hagan efectivas desde el gobierno esas aspiraciones».

Para el aporte de estas fuerzas nuevas, no se necesita precisamente de hombres nuevos, materialmente. Una generación no se forma de repente: necesita por lo menos 20 años. Este cambio pueden realizarlo los mismos hombres con diferentes ideas. En esta cruzada saneadora de la política, pueden perfectamente tomar parte, los mismos frailes con diferentes alforjas. Más todavía: la experiencia enseña que no hay voluntad más decidida y resolución más firme, que la del arrepentido, porque la experiencia es la maestra más rígida. No habrá pues que cambiar el partido radical en sus hombres, sino en su ideario; y se cambiará y muy pronto; estoy seguro de ello. Porque de no hacerlo, irá a la disolución y la quiebra.

Hemos visto antes que es urgente reformar la Constitución y las leyes del país. Pero de nada han de servir estas mejoras, si al propio tiempo no mejoran de conciencia los hombres que han de manejarlas. La Constitución y las leyes de un país, dice un publicista argentino, hacen en la sociedad política llamada Nación, el mismo papel que los estatutos en una sociedad civil o comercial. Y cualquiera de estas sociedades, con muy buenos estatutos puede fracasar, si sus directores y administradores son malos o incapaces. La mejora de la ley ha de ir entonces paralela a la reforma del hombre por medio de una conveniente educación política.

Este cambio, en los modos de ser y de obrar de la política es ya impostergable. El pueblo ya está muy preparado para ello; ya está cansado de la politiquería y de su obra, durante más de medio siglo de experiencia.

Así lo dijo últimamente «La Nación», en un artículo reciente que merece la reproducción:

«El país ha entrado en un período de intensa agitación política. Los Partidos se organizan en toda la República. Menudean las reuniones, se constituyen Comités y Sub Comités departamentales y parroquiales, se preparan y celebran Convenciones y Asambleas. Las delegaciones se dispersan por la campaña en todas direcciones, se dan conferencias, se pronuncian discursos, la caña circula generosamente. Se hace «política», en fin, se hace nuestra «política», tal como periódicamente se encrespa y recrudece, en concomitancia por lo general con las vísperas electorales. Gente que durante años permaneció en prudente, quizá en loable mutismo, a lo mejor desde una banca parlamentaria, experimenta de improviso la necesidad de allegarse al pueblo y hacerle partícipe de sus anhelos y preocupaciones patrióticas».

«La prensa partidaria se hace eco en forma rimbombante de lo que acaece. «Gran asamblea partidaria», «Con delirante entusiasmo fueron aclamados los jefes de la gloriosa asociación», «Se votó un aplauso caluroso a la acción del partido durante este año», «El pueblo paraguayo expresa su adhesión», «La disidencia es repudiada enérgicamente por la masa partidaria»; éstos y otros por el estilo son los títulos con que se tropieza a cada paso en los diarios locales».

Pero la verdad es que las reuniones han acusado un descenso numérico. Los «correligionarios» que concurren a las asambleas, lejos de aumentar, disminuyen».

«El «electorado», para denominarlo en función del valor que los partidos le atribuyen, ha perdido y va perdiendo cada vez más su fe en la «política» y «los políticos».

«El pueblo está cansado de ver siempre a los mismos hombres, a los mismos círculos, diciendo las mismas palabras y haciendo las mismas cosas». «El fondo de entusiasmo, el espíritu de lucha, la fibra combativa, van doblegándose ante el aluvión de decepciones, de desengaños, de durísima experiencia. Mucha gente marcha aún por inercia o prurito varonil, por lealtad personal a tal o cual caudillo o amigo. Y aun estos vínculos se van debilitando ante el ejemplo que viene de arriba, ante los cambios y mudanzas que la inconsecuencia de los directores imprime a las relaciones entre grupos y partidos. Un viejo campesino no entiende, fácilmente, cómo dé la noche a la mañana, se puede pasar de un extremo al opuesto, cómo el gran hombre de la víspera, puede ser el bribón de mañana y viceversa. No se explica cómo los mismos que hincharon un personaje-como el loco de Cervantes hinchaba un perro- sean los que al día siguiente se encarguen de desinflarle.

Correligionarios hay que se escandalizan de que, mientras ellos o los suyos son a lo mejor perseguidos, hostilizados, sus jefes y directores anden a partir un piñón con quienes ordenan o consienten esas persecuciones. Ciertas formas de «tolerancia política», de «sacrificio por la tranquilidad general», de «colaboraciones para el logro del bien colectivo» escapan al meollo primitivo, «derecho viejo», de la masa campesina. Las combinaciones y habilidades políticas, la deslealtad abierta o embozada y sobre todo, el incumplimiento corriente de las promesas por los políticos, han volcado completamente el alma del pueblo sobre este asunto. El pueblo está desorientado ya no cree ni fia en nada ni en nadie».

En el último capítulo de este libro verá el lector las medidas que propongo para una obra de saneamiento simultáneo de la legislación, la política y los políticos.

 

 

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INFORTUNIOS DEL PARAGUAY

Por el Dr. TEODOSIO GONZÁLEZ

 

Ex Senador, Ex Ministro de Estado del Paraguay

Buenos Aires

Talleres Gráficos Argentinos LJ Rosso

1931 (577 páginas)





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