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CARLOS MATEO BALMELLI

  ITAIPÚ – UNA EXTRAÑA DESTITUCIÓN - Ensayo de CARLOS MATEO BALMELLI


ITAIPÚ – UNA EXTRAÑA DESTITUCIÓN - Ensayo de CARLOS MATEO BALMELLI

ITAIPÚ – UNA EXTRAÑA DESTITUCIÓN

TOMO IV

Ensayo de CARLOS MATEO BALMELLI

 

© Carlos Mateo Balmelli, 2011

© De esta edición:

Santillana S.A., 2012

Avenida Venezuela 276

www.prisaediciones.com/py

Dirección editorial: María José Peralta

Edición: Diego Tomasi

Diseño de cubierta: José María Ferreira

Fotografía de cubierta: Fernando Allen

ISBN: 978-99967-642-8-8

Impreso en Paraguay.

Printed in Paraguay

Primera edición de 4 tomos: 

mayo de 2012 (93 páginas)

 

Quedan prohibidos la reproducción total o parcial,

el registro o la transmisión por cualquier medio

de recuperación de información,

sin permiso previo por escrito de Santillana S.A.

 

INTRODUCCIÓN A LOS 4 TOMOS

Itaipú es el proyecto hidroeléctrico que más energía produce en el planeta, pero no es solo eso. Es un símbolo de la relación de fuerzas entre los países sudamericanos, y es también una causa nacional para los pueblos de Paraguay y Brasil. Durante dieciséis meses, Carlos Mateo Balmelli fue director paraguayo de la entidad binacional Itaipú. En ese período, vivió de cerca la complejidad de los procesos de cambio, acercó las posiciones de los dos países y, al mismo tiempo, se desencantó del rumbo actual de la conducción política en su tierra.

Itaipú, una reflexión ético política sobre el poder es un análisis profundo y documentado sobre el funcionamiento de una re-presa fundamental para el continente. Es, además, un debate sobre la práctica política, las relaciones internacionales y el lugar de Paraguay y Brasil en la región. Y, fundamentalmente, es el relato en primera persona de un protagonista de los esfuerzos realizados por lograr un ejercicio del poder más responsable y más honesto.

Esta nueva edición de Itaipú, una reflexión ético-política sobre el poder se publica en cuatro volúmenes (Un funcionario en tiempos de Lugo, Cómo gestionar la energía, Hacia la igualdad energética y Una extraña destitución), cada uno con un enfoque diferente sobre la problemática de la represa, y sobre las percepciones (y las acciones) de Carlos Mateo Balmelli acerca de un tema que es, para todo Paraguay, una causa nacional.

 

 

 

ÍNDICE

 

Últimos momentos en el seno del poder

La conquista del respeto

La tensión en la convivencia

La destitución

Epílogo

 

 

PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

 

         El presente volumen, que finaliza la serie, relata los últimos momentos de Carlos Mateo Balmelli en la dirección paraguaya de Itaipú Binacional. Esta crónica está acompañada de una reflexión sobre las últimas decisiones de su gestión, y un panorama sobre la totalidad de su paso por la institución.

         Además, este volumen incluye un apartado que narra las curiosas circunstancias en las que se produjo la destitución de Mateo de su lugar en la empresa, y las consecuencias de esa salida.

         Finalmente, a modo de epilogo a los cuatro volúmenes, el autor ofrece una reflexión filosófica que combina un profundo conocimiento de los grandes pensadores modernos y apreciaciones sobre el poder y el ejercicio de la función pública.

 

 

LA DESTITUCIÓN

 

         «Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca; y si al alma su hiel toca, esconderla es necedad». Los versos del poema de Francisco de Quevedo, creo, describen con palabras apropiadas el cuadro en el que una decisión política genera el enfado que uno siente cuando se reconoce usado como medio para los fines de otros.

         La narración del porqué, el cómo y el cuándo de mi abrupta y descortés separación del cargo merece un espacio destacado, no para alimentar la morbosidad del lector, ni tampoco para convertir esta obra en una suerte de libelo acusador. Lo vamos a hacer desde una posición desprovista de todo prejuicio o predisposición emocional, y nuestra intención quiere aprovechar este hecho puntual para involucrar a quien se preste a leer este trabajo en un proceso de reflexión que indique las formas y el contenido que debe guardar la política cuando se la ejerce pensando en proyectos incluyentes y no solamente en intereses personales o grupales. Al mismo tiempo, aprovecharemos la oportunidad para tratar de entender la psicología de los hombres que llevan a cuestas la responsabilidad de conducir las riendas del gobierno. Lejos estaría de la verdad si afirmase que mi destitución fue inesperada. ¿Cómo puede pasar desapercibido, con todo lo que hemos expuesto, que mi estilo de gestión y mi valoración de la función pública eran incompatibles con las expectativas del círculo áulico del Ejecutivo? Lo dije en varias ocasiones, los rumores de mi salida estuvieron rondando en forma de cabildeos, ocupando las columnas de los medios y fueron tema privilegiado en los círculos de amigos desde donde las elites confiscan el poder del soberano.

         Invariablemente, supe que mi actuación disgustaba, pero no estaba dispuesto a pagar el precio de la claudicación. No quería pasar de director general a títere, ni que los hilos fueran movidos por las manos de quienes, aprovechando su cercanía al poder, escudriñan hasta encontrar el negocio y la oportunidad e, invocando la «justa causa», arremeten contra los recursos institucionales. Son los procuradores del hurto altanero que reviste visos de legalidad, y reclaman su legitimidad.

         Tenía la certeza de lo que iba a suceder. No obstante, nunca esperé la forma en la que se llevó a cabo, primero por pensar que todos somos merecedores de respeto, y segundo porque, si bien mi estilo caía mal, nunca fui desleal con el presidente. La forma de mi separación de la función que me había sido encomendada permite abundar en todo tipo de conjeturas. Al tiempo que me sentía indignado por el ridículo que me hicieron pasar, concluí que los hombres acostumbrados a luchar por su cuenta resultan ser malos soldados. Esto lo comprobé en ocasiones reveladoras de actitudes ambiguas y desleales de amigos convocados a prestar servicios. Observaba, con mucha tranquilidad, la doblez de su actuación. Nunca esperé lealtad para ser cómplices en el delito, como es obvio, pero tampoco para construir un liderazgo. Exigía una reciprocidad que se compadeciera con la ética y el compromiso de sanear una institución para demostrar a nuestro pueblo que se puede gobernar sin robar.

         Considero que manejé con sabiduría circunstancias que terminan agriando las relaciones humanas. Sería muy soberbio de mi parte erigirme en una figura invulnerable a las traiciones y a las deslealtades que, además de ser moneda de curso legal en la política, denuncian la invariabilidad de la naturaleza del hombre desde antaño. No debemos olvidar que Dante condena al máximo desprecio y castigo a los ángeles que, en la lucha entre Dios y Lucifer, permanecieron neutrales.

         Cuando me percataba de alguna canallada, la más de las veces, para no generar fricciones, tenía que aparentar que no me daba por enterado. A pesar de ello, en varias ocasiones me vi obligado a tener reacciones que reflejaban mi mal genio siempre expectante, pero cubierto por el traje de la diplomacia. Estas ocasiones se sucedían a diario y muchas estaban inducidas desde fuera. Era innegable lo incómodo de mi presencia al frente de la institución. Había cerrado la canilla, es decir que la empresa «no chorreaba para nadie». A quienes creen que los cargos están para enriquecer a los amigos, no les servía mi gestión. Por eso las famosas conspiraciones y los rumores permanentes de mi destitución.

         Soy un asiduo lector de novelas históricas y autobiográficas, y recordaba personajes que marcaron el rumbo de la humanidad pero fueron traicionados por familiares, allegados íntimos o simples colaboradores. En mi mente, para evitar reacciones intempestivas, actuaba como freno represor la imagen de Jesucristo negado por Pedro Simón y vendido por Judas Iscariote, de César acuchillado por su sobrino Bruto, de Bonaparte hostigado por las intrigas y habladurías de Fouché y la complicidad traidora de Talleyrand. Estas comparaciones históricas no solamente ponían riendas a mis emociones, sino que también enfriaban mis pasiones. Me servían para reírme de mí mismo, un minúsculo personaje en un pequeño país sumido en el atraso, en medio de un laberinto cuya salida conducía a un abismo. Para convivir pacíficamente con tanta deslealtad e ingratitud llegué a la siguiente conclusión: el problema de los traidores no es que existan, sino que nunca son bienvenidos. Dicho de otro modo, la vida me impartió una lección, siempre agria y desagradable. Nos defraudan solo quienes fueron receptores de nuestra confianza.

         Concebía la lucha por la institucionalización de la Itaipú como un esfuerzo compartido por amplios sectores de la sociedad civil, pero cometí el «error» de conectarme con la gente aislándome de los actores políticos que en primera y última instancia deberían ser los protagonistas e incitadores de los cambios.

         El día de la firma de la declaración presidencial de julio de 2009, a la que fui invitado contra la intención de los integrantes del «fundamentalismo energético» de excluirme de cualquier reunión formal o evento social, sentí que mi presencia en el gobierno no era bienvenida. La malquerencia, ejercida por los sectores descontentos con mi actuación, llevó a mi destitución e hizo realidad mi premonición: no hay sentimiento más viciado que el amor a la fuerza.

         De no haber sido Lula el titular del Ejecutivo brasileño, la declaración no se hubiera firmado. Se necesitaba un líder carismático, a la manera de Juan Domingo Perón, de Torrijos, de Churchill, de De Gaulle, es decir, de aquellos que miran la política pensando en la posteridad. El estadista ejerce el liderazgo por encima del presente debido a que vislumbra el color de las luces de «las auroras que aún no han resplandecido» o, entrevé, en el acontecer histórico, al futuro identificado con la fatalidad.

         Cuando se produjo la firma del documento se veía, en el rostro de los funcionarios brasileños, la insatisfacción, o, por qué no, la imagen de la derrota. Esta situación denotaba un estado de ánimo en los burócratas que no alentaba la esperanza de que su aprobación en Brasil fuera cosa fácil. Comprendí que los presidentes habían dado un paso en el sentido correcto, pero tampoco significaba que el establishment político, diplomático, económico y energético fuera a dar alegremente su beneplácito a la decisión presidencial.

         Estaba seguro de que la batalla del convencimiento debía ser librada en Brasil. En Paraguay, la firma del acuerdo fue recibida con aplausos y considerada el único logro, hasta ese entonces, del presidente Lugo. No debemos olvidar que el gobierno estaba prisionero de las expectativas que provoca el cambio. La gente se sentía defraudada, porque el gobierno no producía los resultados prometidos. Además, en la comparación entre la realidad y la esperanza, sale siempre triunfadora esta última. La distancia entre ambas aparejaba decepción y desolación en un pueblo que llevaba décadas buscando nuevos rumbos.

         Mi percepción del encuentro presidencial no era optimista. Comprendí, después de haber recorrido y aprendido algo de Brasil, lo espinoso de este tipo de decisiones y las disputas que acarrean en países con sistemas energéticos manejados dentro de un esquema mixto de mercado regulado y libre. Me alejé del triunfalismo y de todo aquello que debilita la voluntad, llámese facilismo, tranquilidad o despreocupación. Era consciente de que trasladar el documento presidencial a la realidad no se iba a dar por generación espontánea; serían, de nuevo, el esfuerzo y la inteligencia de nuestra voluntad los medios para articular un consenso interinstitucional en Brasil.

         Me comprometí a visitar a todas las personas que podían interesarse e involucrarse este proceso de integración energética que ya contaba con su primera pieza. Luego busqué entrar en contacto con los grupos capaces de acelerar e impulsar esta iniciativa. Más que nunca entendí la importancia de los contactos personales. El mundo podrá ser global y podremos compartir la sociedad en redes, pero Internet, el teléfono celular y las teleconferencias nunca podrán sembrar, en las relaciones humanas, lo que se cosecha en una conversación acompañada de bebidas que animan y desinhiben a los garladores.

         Me encontraba en Recife realizando gestiones con parlamentarios brasileños para la aprobación de las reversales. Aproveché diez días de vacaciones para alejarme del país, pero no en búsqueda del descanso reparador, sino en el esfuerzo de lograr que se concretara en hechos la declaración presidencial de julio de 2009. Ni bien se firmó ésta, intensifiqué mis contactos con Brasil. No quería desperdiciar una sola oportunidad de dialogar y convencer a los brasileños de diferentes sectores de que la opción de la integración energética y todas sus ventajas podrían tener como herramienta inicial la declaración presidencial. Por ello, no desprecié ningún contacto ni posibilidad de mantener conversaciones constructivas.

         Coherente con esta intención, un domingo a la tarde visité, acompañado de Roberto Schwarz y Grecia de la Sobera, al doctor Fernando Enrique Cardoso. El encuentro en casa del ex titular del Ejecutivo de Brasil consistió en una larga conversación en la que el nivel intelectual del anfitrión y las preguntas a las cuales me sometía forzaron y estimularon mis neuronas. El ambiente en el cual se desenvolvió la conversación fue distendido, informal, y en ningún momento Cardoso hizo notar su condición de ex presidente. Me llamó mucho la atención su trato llano e intimista, ya que él mismo servía el café. Como debe suceder en el intercambio de opiniones con una persona de la catadura intelectual de mi interlocutor, hablamos por un par de horas de temas como la función y la necesidad de promover las energías renovables, el nuevo papel de los Estados Unidos de América bajo el liderazgo de Barack Obama, la situación política latinoamericana, el liderazgo brasileño y la Itaipú Binacional.

         Cuando abordamos el tema de la entidad lo hicimos desde la perspectiva de la integración energética y de la búsqueda de un mayor aprovechamiento de los recursos hidráulicos de nuestros países. Acercarme a Cardoso fue de fundamental importancia porque sigue siendo un referente que lidera sectores importantes de la opinión pública y de la prensa. Una opinión de este señor, en Brasil o en cualquier otro lugar, tiene repercusión y afecta a quienes toman decisiones. Además, su influencia sigue vigente en actores de la oposición brasileña.

         Debíamos triunfar en Brasil sin caballo de Troya; por eso, nosotros, los interesados, teníamos que ser confiables para construir el acuerdo con respecto al tema de Itaipú. No había que pasarse de vivos. La astucia en esta coyuntura consistía en no fatigar ni fastidiar con argumentos fantasiosos y falaces. Teníamos que elaborar y transmitir de un mensaje convincente y racional. La combinación de la seriedad con la sinceridad al presentar los argumentos y plantear las reivindicaciones era la fórmula que nos ahorraría el esfuerzo de proyectar en el horizonte energético de la integración un espectáculo lúgubre que se expresase en la falta de resultados. Lula estampó su firma en la declaración presidencial, pero ésta no expresaba ni contenía un consenso nacional dentro de Brasil. Debíamos actuar en territorio ajeno. Debido a esta estratagema, el contacto con Cardoso cumplía una función invalorable: demostrar a todos aquellos que en su país asimilaban las cuestiones de Itaipú a la confrontación de Evo Morales contra la PETROBRAS que nuestro asunto distaba de asemejarse al litigio de Evo. Reclamar nuestros derechos no era declarar la guerra, y que Lula fuera el receptor de estos reclamos no significaba un acto de traición a los intereses de Brasil. Debíamos convencerlo de que los paraguayos buscábamos, en el país vecino, un consenso con respecto a la integración energética y a los temas derivados de la Itaipú. Para ello era necesario un entendimiento brasileño interpartidario e interinstitucional en lo relativo a la relación con Paraguay.

         En Cardoso encontré un hombre predispuesto a escuchar y a colaborar con Paraguay. Su lucidez intelectual le permitió rápidamente descifrar las coordenadas de los problemas. Antes de despedirnos le solicité que nos hicieran una fotografía y su autorización para difundirla en la prensa local e internacional. Diarios brasileños de influencia nacional se hicieron eco del encuentro y publicaron la foto. Su aparición era una señal, para muchos sectores, de que los paraguayos teníamos acceso y capacidad de interlocución con actores estratégicos de la política y del pensamiento internacionales. Animar la imagen de que somos, como se dice en alemán, «salonfaehig» (capaces de estar en un salón) también era parte del trabajo, no para vencer, sino para convencer. Este concepto es empleado, en las relaciones internacionales, por los germanos para expresar la capacidad que posee un Estado de sentarse a la mesa de negociaciones y diseñar la arquitectura del orden político internacional. La Alemania de la posguerra fue excluida de los procesos en los que se bosquejaba el nuevo ordenamiento elaborado por los aliados triunfadores.

         Era consciente de que los personajes más encumbrados del vecino país tenían una agenda cargada de actividades, y tampoco era ningún descubrimiento saber que, en las prioridades de algunos de ellos, Paraguay estaba en el primer renglón. A pesar de ser Brasil un país continente, con las cualidades de un líder emergente, con un potencial que ya lo ubica entre las economías más grandes del mundo, no dejaba de sorprenderme la visión aldeana de Brasil en el mundo que poseen algunos dirigentes designados para diseñar y ejecutar políticas públicas de impacto estructural.

         Otra situación que llama la atención es definida a partir de un manejo estanco de la cosa pública. Cualquiera pensaría que, a pesar de tratarse de un Estado federal, existiría mayor conexión de la que existe entre los diversos actores que integran el sector público brasileño. Era curioso el hecho de hallar más información en el sector privado que en el público, donde muchas veces no se poseía tal información, o donde se accedía a ella tardíamente. No es mi objetivo analizar las características constitutivas y conductivas de la burocracia pública brasileña, mas quedaba claro que tanto enredo administrativo revelaba un sector público manejado con criterios tradicionales, y que el feudalismo burocrático no expresaba la fragmentación que puede provocar el federalismo, sino que más bien reflejaba el atavismo de la atadura entre una empresa pública y su lealtad y funcionalidad a un grupo político. Dimensioné que no se trataba de una burocracia de inspiración weberiana, fundada en los principios de legalidad, racionalidad y neutralidad, sino que más bien en su estructura se sentía el andar lento y engorroso de todo cuerpo administrativo relleno de mucha grasa y usado como coto de caza por algún grupo político.

         Entendí que este esquema administrativo, lejos de facilitarnos las cosas, iba a poner las trabas que surgen a consecuencia de la falta de comunicación y de las pujas políticas. Este panorama sombrío debía ser desmontado y sustituido por uno en el que nosotros hiciéramos que Itaipú figurase en la agenda y en las prioridades de todos los actores comprometidos en esta trama que, de llegar a realizarse en buenos términos, supondría una integración energética que afectaría las relaciones de poder dentro de nuestras sociedades.

         En este contexto, comprendí la necesidad de que las decisiones que toman los burócratas puedan ser revisadas y corregidas por la voluntad política de los actores. Con relación a esto, merece la pena mencionar el compromiso asumido por el senador de Matto Grosso Delcidio do Amaral, que, antes de que yo asumiera el cargo, vino a Asunción a visitarme y posteriormente me recibió en su casa en la ciudad de Campo Grande. Esos encuentros sirvieron para elaborar una agenda de integración energética que reuniera la condición de un mejor aprovechamiento de las aguas del río Paraná y garantizara la distribución equitativa de la renta económica producida por la Itaipú. Tanto él como yo, a lo largo de todas las conversaciones, expresamos ideas relativas a la arquitectura político-institucional de la región. Teníamos algo en claro: que la integración energética es un elemento movilizador para el desarrollo de nuestros países.

         El senador Do Amaral representa la posición política según la cual el liderazgo brasileño debe fundarse en la reciprocidad, en la igualdad jurídica y en una integración que sea beneficiosa en las mismas condiciones para todas las partes. Delcidio elaboró una extensa agenda que me permitió tomar contacto con actores involucrados en el sector energético, en la economía y con sus otros colegas parlamentarios de todas las bancadas. Todas las veces que visité Brasilia para explicar las ventajas de una nueva aplicación del Tratado de Itaipú, Delcidio, gentilmente, me cedió su oficina y toda la infraestructura necesaria para realizar mis actividades.

         El senador Do Amaral posee una visión global de los problemas regionales, además de una virtud escasa en los políticos: cuenta con la capacidad de crear consensos. Es de aquellos que, sin temer a la polémica, considera el diálogo y el acuerdo como el mejor método para alcanzar un fin determinado.

         Cuando me comunicaron mi destitución, estaba moviendo los papeles a sabiendas de que en la política y en el sector público estos no caminan por sí solos. Minutos antes de recibir la llamada en la cual me comunicaban mi separación del cargo, habíamos iniciado un desayuno de trabajo con parlamentarios brasileños de la zona, que tuvieron la gentileza de acceder a mi invitación. Todas las conversaciones mantenidas con parlamentarios brasileños, salvo las llevadas a cabo con el senador Delcidio do Amaral, empezaban con una introducción histórica. En cada ocasión era más grande mi sorpresa cuando descubría que algunos representantes del pueblo no tenían ni la más mínima idea de lo firmado y su contenido. El diálogo exigía un repaso histórico ex profeso y, para no malgastar el tiempo ni enervar la paciencia de mis interlocutores debía ser escueto y enunciar ideas exaltantes. Debía realzar el mérito del documento y borrar cualquier rasgo lúdico que indujera a pensar que el presidente Lula había hecho una concesión respondiendo a la lógica del juego político y no a razones provenientes de la más alta política de Estado. Este trabajo, más que arduo, exigía poner en práctica dotes actorales generadoras de un ambiente en el que la fatiga o el desinterés pudieran ser aplacados con el artilugio de la seducción.

         Como era de esperarse, dimos inicio a la jornada de trabajo degustando una que otra fruta tropical y tomando sin pausa sorbos de café para lograr despertarnos. La cita se estaba desarrollando con toda normalidad, cumpliendo con los requisitos formales de derribar las barreras que impiden el conocimiento de unos y otros. En este proceso estábamos cuando se acercó el conserje del hotel para decirme que Helena quería comunicarse conmigo. Interrumpí la conversación y pedí disculpas para ausentarme por un momento y responder al requerimiento de mi esposa. Me informó que el asesor jurídico de la Presidencia de la República, Emilio Camacho, quería entrar en contacto conmigo, y solicitaba que, por favor, pusiera en funcionamiento mi teléfono móvil. Conecté el aparato e instantáneamente sonó el primer timbre, que anunciaba una llamada en línea. Respondí y pude distinguir la voz del asesor presidencial, quien le pasó el teléfono al secretario del presidente, Miguel Rojas. Este me comunicó mi destitución diciéndome casi textualmente: «El señor Presidente decidió destituirte. Lo siento, vos sabés que aquí todos los grupos conspiran y tu cargo siempre fue deseado por los demás. No es nada personal del presidente en tu contra. La Itaipú va a ser dirigida de ahora en adelante por gente de otro signo ideológico».

         La noticia no me tomó de sorpresa, porque venía esperándola y madurándola emocionalmente. La medité en reiteradas ocasiones y de manera despreocupada, porque, a fin de cuentas, el maltrato presidencial aparentaba ser un proceso anímico hondamente vivido, arropado en sucesos visibles. Hacía tiempo veía venir el final, y el hecho en sí no me sorprendió. Algunos amigos que conocían la situación me recomendaban que renunciase para después tener el derecho a decir la verdad, pero decidí ¡que me echen! No obstante, esperaba que Lugo lo hiciera de manera decente, y creía que mi derecho a la verdad estaba avalado por mi conducta.

         Más impotencia sentía el reconocer que la experiencia de lo irremediable es una de las vivencias más profundas del hombre. Durante estas comunicaciones, en las que se toma el recaudo de sopesar lo que se dice, me invadió el sentimiento de hacer el ridículo, no solo yo, sino el presidente y el Paraguay. Solicité al secretario que interpusiera sus buenos oficios para evitar el papelón que iba a cometer Lugo. El estilo de su decisión lo calificaba como una persona sin modales, y esto era lo más alejado de un estadista. Su forma de actuar delataba la arcilla empleada para moldear los pies de barro de quien no puede pararse como un hombre de Estado.

         Solicité al portador de la noticia que recordase a Lugo que tenía mi renuncia firmada, y, para evitar el bochorno, me comprometía a apersonarme el domingo a la tarde, luego de mi regreso, a entregarle una nueva dimisión, redactada de puño y letra. En reiteradas ocasiones le hice saber al presidente, y a quien viniera a traer chismes e intrigas, que no tenía ningún apego al cargo y que si no gozaba de la confianza presidencial, comprendía que ése no era mi lugar y que tenía que marcharme a mi casa.

         El señor Rojas repuso que realizaría las gestiones, y me recomendó que interrumpiera por un momento mi reunión, a los efectos de ver si podía convencer al presidente de aceptar mi iniciativa. Para entonces, mi teléfono ya estaba atosigado de innumerables llamadas, pero no podía atenderlas porque al mismo tiempo intentaba dialogar con Camacho. Pude dar con él, y quise reprocharle que, por la amistad que nos unía, no hubiera tenido la caballerosidad de darme a conocer la decisión. Pero luego me pregunté: «¿Qué se le puede reclamar a un político convencido de que la lucha se motiva por conservar el cargo y no por materializar ideales y proyectos políticos?». En medio de esta conversación breve, Camacho me sugirió que fuera prudente con mis declaraciones, puesto que el gobierno me tenía reservadas otras posiciones, que podrían tratarse de «espacios de poder» en el gobierno central o en el servicio exterior. Tomé la propuesta entendiendo que no se trataba de una sugerencia sino de una insinuación indecente. Quienes las hacen son aquellos que no discriminan entre los políticos que, según Weber, «hacen política solamente para vivir de ella y los que viven de y para la política».

         Terminada esta comunicación, que me produjo indignación y nada de aliento, recibí la llamada del secretario del presidente, quien me hizo saber que la decisión estaba tomada. Era irrevocable e incluso se había previsto una conferencia de prensa en los minutos siguientes para anunciar la separación del cargo de Mateo Balmelli.

         La política conservadora de seguir depredando al Estado se impuso a la intempestiva que dinamita atavismos y dinamiza el proceso que destruye para luego construir. En estos tiempos, un liberal fervoroso, en su respeto a la legalidad, a la transparencia y a la responsabilidad social, parece más un personaje para la novela romántica que un material hecho para la realidad política degradante de las instituciones.

         Inmediatamente después de haber recibido la comunicación me acerqué a la mesa para comunicar a los que estaban compartiendo conmigo el desayuno la extravagante decisión presidencial. Les pedí que me dispensasen, porque no podía continuar con la conversación debido a que carecía de la representación del gobierno paraguayo. Les expliqué que no me correspondía hablar en nombre de un gobierno que me había quitado su confianza. Las preguntas y la irritación de los presentes no se hicieron esperar. Es natural que, ante una situación tan sórdida, los seres humanos reaccionen de la más variada manera. Los presentes me avasallaron con preguntas y comentarios que ellos mismos hacían desaprobando la forma de mi destitución. Me preguntaron si se trataba de un caso de corrupción, si yo había filtrado información a la prensa, si había sido desleal e impertinente con el presidente, y hubo uno, conocedor del instinto humano, que hasta me preguntó si no podía tratarse de un problema de faldas.

A todas estas interrogantes respondí de manera muy simple. Advertí que yo no era un técnico sino un político y que, como tal, nunca me prestaría a obedecer órdenes absurdas. Mi forma de ser distaba mucho de la de quienes, hallando razones en la «metafísica», justifican su permanencia en los cargos a cualquier precio. Les dije que lastimosamente pertenezco a ese grupo de políticos cuyas cualidades no descollan tan rápido como sus defectos. Que no poseía la calidad de ser querido en el primer instante, porque para quererme primero había que tomarse la molestia de conocerme, y que para quien no se tomara su tiempo, jamás sería una persona querible.

         El impacto emocional del golpe desparramó mis sentimientos en un torbellino que me hundía. Terminé diciendo: «Poseo muchos defectos, pero me considero un político capaz de concebir grandes empeños. No se avergüencen de haberme conocido, no me echaron por ladrón; Brasil encontrará siempre en mí a un amigo predecible y fastidioso, y mi compromiso en la lucha por un entendimiento superior entre los seres humanos y los pueblos se mantiene inalterable».

         Nos despedimos y fueron tan solidarios que quedamos en cenar, pensando que iba a volver a Asunción esa misma noche. Tomé el ascensor y en el tramo del lobby hasta mi habitación sentí que la suerte no era amiga mía y mi cuerpo que sano se retorcía del disgusto, somatizando la baja de mis defensas psicológicas. En ese instante mi alma sufrió el tormento de quien se siente marioneta de las circunstancias. En mi cuerpo todo se desgarraba, y sufrí la angustia de aquellos que piensan que en la indefensión pueden ser víctimas de una mala jugada. Sentí un gran desamparo, y busqué el cariño y la protección de mi esposa Helena. Un sentimiento que me era extraño hasta entonces se hizo presente, y con ternura reclamé que necesitaba que me quisieran. Discerní que hay personas que en el libro del destino están en la misma línea. Tantos años juntos y no me había dado cuenta de la compañera que tenía a mi lado. Empeñó su coraje en sacarme del pozo con tanta rapidez que recuperé la lucidez intelectual y volví a ser yo mismo. Me aposté a superar esta mala pasada, como el ave fénix que «ha de pasar todo su cuerpo por el fuego destructor para renacer de sus propias cenizas».

         Entre tanta confusión mental, corporal y afectiva, una de las cosas que más me irritaba era saber que uno de esos hombres que se limitan a ser ellos mismos, que no cuentan con el carácter necesario para poder decir las cosas de frente, que desvían sus miradas, que hablan con el silencio y la ambigüedad, uno de estos personajes, me había ultrajado en mi dignidad de ser humano y de dirigente político. Tamaña estupidez la mía, la de haber entregado tanto para fortalecer el poder de otro. Las alteraciones sufridas en ese momento fueron rápidamente repelidas. En estos tramos amargos, la vida extenúa nuestras capacidades, y vale más como ayuda el amor desafiante de los cielos que la humanidad enajenada por la misericordia.

         Resulta difícil narrar estos acontecimientos, especialmente si no se quiere despertar la compasión del lector. Sería un acierto lo conceptualizado por el Incomodador cuando refiere que «la compasión es solo una virtud en el alma de los débiles».

         Creo que el político práctico sin proyecto comete un error cuando se rinde, por no tener una causa, a la apariencia y al prestigio que el poder real presta a aquellos que ejercen la política sin responsabilidad, con el solo fin de gozar los beneficios y los placeres del cargo. A la política hay que darle un propósito, un contenido. Aquellos que la ejercen exclusivamente para saciar su insatisfecha existencia material nunca lograrán la absolución del tribunal de la historia.

         La carrera de los políticos está siempre sujeta a altibajos, lo que muchas veces nos conduce a asumir posturas que contradicen nuestra propia biografía. No se justifica sepultar utilitaria y moralmente un proyecto emancipador en pos de ambiciones que disminuyen la estatura política de los líderes. Merece la pena enfrentar vicisitudes cuando somos impulsores de mutaciones históricas. Vale más arriesgarse e intentar primero lo imposible para conseguir luego lo posible. La vida del político profesional no puede estar divorciada de las grandes corrientes de pensamiento que trazan los nuevos horizontes de las sociedades.

         La política ha de ser una actividad para la realización personal y es legítimo que los actores se propongan sumar méritos y resultados para elevar sus ambiciones personales. Lo malo es cuando éstas contradicen los marcos institucionales. La relación del político con su destino no es unívoca, ya que entre él y su fortuna hay contingencias que convierten el revés en triunfo y la victoria en derrota. La coherencia, en la política como en la vida, no es siempre tratada con justicia, mas nunca deja de ser la llave para abrir las puertas de los salones más inesperados e inhóspitos, en los que el temperamento y la potencia del hombre y del político vuelvan a brillar.

         Al frente de la Itaipú, llevamos adelante una política congruente con nuestros principios y con los intereses nacionales. Nada hay de qué arrepentirse. Éramos mandatarios y materializadores de una misión histórica. Creímos que vivíamos la plenitud, la belleza y lo verdadero cuando, en funciones, demolíamos los pilares de la corrupción y defendíamos, con sentido nacional, los intereses del Estado paraguayo. En nuestro andar nunca hubo decaimientos ni retrocesos. La puesta en marcha de este tipo de políticas solo conoce un camino. Abrir sendas paralelas nos hubiese apartado del objetivo; por eso nunca hubo espacio para la duda. Quien observaba la actuación de nuestro equipo, veía anticipadamente lo que iba a suceder. Éramos predecibles, estábamos obligados a serlo, debíamos recuperar prestigio y credibilidad. No había muchas opciones. La elección que hicimos fue libre, la más inteligente y la que estaba al servicio del pueblo paraguayo.

         Los momentos de escepticismo se hicieron presentes una vez acaecida mi destitución. No se puede negar que haber invertido tanto sin obtener el resultado esperado nos sumergía en un mar de vacilaciones conducentes a querer omitir el compromiso que cada ciudadano debe tener con su sociedad. Haber visto a tanto juego individual triunfando y desplazando a los proyectos colectivos produjo perplejidad y desacreditó el potencial que podría poseer la política como actividad trascendental y orientadora de los procesos sociales.

         El nihilismo, que acomoda la acción al pensamiento transformándola en inacción, nunca nos llevó al extremo de compartir con Nietzsche su idea del misarquismo. «Misar» quiere decir odio, y «quismo», mandar. El concepto de misarquismo define una inclinación reacia e incrédula aceptar a la política como la matriz capaz de generar el orden en el que los hombres, más que satisfechos, deben sentirse elevados. No damos crédito al misarquismo pues representa, en forma extrema, un modelo de sociedad anárquica que rechaza la existencia y la necesidad del poder político. Nuestra experiencia nos enseña que la sociedad no se auto gobierna y que los procesos no se auto gestionan. Nada en la historia es producto del azar.

         Me obligué al encierro, lo que no quiere decir que no viviera más allá de mí mismo. En la actualidad planto árboles, lo que me intima a tener los pies en la tierra. Por ello mi discrepancia con la política, que se complace con las mezquindades y miserias de la realidad. De ahí mi abstención de participar activamente en la política. Me dedico a reflexionar sobre ella, pero sigo pensando que la modelación del futuro se realiza a través de la práctica. El mandamiento político del realismo nos induce a conocer las circunstancias y a adaptarnos a ellas. Nunca recomienda el aislamiento; se puede uno resignar a él, si no hay más remedio, pero no elegirlo. Estas reflexiones contradicen lo que es posible inferir del misarquismo y de su rechazo de la política. Del realismo tomo la tendencia a encender el entusiasmo por el activismo. Pero, ¿actuar para qué? ¿Y a favor de quién?

         En esta experiencia tan áspera, agria, ingrata y mal recompensada en lo personal hemos gozado del privilegio de que nos quisieran dañar, mancillar nuestros nombres, quebrantar a nuestras familias y hostigar con insomnios. Son estas las oportunidades que, de forma avara y a cuentagotas, nos ofrece la vida para explayarnos en el gozo de estar orgullosos del dolor: Todo dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada.

         Como director de la Itaipú también tuve mis recompensas, y crecí humana y profesionalmente. Se agranda uno con entereza cuando navega en la adversidad. Sería un cínico si no reconociera lo que me aportó ese año y medio en el que pude, con honestidad, servir a mi país. Echo de menos las horas intensas de trabajo, hoy vacías. No así los beneficios del cargo. Fui, en ese tiempo, arquitecto de mi destino, lo bosquejé y lo amé. Fui quien soy, y, siguiendo la sabiduría del Incomodador, «quien se realiza enteramente, muere su muerte».

         Mi destitución tuvo todo tipo de consecuencias. Me atormentaron con fastidiosas amenazas, sufrí acosos judiciales, pero lo que más aflicción me produjo fue sentir la peor de todas las soledades, la soledad del vencido. Pusimos tanto esmero y un esfuerzo tan titánico en la procura de alcanzar metas que, por años, creíamos inalcanzable, y hoy el edificio construido, donde se albergaban la moral y la eficiencia, está de nuevo poblado por sus viejos ocupantes: los vicios de ayer que siempre acecharon como fantasmas, se deshicieron de sus mantos y máscaras, y a cuerpo gentil exponen su geografía y la dejan al servicio del proyecto que invoca, pero no convoca, al pueblo para la distribución de la producción de aquello que pertenece a la Nación.

         El sentimiento del vencido me obliga a reflexionar y repasar pasajes de mi administración. Intento hacerlo con simplicidad, desmenuzando acontecimientos que, con el transcurso de los días, se vuelven más borrosos. Busco, con afán autocrítico e inquisidor, los errores cometidos, y, no sé si por haberme convertido en un dogmático, sigo pensando que es una equivocación ceder o rendirse a las tentaciones como aquellos que creen que la política es, más que servir, servirse de ella como escalera que, peldaño tras peldaño, nos acerca a la cúspide del éxito socio-económico.

         En reiteradas ocasiones gente cercana, amigos o no muy amigos, en serio o en broma, censuraron mi actuación por considerarla excesivamente estricta e inadaptada a la realidad nacional. No cuestionaron su extemporaneidad, sino que el hecho de que la misma no se compadeciera «con el ser nacional». Como no creo en el «ser nacional», puesto que es pura justificación metafísica, traduzco este mensaje en que mi accionar es incompatible con los componentes culturales que configuran el patrón de conducta vigente y más aceptado en Paraguay. Me resisto a creer que seamos un pueblo de facinerosos, al acecho de la desatención del otro para asestar un golpe en el patrimonio estatal o meter la mano en el bolsillo ajeno. Sí creo que vivimos una modorra que no nos permite despertar el ímpetu y la tenacidad necesarios para destruir un esquema de dominación estructurado para privilegiar a unos pocos.

         No me observo como un precursor, o un vaticinador del futuro. A estos les está vedado gobernar. Quizás, el mensaje que encarnamos no lo supimos transmitir, o fuimos impedidos de profundizar un proceso de saneamiento que hubiese servido de ejemplo para remover las bases de una estructura estatal debilitada por la corrupción pero sostenida por el acuerdo político. Necesitamos provocar en el seno de la sociedad el debate sobre la institucionalización acompañado con el debate sobre la moralización pública. No somos propiciadores de la eclosión social, pero los estilos políticos y los modelos de dominación terminan perdiendo legitimidad. En el presente, las herramientas de las que dispone la comunicación acortan los tiempos y los plazos de vida útil de los esquemas de dominación que se vuelven un impedimento y son disfuncionales a las necesidades de la modernización.

         Los paraguayos debemos encontrarnos para asumir el desafío de arrojarnos de nosotros mismos hacia el mundo. Lo nuestro fue un esfuerzo que intentó enderezar el camino en el que la seriedad, la legalidad y el futuro deben colisionar con la impunidad, la corrupción y el poder abusivo. Para ello, no cometamos el error de caer en la desorientación. Ser conscientes, como dice Zaratustra, de que «todavía no os habéis buscado cuando me habéis hallado a mí».

         Esperábamos de Lugo que fuera el líder capaz y comprometido que facilitaría este proceso en el cual los paraguayos, andando por el camino de la democracia y la modernidad, íbamos a encontrarnos con nosotros mismos. El presidente, como diría Tolstoi, es una de esas pocas personas «mimadas por la fortuna», uno de aquellos a quienes la causalidad les crea una situación que su genio tiene que saber utilizar. El momento histórico lo habilitaba para ser el estadista que el Paraguay necesitaba y no el presidente que él deseaba ser. Se conjetura de este desfasaje que el personaje no quiso o no pudo responder como se debe a los desafíos del proceso. La historia castiga a quienes llegan tarde a los cambios.

         La cualidad presidencial de liderazgo se define no cuando se está en expectativa sino al asumir con plenitud las facultades que la Constitución asigna al presidente de la República. Desentrañar la psicología del ser humano Fernando Lugo parece una tarea a la que él nos invita. Tanto hermetismo, tan pocas palabras, sentimientos tan inexpresivos, actitud tan ambigua, indecisión tan perenne, lo rodean de una aureola que lo mimetiza con los personajes ante los cuales la taxonomía se rinde.

         En mi esmero por realizar un trabajo que tradujera mi esfuerzo en resultados positivos, consideré necesario tratar de interpretar la psicología de quien fue mi superior jerárquico. Tomaba como parte de mi trabajo entender a Lugo, despoblar de intrigas el campo minado interpuesto por los agoreros de mi fracaso para que nunca se diera entre nosotros una relación de respeto, confianza y cooperación.

         Ruego al lector que no interprete estas meditaciones como un acto de revancha. Mi interés es demostrar que detrás de cualquier figura pública hay un ser humano que solo es un manojo de sentimientos, sueños y frustraciones, deseos e insatisfacciones, amores, rencores y tendencia a amarse más a sí mismo que al prójimo. Los hombres públicos son de carne y hueso y están movidos por sus angustias y ambiciones, y, por qué no, a veces también por el compromiso moral que les permite dar más de lo que esperan recibir a cambio.

         Recapacitando sobre lo sucedido, me siguen encendiendo pasiones que enriquecen mi vida interior. Esta es una dimensión de nuestra existencia; no supe fijar el pacto entre lo posible y lo real, pero no fue ésa la razón de mi destitución. La vida puede ser como una noche turbia de abismos en la que la luz de de lo cotidiano se perturba con el brillar de los ojos gladiadores que nos indican el camino para elevarnos. Por eso, el hombre público no puede escindir la contemplación y la acción. El hiato entre el contemplar y el actuar se supera sabiendo que, cuando uno se arriesga, el peligro nos pone al descubierto. Puede convertirnos en vencedores o vencidos, esa es la vida de quienes retan al destino. Por ello, Stefan Zweig, modelo de hombre que abandona una existencia cómoda para poner su prosa y su humanismo por encima de la vida, juzga que en el sacrificio se reconoce lo verdadero que hay en el vivir: «toda sombra es, en última instancia, hija de la luz. Y solo quien ha vivido acontecimientos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, solo ese ha vivido en verdad».

 

 

 

EPÍLOGO

 

         Soy un ser pensante que toma la pluma porque tiene una realidad que revelar. No soy un guerrero que ha decidido rendir las armas, ni tampoco un contemplativo que no se atreve a denostar la particular forma paraguaya de condescendencia con la finitud y el desastre. En mis reflexiones hay lugar para el rechazo de nuestra apacible y omnipresente meritofobia.

         No escribo estas palabras con la pretensión de convertirlas en un capítulo más, ni menos aún para encerrar solapadamente en ellas una capitulación o la voluntad de decretar la caducidad de los dilemas que exigen la elaboración de una agenda no solo para el decenio, sino que atienda las dificultades del milenio relacionadas con los temas a los cuales hicimos alusión.

         No tenía pensado acabar con estas meditaciones, mas la necesidad de denunciar la ausencia de principios morales en nuestra realidad política me obliga a poner sobre el tapete la conexión entre la participación individual en los asuntos públicos, por ínfima que sea, con las veredas por donde, desapercibidamente, pasean sus méritos la felicidad y el infortunio de los pueblos.

         Yo sé que Nietzsche, el Incomodador, esperaría una verdad radical, capaz de hacer que uno consagrara su vida a hacerla conocer. El nos retuerce para que seamos lapidarios como Zaratustra; para que seamos como él, anunciador del nacimiento del «superhombre», de la llegada de un «nuevo mediodía», el que invita a una vida que no sacrifique el cuerpo para salvar el alma, el predicador de la belleza, la única con autorización para propagar la verdad cargada de agresión contra quienes son insensibles al arrancar de lo estético lo ético. El mandato del Incomodador es ser como los griegos: sujetos embriagados por su destino trágico, y, a la vez, compartir la inclinación de Zaratustra, que antepone el aquende y devalúa, cuando no volatiliza, el allende. Seguramente el Incomodador espera golpes más certeros y mortales para destruir el pacto que, con crueldad, desaloja a la ética y a la inteligencia de la militancia política.

         No puedo ser el diserto que Nietzsche espera que sea, ni juntar tanta fuerza y coraje como para desvestir a la verdad y así arremeter contra quienes toleran la concupiscencia, que se envalentona y agranda con el padrinazgo del poder en una sociedad sonámbula. Por algo el Incomodador nos desafía cuando pregunta cuánta verdad somos capaces de tolerar.

         El escultor sabe que toda piedra esconde un cuerpo. Sin embargo, el político práctico siente que deja de pelear cuando se convierte en un ser contemplativo o no utiliza la pluma para apuntar y con la prosa destruirlos vicios y las bribonadas de una situación política establecida para el regodeo de unos pocos.

         En lo relativo a los aspectos de mi gestión, creo que con decisión, y aun con fallos, quisimos adueñarnos de los hechos. Mi equipo y yo creíamos en la posibilidad de modificar las circunstancias para plasmar en la realidad la decisión de arrojar del poder a los usurpadores del futuro. Enseguida nos dimos cuenta de que un liderazgo singular, sin el soporte de los otros integrantes del gobierno, termina, antes de que cante un gallo, devorado por los demonios que acechan nuestras democracias con el propósito de arruinarlas; estos, vestidos de grandes señores, reaccionan con sensible premonición, divisando anticipadamente las transformaciones que, en forma amenazante y vertiginosa, se vierten para deshacer el nexo entre la política y el privilegio.

         A fin de cuentas, terminamos desbordados por los hechos. Descubrí lo inservible de la utopía de querer adueñarse de lo acaecido y la futilidad de asignar una capacidad ilimitada a la acción individual, en especial a la que trata de demoler las estructuras que protegen la corrupción. Hemos aprendido que la política, dispuesta a transigir y a indemnizar con finezas, encuentra los medios para facilitar que se deslice «Doña Impunidad» por los pasillos donde las influencias y el compadrazgo tuercen el sentido y el instinto de la justicia. Sin gemir y con apacibilidad, este enlace impúdico y sin recato franquea los interrogantes con los que la transparencia incrimina a los entuertos.

         Las reflexiones a las que arribamos han sido formuladas desde lo prosaico y lo inagotable de la realidad. El narrador es un político práctico, que soñó poder arremeter contra los vientos y las mareas de las prácticas políticas atávicas que enredan y, como camisas de fuerzas, acogotan el ímpetu, el impulso y la creatividad de los individuos y de los pueblos. El derrotado tiene la inclinación de mirar más hacia atrás que hacia adelante, como si la inercia del pasado nos escamoteara el arte, la magia y el ensueño para alumbrar el mañana. La derrota apareja la soledad y la exclusión (o la autoexclusión). Retraerse obliga a reconocer la necesidad, antes de volver al agreste mundo de lo posible, de descubrir en uno la fuente de la vida por donde fluye «el manantial sereno»; así lo exclama el joven Werther: «Me vuelvo hacia mí mismo y encuentro un mundo». Las impresiones personales deben ser transmitidas por su subjetivismo. Al fin y al cabo, la lectura acertada o desacertada que hagan de la realidad el individuo o los individuos terminará encauzando los procesos históricos, con sus improntas personales. Cuando los políticos prácticos se tornan escribidores, y, a través de la sistematización, refieren experiencias y conocimientos narrados a modo de memorias, están revelando la situación desde la cual ejercitan su aislamiento y delatando su descalificación para pronunciar sus últimas verdades, que adquieren la sonoridad del chillido, soliviantando los ánimos de protesta de quienes exigen el reconocimiento de sus derechos de ciudadanía.

         No reproduzco relatos de vivencias empujado por el resentimiento, la venganza ni el rencor, porque considero que estos demuestran debilidad. Durante lo narrado procuro que el tan humano malestar emocional no fagocite la verdad. El político de la realidad debe ser desaprensivo con los hacedores de ficciones que se toman su tiempo para revelar las insuficiencias de un medio social que no satisface ni eleva nuestra condición humana, como tampoco construye convivencias más equitativas y libres. El mundo de la fantasía nos enseña que las sociedades, las más de las veces, no están formadas ni funcionan a la hechura de los intereses de la mayoría. La invención de fábulas es realizada por el novelista para imputar a la realidad y a su rutina cotidiana su precariedad para protestar contra lo que agravia y vacía de humanismo la existencia social.

         El trabajo del político práctico difiere de la actividad del fabulador. Este último responde al desencanto existencial con una bella fantasía mientras que el otro no puede fugarse de la realidad y está circunscrito a ella. Si no posee la capacidad y la voluntad para cambiar lo existente, el político se adapta. Y si le repugna lo tangible por insultante, deberá tomar las medidas extremas de Edipo, de arrancarse los ojos ante su desagrado de la realidad. Siguiendo lo sugerido por el Incomodador: «Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo».

         Cuando estuve en funciones, ejercí mis responsabilidades con una pasión que no alcanzaba a moderarse. Fue un período de mi vida lleno de proyectos, ilusiones, decepciones y tormentos. Mi familia (mi esposa Helena y mis hijos Sebastián y Camila) padeció los quebrantos de un ser humano que no sabía abandonar los problemas del trabajo entre las cuatro paredes de la oficina. En muchas ocasiones porté tormentas, infringiendo a mis próximos molestias por las emociones y broncas que envenenaban las relaciones familiares. Comprendí que la armonía es necesaria para el corazón que, hecho volcán, expulsa las llamas lacerantes de la intolerancia.

         No supe ser un profesional en el arte del gobierno. Una mejor vida galvaniza el pensamiento egoísta, y la sangre fría puede encenderse de pasión por lo inalcanzable. Pero ¿puede alguien, sin desatar pasiones y un raudal de sentimientos, enajenar todo lo que lleva a cuestas por una causa superior que lo eleve? El convencimiento es una condición necesaria para mantenerse firme y no caer en la tentación del dinero y la lujuria que lo acompaña. ¿Cómo vivir la plenitud de lo bueno, lo bello y lo verdadero embistiendo contra nuestras propias pasiones? Contrariar nuestros fervores es hacer lo del asceta, quien usa su fuerza lapidaria contra sí mismo.

         En la ironía del acontecer histórico, la política «pragmática» y «realista» desliza su proceder con abundantes argumentos que conjugan hipocresías, falacias y felonías. Termina amarrando su compromiso con las canonjías que, dadivosamente, los detentadores del poder conceden a quienes, por una miga de pan, están dispuestos a comer de la mano de los que buscan el pacto entre la mediocridad y el poder, el dinero sucio y el manejo del Estado. La actitud porfiada de estos «prácticos» niega la injerencia de la ética y del componente ideológico en la acción. La política se transforma en «la conquista de espacios de poder» y desdeña servir a la sociedad.

         La política del acomodo enseña que el instinto de supervivencia traslada la decisión de uno a las circunstancias. Cuando el político enajena su compromiso, anula su autonomía moral y abdica de su capacidad de decisión sobre su contingencia. La intervención del individuo en los asuntos públicos puede llegar a ser marginal, pero, si se involucra en prácticas que mutilan la ética, las consecuencias que ellas acarrean no pueden ser transferidas a las condiciones objetivas. Compartimos la opinión de Ortega y Gasset sobre la falsedad de decir que en la vida «deciden las circunstancias». El decidir, el vivir, conduce fatalmente a ejercitar la libertad. Nuestra actividad de decisión no descansa. Inclusive cuando nos abandonamos al devenir, hemos decidido no decidir.

         Los sepultureros de la esperanza desentienden la visión weberiana que remarca la existencia de valores en la actividad social. Max Weber, en su tratado Wirtschaft und Gesellschaft, define la política como la lucha por el poder («Kampf um macht»), pero no desconoce que esta actividad presenta rasgos comprometidos con valores, creencias y fe. De ahí su caracterización de la política como una cosa de fe («Glaubenssache»). Es factible gobernar con pasión y con entrega sin perder la racionalidad y el sentido común. En la República renunciar a los privilegios de los cargos no es un sacrificio sino una obligación.

         Caeríamos en la más pueril de las ilusiones si pensáramos que en política no se lleva en el bolsillo la maquinita de calcular, que no se consideran los dividendos y ganancias personales, pero si la actividad se reduce a lo frívolo y la billetera sustituye al corazón, es una actividad con efecto centrífugo para el ordenamiento institucional. Sin moral ni sentido de pertenencia, forjamos la oportunidad para que la anarquía allane su camino a la injusticia. Entender la política solamente como la realización del proyecto personal, que prescinde de lo colectivo, justifica cualquier atropello a la moral.

         Desde el ab ovo de la narración me propuse no encaramelar al lector con la sugestión de que mi experiencia y trayectoria política no se tropezaron con vivencias como el soborno y el cohecho, latentes en cualquier sistema político. Me arrojé al fango de la política varias décadas atrás, y, por mi experiencia de lo vivido en ella, no me iba a pasar por la desazón que Nietzsche, afligido y desorientado, sufrió en una casa de citas. Allí, una vez, al ver entre aquellas gentes tantos vicios y pasiones mal atendidas, el único ser con alma que halló fue un piano.

         Nunca quise fascinar a nadie con este relato, provocando su admiración o entusiasmo en la creencia de que soy uno de los realizadores del «gobierno de la virtud». Esta absurda aseveración haría de mí un presuntuoso jacobino, desconocedor de la condición humana y de quienes acostumbran aprovechar los beneficios que otorgan los ambientes sociales y políticos putrefactos. No soy el candoroso Mayta de Vargas Llosa, que nos develó que cuando se «persigue la pureza en política, se llega a la irrealidad». Siempre comprendí que los contenidos y las formas puras no encajan en la política, que se desenvuelve en un ambiente poco hospitalario hacia ellas. El Incomodador refiere el código de Manú para señalar que solo «la boca de una mujer, los senos de una muchacha, la plegaria de un niño y el humo de los sacrificios son siempre puros».

         Con mi testimonio quiero exponer a la luz las facetas de la práctica política triunfadora, vencedora del cumplimiento del deber y de lo estético armonizador de la belleza y lo verdadero. La ausencia descarada de la ética en la política consuma la confluencia de dos ríos, que se entremezclan y confunden sin que ni siquiera Poseidón pueda separar las aguas contaminadas de las limpias.

         El poder identificado con la corruptela se presenta enervador, debilitando la vitalidad de la moral y de la razón, y posicionándose impertérrito ante la amenaza de la transparencia y la punición. Los poderosos no sufren de timidez ni titubean. Tampoco temen por su persistencia, pues ella está garantizada en un ambiente político grotesco, proditorio, procaz, en el que cada quien que actúa pro domo súa, es decir, de manera egoísta. Cuando la voluntad política asiente a la rapiña avariciosa la ambición desenfrenada inventa la verdad para justificar lo injustificable. Estar al frente de Itaipú en un momento histórico tan peculiar, y con amor por mi tarea, me trajo alegrías, malestares y mucho riesgo, pues, como advierte el Incomodador, «solo resulta peligroso lo que se ama».

         El intento de mostrar el perfil emocional de un gobernante es riesgoso, porque puede proyectar la imagen de un solícito, un hazmerreír, o se puede caer en el sentimentalismo, despertar compasiones, implorar perdones, querer ser comprendido para ser reincorporado, buscar la reivindicación y hasta tratar de neutralizar las animadversiones que pusimos en pie por hacer lo correcto. Aquí se hace con la intención de facilitar al lector la comprensión de los entretelones que componen la vida del hombre público. Hay que echar las bases para establecer nuevas modalidades de comunicación entre la política y la sociedad civil. Esta última debe ser capaz de discernir y separar de las arenas movedizas de la política a quienes ocupan o usurpan responsabilidades movidos por ambiciones truculentas e inescrupulosas.

         El trabajo político incluye una gran responsabilidad social, y quienes lo ejerzan deben asumir las consecuencias que acarrea. De lo contrario será el codicioso, el pícaro, el avivado, el proxeneta, el que se sale con la suya, el que maneja las redes por donde circula el tráfico de influencias, quien tenga el monopolio de las decisiones. Estos personajes son característicos y deben estar en las luchas de arrabales más que en ocupar las instituciones públicas. Su vil actuación convierte la democracia en un espejo en donde el pueblo no se reconoce. El cansancio político enardece un sentimiento de anomia que inhibe la creatividad de la sociedad y deslegitima la representatividad de las instituciones.

         Los pueblos padecen miseria a consecuencia de aquellos dirigentes y hombres de gobierno que no profesan la «religión del deber». Los políticos agnósticos de este credo son quienes desacreditan el esfuerzo de redimir a los pueblos del atraso y la pobreza. La política con anteojeras instala gobiernos hipócritas que obligan a las sociedades a escoger entre lo malo conocido y lo malo por conocer. De esta manera, se niega la existencia de proyectos de sociedades abiertas, que escalonadamente pongan en la senda del progreso y de la libertad una evolución lineal de los procesos históricos.

         Es alto el costo que se paga cuando el ejercicio de la política no se adapta a las necesidades de la modernización. El imperativo para responder a los desafíos de la globalización halla respuestas en el desarrollo institucional, en la expansión de lo jurídico que compenetre el derecho con la política y en la creación de ciudadanía. La demolición del socialismo real existente y el cuestionamiento al cual están sujetos los autócratas del mundo árabe demuestran que las contradicciones internas y no las razones externas son las causantes del desmoronamiento de los sistemas políticos que no supieron adecuarse a las nuevas exigencias. Coincido con el ex presidente Fernando Enrique Cardoso cuando manifiesta que hay «silencios que hablan». Según él, lo que sucede en África del Norte y en Oriente Medio es el resultado del silencio de personas que se comunican, murmuran y de repente se movilizan para «cambiar las cosas». Cierra su razonamiento señalando que las nuevas tecnologías de comunicación desempeñan un papel esencial en estos procesos.

         En esta región del mundo las democracias han avanzado, pero aún no garantizan buenos gobiernos. Se consolidaron democracias electorales que se deslegitiman en el ejercicio del poder. Se plantea una dicotomía entre la democracia y los procesos electorales. Estos últimos han sido incapaces de garantizar la emergencia de una gobernabilidad que se funde en la ética y en la excelencia de gestión de las elites de gobierno, y no en el delito, la complicidad y el acomodo de los intereses personales o corporativos. La agenda de la gobernabilidad democrática debe preguntarse cuánto tiempo más puede el ejercicio de la política mutilar la ética y la racionalidad, hasta que surjan fuerzas cuya aspiración sea la negación de los términos institucionales de la convivencia. Si la política en democracia no da su aval para promover la moral, la inteligencia, la cultura y la sensibilidad social, entonces estará permanentemente minando las bases de su legitimidad.

         Haberme visto forzado a abandonar mis responsabilidades, estar fuera del país, así como haber llegado del extranjero y encontrar mis atuendos personales y mis maletas frente a la puerta en posición de vigilantes, recibir bravatas e intimidaciones, todo eso, provocó malestar y heridas que me encallecieron el corazón. Si bien en la carrera de un político profesional esto forma parte del contrato, el modo en el que fui «chutado a la calle» ha dejado su impronta. El mandato, aunque no nos guste, consiste en atravesar los tramos en los que las sendas por donde caminamos se convierten en la cuerda del trapecista que se vuelve floja y más angosta porque sobre ella, además de equilibrarnos, hay que luchar. En estos casos, para no ser aplastados por la aplanadora de la malicia, la lucha se torna en la búsqueda de la preeminencia por sobrevivir. Desenterrar lo que llevamos escondido en el pecho no es una acción con la que estaría de acuerdo el Incomodador. Según él, «es indigno de un gran corazón propagar la turbación que se siente».

         Los pragmáticos comprometidos con la ingeniería social que busca impregnar lo real de libertad e igualdad de oportunidades deben luchar por el poder. No hay peor político que aquel que teme ejercer responsabilidades. La cobardía de estos es homologable a la avaricia de aquellos hacedores que entienden el quehacer como un medio de acumulación y apropiación de bienes públicos. Quien lidera, realiza y en forma prospectiva se complica con el mañana, asumiendo el debe y el haber de sus decisiones, no tiene que temer el juicio de la historia ni las secuelas de la derrota por no obtener los resultados esperados. El ser consecuentes con la misión que se nos ha encomendado nos realiza y favorece el gozo de la felicidad individual. Para Nietzsche, el sello de la superación y la liberación personal consiste en «no avergonzarse de uno mismo».

         Haber estado al frente de una gran institución nos permitió tabular en el diario de la vida a donde puede llegar el alma humana cuando erráticamente busca en forma sórdida el atajo que conduce a la escalera del ascenso social y político. Se generan escenarios en donde cada conflicto se hace un lugar y toda intriga despierta la sensibilidad de quienes transmiten información cuya utilidad reside en molestar al prójimo. Estos personajes caricaturescos personifican a los que en el far west eran los cazadores de recompensas, que iban a la búsqueda y a la captura de los forajidos.

         Muchos pasajes de mi estadía en la Itaipú están hechos de anécdotas y sucesos que demuestran lo miserables y torpes que podemos llegar a ser los seres humanos. Eludir este tipo de eventos certifica aquel aforismo del Incomodador, según el cual «mandar es más difícil que obedecer».

         El conjunto humano que rodea al poder está integrado por individuos que, con su comportamiento, reflejan psicologías de almas diáfanas y nobles, aunque también las hay turbias y entumecidas por canalladas. Reiteradamente me pregunto si no habré actuado, en muchas ocasiones, con candidez e ingenuidad. Me resisto a reconocer esto porque califico estas cualidades como deficiencias en el ejercicio del liderazgo. Quizás no fui lo suficientemente sagaz para recelar de los personajes pintorescos.

         En los versos de Antonio Machado se valora la determinación más radical de la revolución con el complemento de la bondad del alma: «hay en mis venas gotas de sangre jacobina», pero «soy, en el buen sentido de la palabra, bueno». Siempre me supe portador de destrezas que me habilitaban a garantizar la gobernanza de una institución. Nunca fui tan presuntuoso como para pensar que tenía la suerte conmigo, pero me creí lo suficientemente hábil para liderar. En circunstancias difíciles, me vi obligado a asirme de las virtudes jacobinas y de la nobleza del alma. Así como al mal tiempo le puse buena cara, cuando tuve que endurecerme lo hice contra mis sentimientos. A partir de mi última experiencia, declaro no saber, en términos prácticos, distinguir qué virtud es útil y cuál es infructuosa para gobernar dentro de un contexto en el que, invocando nuestra situación de mediterraneidad geográfica y cultural, se relativizan los valores a los que en otras tierras se les asigna validez universal. En nombre del relativismo situacional relegamos la razón y la decencia, dando primacía a las ambiciones espurias que espolonean las aspiraciones colectivas.

         Por ello desconfío del uso combinado o separado de las virtudes de ser «bueno» y «jacobino» en sociedades adormecidas en un relativismo axiológico castrador y en una tradición que contradice lo justo apelando al «ser nacional». Cuando las clases dirigentes no forjan las virtudes en el esfuerzo y en el fragor de las batallas, desconfío de ellas. Como refiere el Incomodador: «Quien sabe cómo se forma toda fama también alberga sospechas contra la fama que goza la virtud». Cuando se pierde o se nos arrebata el poder, se agudiza el sentido de la realidad, y por ello puedo afirmar mi escepticismo sobre a las virtudes que digo poseer.

         Mi paso por la Binacional es una marca que me permite hablar de un antes y un después en mi vida. Esta estadía me permitió superar las barreras que existían entre mi formación humanista y las ciencias naturales. El ejercicio de mis funciones y un poco de curiosidad hicieron que me adentrara en la los problemas ecológicos, lo cual me facilitó, por primera vez en mi vida, contemplar y admirar la naturaleza. Hasta el pasado reciente llevaba los ojos vendados y, como el príncipe de las tinieblas Alberico, carecía de sensibilidad para la belleza de la naturaleza, que como tal es promesa de felicidad. Seducido por lo que desconocí tanto tiempo, mi voluntad se somete a su veredicto. Hay veces que pienso que para poder amar tengo que admirar. Enlazo el amor con la admiración. Sin embargo, considero la coacción de cualquier tipo como un factor contaminante de las peores enfermedades del alma.

         He aprendido a respetar y amar a la naturaleza y a sentirme obligado a cooperar con la sustentabilidad de nuestro planeta. Por eso, cuando Humberto Rubín me invitó a contribuir con algo de mi tiempo en A Todo Pulmón Paraguay Respira, muchos se rieron de mí. Escuché de gente amiga, que no me quiere mal, sarcasmos que aludían a mi nueva condición de director ejecutivo de una ONG que cuenta con magros ingresos. Con muy mal gusto, me decían que caí de los cielos y, para no estrellarme del todo, amortigüé el golpe en las copas de los árboles para luego refugiarme en sus sombras. En todo caso, apelando al Incomodador, respondo a los amigos que igualan mi compromiso ambiental a la losa de mi sepultura que «solo donde hay sepulcros hay resurrecciones».

Tal vez hay quien no comprende que el compromiso con el ambiente requiere una noción ética que nos obligue a adquirir hábitos y costumbres que signifiquen una nueva relación con la ecología. De la redefinición de este vínculo saldrá un pacto de respeto entre los seres humanos. La degradación del planeta continúa, la explotación irracional de los recursos naturales agota la sustentabilidad del desarrollo, y todos los espacios geográficos, con o sin riquezas naturales, se ven afectados por las actividades humanas. Ha llegado el momento de reflexionar sobre la viabilidad de nuestros modelos de crecimiento económico y progreso social. Los límites ambientales conducen a un debate para armonizar las necesidades de conservación de la naturaleza con las del ímpetu económico. Como sugiere Nietzsche, llegó el momento de «amar la tierra como la ama la luna, y no acariciar su belleza sino con los ojos».

         Actuar en política fuera de las presiones predispone a cumplir el mandamiento de no desear el dinero del prójimo. Si algún interés individual fue una constante en mi actuación, estuvo condicionado por mi «sed de estrellas». Quise, como el «superhombre», superarme al elevar cada día las metas de nuestra gestión. No fue soberbia, sino que, imbuido por el compromiso de contribuir, de legar algo a la posteridad, pretendí la excelencia en la administración. Presumí que, si la jugada salía bien, iba a ser un ejemplo, un martillo que en el mañana sería empuñado por un músculo batallador que podría, con golpes contundentes, empezar a hacer trizas un sistema y abrir las puertas para arrancar a mi pueblo del oscurantismo al que lo someten aquellos que creen que gobernar es un juego divertido del cual se sirven los amigos y familiares. El transcurrir del tiempo y la observación de la infortunada realidad política, producto de dirigencias pusilánimes, acrecientan mis convicciones de que el quehacer político, si no va de la mano de la racionalidad y la ética, supone entrar en el círculo «del eterno retorno».

         La intención de estas reflexiones finales es transmitir pensamientos que nos permitan distinguir el hilo conductor presente en todo el transcurrir de estas memorias. Por ello, estaríamos mutilando esta parte si no subrayáramos lo que debe ser tenido en cuenta para que la relación paraguayo-brasileña, que encuentra en la Itaipú uno de sus ejes centrales, se base en el respeto, en la complementariedad de los esfuerzos y en la reciprocidad de los beneficios. En el diálogo, las negociaciones, las controversias que he mantenido con nuestra contraparte, siempre actué de buena fe. No creo que la política entre los estados deba estar impregnada de mala fe. La «real politik», cuando tiene la intención de defraudar, de no corresponder a lo que se espera de ella, de no honrar la palabra empeñada, de querer aventajar atentando contra la noción de igualdad, de inducir al engaño, está llamada a tener corta duración.

         La diplomacia ofrece los mecanismos para que los Estados ajusten sus diferencias. Carecería de razón histórica y funcional si la enmarcáramos en la ciencia del engaño y la falsía. ¿Qué perdurabilidad está garantizada en un acuerdo cuando sus obligaciones son asumidas de mala fe? Talleyrand responde a este interrogante resaltando el valor y la utilidad de la buena fe. Para él es necesaria sobre todo en las transacciones políticas, porque es ella la que las hace firmes y duraderas. La buena fe autoriza a actuar con reserva a quienes reconocen que sus intereses colisionan con los del otro, mas de allí no se puede inferir que la diplomacia habilite al engaño.

         Sin falacias, emprendimos ilusionados, inteligentes e intempestivos el camino de poner las cosas en su lugar. Sin mendigar, teniendo presente la máxima del Incomodador: «No consientas que te regalen un derecho que tú eres capaz de conquistar». Para ser respetados debemos hacernos respetar. Esto no se da en las relaciones interestatales de manera natural, por más que se proclame la igualdad jurídica y la fraternidad entre los pueblos. Tenemos que ganarnos, en el mundo y en nuestra relación con el país vecino, el respeto. Por ello, insistimos en abandonar la óptica del rentismo energético que, a más de promover la pereza social, ha sido utilizado como una carta de invitación a todas las corruptelas posibles.

         Paraguay debe apuntalar los procesos de integración energética de una manera que facilite generar y consumir más energía. Asimismo, nadie espera que Brasil ejerza un liderazgo complaciente, sino direccionador. No se puede dirigir distribuyendo migajas para hacer callar las voces fastidiosas. Ser líder tiene un precio que se debe estar preparado a pagar, con la voluntad de honrar las obligaciones que implica. Pretender representar a una región del mundo y mantener internamente modelos de generación, distribución y consumo energético de naturaleza mercantilista, orientados por razones políticas más que por las de mercado, está en contravención con los procesos de integración horizontal y vertical, que abarcan desde la producción hasta la comercialización de la energía. Cuando referimos la supervivencia de rasgos mercantilistas en una economía de mercado enfatizamos las distorsiones de estos modelos, que deciden desde el imperativo político negador de la responsabilidad social, y no desde la racionalidad técnico-económica. Las reivindicaciones paraguayas, si se limitan solamente a la actualización de la compensación por cesión de energía, estarán evidenciando un Paraguay conformista y un Brasil carente, hasta el momento, de una visión que le permita observar a su vecino pequeño y al continente más allá de sus narices.

         El liderazgo brasileño en la región exigirá que su dirigencia piense en el mundo y en Sudamérica, más allá de su distrito electoral. Brasil debe neutralizar los aspectos mercantilistas que siempre son muy sensibles a los criterios políticos y a los lobbies locales. Su ordenamiento doméstico, como el de todos, debe estar preparado para acoplarse a la expansión capitalista internacional. Sus instituciones públicas deben ser más flexibles y neutrales ante el juego político interno. A primera vista se distingue que Itamaraty y el Banco Central son dos instituciones asépticas a los vaivenes políticos. A las demás instituciones integrantes del sector público se las percibe sujetas y permeadas por las injerencias políticas y las presiones corporativas. Un país líder, en el mundo global, debe garantizar reglas claras e igualitarias para todos aquellos que se involucren en los procesos capaces de aumentar la capacidad endógena nacional.

         Nuestra propuesta tiene corno primer reclamo la integración energética a través de la consolidación de un mercado que admita el ingreso de comercializadores de la energía paraguaya en el mercado eléctrico brasileño. Las actualizaciones de las regalías, además de constituir un acto de justicia, significan el cumplimiento de lo que disponen las normas jurídicas que rigen la constitución y el funcionamiento de la Itaipú. La modalidad de resolución de las diferencias en torno al aprovechamiento hidroenergético definirá los términos de la inserción paraguaya en los procesos globales, y el perfil del liderazgo brasileño. Brasil, como factor exógeno, debe facilitar la promoción de un Paraguay generador y consumidor de más energía.

         Ambos países debemos abandonar una cultura política permisiva con el patrimonialismo de Estado y amigable con los negocios que se arman en las zonas donde confluyen la política y la economía. No repetimos estas razones para importunar al lector, sino para robustecer el rechazo y la descalificación que hacemos de cualquier oferta que solo contenga elementos dinerarios. Los problemas no se resuelven cediendo los derechos sucesorios del reino de Israel por un «plato de lentejas».

         Al decir de Machado, «la envidia de la virtud hizo a Caín criminal. Hoy, el vicio es lo que se envidia más». Quiero ser concluyente al finalizar mi odisea, recordada y escrita para curarme, e ilustrar a otros con ella para que quienes reciban el mandato de elevarnos no cometan los mismos errores que yo cometí ni padezcan por ingenuos. He obrado con la incertidumbre de Ulises, que nunca supo de la espera de Penélope. El esmero por volver supuso buscar los caminos que me conducen hacia mí mismo. El tejer de Penélope es un caso único en el cual la esperanza se alimenta de la espera. En este caso, nuestras sociedades deberán entender que el porvenir se construye actuando y que la esperanza se nutre del compromiso, el esfuerzo, la generosidad y la inteligencia de los escogidos para dirigir.

         He actuado concibiendo que en el proceso histórico lo espontáneo puede resultar estéril. No obré en la presunción de que los sucesos históricos se ubican uno tras otro siguiendo el orden impuesto por una hipotética linealidad de la historia. Entiendo que ella no responde a una finalidad que la trasciende, sino que resulta del accionar colectivo que recibe la impronta de los líderes con la capacidad de impulsar la actuación del conjunto.

         Nuevamente despojado de ilusiones, he comprobado que nuestro proceso político es impulsado por actores con sagacidad y audacia a la hora de disputar el poder y de reclamar sus licencias a los privilegios. La dirigencia que postulaba «el cambio» sometió, una vez más, nuestra política a la claudicación y a la «avaricia del oro» de quienes encuentran su seguridad y su prisión en la posesión de bienes materiales, pues, según la premisa del Incomodador, «quien posee es poseído».

         El teatro político presenta el mismo guión, la misma escenografía y los mismos actores que ayer y hoy, con voluntad anestesiada, nos ofenden con su insensibilidad y su incapacidad para solucionar los problemas. Nuestra política es un círculo en el que los vicios de ayer se encarnan y se reproducen en la conducta de los mandamases de turno. Así como en el pasado reciente hemos estado ejerciendo una política hecha a base de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos ocultos, paranoias, traiciones, cálculos egoístas, cinismo absurdo y toda clase de malabares, una política practicada para maximizar los intereses particulares o grupales, bajo «el cambio» se buscó el poder no para servir, sino para distribuir, con crudeza cubierta de cinismo, los beneficios que acarrea, en esta cultura, el activismo político.

         En este escenario opuesto a la moral, a la racionalidad y a la excelencia, la advertencia del Incomodador tiene que convertirse en una máxima para los políticos que quieran garantizar su permanencia en un teatro en el que las ambiciones desmedidas ridiculizan a los actores:

 

         «¡Cuídate, pues, de los mediocres! En tu presencia se sienten pequeños y su bajeza arde contra ti en una invisible venganza»

 

 






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