PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
BORJA LOMA

  MUJERES PARAGUAYAS - MEMORIAS ÍNTIMAS DE UN DESUBICADO - Por BORJA LOMA - Año 1994


MUJERES PARAGUAYAS - MEMORIAS ÍNTIMAS DE UN DESUBICADO - Por BORJA LOMA - Año 1994

MUJERES PARAGUAYAS

MEMORIAS ÍNTIMAS DE UN DESUBICADO

Por BORJA LOMA

RPediciones

Composición y Armado: AGUILAR & CÉSPEDES ASOC.

Fotografía y diseño de tapa: CHRISTIAN RONNEBECK

Asunción – Paraguay

Diciembre 1994 (178 páginas)

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

         Se asegura, con mucha frecuencia, que la crónica es uno de los géneros más difíciles de la palabra escrita. Quizá esta aseveración tiende a ser absoluta, pues no son muchos quienes la han abordado - al menos en relación a la novela, el cuento, el ensayo, etc.-, y desde la invención del alfabeto, con los recursos necesarios para elevarla a la categoría de género literario.

         No por una cuestión meramente aleatoria, sí por una vocación, a más de innata, evidentemente amada como un válido recurso de expresión, Borja Loma nos presenta esta semblanza imparcial, objetiva del Paraguay y su gente. Acaso nunca antes hemos leído las impresiones de un extranjero como las de ese vasco español que lo hace a través de una vivisección precisa –aunque innegablemente profana- de las coordenadas culturales de nuestro pueblo, señalando sus luces y sus sombras a partir de una inteligente, aguda percepción de sus principales rasgos psicológicos. Desde esa procelosa óptica desnuda aquellas latencias propias del hombre y la mujer paraguayos, para apuntar, con diáfana precisión, muchas de sus manifestaciones que, tal vez ya intuidas o sentidas por nosotros, no podíamos definirlas en razón de ser parte de ellas, de estar inmersos en ellas como sus protagonistas naturales. En este sentido, recordamos los valiosos y autorizados análisis recientes realizados por otros observadores no menos atinados, desde la común visión cultural que les confiere su calidad de paraguayos, como son los trabajos de Helio Vera, monseñor Saro Vera y Miguel Ángel Pangrazio, por citar los más conocidos últimamente.

         Con todo, y como agudo observador que es -virtud que lo demuestra en toda su potencia-, Borja Loma hurga en nuestra manera de ser con un afán que, de tan obsesivo, adquiere perfiles etiológicos porque secciona con meticulosidad las parcelas más sutiles de nuestra idiosincrasia hasta hallar las causalidades -y casualidades- de sus virtudes y defectos, con la mera objetividad de quien lo hace como extranjero que es y, por ende, con la prescindencia de todo compromiso emocional con el país anfitrión. Por esto está advertido el lector paraguayo de que esta crónica no busca precisamente su simpatía. Para ello, al autor le hubiera bastado recurrir a la facilidad de la obsecuencia, del "cepillo". Pero optó por el seguro aunque áspero sendero de la responsabilidad. Y desde esta posición, y acaso sin proponérselo conscientemente, logra aclarar aún más los estudios, análisis y observaciones que se hicieron hasta hoy con relación a determinados aspectos del "ser nacional", permitiendo entonces su mejor conocimiento y comprensión, y enriqueciendo, de paso, el nutrido campo      de la sociología y de la sicología.

         Sin dudar, es dable afirmar que estas crónicas serán, de hoy en más, fuente de consulta insoslayable para todos aquellos que quieran profundizar el tema del carácter paraguayo.

 

         Víctor Casartelli. Presidente,

         Sociedad de Escritores del Paraguay.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

         Han sido muy pocas las personas que han leído este libro antes de su publicación. Las reacciones de estos lectores prematuros -y en algún caso furtivos- han sido dispares. Pero todos han coincidido en una apreciación acaso inquietante: el libro podría caer antipático en la comunidad. Y con él, naturalmente, su autor.

         He de reconocer que esta posibilidad me preocupó bastante en ciertos momentos en los que el libro flotaba a la deriva en el proceso ambiguo y contradictorio de la edición y sus circunstancias. Hasta el punto de que al menos una vez pensé seriamente sobre la posibilidad de quemarlo, como hacen algunas escritores de prestigio. Sobre todo porque nadie -y mucho menos yo, que vivo de la generosidad de este país- necesita tener enemigos gratuitamente. Sin embargo, ni ésta obrilla es tan importante como para merecer el fuego purificador, ni yo soy un escritor de prestigio. Así que no la quemé. Me limité a publicarlo. Aunque estoy insatisfecho con él.

         Por otra parte, llegué a dos conclusiones importantes cuando el libro estaba en la editorial, es decir, fuera de mi control físico y por tanto de las tentaciones destructoras. Primera, las personas a las que podría caer mal a través de este libro, también, probablemente, me caerían mal a mí en el orden personal. Por razones obvias. Segunda, y mucho, muchísima más importante, el acto de escribir no se merece mentiras piadosas. Era absolutamente necesario que lo escrito reflejara con sinceridad, aun la más brutal, lo que yo sentí las primeras semanas que viví en tierra paraguaya. De lo contrario, el mínimo testimonio humano que existiera en este texto no tendría ninguna utilidad, ni práctica, ni estética, ni literaria. Uno no puede escribir para los demás sino para sí mismo. Y no hacerlo en un libro de estas características hubiera sido realmente idiota. Todavía peor: me hubiera descalificado como escritor ante mí mismo. Y eso no me lo puedo tolerar.

         Este libro tiene varios propósitos, unos importantes, otros peregrinos. Pero hay uno fundamental: la narración de lo que los anglosajones denominan como choque cultural. Es decir, el pandemónium de sensaciones e ideas, todas nuevas, que surgen en los individuos que son trasplantados de un contexto determinado a otro radicalmente diferente, en el que tienen que adaptarse e integrarse. De un país a otro. De un hemisferio a otro. Y de un mundo a otro. Porque es cierto que existen otros mundos, aunque estén en éste.

         La primera parte de esta narración, por tanto, titulada "La llegada", abarca en términos temporales las dos primeras semanas que viví en este país, recordadas después de casi cinco años de residencia permanente en Paraguay. Existen, por ello, constantes reflexiones sobre la tierra y sobre sus habitantes efectuadas con la distancia mental que permite ese tiempo.

         La segunda, cuenta seis relaciones con otras tantas mujeres paraguayas. Esas mujeres, simplemente, se cruzaron en mi camino, signado por la condición de extranjero. Una condición ambivalente, que en términos metafísicos puede significar un "no-ser, además de suponer una desubicación cultural importante.

         La relación con esas mujeres paraguayas me supuso, por supuesto, cierta percepción del país y también ciertas reflexiones, que aquí explico, sobre ellas en concreto, sobre mí mismo y sobre la mujer paraguaya en abstracto. Pero no pretende este texto, con todo, realizar un estudio sociológico o antropológico. Tan sólo se limita a contar cómo y de qué manera mi identidad y personalidad, fraguadas a miles de kilómetros de distancia, en España, se articularon, mal que bien, con las de otros seres humanos, signados a su vez por su condición de paraguayas. Tres de esas relaciones tuvieron lugar en los primeros meses que viví de forma continua en Paraguay, en calidad -y jolgorio estúpidamente irresponsable- de turista. Las restantes, sin embargo, poseen un carácter distinto, ya que por entonces, tres años después de mi primera visita al país, había decidido transmutarme en emigrante y quedarme a vivir aquí. Esa transmutación puede en ocasiones causar vértigo. Y miedo. Y euforia. Y muchas otras cosas. Todas ellas, en cualquier caso, está aquí narradas, en este libro. Un libro escrito por la profunda relación que mantengo con esta generosa tierra paraguaya, a la que amo con la angustia y la turbación pueriles del amante despechado que a veces no comprende a su amada y que es incomprendido por ella, quien le castiga, indolente y segura de su amor, con la más helada de las indiferencias. Una tierra de mujeres que me ha dado, entre otras muchas cosas, personas e ideas, una esposa y un hijo, ambos paraguayos.

 

         Borja Loma

         Asunción, 2 de Noviembre de 1994

 

 

 

 

LA LLEGADA

 

         Francamente, nunca supuse que lo primero que iba a sentir al llegar a Paraguay fuera aquella oleada de calor indescriptible. Es, con todo, algo un poco acartonado, hueco, hastiante, aburrido... esto de comentar cosas sobre el calor paraguayo, pero, ciertamente, es -el calor- chocante hasta la asfixia para un extranjero, sobre todo si proviene -en enero- del hemisferio norte del planeta. Además, no por ser obvio el calor paraguayo debe ser pasado por alto. Porque, ¿sería acaso arriesgado pensar o suponer que Paraguay hubiera sido diferente si su temperatura y meteorología fueran asimismo diferentes? ¿Es posible imaginar a Paraguay, en el recuerdo, pongamos por caso, o bien en una canción o en una poesía, sin tener presente su calor? ¿Es el calor de este país algo anecdótico e irrelevante para la identidad nacional paraguaya o algo más sustancial y determinante?

         Sea como fuere, las cosas hay que decirlas como realmente son. Y esta abrumadora temperatura llama la atención del visitante de inmediato, y de forma muy profunda, probablemente desvirtuando su visión de las cosas, de las cosas paraguayas, quiero decir, de todas ellas, pues no en vano el sudor le caerá sobre los ojos, resbalándole por la frente y las mejillas como cuando sale de la ducha.

         El calor paraguayo, además, es algo intrínseco y definitorio del país, pese al peligro de estar, ahora mismo, bordeando el estereotipo en la abstracción de la razón. Pero si Londres es famoso por su bruma y sus lluvias pertinaces, Asunción lo es por su calor opresivo, capaz de atontar hasta las moscas. El calor es el sino del Paraguay y todas las pasiones que los hombres podemos arrastrar, o por las que podemos ser arrastrados, pueden ser, aquí, debido a este clima, o bien abotargadas hasta su desaparición o bien exaltadas a un fervor inexplicable en otras latitudes. ¿Son los paraguayos, para bien o para mal, lo que son, debido al calor? Pregunta a todas luces esquizoide que nadie podrá responder. Acaso porque su mero planteamiento sea irrazonable o, mejor, delirante. ¿Son los negros negros por las características meteorológicas de África? ¿Los escandinavos son rubios porque sus inviernos son interminables y nevados? ¿Por qué existe homogeneidad étnica y racial entre naciones que están próximas entre sí? Si existe homogeneidad étnica y racial entre naciones vecinas, ¿por qué Paraguay parece ser tan distinto a los países que le rodean?

         En cualquier caso, no me era concebible hasta entonces esa sensación de ahogo provocada por la temperatura ambiente. Fue una de las muchas cosas sobre Paraguay que eran absolutamente desconocidas para mí y para mi imaginación, inteligencia, emociones y sensaciones. No existía registro alguno en mi cerebro de semejante sensualidad atmosférica. Y supongo que un espasmo mental proporcionalmente similar sufrirá alguien que se va por primera vez al África o a Alaska o al norte de Argentina o al Chaco, sin ir más lejos. El exceso de calor es un extraño pero irremisible destino para el Paraguay.

 

         LAS MEZCLAS DE SANGRE CON EL AMBIENTE

 

         Me pareció denso, el ambiente, como una sopa, ardiente, casi sólido, susceptible de ser cortado con un cuchillo. El aire apretado, como en bloques o bolsones en los que los que los movimientos del cuerpo parecen, y son, más lentos de lo habitual, ralentizados, como es la propia cosmovisión de los paraguayos, quienes viven con una especie de retraso secular con respecto a otros países, y no sólo hablo del aspecto cultural, económico, político o social, sino de la propia lentitud física de los cuerpos y las mentes. En Paraguay se vive y se piensa con un ritmo diferente, bajo un tempo moderado, rayano con la lentitud, a veces exasperante, irritante. Mientras caminaba por el asfalto del aeropuerto desde el avión hasta la terminal, suspiré profundamente este nuevo aire, este nuevo ámbito, y las primeras partículas suspendidas en la atmósfera del país, así como también los primeros insectos, se me introdujeron en la tráquea y en escasos minutos fueron absorbidos por la sangre y sus moléculas y átomos mezclados con los míos. Desde entonces yo ya no sería el mismo. Detrás de la puerta del avión del que yo descendía quedaba el pasado, claro, y con él mi identidad, que jamás, por otra parte, supuse fuera tan complicada como resultó ser cotejada con la idiosincrasia del pueblo paraguayo y, naturalmente, con sus representantes más emblemáticos, las mujeres. Desde ese momento mi existencia tomaba un rumbo incierto e imprevisible. Iba a integrarme bien o mal en una sociedad extranjera para la que yo era a mi vez un extranjero. Cada día que pasara respirando Paraguay más me alteraría mi identidad, convirtiéndome en un mutante, en un ser extraño para dos mundos. Yo era ya un desclasado en España, y también un transnacionalizado, desde que abandoné Bilbao para radicarme en Madrid, y luego en Ibiza, y luego en Canarias y de nuevo en Madrid y de nuevo en Bilbao, desde donde salí, hastiado de caminar por las calles en las que pasé mi infancia, y saturado de las expresiones faciales que durante miles de días vi al mundo. Y un desclasado y además transnacionalizado tiende a mimetizarse más rápido que otras personas con circunstancias diferentes en ambientes asímismo diferentes. Si la crisis de identidad social y nacional existe en el país de origen, ¿qué supondría cuando se cotejara en otra nación y en otro continente? Esa crisis, ¿podría definirse finalmente como cosmopolitismo? Ese desarraigo, ¿podría en última instancia convertirnos en ciudadanos del mundo? En cualquier caso, puede ser favorable para la fagocitación de mujeres, seres a los que se devora psicológicamente y a los que se les arrebata la energía, pudiendo algunas, si no se cuidan, desarrollar una verdadera dependencia emocional sobre los hombres sin ataduras de clase o de nación, ambiguos, eclécticos, oportunistas, egoístas, iconoclastas y destructores, pero también dotados de una percepción diferente sobre el mundo, los hombres y las mujeres, que puede ser, que a veces es, bondadosa y auténtica. Hombres, en fin, liberados, precisamente, de lastres culturales que distorsionan la percepción real de las cosas y los seres. La objetivación del ser ante circunstancias nuevas.

         Las mujeres. Las mujeres, objetos y sujetos de los desconciertos, confusiones y palpitaciones de media humanidad, en la que me incluyo. Todavía, por supuesto, estoy en ello. O sea en el desconcierto producido por estas criaturas enigmáticas. Porque una de las más graves razones de infelicidad que poseemos los hombres en este planeta es la de desconocer objetivamente a las féminas. Estamos condenados a desearlas y a no comprenderlas. ¿Es esto un error de Dios o es sólo una etapa de la evolución humana? ¿Llegará algún día en el que las relaciones entre hombres y mujeres estén basadas en la razón y no en la pasión?

         Pero si las mujeres son de por sí un enigma profundo para el hombre en una sola cuadra de la ciudad, de una ciudad, de un barrio, de cualquier barrio, si son extranjeras la confusión aún es mayor y la atracción mutua es también mayor, por el misterio que encierra el encuentro entre dos seres no sólo de sexos diferentes, sino también de culturas, costumbres y psicologías diferentes y acaso contrapuestas, obviamente. Sartre hablaba del infierno de el otro. Yo, además, le añado la confusión profunda por la otra.

         Pero vayamos por partes. Porque uno pretende con este texto racionalizar estos años de convivencia con el pueblo paraguayo y lo hace, que menos, de forma cronológica y, a poder ser, lineal, en un canto elogioso a la Razón, elemento que los estereotipos nos definen como masculino esencialmente, echando también mano de la memoria y del tiempo en ella, pero sin olvidar el mundo de lo inefable y de lo subjetivo, del que las mujeres son pretendidamente las dueñas, pero que también nos pertenece a los hombres. El mundo no tiene sexo: es demasiado complejo. La sabiduría tampoco tiene sexo: lo trasciende. Hombres y mujeres, empero, accedemos -a la sabiduría-, si es que alguna vez lo hacemos en realidad, cosa por otra parte dudosa, a través de vías diferentes, tal y como mandan los cánones culturales. Pero los hombres, las personas, liberados, repito, de lastres sociales y nacionales, podemos navegar por las dos aguas: la de la razón objetiva y la de la intuición subjetiva. El Ying y el Yang.

 

         LOS OJOS REGISTRAN LAS PRIMERAS PARAGUAYIDADES

 

         He de decir que el aeropuerto Silvio Pettirossi, para empezar en línea recta cerebral, racional y cronológica, me chocó profundamente por su desangelación y su precariedad. Pero, claro, uno no sabe que es pobre hasta que no percibe a un rico. Y tampoco sabe que es abundantemente rico hasta que se coteja con un miserablemente pobre. Y luego me enteré de que este aeropuerto extrañamente desolado y vacío, con grandes espacios disfuncionales y hasta fantasmales, donde el eco parecía perderse, les resultaba a los paraguayos una maravilla de la alta tecnología y del diseño postmoderno. El aeropuerto les parecía un ente sacrosanto que sintetizaba la modernidad del país, una suerte de tótem sagrado del progreso de la nación. Pero a mí me parecía un gallinero de funciones dudosas y hasta contradictorias. ¿Cómo era posible, por tanto, que ojos humanos vieran en la misma cosa aspectos tan diferentes? Más tarde, por cierto, también me enteré de que los paraguayos están convencidos de que son los más vivos del mundo. Los paraguayos tienen una especie de fantasma identificatorio colectivo que parece que les obliga a comportarse como unos vivos, precisamente, entre ellos, sí, pero sobre todo con respecto a los extranjeros. Éstos, los extranjeros, son de inmediato definidos, casi inconscientemente, de estúpidos por esa viveza tradicional criolla y se convierten en idiotas potenciales a los que hay que sacar la máxima cantidad de dinero y el máximo provecho material. Los paraguayos, por lo general, no verán en el extranjero a una persona desvalida o, mucho menos, respetable, sino a una víctima inofensiva e impotente de la que hay que sacar la mayor tajada posible, sea en la circunstancia que sea. Si es una extranjera, habrá que hacer todo lo posible por cogerla, naturalmente, amén de saquear sus pertenencias; y si es extranjero, habrá que hacer que su billetera y sus dólares pasen inmediatamente en poder del paraguayo que mantenga relación, cualquiera que sea, con ese extranjero. Esta mezquindad con respecto al extranjero les hace creer a los paraguayos, insisto, que son los más inteligentes y vivos del mundo y que, por supuesto, los demás son idiotas. Circunstancia en verdad lamentable si tenemos en cuenta el estado del país comparado con cualquier otro de Occidente y de incluso su entorno geográfico más próximo. Paraguay es uno de los países más pobres de América del Sur, por no decir el más pobre, pero esta circunstancia, abrumadoramente significativa, no les impide, siquiera por un momento, reflexionar colectivamente sobre el hecho de que es probable que algo ande rematadamente mal en este país, en este pueblo guaraní, y que no son los paraguayos tan astutos y vivos como se presumen. Pese a todo, los extranjeros son también, curiosa y contradictoriamente, conceptuados como una suerte de semidioses o superhombres -en tanto el hombre es paraguayo- dotados de un conocimiento (del mercado, de la empresa) mucho mayor y mucho más amplio que el del paraguayo común. Un empresario paraguayo tendrá mucha más confianza en un gerente de marketing chileno, pongamos por caso, que en otro paraguayo, en muchas, muchísimas ocasiones. Los paraguayos, sin embargo, se creen los más listos, pero luego viene el porteño, con quien mantienen una dialéctica de viveza/estupidez secular, y se arrugan, sintiéndose el mayor de los estúpidos a su lado, abrumados por su labia y verborragia incontenibles. En fin. Contradicciones de la identidad popular paraguaya.

 

         EL ARTEFACTO PARAGUAYO

 

         Al aeropuerto Silvio Pettirossi parecía como si le faltaran cosas, elementos, artefactos, personas... No sé. Me dio una poderosa sensación de vacío, de extraño vacío, de grandes superficies inútiles, sin razón de existir, sin razones prácticas evidentes para su construcción. Aquello bien podría ser un elefante blanco, elemento tradicional de la corrupción paraguaya, o bien el trabajo de un pésimo arquitecto. En cualquier caso, no es una buena imagen del país. O, mejor, sí que lo es. Porque esa sensación de precariedad, finalmente, no abandonará los ojos del extranjero en Paraguay. Por tanto, el Silvio Pettirossi es, quizás, un monumento a la naturaleza nacional íntima paraguaya, a la arquitectura paraguaya, a la esencia del manufacturerismo paraguayo, a la industria del país, al modo de hacer las cosas de los paraguayos, a su cosmovisión, tan chata, por un lado, tan sumamente telúrica, por otro. Porque este país, como ningún otro de Sudamérica, no ha crecido hacia fuera, sino hacia dentro, en una implosión anómala que convierte los cerebros y las ideas paraguayas en verdaderos laberintos. La política criolla es un buen ejemplo de ello. La actividad pública paraguaya es extremadamente difícil de entender racionalmente si no se es paraguayo y, por tanto, conocedor de los hondos y a la vez sutiles hilos de mutua dependencia objetiva y subjetiva entre personas e instituciones paraguayas, en principio contrapuestas, pero vinculadas en un orden abstracto conformado por lustros de ayuda mutua y de desprecio mutuo al mismo tiempo. La contradicción factible. Y, a la vez, la lógica de la subjetividad humana. Un quilombo conceptual importante.

 

 

         INGENUA PROMISCUIDAD PARAGUAYA

 

         Los aduaneros a los que enfrenté, que eran los primeros especímenes de paraguayos con los que jamás me había encarado antes, me parecieron displicentes, como todos los del mundo, pero me llamó poderosamente la atención el hecho de sus voces, en tonos muy bajos, casi dulces, sin estridencias por supuesto, pero sin una entonación especial. Eran monocordes. Parecían asimismo extrañamente próximos en el aspecto personal y físico. Quiero decir que no presentaban ese distanciamiento personal de los funcionarios de aduanas que había notado en otras fronteras. Pero ese acercamiento físico es, luego lo supe, normal en todo el país, en donde abundan las aglomeraciones callejeras, por ejemplo, y las personas se agolpan unas encima de otras sin mayores problemas y sin que existan protestas. Es una suerte de promiscuidad ingenua. Pocas personas asimismo piden disculpas cuando andando por la calle en Asunción se tropiezan unas con otras. ¿Mala educación paraguaya? No lo creo. Se trata, más bien, de un concepto irrelevante del otro o, al menos, de un concepto vago y difuso. Al otro, en Paraguay, apenas se le tiene en cuenta, para bien o para mal. Existe en Paraguay un soberano desprecio por la comunidad y, mucho más, por el Estado. Esta es, sin duda, una clara herencia del individualismo exacerbado español. La sociedad es un ente casi inexistente para los paraguayos. Y el Estado es percibido como algo molesto e irritante que tan sólo está para sacar dinero. De ahí que los paraguayos no tengan reparos en robar desvergonzadamente al Estado, como los españoles.

         Esa circunstancia de asfixiante proximidad corporal, por lo demás, sería inconcebible para un anglosajón, cuyos códigos de urbanidad social exigen el metro y medio de distancia para hablarse uno a otro. Pero tampoco es muy normal este acercamiento físico comparado con otros pueblos latinos. Si los latinos somos proclives, por naturaleza, al contacto físico con el otro, los paraguayos, paradójicamente (en cuanto que su percepción del otro es muy difusa), lo son aún más. Los paraguayos, decididamente, se tocan demasiado. Se tocan demasiado incluso entre hombres, hasta el punto de que tocarse el culo entre varones es una forma de camaradería muy extendida aquí, además de un mensaje, un tanto sospechoso para los foráneos, de camaradería, confianza y amistad. Debería aquí, ahora, precisar una circunstancia masculina típicamente paraguaya que me parece, cuando menos, una extravagancia. Los varones paraguayos están convencidos, en su mayoría, de que el que se coge a un puto no es puto sino bien macho. En otros países latinos, al menos en España, el que se acuesta con un hombre es un marica con todas las de la ley y tanto monta monta tanto el activo como el pasivo. Sorprendentemente, los paraguayos pueden tolerar socialmente a un tipo que se coge a un marica mientras se muestre activo, es decir, actúe de macho. Y todas estas costumbres, si bien son menos perceptibles en la cultura urbana o pre urbana de Asunción, son muy notables en la campiña. Es, insisto, el exceso de proximidad física del pueblo paraguayo. Sin embargo, el tocar a una mujer paraguaya es asunto mucho más delicado y comprometido y, desde luego, mucho más complejo que el tocamiento entre hombres que, al fin y al cabo, es un asunto simple. (Pero algo excéntrico, sin duda.)

         Las mujeres paraguayas presentan una clara contradicción a la hora de ser tocadas, bien de forma casual, bien de forma intencionada. Tengo, al respecto, dos ejemplos prácticos. En una ocasión, una amiga forzada (es decir, cuya amistad se debía exclusivamente a la necesidad urbana de ser amable) me preguntó impertinente y audazmente sobre cómo iban mis relaciones con las mujeres paraguayas, así, de sopetón, sin anestesia, y, además, en público. Se imponía, pues, una salida airosa, así que no se me ocurrió otra que contestar "mal". (Uno está convencido de que hablar mal de sí mismo es sano, hasta el punto de que sufre cierto prurito de desprecio con aquellos que se auto adulan, de quienes, por ello mismo, hay que desconfiar como personas. Sin embargo, Confucio, símbolo de la sabiduría oriental, si no universal, escribió una máxima al respecto sumamente significativa: "Jamás hables mal ni bien de ti. Porque cuando hables bien te creerán muy poco y cuando hables mal te creerán muy rápido". No hay, pues, que darle ventajas al enemigo. Y enemigos son todos, hasta que no demuestren fehacientemente lo contrario.)

 

         TOCAR MUJERES

 

         - ¿Por qué van mal, si vos sos un tipo apuesto y elegante? -se obstinó la desubicada amiga, sin mostrar piedad ni misericordia ante mi evidente desazón.

         - Y... no sé.

         - Será entonces porque sos poco toquín.

         - ¿Qué significa ser poco toquín? -inquirí verdaderamente extrañado.    

         - Quiere decir que no las tocás demasiado. Hazlo y te cambiará la suerte.

         Quien así había hablado era una mujer paraguaya de 27 años, casada desde hacía un año con el novio de toda la vida, y que había llevado una vida sexual y afectiva hasta entonces absolutamente normal y convencional. Yo diría que incluso vulgar. Pero había dado en una clave importante de las relaciones humanas en Paraguay y, sobre todo, de las relaciones entre hombres y mujeres, sean éstas casuales o de pareja.

         Yo ya había oído que el roce físico entre personas crea, inconsciente o conscientemente, mayor afinidad entre ellas. Sin embargo, yo estaba educado por una madre vascota que desaprobaba rotundamente las zalamerías. Alguna vez, incluso, debió rechazarme un abrazo, con su manía de que le saliéramos los hijos machotes. Y si las zalamerías eran públicas, mi madre se mostraba muchísimo más intolerante. Yo, insisto, estaba educado en el distanciamiento físico, aspecto quizás conveniente en el orden social, pero no en el humano, creo yo ahora, tras 36 años de vida en varios países.

         Recuerdo, en este sentido, un documental que vi por TV en Los Ángeles sobre unas investigaciones al respecto realizadas por el Departamento Psicológico de UCLA. Se les preguntaba a los clientes que salían de un supermercado sobre cuál era la sensación que les había transmitido la cajera, una psicóloga encubierta que pertenecía al equipo de científicos. El 90% de las personas a las que la cajera les había rozado la mano al pasarles el cambio, dijeron que les había transmitido una "buena" sensación. Al 90% de las personas a las que la cajera no había tocado deliberadamente afirmaron que "indiferente".

         Y, sin embargo, en un nimio incidente laboral, una mujer paraguaya, casada, a la que en un momento de desconcierto por la situación planteada sobre unos papeles extraviados, le tomé del brazo espontáneamente para señalarle algo, enfatizando con ese gesto mi opinión, se dio por ofendida, y dijo en voz alta, ya que en la situación intervenían más personas: "¿Por qué me tocan?", sin dirigirse directamente a mí, pero como resultado claro de mi atrevimiento al tocarla y con la intención implícita de advertirme que no lo volviera a hacer.

         Todo parece indicar que a las mujeres paraguayas conviene lanzarles mensajes mediante el cuerpo en muy determinadas ocasiones, de forma muy delicada y, sobre todo, de acuerdo a la oportunidad, porque en ese juego conflictivo que plantea entra el famoso, popular y descalificador asunto de la ubicuidad. El ser ubicado o desubicado en este país tiene una importancia fundamental. La ubicación es, empero, sinónimo de inmovilidad y también conocimiento preciso de las circunstancias personales de cada uno, que esta sociedad tiende a perpetuarlas, asunto sin duda benéfico para la colectividad y el orden social, pero lamentable para las individualidades, ya que las condena a la eternización de su coyuntura, sin posibilidad alguna de cambio ni, por tanto, de enriquecimiento personal espiritual o material. Pero está claro que si una paraguaya, ante un avance de tipo físico, le califica a uno como "desubicado", está definitivamente perdido. Y será muy difícil revertir la situación. El desubicado, en Paraguay, es un leproso. Por ello, hay que tener un olfato muy especial a la hora de ejercer el poder del contacto físico. Y es que el ser toquetín tiene, indudablemente, poder. Poder sobre las mujeres paraguayas y, quizás, sobre el resto de las latinas. Sin embargo, ese poder puede -insisto- volverse en contra de manera muy rápida y muy definitiva, sin una segunda oportunidad. Las mujeres paraguayas, en realidad, parecen ser más delicadas en este sentido que otras. Hay que ser toquetín con ellas, pero de forma harto delicada y sutil. No son, las mujeres paraguayas, presas fáciles, sino todo lo contrario: esquivas, ambiguas y huidizas. Las paraguayas son tremendamente cínicas, ya que arrastran una tradición de fuerte dependencia para la supervivencia en una sociedad asfixiantemente cerrada sobre sí misma y en la que los trapos sucios de todos y cada uno de sus miembros no tardan en ventilarse. Un día, el hombre sonreído por una paraguaya puede caer en desgracia de forma intempestiva y lo que era un gesto de dulzura se transforma, en menos que canta un gallo, en una indiferencia helada y en una mirada dirigida hacia las nubes.

         El toqueteo, ante todo, tiene que ser, o al menos parecer, casual. No es admisible un toqueteo burdo o explícito, ya que eso, a las paraguayas, hipersensibles al tema, todavía pendientes de la emoción y no de la razón como las europeas, por ejemplo, las hace huir. Para comportarse con ciertas posibilidades de éxito es recomendable tocar armado de un gran cinismo así como de una gran frialdad y cálculo. Porque seducir mujeres paraguayas no es asunto de idiotas, sino de verdaderos estrategas. Estamos hablando, claro, de seductores standard, como lo somos todos los hombres, ni excesivamente feos ni tampoco lindos. Porque si uno es lindo, la cosa es diferente y quien seduce es, precisamente, ella. (Incluso dudo que en el fondo las presuntas seducciones masculinas no sean, en realidad, tolerancias femeninas.)

         Como decía antes, el toque tiene que parecer, antes que cualquier otra cosa, absolutamente accidental, aunque, en rigor, no lo sea para nada. Cuando uno toca, agarrando un brazo, una mano, o, más audazmente, las caderas; hay que registrar la inmediata y previsible respuesta proveniente de ella. Si la mujer, perfectamente consciente de la situación de mutua seducción, hace como si no hubiese pasado nada, es, sin duda, una respuesta excelente, aunque no sea, ni mucho menos, definitiva. Si se asusta, tampoco es excesivamente mala. Pero si se detiene en su camino, supongamos, y frunce el ceño, ello significa que hay poco que hacer. Sin embargo, creo perfectamente aplicable aquí, mal que les pese a las feministas, el famoso axioma de que "cuando una mujer dice que no es que es quizás, y cuando dice que quizás es que es que sí". El problema, empero, es que, a veces, cuando dicen "no", significa realmente no. Para saber la diferencia entre un presunto no y un terminante no hay que apelar a la intuición masculina, pero nunca, en ningún caso, a la lógica. Apelar a la lógica es el último refugio masculino y sólo ha de ser utilizado para lamerse las heridas de las humillaciones producidas por las mujeres. En el universo de la seducción, la lógica tiene poca o nula cabida y no señala ningún camino por el que transitar. Puede, sí, abarcar, muy vagamente, ciertos espacios de conducta, en algunos casos muy previsibles, pero nada más. Conozco a una mujer en mi trabajo, que tiene novio, al que ama sinceramente, y que es un encanto. Tanto, que cuando estamos solos no puedo dejar de intentar tocarla, mucho más por una suerte de inercia ancestral masculina que por deseo sexual riguroso. Bien. Esta chica se escandaliza, aparentemente, cada vez que lo hago. Pero cuando me ve que lo hago con otra se pone celosa. Y lo dice. Por supuesto en broma. Pero ya lo decía Freud: detrás de cada broma hay un átomo de verdad. En realidad lo que nos impide a esta chica y a mí acabar juntos en la cama es una especie de barrera elaborada en principios éticos, muy ambiguos, sí, pero eficaces. Aunque ambos sabemos que si yo insisto y presiono adecuadamente las tuercas adecuadas nos podríamos ver en un problema. Y no lo hago porque en realidad mi interés sexual por ella es muy limitado. Conclusión: hay que tocar, tocar, tocar, y sugerir, sugerir, sugerir, de la forma más constante, liviana y ambigua, con el fin de que la situación, si se torna violenta e incómoda, no comprometa a ninguno de los dos, pero con el objeto que, en una de esas, el destino, las circunstancias, nos coloquen a nosotros y a nuestro objeto del deseo en una situación que termine en la cama con toda la naturalidad del mundo. Eso es lo que en definitiva exigen las mujeres paraguayas: ambigüedad. Nada excesivamente explícito. Las mujeres paraguayas son las reinas de lo sugerido, la sutileza y la doble cara. Nada está ganado con ellas pero tampoco perdido. Sólo es cuestión de presionar con la misma levedad que una pluma de ganso.

 

         PRIMEROS ROSTROS PARAGUAYOS

 

         Me chocaron la fealdad y la desarmonía de los rostros de los aduaneros del aeropuerto Silvio Pettirossi. Luego supe que la razón de esta percepción era sólo una muestra del mestizaje colosal de América. ¿Podríamos concluir en que el Paraguay es una nación de hombres y mujeres feas? El mestizaje es aquí, comparado con Bolivia, Perú o México, bastante benigno en el orden estético. Los paraguayos, aunque tengan un noventa por ciento de sangre indígena, son, también en un 90 por ciento, blancos, pero sería tremendamente arriesgado concluir en que Paraguay es una nación de gente linda.

         También me llamó poderosamente la atención la forma de vestir de algunos de estos funcionarios aeroportuarios, en absoluta disonancia con el gusto más elemental. No vestían uniforme, sino ropas de civil. Unas ropas de lamentable realización, con evidentes tendencias al deshilachamiento. Además, aunque vestían de forma diferente y en colores también diferentes, existía algún elemento en las prendas, indefinible para mí, que les hacía parecer a todos absolutamente iguales. Eran, por lo demás, tonos grisáceos, como desteñidos, acaso un poco lúgubres, pero no tanto como para ser definidos como siniestros... inefablemente tristes, levemente deprimentes. Había en aquellos vestidos, en aquellos trajes, en aquellas texturas, en aquellos diseños, cierta vulgaridad, como si todos los presentes no quisieran desentonar con los demás, llamar la atención por la originalidad o un mínimo color chillón, alegre y sin duda desencajado. Se trataba de la ropa de la pobreza, de los vestidos del Tercer Mundo... De los ropajes de las masas latinoamericanas en general y de las paraguayas en particular.

 

         POLICÍAS PARAGUAYOS

 

         Presenté mi pasaporte con una sensación un tanto irreal, debida probablemente a mi estado después de tan largo viaje transoceánico. Estaba, seguramente, afectado por el denominado jet-lag, una suerte de desazón física, emocional y psicológica que afecta a las personas después de haber volado de un continente a otro. Recuerdo perfectamente que me atendió un joven policía no mayor de 25 años, quizás más joven. Llevaba puestas unas gafas negras de sol descarada imitación Ray-Ban. Eran muy rockeras, ostentosas, llamativas, y desentonaban de forma particularmente desagradable con el resto de su indumentaria, dotada de cierta gravedad indigente. Noté, con un leve desconcierto, que mascaba chicle. No me dirigió la palabra. No creo que tampoco me mirara. Manejaba todo con cierto aire cansino y automático. Se lo pasó -mi pasaporte- a otro policía cerca de él. Este último lo tomó y se lo llevó a un tercero, que lo dejó encima de una mesa en donde ya había al menos cinco más. Me entró cierta alarma. Era la primera aduana del mundo en la que mi pasaporte era alejado de mi presencia física un tanto en exceso, un punto chocante. Un pasaporte es un documento especialmente importante, mucho más si uno está ya en un país extranjero. Es sumamente extraño que un funcionario lo tome y se lo lleve, desapareciendo de la vista de uno. En ninguna parte del mundo me había pasado cosa igual. Parecía que los policías paraguayos no les daban un ápice de importancia a los pasaportes. Parecían, en sus manos, trozos de papel de diario, listos para envolver, luego lo supe, las empanadas. Me sentí muy a disgusto y vagamente ofendido, de forma gratuita, además. De pronto, me lo sellaron y me pidieron descaradamente tres dólares. No había, de nuevo, un tono especialmente amenazador o implorante o insultante en aquel funcionario policial que pedía dinero. Un tono, de nuevo, neutro, monocorde, ligeramente zumbón y, como siempre, extremadamente suave.

         Paraguay es el único país del mundo (que se dice pronto) que exige un pago para entrar en él. Esta circunstancia, sumamente desagradable para quienes vienen por primera vez, que otorga de inmediato al turista una percepción del país muy poco elegante, que le estructura de inmediato cierta metafísica de la pobreza extrema del Estado paraguayo, ha sido denunciada reiteradamente por sectores de la prensa paraguaya. El Estado, sin embargo, hasta hoy, hace caso omiso de tales protestas.

         Una vez, en mi primer trabajo serio para el diario, tuve que hacer un reportaje sobre el turismo en Paraguay. Las cifras que el Estado manejaba sobre la visita al país de turistas eran, ciertamente, exiguas. Cien mil al año, descontando Ciudad del Este, donde la cifra se multiplicaba por doce (pero éstos no son considerados por las autoridades como turistas, ya que no pernoctan en el país). Tres dólares por cien mil dan una cifra que no molesta un ápice al prestigio del país. Por tanto, el Estado paraguayo considera que la reputación nacional vale menos que esa cifra, circunstancia en verdad curiosa.

 

         ENCUENTRO (FATAL) ENTRE DOS VASCOS

 

         En el aeropuerto me esperaba un bilbaíno, amigo de mi padre, en cuya casa iba a pasar algo así como dos semanas. Ya le habían avisado desde Madrid de mi llegada. Yo no le había visto en mi vida, pero, por alguna razón, nos reconocimos al instante, circunstancia notable, si se piensa bien, y que yo achaco a la simultaneidad de sangre vasca en ambos. No ha sido la primera vez en mi vida que he reconocido a un vasco con sólo mirarle a la cara. Acaso sea el color de la piel, la forma en que el cabello lacio cae o crece, los mentones prominentes, los labios finos, la mirada desconfiada o, más simplemente, más misteriosamente, las auras, las vibraciones que emiten las almas, los torrentes sanguíneos o una fuerza inefable. Pero, repito, para mi sorpresa, desconcierto y a la vez total seguridad en la intuición, no fue el primer vasco que reconocí de inmediato, sin cruzar una palabra previa, con sólo mirarle.

         El vasco me recogió a la salida del aeropuerto, desplegando una sonrisa muy sincera y sin un ápice de inseguridad. Sus dientes eran blancos con cierto tono gris.

         Me tomó amablemente las maletas de la mano y las introdujo, como corresponde, en la cajuela del coche, así, con todo el término latinoamericano. Su aspecto físico correspondía en un alto porcentaje al que uno podía esperar de un vasco. Cabello negro mate, piel blanca, ojos grisáceos, nariz robusta y sonrisa constante. Quizás sea éste -la sonrisa- uno de los aspectos personales del vasco más reseñables. Este hombre sonreía constantemente. Incluso cuando se enfadaba. Y cuando lo hacía en grado superlativo pasaba de sonreír a la mueca del aullido sin grados intermedios. Su boca sólo conocía el rictus de la sonrisa y el de la ira. No había expresiones intermedias en sus labios. Creo que tampoco lo había en su cerebro.

 

         TRAYECTO DESDE EL AEROPUERTO

 

         El caso es que yo llegué de noche a esta tierra bendita y santa y excelsa que es Paraguay. Y era de noche. Y las estrellas brillaban acaso con mayor intensidad que en la otra parte del mundo. Y monté en el coche. Y éste se puso en marcha, enfilando una suerte de carretera. Y el coche avanzaba. Y uno se maravillaba de que lo hiciera en esa especie de sopa densa que era el ambiente paraguayo de enero. Porque yo llegué en enero. Y los insectos me asustaban. Y la poca luz de las calles por las que rodábamos, también. Y el exceso de vegetación, de verde, de follaje, de plantas, también, porque a duras penas parecían contenidas detrás de aquellos muros, unos viejos y sin cal, otros nuevos, poderosos y recién hechos. Y quedéme sorprendido de las fastuosas mansiones conviviendo con chabolitas infectas. Y díjeme que entraba en el reino de García Márquez, donde a los hombres les salían mariposas amarillas por la boca y en donde las mujeres echaban raíces a través de sus pies costrosos en la tierra y no se les podía mover un milímetro. La tierra donde caían ángeles y fusilaban coroneles de negros bigotes a campesinos de miradas caídas y ropas blancas, descalzos. La tierra de las grandes fortunas que llegaban a Europa con el ánimo de comprarse la Torre Eiffel o El Escorial, para ser más patriotas, que es la pasión de los imbéciles, el patriotismo, al decir de Schopenhauer. Estaba en tierra americana. Estaba en Paraguay. Y el susto me carcomía.

 

         COSTUMBRISMO VASCO-PARAGUAYO

 

         Llegamos a la casa del vasco. Era un chalet muy agradable. Muy blanco de paredes. Muy ocre de tejados. Muy ocre, también, esta tierra paraguaya que la rodeaba y que se peleaba con la hierba para aparecer a la vista de todos.

         Un perro de aguas ladró entre amenazador y alegre ante su presencia y la mía. Era ridículo que gruñera y moviera el rabo a la vez. El vasco le bufó y el perro terminó por decidirse a mover exclusivamente la cola.

         Apareció una mujer joven sonriente pero de mirada triste y acuosa. Luego me enteré de que sufría porque el vasco le era infiel. La vasca me dio dos besos en ambas mejillas, costumbre española que yo había casi olvidado pero que los paraguayos habían adoptado como propia. ¿Estaba, pues, ante un uso social autóctono o colonial? Semejante pregunta iría a presentarse muchas veces durante mis días en Paraguay. ¿Hasta qué punto este país no es jirones de España? Porque hay muchos paraguayos superpuestos. Uno es el criollo. Pero hay un punto del criollismo que se confunde con España. Otro es el español. Porque hay un punto en la paraguayidad de Paraguay que es español y se confunde con lo criollo y con lo español. Y hay otro punto paraguayo claramente indígena que también conecta a los otros dos, el punto paraguayo paraguayo y el punto paraguayo español. Yo me entiendo.

         Pero la vasca me besó en las mejillas y sus hijos, una niña y un niño de corta edad, también. Por alguna razón, después de casi siete años, no se me aparece en la memoria la imagen de la niña, sino la del chico. Un niño excesivamente moreno, muy tontín, entre simpático y abúlico, que hablaba en soledad cuando jugaba.

        

         BAÑOS BARROCOS PARAGUAYOS  

 

         Y pasé a la casa. Y todos sonreían. Y yo estaba literalmente bañado en sudor. Y me ofrecieron una ducha. Y fuime al baño de la planta baja, el de mi cuarto. Y sorprendiéronme los fastos de los baños paraguayos. Baños barrocos, de gran lujo. Baños sin funcionalidad apenas, más dedicados al gusto retiniano o estético que a sus funciones naturales.

         Me llamó la atención el ventilador, elemento, artefacto, que yo no había visto sino en películas. La vasca me puso el ventilador de techo. Hacía un calor espantoso. El enorme ventilador empezó a girar primero lentamente luego con gran velocidad. Zumbaba. Y por un momento tuve pánico de que aquél armatoste se cayera y me cortara la cabeza y los brazos. Me cerró la puerta del cuarto y me quedé solo, asfixiado por el calor. Me desvestí como pude. Y en el esfuerzo sudé aún más. Hacía tanto calor que me parecía ridículo. Años después en Dublín sufrí tanto frío que también me pareció ridículo.

         Entré a la ducha. Cuando empezaba a vestirme de nuevo, me atacó el calor otra vez. Me vestí con el torso húmedo, sin saber si era del agua que quedaba de la ducha o del sudor que aparecía de nuevo. Era una sensación muy desagradable. Y estuve con ella al menos durante una semana.

         Salí de mi habitación, por tanto, igual de empapado como había entrado. Salí al jardín. Había una pequeña piscina. En la esquina había un grupo de españoles. Me miraron con gran curiosidad. Excesiva curiosidad. Tardaban excesivo tiempo, más del que puede ser concebido como cortés, en quitar los ojos del rostro de uno. Otro de los aspectos del pueblo paraguayo que hoy todavía me irritan, aunque el pretexto de su relato sea protagonizado por españoles. Pero convengamos en que cualquiera se mimetiza con el entorno. Es inevitable. Y seguramente imprescindible.

 

         MIRADAS PARAGUAYAS

 

         Los paraguayos (al igual que todos los latinos, incluyendo a españoles, italianos y portugueses) té miran a la cara demasiado tiempo. Los anglosajones si te miran lo hacen tan sumamente rápido que es como si no lo hubieran hecho. Creo que son mejores los pueblos que no te miran. Señal de que no les importas. Señal de que puedes ir a tu aire. Señal, irrefutable, de libertad, sin haber sido coartada durante siglos. Aquí en Paraguay las gentes, repito, tardan demasiado en retirar sus pupilas de las tuyas. Eso crea confusión y malentendidos. Si es una mujer, puedes pensar que le gustas. Si es un hombre, también. O puedes pensar que te está provocando y que su mirada que tarda tanto en retirarse es insultante. De estas batallas de miradas he tenido varias. Pero es mejor retirarlas primero. Porque el paraguayo también es sensible, increíblemente, a la excesiva duración de las miradas. Parece que hay explícitos en ellas cierto machismo desafiante, cierta provocación, cierta amenaza. Un día que estaba esperando el "Dos" para irme a casa en Sajonia, le sostuve, irritado, la mirada a un tipo que pasaba por la calle, al que estuve a punto de espetar "¿Qué coño miras, gilipollas?". El tipo pensó que yo era maricón y, para mi absoluta estupefacción, me hizo una más que explícita invitación a que le acompañara. Incluso llegó a girarse por completo y a instarme con su expresión corporal a que lo hiciera, insistiendo. Bajé rápidamente la mirada al suelo, aturdido y rabioso. Tampoco era cuestión de acercarme y darle una trompada. Los extranjeros somos la presa favorita de la Policía paraguaya. Pero me sentí agredido ciertamente. Otra vez, sin embargo, sostuve la mirada a otro cuando yo iba en el ómnibus. Él estaba fuera, en la calle, y dándose cuenta de que yo no retiraba la mía, hizo con la mano un gesto como masturbándose. Era, indudablemente, un insulto. Otra vez, hace poco, sostuve la mirada tres tipos que me miraban a la vez, sentados en una mesa. La sostuve, la sostuve, la sostuve y uno de ellos finalmente aflojó, riéndose insultantemente. Conclusión: los paraguayos miran fijamente conscientes de su acto, conscientes de que es un insulto y un desafío o, cuando menos, algo socialmente impropio. ¿A qué se debe, por tanto, el que lo hagan? Todavía no lo sé. Y tampoco me voy a molestar en averiguarlo. Después de casi cinco años de residencia en este país ya no miro a absolutamente nadie y me hago el indiferente perfecto en cuanto noto que me miran excesivamente. Pero no es agradable, me temo, suponer las razones por las que la mayoría del pueblo paraguayo sostiene la mirada, sobre todo los hombres. Así las cosas, me producen profunda e inmediata simpatía aquellos hombres paraguayos que retiran la mirada. Creo que es una cuestión de urbanidad, civismo y educación. He notado que los varones que hacen este gesto o, más bien, los que dejan de hacerlo, son culturalmente más avanzados que sus compatriotas o por lo menos así parece deducirse de sus ropas. Pero cuando el gesto educado de retirar la mirada se produce en una persona de evidente clase popular me produce, además de simpatía, cierta ternura. Estoy seguro de que es una persona que sufre, por un lado, y de que es una persona que respeta a los demás, por otro.

 

         ESPAÑOLES EXCESIVAMENTE CONSERVADORES

 

         Los españoles que estaban bebiendo whisky en la piscina de la casa del vascote me miraron con curiosidad. Eran dos parejas. Me chocó profundamente el tradicionalismo con el que iban vestidos. Yo no veía a gente vestida tan clásica desde que era adolescente. Me chocó tanto que hice un comentario estúpido y absolutamente inapropiado sobre la ropa colonial, que les cayó, previsiblemente, como una patada en los huevos. Y es que me dieron la sensación de ser británicos en la India. Un exceso. Meses después, supe que una de las personas allí presentes hizo posteriormente un comentario sobre mi más que probable huida de España, mi refugio como prófugo en Paraguay, pero con la salvedad de que yo, a diferencia de la mayoría de los refugiados españoles que hasta ese momento habían llegado al país, era "del otro lado", es decir, de izquierdas.

         Pero no me molestó en absoluto ese comentario, ya que tenía una opinión ciertamente lamentable de la persona que lo había emitido. Una mujer histérica que llevaba viviendo la friolera de diez años en Paraguay y no había sido capaz, en ese tiempo, de acostumbrarse al país; torturando al pobre marido, todas las mañanas, sobre la conveniencia de volver a España cuanto antes. Todas las mañanas. Durante 10 años.

         Aquella mujer hablaba con un tono de voz gangoso, cazallero, ronco, similar al de una alcohólica que tuviera las cuerdas vocales deshechas de tanto aullar a la Luna en los momentos cumbres de sus borracheras diarias. Tenía, además, un amor desaforado por las joyas, las ropas elegantes, los autos de lujo y los chiches de plata. Era, en fin, una mujer sumamente vulgar, indigna, en realidad, de que se siga escribiendo sobre ella.

 

         PRIMERÍSIMAS REFLEXIONES SOBRE ASUNCIÓN

 

         Pero todo eso hizo que a la perplejidad que todo viaje transoceánico conlleva, se le sumara cierta angustia. Paraguay me abrumaba por su calor, su humedad y su oscuridad. No hay nada peor para un viajero que llegar a una ciudad semi a oscuras. La impresión que me produjo Asunción, en este sentido, era lamentable. La capital de Paraguay debe tener más luz, porque su aspecto es verdaderamente siniestro por la noche para aquellos que llegan por primera vez. Sus esquinas son oscuras y desconocidas, y uno no sabe qué le puede esperar si camina por ellas. La naturaleza humana tiene temor ancestral a lo desconocido y a lo oscuro. Imagínese, pues, lo que producen ambas sensaciones al unísono.

         Pero si las noches me parecieron siniestras, las mañanas me supusieron el encuentro con una luz diáfana y limpia. Y eso me permitió observar, en todo su esplendor, este árbol llamado lapacho, sin duda el más hermoso en el que estos ojos jamás han reparado. Lapachos de flores amarillas y lapachos de flores fucsias, como explosiones de colores en medio de la pesadumbre plúmbea que en general transmiten las paredes sucias y desconchadas de esta ciudad.

         Esa luz enceguecedora de las hermosísimas mañanas paraguayas me permitió ver también las opulencias barrocas de ciertas mansiones. Cuando las veía, una pizca de desprecio me asaltaba al pudor. Después, ese desprecio se convirtió en vergüenza. Profunda vergüenza ajena viendo la insultante insensibilidad social de sus habitantes, que no parecían sentir la menor vergüenza en vivir a escasos metros de otras personas que quizás no tenían siquiera que comer. Las desigualdades sociales son abrumadoras en Latinoamérica en general y en este país en particular.

 

         LAS ROPAS DE LOS ASUNCENOS

 

         Las gentes que uno ve pasar por la calle en Asunción no son, precisamente, un dechado de sofisticación. No abundan los paraguayos bien vestidos y, desgraciadamente, el número de autóctonos que se viste con la única intención de no ir desnudo es abundante.

         Se podría afirmar, con cierta razón, que estas apreciaciones son extremadamente frívolas. Pero no creo que lo sean, o al menos no tanto como uno podría pensar. El asunto de ver gentes bien o mal vestidas por las calles de una ciudad indica con cierta precisión el grado de cultura occidental que el país tiene asimilada, sobre todo si es del Tercer Mundo, y cuál es su situación, de atraso o vanguardia, con respecto a esa cultura. Si uno ve a personas bien vestidas deambulando por las calles puede pensar ciertas cosas, entre otras, que se encuentra ante un pueblo más o menos culto o más o menos sensible a aspectos que, fragmentados entre sí, coadyuvan a hacer culta una civilización.

         Por el lado contrario, los pueblos mal vestidos hablan elocuentemente de su situación económica, cultural y política. Paraguay, por tanto, habla mucho sobre sí mismo a través de la forma en que las gentes van vestidas mientras deambulan, enfrascadas en sus tareas cotidianas, por las calles y arterias de su capital.

         Además, el llamado shock cultural es más evidente cuando uno se mezcla entre una masa de gente extranjera. Si uno proviene del Primer Mundo y va vestido en el Tercero como lo estaba en el Primero, hay un choque retiniano importante. La sensación, por otra parte, es algo así como incómoda. Sobre todo, esta sensación de franca incomodidad está provocada por las miradas, a veces descaradas e insultantes, de los autóctonos, a quienes, evidentemente, chocan las maneras y las ropas con las que uno va vestido y que le sirvieran, allí, en el otro mundo, como forma de identificación inmediata. Aquí, ahora, sin embargo, esas mismas ropas que tan eficaces fueron para transmitir diferentes mensajes, son observadas como extravagantes, y el único mensaje que las gentes reciben es, desde luego, el de extranjero, pero, además, también el de maricón o payaso.

         Este asunto de la vestimenta me ha suscitado algún que otro incidente. Sin embargo, conviene señalar que muchas mujeres a las que he conocido en discotecas y que, después de cierto ligoteo, han accedido a dormir en mí apartamento u hotel, siempre se mostraron muy disconformes con la idea de regresar a su casa de día en ómnibus vestidas como estaban en la discoteca por la noche. Para los lectores de estas líneas que sean paraguayos no les supondrá, este ejemplo, ninguna extrañeza, ya que la fuerza de la costumbre ha tornado estas posturas y situaciones en normales, pero para los extranjeros es una contradicción y una sorpresa extraña. Pareciera que uno, si va a montar en ómnibus, debiera hacerlo vestido de una forma concreta para ello, de una forma obligada. Es decir, de una forma que no llame la atención. Las mujeres paraguayas se debaten entre ambos extremos -el de llamar la atención o pasar desapercibidas- de forma un tanto agónica. Existen mujeres que con tal de parecer decentes y no provocar comentarios procaces entre los varones, e insultantes entre las mujeres, se visten de una forma similar a la del siglo XIX y otras, por el contrario, con tal de llamar la atención también se visten de manera decimonónica pero absolutamente provocativa. Las modas en sí mismas son provocativas y transgresoras, y no en vano sus más fieles seguidores son jóvenes o adultos promiscuos y, por lo general, descerebrados. Aquí en Paraguay hay cierto culto por la moda. Sin llegar a los extremos de Argentina, las paraguayas pronto se transmiten históricamente los mensajes de las ropas en onda. Hay que señalar aquí que, curiosamente, estos mensajes no son entre elementos pertenecientes a la misma clase social, como en otros países, sino entre personas de la misma edad, aspecto realmente curioso. Las contradicciones de las mujeres paraguayas con respecto a la moda consisten, fundamentalmente, en que llamar la atención en este país significa prácticamente caer en el ridículo. Y las mujeres paraguayas que siguen las modas foráneas, en realidad, ayudan, sin proponérselo, a la integración del país en el discurso cultural occidental y, en el fondo, son valientes y desafiantes, sobre todo al sarcasmo de las gentes paraguayas, por lo general morbosamente hundidas en lo que ellos creen la decencia y las buenas costumbres. Podría deducirse, por tanto, que el pueblo paraguayo es cruel. Cuando algo le choca visualmente tiende a reírse. Se ríe de lo que considera llamativo, anormal, foráneo y extranjero, aunque sea, de hecho, paraguayo. He aquí, pues, otra contradicción en la identidad guaraní. Lo cosmopolita, lo sofisticado, lo vanguardista, parece contraproducente con la idiosincrasia del país. Algo, en realidad, brutal (y un tanto falso), que produce lamentables lastres culturales en el inconsciente colectivo paraguayo. Paraguay y la modernidad no tienen por qué ser incompatibles, pero, de una forma u otra, la verdad es que lo son. Por ahora.

 

         EXTRANJEROS EN PARAGUAY

 

         Convendría, en este sentido, revelar un secreto a todos los paraguayos, que les está vedado por los extranjeros. He notado que los extranjeros residentes en Paraguay hablan entre ellos de una forma digamos confidencial y que si de pronto interviene un paraguayo o está presente un paraguayo, la forma cambia y las confidencias desaparecen de forma automática. Y esas confidencias casi siempre tienen que ver con aspectos descalificadores sobre Paraguay o los paraguayos. Pocos extranjeros son los que hablan con otros extranjeros sobre aspectos positivos del país o de sus habitantes, de acuerdo a mi experiencia propia, que no creo que sea especialmente diferente de la de los demás. Los extranjeros hablan mal, sistemáticamente, de Paraguay, cuando están solos -es decir, sin paraguayo presente en la conversación-, e inmediatamente callan en cuanto se incorpora un autóctono a la conversación. Esto es automático e irreprimible. Es casi inconsciente y, además, es muy posible que tenga mucho que ver con el instinto de supervivencia, toda vez que el extranjero suele ser, en gran medida, inmigrante, y, por tanto, una persona vulnerable, ya que se integra, o intenta hacerlo, en el aparato productivo del país que lo acoge y por lo general esto se realiza, al menos aquí en Paraguay, bajo dos circunstancias extremas y antagónicas. Una de dos. El extranjero es o jefe máximo o subalterno despreciable, salvo honrosas excepciones que deambulan en las sutilezas del término medio. Cuando es jefe suele ser soterradamente odiado por los paraguayos a sus órdenes y debe, además de hacer su trabajo estricto, por el que cobra

y ha sido contratado, realizar una agotadora y sutilísima política de relaciones personales en la empresa con el fin de no herir las susceptibilidades, enormemente sensibles, por otra parte, de los paraguayos a sus órdenes, quienes, probablemente, lo saboteen y lo serruchen implacablemente si no se comporta de forma conveniente a sus gustos y exigencias. No es fácil, ciertamente, ser extranjero y jefe al mismo tiempo en este país.

         Sin embargo, el extranjero subalterno es mucho mejor aceptado por los paraguayos, aunque jamás va a dejar de ser extranjero y, por tanto, motivo de bromas más o menos humillantes sobre su condición. El Paraguay, de acuerdo a su propia percepción, está convencido de ser un país que acoge fraternalmente a los extranjeros, pero esto es sólo folclore. La realidad es antitética. Debido a los años de aislamiento, Paraguay es una nación etnocentrista y delirantemente nacionalista, circunstancias que, asimismo, están vinculadas a su atraso.

         Esto podría explicar la fortaleza de hermandad entre extranjeros que residen en Paraguay así como el temor subyacente que existe entre ellos hacia el paraguayo. Éste, seamos sinceros, posee el peor perfil personal entre la comunidad foránea. Y de ello se habla constantemente entre extranjeros, relatándose casos que corroboran ese perfil. Al paraguayo se le percibe, fundamentalmente, como un ladrón del que hay que cuidarse y con el que hay que mantener una relación distante y fría. Además, su cosmovisión es muy limitada, debido -suponen los foráneos- al atraso cultural de la nación, y los extranjeros (y los paraguayos también, por cierto) saben que, aunque hablen ambos en español, los dos tienen un lenguaje diferente que les impide una comunicación sincera. Por otra parte, el paraguayo se comporta socialmente con una educación y urbanidad exquisitas, excesivas en realidad, lindantes con la hipocresía. Esta hipocresía, empero, es perfectamente comprensible. Resultaría suicida, por ejemplo, mantener una enemistad socialmente explícita con una persona a la que, tarde o temprano, te la vas a encontrar en mil lugares y con la que, probablemente, tengas amigos y conocidos en común. Aquí en Asunción, nos conocemos todos es el lema por antonomasia de la ciudad. Y esto no es, ni remotamente, un eufemismo. Es una realidad abrumadora. Tanto, que el más exiguo sentido común exige la necesidad de mantener las apariencias y las formas con respecto a las personas que odias y que te odian o que, cuando menos, te son antipáticas y tú les resultas, asimismo, imbancable. Porque el enfrentamiento constante y cotidiano es, indudablemente, un aspecto que desgasta la psique y la moral. Es por ello que los paraguayos jamás van a decir, por ejemplo, “no”, de forma taxativa; ni tampoco van a dejar de estrechar tu mano o sonreírte en el orden social, aun cuando te odien a muerte. Esta hipocresía paraguaya, célebre entre la comunidad foránea del país y, por extensión, en los países limítrofes, es, sin embargo, una reacción normal y yo me atrevería a decir que incluso higiénica. Al fin y al cabo, no es más que política. Y el paraguayo es el más político y diplomático de los hombres en sociedad que yo, desde luego, he conocido. De ahí esa morbosa educación y urbanidad. Y de ahí el constante estrechamiento de manos, circunstancia que llama muy rápida y muy intensamente la atención del foráneo, a quien le resulta un tanto incómodo y extraño tener que volver a estrechar la mano de alguien con el que has estado departiendo tan sólo unas horas antes, o a quien ves todos los días en tu trabajo o en la cafetería donde sueles desayunar.

         El paraguayo es profundamente, visceralmente xenófobo, pero no de forma explícita, sincera y frontal, sino implícita, sutil y acaso inconsciente. Pero la xenofobia tácita está latente. Y sólo un extranjero, ciertamente, es capaz de percibirla.

         Sin embargo, ello no obsta para que existan sinceras amistades entre paraguayos y extranjeros. Yo mismo, sin ir más lejos, tengo excelentes amigos paraguayos... La amistad, como el amor, no conoce nacionalidades, en cuanto que se tratan de puros fluidos psíquicos intercambiados entre dos individuos. Pero también es verdad que la extranjera, la consciencia de orígenes nacionales y culturales diferentes, persiste a lo largo de toda la relación de amistad y aparece en determinados momentos con mayor o menor intensidad que en otros, para bien y para mal.

         Por otra parte, la crítica sistemática al país que los acoge sirve a los extranjeros para vincularse entre sí aún más, incluso teniendo en cuenta la máxima de urbanidad social que recomienda que no debe hablarse mal de nadie; ya que quien así lo hace, en realidad, está hablando mal de sí mismo.

         Pero la hermandad, el vínculo sutil que produce la extranjeridad compartida, existe, y, además de existir, provoca la confidencia. Naturalmente se trata de confidencias sobre el país en el que ambos comparten el sentimiento de extranjero y, no sé si maliciosamente o no, estas confidencias, en un noventa por ciento, tratan sobre las descalificaciones y las críticas al país, a sus habitantes y a sus costumbres, como ya he señalado anteriormente.

         No sé hasta qué punto este fenómeno se produce en otras latitudes. Yo he sido extranjero en al menos siete países diferentes en los que he vivido y he intentado integrarme mediante un trabajo, y en ninguno llegué a vivir esta especie de descalificación sistemática de Paraguay y los paraguayos por parte de todos los extranjeros. Sin embargo, puedo decir también que el extranjero siente al país que lo acoge -a cualquier país- como una entidad extraña y probablemente hostil. Una entidad diferente a él que le exige un comportamiento diferente, no natural, no espontáneo, sino calculado. La razón de esta descalificación sistemática con respecto a Paraguay, sin embargo, podría ser simple. Pocos países existen tan atrasados, insisto, como éste. Es hasta cierto punto lógico, por tanto, que el extranjero que pisa por primera vez el país, conociéndolo solamente de forma epidérmica y superficial, sienta de inmediato una sensación de superioridad. Hay que decir aquí que a mí me ha pasado, en otros países, la sensación antitética, es decir, la de sentirme inferior. En concreto, me pasó en Estados Unidos. Curiosamente, por alguna oscura razón que anida en el inconsciente, la sensación de superioridad o inferioridad que sufren las personas es inmediata e intensa una vez que se pone los pies en un país extranjero al de origen. Es, probablemente, la primera de las sensaciones de las que uno tiene conocimiento consciente. Es una dicotomía y una paradoja por otra parte. Uno es extranjero en un país extranjero.

         El caso es que estas confidencias, de las que yo he sido testigo en ocasiones y que se me han explicado directamente en otras, tienen que ver, absolutamente todas, con el menosprecio a Paraguay y a los paraguayos.

         Puedo afirmar, por tanto, que esta circunstancia -salvo excepciones- sólo cambiará cuando Paraguay se modernice y progrese, manteniendo desde luego sus peculiaridades nacionales, que lo hacen tan hermoso y auténtico, pero liquidando las heterodoxias autóctonas que le convierten en el hazmerreír internacional, por un lado, y en un país temible para integrarse en él, por otro.

         Sin embargo, es también cierto que cuando algún extranjero ha optado por residir de forma más o menos definitiva en el país o al menos indefinidamente, suele reaccionar ante las críticas que otros extranjeros hacen a Paraguay. En este sentido, puedo decir que yo mismo he sido testigo de varias acaloradas discusiones entre extranjeros sobre las bondades y las maldades del país, hasta el punto, una vez, de casi llegar a las manos. Pero esta circunstancia, me temo, parece que tiene mucho más que ver con la defensa ardorosa de un punto de vista subjetivo y, por tanto, de una decisión personal un tanto arriesgada, que con amores nacionalistas y actitudes filoparaguayas.

         Y, sin embargo, el extranjero no es un enemigo de Paraguay. Es, tan sólo, un hombre, una persona transculturizada, que tiene que lidiar cotidianamente con una sociedad en muchos aspectos hermética, poco desarrollada intelectual y emocionalmente, con puntos de vista y conceptos en ocasiones abrumadoramente chatos e incluso con una sociedad hasta cierto punto deshabitada, despoblada y excesivamente conservadora. Una sociedad homogénea, por un lado, pero también curiosamente heterogénea. Es hasta cierto punto fácil concluir en que la sociedad paraguaya es atrasada. Pero sería una conclusión, si bien cercana a la realidad, excesivamente simplista. Porque la paraguaya es, sobre todo, una sociedad multicultural en el sentido más estricto del término. Aquí no sólo conviven diferentes cosmovisiones, como, por ejemplo, indígenas, criollos o mestizos, sino que es en el orden personal donde es posible tropezarse con esta pluralidad cultural. Quiero decir que en Paraguay existen individuos, personas, ciertamente interesantes, inteligentes, brillantes y eruditas que a uno le pulverizan para siempre el estereotipo del paraguayo. En Paraguay, una sociedad sin duda inferior, existen espíritus superiores. Y esto, además de ser sumamente reconfortante para un extranjero, resulta extraño. Porque es fácil concluir en que el stablishment stronista, verdaderamente, aniquiló, quizás de forma deliberada, la inteligencia y la sensibilidad del país de forma brutal. Stroessner enajenó a esta sociedad que, para colmo, venía arrastrando una historia de sometimiento y aislamiento social terribles. Por ello, para relacionarse socialmente en este país conviene arrancarse de cuajo los prejuicios que aparecen de forma epidérmica en los juicios y las conclusiones de los extranjeros, y estar con los ojos leen abiertos, porque las sorpresas pueden ser realmente grandes.

         Pero si los foráneos, más que enemigos, son casi víctimas de Paraguay, mucho menos animosidad muestran los extranjeros que hemos encontrado aquí un puesto de trabajo y una mujer o esposa, y que terminamos siendo, además de padres de paraguayos, paraguayos nosotros mismos. Y es que existe algo entrañable con respecto al Paraguay. Sobre todo debido al profundo contacto humano que existe en esta sociedad, tan cruel en algunos casos, tan solidaria en otros. De cualquier forma, tampoco es razonable generalizar sobre los extranjeros de forma excesiva. Cada extranjero es un individuo y cada individuo percibe el mundo de acuerdo a su psicología y sus circunstancias. La mía, empero, está definitivamente caracterizada por el encapsulamiento ecléctico. Se puede vivir ciertamente bien en Paraguay y también sufrir y agonizar. El sentido común dicta optar por ciertas cosas paraguayas y desestimar otras. Hay otros mundos... pero están en éste.

 

         ASUNCIÓN NO ES ANSIOSA

 

         Quisiera apostillar, en este preciso instante, que Asunción es el lugar perfecto para corregir primeras impresiones personales negativas, sobre todo las que tienen que ver con individuos del sexo opuesto. Digo esto porque en las grandes metrópolis a uno, por ejemplo, le pueden presentar una persona atractiva y si el sentimiento de atracción no es mutuo de inmediato, no habrá ninguna posibilidad de corregirla, entre otras cosas, por la enorme dificultad, en realidad imposibilidad, que significa un nuevo encuentro casual. Esto es casi imposible. Aquí, empero, no existe esa angustia por la pérdida de una persona profundamente atractiva para uno, esas personas cuyo aspecto físico o la vibración personal que emiten resultan de una trascendencia profunda para uno. No. En Asunción, tarde o temprano, volverá, esa persona, a pasar por delante de tus narices. Esta circunstancia elimina abundante angustia y ansiedad en la vida de las personas, tal y como señalaba antes. Incluso tiene ciertas ventajas de orden práctico. Unas ventajas que ciertamente yo no había advertido hasta bastante tiempo después de haber llegado al país. Por ejemplo. Uno se acerca a una mujer en Madrid o en Londres y lo tiene que hacer de forma muy agresiva, brillante y fugazmente simpática. Una especie de meteoro de la seducción. Porque en dos segundos, con un solo vistazo, la receptora de los mensajes decide para siempre. Y ya no va a existir una segunda oportunidad. Jamás. Esa persona, esa mujer, se perderá para siempre en el paisaje urbano.

         Asunción es mucho más relajada en ese sentido, como decía. La cuestión, por tanto, es comportarse siempre con la más exquisita educación, amabilidad y simpatía en cuanto uno hace contacto con una mujer. Es, insisto, extremadamente probable volverla a ver en un futuro no muy lejano. Así, puede existir una forma de seducción exclusivamente asuncena y que está relacionada íntimamente con el tiempo y el espacio físico de esta ciudad. Una forma de seducción que puede tomar, sorprendentemente, meses, en realizarse. E incluso años. Y no los segundos desquiciados necesarios para hacerlo en una gran urbe.

         Por otra parte, estos tempos en las relaciones avisan al extranjero del delicado entramado que existe en el orden personal entre paraguayos, que señalaba anteriormente. Un amigo mío, vasco y artista, natural de donde yo había nacido, Cosme Churruca, afirmaba que no había mayor privilegio que crecer y madurar en el mismo sitio en el que uno ha nacido. Yo, desgraciadamente, sólo puedo intuir ese privilegio. En lo que respecta a los lugares físicos, pero sobre todo a las personas. Esta intuición de la maraña interpersonal que existe en Asunción, donde todos se conocen mucho o poco, desde que han nacido y crecido hasta hacerse adultos, justifica, en cierta medida, la hipocresía social existente en el país, que está dictada mucho más por el sentido común que por la amoralidad. Uno no puede, sencillamente, espetarle a otro la antipatía que le profesa porque, al igual que pasaba con las mujeres y con el tempo elástico de la seducción que puede tomar, así ocurre en Asunción en todos los órdenes de las relaciones personales. Si uno le canta las cuarenta a otro, tarde o temprano habrá de arrepentirse, porque, cuando las circunstancias cambien, y el magma de la evolución continua cambie y trastoque los papeles, el antipático podría tornarse en bellísima persona, por un lado, o convertirse en el vórtice decididor de una situación de vida o muerte en la que uno de pronto pueda encontrarse por esas pérfidas e ignominiosas vueltas de tuerca que la vida dispone ante nuestras atónitas psicologías. Y tampoco conviene cantárselas -las cuarenta- porque esa persona, para nuestra depresión y tristeza cotidianas, estará continuamente pasando ante nosotros, recordándonos con su presencia eterna el desliz que cometimos con ella o ella cometió con nosotros, añadiendo, de esta forma, un componente francamente desagradable y gratuito en nuestras vidas, ya ahítas de hastío, como dice el filósofo, por la única razón de la existencia.

         Por ello, nunca conviene en Paraguay ser excesivamente sincero, sobre todo cuando existen elementos negativos de por medio. Aquí sí que se pueden aplicar esas filosofías orientales de ver tan sólo en las cosas y las personas sus aspectos y puntos positivos en vez de los negativos. No en vano en Paraguay se celebra, como gran acontecimiento social, el Día Mundial de la Amistad, invento paraguayo, además, que tiene, aparte de su aspecto comercial, la posibilidad social de enmendar entuertos, lavar ofensas y arreglar malentendidos entre las personas. Uno siempre puede regalar algo en ese día a esa persona que nos amarga la existencia con sólo mirarla. Es la tendencia a la armonía absoluta.

 

         UNA SUGERENCIA SEXUAL

 

         El vasco que me había ofrecido su hospitalidad las primeras dos semanas insistió en que yo tuviera de inmediato una relación sexual. Yo, debería ya haberlo dicho, estaba entonces francamente trastornado por una mujer con la que había convivido dos años en España. Habíamos finalizado la relación malamente, pésimamente, en realidad, y mi viaje a Paraguay, entre otras cosas, se debía a un intento de despejar mis emociones, aunque el pretexto era un viaje de negocios que tenía que hacer mi padre, quien iba a llegar dos semanas más tarde que yo.

         Mi anfitrión, por tanto, insistió, probablemente con la mejor de las intenciones, en que yo tuviera un contacto íntimo con una mujer para así ayudar a olvidar a la otra que, francamente, me obsesionaba. No lograba quitármela de la cabeza ni un solo instante durante las 16 horas aproximadamente de vigilia que tenían estos mis primeros días en Latinoamérica y Paraguay. Ni siquiera me liberaba de ella en mis sueños, que eran tomados al asalto por su figura hermosa y angustiantemente inalcanzable o, mejor, perdida. Perdida como un alma que ha caído en el precipicio abisal del infierno y cuyas gesticulaciones extravagantes mientras cae horrorizada en el vacío se nos hubieran quedado impresas en las retinas para siempre. Mi obsesión, pues, duraba 24 horas, y se retroalimentaba en intensidad insoportable cada vez que soñaba con ella, encontrándome perdido en un laberinto de dolor y melancolía con sólo abrir un párpado y observar aquellos techos paraguayos extraños y hermosos, altísimos, de madera brillante y bruta.

         Este aspecto fue muy determinante en mi primera etapa de vivencias en Asunción y es extraño que sólo ahora aparezca en este texto espontáneo de memorias inmediatas y reflexiones apresuradas. Este olvido, que me parecía entonces imposible que ocurriera, ya que estaba convencido entonces de que el recuerdo de aquella mujer me iba a acompañar hasta la tumba, significa, pues, la corroboración del famoso axioma popular que señala que la única, es decir, la única, solución para el mal de amores es... el tiempo. Precisamente, hace muy pocas semanas, comentaba yo con un psiquiatra paraguayo, educado por cierto en Estados Unidos -circunstancia que le permite lucrar de forma inverosímil con la salud mental de las personas-, que si él fuera capaz de inventar una "píldora contra el mal de amores", no sólo la humanidad estaría próxima a la felicidad total, sino que semejante invención le llenaría los bolsillos de ingentes cantidades de millones de dólares. Hete aquí, pues, una nueva contradicción. Y esta contradicción indica que el amor, supuesto elemento imprescindible para la felicidad en la vida de las personas, es, también, el elemento que las sume en la más atroz de las infelicidades.

         Y entonces yo estaba enfermo hasta el culo de amor por una irlandesa infiel.

         A mí, naturalmente, no me pareció nada mal la invitación del vasco. No tanto por el frenesí sexual sino para tener una aproximación al país al que yo acababa de llegar, que suponía, desde todo punto de vista, un mundo totalmente diferente al que yo pertenecía. También,    naturalmente, se activaba en mi interior cierto mecanismo psicológico de venganza en contra de mi amor, utilizando otro viejo axioma en cuestión de estos afectos: "Un clavo saca otro clavo". Pero, a diferencia del primero que comenté, con el que estoy totalmente de acuerdo, y que responde al aspecto más visceral de ese conocimiento o sabiduría popular que ciertos intelectuales postmodernos desprecian, este último no me sirvió para nada. Quizás a otros, sin embargo, sí sirva. Pero, además, yo, como buen machito latino, ya había puesto muchos clavos antes de que ella me lo pusiera a mí, así que, insisto, esa fórmula no funcionó. Quizás, repito, a algún hombre que ha sido estrictamente fiel a su pareja, sí le sirva.

 

         EN MARCHA: ELLAS ESPERAN

 

         El caso es que acepté de excelente grado la propuesta del vasco, con esa excitacioncilla de la curiosidad corroyendo dulcemente los sentidos y las ideas. Probablemente era hora de quitarse prejuicios a través de la experiencia que se abría ante mi psicología. El primer contacto con una mujer paraguaya, y todo lo que significaba de encuentro telúrico con la madre paraguaya.

         Montamos en su coche y yo me estaba preguntando qué clase de amigas íntimas tendría este hombre que estaban, a su juicio, dispuestas a acostarse con un total desconocido como yo. El vasco me había insistido en que el deporte nacional de Paraguay era fifar. Que las mujeres paraguayas eran las más fáciles del mundo. Que aquí, en Paraguay, se acostaban inmediatamente con extranjeros, por los que sentían, me decía, una atracción visceral, irracional y ancestral. Pero a mí, esta insistencia sobre la presunta accesibilidad de las mujeres paraguayas, me parecía harto sospechosa. Las paraguayas, pensaba, pese a mi estado interior de confusión primigenia en el que me encontraba al sentirme en otro país, en otro continente, en otro hemisferio y, de hecho, en otro mundo, no eran marcianas. Y no existe en este planeta un colectivo de mujeres que se distingan por su facilidad, pese a los mitos sobre las escandinavas y las francesas, otros paradigmas de mujeres supuestamente fáciles. Pero el bolado del vasco insistía e insistía en que las mujeres paraguayas eran las más fáciles del mundo, y tanta insistencia llegó a confundirme durante un segundo, lo confieso, pero sólo para descubrir, poco tiempo después, que este hombre, en realidad, no sólo era imbécil, sino que vivía en el delirio.

         Me apresuro a pedir mis más profundas disculpas, ahora mismo, a todos aquellos lectores, pero sobre todo lectoras, que se puedan sentir ofendidos por estas palabras. Pero sólo repito lo que el vasco aquél me dijo con el fin de que el propio pueblo paraguayo reflexione en este sentido sobre sí mismo, sobre las relaciones que mantienen con los extranjeros y sobre la imagen que proyectan al exterior. Y es que no sólo este boludín insistía en el tema de la facilidad de las féminas paraguayas, sino que es muy común entre los extranjeros que recién llegan al país, ser informados de esta manera por otros foráneos que residen aquí desde hace más tiempo. Cosa, en realidad, absolutamente demencial por parte de esta gente, ya que la realidad es muy otra. He aquí, pues, cierto delirio que afecta a algunos sectores de la comunidad foránea de este país. Aquí te insisten en que las paraguayas son mujeres no sólo extremadamente fáciles, sino, además, extremadamente infieles. Esta aseveración, de acuerdo a mi experiencia empírica, forma parte del mito, es decir, es falsa. Pero bien es cierto que durante los primeros días, semanas o quizás meses de estancia en el país, uno tiene la percepción de las cosas y de las gentes influida precisamente por esos prejuicios que te inyectan en el raciocinio, y, en efecto, ves así las cosas. Recuerdo, en este sentido, que alguna vez, siempre que iba a Da Vínci, esta cafetería céntrica que dispone de la mejor terraza del país, y que es el lugar más visitado por mí cotidianamente en Paraguay (soy en realidad un pobre junkie de Da Vinci y allí me siento todos, absolutamente todos los días con cara de ceniza, ojos mustios y expresión fúnebre, para reflexionar sobre mi existencia y sobre la del mundo viendo personas pasar y pasar y pasar), además del lugar de mi trabajo, me pareció observar que algunas mujeres que estaban con pareja, a los mimos, me miraban con cierto descaro y provocación. Aquello, naturalmente, además de indignar mi moral esquiva, me hacía percibir a las mujeres paraguayas con la misma óptica que algunos de esos extranjeros y concluía en que tenían toda la razón. Hoy, casi cinco años después de esos días de descubrimiento del Paraguay, estoy en condiciones de afirmar que esa apreciación de las mujeres paraguayas es absolutamente falsa. Quizás hubiera tenido algún fundamento durante la época dura de Stroessner, que impregnó de amoralidad el tejido social paraguayo, en donde quien se mostraba honesto era tenido por tonto, y quien no engañaba a sus semejantes, por cretino al que había que engañar. "O coges o te cogen", parecía ser entonces el lema. Era 1986. En 1994, la historia es otra. Muy otra.

         He de señalar, sin embargo, que en estos años de residencia en este país han sido miles, es decir, miles, las veces que mujeres paraguayas, de las más diferentes extracciones sociales y culturales, me han manifestado su preferencia por hombres extranjeros en detrimento de los propios paraguayos, a los que les acusan, como si todas se hubieran aprendido la misma canción o disco rayado, de machistas, mentirosos, timberos, borrachos y adúlteros, entre otras lindezas de la gama de descalificaciones morales y personales que nuestra cultura hispánica permite. Pero, añado, con ser esto grave no es, sin embargo, lo peor. Los varones paraguayos se denominan entre ellos, y a sí mismos, como "los perros". Y los perros tienen, en el fondo, una percepción también lamentable de las mujeres paraguayas. "Todas son putas, excepto mi madre, mi mujer y mi hermana", parece ser el motto de la generalidad varonil paraguaya. Los hombres de este país, simplemente, desprecian a la mujer paraguaya. La tratarán con exquisita educación y caballerosidad, a la mejor manera decimonónica, hasta que se la cojan. Una vez cogida, se acaba la urbanidad y aparece el más lamentable menosprecio. Si no es misoginia. Convengamos, sin embargo, que esta actitud ultramachista no es exclusiva de Paraguay. Nada humano, en realidad, le es ajeno a Paraguay. Pero aquí se produce de forma más intensa y notable que en otros lugares. Paraguayos y paraguayas, en realidad, se encuentran en estado de guerra. Pese a que las belicosidades entre los sexos han disminuido fuertemente en Occidente desde que el hombre postmoderno renunciara al enfrentamiento, es decir, terminara por perder esta guerra de los sexos.

         Pero el que los hombres paraguayos se definan a sí mismos como los perros es muy significativo, además de resultar muy chocante y grotesco para oídos foráneos. En cualquier otra cultura, en cualquier otro país, es un insulto grave, digno de una pelea o un caos de palabras gruesas y ofensivas. Pero los paraguayos, cuando utilizan ese término, "los perros", lo hacen entre cariñosos y despectivos, una extraña mezcla de sentimientos, en cualquier caso. El perro es el mejor amigo del hombre, dicen. Y supongo que al menos un átomo de verdad encierra tal aseveración. Pero los perros, en manadas, se comportan de manera especialmente repugnante y mezquina Son cobardes, pusilánimes y sólo se envalentonan con animales más pequeños o en inferioridad numérica o cuando saben con absoluta certeza que van a ganar un pleito. Son rastreros y sólo menean la cola en señal de amistad cuando ven algún beneficio material, como puede ser un trozo de carne sanguinolenta que, por cierto, será motivo de dentelladas entre ellos para adueñarse de la mejor porción los más fuertes, quienes no darán absolutamente nada a los más débiles, enfermos o ancianos. En realidad, la organización social de los canes es particularmente inferior a la de otros animales, más nobles. El perro es asimismo traidor y halagador con el fuerte. En fin, un desastre, francamente. La visión de un pueblo no puede ser peor que ésta. Pero así está dispuesta la mano entre paraguayos. Se llaman "los perros" y sus mujeres dicen, casi al unísono, que no quieren a paraguayos, que prefieren mil veces más a extranjeros. Y los paraguayos, a la hora de exhibir una conquista femenina, lo harán mucho, muchísimo más orgullosos con una argentina, por ejemplo, que con una compatriota, lo que es algo, en verdad, triste. Aquí, en Paraguay, existe toda una presión social para la infidelidad masculina. Si antes comentaba sobre la presunta tendencia de las mujeres paraguayas a la infidelidad, cosa en absoluto cierta, los hombres de este país están virtualmente obligados a ser infieles. Es prácticamente inconcebible la existencia de un hombre casado paraguayo que no esté teniendo una aventura u otra o no la haya tenido o no la vaya a tener. Inimaginable. Aquí, en este país, la infidelidad masculina es, mucho más, una circunstancia cultural, sistemática e idiosincrática, que una circunstancia incidental o motivada por, supongamos, una crisis conyugal. No. El hombre paraguayo casado está convencido de que tiene patente de corso para la infidelidad. El que sea más o menos proclive a ello dependerá de la presión cotidiana que su esposa o mujer le aplique. Si ella, la esposa, no está permanentemente en estado de guardia, será cornuda. Quizás debido a ello el problema de la celotipia sea mayor en estas tierras, proporcionalmente, que en otras. Pero si la mujer paraguaya se caracteriza por sus celos y sus instintos enfermizos de posesión, los hombres paraguayos, por naturaleza infieles, también son víctimas de la celotipia. Entre otras cosas porque en esta sociedad ultramachista existe un fuerte y extraño componente homosexual. Y es que la celotipia masculina paraguaya -quizás también la universal- está motivada por la proyección inconsciente de sus propias ansias de infidelidad y por su homosexualidad. En realidad el hombre paraguayo se siente celoso de otro hombre porque, en el fondo, le considera atractivo. Por eso no puede entender que su celotipia es un verdadero fantasma para su mujer. Y cuando su esposa le ponga verdaderamente los cuernos jamás se lo creerá. Porque no pensaba que ese hombre, que no le gustaba a él, pudiera gustarle a su mujer.

         Supongo, en cualquier caso, que esta circunstancia de la guerra sexual abierta y sin prisioneros que mantienen hasta la fecha hombres y mujeres paraguayos, no dejará de ser una extraña muletilla social de carácter más bien oral, verbal exclusivamente, que real. Porque, al fin y al cabo, los paraguayos y las paraguayas se casan entre sí y las mujeres paraguayas se enamoran de hombres paraguayos. Y viceversa. Y es que el amor está muy relacionado con la infancia. Y, naturalmente, con los padres, con las imágenes materna y paterna, respectivamente.

 

         MUJERES, POR FIN

 

         Llegamos finalmente a un lugar de la ciudad que por supuesto yo no conocía. Se trataba, me enteré después, de una zona situada justo enfrente del Mercado 4. No me pregunten cuál. Sólo sé que la esencia populista de Paraguay me entró por los ojos, con toda la luz de este sol implacable. La pobreza era ahí aún más notable que en otros lugares. El colorido de la gente era desconcertante. No estrictamente debido a unos colores intensos sino al movimiento lento de una especie de hormiguero. Las gentes parecían moverse como mareas.

         Aparcamos delante de un edificio bajo, de no más de tres pisos. El vasco continuaba sonriendo pero yo empezaba a preocuparme. La miseria me alarmaba como nunca antes hubiera imaginado. Me rodeaba por todas partes. Parecía como si el suelo, las paredes, los techos, supurasen pobreza, colores desmayados, olores repugnantes, sonidos sordos y monocordes. Entramos y caminamos por un estrecho corredor. Las paredes estaban desconchadas. Enormes manchas de humedad asolaban los techos y los muros. No había ventanas.   

         Subimos por una escalera estrechísima. Estaba llena de polvo y piedrecillas, por lo que la suela de los zapatos rechinaba desagradablemente. Las cucarachas, de un tamaño que yo jamás había visto, cruzaban erráticas delante de nosotros. Mi ánimo se encogía. Con él, otras cosas de mi anatomía masculina. El ambiente era, para mí, absolutamente anticlímax. Comprendí entonces, como en un flash cerebral, por qué el sexo y el dinero tienen una vinculación tan íntima, tan estrecha, tan entrañable. Y por qué los burdeles de este planeta tienen esas tendencias al lujo oriental, soez y provocador. No hay nada más antisexual que la miseria.

         Llegamos hasta el segundo piso. La luz hiriente del día, aunque no impactara del todo en ninguna ventana, nos permitía distinguir cosas en la penumbra. Entre ellas, la puerta de un apartamento.

         El vasco no había hecho un solo comentario mientras duró aquel trayecto desde el auto hasta esa puerta. Un trayecto de no más de tres minutos que a mí me había provocado un enorme caudal de sensaciones nuevas y, francamente, desagradables.

         Tocó a la puerta suavemente. Dos veces. Se oyó, desde dentro, un rumor, inequívocamente femenino. Una risa, una carcajada, resonó, feliz, en el ambiente. Abrió la puerta una chica rubia, de unos 25 años. Sonreía. Nos miró a los dos, quizás un poco más de tiempo de lo que podría haber sido definido como amable. Pero acentuó la sonrisa, acaso forzadamente. El vasco hizo una suerte de amago, un gesto, una gesticulación con los brazos desmesurada. Yo ensayé una sonrisa. La experiencia me había enseñado que, en cuestión de mujeres recién conocidas, la mejor postura para adoptar era, universalmente, sea en Londres o Asunción, la prudencia.

         Entramos. Era una habitación pequeña pero repleta de cachivaches, dotada de un colorido inusual, de una calidez mórbida atrayente. Al menos cuatro mujeres estaban reunidas. Ninguna de ellas era especialmente atractiva, pero todas eran jóvenes. Una, incluso, sumamente joven. Demasiado. Aquello no me gustó en absoluto, pero, al mismo tiempo, me intrigó, quizás, también, morbosamente. El ambiente paraguayo, por alguna razón, desata pasiones oscuras y secretas en los extranjeros, quienes parecen encontrarse más liberados en esta tierra que en la suya de ciertas ataduras morales y psicológicas. Esta liberación, por cierto, me la habían confirmado, con distintas palabras, varios extranjeros. Entre ellos un español, asturiano, que llevaba viviendo en Paraguay casi quince años. Era, para definirlo claro y rápido, un lujurioso. Él me señaló que aquí no estaba tan mal visto acostarse con niñas entre trece y quince años. Él lo había hecho, dinero de por medio, y no tenía el menor remordimiento. Pero a mí el tema me producía cierta urticaria mental, cierto escozor moral, cierta repulsión psicológica. El asturiano en cuestión, asimismo, sugirió la existencia de ciertas orgías con mujeres y niñas en las que había participado. Pero mi rostro expresaba claramente las escasas ganas de escuchar sus aventuras sexuales, así que optó por el silencio y el cese de confidencias. A mí, desde luego, no me interesaban lo más mínimo. Este asturiano era, a todas luces, un espíritu inferior, ignorante, insensible, inculto y con gran tendencia al cretinismo, un perfecto villano en realidad, dedicado, como muchos de sus colegas empresarios paraguayos, con los que se había mimetizado muy bien, a la lujuria, al latrocinio y a la avaricia, que eran lo único, al parecer, que le había transmitido, en el orden metafísico y físico, la sociedad paraguaya.

         El vasco se dirigió a una morena y le dio un beso en cada mejilla. La reacción de la chica fue muy artificial. Estaba claro que no se alegraba especialmente de verle. Hacía uso de una suerte de euforia falsa y chillona. Me presentó. La morena no me miró siquiera. Me dio dos besos también. Nos sentamos. Vi que el resto de las chicas nos miraban con curiosidad. Una de ellas sonreía. Otra nos observaba con indudable ironía. Parecían, la mayoría, estar coqueteando con nosotros un tanto vagamente. La morena, sin embargo, parecía la más tensa.

         Nos sirvieron dos whiskies que yo apenas probé. El vasco lo acabó casi de un trago. Hablaba muy apresurado y con voz engolada. Yo no terminaba de entender de qué se trataba la conversación. La morena se fue a su cuarto. Salió de él a los veinte minutos totalmente maquillada y vestida mucho más elegantemente de cómo nos había recibido. Se sentó muy cerca de mí y puso una mano, al ir a tomar un cigarrillo, diez minutos después, sobre mi rodilla izquierda. Pegué un respingo pero todo el mundo hizo como que no se había dado cuenta. El vasco, cuando mediante la conversación había logrado que las chicas se trenzaran en una suerte de discusión en voz baja, me deslizó un billete de diez mil guaraníes entre las manos disimuladamente.

         La morena me hablaba, pero yo seguía sin entender. Todo se desarrollaba muy deprisa y a la vez muy lentamente. Yo no sabía qué estaba sucediendo allí. Se hablaban tonterías. El vasco se comportaba como un pavo real. Las chicas no paraban de sonreír. Y yo tenía dibujado en mi rostro una sonrisa, a todas luces, idiota.

         De pronto, la morena me dijo: "¿Vamos?". Supuse que era para echar directamente un polvo. No contesté. Acentué mi sonrisa aún más estúpidamente y me levanté en silencio.

         La morena me introdujo en lo que era, evidentemente, su habitación. El retrato de un Cristo especialmente hermoso estaba encima de su cama. Era un Cristo con una expresión beatífica. Rubiasco. Con ojos de color miel. Posteriormente he visto cientos en este país.

         La morena empezó a desvestirse en silencio. De la sala llegaba un murmullo. El vasco ensayaba carcajadas. La mujer se quedó en ropa interior. Era de color negro. Su piel era muy oscura. Vi que en los muslos había estrías. Me miró con ojos entre resignados y burlones. Parecía que esperaba que yo me quitara la ropa. Así lo hice. Me quedé desnudo en medio de la habitación. No estaba excitado sexualmente en absoluto. La morena, tampoco, evidentemente.

         Se tumbó sobre la cama. Se quitó el sujetador. Dos pechos delgadísimos y ajados se desparramaron sobre su tórax. Era increíblemente antisexual la situación. Me acomodé a su lado. No hice ni dije nada. Tan sólo sentía, en el fondo, una tremenda curiosidad por saber cómo iba a desarrollarse todo aquello.

         Me tocó. Naturalmente, se me levantó. No por excitación alguna, conviene señalar, sino por el contacto con otra piel. Se irguió de forma yo diría que mecánica. Empezó a chupar. Pero de forma desangelada, sin interés alguno, desmayadamente, sin fruición. La monté. Me corrí. Inmediatamente me sentí incómodo. Me fui al baño, sucio y húmedo. El suelo estaba pegajoso. Un chorrillo de agua caía, mucho más por inercia que por fuerza. Me metí debajo de la ducha suspirando. Mi primer contacto con una mujer paraguaya había sido mucho más triste e innoble que glorioso, ciertamente, y me desprecié por eso. Sentí, al mismo tiempo, un vago pero profundo desprecio asimismo por el vasco. Según él, las mujeres paraguayas eran sumamente fáciles, pero él no tenía más remedio que apelar a prostitutas para encamarse con una. Y ahí estaba, precisamente, el quid de la cuestión. Él dijo que "las mujeres paraguayas son fáciles". La verdad es que lo que debió de decir el imbécil es que "las prostitutas paraguayas son exactamente igual a las del resto del mundo". El cretino del vasco, cuando salí de la habitación, me miró eufórico. Pensé que, decididamente, era idiota, sin ninguna duda. Me preguntó que qué tal me había ido. Sonreí. Le odiaba profundamente en esos momentos. El vasco llevaba viviendo en Paraguay desde hacía siete años y en todo momento se jactó delante de mí de su "profundo" conocimiento sobre el pueblo paraguayo. ¡Pobre idiota! Quiso impresionarme al respecto y no se le ocurrió más que llevarme de putas, eso sí, a las diez de la mañana, hora harto inverosímil para tales menesteres que, ciertamente, jamás había yo realizado con anterioridad.

         Luego me enteré de las razones de este su comportamiento. Pero he de señalar que hube de devolverle el dinero miserable que costó mi primer escarceo con una mujer guaraní. ¿Iba esta situación a crearme un karma de deuda con las mujeres paraguayas? No lo sé aún. Pero hasta hoy no me considero un hombre especialmente afortunado con las mujeres paraguayas. No creo que haya tenido suerte de forma especialmente espectacular. Es más, creo que soy un perdedor con las mujeres en general y con las paraguayas en particular. De todas formas, mi entrada en la madurez, que ha ocurrido aquí, en Paraguay, está caracterizada por un notable -pero relativo- desinterés por las mujeres. Tengo pareja estable y formal. Esta es una razón poderosa para haber liquidado mis jóvenes tendencias al sexo y a las relaciones casuales, por lo general tan deprimentes. Hay, por otra parte, abundante sida en Paraguay, otro pretexto importante para detener las ganas de trabar conversación con hermosas desconocidas por la calle. Pero, por sobre todas las cosas, me abruma, a estas alturas, el costo psicológico que hay que pagar para llevarte a una mujer a la cama. Ya no es posible la relación aséptica con las mujeres. Hay que involucrarse, más o menos profundamente, pero hay que involucrarse. Y esta es, sin duda, la razón de mi renuncia -relativa, insisto- a la mujer paraguaya. Exigen compromiso, exigen atención, exigen intercambio de fluidos mentales, tráfico de intereses -tú me sacas a cenar, por ejemplo, yo me acuesto contigo- y exigen, finalmente, una suerte de parodia social para quedar bien con ellas y para quedar bien con los demás, que a mí, personalmente, me agota. Las paraguayas no son del todo dueñas de sí mismas. Hay veces, por lo demás, en que uno no sólo se relaciona con una mujer determinada, sino, encima, con todo su entorno familiar y social. Algo, en verdad, agotador. Por otra parte, uno empieza a temerse, a estas alturas de la Liga, que quien en realidad seduce, la mayor parte de las veces, es la mujer y no el hombre. Y la paraguaya no es una excepción en este sentido. Sobre todo porque la revolución liberal femenina y feminista ha tenido en esta sociedad sometida por el autoritarismo y las tradiciones relativo poco impacto. Pero empiezo a temerme que las mujeres en general, al pretender la igualdad en todos los órdenes sociales con los hombres, han perdido, paradójicamente, ese control abrumador que tenían sobre lo subjetivo de las existencias y del mundo. Los árabes, por ejemplo, que se organizan socialmente sobre férreas tradiciones particularmente despreciativas y humillantes con las mujeres, están convencidos de que, pese a todo, quien domina el mundo son las mujeres. Yo, desde luego, podría poner la mano en el fuego en lo que se refiere a los intercambios personales con mujeres. En casi todas las relaciones importantes que he tenido -entre ellas dos paraguayas- siempre han sido ellas -las mujeres- quienes me han elegido a mí. Jamás he tenido éxito con mujeres que inicialmente me provocaran deseo o atracción o, más simplemente, pero más complejamente, amor. Soy, lo reconozco, un tanto fatalista al respecto. Y un profundo escéptico. Siempre me enamoro de la mujer equivocada. Siempre amo a las que me desprecian. Y siempre desprecio a las que me aman. ¡Pobre de mí!

         Con respecto a las mujeres paraguayas, mi fatalismo es aún mayor. No me creo capaz de comprenderlas. Soy excesivamente sincero como para triunfar con ellas, por un lado, y, al parecer, demasiado complejo, por otro. Porque las mujeres paraguayas prefieren, ante todo, un cínico, un hipócrita y un simplista. Las mujeres paraguayas (prefieren oír cosas lindas, aun siendo burdas y baratas mentiras, que verdades. Las mujeres paraguayas, por lo general, no poseen un sentido trágico o crítico de la vida. Sino un sentido burgués. Matrimonio, hijos, salud y estabilidad económica. Lo demás, la vida, sus contradicciones, les importa poco menos que un rábano.

         Pero tampoco es tan sencillo el problema. Ya he dicho que Paraguay es un país multicultural porque tras su aparente homogeneidad social, condenada, por ahora, a la mediocridad y al sufrimiento, existen espíritus brillantes. Y muchos de esos espíritus, qué duda cabe, son mujeres. Quizás, precisamente, de los más brillantes. Las mujeres paraguayas son la columna vertebral de esta sociedad, para bien o para mal. Y si esta cultura es machista, buena culpa de ello la tienen las mujeres, madres y esposas, quienes íntimamente exigen de sus hijos, novios y maridos el machismo que condenan en público. Y es que la madre paraguaya, en abstracto, es decir, la reproductora, es el tótem y el tabú de Paraguay. ¿Es ésta, pues, una sociedad matriarcal, como, por ejemplo, la sociedad vasca?

 

 

 

 

 

HISTORIA DE FÁTIMA

 

         Si es estúpido entregarse a la promiscuidad sexual y psicológica, si son estúpidas estas relaciones superficiales en las que no hay otro valor que la pinta, el aspecto físico y el grado de seducción intrínseca que uno, por diferentes circunstancias, lleva encima, mucho más estúpida resultó ser esta mi segunda relación con una mujer paraguaya.

         Yo, desde luego, mantenía, cuando la conocí, el elevado grado de irresponsabilidad humanista y de autodesprecio a que había logrado acceder tras dura pugna con la parte más idiota de mi personalidad en Madrid. Creía yo ser un personaje atractivo, pero no era más que un cretino. Ella, por su parte, desgraciadamente, no era, honestamente, mucho mejor que yo, que ya es decir. Fátima era una adolescente, no más de 18 o 19 años (ni siquiera supe nunca su edad exacta, ni su apellido, lo que da la idea de la superficialidad de este tipo de relaciones) y llevaba toda su ansiedad sexual proyectada exteriormente. Quiero decir que esta chica era, con sólo mirarla, una suerte de insatisfecha que pedía sexo a gritos, aunque por supuesto, para llegar a mantener relaciones de ese tipo con ella, había que vencer ciertas metas, tales como las que he señalado arriba hace poco, es decir, ser lindo, estar en onda, ir bien vestido, un punto delgado, en fin, todas esas cretineces huecas que pretendemos en la adolescencia y juventud que sean valores absolutos.

         Debería señalar, en este mismo instante, una anécdota que se le atribuye a Alfred Hitchcock, una de las personalidades más extrañas, paradójicas y fascinantes que han hecho cine. El inglés decía que quería a la actriz, posteriormente Princesa de Mónaco, Grace Kelly en sus películas porque su imagen transmitía frialdad y distancia. Pero estaba seguro de que la Kelly, en la cama, era un volcán de dudoso apaciguamiento. Esta máxima, por cierto, la proyectaba Hitchcock (al que yo intuyo una sexualidad atormentada, por alguna razón) en su vida cotidiana. Bien. Yo también lo hago. La experiencia me dice a grandes voces, a gritos, a aullidos, que las mujeres que visten formal, tradicional, pudorosamente, son entre las sábanas unas panteras negras capaces de exprimir a su partenaire como un limón, sacándole todo el jugo posible. Y esta misma presunción hay que hacerla a la inversa. Las mujeres que se visten provocativamente, medias negras, peinados delirantes y surrealistas, escotes vertiginosos, minifaldas a medio camino entre el exabrupto y la súplica susurrante, son, en la cama, pálidas adolescentes, llorosas golondrinas, atolondradas niñas incapaces de quitarse la ropa interior no ya con el mínimo de sensualidad, sino con la mínima dignidad. Mujeres que se comportan en el catre con el entusiasmo de un cadáver, volcadas sobre sí mismas como un saco de papas, ásperas y tímidas hasta la enfermedad. Son las odaliscas del pene amigado, del ñoqui aplastado, de la mente precipitada en la vergüenza y el miedo. Son las antisexo por antonomasia. Insisto. Esto es lo que era Fátima a simple vista y lo que luego, efectivamente, resultó ser. Una adolescente exigiendo sexo con la mirada, aullando porque se le meta la mano entre los muslos y se los acaricien con dedos sudorosos, pero firmes, y que lleguen hasta su bombachita para que uno se la arranque con la delicadeza y la brutalidad precisa, justa, concreta, como en sus sueños húmedos de joven mujer.

         Mi relación con Fátima fue, en realidad, patética. La conocí a la salida de un bar. Un bar de moda para más inrí. El Summer, donde yo me pasaba todas y cada una de las noches; bebiendo como un descosido. Un bar en el que a uno, al día siguiente, nadie quiere saludar, al que se le mira huidizamente, durante una fracción de segundo, para orar que no le pase nunca al mirador el papelón ridículo que uno hizo ante sus ojos. Un bar en el que uno se comporta como un alcohólico que ruega ternura y luego se muestra agresivo o pretende ser chistoso ante una situación de su infancia que los vapores alcohólicos le han puesto de pronto en su memoria y que sólo es graciosa para él, por lo que reirá a grandes voces solo, patéticamente solitario.

         Yo estaba, en efecto, totalmente borracho y no controlaba absolutamente nada excepto la bola alcohólica. No era capaz de poner un pie delante del otro sin vacilar. Lo peor de estas ocasiones es que uno puede estar brillante y decir cosas sumamente ingeniosas que, eventualmente, seducen los oídos de una persona. De pronto, uno, ahíto de vapores alcohólicos, perdido el control y con el cerebro dominado por la sustancia, puede, como digo, resultar fugazmente encantador, irónico, seductor, divertido, agradablemente agresivo, dulcemente iconoclasta. Y así, por lo visto, estuve la primera vez que tuve contacto con Fátima. Vaya por delante, sin embargo, que no supe nada en absoluto sobre mi comportamiento. Sólo ella, pasado cierto tiempo, me explicó la gracia que le había causado oír mis desvaríos alcohólicos. Y es que, ya se sabe, los locos, los payasos, los borrachos, los transgresores en general, poseen cierto atractivo intrínseco.

         Fátima me contó que ese día que yo la conocí, insisto, borracho como una cuba, destilaba, en mis payasadas, una gran seguridad en mí mismo y transmitía una especie de vibración de macho que le pareció muy atractiva.

         Esta circunstancia, si se reflexiona sobre ella con la mentalidad contemporánea o sólo, exclusivamente, con la mía propia, después de casi cinco o seis años de que hubiese ocurrido, que supone asimismo cinco o seis años de vivencias y de maduración en el orden personal, me parece, francamente, desalentadora. Y es que pese a los comportamientos y las tendencias sociales, pese a toda la literatura y el periodismo que reflexiona sobre la presunta desaparición del macho por presiones feministas, es un hecho presunto que está al borde de la mentira. Al menos en Paraguay. Y al menos entre la mayor parte del país. Las mujeres siguen prefiriendo machos. Siguen deseando, en el fondo, ser dominadas, y cortejadas de forma tradicional, rechazando, así, las supuestas nuevas maneras de los supuestos nuevos hombres. A mí, en el orden personal, esta situación me deprime. Yo he dejado la competición entre hombres desde que era adolescente. Quizás no fuera yo lo suficientemente macho o quizás me parecía ridículo hacerse el gallito entre dos amigos por conseguir la atención de una hembra, como si fuéramos pavos reales o algo así. Quizás la cuestión fundamental aquí resida en si ese deseo íntimo y secreto de las mujeres por el macho es correspondido explícitamente por los hombres en sus vidas cotidianas. Es decir, ¿se comportan los hombres, durante el juego de la seducción, como machitos? ¿O lo hacen de forma natural? Recuerdo que poco después de ese nuestro primer contacto, que yo, repito, lo tengo borrado de mi memoria por los efectos del alcohol, me encontraba con esta chica y notaba que se ponía un tanto nerviosa. A ver si me explico. Yo había tenido un cambio de palabras con ella a la salida de un bar de moda, entendámonos, pero no habían sido registradas en mi memoria por lo que, a efectos prácticos, en lo que a mí me concernía, esa chica no existía. Sin embargo, como digo, al volver de nuevo al bar, al día siguiente (estuve yendo a ese bar noche tras noche durante tres meses seguidos), noté que me miraba con ojos un tanto extraños. Uno es capaz de distinguir este tipo de cosas en personas desconocidas que beben tranquilamente en un bar. Uno se apoya en la barra, mira alrededor esperando encontrarse indiferencia y de pronto capta que una persona mira con cierta chispa en los ojos que no se corresponde con la abulia en las miradas de los otros y, sobre todo, de las otras parroquianas. Ahí, pues, uno concluye, no sin cierta extrañeza, que a aquella chica le pasaba, cuando menos, algo conmigo. Y como uno estaba entonces ahíto de un narcisismo ridículo, entendió, en una fracción de segundo, que a la chica le gustaba yo, debido, en exclusiva, seguramente, a mi pinta de seductor postmoderno.

         Pero hete aquí que nos, los entonces promiscuos, agresivos seductores, desvergonzados levantadores de beldades en cualquier hábitat que se diera, desde un aeropuerto hasta un ascensor pasando por un cine, nos inhibimos profundamente cuando las mujeres toman la iniciativa del ataque y de la seducción. Estamos, estoy, tan profundamente educado en el machismo que cuando somos, soy, sujeto del deseo, el interés o la curiosidad de una mujer, siento una especie de vergüenza, temor irracional y confusión emocional y mental, que me hace sentir unas profundas ganas de salir corriendo aullando. Como eso no lo hace un hombre de mundo, tiendo a hacerme el distraído o a aumentar la intensidad de mi borrachera.

         Pero era más que obvio que aquella chica, para mí absolutamente desconocida, tenía algo conmigo. No podía yo ya escabullirme, entre otras cosas, por una cuestión de pundonor conmigo mismo. Fátima estaba sentada en una mesa con otra chica. Cada cinco minutos miraban ambas descaradamente hacia donde yo me encontraba. A veces una de ellas le decía algo en voz baja a la otra y las dos estallaban en una carcajada, un tanto forzada, hay que señalar.

         No me quedó más remedio que acercarme. Si no lo hubiera hecho hubiera estado cuestionándomelo durante días enteros, probablemente semanas, y uno puede ser tontín, desde luego, pero también es duro y crítico consigo mismo. Así que, armado con mi whisky y una mueca de perdonavidas, me acerqué hasta la mesa. "Hola", dije mientras me sentaba descaradamente. Ambas mujeres hicieron un amago de gesto de desagrado, pero hubiera sido ridículo que insistieran en esa tesitura. Es más, ni bien terminé de sentarme Fátima me espetó con cierta virulencia: "Siempre consigues lo que quieres, ¿verdad?". Aquello fue demasiado para mí. Era absurdo. Ese tipo de comentarios sólo salen de mujeres enamoradas. Mujeres enamoradas, sí, pero también ignorantes de la naturaleza humana. Esos comentarios novelescos y decimonónicos revelan a una mujer que vive, cuando menos, en la ilusión, no en el mundo fenoménico, o que vive francamente extraviada o que vive en casa de sus padres, es decir, eso lo dicen las niñas preadolescentes, especialmente tontitas, a las que les gusta un pendejo. O las dementes. Pero yo no iba, desde luego, a situarla en la realidad. No le iba a decir: "Mira Es imposible que no ya un hombre sino un ser humano consiga siempre lo que quiera. Ni siquiera una sola vez. El mundo es mucho más complicado. Y las personas, ciertamente, están sometidas y heridas por el mundo. En realidad, querida niña, las personas tenemos un terror profundo por el mundo y sólo deseamos refugiarnos en nuestra casa de él y evadirnos mediante la TV o la filatelia de su horror, niña, querida".

         Decidí, en una fracción de segundo, que era absurdo y quizás contraproducente a la situación, que le dijera: "Pero, ¿qué dices, tía?". Así que, naturalmente, ante esa pieza de caza que se me servía ella misma, dotada de un encantador sentimiento suicida, decidí optar por la solución más cómoda y perezosa. Seguir el juego. Puse cara de póker y di un trago, con modales muy machos, de mi whisky, encendiendo, con una expresión facial que yo pretendía muy interesante, un cigarrillo, entre otras cosas, para darme algún tiempo con el fin de pensar hacia dónde exactamente iba yo a derivar la conversación después de semejante exabrupto. La pieza, pensaba, estaba en el bote, sólo era cuestión de no espantarla.

         Pero es ridículo todo esto. Es ridículo seguir entrando en detalles sobre semejante relación, breve y superficial, que si en algo se caracterizó fue en su estupidez, en su abulia, en su insignificancia, en su desinterés. Sólo debo contar que después de varias horas de tonta conversación en la que yo me esforzaba por ser divertido y cosmopolita y ella por ser sexy y glamorosa, acabamos en mi cama. Pero la niña seguía siendo niña tanto parada como acostada. Casi dos horas me costó quitarle la blusa. Dos horas de besuqueos empalagosos y desganados, de susurros demenciales, de frases absurdas, de toqueteos reiterativos en los muslos, las nalgas y las caderas. Dos horas de puesta en práctica de los más baratos trucos para excitar mujeres que aprendí en mi adolescencia y que, por supuesto, no valieron de nada. Bueno. Ella, si mal no recuerdo, excitada sí que estaba, con su conchita empapada en jugos vaginales, pero el (supongo) adoctrinamiento paternal pudo mucho más que la situación. Ni siquiera pude penetrarla. Me sentí no ya estúpido, sino estafado y, en el fondo, manipulado por aquella jovencita que me había llevado exactamente donde ella quería, dejando de inmiscuirse en la situación en el punto exacto que ella quiso.

         Gracias a Dios, tuve una llamada de teléfono en el momento preciso y pude, así, darle un final digno a aquella victoria pírrica y ridícula. Una experiencia, en realidad, morfológicamente exacta a las que yo había vivido en Madrid en mis años preadolescentes.

         Esta chica me demostró que no todo el monte femenino es orégano en Paraguay. Que, pese a lo que me habían dicho una y otra vez sobre el presunto facilismo de las paraguayas, era todo absolutamente falso. O al menos en lo que se refiere a las paraguayas adolescentes y estrechas. Porque esta chica se había comportado exactamente igual que una adolescente de sus características en España. Pero con una circunstancia fatal para mi honor y autoestima. Yo, que le sacaba más de diez años, no fui capaz de llevármela al huerto y la sesión y el encuentro estuvieron en todo momento controlados por la pendeja. ¿Debía entonces aplicarme el famoso y devastador axioma francés según el cual no existen mujeres frías, sino amantes inexpertos? Insisto. Ella estaba mojada. Pero su voluntad, su racionalismo y su sentido de responsabilidad pudieron mucho más que la fisiología y el instinto.

 

 

 

ÍNDICE

 

Prólogos

Introducción

La llegada

Historia de Marisa

Historia de Fátima

Historia de Teresa

Historia de Lourdes

Historia de la Audaz Desconocida

Historia de Julia

 

 





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
RP
RP EDICIONES



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA