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  SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO III - Por SECUNDINO NÚÑEZ


SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO III - Por SECUNDINO NÚÑEZ

SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO III

SECUNDINO NÚÑEZ

 

Criterio Ediciones

Editorial Don Bosco

Diseño Gráfico: JAVIER RODRÍGUEZ

Asunción – Paraguay

1987 (112 páginas)

 

 

 

        

V. A LA LUZ DE LA FE

 

 

         CONVOCADOS A LA LUZ DE LA VERDAD

 

         Quien más, quien menos, todos hemos experimentado alguna vez cuán dilatado y profundo es el corazón humano. Sus esperanzas y deseos, así como sus afanes y sus bienes, van desde el polvo de la tierra hasta la luz de las estrellas.

         Cada uno de nosotros fácilmente puede observar su propia vida. Nuestra existencia humana se fatiga procurando atesorar, buscando riquezas aquí y allá, lo de arriba y lo de abajo, en un incesante trueque de intereses, en desconcertante danza de valores.

         Hay tardes de domingo en que un placer, un instante de distracción, un partido de fútbol, por ejemplo, deja henchido nuestro corazón y nos rebosa la alegría de vivir. Parécenos, entonces, que un gran pedazo de felicidad nos poseyera. Y no erramos del todo, seguramente.

         Pero ese mismo momento de placer deportivo, ese buen rato de distracción en la cancha, de buen grado lo dejamos por un negocio importante que tenemos que atender y del cual esperamos un sólido provecho económico. Renunciamos a la cancha, y ni siquiera encendemos la radio, con el propósito de ocuparnos toda la tarde y dedicar nuestra más diligente atención al negocio económico que se nos ha planteado y que nos promete buena ganancia de dinero. Entre dos valores, nuestra razón ha elegido.

         Sin embargo, cuando la salud está comprometida y el médico urge una dieta severa y largo reposo, no titubeamos en dejar de lado los negocios e incluso hacemos crecidos gastos con el fin de sacar a flote la salud y evitar que naufrague nuestra vida. Hipotecamos la casa, vendemos los muebles, todo parece poco en comparación de la salud. Entre el dinero y la vida, nuestra razón ha elegido.

         Y aún entonces, nuestros anhelos humanos no se han colmado todavía. Porque arriesgamos la propia vida cuando se trata de conservar ciertos bienes espirituales y riquezas propias del alma. Afrontamos con valor la misma muerte por defender la honra de nuestra esposa, por evitar el ultraje moral de una hija o por amor de Dios y nuestra fe religiosa. Entre la vida temporal y los valores eternos, nuestra razón ha elegido.

         Lo decía muy bien Cristo en el sermón de la montaña: "¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?"

         Entre esos mismos valores espirituales que constituyen lo más noble y lo más precioso de la vida hallamos de nuevo cierta jerarquía. No todos ellos son del mismo precio.

         Lo más nobilitante y lo más trascendente para nuestra existencia humana es el tesoro de nuestra vida religiosa. Ella es la relación íntima y la comunión profunda en que conviven Dios y el hombre. Es la más noble actividad de nuestra naturaleza; pues, "nunca el hombre es tan grande como cuando se pone de rodillas".

         Precisamente en estos días, días de Semana Santa, somos especialmente convocados a la reflexión silenciosa sobre estos altos valores que ocupan el vértice de la vida.

         Traídos por el curso del tiempo, unos con expectativa y largos deseos, otros con indiferencia y ánimo frío, llegamos a la puerta de esta gran semana que los cristianos llamamos Semana Santa. Y pareciera que a cada uno de nosotros se le abriera en estos días un camino misterioso, invitándole a convivir por un momento en el claro y quieto silencio que trae consigo la soledad con Dios.

         Con las muchas preocupaciones y los variados negocios que zarandean la pobre existencia, andamos, de ordinario, tan hartos y fatigados que casi no nos queda tiempo para volvemos a nosotros mismos y tomarle el pulso a nuestra propia vida. Incluso cuando hacemos cierta pausa y nos acercamos a Dios, sólo es para rezarle, es decir, recitarle al oído la retahíla de nuestros problemas e intereses.

         Y eso hace que nuestra existencia íntima se halle, por lo común, árida y desierta. Dentro de nosotros mismos, no tenemos mayor cosa que cosechar, ni sentimos que nadie habite, para entrar a dialogar.

         Semana tras semana toman incremento nuestros negocios o adelantan nuestros estudios o se afianza nuestro crédito profesional. Pero en aquello que concierne a nuestra propia vida interior, es decir, en todo aquello que mira a la conciencia moral y que robustece la libertad interna dando nobleza a nuestra condición de hombre y de cristiano, en todo eso, si de verdad somos sinceros, hemos de confesar que nos invade la indiferencia y padecemos de pobreza.

         Ahora llegan estos días como un espacio de tiempo privilegiado y todos somos atraídos a su sombra para reposar y hacer silencio mirando cada uno su propia vida, sin aplausos fementidos ni engañifas de soberbia.

         Pues nada hay que desfigure tanto el juicio que hacemos de nosotros mismos como el sahumerio de la vanidad y el tufo de la soberbia. Incluso la mirada crítica de los amigos, va de ordinario viciada por las mezquindades del interés y de la adulonería.

         Sólo en presencia de Dios y muy atenta la conciencia en actitud de oyente, podemos alcanzar la luminosa certidumbre de lo que somos y valemos de verdad.

         El Misterio de Cristo que vamos a celebrar en estos días tiene poder más que suficiente para echar por el suelo nuestros ídolos y dejar al desnudo nuestras estériles esperanzas. Sólo a la luz de esa verdad dolorosa levantaremos una auténtica libertad humana.

 

(ABC, domingo 4 de abril de 1982)

 

 

 

         LA PASCUA DE CRISTO, PLENITUD DE LA HISTORIA

 

         Hay en la vida de Cristo, según podemos verlo en los santos Evangelios, un momento de maduración y plenitud que domina totalmente su existencia, como si todos los sucesos de su vida dependieran dé ese momento y fueran tributarios de esa llora. Hay un acontecimiento cenital que da sentido y consagra toda la historia de Cristo, desde el primer paso con que ingresa en este mundo, hasta el último aliento con que expira y vuelve al Padre.

         En los comienzos de su vida pública, cuando las bodas de Caná, responde a su Madre diciendo: "Todavía no es llegada mi hora" (Juan 2,4).

         Meses más tarde, buscaban los judíos tomarlo preso y echarle piedras; "pero nadie le ponía las manos, porque aún no había llegado su hora" (Juan 7, 30).

         Ya próximo a su muerte, unos días antes de la Pascua, "vio Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre" (Juan 13, 1). Y comparó ese "pasaje" terrible con los instantes de dolor y de alegría de una mujer en trances de parto.

         En vísperas de su pasión, llega a la noche última y se recoge en oración en el Huerto de los Olivos. Caído en tierra; entra en agonía, "y oraba que, si era posible, pasase de El aquella hora"... pero añadía: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú" (Marcos 14, 35).

         "Ha llegado la hora", dice luego resueltamente; "y el Hijo del Hombre es entregado... Levantaos, vamos" (Marcos 14, 41).

         Con plena conciencia y dominio de sí, aunque transido de dolor y angustia, Jesús se entrega a la "Hora del amor extremado" (Juan 13, 1).

         Este es el momento supremo de su vida en que logra plenitud la vocación mesiánica que al mundo le traía: Glorificar a Dios, y redimir al hombre. "Todo eso está cumplido", dice Jesús en el momento mismo de morir y pasar al Padre.

         Porque el gran misterio, contenido dentro del designio salvífico de Dios, y absolutamente insospechado para todo juicio humano, era que la gloria y la victoria de Cristo pudieran venir por el horrendo camino de la cruz y de la muerte.

         Incluso los Apóstoles estaban lejos de comprender este designio histórico y hasta pretendieron disuadir a Cristo de seguir este camino. "Pedro lo tomó aparte y comenzó a reprenderle diciendo: Oh, Señor, de ningún modo; no, no ha de verificarse eso en Ti" (Mateo 16, 21). Y cuando, más tarde, después del gran suceso de la transfiguración, Jesús repite la misma predicción acerca de su pasión y de su muerte, los Apóstoles "se entristecieron sobremanera" y, como cuenta San Lucas con estilo impresionante, "No entendían lo que les decía".

         Nada extraño, por consiguiente, que en el instante de la crucifixión, en el Monte Calvario, los judíos se burlaran de Él y le gritaran: "Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en El" (Mateo 27,42).

         En la mentalidad demasiado humana de los judíos no tenía cabida un designio tan obscuro; les era "escandaloso"; "necios y tardos de corazón", como les reprochaba Jesús, no comprendieron que "era conveniente que el Cristo padeciese y así entrase en su gloria" (Lucas 24, 25).

         Así era, en efecto, según el plan de la misericordia divina, el camino de la resurrección y de la gloria.

         Y estamos en presencia de la Pascua. No en presencia de una negra catástrofe de muerte, hundida y perdida en la noche sin aurora; sino en presencia de la entrega personal más absoluta y frente a la abnegación más pura a que el amor del Hombre haya llegado. No es una muerte final que consume, sino un pasaje de dolores en que la vida se consuma, para abrirse luego en un día de sol y de victoria sin ocaso. Así lo cantó el Apóstol San Pablo en los célebres versos de un himno triunfal inolvidable: "Jesucristo, siendo Dios, bajó hasta la nada y tomó la forma de siervo haciéndose hombre, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre" (Filipenses 2, 6-11).

         Aquí llega a su plenitud la gestación de la historia humana. Porque la madurez de la historia se consuma cuando las aguas del amor de Dios y las aguas del amor humano llegan a la perfección de la donación o de la entrega.

         Y es el momento de la Pascua cuando la mano de Dios alarga a la tierra la excelencia de su amor y las entrañas de su misericordia. Nunca Dios ha dado al mundo un regalo de tanto precio como su propio Hijo, clavado y triunfante en los dos palos de la cruz.

         Es también en el momento de la Pascua cuando la mano de Dios alarga a los cielos su más noble gesta de obediencia y su más abnegado fruto de amor al Padre.

         En el madero de la Cruz se ha cumplido a la perfección, tanto de parte de Dios como de parte del hombre, aquello que el mismo Jesús nos enseñara: "Nadie ama tanto como aquel que da la vida" (Juan 15, 13).

         Desde esa pelada roca del Calvario, donde Dios y el hombre enarbolan la plenitud de sus amores, podemos contar y cantar la victoria de Cristo.

         Gracias a su muerte gloriosa la criatura humana ha sido arrancada a las tinieblas de la vida pecaminosa; y, como dice San Pablo: "Ahí donde abundó el delito, ahora sobreabunda la gracia, es decir, la justicia". Gracias a su muerte gloriosa la fraternidad universal y el amor al prójimo pueden volver a florecer entre los hombres. "Ya no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo" (Gálatas 3,26).

         Gracias a su muerte gloriosa todas las cosas del universo, malditas en otro tiempo por causa de la desobediencia humana, ahora vuelven a reconciliarse con Dios y sus naturales destinos; y henchidas de fuerza resucitante están a la expectativa de "los cielos nuevos y la tierra nueva".

         Gracias a su muerte gloriosa el príncipe de este mundo ha sido arrojado fuera y ha sido destruido aquel poder maléfico que tenía el imperio de la muerte. Y día llegará en que hasta la misma muerte, "la gran enemiga", "será devorada por la victoria".

         Las noches, las tribulaciones y las iniquidades del mundo pasarán. Y una ciudad de oro, alumbrada por la gloria del Señor, será nuestra patria definitiva.

         Ese es el Cristo de la Pascua: ¡menú de las eternas esperanzas!    

 

(ABC, jueves 8 de abrid de 1982)

 

 

 

         VINO A LOS SUYOS Y LOS SUYOS NO LE RECIBIERON

 

         Cristo está presente y muy a nuestro alcance, como pocas veces en el año. La voz de la Iglesia que nos habla es su propia voz. Los dones que la Iglesia nos oferta son dones de redención y nueva vida que el mismo Cristo nos ofrece.

         Sólo resta que escuchemos esa voz y nuestro corazón diga amén a su llamado y a sus dones.

         El corazón del hombre nos revela en este punto un fenómeno curioso y hasta desconcertante, especialmente en estos días de Semana Santa.

         Sucede a veces que un profesor universitario, hombre de alta y sólida cultura, presta a la palabra de Dios su atención más inteligente y generosa. Y, en cambio, un carretero o un chofer taximetrista apaga su receptor de radio y prefiere charlar con sus amigos tomando tereré.

         Aquí será una señora católica, miembro de alguna asociación religiosa, pero aprovecha estos días de Semana Santa para acomodar su casa y arreglar su jardín. No tiene tiempo para escuchar la palabra de la Iglesia o leer sosegadamente la Escritura. En cambio, una pobre mujer divorciada y que ha vuelto a unirse, en situación espiritual anormal frente a las reglas morales de la Iglesia, escucha piadosamente la palabra mansa y la palabra robusta con que Dios nos orienta en estos días.

         Allá lejos, a la distancia de veinte o cincuenta leguas, un humilde campesino bajo su rancho de pajas, enciende su radio portátil, y aunque no comprende todo lo que se está diciendo en español, religiosamente lo escucha y le toca entrañablemente el corazón. En cambio, aquí muy cerca, a dos o tres cuadras del templo, un hombre de negocios deja que su mujer vaya a la iglesia, y él aprovecha estos días libres para hacer cálculos financieros, escribir cartas y dormir la siesta.

         En otra ocasión, acaso un joven estudiante, de ordinario mundano y frío, se ha puesto a escuchar o a leer como por casualidad en casa de un amigo; y luego prosigue él solo, meditando y gustando la palabra salvadora que conmueve su interior con una profunda revolución espiritual. En su misma casa, en cambio, su anciano padre, hombre de mucha "moral" social, libre-pensador de ideas "propias", está enfrascado en la lectura de la última novela mejor premiada.

         Así somos los hombres. Así somos todos: una inmensa y desconcertante variedad. Y la palabra de Dios halla en nosotros o la lonja de tierra convertida en camino pisoteado y estéril, o el espacio pedregal con poco abono, o el malezal sofocante, o bien la tierra buena u óptima que recibe la palabra y rinde abundante fruto. Así lo vio Jesús en la parábola del sembrador.

         Pero ¿qué pasa en nosotros cuando escuchamos o leemos la palabra de Dios y nuestro corazón se rebela negándole obediencia y rechazando la fe? ¿Qué es lo que hacemos los hombres cuando Cristo está presente y nos llama y, sin embargo, le arrojamos al rostro esa palabra breve pero tajante: NO?

         Ciertamente, la palabra de Dios no ahoga nuestra libertad, sino, muy por el contrario, la ilumina y la despierta. "Ante ti puso el fuego y el agua, a lo que tú quieras tenderás la mano", dice la Biblia.

         Hay, por consiguiente, un primer momento, muy personal e íntimo, en que tenemos nuestra propia vida en nuestras manos. Tenemos vivencia clara del señorío que nos compete sobre nuestra existencia y los destinos que podemos darle. Podemos arrancarla de Cristo y entregarla a otros amores.

         Y hay un segundo momento, "hora de las tinieblas", en que se realiza esta desgraciada y necia posibilidad. La conciencia humana pronuncia el NO, da las espaldas a Cristo y se arroja en la noche de un derrotero impío.

         Entonces podemos y debemos hacernos la pregunta: ¿cuáles son las razones o los motivos que mueven nuestro corazón y lo desorbitan por el lamentable extravío de la impiedad?

         La Biblia dice que no hay motivos: "me odiaron sin razón" (Juan 15, 25), Y, sin embargo, es ella misma la que nos enseña con frecuencia razones de diversa índole, insuficientes por cierto, que no justifican pero explican la revuelta espiritual del hombre frente a Dios. Nuestra conciencia se anestesia o se parapeta detrás de esas razones.

         Hay en nuestro interior una fuerza extraña, enraizada en el hondón de la naturaleza caída, y que llamamos "amor propio". Es un amor desorbitado, amor ilusorio y voraz, que no busca la auténtica perfección de la persona. Más bien la ilusiona, le llena la boca de viento y le promete el "seréis como dioses" de la soberbia primera con que Adán cayó en la ruina.

         Este apetito desordenado de la propia excelencia se orienta o se concreta luego por tres diferentes caminos que la Sagrada Escritura denomina: "concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida".

         La concupiscencia de los ojos es esa fiebre de deseos y de acción que vuelca al espíritu en procura de los bienes y valores de esta tierra. Es ese afán desmesurado de riquezas, de comodidad y de buena vida que monopoliza al hombre y no le deja tiempo ni interés para los valores interiores del espíritu. Llevado por este frenesí, el hombre ya no atiende a la moralidad de los medios, ni tiene en cuenta las necesidades de su prójimo. Es la idolatría del TENER.

         La concupiscencia de la carne es el apetito sensual que no acaba de saciarse y busca sus placeres por todos los caminos, incluso los más obscuros. Es una efervescencia interior que embota los sentidos y enceguece la razón. Es la idolatría del PLACER.

         La soberbia de la vida es el anhelo desmesurado, casi tormentoso, de apariencia social y consideración humana. Es la rapacidad con que se busca el poder político y el celo canino por la propia honra y la publicidad. Envanecido por la soberbia el espíritu del hombre se siente absoluto, su afectividad se encallece y su fuerza se vuelve cruel hasta la perversidad. Es la idolatría del PODER.

         No hemos de olvidar, sin embargo, que hay otras causas o factores que actúan sobre el hombre desde fuera y son los continuos tentadores de la ya debilitada conciencia humana.

         Siempre hemos de tener presente que, detrás de toda malicia moral que envenena nuestra vida, el diablo cumple su papel de "homicida y mentiroso" (Juan 8, 44). Aunque vencido por Cristo, sigue todavía en nuestro mundo como un ejército en desbandada, acechando al hombre y procurando su ruina de mil modos. Como decía el Apóstol Pedro: "Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar".

         Gran poder de sugestión ejerce también sobre nuestro ánimo el espíritu del mundo. Hablamos del mundo como contexto psicosocial que envuelve a cada persona y hace fuerza para transformarla cocinándola a fuego lento. El espíritu del mundo vacía al hombre de su yo auténtico y le presta una personalidad de segunda mano, hecha a imagen y semejanza del montón.

         Y sin embargo, ni el diablo ni el mundo pueden pecar por nosotros. Esa es la gran tragedia: que la verdadera paternidad del mal moral está dentro de nosotros.

 

(ABC, sábado 10 de abril de 1982)

 

 

 

VI. DERECHO Y JUSTICIA

 

 

         LA JUSTICIA: ALMA Y CONTENTO DE LOS PUEBLOS

 

         No existe en la vida de una familia, ni existe en la vida de los pueblos cosa más agradable y provechosa como el ejercicio cotidiano de la justicia.

         Incluso las demostraciones de amor y de cariño acaban por causar fastidio, y hasta parecen burla, cuando los miembros del hogar no se tratan con respeto, dando lo suyo a cada uno. Especialmente los padres, constituidos en autoridad y providencia de la familia, han de brillar delante de sus hijos por su abnegado espíritu de equidad y de justicia. Sólo de esa manera se puede saborear la verdadera paz y la convivencia de los hombres se hace tierra abonada para el amor y la amistad.

         La injusticia, en cambio, violenta y amarga las relaciones humanas, especialmente cuando ella proviene de aquellos mismos que han sido constituidos por el pueblo como guardianes y promotores del recto orden jurídico. Para la vida ciudadana nada hay que cause tanto desasosiego y aflicción como un gobierno o poder político injusto, parapetado con la fuerza.

         "Si quitamos la justicia, decía San Agustín, ¿qué es un reino, sino latrocinio en gran escala?

         Como aquello que cuentan de Alejandro Magno y un pirata caído prisionero. El mismo rey le preguntó: "¿Pero qué es esto de andar infestando los mares con tu pillaje?" Y el pobre preso le respondió: "Yo hago lo mismo que tú haces. Sólo que a mí, porque trabajo con un pequeño navío, me llaman bandido; a ti, en cambio, porque lo hacen con toda una flota, te llaman emperador".

         Es, pues, la justicia alma y placer de toda humana convivencia. Y así como un motor que funciona sin lubricante se recalienta y explota, también la falta de justicia hace que el pueblo acumule día tras día su iracundia hasta que llegue la hora negra en que su rabia ya incontenida arderá como un volcán.

         Pero hay varias formas de justicia, según las diferentes maneras de relacionarse que los hombres acostumbran entre sí.

         Hay una primera forma que establece la relación adecuada de un individuo con otro. Es la justicia conmutativa, que usamos corrientemente cuando vamos al mercado o convenimos el precio por el trabajo de un obrero. Aquí hay estricta igualdad. Y el mercader tiene que entregar lo que vende con medida cabal y balanza justa, así como el comprador ha de pagar el precio exacto; ni más ni menos uno y otro.

         Pero hay otra forma de justicia, que ordena y dispone la relación adecuada entre los individuos o personas particulares y el todo social, es decir, el Estado. Cada ciudadano debe al Estado su contribución personal. Debe pagar algún impuesto, debe cumplir el servicio militar obligatorio, debe defender a la Patria en caso de guerra justa y debe cumplir las leyes y reglamentos que se han establecido para que la convivencia sea provechosa. Cada persona humana debe contribuir al bienestar común aportando de los bienes de fortuna que le sobran y participando a los otros de su riqueza cultural.

         Y no solamente las personas, sino también los grupos y asociaciones, en vez de constituirse en quiste dentro de la sociedad y en vez de pretender monopolizar sus beneficios, deben contribuir al bien común dando parte de sus ganancias y yendo al socorro y promoción de los más necesitados. Llamamos justicia legal o justicia general a esta exigencia moral que nos vincula al todo social o político, nación o patria a que pertenecemos.

         Pero hay una tercera forma de justicia, la justicia distributiva, que ordena y dispone la relación adecuada con que el todo social, es decir, el Estado ha de hacer partícipe a cada ciudadano de los bienes materiales y riquezas culturales que el bien común atesora. La justicia distributiva, como su mismo nombre está diciendo, es la virtud propia del gobernante que sabe distribuir y sabe poner al alcance de todo ciudadano la renta nacional y el patrimonio cultural que se va acrecentando. La justicia distributiva es la energía moral del gobernante, legislador o juez, que, según merecimientos, responsabilidades y emergencias, establece las reglas de conducta, premia los esfuerzos, castiga los desafueros y delitos, y socorre a los más necesitados.

         Todas estas formas de obligación, la que se da entre persona y persona, la que se da entre un particular y el Estado, y la que se da entre el Estado y los ciudadanos, todas ellas caen de lleno bajo el dominio de la virtud de la justicia. En todas ellas hay un deber y una cosa que se debe. Ser justo no significa otra cosa sino tener una deuda y pagarla.

         A la luz de estos principios tenemos que reflexionar sobre la calidad de vida que lleva nuestro pueblo.

         De cien preguntas que podríamos hacer a este propósito hagamos sólo dos o tres. ¿Qué significa el contrabando? No solamente el que se hace a modo de hormiga, como el pirata del cuento, sino también el otro, el que se hace a gran escala, a la manera de Alejandro. ¿Qué significan esos emprendimientos de soberbios aeropuertos, descomunales edificios públicos y palacios suntuosos, en medio de un pueblo tan escaso de recursos? ¿Por qué tan desprovistos nuestros hospitales y tan raquíticos los sueldos de los maestros y de los profesores universitarios? ¿Por qué los derechos políticos son tan retaceados y a tanta gente se le priva del derecho que tiene al suelo patrio?

         No cabe duda alguna y todo el mundo siente que la justicia es la riqueza más valiosa que los pueblos atesoran. En ella se asienta su bienestar económico y en ella radican su verdadera paz y su cultura.

         Creo que por esa razón hemos sentido en estos días como un soplo de viento fresco y esperanzador con las declaraciones claras, enfáticas y henchidas de promesas que ha expresado el nuevo presidente de la Suprema Corte de Justicia.

         Aunque lo prometido no llegara a realizarse sino en un escaso porcentaje, el sólo hecho de haberlo dicho es significativo y aleccionador. Significa que antes de ahora la justicia de nuestros tribunales andaba bastante menesterosa. Y a mucha gente alecciona que ningún gobierno pierde autoridad y ningún partido político se debilita por el solo hecho de proclamar la justicia y augurar su cumplimiento.

         Deseamos larga vida a tanta promesa.

 

(ABC, 4 de noviembre de 1983)

 

 

 

         LA CONSTITUCIÓN: GLORIA Y TRASCENDENCIA

 

         Dentro de pocos días vamos a celebrar festivamente un aniversario más de aquella fecha, 25 de agosto de 1967, en que fue promulgada la actual Constitución del Estado paraguayo. Y uno se pregunta de inmediato, ¿por qué tanto recuerdo y tanta fiesta?, ¿qué significación tan relevante puede tener la Carta Magna para la vida y futuro de nuestro pueblo?

         Entre otras muchas cosas, yo diría que la Constitución es para el pueblo un acontecimiento de gloria, que dignifica y enaltece su conciencia colectiva; y un acontecimiento de trascendencia, porque inspira y orienta el futuro de su historia.

         Cuando una comunidad de hombres ha llegado a cierto grado de experiencia histórica y de madurez racional, ya no se contenta con hacer su vida por impulsos de la tradición que le llega del pasado, o por la guía y conducción arbitraria de ciertos jefes presuntuosamente carismáticos. Como todo hombre adulto, el pueblo vuelve sobre sí, reflexiona sobre sus propias energías vitales y asume la responsabilidad del futuro, organizando y constituyendo su existencia política a la luz racional del derecho.

         Este alzamiento de la conciencia colectiva al plano de la reflexión, y esta autonomía con que el mismo pueblo ajusta su convivencia en una magna concordia de derechos, constituyen un acontecimiento de incalculable mérito, de gloria moral muy subida, acaso más excelente que la gloria de cien batallas.

         "En ninguna otra cosa -decía Marco Tulio Cicerón- la capacidad humana se aproxima tanto al poder de los dioses como en la fundación y constitución de un Estado" (La República 1, 7).

         Y tres siglos antes de este gran orador romano, con palabras muy similares, Platón daba cuenta de que "los griegos, y en general los antiguos, pensaban que la constitución de sus ciudades provenía o de los dioses o por inspiración de los dioses" (Las Leyes, 624).

         Es, por consiguiente, altísima gloria de un pueblo adulto, alzado al plano de la razón y la libertad, detener su marcha histórica un breve rato, reflexionar sobre sí y sobre los grandes deseos que llamamos bien común, trazando y abriendo, luego, con responsabilidad creadora, los nuevos cauces de su vida.

         La Constitución es también un acontecimiento de poderosa trascendencia. Porque toda la ciudadanía ha de vivir desde entonces a la luz y al imperio de sus normas.

         En el intenso, complicado y discordante tráfico con que van a circular las libertades ciudadanas, la Constitución establece y garantiza los derechos fundamentales que ningún apetito humano, por más codicioso o ensoberbecido que fuere, puede ignorar o avasallar.

         La Constitución establece los grandes y primeros principios sobre los cuales se asienta la vida republicana y democrática. La Constitución ilumina los grandes valores del esfuerzo económico, de la vida cívica, de la libertad política y de los afanes culturales. Son esos valores los que constituyen el horizonte luminoso del bien común, que ningún ciudadano ha de perder de vista.

         La Constitución establece de manera racional y sólida los órganos e instrumentos del poder político. Ella es la regla soberana que sujeta a los gobernantes bajo la sensatez de la razón jurídica. Ella define las modalidades de su investidura, legitima su título de mando, distribuye sus funciones y determina las condiciones y los límites del ejercicio del poder.

         En resumen, es la Constitución, cuando se la conoce, se la quiere y se la vive, la que hace que una comunidad de hombres libres y un poder eficaz e institucionalizado puedan coexistir en justicia y en paz, vale decir, en un Estado de Derecho.

         Y a este propósito es particularmente significativo constatar que con el retorno al régimen del poder individualizado del nazismo y otros autoritarismos, la arbitrariedad y el culto a la personalidad se han aliado siempre con el desprecio a la Constitución y al Estado de Derecho.

         Hay que decir, sin embargo, a fuerza de la entera fidelidad que debemos al derecho natural y a la ley divina, que la Constitución no es la última palabra que orienta y enjuicia la conducta colectiva de los pueblos. Más allá y por encima de ella se impone a la conciencia humana esas pautas de vida que brotan de la misma naturaleza del hombre, y que ejercitan su imperio rebasando las fronteras y superando las soberanías estatales. Por eso los pueblos pueden cambiar de constitución, de tiempo en tiempo, según vayan percibiendo que pueden dar a su existencia colectiva un mejor ajuste, de acuerdo a las exigencias de la historia, los ideales de justicia y los anhelos de perfección cultural.

         Por eso es un error y una excusa sin sentido el recurso de esgrimir como argumento la soberanía nacional para defenderse contra la demanda que la conciencia de los hombres libres hace más allá de la frontera frente a los atropellos de los derechos fundamentales del ser humano.

         Vale recordar, por último, que en la base de la misma Constitución ha de fermentar de continuo ese complejo de virtudes y energías espirituales que amamantan la existencia jurídica, y son la piedad para con Dios y el amor cívico, unido a un profundo sentido de justicia. "Porque ocurre con frecuencia -decía un gran jurista, J. T. Delos- que en los momentos de crisis histórica, las instituciones jamás han sido técnicamente más perfectas, pero corren tras los hombres y no los reúnen, si no es a la hora de la revolución".

 

(ABC, 21 de agosto de 1983)

 

 

         LA SUBVERSIÓN DEL ORDEN JURÍDICO

 

         Tanto la filosofía como la historia nos ofrecen la inequívoca certeza de que la vida política es absolutamente necesaria para que la existencia logre su plenitud. Sólo en comunión y en colaboración con los otros se puede llegar a ser verdadera y plenamente hombre. La política es para nuestra naturaleza una actividad de trascendencia substantiva y existencial.

         Sin embargo, también la filosofía y la historia están contestes en la bien probada afirmación de que no cualquier modo de vida política es saludable para el hombre.

         La experiencia de los pueblos ha dado plena razón a Aristóteles, que decía: "Es natural a todos los hombres la tendencia a vivir en comunidad; pero el primero que la estableció, es decir, la organizó y ordenó, fue causa de los mayores bienes". Y Santo Tomás de Aquino, comentando al mismo pensador griego dice que "la ordenación política es lo más noble y principal que la razón humana puede constituir".

         Herederos como somos de esa larga y nobilísima tradición humanista, no está demás recordar en este momento a estos dos grandes maestros de nuestra cultura occidental y cristiana.

         El encuentro político, es decir, la convivencia y la colaboración de los hombres en la gran empresa de edificar el bien común, sólo es posible y fructífero cuando toda la vida colectiva está animada por la luz de la razón, esto es, por una recta ordenación jurídica.

         Sólo el derecho, como partitura racional de la sinfonía colectiva, puede crear el espacio humano conveniente, a fin de que las posibilidades de cada persona desplieguen sus energías y logren la madurez en la cultura.

         Los derechos políticos forman parte, y parte fundamental, de esta arquitectura racional según la cual las libertades ciudadanas hacen acorde y se ejercitan con seguridad y sin miedo, con dignidad y provecho.

         Romper o trastornar el recto orden jurídico es arrojar a los hombres a una dialéctica insensata donde la única regla es el egoísmo del apetito y "los peces grandes comen a los chicos", según decía B. Spinoza.

         Ahora bien, este trastorno o subversión del recto orden jurídico según el cual han de ejercitarse las libertades ciudadanas sólo puede venir de los mismos hombres que componen o integran la comunidad política.

         Los fenómenos de la naturaleza y también las guerras pueden ser ocasión de serios trastornos en el concierto habitual de la vida pública. Pero también pueden ofrecer estímulo para que la conciencia colectiva acreciente el sentido del bien común, y la voluntad general se reestructure pronto de acuerdo a las reglas del derecho.

         Las amenazas más serias contra el recto orden jurídico vienen de la misma comunidad que, agitada por los intereses particulares, pierde de vista el bien común, cae prisionera de los egoísmos sectoriales y, por ende, se lanza a la violencia subversiva.

         Esta violencia subversiva, que ofende y trastorna la ordenación jurídica, volviendo amarga y ácida la vida común, puede tomar dos formas diferentes:

         La primera puede venir del seno de la ciudadanía. Por la acción deletérea de ciertos grupos; o también, por anarquía interna, es decir, por descomposición general que corrompe el sentido jurídico del pueblo y malea, poco a poco, la conciencia moral de todas las capas sociales.

         La segunda puede venir de arriba, por desidia, incapacidad o corrupción del poder político. Los hombres de gobierno pueden desconocer sus funciones propias y sus límites, desbordando en acciones de fuerza y en violencia. Esta es la forma más nociva de subversión del orden jurídico: porque irremediablemente arrastra consigo la primera forma de subversión; porque frente al poder disoluto, la pobre ciudadanía tiene muy escasa defensa, y porque nada hay tan agraviante a la dignidad del hombre como la injusticia armada prostituyendo el bien común.

         Si queremos promover "la libertad, la justicia y la paz en el mundo", de acuerdo a las exigencias de la persona humana, nuestro esfuerzo mayor ha de orientarse a la conservación e incremento cualitativo de la ordenación jurídica que regula la vida nacional. Personas e instituciones deben estar animadas por el más profundo sentido del derecho. Y entre todas las instituciones, los poderes públicos instituidos según justicia, como garantes que son del bien común, han de mostrarse los mayores responsables en la observación y defensa del recto orden jurídico. Es un absurdo pensar en un Estado subversivo y es una monstruosidad el padecerlo.

 

(ABC, 24 de octubre de 1982)

 

 

 

VII. CONFLICTOS DE CONVIVENCIAS Y GUERRA

 

 

         ¿LA SELVA O LA URBE?

 

         Aunque ya estamos en víspera de celebrar la magna festividad que recuerda la independencia política de nuestro pueblo, el ánimo se encuentra tan abatido y el pensamiento tan preocupado con las noticias que nos llegan de la cercana guerra, que nos resulta imposible llevar nuestras reflexiones a otra parte.

         No pensamos tanto en la ingente y monstruosa pérdida material que todo ello representa. Ni pensamos sólo en el sacrificio y los dolores, de sangre, de mutilación y de muerte, que inevitablemente trae consigo toda guerra. Pensamos sobre todo en ese negro raudal de enemistad y de odio, en ese enconado desafecto y agria desconfianza que, de manera tan avasalladora y repentina, ha invadido la conciencia de varios pueblos, hasta ayer buenos amigos. La intoxicación de la conciencia colectiva y el desgarramiento de la fraternidad internacional es lo más grave y lo más ominoso de la presente situación.

         Pero pensamos también en las razones profundas e interiores que movilizan a los hombres al uso de la guerra aparentemente tan irracional, tan inhumano.

         ¿Cómo es posible que la humanidad pretenda tejer sus relaciones de convivencia, o resolver sus desacuerdos, por medio de la ferocidad y la muerte? ¿Acaso eso no significa una capitulación del derecho y un vergonzoso enmohecimiento de las energías morales, que son las armas específicas del hombre?

         ¿Cómo se explica semejante anomalía?

         Sin ir más allá del sentido común, hablando además claro y sencillo, podríamos decir que la naturaleza del hombre es una naturaleza muy compleja, y que dentro de nosotros no habita solamente un ser racional, espiritual y libre, sino también, y en gran medida, habita el ser animal, cargado de pasiones y de instintos cuya ley suprema es la utilidad y la fuerza. Por eso la formación del hombre resulta lenta y difícil. Porque se ha de buscar un crecimiento integral; es decir, una promoción humana que abarque y que unifique ambos niveles de la vida. No se puede ser hombre a la manera de un ángel; ni se puede ser hombre a la manera de una bestia.

         Sin embargo, lo más fácil para el hombre es abandonarse a su vida sensitiva y pasional, arrinconando el ejercicio espiritual de su mente e hipotecando su genuina libertad en compromisos alienantes de licencia.

         Y esto hace que la cultura, como fenómeno colectivo de realización humana, en ciertos pasajes de su historia se vuelva tenebrosa y violenta. Se vuelve tenebrosa, porque la luz del espíritu es muy escasa y es muy débil; no tiene suficiente resplandor como para iluminar los destinos últimos del hombre, ni orientar sus caminos con dignidad racional.

         Se vuelve violenta, porque las energías morales, propias del ser humano, no han logrado crecimiento ni madurez. Y, entonces, no le resta al pobre hombre otro instrumento para abrirse camino en esta vida fuera de los dientes y la zarpa, fuera del machete y la pólvora.

         Acaso alguno quiera objetar estos razonamientos y quiera decirnos que la criatura humana, como nunca en el pasado, ha llegado a muy alto nivel de racionalidad y su mundo de relaciones se ha incrementado en toda forma. La razón ha hecho que la vida de los hombres se tornara mucho más confortable y los medios técnicos de comunicación han vinculado a los pueblos de manera tan vasta y tan profunda que prácticamente ya no quedan fronteras.

         Esa es la verdad, según parece. Pero hay que afinar un poco más la observación. Y hay que seguir diciendo que este alto nivel de racionalidad a que hemos llegado se realiza, ciertamente, pero en el ámbito de la técnica; es decir, en el dominio y uso de la naturaleza física, en la implementación material y en el confort de nuestra vida terrestre.

         Nada de eso es despreciable, cuando no ahoga la emergencia y vitalidad de los valores espirituales o morales, cuando no abate la existencia bajo el cansancio del esfuerzo productivo y cuando no llena el corazón de mero viento, con la voraz codicia del TENER.

         Volvamos ahora a esas preguntas angustiosas que la guerra y sus desgracias nos habían planteado.

         Hay en el mundo de hoy día un gigantesco incremento de la cultura técnica, cultura horizontal, cuantitativa. Pero ese ingente esfuerzo de realización humana no ha sentido la compañía, y menos aún la maestría, de la cultura moral y espiritual de la humanidad. Al crecimiento fabuloso de la técnica hace contrapunto una tremenda declinación moral de alcance planetario. La violencia más insensata ha dejado la jungla para tomar carta de ciudadanía en nuestras urbes. La drogadicción hace presa de nuestra mejor juventud. El amor matrimonial, hontanar de toda vida, se pierde en los esterales del divorcio y la infecundidad egoísta. La política de los pueblos se equilibra a base de armas y de miedo.

         Hemos de señalar, sin embargo, algo más profundo y, en cierta manera, de mayor trascendencia.

         Más que la moralidad privada y pública, lo que ha sufrido mayor atrofia en este sofisticado y arrogante mundo moderno es la energía de la razón práctica. Frente a las grandes exigencias y a los formidables problemas que plantea la vida común de los individuos y grupos humanos, la ciencia política, la sociología y el derecho se hallan todavía impotentes e incapaces. Se pasan analizando y verificando hechos con tablas y con curvas, pero nada dicen de lo que hay que hacer para llevar con dignidad una existencia de pueblos libres.

         ¿Sería muy aventurado afirmar que en este mundo presente el volumen de la estolidez e ignorancia humanas es mayor que el volumen de la malicia?

         "El fracaso de la historia, decía un eminente internacionalista francés, R. Bosc, puede venir tanto de una falta de ciencia (desconocimiento de las condiciones de paz) como de una falta de conciencia (indiferencia a las responsabilidades). La sociología de la paz desemboca en una exigencia de orden espiritual".

 

(ABC, 9 de mayo de 1982)

 

 

 

         MENSAJE PAPAL SOBRE VIOLENCIA Y TERRORISMO

 

         La prensa en estos días nos ha enterado del claro y vigoroso mensaje que el papa Juan Pablo II ha dirigido a la reunión sobre Violencia y terrorismo, convocada en Roma por la Unión Mundial Demócrata cristiana. Aunque las noticias de la prensa sólo traen algunos de los pasajes más salientes del mensaje pontificio, y en espera de tener a mano la versión completa de dicho documento, vale la pena tejer unos breves comentarios sobre las palabras y juicios del papa Juan Pablo II.

         En primer lugar, llaman la atención la forma clara y los enérgicos conceptos con que el Papa se ha expresado. Dejando de lado todo eufemismo y ambigüedad, el mensaje pontificio califica y condena el terrorismo sin titubeos de ninguna laya, señalando, asimismo, los medios más eficaces para afrontar tan tremendo desafío.

         Espontáneamente uno piensa que son palabras dichas muy de propósito, por un hombre cargado de inmensa responsabilidad en la historia espiritual del duro tiempo que vivimos y que ha sufrido en carne propia la insensata acción del terrorismo.

         La descripción que el Papa hace del fenómeno socio-político que denominamos "terrorismo" es de contenido bien complejo. Habla de ideologías y de grandes fuerzas del odio y del mal; habla de redes internacionales insidiosas que lo promueven; habla de ciertas potencias que lo apoyan y lo instigan. "Es un regreso sofisticado, dice el Papa, a la barbarie y al anarquismo". "Es un método salvaje e inhumano".

         Expresiones de este subido tono conceptual podemos encontrar en otras varias declaraciones de la Iglesia, como por ejemplo, en los Documentos de Puebla y en los mensajes que cada fin de año dirigen los Papas en celebración del Día de la Paz.

         Sin embargo, en esta ocasión Juan Pablo II no se contenta con calificar el desgraciado fenómeno, lamentarlo y condenarlo. Es necesario, dice el mensaje, "hacer un análisis lúcido de las causas del terrorismo".

         En este punto es poco lo que podemos extraer de las breves citas que aparecen en la prensa. Pero, no cabe duda que entre las varias causas y pretextos de la violencia y terrorismo imperantes en el mundo, dos o tres razones se destacan netamente según el pensamiento pontificio.

         En primer lugar, las ideologías y la atmósfera social.

         Porque ciertamente, la conciencia del mundo contemporáneo está profundamente afectada por el anarquismo, la lucha de clases, el nihilismo y un crudo materialismo que invade e inspira toda la vida.

         En la sociedad actual, regida por los ídolos del placer y del dinero, donde el tener cosas ha ganado absoluta primacía sobre el ser hombre, con una tremenda crisis del amor matrimonial y la familia, con el aborto criminal legalizado, nada extraño nos resulta que las nuevas generaciones tengan mucha mayor confianza en la fuerza bruta y el terror, antes que en la razón del derecho y la persuasión.

         Si los desafueros y la violencia, los secuestros y la tortura son procedimientos normales de ciertos regímenes y de ciertas instituciones policiales o parapoliciales, ¿con qué derecho se puede exigir a la gente sumisión a la ley y respeto a la justicia? "El Estado que estimula este método y se hace cómplice de sus instigadores, se descalifica para hablar de justicia frente al mundo", dice el Papa.

         Bastaría conversar con nuestros jóvenes universitarios, e incluso con algunos de sus más cotizados profesores, para caer en la cuenta de que muchos de ellos, y acaso los más inteligentes, son entusiastas del nihilismo de Nietzsche o de Sartre y no saben explicar la dinámica social sino a través de Hegel (teoría del amo y del esclavo) o a través de Marx y de Lenin (lucha de clases).

         En todos ellos la ideología de fondo es una misma: se acepta y se cree como dogma fundamental que la contradicción, es decir, la violencia y el terror son la única fuerza generadora y constructiva de la historia. Eso se afirma con todas las letras en el Manifiesto Comunista (1848) y en los escritos de Lenin. Trotzky escribió todo un libro en defensa del terrorismo y Mao Tse-tung propugna la necesidad del terror para alcanzar la pacificación general.

         "¿Los terroristas de hoy no son en parte el fruto de una cierta educación?", se pregunta el Papa en su mensaje.

         Tampoco tenemos que olvidar que la violencia y el terrorismo de nuestro tiempo son económicamente muy rentables. El combatirlos significa tener que afrontar intereses nacionales e internacionales de inmenso poder.

         Así, pues, el desafío histórico que la conciencia contemporánea tiene por delante es verdaderamente gigantesco. Es necesario, dice el Sumo Pontífice, apelar a la honestidad y lealtad de los dirigentes políticos, así como al sentido solidario de los pueblos.

         Con palabras y conceptos bien escogidos, el Papa expresa aquello que a su juicio constituye la solución más eficaz de la violencia política.

         "Siempre y en todos los sitios, dice, la mejor respuesta es un tipo de sociedad donde las leyes sean justas, el gobierno haga todo para satisfacer las necesidades legítimas de la población y los ciudadanos puedan, en la seguridad y en la paz (no en el miedo ni en la discriminación sectaria, comentamos nosotros), vivir juntos y construir el porvenir". ¡Qué profundo sentido de Bien Común respiran estas palabras!

         Pero el Papa no se engaña sobre las posibilidades reales de una tal sociedad y advierte con mucho tino que ella exige gran honestidad, especialmente en sus niveles dirigentes: "Porque sin probidad de conducta de los líderes políticos, todo acto de gobierno se hace rápidamente sospechoso y deteriora la atmósfera social".

         Significa que el poder político es un servicio, noble servicio que se presta al pueblo, y no plataforma de enriquecimiento ni de vanagloria.

 

(ABC, domingo 2 de febrero de 1982)

 

 

 

         LA PAZ Y LA GUERRA

 

         BUSCAMOS COMPRENDER LA INCOMPRENSIÓN

 

         A medida que pasan los días, y las horas corren, la negra tormenta de la guerra parece aproximarse más y más. Los varios y precipitados esfuerzos que se han hecho parecen hasta ahora impotentes para detener el fiero empuje con que los ánimos se exacerban y ponen a punto de explosión los instrumentos de la muerte.

         ¿Qué es lo que pasa con los hombres en estas ocasiones de frenesí colectivo? ¿Por qué naufragan y sucumben nuestros grandes deseos de vivir en armonía y paz? ¿Por qué la voluntad de los hombres se transforma tanto bajo el oleaje de la maldición y la ira?

         Alguno de nosotros, aleccionado por la historia o curtido por las mil informaciones que a diario trae la prensa, podrá decir con ánimo frío e indiferente: ésta es una guerra más, entre tantas otras que la especie humana de continuo sobrelleva; y es un simple fenómeno del largo proceso de selección natural. La guerra pasará y los hombres seguirán viviendo. No hay por qué tomar las cosas tan a lo trágico.

         Otros, en cambio, tomarán nota de las informaciones y seguirán con curiosidad afanosa los variados pasos con que el conflicto cambia y se acrecienta día a día. Harán diferentes cálculos de estrategia militar, de incidencias económicas y vicisitudes de la política.

         ¿Por qué no hemos de procurar orientarnos con una razón más comprensiva y más humana? ¿Por qué no haremos el esfuerzo de buscar el sentido oculto de este misterioso acontecer de hombre que es la historia con sus luces y sus sombras, sus días y sus noches, la paz y la guerra?

         Aunque los acontecimientos se nos vengan encima en forma torrencial y aunque los hechos se manifiesten tan duros y tan brutos, vale la pena guardar a toda costa nuestra dignidad racional procurando hallar inteligencia y sentido en un suceso tan obscuro como es la guerra.

         Porque nos resulta muy difícil comprender que un acontecer como la lucha armada ocurra de manera tan frecuente en la vida de los pueblos y sea al mismo tiempo tan absurdo y tan nefasto. Eso está en pugna con la racionalidad de nuestra especie y con la providencia infinita con que Dios abriga cada recodo de la historia.

         ¿Qué será la guerra? ¿Algo divino, como pensaba José de Maistre? ¿Algo diabólico, como pensaron y piensan algunas confesiones religiosas?

         Si aún al pecado y a los varios crímenes con que solemos embadurnar la vida los hacemos con frecuencia objeto de nuestra reflexión y procuramos comprender su razón tenebrosa y su aberrante sentido, no resulta extraño ni resulta estéril querer entender el misterio doloroso de la guerra, que, según eminentes juristas, filósofos y teólogos, puede estar animada, no sólo por la justicia, sino también por el amor.

         Ese es el propósito que nos hacemos hoy, al dar comienzo a esta serie de reflexiones sobre la PAZ y la GUERRA. Queremos prestar alguna contribución al esclarecimiento de muchos espíritus que tienen hambre de comprender las cosas en su justa verdad, y, sin embargo, por falta de tiempo y otros medios, no pueden satisfacer esta indigencia.

         La guerra, su razón y su sentido: éste es el tema fundamental sobre el cual deseamos que discurra nuestro diálogo.

         Pero nada podemos decir de ella, ni comprender sus razones, si ignoramos lo que es la paz y la concordia entre os hombres. Si se ignora lo que es la salud, no se puede saber lo que es la enfermedad.

         Y esto mismo ya significa un principio orientador de primera línea. Porque hay algunos, en el pasado y en el presente, que han llegado hasta la ruda audacia de enseñarnos que los hombres por naturaleza están destinados a la guerra. Homo homini lupus, el hombre es lobo para el hombre, decía el verso de un poeta latino, que Tomás Hobbes (s. XVII) canonizó e hizo célebre en el pensamiento político moderno.

         Por consiguiente, esta serie de reflexiones ha de comenzar discurriendo sobre ese estado de sabroso bienestar colectivo que llamamos concordia y paz. Nos preguntaremos sobre su naturaleza genuina y su valor humano, sobre sus condiciones de vida y subsistencia, así como sobre los muchos y atrevidos factores que turban la paz o miserablemente la adulteran,

         ¿Por qué perdemos la paz y caemos en la guerra? Esa es la grave pregunta que como una dura tenaza tortura la inteligencia y la fe del cristiano, poniéndolas en trance de acerba angustia.

         Los hombres queremos la vida y la queremos más y más. ¡Copiosa y fecunda vida!; ese es el afán natural más íntimo que todo hombre lleva consigo.

         Y porque queremos la vida, ingente y multiplicada, por eso nos sumamos a otros hombres en unidad y convivencia, es decir, en política. En efecto, ¿qué otra cosa puede ser la política si no es la suma y multiplicación cualitativa de la vida?

         Esta multiplicación o incremento del vivir humano sólo se da cuando la convivencia está animada por la fuerza aglutinante y ordenadora del derecho y por las otras varias energías que le dan armonía y grato sabor.

         Nada hay en este mundo que haga tan placentera la existencia como la libertad y la concordia de los hombres en la tranquilidad de una auténtica paz.

         Los conflictos, en cambio, y la guerra dividen y alejan a los hombres, restándoles la alegría del vivir e incluso la misma vida.

         Como decía aquel poeta: "Con el número dos nace ta pena".

 

         (ABC, viernes 21 de mayo de 1982)

 

 

 

 

INDICE

 

Firmes en la esperanza

Compromiso tenaz y paciente

Hoy la sementera, mañana la cosecha

Testigos hasta la sangre

Magnanimidad y poder político

Tradición y nuevos tiempos

Ciudadanía y conciencia política

Comunismo y anticomunismo

 

V. A LA LUZ DE LA FE

Convocados a la luz de la verdad

La Pascua de Cristo, plenitud de la historia

Vino a los suyos y los suyos no le recibieron

La victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe.

Caacupé: Remanso de nuestra historia

Caacupé, ¿qué significa?

¡Es tu pueblo, Virgen pura!

Caacupé, remonte de la conciencia nacional

Conciencia nacional y valores religiosos

Conciencia nacional, sociedad y Estado

Caacupé, camino de paz

Caacupé: Encuentro nacional de la fe

¡La fiesta! Plenitud en esperanza

Itaipú y Caacupé, signos de nuestro tiempo

Caacupé, mensaje y vocación

Iglesia y compromiso histórico

La doble fidelidad de los cristianos

¿Somos o no somos cristianos?

Peregrinación en la fe

La fe: Camino habitual de la verdad

La fe es un gesto racional

El amor multiplica su presencia

La Iglesia, testigo y servidora de la fe

¿Dónde está nuestra fe?

La fecundidad de la fe

Fe cristiana y compromiso político

Año Santo: Reconciliación

Semana Santa... llegando y como siempre

Razones de un creyente

De madrugada y en silencio

Balance histórico

 

VI. DERECHO Y JUSTICIA

La justicia: Alma y contento de los pueblos

La Constitución: Gloria y trascendencia

La subversión del orden jurídico

Poder legítima y poder bastardo

Hacia un estado de Derecho

¡Empresa a la vista!

 

VII. CONFLICTOS DE CONVIVENCIAS Y GUERRA

¿La selva o la urbe?

Mensaje papal sobre violencia y terrorismo

Buscamos comprender la incomprensión

Comunión y antagonismo de los pueblos

Vino la guerra con su saña

La glorificación moderna de la guerra

¿Es posible una guerra justa?

Santo Tomás y Vitoria frente a la guerra

Soberanía absoluta y derecho de guerra

Transformación total de la guerra

Espíritu de paz y derecho frente a la guerra

¿Hemos de condenar toda forma de guerra?

 

 

 

 

 

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SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO IV

SECUNDINO NÚÑEZ





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