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  SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO I - Por SECUNDINO NÚÑEZ


SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO I - Por SECUNDINO NÚÑEZ

SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO I

SECUNDINO NÚÑEZ

 

Criterio Ediciones

Editorial Don Bosco

Diseño Gráfico: JAVIER RODRÍGUEZ

Asunción – Paraguay

1987 (106 páginas)

 

 

PRÓLOGO

 

         Después de casi cuatros años de haberse clausurado ABC color aparecen estos artículos, recogidos y ordenados en forma de libro.

         Fueron en su momento, ideas y reflexiones de un ciudadano militante que urgido por la dura circunstancia de su patria, pensó que de ninguna manera podía callar su palabra de combate. Y así fue, que domingo tras domingo salían a la calle dando testimonio franco y reposado de aquello que el pueblo quería decir o de aquello que el pueblo deseaba saber.

         ABC Color, noble y altiva tribuna de las inquietudes ciudadanas, les dio generosa acogida por el espacio de tres años consecutivos.

         Muchos de ellos, sin duda alguna, guardan apretada relación con los problemas o circunstancias que a la pobre patria le tocaba vivir en ese momento. Por consiguiente, hay que leerlos y repensarlos de acuerdo a la partitura político-social de aquellas horas. Que, sea dicho de paso, mayormente no ha variado en sus estridencias o cacofonías más lacerantes.

         Creo, sin embargo, que en su inmensa mayoría estos artículos pueden seguir hablando y enseñando todavía, más allá de las concretas circunstancias que le dieron nacimiento y auditorio.

         Por otra parte, me ha parecido conveniente darles una cierta ordenación temática para que los lectores puedan orientarse mejor en la búsqueda y lectura de los tópicos fundamentales que conciernen al complejo dinamismo de la existencia política. Sin embargo, será fácil darse cuenta de que, especialmente ciertos temas o conceptos mayores, como bien común, derecho, justicia, poder político, democracia, libertad ciudadana, compromiso cristiano y otros, se presentan a cada paso procurando dar claridad y fuerza al razonamiento.

         Aparecen estos artículos distribuidos en cuatro pequeños tomos. Pero hay que saber que todos ellos se complementara mutuamente. Porque en un artículo periodístico lanzado al trajín dominguero de cada semana, no es posible agotar ni tratar a fondo ninguno de esos conceptos fundamentales.

         En el tercer tomo van recogidos varios artículos de temática religiosa. Aparece ahí una serie de once reflexiones sobre ese gran acontecimiento sociocultural-religioso que el 8 de diciembre de cada año nos llena de júbilo, y se llama Caacupé.

         También, en ese mismo tomo tercero, hay una serie de reflexiones sobre la guerra. Recuerdo que fueron escritas en aquellos tristes días en que el pueblo hermano de la Argentina sostenía penosamente la guerra de las Malvinas. Quizá la exposición de los temas pueda parecernos demasiado sucinta y panorámica. Pero las dejo así, apretada síntesis, como fueran concebidas y expresadas al galopar del acontecer y las noticias.

         Cuando después de varios años vuelvo a leer algunos pasajes de esta larga tarea periodística, experimento un gozo espiritual y un sentimiento de plenitud difíciles de explicar. Me satisface inmensamente haber contribuido con estas palabras y pensamientos a la salud de la patria querida y al bienestar moral de mis conciudadanos. En aquellos tiempos de noche fría, cuando el miedo y el silencio eran nuestro pan cotidiano, ABC Color se erguía cada mañana y nos daba una prestigiosa tribuna para ofrecer al pueblo la voz de la verdad y la justicia. Doy por ello mis más henchidas gracias a don Aldo Zuccolillo que me llamó de la sombra y el rincón en que yo vivía, dándome en su valiente matutino un foro de tan dilatado alcance para servir a mis hermanos.

         Con aquel mismo espíritu de ciudadano y de cristiano con que cada domingo he salido a dialogar con la gente, hoy ofrezco esas mismas ideas y reflexiones en la ordenada cuadrilla de estos cuatro tomos que publican la Editorial Don Bosco y Ediciones Criterio.

         Y como un signo de robusta esperanza en la juventud de nuestro pueblo pongo estos cuatro tomos de reposado pensamiento en manos de mis cuatro pequeños hijos.

         Que ellos aprendan con palabras de Santo Tomás de Aquino que "después de Dios, el hombre se debe en sumo grado a sus padres y a su patria". (S. Teológica 2,2; c. 101; a. 1)

 

         S. Núñez

 

 

 

I. AMOR DE PATRIA

 

 

         REFLEXIONES EN LA SEMANA DE LA PATRIA (I) 

 

         RESPONSABILIDAD HISTÓRICA

 

         Entendemos por responsabilidad la capacidad de respuesta y los medios de acción con que una persona afronta la vida y sus diferentes situaciones.

         Ya de por sí, la simple existencia en este mundo implica presencia activa y responsable. Nadie puede quedar satisfecho con solo "andar por ahí", traído y llevado por los azares del momento, como los cascotes de la calle que los raudales arrastran de aquí para allá, en los días de mucha lluvia.

         Ese es uno de los más nobles distintivos del ser humano: abrirse camino por propia cuenta dando sentido racional a la existencia.

         Esta responsabilidad en el quehacer de la vida lleva sobre sí cada hombre individual como persona; porque cada uno de nosotros es, en cierta manera, una totalidad y un absoluto, con destino propio e incanjeable, que no puede ser el endoso de otra vida, ni puede ser el subproducto de las meras circunstancias.

         ¿Significa todo esto que cada uno de nosotros es un islote solitario, sin solidaridad y parentesco, "mónadas sin puertas ni ventanas", como decía aquel filósofo alemán?

         Muy por el contrario: la relación con los otros, el diálogo y la comunión de vida se hallan inscriptas entre las exigencias naturales más íntimas de nuestro ser humano; nadie puede lograrse como hombre, de espaldas a la sociedad y fuera de su historia.

         Eso es precisamente la historia: esa marcha larga y sinuosa, proceso vital lleno de azares, que emprende una comunidad de hombres, atraída por un horizonte de valores.

         Y así como hay una responsabilidad de índole personal que cada hombre asume frente a su vida propia y singular, también existe una responsabilidad colectiva frente a la historia. También los pueblos pueden y deben tomar conciencia de los desafíos que cada época del proceso colectivo les ofrece.

         Recordemos, de paso, que esta palabra época deriva de un vocablo griego epojé, que quiere decir detención, descanso, pausa; como si con ellos se quisiera significar que el curso de la historia en determinados momentos sufre cierta discontinuidad y sus aguas se remansan para largarse luego con nuevo ímpetu hacia las inéditas aventuras del futuro.

         Esos momentos epocales son de muy difícil discernimiento y conducción. Los pueblos necesitan de espíritus zahoríes que sepan leer los signos de los tiempos y anuncien con elocuencia de profeta el vino nuevo que ya fermenta en los subsuelos de la historia.

         En esas horas de turbulencia y cambio hay cierta gente satisfecha y cómoda para quienes la historia sólo tiene creatividad de pasado y de presente. Si ha de llegar el futuro, no será sino para repetir el ayer y continuar las vetustas tradiciones, sin novedad alguna bajo el sol. Pues ya lo dijo el poeta: "cualquiera tiempo pasado fue mejor". Estos son los paralíticos de la historia, para quienes toda inquietud es subversión y anuncia ruina.

         Otros, en cambio, soñadores de fantasía, viven sólo proyectando utopías para el futuro. Desarraigados de todo ayer y evadidos de la situación presente, se consumen en incesante agitación revolucionaria y creen que "nadie debe bañarse dos veces en el mismo río". Estos son los epilépticos de la historia.

         Ambas actitudes son anacrónicas y no tienen responsabilidad adecuada para hacer frente a los apremios de la coyuntura. Paralíticos, los unos, y epilépticos, los otros, no pueden ordenar el ritmo del proceso; desperdician en balde las energías del tiempo humano, ignorantes del cupo vital que la providencia de Dios distribuye a cada generación.

         Ambas actitudes padecen de una enfermedad psicosocial que se denomina "falsa conciencia histórica" y que consiste, según la definición del sociólogo Mannheim en "la falta de adecuación entre la realidad y su interpretación".

         La responsabilidad histórica de que hablamos, como capacidad de respuesta y medios de acción con que un pueblo se abre camino, sólo es posible cuando la misma comunidad política y dentro de ella los de mayor coraje e inteligencia poseen una sana conciencia histórica.

 

         (ABC, domingo 10 de mayo de 1981)

 

 

         REFLEXIONES EN LA SEMANA DE LA PATRIA (II)

 

         LA SANA CONCIENCIA HISTÓRICA

 

         La conciencia es un nivel de vida en que se logra luz y dominio de sí mismo. Es un nivel de vida que no corresponde a todo viviente, sino sólo a los vivientes dotados de espíritu. La conciencia es ese ámbito de interioridad a que el hombre retorna cuando entra dentro de sí para tomarle el pulso a la propia vida, dialogar con Dios secretamente y decidir con libertad el propio destino.

         Pero el ser humano sólo se abre a sí mismo, sólo alcanza el nivel de la conciencia, cuando se pone en contacto con las realidades del mundo, entra en diálogo e intercambio con los demás hombres y busca la comunión filial con Dios. Un hombre cerrado al mundo y a los otros, se vuelve cerrado a su propio misterio, apaga la luminosidad de la conciencia y se pierde a sí mismo. El hombre que no se da, tampoco logra poseerse; evadiendo a los otros, emigra de sí mismo.

         Filósofos y sociólogos de nuestro tiempo han señalado como un hecho de singular significación la toma de conciencia de ciertos grupos humanos: toma de conciencia de la clase obrera, toma de conciencia de la juventud, toma de conciencia del campesinado y hasta toma de conciencia del hombre común, que se yergue en todas partes proclamando los derechos humanos en general.

         En la mayoría de los casos, este ascenso al nivel de la conciencia histórica se ha logrado en situaciones de conflicto, y, por consiguiente, de manera agonística, según procesos de contradicción o de dialéctica, como dirían los marxistas. Lo cual nos parece enteramente normal. Pues todo ascenso en el proceso sociocultural supone como punto de partida un estado de cosas hondamente inveterado, muy difícil de remover. Implica siempre violencia sacar a la gente de esos duros hábitos de pensar y de querer que ya han configurado estructuras de segunda naturaleza.

         Son los líderes de la hodegética política los que con mayor diligencia deben esclarecer la mirada y fortalecer el espíritu para no caer presa de la ideología ni formar parte de esa "fauna repugnante" (diría Ortega y Gasset) que son los demagogos.

         En estas circunstancias importa sobremanera la sana y recta conciencia que escudriña y descifra el enigma del acontecer histórico para proyectar las experiencias del pasado hacia las más osadas realizaciones del futuro.

         La primera condición a que ha de ceñirse la sana conciencia histórica es el contacto con la realidad, es la apertura franca y objetiva frente a la situación presente. Hay que salir de sí e ir al encuentro de la realidad circundante. Hay que abrir todos los sentidos y percibir con obediencia las voces del tiempo que va pasando o va llegando aquí y ahora. Hay que entrañar la inteligencia en el lenguaje enigmático con que en la hora de HOY el ayer nos alecciona y el mañana nos aguarda. La sana conciencia histórica pone en diálogo permanente el recuerdo con la esperanza.

         Por el contrario, si la conciencia sólo hace uso de la memoria y no sabe otra cosa sino recitar el pasado evocando una y mil veces los "manes" cristalizados de antaño, su visión se vuelve miope y su dinamismo reumático. Se trata de una conciencia anacrónica y, por consiguiente, enferma.

         Lo mismo digamos si la conciencia escamotea la situación presente y busca abrigo tranquilo en el mundo celeste de los futuribles, acaba por encerrarse en las construcciones de su fantasía y se toma una conciencia utópica. No pisa tierra y sus ensueños no tienen viabilidad política. También aquí la conciencia es anacrónica y, por consiguiente; enferma.

         Como puede verse, la sana conciencia histórica es esencialmente dinámica y está en continua actitud de búsqueda y de respuesta. Su carácter fundamental es la obediencia, porque aplica el oído a las voces del tiempo con exquisita y pronta fidelidad.

         Pero hay una segunda condición de la sana conciencia histórica. Es la luz espiritual, es decir, los principios y criterios adecuados que se necesitan para leer los acontecimientos, interpretarlos en el tiempo y, lo que es todavía más importante, convertirlos en tarea y en hazaña de la libertad.

         Frente a una situación que exige seriedad no se puede reaccionar con infantilismo; frente a una situación que exige atención y profundidad, no podemos abandonarnos al azar. La naturaleza humana tiene abundancia de reservas para iluminar los caminos de su propia realización. Y aunque nunca faltarán poderosos agentes de malevolencia para entenebrecer y ensangrentar la historia, la sana conciencia de los pueblos lleva consigo la certeza de aquello que Hegel llamaba "la divina mundiducción" y que más allá de las energías naturales están las luces de lo Alto, acompañando con su resplandor a todo hombre que viene a este mundo.

 

         (ABC, martes 12 de mayo de 1981)

 

 

         REFLEXIONES EN LA SEMANA DE LA PATRIA (III)

 

         TENER Y SER DE LA PATRIA

 

         Peregrinos en la historia y solidarios en este pedazo de historia humana que es nuestra patria nos hemos detenido a reflexionar un momento sobre la responsabilidad histórica que nos incumbe y sobre la robusta y sana conciencia que este compromiso nos exige.

         Ahora tenemos que descender de ese abstracto nivel de reflexiones para acercarnos al HOY del proceso nacional. Hemos de procurar comprender, con la mayor fidelidad que nos sea posible, la compleja situación en que nos encontramos, fruto de la necesidad y de la libertad al mismo tiempo.

         Sería, sin embargo, desmesurado y vano engreimiento abrigar la pretensión de que nuestro diagnóstico sea tan atinado y tan cabal, de modo que nada se le pueda añadir o nada se le pueda podar. Por el contrario, esto que ahora aventuramos es más bien una tarea generacional que debe hacerse en diálogo y en diálogo permanente, enriquecido de mano a mano.

         Por consiguiente, todo lo que aquí pensamos y decimos lo hacemos a modo de contribución, como angustiado aporte a la gran faena colectiva de comprender la vida de nuestro pueblo, orientando su destino y alentando sus energías.

         Hagamos pues, entonces, la gigantesca pregunta: ¿dónde estamos hoy en el proceso de la historia? ¿en qué rubros de la vida ponemos con mayor vehemencia nuestros afanes? ¿cuáles son los valores más hechiceros que se han enseñoreado de la conciencia y la actividad de nuestro pueblo? ¿Qué somos hoy?

         Lógicamente, antes de abrir juicio sobre materia tan inestable y multiforme debemos ponernos bien de acuerdo en las razones de base y en los primeros principios con que vamos a medir la realidad y echar el fallo. ¿Con qué criterio vamos a enjuiciar nuestra historia? En este punto parece que ninguna duda puede inquietarnos. Porque es evidente que todo momento histórico y cualquier espacio cultural han de valorarse de acuerdo a los fines del hombre, es decir, de acuerdo a las exigencias de su misma naturaleza. Si construyen al hombre, si lo plenifican en todas sus dimensiones dando espacio vital a su libertad, entonces, y sólo entonces, esa historia y esa cultura merecen aprobación y aplauso. La plenitud de todo el hombre y de todos los hombres: esa es la regla según la cual tenemos que discernir.

         Para facilitar el análisis y dar en el meollo de la cuestión, recordemos brevemente las principales avenidas por donde el hombre y los pueblos deben transitar para alcanzar su plenitud y desarrollo, "resumen de todos nuestros deberes", como dijo Paulo VI en la Populorum Progressio.

         Una primera avenida lleva al hombre hacia los valores de la naturaleza material que le circunda. En ella encuentra el ser humano riquezas de consumo y de uso para lograr subsistencia biológica y facilitar sus esfuerzos. Va hacia la naturaleza, se pone en contacto con ella, la domina y la transforma gracias al trabajo y la técnica. Se libera así de la indigencia material, se promueve a sí mismo desarrollando sus energías poiéticas y se constituye SEÑOR de la naturaleza.

         Una segunda avenida conduce por encima de la naturaleza meramente material y lleva hacia el ámbito estrictamente humano. El hombre se dirige hacia otro hombre y traba relación interpersonal con los demás. Gracias a la palabra y gracias a múltiples gestos de benevolencia y de justicia los hombres entran en reciprocidad de conciencias, se vinculan por el amor y el derecho, realizando la admirable riqueza del "nosotros". A este nivel el hombre ya no se siente SEÑOR sino HERMANO de su prójimo. Y todo intento de señorío sobre otro hombre es incalificable insulto a la dignidad de la persona.

         El enriquecimiento que el ser humano alcanza por esta avenida de la relación interpersonal es tan subido y tan noble que no puede comparársele ninguna otra riqueza de orden material o técnico. Y, sin embargo, la naturaleza humana sigue sintiendo inquietudes y, más allá del hombre, apetece valores suprahumanos.

         Una tercera avenida se abre entonces a la libertad. Por aquí se entra en comunión con lo absoluto y lo divino. Así se llega a la patria de la sabiduría y la belleza. Este es el mundo del arte y del saber contemplativo. A este nivel culminan los anhelos del hombre y la vida de los pueblos.

         ¡Palabras vanas y fantasía...! dirá más de uno, lastimosamente.

         Pese a todo, si la naturaleza del hombre no es simple sino compleja, ninguna filosofía puede simplificarla cortándole la cabeza o cortándole los pies. Y seguiremos diciendo que al hombre real, que vive y muere y hace historia, sólo este humanismo integral le queda justo.

         Volvamos pues ahora a nuestra historia y reiteremos la pregunta: ¿Cuál es la avenida más transitada por los afanes de nuestro pueblo? ¿En qué ponen su interés y sus mayores diligencias los hombres que nos conducen? ¿Cuánto dinero invertimos y cuánto esfuerzo dedicamos para humanizar nuestra política y elevar el nivel de nuestra cultura cívica? ¿Podemos decir, con real objetividad y en familia, que la investigación científica, el amor y la dedicación a las artes, el saber jurídico y filosófico han crecido de volumen y han subido en calidad?

         Hacemos estas preguntas de manera simple y directa, de tal modo que todos nos comprendan y que incluso el más modesto ciudadano pueda dar su palabra y expresar su sentir.

         Nadie puede poner en duda, y menos aun hacer menosprecio del ingente esfuerzo y extraordinario avance que hemos hecho en la línea de la primera avenida que más arriba describíamos. El entusiasmo por los valores materiales, económicos y técnicos salta a la vista, es evidente. Parece incluso que un verdadero frenesí y como un arrebato fáustico ha hecho presa de nuestra gente joven. Itaipú y Yacyretá son los signos epocales de estos decenios y nadie escapa a la metamorfosis cultural que estos gigantes han generado.

         Estamos, en cambio, como anestesiados, sin fe y sin bríos, por lo que atañe a los valores morales como son la rectitud en los negocios, el derecho, la justicia, la fidelidad matrimonial y la familia. La política, arquitectónica virtud del orden práctico, se manifiesta con frecuencia, no sólo en el seno de la ciudadanía sino incluso en boca y en obras de los líderes, una política folclórica, cuando no violenta y caprichosa, sin otras armas que el mbareté y el pocarẽ.

         Nada digamos de aquellos otros valores, valores sapienciales y "de salvación" como diría el gran filósofo Max Scheler. Llevan una vida de cenicienta y hasta da la impresión de que sólo los espíritus menguados tienen algún apetito por cultivarlos. Con decir que en la Facultad de Filosofía son dos o tres los que cada año, tímidamente, se inscriben como "amantes de la sabiduría", ¡sobra y basta!

         Hablando sin eufemismos y en lenguaje de pueblo, que siempre es muy substantivo, podríamos concluir diciendo que hoy día somos un pueblo sin muchas ideas en la cabeza ni mucha virtud moral en el corazón, pero con mucho dinero en los bolsillos. Hemos crecido en el TENER, pero hemos declinado notablemente en el SER.

         Dice, sin embargo, la Biblia "de sabiduría y dinero necesita el hombre".

 

         (ABC, miércoles, 13 de mayo de 1981)

 

 

         REFLEXIONES EN LA SEMANA DE LA PATRIA (CONCLUSIÓN)

 

         LA PATRIA COMO MISIÓN

 

         El aniversario de la INDEPENDENCIA PATRIA que la nación entera celebra en estos días, debe ser para nosotros no sólo un momento de júbilo y alborozo callejero, con paradas militares y solemnidades de Te Deum, sino también una hora de reflexión y de compromiso.

         El recuerdo de la gesta emancipadora, la memoria de los Próceres de Mayo, los muchos azares de más de un siglo y medio de existencia soberana y la coyuntura presente henchida de cuidados y esperanzas, son razones más que suficientes para hacer una breve pausa y tomar conciencia, honda y lúcida conciencia, de esta noble y sufrida Patria que recibe en sus manos nuestra generación.

         Porque la Patria no es una cosa hecha y acabada; no es una simple riqueza que hemos heredado de nuestros mayores y que tenemos que sacar a relucir cada catorce y quince de mayo. La Patria no es un hecho intangible de la historia, fruto maduro y concluido del ayer, sólo digno de juicio y de recuerdo.

         La filosofía de la historia nos enseña que mientras la familia humana siga andando, el pasado de los pueblos no tiene todavía rostro definitivo.

         Por eso la Patria sigue siendo un inmenso y formidable quehacer, la gran empresa que nunca se consuma. Y cada generación que llega es depositaria del sagrado compromiso de conservar la Patria, acrecentar sus valores y conducirla a plenitud histórica.

         La Patria es nuestra madre, la madre común de todos los paraguayos. En ella hemos nacido y nos hemos amamantado. Ella nos ha nutrido con la herencia secular de su cultura y el patrimonio de sus riquezas naturales. Sus amores y dolores en pro de la libertad son para nosotros, hoy día, timbre de gloria y presea de familia.

         Ella es nuestra madre. Y, por ende, como San Agustín decía: "Después de Dios viene la Patria".

         Pero ella también es nuestra hechura, fruto de nuestra fidelidad y nuestro amor. La Patria es la gran hazaña que los esfuerzos y sacrificios comunes van gestando. Y una generación transmite a otra el grave y noble oficio de recrear la Patria, haciéndola más humana; es decir, más libre, año sobre año.

         HOY nos corresponde a nosotros la incanjeable responsabilidad de amarla y de servirla con la mejor vida que podamos.

         Y para eso tenemos que tomar buena conciencia de los anhelos y esperanzas, de las energías y limitaciones, de los aciertos y los errores con que la Patria llega a nuestras manos y se constituye una gran misión, noble empresa a la vista. Quizá la Patria de ahora, ésta que es don y promesa en las postrimerías del siglo, sea una tarea de liberación más heroica y más cumplida que aquella de hace ciento setenta años.

         Abrir caminos, construir puentes, alzar escuelas y hospitales, promover industrias y obras varias de infraestructura son realizaciones de gran provecho, que la ciudadanía justiprecia y agradece. ¡Eso es hacer Patria, y en gran medida!

         Pero más allá de estas realizaciones materiales tan proficuas, el pueblo de la Patria tiene deseos de otros valores culturales más subidos y más humanizantes. Grandes anhelos de libertad y de justicia arden desde hace tiempo en la conciencia colectiva. La gente busca con vehemencia mayor imperio de la ley y del derecho. Y no es justo, ni es leal, querer excusar desafueros con las llamadas "obras" que se inauguran día a día. La paz del derecho no es fruto de la propaganda.

         Más allá de las grandes construcciones y por encima del crecimiento económico a que indudablemente nos hemos promovido, aunque con distribución muy desigual, hoy más que nunca la Patria desea crecer en riquezas de orden moral, espiritual y artístico. Por amor a ella hay que comprometer en estas horas esfuerzo, inspiración, y no en último lugar, mucho dinero en promover obras de arte, como son la literatura, el teatro, la música, la danza, etc. Por amor a ella hay que consagrarse a las penalidades de la investigación científica y a las soledades del saber filosófico.

         Sin arte y sin filosofía, sin cultura de alto vuelo en el pensar y en el sentir ¿para qué y para quiénes han de ser útiles mañana Itaipú y Yacyretá? ¿No tenemos miedo, acaso, de desembocar en el año 2000 con la única profesión de "bárbaros técnicos" en fragorosos planes quinquenales?

         Beneméritos de la Patria y benditos del Dios de las naciones serán aquellos que, sin alardes de patrioterismo vocinglero, aunque encendidos en la llama de un auténtico espíritu de servicio, se abracen con heroísmo a esta nueva gesta de emancipación paraguaya.

 

         (ABC, jueves 14 de mayo de 1981)

 

 

 

 

PARTE II – BIEN COMÚN

 

 

         REFLEXIONES SOBRE EL BIEN COMÚN (I)

 

         GUERRA Y PAZ. 12 DE JUNIO

 

         Ya estamos como a cincuenta años de distancia de aquella jornada de gloria y sacrificio que fue la Guerra del Chaco. Apenas nos habíamos restablecido de aquella otra formidable hecatombe que fue la Guerra Grande, cuando ya de nuevo fuimos convocados a tomar las armas y a poner en combustión todas las energías de la vida nacional.

         Parecía que en los planes de la Providencia estaba escrito que esa mitad de nuestro suelo, la de occidente, al otro lado del río, debía ser nuestra morada, pero a precio de ingente sacrificio, como también lo fue la otra mitad desde el Paraná hasta el Apa. Así nos cantó un poeta mexicano, Juan de Dios Peza: Tierra del Paraguay, épica tierra, con lágrimas y sangre fecundada.

         Hoy día, después de casi medio siglo, seguimos recordando y festejando los hechos gloriosos más sobresalientes de aquella dura jornada, y también la paz, la Paz del Chaco.

         ¿Por qué unimos la guerra y la paz en una misma comunión festiva? ¿Qué es lo que hallamos de fraternal y común, de humano y de glorioso en ambas cosas, al parecer, tan contradictorias? ¿Por qué los afanes del hombre siempre desean desembocar en el gozo de la paz? Y ¿por qué los caminos que a ella nos conducen con tanta frecuencia van trajinados por la guerra? Todavía más asombroso: ¿por qué los pueblos cuando van a la guerra logran con mayor facilidad pasar por alto sus propias diferencias y se aglutinan con más estrecha unidad que en tiempos de paz? ¿Qué significa aquello de Cristo: "No he venido a traer paz, sino espada"?

         Estos y otros pensamientos, así como la proximidad del 12 de junio, feriado nacional para recordar la Paz del Chaco, han sido ocasión y motivo para que estas reflexiones comenzaran a bullir.

         Deseamos dialogar sobre el BIEN COMÚN de la Patria, tema de singular trascendencia, no cabe duda.

         Y deseamos hacerlo de manera bien reposada y, en todo lo posible, desde el hondón de nuestra conciencia ciudadana, munido de sensatez y cristiana voluntad. Deseamos hacerlo con pensamiento diáfano y lenguaje de pueblo, muy sencillo, para que llegue y sea de provecho a toda gente.

         Para nosotros, que somos pueblo, res-pública, comunidad política en marcha, esclarecer el Bien Común, descubriendo su razón de ser y su complejo contenido, mostrando los varios agentes que históricamente lo realizan, es una tarea urgente y cargada de responsabilidad. Hoy más que nunca, "el pueblo quiere saber de qué se trata" y hacia qué horizonte de valores tenemos que orientar el timonel de nuestra historia.

         Comprendemos con bastante suficiencia que todos estos temas, objeto de nuestra reflexión, son de manejo difícil y delicado. Es difícil esclarecerlos en teoría y a la luz de la sana razón; es delicado remover temas urticantes y pretender persuadir, moviendo voluntades demasiado cebadas en otros intereses.

         Un argumento más, por consiguiente, para conducir nuestras reflexiones de manera lenta, arraigando nuestro razonamiento en el sentido común y las evidencias primeras. Esta es la única lógica con que se nutre toda humana inteligencia.

         Manos a la obra, entonces.

         Hablando del Bien Común podemos entender con este concepto realidades bien diferentes. De modo muy amplio y general, aunque raras veces, solemos hablar del Bien Común del universo, es decir, de aquel destino último hacia el cual se orientan todas las cosas, cada cual de acuerdo a su peculiar dinamismo. Una simple observación a las realidades del mugido en que vivimos nos enseña que todas ellas se relacionan, que actúan unas sobre otras y que así configuran un verdadero cosmos, orden admirable que va de lo menos a lo más, de lo no viviente a lo viviente, de lo más simple a lo más complejo. Las reflexiones que vamos a hacer en estos días no van a referirse a este Bien Común del universo.

         Pero, dentro del universo y ocupando un nivel de excelencia entre las cosas del mundo, se mueve y hace historia la especie humana en inmensa y variada muchedumbre. Ella también, y sólo ella con reflexiva conciencia, camina hacia un destino último, llevada por su naturaleza y su libertad. Acaudillando, por decirlo así, el destino de todo el universo, la especie humana camina hacia una plenitud que, según la fe cristiana, sólo se cumple más allá de esta historia temporal. Aquí, dentro del tiempo, solamente alcanza logros parciales, en sucesivos oleajes culturales y con mucha mezcla de frustración y derrota. Tampoco nuestras reflexiones han de versar sobre el Bien Común del género humano.

         Tenemos que descender a lo histórico y concreto para encontrarnos con los diferentes pueblos o naciones que, enmarcados dentro de cierto espacio geográfico, se estructuran bajo particulares formas de vida y hacen historia en comunidad de fines y de esfuerzos.

         Es lo que llamamos Patria, Sociedad política o Estado.

         Cada uno de ellos camina y procura acrecentar la propia existencia ejercitando la vida común con unánime voluntad. Hay en ellos un BIEN COMÚN POLITICO que convoca y aglutina a toda la ciudadanía, enciende sus esperanzas, anima su dinamismo y compone sus conflictos. Este será el centro y objeto de todas nuestras reflexiones.

         Nos preguntaremos, entonces: ¿En qué consiste el Bien Común político? ¿Cuál es su contenido? ¿Quiénes son los responsables de su realización en la praxis de la historia? ¿Cómo se sitúan frente al Bien Común las instituciones de mayor calibre y gravitación como son la autoridad política, los partidos, el Ejército, la Universidad, la familia e incluso la Iglesia? En orden al Bien Común ¿qué significan la paz, la guerra, la revolución?

         He ahí, en síntesis, los diferentes capítulos en que vamos a distribuir el proceso de nuestras reflexiones día por día.

         Como ya está dicho más arriba, haremos esfuerzo para poner en ellas lo mejor de nuestro pensamiento y voluntad; es decir, lo más claro de nuestra conciencia ciudadana. El Bien Común es el alma de la Patria; por consiguiente, su destino y su ley fundamental. Dialogaremos de todo esto en recuerdo de la Guerra y de la Paz del Chaco, momentos cenitales de la vida nacional.

 

         (ABC, domingo 31 de mayo de 1983)

 

 

 

         REFLEXIONES SOBRE EL BIEN COMÚN (II)

 

         HORIZONTE Y FUERZA UNITIVA

 

         Hay un principio de elemental filosofía, según el cual los hombres no se unen entre sí, sólo se unen en un objeto, en una empresa o quehacer. Eso significa que el encuentro o comunión de vida entre los hombres siempre se hace por la participación y mutua entrega en la posesión o en la búsqueda de una riqueza humana.

         Eso ocurre en cualquiera de las diversas formas de sociedad que los hombres configuran. Ocurre en un matrimonio, en un sindicato, en una empresa, y, con mayor razón todavía, en la sociedad política o Estado.

         Por ley interna de su misma naturaleza, los hombres sienten inclinación a vivir en sociedad, aunando pensamientos, voluntades y conductas. ¿Cuál es la razón íntima de esta ley natural que todo hombre experimenta?

         Hay dos razones fundamentales que nos explican esta condición nativa de la vida humana.

         Por una parte, la indigencia, es decir, la incapacidad propia del hombre individual y solitario para realizar por sí solo todos los valores a que su naturaleza racional le llama. Si quiere ser hombre en plenitud, no hay más camino que compartir la existencia. Si quiere ser hombre en todo, tiene que hacerse parte.

         Una segunda razón es la excelencia, es decir, esa nobleza singular de pensamiento y libertad que todo ser humano trae consigo y que de por sí es comunicativa, dialogal y ofertiva. El "yo" humano auténtico busca el "nosotros", por naturaleza.

         Estamos, por consiguiente, a infinita distancia de aquellas teorías que hacen del hombre un lobo para el hombre. Muy por el contrario, afirmamos que por naturaleza el ser humano es apacible (animal mansuetum); y si se muestra egoísta, pendenciero y hostil, es por una alteración patológica de su condición nativa, es por una especie de demencia moral, como enseña Santo Tomás.

         No habría necesidad de decir estas cosas con tanta vehemencia y soltura si no estuviéramos sufriendo en estos años una verdadera invasión de estas ideas demenciales, "invasión vertical de los bárbaros", diría Ortega y Gasset.

         Eso no significa, por supuesto, que pretendamos desconocer lo aporético y conflictual que implica la vida política, así como el formidable esfuerzo de educación cívica y actitud democrática que se requiere para poner unidad en el seno de la multiplicidad.

         Esta necesidad natural de convivencia que leemos en el rostro de todo ser humano se satisface en diferentes ámbitos o formas de vida común.

         La primera estructura comunitaria en que el hombre comienza a cultivar su existencia es la familia. Y es cosa digna de nota que, ya ahí, en esa pequeña célula de vida social, cuna y base de la existencia, las relaciones se entrecruzan y configuran una rica ordenación de cuatro líneas: la conyugal, la paternal, la filial y la fraternal.

         En algún capítulo aparte de estas reflexiones hablaremos con mayor detenimiento de la valiosa contribución que una familia bien constituida y fecunda aporta a los niveles superiores de socialidad profesional o política.

         Sin embargo, la indigencia del hombre no se satisface plenamente con los valores que la comunidad familiar le proporciona. El ámbito familiar le resulta íntimo, reducido y demasiado homogéneo. El hombre aspira, más allá de su parentesco, a una convivencia más amplia y más diversificada.

         Es que la diversidad y la multiplicidad de la vida política, precisamente por su esputo extraño y hasta conflictual, exige al hombre movilizar sus virtudes de comprensión y de diálogo mucho más de lo que exige la vida familiar. Por eso Aristóteles, contradiciendo a Platón que deseaba para el Estado la máxima unidad, genialmente decía: "la vida política es polifonía... y una excesiva unidad destruye al Estado".

         Son razones fundamentales de política de las cuales hay que ir tomando nota y sacar la conclusión de que sólo los Estados totalitarios y regímenes dictatoriales pueden complacerse y hacer alardes de "unidad granítica".

         Pongamos un ejemplo más casero; y con perdón de los lectores muy pulidos. Decimos que una persona goza de buena salud cuando come de todo, cuando su estómago es de tanto vigor orgánico que asimila sin problemas la carne o la verdura, la leche o la miel, la sal o el azúcar. Es un estómago comprensivo y pluralista, es decir humano, porque sólo el ser humano es omnívoro. En cambio, una persona con "dieta estricta", cuya capacidad digestiva rechaza esto, y lo otro, y lo de más allá, es una persona enferma. En el orden vegetativo esa persona vive siempre en actitud defensiva, diríamos como en "estado de emergencia". Porque la "dieta estricta" es una especie de "estado de sitio" estomacal.

         Mutatis mutandis, como decíamos antes en latín, la política es la mesa servida donde concurren viandas de la mayor diversidad y formas de aderezo. Por supuesto, a nadie se le ocurre traer a la mesa un frasco de veneno, porque lo tóxico es tóxico para todos.

         A pesar de las muchas diferencias y por encima de los intereses particulares, los hombres concurren a la vida política y se aglutinan en unidad de Pueblo, Nación o estado.

         ¿De dónde viene esta fuerza integradora y unitiva que relaciona lo más diverso y avecina lo más distante?

         He ahí el misterio y potencia del Bien Común. Eso que los hombres apetecen pero no pueden lograr por medios individuales, ahora lo van a conseguir en realización solidaria y fraterna. Esa riqueza y plenitud de hombre que los ciudadanos procuran con esfuerzo mancomunado es lo que llamamos Bien Común político.

         Hay, por consiguiente, como tres elementos fundamentales en el concepto de Bien Común. Primero: son los valores o riquezas que realizan al hombre, humanizando su vida más y más. Segundo: la comunión de voluntades, es decir, esa relativa unanimidad del querer colectivo que libremente se orienta hacia el mismo horizonte de valores. Tercero: la colaboración de todos, cada uno a su medida, para ejecutar en la historia esa elección colectiva de valores.

         Estos tres elementos que acabamos de decir se hallan exactamente resumidos en el Documento de Puebla del Episcopado Latinoamericano (1979). Dice así:

"El Bien Común consiste en la realización cada vez más fraterna de la común dignidad". (N° 317).

         Estamos manejando conceptos muy fundamentales de la vida política. Son conceptos abstractos y de difícil manejo: su comprensión es lenta y nos exige cierto ahínco. A medida que vayamos adelantando en el proceso de estas reflexiones, las ideas se volverán más claras y manuables. Así lo espero.

 

         (ABC, lunes 1° de junio de 1981)

 

 

         POLÍTICA Y HORIZONTE DE VALORES

 

         El sentido común, que suele ser el avío normal de cada hombre, está de acuerdo con la sana filosofía cuando afirma que el fin es la medida y la regla de todas las cosas. Cualquier utensilio casero, como puede ser la escoba o la azada, resulta útil y se conserva por largo tiempo, cuando se lo usa de acuerdo a su propio destino y naturaleza. Y cuanto más delicadas son las cosas, tanto más exigentes se vuelven de que se las trate y maneje de acuerdo a los fines para los cuates se las creó.

         Esta ley es fundamental en la regulación y ordenación de todo dinamismo. Pero su exigencia se multiplica cuando se trata de ordenar y orientar la conducta del ser humano. Y mucho más todavía, cuando esta conducta ya no es la simple vida personal y privada, sino la vida colectiva, es decir, la política.

         No se puede practicar la vida ciudadana, y menos todavía comandarla con sensatez humana y con provecho, cuando se ignora o se desprecia ese horizonte de valores, es decir, el Bien Común, hacia el cual han de encaminarse noche y día la esperanza y los afanes del pueblo.

         Eso explica suficientemente por qué el descubrimiento y pasión del Bien Común resultan la más imperiosa providencia con que una sana política debe equiparse. Por su ignorancia o por su desatino, la vida de los pueblos navega a la deriva, presa de ocurrencias, voluntarismos personalistas y fiebre demagógica.

         Para los hombres y para los pueblos es mucho más nefasto errar sobre los fines que errar sobre los medios. Y desde luego, ¿cómo podemos acertar el camino, si ni siquiera sabemos adónde ir?

         Esto parece tan evidente que hace superfluo todo intento de mayor explicación.

         Pero salta de inmediato la pregunta ¿Cómo hacemos para descubrir el Bien Común y alcanzar robusta y clara conciencia de sus valores?

         No olvidemos nunca que el Bien Común es un nivel de vida, es un estado de bienestar colectivo que da a cada hombre la posibilidad real de enriquecer y ennoblecer su existencia. Es un estado dinámico, en incesante gestación y crecimiento. El Bien Común se realiza en cada pueblo de manera peculiar y diferente, según las posibilidades concretas, de orden moral y de orden físico, que cada comunidad humana pueda ir ofreciendo. Es por eso que de tiempo en tiempo debemos redescubrirlo y, de modo particular, en ciertas circunstancias en que la historia parece cambiar de rumbo o acelera repentinamente su marcha.

         En una palabra, el Bien Común es la felicidad colectiva de un pueblo, de acuerdo a las posibilidades concretas de un determinado espacio histórico.

         Por consiguiente, si queremos descubrir y trazar la figura real del Bien Común, tenemos que afinar nuestro espíritu en dos líneas fundamentales de pensamiento. La primera línea busca saber, sentir y tomar vigorosa con ciencia de los valores capitales que constituyen el horizonte de toda comunidad humana, cualquiera sea. Llegar a comprender y a vivencias apasionadamente los valores útiles de la economía y del progreso material. Porque a veces ocurre que los pueblos se han habituado en el abandono y la desidia, y ya no aspiran a un nivel de vida más confortable y más decoroso. Y sentencian con sorda y callada filosofía aquello de "mboriahu rire, mboriahu jevy".

         Sin embargo, por encima de estos valores útiles, hay que llegar a comprender y a vivenciar con pasión entusiasta los valores del derecho y la justicia, la riqueza moral de la fraternidad y esa música incomparable de las libertades ciudadanas. Comprender y apreciar con alta estima el ennoblecimiento de la vida que nos traen las artes, las ciencias y la filosofía. Llegar hasta comprender que la vida de los hombres y la vida de los pueblos sólo alcanzan su condición cimera cuando entra en relación con Dios y realiza la gran hazaña de coronar la política con la oración y la cultura contemplativa.

         Estos son los valores capitales que constituyen el horizonte de toda comunidad humana, cualquiera sea. Estos son los valores que debemos comprender lúcidamente en una primera línea de pensamiento.

         Pero dijimos más arriba que el Bien Común real de cada comunidad política debe estar en sintonía con las posibilidades concretas del espacio histórico en que ese pueblo se está esforzando. No puede contentarse con la primera línea de pensamiento e imaginarse un Bien Común abstracto que no aterriza en las circunstancias singulares del tiempo aquí presente.

         El descubrimiento del Bien Común impone una segunda línea de pensamiento que toma el pulso a la geografía, a la historia y a la situación social, procurando adecuar aquellos altos valores del Bien Común universal a las disposiciones, posibilidades y urgencias del cuadrante actual.

         Este es el momento en que se vuelve insustituible la labor de los sociólogos, psicosociólogos y políticos de verdad. Son ellos los que tienen que darnos noticia fresca de nuestra real situación y de sus doloridas demandas actuales.

         Terminemos repitiendo lo que decíamos al comenzar. El descubrimiento y amor del Bien Común constituyen la providencia más necesaria y provechosa con que una sana política debe hacerse presente al servicio del pueblo. "La tiranía de un príncipe, decía Montesquieu, no tiene tanta fuerza para desmoronar al Estado, así como la tiene la indiferencia por el Bien Común". Y nosotros, ya por nuestra cuenta, podemos seguir diciendo que la indiferencia por el Bien Común es el gran esteral de donde salen los Leviatanes de la tiranía.

 

         (ABC, 8 de agosto de 1982)

 

 

         REFLEXIONES SOBRE EL BIEN COMUN (III)

 

         LA DIGNIDAD HUMANA

 

         Claro y firme ha de quedar en nuestros ánimos ese principio fundamental que ayer desarrollábamos diciendo que el Bien Común de la sociedad política hunde sus raíces en la misma estructura de nuestra naturaleza. Es la dignidad del hombre el principio y fundamento que impulsa al encuentro fraterno y determina los valores hacia los cuales ha de orientarse la vida común.

         Dicho una vez más, para pasar adelante, el Bien Común es la plenitud del bien humano logrado con esfuerzo solidario.

         Sin embargo, su misma complejidad y su riqueza nos exigen descender a un análisis más concreto, procurando descubrir su contenido de manera más sensible, si podemos.

         Para comenzar, recuerdo ahora los versos de un poeta que decían:

         De luz y de sombra soy

         Y quiero darme a las dos:

         Quiero dejar de mí en pos

         Robusta y santa semilla

         De esto que tengo de arcilla

         De esto que tengo de Dios.

        

         (Gabriel y Galán)

 

         Así es, en efecto. Nuestra naturaleza es cuerpo y es espíritu; y su realización plena sólo se satisface con el acopio de bienes materiales abundantes y la plusvalía de riquezas espirituales.

         Por consiguiente, una primera línea del esfuerzo colectivo se orienta a la consecución de bienes materiales de uso y de consumo. Un asentamiento geográfico es el primer aglutinante que promueve el encuentro de los hombres. Es defendiendo el terruño que aparecen los primeros brotes de la conciencia nacional. Pisar tierra y poner mojones, afincarse para vivir y morir; así germina la Patria.

         Buscarán los hombres, por supuesto, tierra fértil, fauna y flora copiosas, ríos de vasto caudal y minerales para la industria. Dentro de esa geografía cultivarán el suelo, trabajarán la naturaleza y le extraerán sus riquezas con esfuerzo muscular e ingenio técnico. La agricultura, la ganadería, la industria forestal, la explotación de minerales, la sanidad ecológica, la actividad comercial y otros rubros más, como hacer caminos, puentes y electrificar el país, todo ello: la naturaleza, el trabajo y la voluntad pionera integran la propiedad y el esfuerzo del "nosotros" constituyendo así una considerable parte del Bien Común político.

         Sería como su primer capítulo.

         Cualquiera, sin embargo, de inmediato puede observar que todo este vasto y complejo esfuerzo colectivo no puede realizarse si no le trazamos cauces y reglas de acción, si no le ponemos orden. El tráfico de tantas libertades, procurando tan dispares intereses, sería un formidable caos, lleno de colisiones, imposible de vivir.

         El esfuerzo de la ciudadanía necesita de una ordenación racional que establezca los fines y los medios, que estructure la vida y distribuya la actividad de todos, posibilitando su mejor rendimiento, sin mengua ni despilfarro.

         Aparece, entonces; el mundo de la ley y del derecho como estructura vital que ordena las relaciones de la ciudadanía y ajusta su complejo dinamismo. De ahí aquel conocido aforismo: Ubi societas, ibi jus (dondequiera aparezca la sociedad, ahí aparece el derecho).

         Sin embargo, hagamos aquí una observación importante. La ordenación jurídica y la arquitectura de las leyes, aunque trasunten la más humana racionalidad y logren amplia acogida en la conducta ciudadana, son normas extrínsecas a la voluntad y actúan siempre de manera externa y coactiva. Los hombres necesitan de una energía interna, brotada y arraigada en la propia interioridad: necesitan de normas en cierta manera consubstanciadas a sus propias convicciones y apetitos. Sólo así la ordenación no les resultará forzada y violenta, sino natural y agradable.

         Estamos hablando de las virtudes y, en especial, de la justicia y el amor cívico fraterno. Sólo ellas dan espíritu y vigor interno a cada ciudadano para ajustarse a los demás e integrarse al esfuerzo conjunto. Es lo que solemos llamar cultura política o civismo. Y tiene tanta trascendencia, que toda la arquitectura jurídica y las leyes de nada sirven cuando los ciudadanos están desprovistos de esta dotación ética.

         El gran Aristóteles, siempre tan mesurado en sus expresiones, encomia de tal manera la justicia que dice de ella, henchido de entusiasmo: "Ni el lucero de la mañana brilla con tan preclaros fulgores". Y, siglos más tarde, San Agustín se pregunta: "Abandonada la justicia ¿qué son los reinos sino latrocinios a gran escala?"

         Eso nos explica la natural sensibilidad con que los ciudadanos reaccionan frente a la injusticia, especialmente cuando ella proviene de aquellos que, investidos de autoridad, debieran ser el "derecho viviente". "LA PEOR INJUSTICIA ES LA QUE TIENE ARMAS", dice Aristóteles.

         Digamos, entonces, que un segundo capítulo del Bien Común político constituye esa maravillosa obra de la razón práctica que son las leyes y el derecho, y, principalmente, la cultura política; es decir, las virtudes ciudadanas de prudencia y de justicia, de lealtad y de amistad cívica. Son riquezas de conciencia que capacitan por dentro a "dar a cada uno su propia dignidad", como decía Cicerón.

         Y, por supuesto, no podemos ser perezosos ni tímidos para sacar la conclusión de que la injusticia y sus diversas formas de engaño y fuerza, mbareté y pokarẽ, son los peores tóxicos de la vida colectiva.

         Así, pues, animada la comunidad política por el cultivo de las virtudes y el imperio real de las leyes, ya puede abrirse camino hacia otras riquezas más espirituales y más humanizantes. De ese modo, la cultura ética se convierte en la buena salud que el organismo social necesita para ambicionar modos de vida de mayor nobleza: El bien-estar de las personas asciende de nivel. El crecimiento cuantitativo se corona con un glorioso crecimiento cualitativo. Y surge en esa hora una verdadera eclosión de vitalidad superior: las artes, las ciencias, la filosofía, e incluso la religiosidad del pueblo se ahonda en santidad y mística.

         Estamos en el tercer capítulo del Bien Común a que una sociedad de hombres libres puede aspirar.

         Es todo esto tarea tan extensa y tan empinada que ya pueden los pueblos hacer esfuerzos de siglos que se hallarán siempre comenzando caminos de mayores y mejores horizontes.

         A cada generación política le incumbe descubrir el cupo de Bien Común que hoy por hoy es practicable, mirando mucho más al futuro que al pasado. Porque el quietismo es anti histórico y, por ende, inhumano.

 

         (ABC, martes 2 de junio de 1981)

 

 

III. DEMOCRACIA

 

 

         REFLEXIONES SOBRE LA DEMOCRACIA (I)

 

         CONCIENCIA CIUDADANA Y DIÁLOGO

 

         Pocas palabras hemos de encontrar en el vocabulario cotidiano de la gente que tanto despierten la unanimidad y la benévola acogida como esta palabra democracia. Parece ser como la piedra de toque con que se discierne y califica el grado de quilates de nuestra actividad política. Incluso nuestra vida familiar y privada queremos conducirla de acuerdo al espíritu democrático, que, de primera intención y según el sentir de todos, significa benevolencia, tolerancia, libertad.

         Está en el habla de todos los periódicos del mundo y es como la consigna de lucha de todos los esfuerzos de reivindicación y bienestar que los hombres movilizan.

         Desde aquellos remotos tiempos del siglo V antes de Cristo, en que Pericles pronunció su famoso elogió de la vida democrática de Atenas, hasta este siglo alborotado en que vivimos, la idea "democracia", de una manera o de otra, de forma latente o entusiasta, siempre ha estado presente en los altibajos de la esperanza histórica.

         El mundo moderno, sin embargo, ha llevado sus amores más allá de todo antecedente y ha querido convertir la democracia en el único régimen legítimo de la actividad política, en la forma más humana de vida civilizada y hasta en culto religioso laico, según pretensión de algunos.

         Incluso aquellos que la critican y la desprecian, filósofos y políticos, literatos y hombres de pueblo, no hacen otra cosa sino poner de relieve el valor y la nobleza de la vida democrática. Muestran al vivo las alturas espirituales y culturales a que la democracia nos convoca; hacen denuncia de la pereza congénita del pueblo y el incurable egoísmo con que fácilmente los hombres se encaraman al poder.

         Por consiguiente, todos los pueblos, incluso los de vida pública más afortunada y próspera, tienen su cuota de deuda con los altos ideales de la democracia. Ciertamente, todos desean caminar y afirman caminar; de hecho, hacia ese difícil régimen de vida, "gobierno de dioses" como decía Rousseau. Pero son innúmeros los fracasos, las frustraciones y derrotas con que la impiedad política ha mojonado la vida de los pueblos.

         También nuestra comunidad nacional ha de hacer acto de presencia en los estrados del tribunal democrático para dar cuenta de sus días y sus noches y recibir justicia por sus caminos de mérito o por sus varios desatinos.

         "La política paraguaya, en casi un siglo de vida que lleva de preeminencia de los dos partidos tradicionales a los cuales se les unieron después varios otros, no ha conocido el traspaso de gobierno de un partido a otro por vía de las urnas. Todos los partidos políticos que reemplazaron a otros y que fueron a su vez suplantados, lo hicieron por la fuerza" (ABC Color, Editorial 30-VI-81).

         Realmente, con estas fojas de servicio en los bolsillos no es muy "alto el sitial que vamos a ocupar en el concierto de las naciones" como suelen decir algunos discursos declamatorios de 14 de Mayo, ni será muy eficaz la "defensa de la democracia y la cultura occidental cristiana" como oímos otras veces en ciertas declaraciones anticomunistas. Como dice el refrán: "Obras son amores y no buenas razones".

         Podemos, sin embargo, aducir en nuestro descargo las azarosas circunstancias por las que ha transitado la vida nacional desde los comienzos: amenazada por largo tiempo nuestra existencia soberana, padeciendo los infortunios y los atascos de dos guerras internacionales, somos un pueblo joven y casi no hemos tenido tiempo ni sosiego para levantar nuestra historia más allá de la cultura épica que tanto nos acredita.

         "La democracia, como dice un filósofo francés, es obra de la palabra y no del sable". Y nosotros apenas hemos tenido espacio libre para bajar las armas y acomodar nuestra vida ciudadana al ritmo del diálogo democrático.

         La democracia no se improvisa, ni aparece en la conciencia de los pueblos por generación espontánea o por azar. Ella es fruto de madurez histórica y de sostenido esfuerzo secular.

         Las reflexiones aquellas que veníamos haciendo sobre el BIEN COMÚN han puesto delante de nuestros ojos el horizonte de valores hacia los cuales tendríamos que encaminar la historia de nuestro pueblo. Porque, en el orden práctico, el fin es lo primero que hay que establecer. En cambio, estas reflexiones sobre la DEMOCRACIA van más bien orientadas a esclarecer y ponderar los medios, múltiples y variados, que hemos de poner en marcha para el logro de ese horizonte de valores.

         A manera de diálogo con la conciencia ciudadana, quisiéramos hacer estas reflexiones en voz alta y con el espíritu de siempre: pensamiento claro, sensatez y cristiana voluntad. No somos dueños de la verdad, pero somos servidores de su presencia.

 

         (ABC, domingo S de junio de 1981)

 

 

 

         REFLEXIONES SOBRE LA DEMOCRACIA (II)

 

         LIBERTAD - AUTONOMÍA - LIBERACIÓN

 

         Decía Aristóteles, al comenzar el primer libro de la POLITICA, que "la visión más clara de una cosa se obtiene observando el desarrollo de esa cosa desde sus orígenes".

         Para comprender la democracia nosotros podríamos remontarnos hasta Grecia. Recogeríamos allá la rica experiencia que ellos han vivido con orgullo, así como la luminosa enseñanza de sus grandes pensadores políticos.

         Sin embargo, la democracia moderna, la que nuestro tiempo ha procurado con tanto esfuerzo, tiene sus orígenes mucho más cerca de nosotros. Tenemos que pensar en el Renacimiento y la Reforma. Es en esos siglos turbulentos en que, paso a paso, se liquida la Edad Media y se echan las semillas del nuevo humanismo; siglos de lucha religiosa y de configuración política europea, es en esos siglos, XV, XVI y XVII, que tenemos que situar los primeros síntomas del pensamiento que pone en marcha un nuevo orden político.

         A través de su proceso, la democracia moderna aparece como un complejo acontecimiento histórico centrado en la dignidad del individuo y su inalienable libertad. Este acontecimiento histórico, de tan vasta trascendencia socio-política, se fue elaborando, penosa y contradictoriamente, a lo largo de tres o cuatro siglos de esfuerzo teórico y práctico.

         Desde el Renacimiento y la Reforma podemos observar que el pensamiento y la sensibilidad de Europa se concentran en la reivindicación del individuo frente a todos los estamentos y cuadros sociales tradicionales. La libertad religiosa propugnada por la Reforma protestante es la primera puerta que se abre en este proceso de transformación socio-cultural. Por encima de todas las actitudes dogmáticas con que el movimiento protestante rompió la unidad de la fe en el mundo europeo, hemos de reconocer el considerable aporte con que contribuyó a la toma de conciencia de los valores humanos como son el individuo y su libertad.

         A este movimiento de orden religioso siguió más adelante otra insurrección o transformación de las ideas. Hablamos de la filosofía cartesiana y, especialmente, del empirismo inglés del siglo XVII. Podemos afirmar que estas filosofías fueron los fundamentos ideológicos inmediatos del planteo político que se hizo en el siglo siguiente, siglo XVIII.

         Los ideólogos de la época pronto se dieron cuenta de que era necesario implementar un régimen de vida política en que la libertad individual quedara enteramente garantizada contra el absolutismo del poder, un sistema de vida colectiva en que la estructura del derecho diera plena seguridad al despliegue de las energías individuales y se evitaran las colisiones en detrimento de la libertad.

         Esta fue la gran adquisición del pensamiento liberal en la segunda mitad del siglo XVIII. Hechos y hombres vienen a la memoria. Recordemos los nombres de Locke, Montesquieu, Rousseau y M. Kant. Recordemos la revolución norte-americana (1770 y 1776), la revolución francesa (1789), y no en escasa medida, los levantamientos de la independencia latinoamericana.

         Con estos hechos y estas ideas entusiastas llegamos al siglo XIX. Y da la impresión de que en estos momentos comienza la gran desilusión. El pensamiento socio-político liberal no hace marcha atrás pero su filosofía naturalista del hombre y de la sociedad recibe amargas críticas.

         La situación económico-social creada por la revolución industrial pedía a gritos una política menos formal y más realista. La democracia liberal había exaltado al individuo y su libertad natural. Pero la realidad europea estaba mostrando que el hombre concreto y situado aunque podía disponer de la papeleta para votar, era más que ciudadano, es decir, era hombre, padre de familia, con salario disminuido y prole acrecentada.

         Con libertad natural y carta de ciudadanía, el hombre concreto y situado se hallaba esclavo de la alienación económica y social.

         Aparecieron entonces los movimientos socialistas. Y, por encima de todo, apareció C. Marx. "Un fantasma atemoriza a toda Europa, el fantasma del comunismo", decían las primeras palabras con que comenzaba el célebre Manifiesto Comunista del año 1848.

         En los siglos XIX y XX la historia europea desemboca en la violenta toma de conciencia de la absoluta insuficiencia de la democracia formal inspirada en el liberalismo del siglo anterior. Era necesario salvar la democracia política guardiana de la libertad individual del ciudadano. Pero al mismo tiempo, y mucho más, era necesario ir a salvar la libertad real, oprimida y despojada por mil alienaciones. Era necesario volver al hombre, más allá y por encima del ciudadano. Sin la liberación, nada significa la libertad natural.

         Después de estos tres o cuatro siglos de dramática lucha por establecer la democracia, podríamos afirmar que tres momentos fundamentales han jalonado su proceso: a) Toma de conciencia del individuo y su libertad natural; b) Autonomía del pueblo (Gobierno del pueblo por el pueblo), libertad política; c) Autarquía del pueblo, es decir, liberación social.

         Se escalonan así, en estricto orden histórico, tres conceptos y experiencias fundamentales: la libertad, la autonomía, la liberación.

 

         (ABC, lunes 6 de julio de 1981)

 

 

         REFLEXIONES SOBRE LA DEMOCRACIA (III)

 

         ASPECTOS POSITIVOS DEL LIBERALISMO

 

         Nuestras reflexiones de ayer hacían una presentación demasiado esquemática y sucinta del abigarrado proceso en que se gestó la historia de la democracia moderna. Si nos contentáramos con esas pinceladas, la imagen del liberalismo quedaría muy desvaída, y de poco o de nada nos serviría para comprender la magnitud de su influencia.

         Por consiguiente, vamos a volver a hincar nuestra reflexión sobre ese acontecimiento, no para repetir los momentos de su proceso, sino, más bien, para destacar y significar mejor lo positivo y lo negativo que su presencia en la historia nos ha traído.

         Cuando las ideas están en ebullición y la conducta de los hombres se está practicando a nuestra vista y contorno, resulta muy difícil comprometer un juicio de conjunto. Los árboles no nos dejan ver el bosque. Pero, puestos a la distancia, con el correr de los años y de los siglos, los hechos y las ideas adquieren un relieve más pronunciado y se vuelven más fáciles a la comprensión.

         Yendo, pues, a la materia nuestra, vamos a preguntarnos ¿cuáles son las luces y las sombras, aciertos y desatinos, con que el liberalismo político de los siglos XVIII y XIX se ofrece a nuestro juicio?

         Lo que de primera intención salta a la vista y que indudablemente hemos de acreditar al liberalismo, ha sido el formidable empeño con que ha reivindicado al individuo humano y su nativa libertad.

         Frente a los irrebasables estamentos sociales de la época feudal, frente al absolutismo de los poderes estatales que gobernaban entonces sin estatuto constitucional alguno, incluso frente a la inapelable autoridad moral de las Iglesias, el liberalismo le dio un sitial de dignidad al individuo humano, exigió respeto a su conciencia y lanzó a la faz del mundo las primeras solemnes declaraciones sobre los derechos del hombre y del ciudadano.

         El liberalismo exaltó la libertad de cada hombre e hizo de esta libertad nativa su bandera de combate, buscando para ella y para su pleno ejercicio público, una nueva forma de estructuración política y un nuevo régimen para el ejercicio del poder. El "Estado de derecho", aunque parezca una redundancia, significa que el poder político tiene sus fines y sus cauces. Extralimitarse o extravasarse se llama tiranía.

         En su aspecto económico, el liberalismo se presentó como una fuerte reacción frente al dirigismo mercantilista de la época anterior. Puso en manos de la libertad individual la activación de los mecanismos económicos y fue, de ese modo, el gran demiurgo, espíritu empresario avasallador, con que se abrió camino el capitalismo industrial. Hasta el mismo C. Marx quedó asombrado ante la eficacia de su poder creador y no escatimó palabras para rendir loas a su empuje.

         Un tanto ebrio con estas experiencias, el liberalismo enarboló la bandera del progreso a la vista de los pueblos, poniendo al alcance del vulgo noticias e ideas de las ciencias, las artes y las técnicas, hasta entonces muy universitarias y académicas.

         Evidentemente, todos estos aspectos tan positivos que acreditamos al liberalismo de los siglos XVIII y XIX, tienen su serio contrapeso en otros tantos elementos negativos que han ocasionado en la historia mucho dolor y mucha sangre.

         De esos aspectos negativos y de la no pequeña deuda que el liberalismo político tiene contraída con la historia, hablaremos mañana.

 

         (ABC, martes 7 de julio de 1981)

 

 

 

         REFLEXIONES SOBRE LA DEMOCRACIA (V)

 

         REFLEXIONAR ¿PARA QUÉ?

 

         Probablemente muchos de nuestros lectores se habrán hecho varias veces la pregunta sobre la oportunidad y objetivo de estas historias que rápidamente vamos haciendo. ¿A dónde van estos recuerdos y qué provecho vamos a sacar de tanto hurgar en el pasado distribuyendo méritos y deméritos a personas y hechos de largo tiempo atrás?

         La pregunta es muy razonable, porque siempre hay que saber adónde vamos y para qué tanto gasto de energía.

         Lo que a fin de cuentas pretendemos es comprender nuestra propia situación política de hoy. Se trata de ver claro en medio de este laberinto de tensiones y conflictos en que se, agitan los pueblos, incluso el nuestro, tan mediterráneo, tan escondido y tan "pacificado", como algunos creen. ¿Cómo podemos servir al Bien Común si por ignorancia o por desidia volvemos a las ideas e instituciones que ya la experiencia histórica ha sancionado con el fracaso?

         Seguimos, entonces, la regla aquella de Aristóteles que decía: "La visión más clara de una cosa se obtiene observando el desarrollo de esa cosa desde sus orígenes".

         Llegaremos, luego, a lo nuestro, a la democracia que practicamos aquí y ahora, con sus luces y sus sombras, como todo lo que en este mundo peregrina. Pero llegaremos un poco mejor equipados, con mayor conocimiento de los conceptos y principios que han de servirnos de criterio.

         Un político compatriota, el Dr. Levy Ruffinelli, decía el domingo pasado, por estas mismas páginas de ABC Color, que no basta conocer los HECHOS; porque los HECHOS en sí son brutos y nada dicen de bueno o de malo, de justo o de injusto. Hay que saber las RAZONES; es decir, el fin o motivo que da sentido y da relieve moral o jurídico a cada hecho de la vida pública.

         Y ocurre que cierta gente se contenta con saber que las cosas son así. No se preocupa del porqué y del para qué los hechos sirven o no sirven.

         Aquí, entonces, en estas y otras reflexiones que vamos haciendo, queremos ver claro a toda costa para no hablar y juzgar a tontas y a ciegas, aunque en política es muy difícil ser atinado y sensato. En política, pues; los problemas son enmarañados y deformes; se resisten al equilibrio y la mesura de la razón. Por eso mismo, vamos lento y hacemos mucho gasto de energía: porque queremos ver claro a toda costa.

         Y el pueblo, también, así lo quiere. Con penetrante sentido común y con holgada sensatez, la gente quiere saber de qué se trata. El pueblo sufre y se enferma cuando sólo se alimenta de hechos brutos.

         ¿Quiénes son, entonces, los que no quieren reflexionar y tienen tanto miedo a enfrentarse con las razones? Son aquellos que se creen dueños de la verdad y nada esperan de los otros sin una sumisa y emocional adhesión a las "verdades" que ellos imperialmente han decretado. En este caso la verdad está toda hecha prefabricada; sólo resta propinarla.

         Ese es el objetivo fundamental de estas reflexiones: ayudar al sentido común y a la sensatez de la inmensa mayoría de la gente; ayudarles a ver claro y a discernir por propia cuenta; ayudarles a enfrentarse con los hechos y a movilizar su responsabilidad ciudadana con espíritu crítico y coraje.

         Precisamente en eso radica la gran dificultad de la democracia, como diremos más adelante.

         Tocqueville, aquel célebre autor que habló de la democracia de modo tan encomiástico, decía que lo más difícil no era tanto encontrar los medios de hacer gobernar al pueblo, sino, más bien, hacer que el pueblo elija a los hombres más capaces para gobernar.

         La democracia no puede funcionar ni puede subsistir si no se desarrolla la conciencia crítica de responsabilidad y de juicio del mismo pueblo. No es que haya de esperar de cada ciudadano todo lo que se debe esperar de los políticos de profesión y de los hombres de gobierno. Pero su formación cívica ha de capacitar al ciudadano para comprender los hechos y los dichos políticos, y para no considerar como auténtica solución lo que no es sino fantasía o prepotencia.

 

         (ABC, jueves 9 de julio de 1981)

 

 

 

 

ÍNDICE

 

Prólogo

 

I. AMOR DE PATRIA

Responsabilidad histórica

La sana conciencia histórica

Tener y ser de la patria

La patria como misión

Una patria también para la filosofía y el arte

La Patria: Comunidad en el derecho y en las letras

Suelo patrio y comunidad nacional

Vicisitudes del nacionalismo

Nacionalismos del siglo XX

Hacia un nacionalismo verdadero y justo

 

II. EL BIEN COMÚN

Guerra y Paz. 12 de junio

Horizonte y fuerza unitiva

Política y horizonte de valores

La dignidad humana

Responsabilidad ciudadana

Caudillos y conciencia colectiva

Autoridad política

Autoridad: Poder al servicio

El poder arbitrario

Servir a la libertad y al bien común

Autoridad y promoción humana

Los instrumentos del poder político

Democracia

Opinión pública

Opinión pública y bien común

Opinión pública y política

Partidos políticos

Defensa nacional y función militar

Certeza y opiniones

Lo absoluto y lo relativo en política

El destino histórico de hoy

12 de Junio: Recuerdos y esperanzas

 

III. DEMOCRACIA

Conciencia ciudadana y diálogo

Libertad - Autonomía - Liberación

Aspectos positivos del liberalismo

Reflexionar ¿para qué?

De la libertad a la liberación

Cristianos frente al desafío

Naturaleza humana y democracia

Presupuestos de la vida democrática

Poder y Poderes en la Democracia.

 

 

 

 

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SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO II

SECUNDINO NÚÑEZ





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