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MANUEL PEÑA VILLAMIL

  ESPÍRITU DE LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA DE INDIAS, 1957 - Por MANUEL PEÑA VILLAMIL


ESPÍRITU DE LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA DE INDIAS, 1957 - Por MANUEL PEÑA VILLAMIL

ESPÍRITU DE LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA DE INDIAS

Por MANUEL PEÑA VILLAMIL

Instituto Paraguayo de Investigaciones Históricas

Asunción – Paraguay

 

Conferencia pronunciada el 13 de setiembre de 1956

Presentó al orador el secretario del Instituto

Doctor Mariano Luis Lara Castro

 

 

La visión colombina no pudo nunca imaginar las proyecciones que tendría para España, y para el mundo entero, el descubrimiento de las Indias Occidentales.

Los reyes castellanos completaron a fines del siglo XV la reconquista del solar hispano recuperándolo de la dominación árabe. Siete siglos de fiera lucha habían forjado el temple de la nacionalidad, y con ese aliento vital acometieron los españoles la empresa de Indias, sin paralelo en la historia.

Para comprender el espíritu que preside y hace posible la gesta conquistadora del nuevo mundo se hace necesaria una breve revista de los acontecimientos premonitores que dan origen al nacimiento político del reino español. No se trata de reseñar su historia, propósito harto ambicioso en estudio tan ceñido a un tiempo y a un tema... Bástanos un simple enfoque sobre el panorama de la península ibérica del momento, la mera síntesis descarnada del clima y de los personajes de rol protagónico en época tan brillante como gloriosa y de ciertos acontecimientos que habrían de dar sentido de causalidad a sucesos posteriores.

En realidad, todo parecía presagiar para España -España en jubilosa alba destellarte- la singular empresa que el destino le deparaba.

En el lapso comprendido por las postrimerías del siglo XV y toda la siguiente centuria, la estirpe real castellana consolida en forma decisiva su posición política europea –Europa es entonces el mundo entero-, y este reino, pobre y dolorido por luchas recientes, conviértese en médula y cerebro de un vasto imperio poderoso. ¿Cómo se cumple tan rápida y estupenda evolución?

En las secas mesetas de Castilla -tierra señera de destinos- nace una mujer singular, Isabel de Trastamara, tocada por la gracia de Dios para dar a la corona castellana un pode río inigualado en el devenir de los siglos. En esta gran mujer recayó, por uno de esos imprevisibles misterios de la herencia, todo el aliento viril que faltó a su mísero hermano don Enrique. Y ella fué quien alentó, con extraordinario empeño, la aventura de Indias.

Su ascensión al trono de Castilla, en circunstancias por demás conocidas, se impone más por la natural gravitación de su fuerte y definida personalidad que por la ingrata disputa sobre la legitimidad de la presunta hija de Enrique IV, conocida por la Beltraneja.

Si la intuición de Isabel de Trastamara fué lo que hizo posible el nacimiento de un mundo nuevo, es oportuno señalar que, la empresa no se hubiera realizado de no mediar la regia aprobación de su bien amado esposo Fernando de Aragón. Pero a este señor le sobraban méritos -insospechados muchas veces- para ser siempre el competente consejero de su consorte. Y bien pronto comprendió este rey, temático y sagaz, el papel predominante que España -la flamante España y no ya los reinos de Castilla y Aragón- desempeñaría en el concierto europeo como lógica consecuencia del descubrimiento de Indias. Y el gran gobernante, cuya prudencia corría pareja con su astucia, consagróse con tenacidad aragonesa a la tarea de consolidar las bases del poder real, necesario para gobernar y cristianizar los vastos y ricos dominios de ultramar.

Isabel y Fernando, Fernando e Isabel. Estos dos arquetipos de la raza hispana fueron los artífices consumados de la nacionalidad española, realizando su obra maestra a ratos en el alfaneque del guerrero y a ratos en la inteligente conducción de la intriga palaciega

La victoria de Toro señala el hito inicial para la integración formal y anímica de los frágiles reinos en la abigarrada Hispania del medioevo. ¿De dónde sacarían fuerzas una reina empobrecida y un rey avaro para tal empresa? Quizá un íntimo sentido de predestinación les diese la energía necesaria para infundir a sus huestes guerreras el largo aliento para tara grande designio. Por esta escondida razón clamaba Isabel: -Castilla soy yo misma-, con un sentido histórico que en nada se asemeja, por cierto, al egoísta comentario del Rey Sol cuando más tarde dijo: -El Estado soy yo-. Solamente este fervor de convicción pudo hacer a esta reina capaz de conquistar la fidelidad de los señores feudales de Vasconia, Galicia, de la ciudad condal y, por fin, de Granada, meta ambiciosa de sus sueños.

 

Evoquemos a Isabel en esa hora. Corre el año 1492. El luminoso cielo granadino ve enarbolar en los altos alminares de la Alhambra el heráldico estandarte de Santiago, sobre el limpio fondo de la Sierra Nevada. Y ella y Fernando, desde su real de Santa Fe, asisten a la hora inaugural de España. Porque la toma de Granada no señalaba una fecha más en los fastos castrenses de sus reinos. Era el fin de una edad y el principio de otra. El pendón de Castilla sobre el castillo rojo de la decadente dinastía nazarita asentaba la hegemonía de los Reyes Católicos sobre firme peñasco que podría desafiar los estragos del tiempo. Los duques, condes y marqueses de la península ibérica serán en adelante, simplemente, funcionarios reales v no ensoberbecidos señores de un ciclo histórico cumplido. Ya no habrá infantes de Aragón que puedan retar al rey escribiendo: “Nos, que valemos tanto como vos, y que juntos valemos más que vos...”

Y ocurre que, en esta hora magna, al regocijo de Isabel y Fernando se suma el de un oscuro navegante llamado Cristóbal Colón, allí presente. Por coincidencia prodigiosa, el término de una empresa lograda señala el comienzo de otra. De la gran aventura cuya realidad parecía quimera de alucinados. En Santa Fe y en Granada se formulan los pactos sobre el primer viaje de Colón, inicio de la más alta proeza de los siglos y el más importante acontecimiento de la historia humana después de la encarnación del Verbo, como diría López de Gómara en su Historia General de Indias.

Los problemas de sucesión de esta dinastía de esplendente pujanza debían ser, por tanto, objeto de meditada decisión. Isabel y Fernando habían creado la moderna monarquía de la península. Necesitaban ahora europeizar la estirpe y nada más apropiado para el logro de este designio que realizarlo a través de pactos de familia. Tal política halló su cauce natural en la alianza matrimonial de su hija Juana, entonces lúcida doncella, con el arriscado Felipe, duque de Borgoña y primogénito de la casa de Austria. De Felipe, conocido por el hermoso debido a su gentil continente, y de su esposa Juana, la historia se ha ocupado con apasionado interés; pero hay que destacar que la sombra augusta del astuto Fernando pesaba como una presencia viva que ofuscaba todo otro resplandor. Juana y Felipe son así sólo el puente regio para que entrara a. escena un hombre singular ciñendo la corona más poderosa de ese siglo.

Carlos, hijo de esta pareja, había nacido en Cantes, y este príncipe que apenas entendía el castellano extendería su poder sobre un imperio tan extenso que “en sus dominios no se ponía el sol”.  Por María de Borgoña, su abuela, había, heredado la mayor parte de los Países Bajos y del Franco Condado; como nieto de los Reyes Católicos, las coronas de la flamante España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña; por su abuelo paterno Maximiliano, el Austria, la Estiria, Caríntia, Carniola, el Tirol y parte de la Suavia; y, finalmente, como soberano español estaban bajo su cetro los dominios de las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Océano. ¡Qué imperio!

Se educó el príncipe Carlos en la ceremoniosa corte de Borgoña, bajo la vigilancia de su abuelo Maximiliano, mientras su madre lloraba una locura de amor y su otro abuelo, Fernando, curaba de los reinos peninsulares y del vagoroso dominio de ultramar que crecía y crecía por minutos, en incontroladas proporciones. Pero, pese a su educación flamenca, Carlos no pudo sustraerse al influjo ancestral de su sangre materna, reuniendo así el refinamiento de los Habsburgo con la austera hidalguía y la reciedumbre de la estirpe castellana. Por eso el nuevo César de Occidente dió a la monarquía española el atuendo necesario al rango requerido por sus grandes destinos, La corte, plasmada en la severidad de los Reyes Católicos, fué remodelada por Carlos I de España y V de Alemania dentro de las nuevas pragmáticas. Al dictado castellano de Alteza sucedió el tratamiento de Majestad, y a los Grandes de España debía bastarles la honra de ser primos del monarca, de poder cubrirse en su presencia y de ser premiados con el Toisón de Oro borgoñés. ¡Pero la potencia ontológica del espíritu hispano era tan grande que bien pronto debía absorber la savia extranjera del poderoso emperador que ya regía los destinos del mundo!

 

Por esta indiscutible preminencia mundial, tocóle a Carlos ser árbitro, testigo y actor en todos los variados problemas de Europa. La herejía luterana amenazaba entonces, la unidad espiritual del imperio. Y contaban también las intrigas de Francisco I de Francia, de Enrique VIII de Inglaterra v las ambiciones terrenales del Papa Pablo III. Todo sumado, todo latente, en el preciso momento en que España se hallaba empeñada en la empresa civilizadora de Indias.

A Carlos V de Alemania correspondíale la decisión en la política planteada por el problema del cisma, como emperador de los príncipes alemanes. Pero Carlos V de Alemania era asimismo Carlos I de España, descendiente y heredero de los Reyes Católicos. El dilema quedaba planteado. Mas su decisión no podía admitir dualidad con la política tradicionalmente ortodoxa de la Corona de Castilla. La dieta de Worms avaló la decisión imperial consolidando la unidad espiritual de los reinos, necesaria para el gobierno de tan extensas, diversas y distantes naciones.

 

El recto sentido interpretativo de tal decisión nos de-muestra que el absolutismo que preside la conquista de Indias tiene sus raíces auténticas y profundas más en el sentí miento religioso de la colonización que en el propósito utilitario de la empresa. Esta singularidad, que alienta la gesta indiana, fructifica hoy, para los hispanoamericanos, en ese espíritu unitivo -que nos liga a todas las naciones integrantes de la gran familia hispánica.

Tal es la razón por la cual la corona de Castilla dió a la conquista de América un sentido misional, cuyo contenido ético y religioso fué plasmado por juristas y teólogos. Busca ron éstos, con ardoroso patriotismo, las normas legales que, sin contradecir los postulados de orden espiritual, cimentaran en forma definitiva la obra de sus esforzados capitanes.

Pasado el primer impulso de la conquista, entendió España que era necesario dar cauce legalista al torrente colonizador pues, de otro modo, corría el riesgo de perder las tierras ganadas a fuerza de enormes sacrificios y mayor audacia. Razas y caracteres diversos cubrían las regiones descubiertas desde Méjico y la Florida hasta el Cabo de Hornos. Los naturales del Nuevo Mundo se opusieron tenazmente, con vigor ancestral, al empuje avasallador de los conquistadores, portadores de una civilización, de una cultura y de una religión distinta, que no podían fácilmente suplantar a las instituciones y costumbres que tenían ya su arraigo y evolución propios. En el dilatado y disperso mundo descubierto, España encontró civilizaciones, que como la de los incas, mayas y aztecas, habían alcanzado un grado de cultura bastante avanzado. Pero asimismo existían también, paralelamente, organizaciones tribales que apenas superaban la edad neolítica.

Guiada, tal vez, por ese mesianismo histórico, la corona de España comprendió bien pronto que no podía crear en esta parte del mundo una sociedad vaciada en los moldes de la vieja Europa, sin considerar la condición natural del indígena y su ulterior evolución y destino. Los primitivos colonizadores ingleses y franceses de América del Norte, obedeciendo a otra ideología, conservaron allí una sociedad con toda la pureza de su origen. A ellos no les interesaba la colonización en base a la fusión con las razas indígenas. Ignoraron al indio mientras éste no se opuso a la natural expansión de sus colonias. Lenta y paulatinamente fueron empujando al aborigen hacia tierras más lejanas, por la ruta del oeste, dando comienzo así a una lucha de exterminio, sistemática y definitiva, que sólo finalizó en el siglo XIX.

Las corrientes vitales de la migración hispánica fueron exiguas en volumen pero poderosas por el espíritu nuevo que las animaba. Por eso creemos que es el momento de asegurar que el legado espiritual de España para el mundo hispanoamericano está constituido por la adaptación racional de las instituciones jurídicas del Derecho peninsular consagradas en el Fuero juzgo, la legislación Foral, las Ordenanzas de Castilla, el Ordenamiento de Alcalá y las leyes de Toro, que sirvieron de antecedente histórico para la formación del derecho indiano. Este derecho constituyó la expresión más acabada del espíritu castellano. Inspirado en sentimiento generosamente cristiano, sus leyes estaban enderezadas, por sobre toda otra consideración, al respeto de la personalidad del indígena, definido como ser racional y partícipe de la gracia divina.

La obra legislativa de Castilla en Indias fue tarea lenta y meditada, no imposición violenta y arbitraria de bárbaros conquistadores. Y el fundamento de tal sentimiento histórico debe ser buscado en la esencia anímica de la épica castellana.

La colonización no fué obra de aventureros de la nobleza, del clero y del ejército. Sien dice Ortega y Gasset, en su libro España Invertebrada, que la conquista fué obra popular; en ella lo hizo todo el pueblo, y lo que el pueblo no pudo hacer quedó sin hacer. Todo este caudal vital era impulsado por e1 ideal isabelino de protección y evangelización del nativo indiano, manda principalísima que se impuso a pesar del carácter absolutista que orienta la política de la casa de Austria, logrando la coperación de los naturales indígenas, la sedimentación de la conquista.

Este eclecticismo jurídico se hacía necesario también considerando que no fueron sólo Castilla y Aragón quienes con-tribuyeron con su aporte vital para la empresa colonial. En cada nao y en cada carabela que llegaba a América venían también vascos, extremeños, andaluces, asturianos y gallegos que traían en sus alforjas los propios fueros nativos y sus leyes particulares. ¡Oh fuerza inmanente del individualismo ibérico, irreductible a cualquier absolutismo, aun al de sus naturales señores!

Y así, por espacio de tres siglos, fué formándose ese monumento jurídico que se conoce como la Recopilación de las Leyes de las Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, formada por las Reales Cédulas, las Pragmáticas, las Ordenanzas y los Autos y Provisiones emanados directamente de la Corona.

 

La Real Cédula era refrendada por el Consejo de Castilla cuando debía aplicarse dentro de la jurisdicción que abarcaba el imperio español en Europa. Pero, cuando ella tenía atingencia con los dominios de ultramar, esta formalidad correspondía al Consejo de Indias. Las Ordenanzas constituían verdaderos códigos. Como ejemplo pueden citarse las ochenta y cinco Ordenanzas del licenciado don Francisco de Alfaro, Oidor de la Real Audiencia do Charcas, publicadas en Asunción el 12 de octubre de 1611, y la Ordenanza de Intendentes, del año 1782.

 

La legislación colonial de Indias tuvo su comienzo en las Capitulaciones, verdaderos contratos privados que la Corona celebraba con los conquistadores. El privilegio y el particularismo son sus dos características más acusadas, características que pronto hubieron de chocar, cuando la colonización progresó, con las regias prerrogativas y con las aspiraciones democráticas del estado llano. Las Capitulaciones son, mejor, un simple antecedente cronológico que auténtica fuente hístórico-jurídica del derecho indiano.

Las famosas Capitulaciones colombinas obedecieron a causas circunstanciales. Colón, tentado por las fabulosas riquezas del Gran Khan, buscaba el camino nuevo de un mundo viejo, feliz equivocación que regala al mundo viejo un mundo nuevo. Por otro lado, para Isabel la Católica, la aventura tenía un fin evangelizador, para el cual ella se sentía. predestinada. Por eso se hace difícil conjugar el sentimiento religioso de la reina con el propósito mercantil del genovés. Pero allí está Fernando, siempre sabio, que atina a satisfacer por igual las preocupaciones teológicas de su amada reina que el sentido utilitario de ese navegante equivocado. Los términos del acuerdo quedan por fin redactados, cuando ya todo parecía presagiar su fracaso. Después de arduas tratativas entre Colón y Juan Colonia, se firma la primera Capitulación en Santa Fe el 17 de abril de 1492. El arraigado concepto que Fernando sustentaba sobre el poder real constituía un escollo contra las pretensiones del descubridor, que ambicionaba para sí y para sus herederos las regias prerrogativas de un gobierno hereditario, aparte de otras pingües concesiones. Estas apetencias desmedidas fueron fatales para el Almirante y su descendencia provocando pronto pleitos y controversias con el consiguiente descrédito en la real estimación.

Cuando quedaron, por fin, apartadas las pretensiones excesivas de tal Capitulación y ubicado el mundo nuevo en su aproximada dimensión estimativa, la corona de España dedicóse a estructurar las bases jurídicas de los nuevos reinos teniendo en cuenta la telúrica de un mundo que, por cierto, rebasaba la posibilidad de concesiones previstas en, los moldes limitados de los pactos de Santa Fe.

La aplicación del derecho castellano en Indias fue realizada, como dijimos, con la prudencia que la realidad aconsejaba para ese nebuloso continente, tan desconocido que aun no tenía nombre. Porque la aglutinación racial que se operaba allí exigía una legislación consustanciada con el medio y no un mero trasplante de instituciones y leyes de Castilla.

En aquella época, la médula jurídica estatal de España estaba constituida por las Cortes, la Corona y el Consejo de ésta. La institución representativa de las Cortes no fué con templada en la legislación de Indias como cuerpo colonial. Las razones que influyeron en el sentimiento de la monarquía para suprimir este cuerpo legislativo en el derecho público indiano deben buscarse, en primer término, en los propósitos absolutistas de la casa de Austria. Además, no existía en España una Corte única de carácter nacional, y tan acusado era el sentimiento del fuero regional que el propio Carlos I tuvo que recorrer toda la península para que sus legítimos derechos al trono fueran confirmados por cada una de esas Cortes regionales. Por esa tendencia particularista fue que la monarquía no quiso compartir la competencia de sus funciones reales en Indias con cualquiera de ellas. Ni aún con las Cortes de Castilla, siendo las Indias castellanas, porque ello crearía una discriminación particularmente inconveniente al sentimiento nacional de un todo recién creado.

 

En cuanto al Consejo de Castilla, éste se transforma en el nuevo mundo en el Consejo de Indias. Mejor dicho, el Consejo de Indias nace del Consejo de Castilla, adquiriendo bien pronto tan relevantes funciones y prerrogativas que se convierte en el cuerpo jurídico más importante de los dominios de ultramar.

En los albores de la Conquista, el poder real actúa sin contradicción alguna, abroquelado en su absolutismo, y ejerce las funciones ejecutivas y legislativas sin cortapisa alguna. El Consejo de Indias comenzó sus actividades como simple sala adjunta al Consejo de Castilla, como cuerpo técnico y consultivo para los asuntos de Indias. Solamente en el año de 1524 adquiere jurisdicción efectiva; pero bien pronto la nueva institución cobraría tan extraordinaria importancia en todo lo relacionado con los problemas jurídicos, políticos y sociales de las nuevas provincias que enervaría al poder real. Un hecho circunstancial, al parecer sin importancia, afirmó definitivamente esa autoridad. En ese mismo año, el monarca enfermó de cuartanas y, agobiado por la molestia de su enfermedad, autorizó al Consejo de Indias a resolver los pleitos judiciales sin previa consulta regia. Desde ese momento el cuerpo se arroga facultades exclusivas que ya no abandonará y que bien pronto abarcan no solamente la competencia judicial sino también la ejecutiva y legislativa. Y estas facultades se van extendiendo, año tras año, a otras cada vez más importantes, llegando a tan alto predicamento que alcanzó suprema jurisdicción tanto en asuntos civiles y políticos como en militares y eclesiásticos.

 

El Consejo de Indias estaba integrado por un presidente v cinco ministros que formaban la Cámara. Venían después los funcionarios de alto rango, tales como el Canciller del Reino, custodia del sello real, el Cosmógrafo Mayor y el Catedrático en matemáticas, encargados de trabajos de geografía y, cosmografía, de las cartas de navegar y de los mapas de las tierras que se descubrirían. Otro funcionario importante era el Cronista Mayor, encargado de recoger para la posteridad la historia de Indias.

 

No debe confundirse al Consejo de Indias con la Casa de Contratación, llamada también Casa de Indias o Casa del Océano. Igual que el Consejo, funcionaba en Sevilla pero su fundación es de más antigua data y fué luego absorbida por aquél. Creada ya en el año 1503, intervenía exclusivamente en los fletamentos y en asuntos de carácter mercantil y marítimo. Prácticamente, era una oficina asesora de la Corona en las sucesivas y cada vez más importantes navegaciones para la prosecución del descubrimiento. En el año 1508 se creó para ella el cargo de Piloto Mayor del reino que tuvo tan ilustres titulares como Juan de Solís y Américo Vespucio.

 

Hemos descripto las tres instituciones de Castilla -la Corona, las Cortes, y el Consejo- dos de las cuales fueron el antecedente institucional para la estructuración primitiva de los organismos jurídicos de Indias, explicando también las causas que impidieron la extensión de la autoridad de las Cortes. Pero estos antecedentes institucionales tenían su asiento en la metrópoli. Cuando el sentimiento nativista de América comienza a ponerse de manifiesto en sus más diversas expresiones, a fines del siglo XVII, el poder del Consejo de Indias se debilita otorgando, por razones obvias, cada vez mayor autonomía a las instituciones que tenían su asiento en los dominios de ultramar, es decir, a las instituciones que funcionaban sobre el terreno mismo de su jurisdicción, tan distante de la península. Así, vemos robustecerse paulatinamente la autoridad de los virreyes y de las audiencias. Estas últimas, que en España tenían competencia netamente judicial, ven acrecer en las provincias del nuevo mundo su autoridad hasta sobrepasar la órbita judicial para ejercerla también en lo político; a tal punto que, con el devenir del tiempo, crearon verdaderos conflictos de poder a la autoridad de los virreyes, que auténticamente eran representación ejecutiva del monarca. La primera de las Audiencias creadas en Indias es la de Santo Domingo; la última es la que funcionaba en Buenos: Aires. Estaban formadas por Oidores, cuyo número variaba según la categoría de cada una de ellas y según fueran pretoriales, virreinales o subordinadas junto a este s instituciones existían también en las ciudades indianas los municipios, cuya principalísima importancia no se ha destacado suficientemente. El Cabildo indiano no era. Un mero trasplante del Municipio español, cuya autoridad emanaba teóricamente del común. Decirnos teóricamente porque en la práctica, no siempre fué lo que debiera, es decir, de representación popular. Vemos así el ejemplo del municipio de Asunción. Creado por Irala en el año 1541, cuando convirtió de esa manera la plaza fuerte en ciudad, fue primitiva-mente formado por funcionarios elegidos directamente por el pueblo; pero, cuando al año siguiente tomó posesión de su cargo el segundo adelantado del Río de la Plata, don Alvar Núñez Cabeza de Vaca, una de sus primeras determinaciones de gobierno consistió en el desconocimiento de la legalidad de tales funcionarios comunales y en el nombramiento discrecional de otros en su reemplazo.

De cualquiera manera, el municipio indiano es el primer núcleo democrático del nuevo mundo. Su influencia durante la colonia fué decisiva en la preparación de las conciencias para la emancipación política de las naciones hispanoamericanas.

La inspiración que informa al municipio indiano es, como expresamos, de puro origen peninsular y su antecedente inmediato lo constituyen las antiguas comunidades de Castilla y Aragón.

No olvidemos que durante el reinado de Carlos de Austria la lucha de las comunidades españolas adquiere contornos de un patetismo inigualado que desemboca en la inmolación de Villalar, en 1521, en el suplicio de Juan de Padilla y sus bravos, compañeros castellanos ajusticiados por orden imperial. Este sentimiento libertado y popular comprueba una vez más la consagrada verdad de que las ideas no se matan con la, fuerza.

Todo este ambicioso anhelo de autodeterminación de las comunidades castellanas rebrota en América como lozano capullo, a través de la institución municipal y su cuerpo representativo, el Cabildo. Aquel grito comunero, tan auténticamente español, de “Santiago y Libertad” alcanza muy pronto su eco augusto en el ámbito de la América hispánica. Cada vez que el poder absolutista de los Austria trataba de doblegar la voluntad del común, la reacción se producía. En el Perú ocurrió en el año 1548. En Méjico, un municipio llegó a deponer al mismo virrey, en 1623. Un siglo más tarde debía estallar en el corazón de América, en esta misma Asunción florecida de lapachos, un pronunciamiento conocido como la revolución comunera del Paraguay. Con sobrada razón afirmaría, pues, Alberdi, al referirse más tarde al Cabildo colonial, que la soberanía del pueblo existía va en América, como principio y como hecho, en el sistema municipal que nos había regalado España.

En el desenvolvimiento institucional de los municipios indianos pueden señalarse dos periodos. En la primera época, sus miembros, llamados regidores, eran elegidos por votación popular y duraban un año en el cargo. En época posterior, solamente el cargo de Alcalde Mayor era electivo. Los demás dependían del nombramiento de gobernadores; y generalmente, se adjudicaban a quien mejor los pagara.

El Cabildo estaba compuesto, además del alcalde mayor, por los alcaldes de Primero y Segundo Voto, encargados de la administración judicial, con fallo apelable ante las audiencias. También formaban parte del cuerpo el Fiel Ejecutor y el Alférez Real. Era tal la autoridad que emanaba de sus cargos que, cuando los alcaldes portaban la vara de la justicia, en el desempeño de sus funciones, se trocaban en personas intocables hasta para los mismos gobernadores.

 

Tal era, en síntesis, la institución del municipio en Indias, fiel expresión de su magnífico modelo hispano de viril enjundia soberana. Repito que no se ha destacado suficientemente la trascendente importancia de esta institución indiana como antecedente histórico de la conciencia democrática de América. Es sin embargo, su primer brote y su inicial expresión. Sola-mente algunos forjadores de la conciencia hispanoamericana, como Alberdi, Varela -y aun el mismo Sarmiento antiespañol— han recalcado la importancia de este organismo de origen hispano y popular.

Hasta aquí hemos esbozado brevemente los organismos más importantes que integraban la estructura jurídica del imperio de Indias y sus características más acusadas. Pero el cuadro basta para comprobar que, comenzando por la Corona, la más elevada institución secular, hasta el popular municipio, todos esos organismos han tratado, por igual y con idéntico propósito, de modelar en esta parte del mundo una sociedad estructurada sobre bases jurídicas de sentida y auténtica inspiración cristiana. No es aventurado afirmar que tal legislación, en aquel tiempo; constituye ya importante anticipo para el ideal del Estado de Derecho, ideal del cual se ufana la ciencia política moderna como paradigma de nuestra civilización.

La natural limitación de esta revista de la legislación española en Indias no nos permite tratar del patronato real y del derecho público eclesiástico. Ambas instituciones desarrollaron, durante todo el período colonial, una función de extraordinaria preponderancia. Su estudio, por escueto que sea, tendría que ser materia de un trabajo mucho más extenso. Pero podemos afirmar, de paso, con la ilustre autoridad de Niceto Alcalá Zamora, que “el bosquejo de lo que fué la legislación de Indias en las relaciones de Iglesia y Estado se completa recordando que la amplitud del fuero eclesiástico, como regulada por las mismas leyes; encuentra en ellas sus restricciones y en la autoridad de audiencias, virreyes y consejo, que rodean a la Corona, la última solución de conflicto jurisdiccional, cuya decisión pasa de doctrina legal o jurisprudencia a ser ocasión y forma de nuevo precepto”.

El otro aspecto que debe ser considerado dentro del cuadro jurídico del presente tema está constituído por el derecho sustantivo o de fondo. No cabe aquí su exégesis. Trataremos solamente de tender una breve visión -panorámica para establecer apenas la orientación que la sustentó y las etapas de su natural evolución.

Si juzgamos con estricto criterio jurídico, no existió un código de Indias sino sucesivas recopilaciones de leyes de orden administrativo, civil, penal y político que tuvieron vigencia en las colonias hispanoamericanas durante la dominación de España.

 

La primera recopilación realizada comprende a las leyes dictadas desde el descubrimiento hasta la publicación del llamado Código de Encinas, en 1596. Durante esa época, la Corona encomendó al virrey de Nueva España el primer ordenamiento legal. El virrey encargó de ello al fiscal de la audiencia, don Vasco de Puga. De aquí el nombre que tomó la compilación, conocida como el Cedulario de Puga. Fué editada en la ciudad de Méjico en el año 1563.

En el Perú, por esta misma época, se realizaba también un trabajo legislativo similar, durante el virreinato de don Francisco de Toledo. Este dictó disposiciones de gran valor social legislando, principalmente, sobre el régimen político, económico y civil del indio en el trabajo de las minas. Una orientación altamente humanitaria inspiraba estas leyes, que por su espíritu no tenían similar en otras naciones colonialistas. Al hacerlas, el virrey Toledo fué asistido por un ilustre jurista de la época, don Juan de Matienzo, oidor de la audiencia de Charcas. Conocedor profundo de la idiosincrasia colonial, Matienzo escribió un tratado sobre el régimen de los ecomenderos y elevó al rey un memorial sobre reformas administrativas fundamentales.

 

También a este período pertenece la Real Cédula del 19 de octubre de 1514, de directa inspiración fernandina. Tal cédula autorizaba el matrimonio de españoles con indias y de indios con españolas, estableciendo que ninguna autoridad ni pretexto alguno pudiera impedirlo, ni aun el mismo mandato real.

Provisión tan humana como revolucionaria para el concepto sociológico de la época debía alcanzar, forzosamente, proyecciones insospechadas en la formación social y étnica de América. El tenor de esta disposición demuestra que la política española con respecto a las poblaciones aborígenes no fue de exterminio  ni de aislamiento, sino de atracción moral y de igualdad jurídica. No olvidemos en ningún momento que éste es uno de sus rasgos característicos.

En el año 1592 se publica la recopilación realizada por el secretario del Consejo de Indias don Diego de Encinas. El mérito de la obra reside principalmente en sus concordancias, que facilitaban en grado sumo la aplicación de la ya extensa legislación indiana. Fué titulada Cedulario Indiano y apareció como obra oficial del Consejo de Indias, pero todo su mérito corresponde a don Diego de Encinas. Veinte años de intensa labor fueron necesarios para que este incansable investigador completara su trabajo. El Consejo de Indias no premió el mérito de este jurista no mencionando siquiera su nombre en la publicación.

Del Cedulario de Encinas se hizo una edición muy limitada; así se explica que pronto se agotara siendo hoy obra rarísima. Se conocen solamente dos ejemplares de la misma. Uno que guarda la Biblioteca Nacional de Madrid en su sala de Raros, y otro incompleto que se halla en la Biblioteca de Santiago de Chile. Recientemente el desaparecido Consejo de Hispanidad ha publicado una edición facsimilar del ejemplar de Madrid.

El segundo período se inicia con la vigencia del Cedulario de Encinas y se extiende hasta el año de 1628, fecha en que se pusieron en uso los Sumarios, recopilación de leyes que llevó a término el licenciado Don Rodrigo de Aguiar y Acuña, miembro del Consejo de Castilla. Conviene destacar la obra meritísima del jurista que colaboró con su autor. Se trata de Antonio de León Pinelo. El lugar de su nacimiento no está esclarecido; algunos afirman que es de origen americano, nacido en Lima., y otros le suponen español peninsular. El historiador chileno José Toribio Medina afirma que las obras fundamentales de Pinelo son la Recopilación de las Leyes de Indias y El Aparato Político de las Indias Occidentales. Esta última contiene toda la jurisprudencia del Derecho indiano entonces en vigencia.

 

El tercer período abarca desde el año 1628 hasta la recopilación definitiva de 1680. Esta última es la más conocida, aunque con posterioridad se volvieron a efectuar modificaciones por razones obvias. Fué publicada bajo el reinado de Carlos II. El corpus se divide en nueve libros, con 218 títulos y en ellos 6.636 párrafos o leyes.

También es oportuno señalar la labor de exégesis legal de los juristas hispánicos de la época. Citar a todos sería ardua tarea y naturalmente extensa. Pero hay que nombrar a los más calificados. En primer término, está el domínico Fray Francisco Vitoria, profesor de Teología en la cátedra Prima de la Universidad de Salamanca. La vocación hispánica para la empresa civilizadora del Nuevo Mundo es interpretada en forma admirable por este ilustre religioso, que inspiró la generosa legislación que presidiría el orden jurídico indiano. La formulación de su ética constituye una síntesis admirable en que armonizan las relaciones de la potestad civil con la eclesiástica. Teólogo y jurista a la vez, el maestro salmantino infunde al derecho hispánico un sentido ecuménico cuya ideología tiene trascendencia perdurable. La obra de Fray Vitoria está condensada en sus Lectiones y Relectiones. Y la proclamación de la igualdad jurídica de los pueblos y el respeto de la personalidad del indio señalan los fundamentos éticos del moderno Derecho de Gentes que tiene, en Vitoria, su más ilustre, precursor.

El excelso magisterio que ejerció a través de la cátedra el ilustre domínico fue recogido por su discípulo Francisco Suárez, cuyas doctrinas también contribuyeron a la legislación indiana.

Otro jurista insigne, que durante el siglo XVII ejerció gran autoridad como docto tratadista, es Juan Solórzano y Pereira que, como Francisco Vitoria, enseñó en Salamanca. En el año 1609 fué nombrado oidor de la audiencia de Lima. Sus comentarios de doctrina se encuentran expuestos en su obra básica Política Indiana, publicada en 1646. Propició con ardor la igualdad jurídica del criollo y del mestizo frente al español peninsular, considerando a los primeros tan capacitados como el último para ocupar cualquier cargo público.

El pensamiento jurídico hispano había llegado a tan alto predicamento que los tradicionales exégetas romanistas, como Bártolo y Baldo, fueron substituídos por los citados y por una pléyade de brillantes continuadores, tales como Soto, Bañes, Menchaca, Castro y otros.

 

Del bosquejo realizado hasta aquí podemos extraer elementos suficientes de juicio para llegar a la afirmación categórica de que todo el sistema jurídico de Indias, elaborado durante tres siglos, resume una unidad de propósitos que difícilmente puede negarle, en su aspecto esotérico, la categoría técnica de un código. En su entraña anímica, alienta toda  esa extensa legislación un acusado espíritu de redención civilizadora, como resultado del esfuerzo tenaz y altruista de un pueblo imbuído del sentido heroico de la vida y de una mística religiosa.

Ya no cabe, en la actualidad, la exégesis legal del mono— memo jurídico de España en Indias, teniendo en cuenta que, ha perdido vigencia. Pero su estudio es de extraordinario valor histórico para una exacta interpretación de la gesta castellana, única forjadora de nuestra cultura occidental.

De esta suerte, España se prolonga, pervive y permanece,  en Hispanoamérica. No es ésta un mero apéndice de aquélla sino parte de un todo armónico. Por tal razón fundamental la ruptura de los vínculos políticos con nuestra fidelísima madre, lejos de separarnos en nuestro común destino, ha fortalecido, más aún, los lazos de tradición, religión, idioma y raza.

         A España corresponde la gloria de haber encauzado y modelado ese enorme torrente vital indígena que se incorpora a la civilización helenocristiana, a través de ella, merced a su sabia legislación inspirada en un sentimiento avanzado de fraternidad humana.

 

Terminóse de imprimir el día 2 de enero de 1957,

en los talleres gráficos Lucania, Lavalle 1927,

Buenos Aires, Rep. Argentina

 

  

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