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ISAAC KOSTIANOVSKY (+)

  KOSTIA - Textos de ISAAC KOSTIANOVSKY


KOSTIA - Textos de ISAAC KOSTIANOVSKY

KOSTIA

Textos de  ISAAC KOSTIANOVSKY

Humor gráfico de NICODEMUS ESPINOSA

Colección GRANDES HUMORISTAS PARAGUAYOS Nº 10

Editorial SERVILIBRO

Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Coordinación: NICODEMUS ESPINOSA

Asunción - Paraguay

2012 (96 páginas)

 

 

 

512

 

         El periodismo radial, cuando no se lo "encadena", suele ser tanto o más ágil, ameno e impactante que el escrito. Días atrás, por una emisora cuyo lugar en el dial he olvidado lamentablemente, una pareja dialogaba sobre el tema de las casas de cita que lesionan el decoro urbano y cuyo cierre se ha inaugurado con el "Mappin's", uno de los más modernos y concurridos, más precautelados y céntricos. Ambos animadores eran de opinión que dichos establecimientos debían ser desplazados a la periferia, a "zonas" delimitadas, como en numerosas ciudades brasileñas y europeas, para no ofender a vecindarios como los de Vista Alegre y Tuyucuá donde, desde tiempo atrás, prosperan y se multiplican. La voz masculina proponía una amplia reserva suburbana entre Lambaré e Itá Enramada, "donde ya se han instalado algunos muy confortables".

         El tema me trasladó a un tiempo lejano, cuando ingresábamos a la adolescencia y nos comenzábamos a enterar de ciertas miserias de la condición humana. Yo vivía por Colón y Estrella, no muy lejos de la suburra asuncena, que era la calle General Díaz a la altura de Hernandarias, en la que señoreó la legendaria Madama Bertha y donde Madame Paulette instaló su "pensión de artistes". Cuando ambas matronas se alejaron de aquella vecindad, quedó el "Gringuito", que conjugaba el proxenetismo con la política, porque, en los tiempos de la revolución de Chirife, ofició de caudillo en el lumpen portuario.

         El prostíbulo del "Gringuito" funcionaba junto al arroyo Jaén y, a su lado, había otros emporios de espiroquetas, de igual ralea y precio. Pero, el más famoso era el "512", instalado a cierta distancia del arroyo, sus efluvios y sus mosquitos.

         El "512", como los otros, no eran casas de citas (de las que entonces no se tenía noticia), por lo que los amantes furtivos debían refugiarse en el Parque Caballero y los numerosos baldíos. El "512" convocaba a los adolescentes que estrenaban los pantalones largos (que hoy usan los niños de cualquier edad y las mujeres de cualquier diámetro anatómico), a los "embarcadizos" (arcaísmo que desconcertaba a nuestros profesores de gramática), a los trasnochadores y a los pocos extranjeros que visitaban el país. El "512" y sus análogos conformaban lo que, según me cuentan, hoy es la muy frecuentada calle Amancio González, con sus mismas miserias y sus mismos frecuentadores.

         Todos mis contemporáneos recordarán el lugar y no pocos lo habrán visitado y usufructuado, porque entonces el amor venal era barato.

         Y con este recuerdo ensarto otro: Alguna vez me refirió Flores que cuando maduraba la guarania, solía recorrer la alta noche asuncena con Ortiz Guerrero, éste tocado por un viejo y amplio sombrero y cubierto por una igualmente vieja y oscura capa. Una de esas noches, tal vez haciendo el itinerario de "la Escalinata, Mangrullo, el río"..., en la esquina de Colón y General Díaz, el poeta, señalando la arteria que conducía al "512", le dijo:

         - La calle del pecado...

         ¡¡A cuántas tendríamos que llamarlas hoy así!

 

 

 

 

PILOTO

 

         La poca gente que suele necesitarme, por algún favor o para echar un párrafo, en días hábiles me encuentra invariablemente, por la larde en el Círculo, donde desempeño una suerte de cátedra de tute, y durante la mañana, en la calle Palma, en el mismísimo lugar en que hace más de medio siglo conocí al villetano, que honró la picaresca asuncena y cuyo nombre tengo ya olvidado. Él dio jerarquía al humillado oficio de lustrabotas, más menesterosos entonces que ahora.

         Allí, en lo que hoy es mi baldosa solía instalarse, transcurrida la siesta, con su cajón al que un talentoso pintor, amigo y villetano como él, había decorado con policromos filetes. Se proclamaba el Piloto del Ambiente.

         Quienes lo habían conocido en mejores tiempos afirmabanque había perdido el equilibrio mental en el viejo Colegio Nacional, enzarzado en el teorema de Pitágoras, al que dedicó un poema apostrófico con el que frecuentemente mechaba sus discursos. Porque Piloto era un discursante profesional, por cuanto a quienes requerían sus servicios de lustrador les proponía:

         - ¿Con discurso o sin discurso?

         La lustración (como acostumbraba a decir muy castizamente) costaba solamente dos pesos; pero, con fondo oratorio, valía tres. Por ese modesto sobreprecio el cliente podía regocijarse con las más disparatadas reflexiones, todas ellas de admonición para las matemáticas y sus severos profesores. Sus discursos convocaban a muchos curiosos, porque ya entonces la calle Palma era lo que ahora, la romería de la ciudadanía parásita.

         Pero, mayores eran el éxito de público y los beneficios económicos de Piloto por los días de fin de año, en las cuatro esquinas del Mercado. Por esos días, el señor Charpentier, dueño de la botica donde nuestro hombre se instalaba todas las otras tardes del año, le proporcionaba generosamente un millar de almanaques Bristol, que era el bets-seller de la gente del pueblo.

         Con su acento girondino, Piloto recomendaba el almanaque:

         - Nde membyramo el 7 de julio, rembo-jhera ará Edilburga! I catú aveí Fermina jha Sinforiana...

         Y la revistilla de tapas anaranjadas era poco menos que arrebatada de las manos del vendedor, porque en aquella época las madres se ceñían al santoral para bautizar a los hijos, no como hoy que consultan la cartelera del cine.

         El almanaque, que costaba dos pesos, también contenía consejos provechosos para la salud, la pesca y la agricultura, y recomendaba el uso del Agua Florida y el Tricófero.

         La venta terminaba con el año y Piloto, con los bolsillos desbordados de dinero, partía de vacaciones a su valle, a Villeta, donde frecuentaba a Delgado Rodas, para quien, según me dice, posó más de una vez.

         Un fin de año se quedó para siempre. Allí murió y el pintor amigo le dio decorosa sepultura, coronada por un copón que, en la fecha de su tránsito, era colmado de caña o vino, tributo digno de un dios pagano.

         Ahora, que hemos vuelto al auge de la oratoria, propio sería honrar la memoria de Piloto del Ambiente.


 

 

PRECOCIDAD

 

         Semanas atrás aventuré un comentario casi diría soez, al memorar aquella famosa finca de la calle General Díaz, antro de pecado y parador de libertinos noctámbulos, en la que varias generaciones de jóvenes asuncenos hicieron sus primeras experiencias eróticas. Esto movió a algunos lectores amigos a proponerme que, tal como lo hiciera con el "512", me ocupara del "135" de Don Juan, un personaje del bajo mundo de la rufianería, pero de una época muy posterior, en la que me cupo estar ausente sin aviso. Otros me pararon en la calle para preguntarme a qué edad me había puesto los pantalones largos, lo que en mi tiempo daba derecho a aprobar el ingreso al "512" y sus satélites.

         A estos últimos les respondo que, si bien no fui frecuentador (entiéndase bien, frecuentador) de aquella silenciosa morada, fui el más precoz de los "debutantes". Pero, voy a explicar esto antes que alguno de mis pocos lectores me imaginen un degenerado prematuro y, para ello, paso a narrar el correspondiente episodio:

         Fue en los carnavales de 1923, en plena revolución chirifista. Un edicto policial restringía las celebraciones, aun cuando autorizaba el juego con agua en horas de la siesta, con el que nos divertíamos grandes y chicos. Como el agua era mezquina y se mezquinaba, más aún en el rigor del verano, los muchachitos de mi barrio acostumbrábamos a desplazarnos, cada cual con su jarro de lata, hacia el "artesiano", una fuente pública situada en la pendiente de la calle Ayolas, la que sigo suponiendo que era naciente del arroyo Jaén, en el que, según las crónicas, recalaron las naves de la conquista. Allí había agua abundante y muchachas, que iban por ella, a quienes empapar.

         Un martes, último día de aquel Carnaval, las autoridades municipales dispusieron prohibir el empleo del agua del artesiano, por lo que los mitaís debimos recurrir a la del arroyo, que entonces no estaba tan "enturbiada de albañales", como la describiera más tarde Julio Correa. Donde más fácil era el acceso al arroyo era a la altura de Colón, en cuyas inmediaciones se libraban verdaderas batallas hídricas entre una cáfila de mujeres, numerosos muchachones y algunos marineros de los buques de guerra argentinos y brasileños que, durante aquella revolución, holgaban en la bahía.

         Recuerdo que, cargado mi recipiente, intrépidamente me incorporé a la lucha, y llegado un momento, me puse a perseguir a una muchacha, bastante remojada ya, de robustos contornos que, para eludir mi baldazo, inició una carrera por General Díaz abajo. No renuncié al seguimiento ni cuando se refugió en un zaguán, al que también ingresé sin advertir que correspondía al "512".

         Ya dentro, participé de un enconado enfrentamiento entre prostitutas, rufianas, marineros y libertinos. Consumí el agua que llevaba en las caderas de mi adversaria y, cuando me disponía a escapar, vi ingresar al lugar al moreno y robusto comisario Ortiz, de la "Primera", quien me entregó a un "chavolai" con cargo de aplicarme dos horas de ñakyrá.

         Muchos días de vergüenza pasé entre los amigos del barrio tras aquella "escabrosa" aventura, como tal vez lo recordará mi viejo amigo "Pimpe", el capitán Carlos Cacavelos, que acostumbra leer esta columna y a quien dedico hoy la evocación de este lejano e ingenuo episodio.


 

LUCONI

 

         Cuando pensamos en la gravitante participación que el automóvil tiene en nuestra vida, cuánto afecta a nuestra economía, a nuestro tiempo y a nuestras ambiciones, nos maravillamos del pensamiento profético de Keiserling, quien hace más de medio siglo anunciaba el ingreso del hombre a la "era del chofer", por cuanto iba ya constituyéndose en esclavo de la "máquina", que es como prefieren llamar los italianos al elemento de transporte que más preocupa y ocupa al individuo en nuestro tiempo.

         Hoy ya a todos nos interesa, por no decir nos angustia, el precio del combustible y los riesgos del tránsito, el estacionamiento y la contaminación ambiental, así como tantos otros problemas generados por este desmesurado crecimiento de lo que se ha dado en llamar "parque automotor", al que aún no han ingresado los miles de coches que hibernan en la Aduana y en las ya incontables "playas de exhibición y venta", que han proliferado más que los boliches coreanos.

         Quién iba a imaginar este desbordado desarrollo allá por la época en que lo anticipara el filósofo, cuando en nuestra Asunción ni los ministros tenían automóvil, cuando el económico y servicial tranvía de Carosio nos nivelaba, a ricos y pobres, gobernantes y gobernados. Entonces, con ser muy pocos, eran más los "chapa blanca" (característica de las licencias de coches de alquiler) que los particulares, a pesar de que un Ford no superaba el precio de 2.000 pesos argentinos, de los viejos.

         Es por esto que los periodistas de entonces tomaron a chacota el arribo de un curioso personaje, un ítalo-argentino al que se contratara para inaugurar el "ordenamiento del tránsito". Muchos asuncenos memoriosos lo recordarán, se llamaba Luconi, o algo muy parecido.

         Tengo memoria de que grandes y chicos nos agolpábamos en las cuatro esquinas de Colón y Palma para verlo hacer gimnásticas señales con su "varita" a los autos, carros, carretas y burritos. Creo que fue él quien impuso la obligatoriedad del tránsito por la izquierda, por cuanto aún tenía la vigencia la modalidad en que hoy siguen emperrados los ingleses, por lo que obligaba al "rey de la vía" a descender de ella maltratar su vehículo y sus riñones en el empedrado.

         La contratación de Luconi, pese a la inicial opinión casi unánime en contrario, fue oportuna. Con él se inició el servicio de ómnibus (a los que con justicia llamábamos "camiones") y el ingreso de coches para algunos ricos que no pudieron sustraerse al orgullo de pasear en "voiturette" por la trotadora de la avenida Colombia, andarivel por el que Luconi siguió permitiendo, durante algún tiempo, el tránsito de los autos y cortejos fúnebres.

         Cuando Luconi se fue, cumplido el "ordenamiento", dejó provechosa enseñanza en varios tajhachíes que hacían verdadero malabarismo con la varita hasta que entraron a aplicarla en espabilar borrachos y revoltosos. Yo, que por mi adolescencia fui de estos últimos (repito, de estos últimos), alguna vez recibí algún varitazo en la cabeza que, afortunadamente, ya entonces la tenía bien dura.

         Me mueve recordar a Luconi una linda "zorrita gris", que suele acechar mi auto por si no renuevo la hoja de estacionamiento en tiempo. Es alta, rubia y arrogante; pareciera nieta de aquel su precursor.

 


 

 

EL TRIUNFO

 

         Los dueños y camareros, así como muchos parroquianos de los antiguos e intransferibles (vocablo hoy tan usual en el lenguaje deportivo), se gloriaban de que no habían cerrado sus puertas, ni para pasar la escoba, desde la primera revolución de Jara hasta la de Chirife. Lo hicieron el 9 de junio del 22, cuando en su esquina se desplegó un piquete de marineros al mando del sargento Chichá, para contener a José Gill, quien anunciara días antes que pronto gratificaría sus fatiga guerreras con un bife a caballo del Triunfo.

         Es que el "a caballo" del Triunfo era un triunfo, un verdadero triunfo de la plebeya gastronomía asuncena, en cuyo secreto de elaboración me hizo ingresar hace muchos años el rubio propietario del restaurante homónimo, cuyo cierre definitivo también constituyó una irreparable pérdida para los gourmets nocheros. Aquel "a caballo" consistía en una abundante porción de lomo de novillo sometida el tiempo nada más que indispensable, al calor de una plancha condenada al fuego eterno y con dos huevos estrellados que la cubrían hasta lamer el jugo que exudaba y que al confundirse con las yemas invitaba a humedecer el pan hasta dejar al plato blanco, impoluto.

         Este manjar demandaba por tradición el complemento de un chopp de albo penacho, que solamente en el Saturno y el Rassmusen (de los que ya nos ocuparemos) se servía igual, en opinión de toda la colonia alemana.

         Durante muchos años el Triunfo fue el único bar y restaurante trasnochador, es decir, el único al que en Asunción podía derivarse luego de una juerga a reparar energías o donde disfrutar de una larga sobremesa de amigos.

         Una alta baranda separaba el bar del comedor al que llegaban los ruidos y efluvios de la cocina a través de un ventanuco por el que se impartían los pedidos. El bar funcionaba las veinticuatro horas, en tanto que el comedor de 11 a 1 de la tarde, y desde el anochecer hasta el alba.

         Una de las anécdotas que tuvieron mayor difusión entre las tantas que generó aquel famoso establecimiento, fue protagonizada por un ciudadano ilustre, el doctor Gerónimo Zubizarreta, quien apareció allí, por única vez, una noche bien avanzada ya, con dos caballeros argentinos dirigentes de una empresa que asesoraba como jurista. Llegaban de una prolongada reunión a cuyo término los empresarios invitaron al doctor Zubizarreta a un restaurante. El "chapa blanca" que los condujo les recomendó el Triunfo, por ser, como decíamos, el único.

         Los atendió Manolo, un mozo gallego y de muy limitada entendederas, quien les recomendó el sacramental "a caballo" que, por lo demás, era lo único que elaboraba la cocina a partir de la medianoche

         - Bien, que sean tres bifes a caballo... propuso uno de lo invitantes.

         Pero el doctor Zubizarreta, que era muy prudente o exigente en la mesa, advirtió al camarero:

         - Oiga... Que el mío sea poco expuesto a la plancha, con unas gotas de aceite de oliva. ¡Ah! Sin pizca de sal.

         El gallego asintió ceremoniosamente; pero, llegando a ventanuco reclamó:

         - Tres a caballo; dos que sean comunes y el otro ¡"salja como salja"!

 

 


 

 

DON NICANOR

 

         Gente que bien me conoce preguntará leyendo estos mis anodinos comentarios y evocaciones, ligeros y desprolijos, sobre las razones de los mismos, sabiéndome inclinado en otros tiempos a la sátira muchas veces temeraria y la exaltada crítica que caracterizara en mi ya lejana juventud mi labor de periodista. Verdad es que esta columna sabática no es, como las pócimas de don Hilarión, ni chicha ni limonada, llenada al solo efecto de evitar que los orines que acumula el ocio carcoman mi vieja y pecadora pluma; por lo que la escribo en el sencillo estilo de la charla de café, que aún sigo ejercitando con algunos pocos desocupados amigos, quienes muchas veces oyéndome relatar episodios de la infancia y la mocedad, me suelen proponer que no me los lleve inéditos al otro mundo y deje testimonio escrito de ellos.

         Es para estos pocos aficionados a escucharme y algunos de igual disposición para leer estos sucedidos que los escribo, sin la menor pretensión de hacer literatura por cuanto me reconozco un desaprovechado discípulo de don Delfín Chamorro, quien inútilmente me atiborró de gerundios y sinalefas en lentas, magistrales clases bajo los umbrosos mangos del colegio Natalicio Talavera. Para éstos que me instigan a escribir me proponía días atrás ir desgranando una serie de pequeñas notas, sobre los viejos bares asuncenos, en los que hice frecuentes y espaciadas escalas para mandar al garguero un manzanet o un whisky, cuando no el ya extinguido amargo, el preventivo carrulim o la siempre sabrosa cerveza. Estaba decidido a evocar todos aquellos reparos, desde el Lozana Juventud, de Juan Crosa, hasta el efímero Royal de mi querido Pacho Domínguez, sin olvidar al Triunfo, al Hispania, al Café y Recreo de la Bolsa, al Saturno, al Central, al Español (del que partía el trencito a San Lorenzo), al Colón y al Frontón Nacional de los Lozano al Cañizá, al Rubio, al Vila, al Tokio, al Ideal, al Sportman, a la Choza Carmen (donde también se servían tragos), a ambos Polos, al Felsina recientemente demolido y al sobreviviente y casi legendario San Roque.

         Alguien me propuso que arrancara de "Las Dos Perlas", de los hermanos Duch, que confieso no haber conocido aunque sí a uno de los dueños, don Nicanor, un catalán de singular personalidad, clubman, timbero y mecenas de la juventud dorada que entonces y casi unánimemente vivía escorada a babor y estribor, es decir, de los bolsillos de ambos costados. Digo entonces refiriéndome al lindo tiempo en que el Centro Español aún abría sus balcones sobre el petit boulevard, ágora del rumoreo, la elegancia y el ocio asuncenos.

         Don Nicanor era infaltable al Centro, al codillo matutino y al nocturno póker, así como a la vespertina tertulia donde alternaba con intelectuales de la jerarquía de Manuel y Fermín Domínguez, Rafael Barrett, Viriato Díaz Pérez, Eugenio Garay, con políticos de ambas tendencias y con aficionados (cuando no profesionales) a tirar la oreja a Jorge.       

         Nuestro hombre a quien muchos recordarán por cuanto le cupo ser uno de los empresarios de la quiniela, allá por el cuarenta y pico, cuando aún no se había institucionalizado como el deporte nacional.

         Como todo jugador de raza, don Nicanor era un hombre magnánimo con los jóvenes, como decíamos, y con los paisanos pobres. Estos últimos no eran numerosos, pero todos recurrían a él. Recuerdo muy especialmente a uno, un aragonés humillado por la pobreza que todos los mediodías aguardaba a don Nicanor a la salida del Español, para recibir de éste su billete de diez pesos, suficientes entonces para almorzar, cenar y dos ataditos de cigarrillos Mauser.

         Existía entre Duch y el mendigo un tácito acuerdo por el que la asistencia cotidiana no podía ser ni menor ni mayor de "diez pesos fuertes", como rezaba el billete. De allí la contrariedad de ambos la vez que el dador advirtió que no tenía en la billetera un papel de diez, y sacó uno de cien que alargó al baturro diciéndole:

         - Cóbrate lo tuyo de aquí.

         A lo que le respondió el pobre paisano sorprendido:

         - ¡Coño! Quien entiende a este país, en el que hasta para pedir limosnas hay que ser capitalista.

 

 

 

EL MOSTO

 

         Los pocos contemporáneos (mejor dicho, coetáneos) que me leen, y que aún transitan por donde acostumbro, me han reprochado algunos imperdonables olvidos en mi apresurada revista de viejos bares y restaurantes del último sábado, como el Belvedere, el Oriental y el Joaquín, que fueron líricamente honrados por Ortiz Guerrero, Ortiz Méndez, Fa-Re, La Perla, La Campana, La Victoria, el Canela, el Germania, el Sin Nombre y el Mosto. Este último, que ocupó las dos esquinas más céntricas de la ciudad, en ambos extremos del "petit Boulevard", cerró sus puertas hace muy poco, cuando el zumo vernáculo ya no pudo resistir el implacable acoso de la foránea coca cola.

         Allá por el veinte y piquito, El Mosto estaba instalado en Palma y 14 de Mayo, haciendo diagonal con el Felsina, y a él bajábamos luego de las largas matinés del Granados, tras deleitarnos con las aventuras de Eddie Polo, los encantos de Perla Guite, las piruetas de Sánchez Parai y las genialidades de Chaplin, a calmar la sed de un mosto de los grandes, de un peso, porque los había también de cinco reales, insuficientes para reparar nuestra deshidratación a lo largo de una veintena de actos, que entonces fragmentaban los filmes.

         Fue El Mosto nuestro primer "copetín al paso", por cuanto la infusión se acostumbraba a beber de pie, junto al mostrador, acompañando a veces un pastelito o un trozo de bizcocho. Allí, en los primeros años del Colegio Nacional, solíamos alternar con nuestros profesores, en su mayoría sobrios ponderadores de las virtudes del jugo de la caña dulce, con su sabor empalagoso y terroso y sin colorantes ni edulcorantes, como los que integran las misteriosas fórmulas de las gaseosas de ahora, que jamás aplacan suficientemente la sed de nuestros nietos.

         Su pequeño trapiche funcionaba incesantemente, ya que en los tiempos de Carosio eran desconocidos los cortes de energía, exprimiendo las cañas que los carreteros descargaban sobre una puerta lateral, todas las mañanas. Las traían, según me contaron alguna vez, de posta Yvycuá, donde se daban las más jugosas y aptas para la elaboración del tan paraguayo refresco. El opaco zumo caía en un gran recipiente de latón, del que derivaba a una larga serpentina de plomo refrigerada con una pesada barra de hielo y salía por una canilla, tan helado que nos producía una escalofriante sensación placentera en todo el cuerpo.

         Creo que el mismo trapiche, con algunos aditivos silenciadores, siguió funcionando en la esquina de Palma y Alberdi, donde el último dueño de El Mosto, mi viejo amigo Marín, lo clausuró, aburrido ya de ganar dinero.

         Algunos domingos, saliendo de la matinée, antes de correr hasta El Mosto, hacíamos la escala previa ante el canasto de "León Rembyré", que vendía el sabroso panjhú, una suerte de bizcochuelo con miel de caña y la cremosa "bola". Este masitero era un pobre muchachón al que el león de un circo, allá por las vísperas de la gripe grande, le descuajó de un zarpazo parte de la cara, dejándole un ojo con el que vigilaba a los que intentaban rapiñarle algún bollo en medio de la aluvional salida del cine.

         A "León", que además de proveedor de golosinas fue mi amigo, lo vi por última vez hará unos cuarenta años, en otra esquina de El Mosto, entonces la de 15 de Agosto, siempre sobre Palma. Seguía vendiendo "bolas". Lo invité a tomar un mosto, de los de vaso grande, que ya costaban cinco pesos. Era en los albores de la inflación.

 

 

 

 

EL SOYO

 

         Nunca me apeteció el "soyo" y conservo un mal recuerdo de la última vez que lo saboreé; recuerdo que asocio al de un viejo amigo, uno de los que cimentó el éxito de "El Diario" de Da Rosa, tanto o más que Justo P. Benítez, Pablo M. Ynsfrán, Facundo Recalde, José Concepción Ortiz y otros brillantes periodistas de los que rodeárase ese precursor del moderno periodismo paraguayo. Aquel amigo era Olmedo, que no colaboró con la pluma sino con la voz, la más estridente que he escuchado antes del advenimiento de los altoparlantes de los vendedores de chura y las seccionales.

         Olmedo era conocido como "el canillita máximo", porque ya entonces, como hasta ahora, ese era oficio de niños aquí; voceaba el vespertino en las esquinas céntricas de la ciudad, convocando a los lectores ávidos de noticias internacionales, comentarios políticos y folletones de Xavier de Montepin. Jerarquizó su tan humillado menester vistiendo de etiqueta con el atuendo que, según supe, perteneció a un efímero gobernante sin esperanzas de reincidir. Esto durante los días hábiles que los domingos y feriados en que "El Diario" no aparecía, colgaba el frac y, con una tenida más democrática, acudía al estadio a vender chocolatines a los niños que acudían en tropel al grito de ¡Águila!, que se hacía escuchar en los cuatro costados. Recuerdo que aquella sabrosa golosina no costaba más que cinco reales.

         Fue la de Olmedo la voz paraguaya más cotizada hasta que la de Samuel Aguayo inició en el Río de la Plata la triunfal difusión de nuestro cancionero.

         Olmedo calló su pregón allá por el 42, cuando un médico le aconsejó abandonar su estentórea labor. Fue cuando se instaló en la esquina de Montevideo y Benjamín Constant, con un restaurante popular. Tanto me flaquea la memoria que tengo olvidado el nombre del establecimiento que tuvo largos años de fama, no así la oportunidad que aludo al comienzo de estas líneas. Fue cuando Olmedo, que tenía suficiente noción de la influencia de la publicidad en el éxito de las empresas, invitó a un grupo de periodistas a degustar el plato que daría renombre a su fonda, el soyo. Éramos Manucho Campaya, Vicente Lamas, Federico Molas, José Antonio Moreno González, algún otro que no recuerdo, y el que esto relata.

         Al día siguiente del festín escribí un risueño elogio del soyo de Olmedo en "El Paraguayo", un diario que editaba mi amigo César Vasconsellos, lo que motivó un curioso entredicho. Del Palacio llamó a la redacción, en ausencia mía, un edecán del presidente Morínigo, un coronel cuyo apellido me costará olvidar por cuanto otro tenedor del mismo me ha causado, no ha mucho tiempo, un disgusto mucho mayor e irreparable. El edecán llamó veinte veces, hasta que dio conmigo.

         - ¡¿Es usted el autor del artículo sobre el soyo?!

         - Efectivamente.

         - ¡¿Y no lo disimula?! ¡Usted se burla del alimento del pueblo paraguayo!

         - ¿Qué broma es esta?

         - Yo no bromeo con usted, ¡que ya me va conocer!

         Lo aguardé convencido de que me enviaría los padrinos por haberle agraviado la merienda, pero no aparecieron ni éstos ni él, a quien el entonces Presidente de la República, enterado de la razón de su iracundia, le impuso moderación.

         Afortunadamente para su edecán, para mí o para ambos, el presidente Morínigo tenía suficiente sentido del humor.

 

 

 

 

 

 JEAN PIERRE

 

         Días atrás, viniendo al centro, temprano como acostumbro, apeé en la esquina de la estación para regocijarme con la estruendosa floración de los lapachos de la Plaza Uruguaya, los que invariablemente se anticipan impacientes, en más de un mes, a la primavera. En dicha esquina, la de Paraguarí, donde en tiempos en que el ferrocarril era más servicial, se hallaba el Bar Cañizá, encontré a un viejo conocido y consecuente lector de esta columna, quien me sugirió ocuparme de esos amigos que a veces recuerdo pasajeramente y que no merecen ser olvidados.

         - Creo que podrías escribir sobre quienes nos dejaron algunos recuerdos anecdóticos más dignos de rescatarse, tal vez, que muchos artículos periodísticos intrascendentes que frecuentemente resucitan en libros.

         Oído esto, en aquel preciso lugar, me vino a la memoria Manucho Campaya, que jamás buscó ni interesó a editor alguno para sus bellas crónicas, las de "Manuel Campos de Haya", como acostumbraba firmarlas. Es que fue allí mismo en que por el 40 y pico nos encontramos una mañana, y me invitó a unos tragos en el Cañizá, donde en la víspera había hecho el curioso hallazgo de una botella de pernod francés. La bebimos en varias jornadas, conforme al ritual de la época, en que la dorada juventud asuncena, a la que Manucho perteneció, la consumía en el Belvedere, tal lo evocó Ortiz Guerrero, en el Lozana Juventud y en lo de la inolvidable Madame Bertha.

         De esta famosa Celestina me habló Manucho en esa oportunidad. Él tenía varios años más que yo y pudo conocerla en su mocedad, porque a mi turno, Madame Bertha ya había retornado a su Francia natal, transmitiendo el cetro de la voluptuosidad a otras proxenetas de las que ya se ha ocupado en deliciosas crónicas el amigo Rivarola Matto.

         - Su establecimiento de la calle Hernandarias era, podríamos decir, distinguido. Ella exigía que se lo llamara "pension de artistes", siendo éstas de las más variadas nacionalidades, y demandaba de los parroquianos una caballeresca conducta. Pero, el mejor recuerdo que de aquel lugar guardo, es el de Jean Pierre. Ah, Jean Pierre...

         Y aquí venía su inolvidable explicación:

         - Era el portero, camarero y edecán de Madame Bertha, y cumplía con singular dignidad su mezquina función. Francés, de Marsella, parecía nacido para tal menester, Jean Pierre servía el ajenjo como en los cabarets de la Place Blanche, vertiendo ceremoniosamente el agua fría sobre el licor incoloro, tornándolo lechoso -recordaba Manucho mientras repetía la operación-. Se ocupaba también de labores más subalternas aún.

         Procuro reproducir con la mayor fidelidad las palabras del amigo:

         - Bien sabes, Kostia, en este país las cosas buenas son efímeras; más aún en aquellos tiempos de aguda crisis mundial en que hasta la prostitución resultó ser mal negocio. Un mal día, Madame Bertha desapareció, y tras ella Jean Pierre que, según algunos, se fue a Rosario de Santa Fe a ofrecer su genuina experiencia a la legendaria Madame Saphó. Años después, yo fui a Europa donde permanecí hasta la víspera de la última conflagración. A mi regreso, transitando una mañana por la calle Palma, advertí que un anciano mendigo intentaba detenerme con amistoso ademán. "¡Monsieur Campayá!" me dijo reconociéndome, en tanto a mí me costaba un largo esfuerzo lograrlo. "¡Jean Pierre... Jean Pierre!", le respondí conmovido, allegándole unos billetes. Y, tan pronto se llevó éstos al bolsillo, se le encendieron los ojos de júbilo y me hizo esta confidencia: "Monsieur Campayá... Sepa Ud. que tal como me ve aquí, viejo, pobre y harapiento, yo no soy un derrotado por la vida. Todavía Ud. me volverá a ver alguna vez dueño, escúcheme bien, dueño, ¡de un quilombit!

         Recuerdo este episodio hasta hoy por haberlo repetido a muchos amigos infortunados y requeridos de una lección de altruismo como ésta, que también me ha confortado más de una vez.

 

 

 

 

 

ELIGIO AYALA

 

         Algunos diarios tributaron en estos días respetuosos y justicieros recuerdos al doctor Eligio Ayala, en el cincuentenario de su muerte, en una encrucijada pasional, cuimba'emente.

         Tenemos buena memoria del episodio que sacudió al país, ocurrido cuando vivíamos en Villarrica, donde muy pocos de nuestros compañeros del Colegio Nacional dieron entonces fe a nuestra jactanciosa afirmación de haber conocido al ilustre político y dialogado con él.

         En efecto, unos dos años antes se nos había dado tal oportunidad en una circunstancia que para nosotros tiene su sesgo anecdótico. Ocurrió de este modo: Oficiábamos entonces como secretario, mandadero y telefonista del ingeniero León Fragnaud, con oficina y depósito en la calle Montevideo, junto al arroyo Jaén, por las tardes. Durante las vacaciones, también durante las mañanas y fue promediando una de éstas, que requirió nuestra presencia en el Ministerio de Hacienda, que funcionaba en la planta baja del Palacio de Gobierno, en el ala de la calle Ayolas. Era ya el cuarto o quinto día que Fragnaud hacía antesala a la espera de que "el breve", como lo denominaba Orosimbo Ibarra, lo recibiera en su despacho y le conformara el pago de varios pozos artesianos practicados en la Escuela Militar, el Hospital ídem, la Escuela Normal y no recordamos qué otras dependencias oficiales. Estos pozos ya hacía buen tiempo que funcionaban, y el ministro parecía ignorarlo. Llegando a la bien llamada "amansadora", don León nos transfirió el voluminoso expediente con los contratos suscritos, aún durante la presidencia del pijotero administrador de los magros fondos públicos, y las constancias de su escrupuloso cumplimiento. Solamente faltaba la firma del doctor Ayala para el cobro de unos cinco mil pesos oro sellado, que era la imaginaria moneda con que se negociaba con el gobierno, como ahora se hace con dólares.

         Permanecimos en el lugar, pacientemente sentados, hasta pasado el mediodía, en que la sala comenzó a despejarse de postulantes. Y llegó el momento en que solamente quedábamos el ordenanza y el impertérrito secretario de Fragnaud. Entonces se hizo oír la voz severa: del ministro, que preguntaba a su secretario, un señor Torres:

         - ¿Queda alguno allí?

         - Un muchacho, señor ministro.

         - ¡Hágalo pasar!

         Y fue así, por lo que imaginamos una caprichosa ocurrencia de aquel enigmático administrador, que nos vimos enfrentados a él. Mientras hojeaba el expediente, nos atrevimos a expresarle que nuestro patrón atravesaba una grave situación económica por la morosidad oficial, que sus abastecedores y operarios no cobraban y que, por dicha razón, tampoco le era permitido realizar nuevos trabajos.

         - ¿Y usted tampoco cobra?

         - Qué pregunta, señor ministro... -le respondimos en el más humillado, resignado y lastimero de los tonos, a lo que nos permitimos atribuir su imprevista determinación de echar su ansiada firma, entregarnos la carpeta y señalarnos la puerta con un alentador:

         - Mañana cobrará.

         Salimos del despacho modulando un saludo de gratitud y, ya en la galería, iniciamos una veloz carrera hasta la oficina para dar cuenta al atribulado patrón de aquella conquista. No estaba allí y seguimos, siempre corriendo, a su casa.

         Dos días después del cobro y del pago de los "caís" más premiosos, el ingeniero Fragnaud nos llevó a la sastrería Corina, donde canceló una cuenta bastante atrasada y pagó el importe de dos trajes para su persuasivo secretario, con los que ingresamos a la selecta cofradía de los cajetillos.

 

 

 

 

 

DE GALLOS

 

         Nunca nos hemos preocupado por saber si existen y tiene vigencia leyes prohibitivas de las corridas de toros y las riñas de gallo. Un amigo, legislador y legista, nos expresa sin mucha convicción que las hay, al igual que las que prohíben garitos y lenocinios, a pesar de que de estos últimos, según informaciones que nos llegan, nunca hubo tanta abundancia.

         No debemos confundir casas de lenocinio (vulgo, quilombos) con casas de citas (vulgo, reservados), de los que se inauguran, siempre según informaciones que nos llegan, en mayor número y confort que confiterías y supermercados, algunos merced a inversiones extranjeras que se aplican a rentables "moteles" taximétricos, que son los establecimientos que más altas tasas municipales pagan en nuestra vecina y orgullosa "ciudad universitaria", siempre según etc., etc.

         Pero, San Lorenzo también se caracteriza por los espectáculos que mencionamos inicialmente; las corridas de feria, como dicen por España, que rondan el 10 de agosto, día del santo patrono de la ciudad y de las "parrilladas", y las más frecuentes riñas de gallos que, en nuestra opinión, no merecen edicto que las prohíban por cuanto sabido es que sus protagonistas, desde mucho antes de Sócrates que saldó al morir la deuda de un gallo con Esculapio, constituyen una especie sin afinidad alguna con sus parientes domésticos, exclusivamente guerrera y asesina.

         Hemos asistido a este emocionante espectáculo en algunas oportunidades, y lo recomendamos a quienes lo desconocen por la dignidad que se respira en torno a él, por el caballeresco trato de los aficionados y por su autenticidad vernácula, aun cuando sus orígenes se remonten, según algunos, a los ingleses, como el fútbol, nuestro deporte más popular.

         Recordamos que hasta hace unos treinta años, los asuncenos no teníamos que viajar hasta San Lorenzo para ver triunfar o sucumbir a nuestro "Calcuta" o al "ayura peró", del amigo Casola. Después del memorable allanamiento policial de la gallera de San Vicente, con la despiadada inmolación de medio centenar de valiosos gallos de pelea, a fines del 37, funcionó largo tiempo el de la calle Cedro, en el predio que hoy ocupa el hipódromo.

         Una calurosa mañana de diciembre de 1950, nos aproximamos al lugar siguiendo discretamente los también discretos pasos de un ciudadano que descendía de un ómnibus del interior, abrigado con un liviano ponchito-lata. Lo hicimos recordando aquello de Ricardo Palma: "...en Lima, a todos los que llevan un bulto bajo la capa, se preguntaba: Amigo, ¿se vende el gallo?"

         Más confiable como referencia era aquel paraguayito que, en pleno verano, protegía bajo un tibio poncho a su "crédito", nacido para gladiador, para triunfar en ruedo o hervir en la olla.

 

 

 

 

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