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Josefina (Abel de la Cruz) Plá (+)

  CERÁMICA POPULAR PARAGUAYA, 1976 - Ensayo de JOSEFINA PLÁ


CERÁMICA POPULAR PARAGUAYA, 1976 - Ensayo de JOSEFINA PLÁ
LA CERÁMICA POPULAR PARAGUAYA
 
Ensayo de JOSEFINA PLÁ
 

 
SUPLEMENTO ANTROPOLÓGICO
 
Órgano oficial del Centro de Estudios Antropológicos
 
Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”
 
Vol. XI, Nºs. 1-2. 1976: 7-28

 

LA CERÁMICA POPULAR PARAGUAYA
 
Las artesanías se nos aparecen prima facie como la supervivencia, pintoresca de épocas superadas: el residuo de etapas ya irremisiblemente clausuradas en la ruta del progreso técnico. En cierto modo, así es: las artesanías son una imagen del pasado: sus formas, ritmos y procesos, pertenecen a un ámbito anacrónico, incapaz de seguir el tranco del mundo de hoy con sus aceleraciones crecientes, y sus exigencias tecnológicas cada día más diversificadas y apremiantes.
Y sin embargo...
 
Y sin embargo, a través de las artesanías fundamentales -barro, madera, fibra vegetal, metales primarios, en manos del hombre ingenuo el pulso de la tierra se hace forma útil que asciende humilde pero segura, hacia la belleza.
 
El hombre diversifica mediante las máquinas sus posibilidades técnicas: la máquina hace de él el gigante antiguo de las cien manos, sólo que un poco más hábil. Pero al aumentar proteicamente sus posibilidades activas, las deshumaniza; desnaturaliza la creación, repitiendo hasta la saciedad el calco de algo que debe ser único. Lo duradero, no lleva el signo de la máquina. Lo estético tampoco. Los productos industriales son hijos de cien cuerpos y ningún espíritu: ninguno de sus padres los conoce ni reconoce. Y el hombre que no se reconoce en su obra, no se reconoce tampoco como individuo. Se convierte él también, y a su vez, en pieza de una máquina.
 
El hombre intuye esta desfiguración, esta desvalorización que desde todos los ángulos asedia la fortaleza de lo individual, atomiza el espíritu, y plantea angustiosamente el problema de la múltiple alienación. El hombre sin obra no es nada: el hombre empieza a sentirse tal cuando puede verse reflejado en algo salido de sus manos: pero el mundo en que vive se empeña en negarle -cada vez más cerradamente el derecho a esa obra, para convertirlo como se ha dicho en mera pieza del mecanismo de ese progreso que si antes ya no sabía adónde iba a llevarlo, ahora teme que tal como va no pueda llevarlo a ningún sitio de paz y plenitud.
 
Y el hombre siente nostalgia de ese mundo, que vendió como Esaú su primogenitura, por un plato de lentejas. Y regresa a las artesanías. Cansado de porcelanas multielaboradas, cada vez más lejos de la apariencia del barro del cual proceden, se vuelve hacia los humildes cacharros de arcilla. Saciado de tejidos de todos los colores, fulgurantes como relámpagos los unos; pesados en su riqueza, como procedentes de un mundo mineral, los otros, quiere volver al contacto primitivo, tiernamente rústico, de los productos de los telares caseros donde el algodón conserva aún la fragancia de los plantíos maduros, y la lana el suave calor animal. Harto de figuras de escayola, de marmolina o de plástico, ese infame plástico que hasta las flores prostituye se vuelve a las formas elementales e ingenuas en que las materias parecen ensayar un nuevo génesis.
 
Un cántaro tosco de sordas resonancias, que rezuma el agua por sus poros mal cerrados; un tejido de algodón que difícilmente varía sus aspectos porque la fibra sigue fiel al esquema del telar; una figura de barro poco más que esbozada, pero en la cual parecen alebrarse todas las posibilidades de la metamorfosis, como en el mundo en creación sucesiva de Teilhard de Chardin... Todo elemental, sin refinamiento, sin sofisticación. Pero algo en lo que el espectador debe poner un poco de sí, para completar el espectáculo. Todo ello, cada una de estas cosas, son obra de una mano, expresión de un espíritu único, impulso de una voluntad de forma, respuesta a una auténtica necesidad de reconocerse, y al reconocerse, servir. La artesanía es expresión primaria, original y pura, y es también y básicamente servicio.
 
Este regreso se manifiesta en varios planos. El primero de ellos es el interés renovado hacia estas expresiones del espíritu primario y colectivo, como receptáculo de valores estéticos y sociales, y que tiene su índice en la creciente adquisición de objetos artesanales que enriquecen, artística o utilitariamente, la vida cotidiana.
 
El segundo es la multiplicación de artistas que dedican por ejemplo a la cerámica su atención, cultivándola en un sentido intrínseco de sus valores, de tal manera a hacer de ella un arte más, al margen mismo de lo utilitario, empeñándose en el ejercicio de sus técnicas tradicionales, a la vez que reivindican para ella la autonomía estética. Es lo que se ha querido decir cuando se ha dicho que la cerámica "se empina hacia sus hermanas las artes mayores".
 
En nuestro país se han dado en todos los tiempos manifestaciones artesanales con rasgos de tradición: es decir, artesanías características y caracterizantes. Y se han dado y dan actualmente en el ámbito de la artesanía también los dos fenómenos apuntados: el del creciente interés adquisitivo por las artesanías tradicionales o populares, y el rescate de esos valores artesanales a un nivel configurativo de rango estético autónomo, en la obra de ceramistas como Julián de la Herrería primero, y posteriormente José L. Parodi.
 
En estos apuntes sólo nos interesa el primero de los aspectos: las manifestaciones de la artesanía tradicional.
 
Las artesanías paraguayas, conforme más de una vez se ha dicho, son, tal como se manifiestan hoy (o se manifestaban hasta hace poco) el resultado lógico de una doble corriente iniciada con la conquista.
 
Los guaraníes poseían, a la llegada del español, sus artesanías.  Los españoles trajeron las suyas, que en algunos casos se injertaron sobre las ya existentes.
Al recibir el impacto de la nueva cultura algunas artesanías autóctonas, a su vez, se desintegraron, totalmente (por ejemplo la artesanía plumaria). En otros casos, recibieron correlativamente el aporte de la nueva 'técnica; se beneficiaron con las mejoras incluidas en, las artesanías homólogas traídas por los conquistadores. Las importadas por estos arraigaron y prosperaron, adquiriendo matices nuevos, al amparo de la situación.
 
En el encuentro, en suma., y como suele suceder inevitablemente, ambos complejos artesanales perdieron cada uno algo del empuje y caudal originarios, para resultar en formas que traducían la adaptación a las nuevas necesidades.
 
El cuadro de las artesanías principales desarrolladas durante la  colonia puede resumirse así:
 
*. CERÁMICA (DE BASE AUTÓCTONA)
 
*. TEJIDOS (DE BASE AUTÓCTONA)
 
*. CESTERÍA (DE BASE AUTÓCTONA) Y SOMBREROS (IMPORTADA)
 
*. ENCAJES Y BORDADOS (IMPORTADA)
 
*. METALISTERÍA (IMPORTADA)
 
*. ORFEBRERÍA (IMPORTADA)
 
*. MUEBLERÍA (IMPORTADA)
 
*. JOYERÍA (IMPORTADA)
 
*. TALLAS (IMPORTADA)
 
*. GUAMPOS (IMPORTADA)
 
*. CUEROS (IMPORTADA)
 
 
El cuadro, como se ve, es bastante extenso. De él, en esta ocasión, sólo tomaremos una de las artesanías. La llamada cerámica, que abarca genéricamente todo objeto de barro fijado en su forma definitiva mediante el fuego. Ella comprende pues una amplia gama de productos que van desde el simple ladrillo hasta la más fina porcelana y desde el tosco botijo a la más delicada cerámica Ming o Sevres.   
 
Los guaraníes poseían una cerámica, y dentro de ella, formas distintas adecuadas a usos diversos. Podemos clasificar esas formas como sigue:
 
a) Cacharros destinados simplemente a contener líquidos o a manipulación de bebidas (cambuchíes de tamaños diversos, jarritos de forma redonda o globular, con o sin mango o asa).
 
b) Objetes destinados a la restringida cocina tribal.
 
c) Cacharros para enterramientos. Estos podían ser de gran  tamaño (urnas funerarias) o de tamaño menor, inclusive muy reducido (cacharros votivos o cuyo objeto era contener las viandas dedicadas al difunto).
 
No se han hallado vestigios de cerámica lúdica (muñecas, etc., aunque sí algunas pipas.
 
A lo largo del río Paraná en territorio argentino se han encontrado hace unos lustros algunas piezas en forma .de platos o escudillas, con un mango o prolongación lateral que simula el cuello y cabeza de un pájaro. Estos cacharros litoraleños parecen haber sido resultado de influencias o quizá trasiegos calchaquíes. Pero las excavaciones en territorio paraguayo propiamente dicho (inclusive las últimamente realizadas en la región del Alto Paraná) no han arrojado hasta ahora otras formas que las geométricas.
 
 

CENTROS CERAMÍSTICOS
 
Aunque tampoco hasta ahora podemos aportar dato concreto alguno al respecto, de ciertos hechos históricos se desprende que desde mucho antes de la llegada de los españoles a ciertos lugares, (todos más o menos cercanos al que más tarde sería lago Ypacaraí) eran preferidos desde antiguo por los habitantes carios para fabricar allí sus objetos de barro. Así Itá, Areguá, Tobatí, parecen haberlos atraído por las cualidades especiales de sus arcillas. (a)
Después de la llegada de los españoles, y realizados, como sabemos, bajo la dirección religiosa de los Franciscanos, los asentamientos en dichos lugares, éstos siguieron siendo, en medida diversa, centros de fabricación de cerámica (Itá parece haberse destacado siempre) sin que, a lo que se sepa, se haya hecho intento alguno por cambiar, en esta área, esas preferencias.      
 
Con la instalación de los Jesuitas en las orillas del Paraná y Uruguay, surgieron, dentro, ya del XVII, en las Reducciones, talleres ceramístícos, creándose, por así decirlo, centros de esta artesanía, que desaparecieron más o menos un siglo después de la salida de los padres. (En Trinidad se conserva, aún un horno de la época). En estos talleres se llegó a fabricar cerámica elementalmente vidriada, cuyas técnicas, persistían aún en tiempos de Francia.
De los centros antes mencionados, sólo Itá sobrevive con las características válidas de una tradición artesanal.
 
(a) otros centros debieron, por supuesto, existir; pero de ellos no ha quedado rastro, salvo .. en forma muy indirecta.
 
 

MATERIAS
 
El barro de Itá es un barro de textura sumamente ordinaria. Se han hecho pocos análisis de él, Julián de la Herrería analizó (durante sus estudios de 1922 a 1925 en la Escuela de Cerámica de, Manises España) algunas muestras de arcilla de Tobatí, Areguá, Itá, Piribebuy; y estos análisis podrían considerarse válidos aún.
La simple observación directa detecta en este barro de grano grueso, escasamente graso, una gran proporción de sílice: poco óxido de hierro, relativamente.        
 
Es sin embargo bastante dúctil, y se presta para el modelado, si éste no lleva detalles finos. Para el vaciado no se presta tanto; da mejor resultado en el moldeado. Su escaso índice de contracción hace que seque sin mayor tendencia a las grietas, condición ésta muy importante para el rendimiento del trabajo; como contra ofrece la mencionada ordinariez que lo hace poco apta (a menos que se lo someta a elaboración) para trabajos delicados.          
 
Cocido en las condiciones en que lo son los cántaros y demás objetos, cuyo horneo tradicional es muy precario; y enmascarado además tras el engobe o el fumigado, es difícil conocer su verdadero color. Cocido a 850 grados (temperatura óptima que no alcanzan nunca esos productos) se muestra de un blanco ligeramente rosado o un amarillento muy claro, revelando el reducido porcentaje de óxido de hierro. La fractura, granulosa, muestra un equilibrio entre la alúmina y la sílice en gruesas partículas que explica su generoso comportamiento en el modelado y el fuego.
 
No hay noticia de que las obreras hayan utilizado hasta tiempos muy recientes procedimiento alguno, para mejorar las condiciones o cualidades del barro; seguramente porque siempre lo hallaron adecuado a sus limitadas exigencias. Satisfechas con el resultado, han trabajado por siglos con este lodo, recogiéndolo en lugares también por tradición  señalados empíricamente como adecuados para el trabajo.
 
El tratamiento del barro se redujo siempre a eliminar de él manualmente los detritus gruesos; cosa por otra parte fácil y hasta innecesaria, a veces,  ya que la arcilla ofrece en esos yacimientos superficiales una gran homogeneidad de textura, Y una limpieza relativa. Esos yacimientos de arcilla por su origen y situación, han ofrecido una composición prácticamente invariable a través del tiempo transcurrido; sin contar con que la explotación de los mismos no fue nunca tan intensiva que rebasara sus límites (al menos en Itá; en Areguá hace rato que esto ha sucedido).
 
La cubierta que ostentan los cántaros y otros productos típicos de Itá, de un rojo que varía entre el cereza y un marrón rojizo o dorado, era ya utilizado por los guaraníes antes de la llegada de los españoles. En realidad esta capa superficial integrada con el tiesto, (engobe) constituida por óxido de hierro puro o casi puro (almazarrón) es la que contribuye a impermeabilizar los cacharros, que sin esa cubierta pulida, resultarían quizá demasiado porosos. Ese almazarrón (Itapytá) se obtenía y obtiene según parece en abundancia en ciertos sitios como el cerro de Acahay. Aparecen también, en esta cerámica, el negro y el blanco.
 
El negro no es resultado del empleo de una materia colorante, en la verdadera acepción: es un procedimiento especial e indirecto en el cual se utilizan materias residuales que no se incorporan al cacharro sino a través de su transformación por el fuego; el blanco, que es una sustancia mineral, no se integra cerámicamente a las piezas, por motivos que en su lugar se explicarán.
 
Se han encontrado localmente cacharros (pocos en verdad) que llevan un decorado a base de meandros organizados elementalmente, en negro y blanco sobre el rojo. Es dudoso el origen guaraní de estas piezas: la incorporación auténtica del decorado blanco y negro al cuerpo del cacharro, mediante el fuego, supone lógicamente, la utilización de sustancias minerales idóneas y permanentes; aunque material abundante procedente de diversos enterramientos de la región Oriental prueba el empleo del engobe blanco y hay indicios del uso de un material colorante negro, queda en pié el problema planteado por los motivos decorativos en si; motivos totalmente únicos y aislados, en esta cerámica cabe aceptar que los artesanos  guaraníes perdieron, en época no determinada, pero que debió ser muchísimo antes de la llegada de los españoles, la tradición en el uso de esos materiales, Y se quedaron solo con el rojo.
 
Esto no significa que no utilizasen  materias para la obtención de efectos de blanco y negro en épocas subsiguientes: sólo indica que usaron materias distintas a las usadas antes, o las emplearon de distinta manera como ya se ha señalado, utilizando el blanco en forma precaria y obteniendo el negro por procedimientos indirectos, no controlables desde el punto de vista de la diversificación de motivos decorativos.
 
El barro de Areguá es de grano más fino que el de Itá y textura más suave, por ser ligeramente más aluminoso; pero aproximadamente del mismo color. El de Tobatí es totalmente blanco y su composición difiere del de las otras dos localidades mencionadas. Se trata en rigor de un barro de características caolínicas acentuadas, que con las correcciones oportunas en estos casos podrían transformarse en un buen material base porcelánico. La arcilla caolínica precisa de altas temperaturas (hasta 1450 grados,) para adquirir la plenitud de sus cualidades técnicas. Verdad que existen procedimientos para rebajar considerablemente esa temperatura de cocción reduciendo a la vez la calidad del producto, pero ellos exigen conocimientos de química que no habrían podido nunca lógicamente ser del dominio indígena: ni siquiera estuvieron nunca al alcance de otras cerámicas indoamericanas mucho más adelantadas, como la incaica o la azteca.
 
Pudo usarse caolín mezclado en alguna proporción con los otros barros mencionados, para blanquearlos. En algunas épocas, en efecto, se han realizado en Tobatí figuritas típicas en ese barro, mezclado con otros ordinarios que lo hicieron un poco más fácil de trabajar, sin por eso conferirle mayor consistencia, dadas las bajas temperaturas de cochura.
 
Todos estos son conocimientos que están al alcance del hombre primitivo por la vía empírica; y las alfareras locales parecen haber tenido conocimiento y práctica de ellos.
 
Actualmente las obreras de Itá han incorporado a sus técnicas algunos procedimientos para mejorar los barros (mejora indispensable para el trabajo en torno) sin haber por eso cambiado la apariencia y cualidades generales de los mismos.
 
 

 LAS ARTESANAS
 
Entre los guaraníes eran las mujeres las encargadas de realizar todas las labores concernientes a estas artesanías, comenzando por la búsqueda y acarreo del barro (cuando no realizaban sus cacharros in situ). Debían acarrear la leña, abrir el hoyo para la quema, etc. y finalmente cocer las piezas.
 
Con la conquista y el subsiguiente paso de la mujer indígena  al rancho del español, no por eso cambio  la situación: las alfareras siguieron siendo mujeres, y mujeres son hasta hoy, por lo menos en Itá, donde la tradición cerámica enraizada en el pasado autóctono conservó sus rasgos auténticos. En Areguá, la tradición quedó por completo desvirtuada al convertirse este pueblo de tiempo atrás en un centro de producción ceramística e incorporar algunos elementos de pequeña industria (tornos, hornos de llama directa, etc) no muchos, pero los bastantes para desfigurar la fisonomía artesanal; a  lo que contribuyeron más que nada hace unos lustros la inspiración y procedimientos híbridos de decorado (flores al óleo pintadas en platos figuritas realizadas sobre modelos de todas clases y  procedencias foráneas, e igualmente chafarrinadas). En la actualidad si bien incorporaciones más recientes han mejorado un tanto el aspecto técnico con visos a la industria, han terminado con lo que de tradicional podría aún tener la artesanía.
 
Quizá convenga recordar aquí, que en las Misiones los jesuitas efectuaron una redistribución de oficios y actividades manuales en lo que a sexos se refiere; pasando a ser jurisdicción masculina labores que antes eran privativas de las mujeres. Los alfareros en las -Misiones fueron hombres: por lo menos aquellos que realizaban trabajos de torno y los de vaciado y moldeado (1). Sin embargo, hay indicios de que paralelamente a la artesanía desarrollada por los varones, en taller, siguió desenvolviéndose otra de destino o finalidad exclusivamente doméstica, en la cual la tradición local se prolongó a cargo de mujeres.
 
A este respecto vale la pena observar que no se han conservado en la región vestigios de esa artesanía. Las últimas noticias pertenecen a la época de Francia (2). Quizá haya que atribuirlo a la extinción casi total de la población masculina de la zona durante la guerra grande.
 
Desde niñas, las mujeres de Itá aprenden los pocos secretos del oficio, viendo cotidianamente trabajar a sus madres, tías, abuelas y hermanas mayores. Es un oficio para toda la vida. Se trabaja -o se trabajaba hasta hace poco- con dedicación y como en una especie de culto a los conocimientos heredados.
Hasta fecha reciente, en efecto, las mujeres de Itá repetían con sencillez y exactitud de rito los modelos consagrados por la labor de sus madres y abuelas, en los cuales la observación, o simplemente la imaginación, de la obrera, podrá siempre poner el toque distinto. Como en toda artesanía popular, aquí el producto, a pesar de su reiteración, no es un calco, sino una interminable recreación. Pero esta situación de netos rasgos artesanales ha cambiado bastante desgraciadamente en los últimos tiempos.
 

(1) Realizaron, por ejemplo, cabezas de ángeles y losetas con relieves en barro cocido.
 
(2) Noticias en M.A., Molas, Historia de la Antigua Provincia del Paraguay Ed. Nizza, Asunción 1957.
 
 

FORMAS: A) GEOMÉTRICAS
 
Es sabido que durante bastante tiempo (en rigor durante todo el siglo XVI y quizá aún más adelante) el colono hubo de prescindir en su vida cotidiana de muchas de las exigencias que configuraban su estilo de vida en la metrópoli, El clima, la abundancia de agua, el servicio numeroso, suplieron otras exigencias y compensaron o justificaron muchas simplificaciones. Así es como evidentemente no se creyó necesario introducir mejoras en la alfarería local para surtir a la nueva población. Examinando las listas de artesanos llegados en las armadas desde 1538 hasta 1575, hallamos prácticamente todos los oficios -hay inclusive joyeros- pero ningún alfarero.
 
De haber sido el área pródiga, como otras, en oro o plata, el tenor de vida habría sido mucho más elevado y habría impuesto, y por tanto introducido, esas mejoras; ya fuesen ellas en la artesanía misma, ya bajo la forma de productos importados, o finalmente mediante la simple traslación de la industria metropolitana, como se hizo en Méjico (Cerámica de Puebla).
 
Sin embargo aquí, cuando la situación económica mejora, vemos la vajilla de plata sustituir a la vajilla local, y quedar esta para uso prácticamente exclusivo de los pobres. Con excepción de algunas formas mayores, como los cántaros, que siguieron en vigencia generalizada hasta hace poco, por razones de todos conocidas.
 
La artesana, o sea la indígena aposentada en la casa del español primero, encomendada luego, no halló precisos cambios fundamentales en el repertorio de formas heredado. Verdad que la cristianización en masa llevó aparejada la desaparición, total y rápida también, de las formas enterratorias. Pero en la realización de esas grandes vasijas habían adquirido las artesanas una sólida experiencia; habían desarrollado un sentido firme de la forma y el ritmo. Estas habilidades pasaron en bloque a la realización de vasijas simplemente utilitarias, indispensables al nuevo estado de cosas: grandes cántaros, tinajas, orzas, tinas para el baño, etc.
 
Al lado de estas formas, casi mobiliarias por su tamaño, florecieron las formas menores: cántaros para acarrear el agua; lebrillos para menesteres domésticos, escudillas. La obrera los adoptó al tenor de las necesidades o exigencias del colono. La palangana -modificación del lebrillo, al menos en el nombre- y la jarra, fueron formas importadas netamente y persisten hasta hoy. (b) Botijos, platos, (la arcilla de Itá no resiste la exposición al fuego en cacharros de cocina) jarritos. Ninguna de estas formas exigió un esfuerzo excesivo de adaptación por parte de la obrera. Para cada una de ellas (exceptuando los botijos y botellones) hallaba un precedente en alguna forma previa de su existencia tribal, aunque el uso no fuese precisamente el mismo en algunos casos.
 
El botijo fue, como el lebrillo, la palangana y la jarra, importación hispánica, aunque la imagen arquetípica del botijo quizá fuese un hecho previo como consecuencia de los contactos más o menos pacíficos de los guaraníes con las avanzadas del Imperio Incaico. Es precisamente en el botijo donde se hace evidente la fantasía de la ceramista en lo que al decorado se refiere.
 
También son de origen hispánico los botellones, aunque para esto no es tampoco imposible que tuviesen localmente una imagen previa configurante en homólogos cacharros incaicos. Ratificando esta idea hallamos en botellones ya antiguos ciertos rasgos característicos, (multiplicación globular) que por otra parte tampoco, falta en ciertos cacharros hispánicos.
 
Los cántaros, aunque reducidos en su tamaño en los últimos tiempos, obedeciendo a su menor funcionalismo, ofrecen una mayor variedad de formas dentro de una línea geométrica unitaria, es decir, sin divisiones globulares o con divisiones poco acentuadas. No es fácil ya hallar actualmente las variantes "amelonadas" en cántaros, jarras o jarritos; y en las que el barro, reproducía formas frecuentes en la vajilla de plata.
 
El cántaro y el botijo, formas que cubren, especialmente la primera, gran parte de España (Andalucía, Extremadura, las Castillas, Aragón, Levante) prosperaron y florecieron sin esfuerzo alguno; amparados, el primero por su raíz autóctona; el segundo (que no existía localmente) al socaire de reminiscencias o contagios previos antes insinuados.
 
El cántaro modificó sus formas, como antes se ha dicho; se hizo un tanto más ancho de boca en relación al español, más estrecho con relación al indígena, denunciando su injerto dinámico; conservó su amplitud de panza, en contraste con el gálibo esbelto del cántaro manchego y levantino, (alto y de escaso diámetro y base precaria). Pero perdió sus asas.
 
Fueron así los cambuchies que sin cambio sensible alguno en el gálibo descrito han llegado a nuestros días, y que conservan de su remoto ancestro local los rasgos indelebles de materia y de color.
 
No cabe duda de que las alfareras trabajaron activamente durante los siglos de colonia. La misma naturaleza de los productos, sumamente perescibles, y por tanto de frecuente repuesto, multiplicaba su demanda. Pero también, andando el tiempo, estos productos se volvieron materia de exportación. No sólo dentro del país mismo, sino inclusive fuera de él; a "las provincias de abajo" donde no parece haberse desarrollado durante mucho tiempo una artesanía equivalente.
No es posible hasta el momento señalar con exactitud la fecha en que se inició este tráfico: pero desde la segunda mitad del siglo XVIII hallamos alusión frecuente a los envíos de loza de Itá a todos los pueblos del interior de la República, así como a las nombradas provincias de abajo; el trasiego al interior del país se hace especialmente copioso en tiempos de Francia, a pesar de que en esa misma época el comercio de pacotilla con el Brasil introducía en las correspondientes pequeñas cantidades, vajilla de loza ordinaria, (tazas, pocillos y jarras principalmente).
 
Concretando: la llamada impropiamente loza de Itá, ya que no se trata sino de una terracota engobada, surtió las mesas del pueblo en general, y también de las familias, hasta una determinada época en la cual la circunstancia económica de la colonia, sensiblemente mejorada, permitió a muchas de esas familias, como antes se dijo, el uso de vajillas de plata primero, y más tarde, ya al terminar la colonia, el de artículos de porcelana o loza inglesa. (Dicho sea de paso que la abundancia, y riqueza de esas argénteas vajillas fueron motivo de sorpresa y asombro para más de un viajero del XVIII y XIX).
 
Con la apertura del río al libre comercio, en 1853, la loza común y la porcelana comienzan a vulgarizarse, y a, retroceder al auge de los productos de Itá. De esta época data la pérdida paulatina de algunas de las formas tradicionales (cántaros y botellones múltiplemente globulares). A la pérdida contribuyó sin duda la guerra del Setenta que al reducir considerablemente la población, sin perdonar la femenina (aunque en la masculina se hizo sentir más la disminución) se llevó consigo por razón lógica a las personas de más edad, o sea las más consustanciadas con las modalidades tradicionales de vida y de artesanía.
 
Sin embargo, aunque sensiblemente disminuida la riqueza de formas, inclusive las utilitarias, la artesanía continúa subsistiendo, al amparo de la circunstancia económica de la posguerra. La pobreza mayoritaria halló en esta cerámica un recurso adecuado y mantuvo la producción.
 
Esta situación se prolonga pues durante el resto del siglo XIX e inclusive dentro del actual, hasta años relativamente próximos. El cántaro siguió siendo recurso generalizado para la conservación del agua destinada al consumo potable en todos los hogares, ricos y pobres, hasta hace poco.
 
La demanda del cántaro como elemento utilitario ha disminuido considerablemente desde la creciente vulgarización de la heladera eléctrica o a kerosén: son pocos los hogares que aun lo conservan en las ciudades; sólo los de limitados recursos económicos, y aún entre éstos la disposición del agua corriente ha influido para su eliminación. La "heladera de los pobres" sólo sigue teniendo vigencia en la campaña, aunque también en los pueblos mayores va cediendo terreno cotidianamente ante el progreso de los servicios de aguas corrientes. Este receso se hace patente también en un síntoma: la disminución del tamaño del cántaro, que ahora se convierte en artículo curioso o de coleccionista de artesanías.
 
(b) La introducción de los objetos (baldes, jarras, palanganas) de plástico ha incidido en forma drástica en la producción de dichas formas en cerámica.
 
 

FORMAS: B) ANIMALES
 
No existiendo en la cerámica prehispánica local formas animales, no queda más remedio que deducir que las que se hallan son de origen hispánico. La forma botijo (en la cual se explaya de preferencia la forma animal) no ha sido, como se ha dicho, comprobada en la cerámica local prehispánica; y por otra parte los motivos animales se presentan extensamente en muchos botijos castellanos, andaluces, valencianos, etc. Ya hemos hecho alusión al posible conocimiento teórico de esa forma a través de contactos con cerámicas del Tahuantisuyo.
 
La forma animal en los hidroceramos, podemos pues darla como trasplantada. Sólo que, en la cerámica nativa, esa forma, al trasplantarse, no lo hizo directamente como calco o copia de las importadas. Los animales que prestaron su gálibo a las formas nuevas son casi todos ellos tomados al dintorno. Pero en la selección intervinieron factores interesantes. En efecto en el repertorio de esos motivos no vemos gallos, ni toros, ni caballos, tan vinculados sin embargo a la vida cotidiana colonial desde los primeros tiempos (o si aparecen es en forma muy excepcional).
 
Observemos, para comenzar, que los tres animales mencionados pertenecen al mundo vivencial del varón; aunque familiares, no formaban parte del mundo cotidiano femenino; y los artesanos del barro como sabemos ya, fueron siempre mujeres. Quizá hayan influido en ello también tabúes profundamente persistentes a través de la aculturación cristiana, que vedasen a la mujer el manejo de trebejos y pertenencias masculinas y por ende animales relacionados con el varón y sus actividades.
 
En el repertorio zoomorfo debemos distinguir dos niveles: el utilitario (representado por botijos y botellones) y el festivo o lúdico.
 
En el primero, realizado por las obreras ejercitadas, se dan las notas más significativas de la serie. Son los botijos y botellones que representan coatíes, tortugas, armadillos, sapos, monos, pavos, peces, etc., cuyos rasgos esenciales son captados con una gracia tosca pero caracterizante. Estos botijos y botellones (la forma animal se explaya mucho más en aquéllos que en éstos) son cada vez menos fáciles de hallar. Los rasgos que constituyen su ingenuo encanto, no son siempre estimados en su verdadero valor por el turista, atraído más por lo pintoresco y por el color. Y entre los paraguayos mismos, son pocos los que aprecian la ingenua expresividad que de ellos emana. Aquí cabría recordar lo varias veces dicho a propósito de estas manifestaciones populares: la necesidad de encarar su preservación coleccionada, antes que se produzca su total desaparición.
 
Encontramos pues en la serie de formas animales aquellos que configuran y diversifican el hábitat aún paradisiaco, silvestre, pero no enemigo, en que se mueve la obrera. Muchas gallinas y pavos, porque estas aves forman parte del diario quehacer doméstico.
 
Son estas vasijas, junto, con las antropomorfas, la que en conjunto asumen rango representativo en esta artesanía como cifra conjunta de habilidad tradicional y de espíritu telúrico.
Al nivel lúdico hallamos esos mismos animales en tamaño mucho más reducido, casi juguete, junto con otros -tigres, lagartijas, perros, caballos, yacarés- siempre en tamaño reducido. Representan la obra iniciática: en esas formas se ejercitan libremente las pequeñas artesanas capacitándose para realizaciones mayores.
 
Entre estas manifestaciones encontramos también figuras de Satanás o el dragón infernal bajo la forma de un yacaré de bifurcada cola, figura para la cual prestaron modelo las vulgarizadas estampas de San Miguel, y el dragón, o quizá más bien la abundante iconografía de bulto del Arcángel, presente en todas las iglesias y en numerosísimos hogares. Sin embargo, resta saber qué objetivo cumplía esta figura, ya que no cabe pensar en ella como simple juguete.
 
 

FORMAS: E) ANTROPOMORFAS
 
Mención especial merecen las figuras antropomorfas masculinas y femeninas. Estas se presentan también en dos niveles: las utilitarias y las festivas. Al primer número pertenecen los botijos y botellones. En éstos, provistos casi siempre de asa (los botellones generalmente, no la tienen) hombres y mujeres aparecen invariablemente sentados en una pose justificada, por el funcionalismo del cacharro, y en la cual una obrera traviesa añade a veces algún detalle escatológico.
Entre los motivos antropomorfos (y porque, aunque constituyen más un decorado que una forma, la determinan en cierto modo) debemos anotar los rostros humanos que aparecen en tres de las formas corrientes: cántaros, botellones y botijos; y algunas veces también en las jarras. Estos rostros han aparecido profusamente hace algunos años (antes eran raros). Las obreras, al preguntárseles sobre ellos y su significado, responden que se trata del "sol y la luna". Valdría realmente la pena seguir el rastro a esta decoración que se dice surgida en Tobatí, y a la cual podría quizá atribuírsele como origen, las figuras de ángeles del barroco, cuyas alas han desaparecido, (c). De esas cabezas, sin embargo, unas son de pelo rizado y otras de pelo lacio, netamente caracterizados. Por otra parte, podría también hallarse, en el trasfondo de estas formas, la presencia de los botijos y botellones semejantes altiplánicos. Valdría la pena, repetimos, una investigación al respecto, aunque indudablemente las dificultades que ésta ofrece son numerosas y serias, por la falta de documentación.
 
Esos rostros se presentan a veces aislados, sólo uno, en un cántaro, botijo, jarra, etc. En otros casos, el cacharro lleva dos, en costados opuestos.
 
En cuanto a las figuras festivas, ellas parecen haberse dado originalmente en Tobatí, y aunque toscas, ofrecían siempre acentuado atractivo. En ellas campea, aparte el sentido de observación ya evidente en la serie humanoide utilitaria, una variedad mayor, una tendencia más neta hacia la simplificación de las formas, su sintetización y la acentuación del ritmo, tendiendo a lo que pudiera llamarse un ingenuo expresionismo. Las que se hacen hoy continúan el mismo estilo, sin innovar en él pero sí intensificando, de acuerdo a la sensibilidad individual, ese acento rítmico.
 
Originalmente la serie de figuras profanas en esa línea era bastante limitada. Se reducía a parejas bailando, músicos, y algunas figuras femeninas aisladas: mujeres endomingadas, o con un niño en brazos; o llevando un cántaro. En los últimos lustros, la serie se enriqueció; y ahora vemos en ella, toda una galería de actitudes o de actividades femeninas: mujeres lavando, mujeres mirándose al espejo, burreras, etc. Estos últimos motivos habían aparecido sin embargo antes en la cerámica híbrida de Areguá, indudablemente como una respuesta a la placentera motivación representada primero por la microescultura de Don Serafín Marsal y por la de José L. Parodi, mucho más tarde. Estas figuras de Itá poseen una autenticidad de la cual carecían las aregüeñas, simples y poco felices imitaciones, sin vibración terral.
 
En la misma línea plástica se colocan otras figuritas de especial carácter porque se vinculan específicamente casi todas ellas a las fiestas de Navidad y Reyes. Estas figuras, como las antes mencionadas, ofrecen cierto parecido con las igualmente populares o de tipo primitivista de otras latitudes (Vitalino de Caruaru, en el Brasil, por ejemplo). Pero estas son semejanzas que brotan de un tronco común del subconsciente colectivo. Las de los Reyes Magos, la Virgen, San José, el Niño y los Pastores son lógicamente personajes obligados de ese despliegue anual de los Pesebres o Nacimientos, a la vez piadoso y festivo. Algunas de las obreras, entre ellas la conocida Marciana, han dado a esas figuras, siempre sobre el patrón tradicional y sin desvirtuarlo, gran plasticidad y ritmo. Es de notarse que los Reyes Magos montan siempre caballos, cosa que se explica perfectamente por la imposibilidad absoluta para la artesana local de asimilar al jinete la figura exótica del camello.
 
Ante algunas de estas figuras surgidas de entre los dedos de mujeres analfabetas, que a menudo ni visitaron siquiera la capital ni conocen la luz eléctrica ni las aguas corrientes; que viven un nivel de vida social, cultural y económica apenas alterado durante siglos, nos sentimos inclinados a pensar que la mujer en el Paraguay es por idiosincrasia mucho más artista que el hombre.
 
(C) Más fácil de formular pero más difícil de rastrear, sería el origen de esas figuras en el sol y la luna humanizados presentes en los altares de la Iglesia de Tobatí.
 
 

PROCEDIMIENTOS DE MODELADO
 
Como ya se ha expresado varias veces, los españoles, que hallaron instalada la artesanía y no encontraron mayor dificultad para adaptar esas formas a las necesidades emergentes, se encontraron también con que la profusión de mano de obra cubría más que suficientemente esas necesidades; de aquí que no creyeron necesario introducir variaciones en la fabricación, o imprimirle ritmo más activo. Y así la cerámica local confiada a la india artesana, si no experimentó mayores cambios en su forma, tampoco modificó visiblemente, si juzgamos por el estado actual de la artesanía, su sistema de trabajo.
 
El modelado siguió realizándose en la forma corriente común en toda América (menos entre incas y aztecas, los cuales, aunque no conocieron tampoco el torno, parece llegaron a practicar el moldeado y el vaciado). El procedimiento del colombín o chorizo de barro, en el cual se van levantando paulatina y progresivamente las paredes del cacharro (el colombín es llamado también espiral por la forma de su aplicación) fue el empleado por estas obreras. Es el procedimiento común a las culturas que no conocen la rueda. El torno existió en América, y las obreras indígenas y mestizas, continuaron utilizando el colombín para levantar sobre una esterilla redonda sus cacharros, muchos de ellos (como por ejemplo las urnas enterratorias) de grandes dimensiones. Su maestría y práctica se pone de relieve en esas formas de gran tamaño, de perfecto equilibrio y simetría, donde campea además un sentido estético -armonía de proporciones- notable. Ese equilibrio y sentido rítmico son tanto más de apreciar cuanto que la obrera sólo en forma muy cuidadosa y a velocidad limitada puede hacer girar la esterilla, y con ella el cacharro, para llevar a término, el trabajo.
 
En los últimos tiempos, ha empezado a introducirse en Itá el torno. A las consecuencias de esta innovación en el carácter esencial de la artesanía nos referiremos al final.
 

DECORADO
 
Anteriormente hemos aludido ya a los sistemas de decorado utilizados por las alfareras indígenas de preconquista. A título de curiosidad recordaremos sin embargo que esa cerámica autóctona utilizó además del color, otro procedimiento: el ungulado. Como el nombre indica, este decorado en relieve se realizaba mediante la presión del pulgar sobre la superficie aún fresca de la vasija terminada; presión que se realizaba hacia adentro o hacia afuera, hacia adelante o hacia atrás, de modo que el decorado ofrece siempre cierta variedad en la forma y distribución de estas huellas, dentro de la uniformidad que impone su realización. Así las hay que parecen simples golpes de uña y otras que se levantan, avellanadas: pero todas dispuestas en sentido horizontal, rodeando el cuerpo del cacharro. Es probable que el ungulado se practicase al principio simplemente como procedimiento elemental pero efectivo para asegurar la adherencia definitiva de las espirales de barro utilizadas en la fabricación de la vasija asegurando a la vez su impermeabilidad (la parte interna era siempre alisada) y ahorrando el trabajo, que se consideró quizá innecesario, de alisar la parte externa, dado el uso a que esas vasijas se destinaban. Ello explica que aparezca el ungulado preferentemente sobre las urnas funerarias, las vasijas de mayor tamaño. Más tarde y en un proceso perfectamente comprensible, el artesano descubrió las posibilidades estéticas de ese rastro del trabajo sobre la vasija y trató de desenvolverlas dentro de lo elemental de su sensibilidad, extendiéndose entonces el decorado a vasijas menores; (De este decorado no parece haberse transmitido rasgo alguno a la cerámica tradicional).
 
Algunas de esas vasijas ofrecen el filo o contorno de la boca rematado por un relieve obtenido asimismo con la uña o tal vez mediante un palito; similar a un acordonado. Este relieve se ha dado, al parecer, a los platos toscos que se usan para cocer el "mbeyu”. Otra forma de decorado fue la incisa, formando meandros imbricados.
 
Actualmente, los decorados que las vasijas ostentan son sólo de dos clases: a) decorados en color; b) relieves. A veces existen rasgos (sumamente esporádicos,) de decoración incisa, que se reducen a rayas o cuadriculas breves, sin sujeción a esquema decorativo.
 
Los decorados prehispánicos a base de meandros coloreados sobre el fondo rojo o los diseños espiralados (de esquema circular o cuadrangular) incisos, imbricados, hallados localmente, desaparecieron, como se ha dicho, totalmente. El único decorado acerca de cuyo origen tradicional no cabe duda, es el engobe en rojo que más que decorado es una cubierta, ya que ella envuelve el cacharro por completo. A esta tonalidad roja obtenida mediante el almazarrón, se añade otro, también con carácter de total cobertura, aparentemente al menos, que es el negro; y el blanco, utilizado en precarios diseños sobre el rojo.
 
El engobe rojo, se aplica con pincel, o con trapo, sobre la superficie del cacharro aún fresco, y aún húmedo se pule utilizando como pulidor una semilla dura y muy lisa, parecida a una castaña, cuyo uso debe ser asimismo multisecular. Así adquiere el engobe ese lustre mate, terso y agradable a la vista que cubre al cacharro y que le da carácter además de hacerlo menos poroso (a causa de su textura más fina y apretada que la del tiesto). Se obtiene, como ya se ha dicho, con el almazarrón o itapytanghy. El blanco es arcilla caolínica de Tobatí, cuya temperatura de cocción es mucho más elevada que la del tiesto, y no logra por tanto incorporarse a él.
 
El negro, repitámoslo, no es aquí color propiamente dicho. Si alguna vez las alfareras guaraníes conocieron y ejercitaron la forma de incorporar un colorante negro a sus tiestos bajo cariz decorativo, lo olvidaron muchísimo antes de la llegada de los españoles. Nunca se les ocurrió tampoco utilizar como colorante cerámico el manganeso que abunda en yacimientos superficiales y limpios, en varios puntos del país; material que los alfareros del Incanato utilizaron ampliamente en su país, y con el cual hubiesen ampliado su gama.
 
El negro es el resultado del procedimiento llamado fumigado que consiste en someter la vasija desde determinada fase del horneado (unos 300 grados, poco más o menos) a un intenso desprendimiento de humo obtenido en la misma hoguera mediante la quema de residuos naturales (preferentemente bosta: ignoramos cuál fuese el material utilizado antes de la llegada de equinos y bovinos al país). El cacharro, que ni siquiera ha eliminado totalmente el agua de hidratación (o sea la simple humedad del barro) ni el humo lógicamente proveniente de la primera fase de cocción, recibe ahora en su masa ese humo (óxido de carbono) que no puede eliminar ya, mediante la temperatura, porque ésta nunca sube lo suficiente para que sea eliminado (se necesitan unos 600 grados por lo menos) y queda impregnado de él.
 
Como consecuencia, el óxido de carbono queda incorporado a la masa del barro con carácter inestable. Por otra parte, como no se ha llegado a la temperatura precisa para que el barro alcance el punto de total eliminación del agua de composición, es decir aquella que contribuye a su fórmula química (temperatura necesaria para que el barro madure y adquiera su auténtico color y resonancia) el cacharro y objeto resulta escasamente consistente, y se disgrega como chocolate apenas se le humedece un rato. El mismo color negro pierde intensidad, se amarrona, y con el tiempo queda en muchos casos reducido a un feo gris o pardo oscuro.
 
El afán decorativo puesto de manifiesto en la superficie de los productos de la cerámica española (motivos florales en figuras de toros, etc., decorativa de origen oriental, transmitida a los españoles por los moriscos) y que se trasmite a las americanas luego de la conquista (cerámica mestiza mejicana, por ejemplo) no se da en la cerámica local, por razones obvias, aunque la volición de ella se manifiesta en esas mismas espirales o florecillas antes mencionadas, diseñadas con barro blanco, y destinadas como se dijo más arriba a desaparecer al primer lavado.
 
Se nota actualmente una reviviscencia de los motivos locales asociados míticamente con la idea de agua (lagartos, sapos, ranas, serpientes) elaborados en relieve sobre el vientre del cántaro, dispuesto aisladamente, solitarios casi siempre, a veces asociados, pero sin sugerir intención serial y orgánicamente decorativa.
 
 

ENFORNADO Y QUEMA
 
Tampoco modificó la obrera indígena sus procedimientos de quema, que siguieron siendo los mismos de la artesana prehispánica. Siguió utilizando el horno indígena, que vendría a ser a modo de un negativo del horno occidental, ya que en vez de elevarse sobre el terreno, se ahonda en él . Un hoyo en el suelo (d), dentro del cual se quemaba leña sin cesar hasta obtener no sólo brasa abundante, sino también una temperatura, relativamente elevada de las paredes del hoyo. Una vez obtenido esto, se colocaban encima de las brasas, los cacharros previamente secados, sin otro orden o precaución que los sugeridos por las dimensiones relativas de continente y contenidos. Una vez lleno, el hoyo se cubrían los cacharros con leña y proseguía la quema, hasta obtener a juicio de la obrera, un grado suficiente de cochura.
 
Ese manipuleo elemental de los cacharros, su encuentro, por así decirlo, de golpe y porrazo con una temperatura ya elevada, prueba la bondad del barro, por lo menos en este aspecto. Es sabido que la elevación gradual de la temperatura es el procedimiento tradicionalmente aconsejado para la quema de las cacharros, ya que la perdida brusca del agua de hidratación produce casi siempre agrietamiento o rotura (modernamente se han puesto en práctica procedimientos ceramísticos en que se juega con la temperatura de los tiestos, enfriándolos y calentándolos a píacere en una especie de "templado"; pero no es éste el caso de las cerámicas tradicionales y de sus barros).
 
Al encuentro violento con la temperatura elevada, hay que añadir que la cocción en estas condiciones, en las que el cacharro recibe el fuego desigualmente, produce lógicamente diferencias en la temperatura a que están sometidas las distintas partes del cacharro, con lo cual éste, se expone en muchos casos a la rotura pura y simple. Pero en el mejor de las casos esa desigualdad se traduce por la cochura también desigual del tiesto: y esto se hace visible en muchos cántaros de Itá en los cuales se observan zonas oscuras alternando con las rojas en la superficie del cántaro. Esas zonas o manchas oscuras (que tan atractivas resultan) son aquellas donde el óxido de carbono proveniente de la cocción misma no ha llegado a quemarse enteramente a causa de no haber recibido el cacharro la debida temperatura uniforme. En general, y debido al mismo sistema de cochura al aire libre, en la cual gran parte de las calorías producidas por la combustión de la leña se pierden, esa temperatura no asciende como regla mucho más allá de los setecientos grados. Las zonas oscuras quedan por bajo de ella. Y esta temperatura, como se ha indicado, es menor en lo que se refiere a las figuritas o cacharritos fumigados, tan buscadas por los turistas, y con razón, ya que en general las formas tradicionales son realmente atractivas.
 
Junto con el torno se han introducido últimamente en Itá ciertas modificaciones en la quema de los cacharros, con la aparición de hornos menos primitivos. Esta mejora técnica sin duda permitirá un mayor aprovechamiento del tiempo y el esfuerzo. Sin embargo, no podrá, racionalmente, mejorar el punto de cochura, ya que la elevación de éste incide en el color del cacharro; y el color es rasgo artesanal esencial. Tampoco puede mejorar la calidad de los fumigados, ya que el tono de éstos está ligado a la temperatura y a la ventilación.
 
 

LA DESVIRTUACIÓN DE LAS FORMAS CERÁMICAS
 
Esta cerámica que en la misma tosquedad expresiva de sus productos -primitivismo ilustrativo de una intensa aunque ingenua voluntad de forma- lleva la cifra, de un espíritu popular, y es como una ráfaga telúrica, se ve hoy invadida en su repertorio (seguramente no muy extenso pero significativo) por la proliferación de las formas arbitrarias introducidas a favor de la ausencia de un sentido del real significado de la artesanía popular. Se busca con ello halagar el gusto del turista, casi siempre analfabeto desde el punto de vista estético. Ánforas griegas y romanas, cacharros mexicanos, huecos incaicos, urnas calchaquíes, medallones, platos decorados, (el último absurdo del tipismo dirigido) y otras lindezas, se ofrecen en el mercado artesanal, desfigurando de manera penosa la fisonomía de una de las más auténticas expresiones del espíritu terral. Por contrapartida, hay formas altamente típicas como los cacharros antropomorfos a los cuales nos hemos referido antes, que resultan cada día más difíciles de hallar, quizá porque su tamaño los hace poco viables turísticamente, y las gallinas "pychai” o los farolitos de cuño azteca resultan más "portables" y en algunos casos, como en el de los últimos mencionados, pintorescamente utilitarios.
 
La introducción del torno, por otra parte, realizada con alegre despreocupación en los últimos tiempos, contribuye masivamente para desvirtuar en forma, bárbara esta cerámica en sus formas geométricas. La intervención mecánica sin duda es el recurso indicado para multiplicar la producción. Y no cabe duda que en el tiempo que emplea en hacer a espiral un cántaro, se hacen diez al torno; con lo cual, si las matemáticas no mienten, se multiplica por otro tanto la ganancia posible de la alfarera. Pero en la misma proporción el trabajo pierde los valores artesanales esenciales: la incorporación a la arcilla del estremecimiento, del pulso vital que hace de cada pieza de barro a modo de un espejo del corazón, porque por sus curvas han transitado los latidos de la obrera.
 
No se vea en esto una simple glosa lírica. No es para nadie un secreto la reviviscencia de la cerámica en el mundo, y al comienzo de este trabajo me he referido al retorno unánime hacia las artesanías. Pues bien, en esta revalidación de la artesanía a lo largo y ancho del mundo, de la cual ofrecen testimonio palmario las exposiciones celebradas anualmente por la Asociación Internacional de la Cerámica, se destaca el prurito evidente de los artistas por regresar después de siglos y siglos de torno, a los procedimientos primitivos; a la creación a mano como la única que puede dar a la forma su palpitación vital. Es decir a la manifestación auténtica de la sensibilidad en el hombre y el pueblo cuya expresión es y ello sucede precisamente cuando nuestra cerámica tradicional y popular, entroncada como ninguna otra nuestra, en el pasado prehispánico, se vuelve hacia lo mecánico, se desvía de su cauce vital y se deshumaniza ante la solicitación de lo económico.
 
Sabemos que no es fácil desentenderse de este aspecto económico y que la subsistencia de la obrera entregada a estos quehaceres, que son todo su recurso, es de consideración primordial. Pero existen otros modos y otros criterios aplicables a la solución del problema: criterios que, a la vez que contemplen en su verdadera magnitud el insoslayable aspecto mencionado, tengan presente el otro, esencial desde el punto de vista de los valores espirituales: el de la conservación de la autenticidad de expresiones, como la cerámica, multisecularmente representativas de un espíritu diferenciado.
 

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