ME ESTOY PONIENDO VIEJO

  Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

Definitivamente me estoy poniendo viejo. No logro entender los códigos de la nueva generación, de los nativos de la era digital; la era de los teléfonos que sirven para casi todo, y solo como una cuestión menor -casi colateral- para hablar con el otro.

No es que me cierre a la tecnología o que no la disfrute, por supuesto. Soy un internauta entusiasta, aunque todavía me aferre cobardemente a unas cuántas páginas informativas y algún que otro sitio dedicado a fanáticos de la historieta.

Es más, tal es mi fervor hacia la red que puedo jactarme de haber sido de los primeros en sentarme frente a una computadora durante dos o tres horas esperando que terminara de bajar una página. Si hoy los chicos se quejan de la lentitud del sistema es porque no tienen la menor idea de lo que fueron los tiempos del parto digital.

Obviamente, nadie puede estar en contra de estos avances. Si Cervantes hubiera contado con semejantes recursos, la saga del Quijote sería más larga que la de Harry Potter.

Cuando hablo de los nuevos códigos me refiero a las reglas no establecidas pero siempre vigentes de cómo hacer contacto con el otro.

Me explico. Hace ya dos o tres años fui a un café para encontrarme con un amigo y descubrí a una pareja de adolescentes en pleno flirteo. La escena me produjo una inevitable nostalgia. No recuerdo momentos más emocionantes en mi cada vez más remota pubertad que aquellos primeros escarceos con el sexo opuesto.

Como mi amigo, digno integrante de la izquierda festiva, decidió poner a prueba una vez más mi escasa tolerancia con la impuntualidad, me dediqué a espiar al afiebrado casal. Lo que llamó mi atención es que ambos estaban sentados en los extremos opuestos de un sofá y pendientes exclusivamente de su teléfono móvil.

Décadas de contaminación machista hicieron inevitable que prejuzgara al muchacho. Cómo podía tener a una criatura tan encantadora del otro lado del sofá y seguir enfrascado en su conversación virtual. Después de unos minutos de observación, me percaté, sin embargo, de que cada vez que él terminaba de aporrear con el pulgar el teclado de su móvil, ella sonreía o se ruborizaba discretamente. Y que cuando ella terminaba de hacer lo propio, a él le brillaban los ojos.

Estaban conversando a través de mensajes de texto; sentados uno al lado del otro. No se miraron nunca. Jamás despegaron la vista de la pantalla del teléfono.

Honestamente, no lo entiendo. Soy como un colono brasileño. Llevo quince años transitando por estas tierras de Gates y Zuckerberg y ni siquiera manejo el idioma.

No le encuentro la diversión. Que yo recuerde, el placer del flirteo estaba en los detalles físicos. Sentir los nervios del otro. La mirada cómplice. Un leve roce de las manos. Ese brevísimo contacto de piel que producía descargas infernales de hormonas en el torrente sanguíneo.

Algún duelo de palabras. El coqueteo pícaro. El retruque. La recepción positiva del piropo. Las primeras señales revelando una atracción compartida. Algún suspiro incontrolable. Y una sensación embriagadora de estar vivo.

¿Será igual? ¿El ícono de un pulgar para arriba producirá en un adolescente de hoy el mismo efecto que tenía en el analógico un sí susurrado al oído con una balada de Axl Rose de fondo?

Lo más probable es que sí. Solo que ya no necesitan de Axl. Quizás por eso eliminaron las lentas de la disco.

Puede que eso explique la venta vertiginosa de celulares. En definitiva, el romanticismo no ha muerto, apenas ha mutado. Solo que yo me estoy poniendo viejo y ya no logro entenderlo.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 07 de Agosto de 2011, 01:00

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