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  SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO IV - Por SECUNDINO NÚÑEZ


SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO IV - Por SECUNDINO NÚÑEZ

SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO IV

SECUNDINO NÚÑEZ

 

Criterio Ediciones

Editorial Don Bosco

Diseño Gráfico: JAVIER RODRÍGUEZ

Asunción – Paraguay

1987 (112 páginas)

 

 

 

 

VIII. SITUACIÓN POLÍTICA Y CRÍTICA

 

 

         LIBRES PARA LIBERAR

 

         Quisiera uno ser optimista, bien fundado en la verdad objetiva de los hechos. Quisiera uno tener la certeza de que la situación moral y material de nuestro pueblo no acusa tantas lesiones, ni amenaza tanto daño, como se oye decir aquí y allá, por voces autorizadas y el sentir espontáneo de la opinión pública ciudadana.

         Quisiera uno desautorizar esos diagnósticos y disipar la negra impresión que abate en estos meses la conciencia de mucha gente.

         Pero los hechos son tan manifiestos, y tan voluminosos, y se suceden día a día, que ya no necesitan de comentarios para que puedan herir y sublevar a nuestro más elemental patriotismo. Eso explica también la invalidez o el raquitismo con que aventuran la defensa ciertos políticos comprometidos con el régimen. Si las cosas no fueran así, tan graves y tan urgentes como acusan las denuncias, sería muy fácil y de crecida renta política demostrar al pueblo la verdad de los hechos y ganarse su caluroso beneplácito.

         Pero hay un principio fundamental de lógica que dice así: "Contra factum non est argumentum". Eso, en buen romance, significa que los hechos reales y manifiestos se imponen a nuestra conciencia con fuerza tan imperiosa que son inútiles las argucias y los sofismas con que la razón pretende escamotearlos.

         Por otra parte, es bien sabido que toda empresa humana, y con mayor razón un partido político, gana crédito y se afirma cuando pisa tierra y se apoya en la verdad. La propaganda es un instrumento de acción; pero se vuelve contraproducente cuando funciona en el vacío, con inflación declamatoria y de espaldas a los hechos manifiestos.

         Surgen, entonces, las preguntas y con avidez espontánea: ¿por qué hay tanta gente, al parecer inteligente y sensata, que se calla y condesciende, y parece estar de acuerdo con una situación política tan averiada?, ¿por qué no gravitan con el peso de su cultura y de su rectitud moral para llevar a la política de sus compromisos actitud democrática efectiva y conciencia moral cristiana?

         Recuerdo haber leído alguna vez unos murales aparecidos en Francia cuando la agitada lucha anticomunista de postguerra. Eran nada más que tres palabras: Inteligente, Sincero y Comunista. Y decían que estas tres palabras nunca podían encontrarse juntas en un ciudadano normal.

         Cambiando un solo vocablo, nosotros también podríamos hacer uso de aquel mural con un triángulo de tres palabras: Inteligente, Sincero y Estar de acuerdo.

         Diríamos, entonces, de cada ciudadano de nuestro medio, que si es inteligente y sincero, no puede estar de acuerdo con la situación; y si es inteligente y está de acuerdo, no puede ser sincero; y si está de acuerdo y es sincero, no es inteligente.

         Como todo juicio que se hace sobre la conducta ajena, esta ocurrencia puede ser exagerada y más bien ácida que digestiva. Pero, no hay que olvidar, de todos modos, que a los espíritus demasiado enceguecidos y contumaces sólo el trueno y los relámpagos logran hacer algún impacto.

         Cabe, por consiguiente, hacer ahora una última pregunta: ¿Qué es lo que ocurre en el ánimo de cierta ciudadanía militante, hombres de inteligencia, de probidad moral y sinceramente disconformes con la actual situación, y que sin embargo, siguen adelante aplaudiendo desde el montón o endosando tácitamente con su silencio los desatinos y desafueros de la llamada "situación"?

         Creo que la respuesta es muy penosa; pero está muy clara en el pensamiento de cada uno. Nuestra palabra y nuestros juicios, nuestras actitudes y conductas no pueden manifestarse con aquella libertad y soltura con que debiera expresarse una ciudadanía adulta dentro del limpio juego democrático. Como decía el Plan de Pastoral de los Obispos: estamos "políticamente asfixiados, tenemos miedo".

         Y, de acuerdo a la naturaleza de las cosas, no podemos esperar que el pueblo llano, hecho en el duro trabajo y la paciencia, tome la iniciativa de levantar con su heroísmo esta hipoteca de miedo y sumisión.

         Tampoco es sensato ni cristiano esperar con los brazos cruzados que descienda un ángel del cielo y gratuitamente nos regale con la vida democrática y la libertad que nosotros no supimos merecer. La historia enseña sobradamente que no basta soñar la libertad para ser digno de ella.

         Esto es tarea y responsabilidad particular de los hombres próceres de la ciudadanía. Esto es el compromiso histórico a que están ligados aquellos que por su inteligencia y su coraje tienen fe sostenida en la fuerza de la razón y de la palabra. Saben que la política es diálogo; diálogo conflictuado o dialéctico, si se quiere, pero diálogo, es decir, intercambio de razones.

         A una política artificiosa, fundada sobre mucha falacia y mucha fuerza, hay que oponer una política natural y humana; construida con gran lucidez de inteligencia y con fortaleza viril a toda prueba.

         Dice un principio de sana filosofía que nadie puede dar lo que no tiene. Por consiguiente, la recuperación o la liberación de los pueblos sólo es posible gracias al esfuerzo de aquellos pocos verdaderamente libres. Libres de todo, menos de la verdad. Pues la verdad nos hará libres.

         Esta es la gran esperanza de nuestro pueblo: un buen puñado de hombres verdaderamente libres.

 

(ABC, domingo 12 de setiembre de 1982)

 

 

 

         NUESTRO HORIZONTE CULTURAL

 

         En la vida del hombre y en la historia de los pueblos es una tarea de grave trascendencia determinar y establecer con toda lucidez de conciencia aquel destino último hacia donde deben orientarse los afanes. De otro modo la misma vida se desvanecería o se volvería un insensato atolondramiento.

         Esta reflexión sobre el "principio y fundamento" de la vida es de la más rigurosa urgencia cuando los hombres van llegando a la madurez y han de dar un cauce profesional a la existencia, o cuando los pueblos han de hacer el despegue, movilizando hasta el tope las energías nacionales.

         Errar en la selección de los medios no es de tanta trascendencia como desatinar en los fines o caminar hacia un horizonte suicida.

         A veces este horizonte dinamizador y orientador de la existencia es estrecho, reducido y bajo. No va más allá de los afanes de una aldea o de un pueblecito campesino. La vida se realiza, pero estreñida a valores muy de simple subsistencia.

         Otras veces, en cambio, el horizonte de la existencia se dilata y adquiere mayor altura. La vida ingresa en el ámbito de la ciudad y la nación. Respira, entonces, mayor bienestar y acrecienta su riqueza.

         Hoy día, sin embargo, gracias a la ingente facilidad con que los medios de comunicación canalizan las relaciones humanas, la existencia de los hombres y la historia de los pueblos no pueden hallarla plenitud si se reducen al ámbito de los horizontes nacionales. La "autarquía" de que tanto hablaba Aristóteles y la "soberanía" con que pretenden escudarse ciertas Razones de Estado, han quedado muy relativizadas y se subordinan más y más a los derechos naturales y a los valores ecuménicos que atañen e interesan a toda la familia humana.

         El horizonte real de nuestro tiempo es el horizonte cultural. Por primera vez en la historia, la vida de los hombres y la vida de los pueblos ha dejado de ser provinciana para volverse universal y hacerse solidaria a todas las vicisitudes del mundo.

         Pero ya hemos dicho, en otras ocasiones, que la cultura humana se integra con valores de muy diversa índole. Todos aquellos interesan y enriquecen al hombre; pero no todos al mismo nivel ni a la misma profundidad existencial. Y una inversión de los valores, poniendo lo menos por encima de lo más, es de la más dolorosa consecuencia trágica.

         Pensamos, por eso, y lo decimos de continuo, que este esfuerzo de reflexión y dilucidación del horizonte cultural y su estructura de valores es la tarea fundamental que en esta hora debiera convocar las inteligencias más esclarecidas de nuestra comunidad política. Este es un esfuerzo anterior y superior a la misma actividad política, porque el horizonte cultural determina y moviliza la conciencia colectiva según su propio escalafón de valores. La política, en cambio, es la implementación racional y eficaz para el logro de la buena vida colectiva. Pero ¿en qué consiste la buena vida colectiva?

         Uno queda verdaderamente asombrado cuando ciertos hombres dedicados a la política hacen la defensa y el encomio de sus actividades, y prácticamente no tienen en cuenta otra cosa fuera de las grandes obras materiales y el incremento de la renta per cápita. Pero el asombro se transforma en angustia y sentimiento trágico cuando se escucha a los obispos del país enjuiciando con insobornable autoridad la situación nacional. Y nos declaran que "la quiebra de los valores morales", y "la pérdida del horizonte moral", ya denunciadas hace dos años, han empeorado mucho más y alcanzan hoy características alarmantes.

         Para un hombre que piensa y que ama a su Patria deseando servirla de verdad ¿cómo no podrán causar asombro esas dos noticias que con titulares bien llamativos traía nuestro diario de ayer en una de las cuales los obispos califican la situación moral como alarmante, y en la otra el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento afirma que durante la última década, la economía paraguaya ha mostrado un dinamismo fuera de lo común, ya que las tasas de crecimiento alcanzadas han superado aquellas registradas en la mayoría de los países de América Latina".

         Esta subversión de valores, en que los bienes materiales, útiles, alcanzan tanta primacía y los bienes morales típicamente humanos están en quiebra, constituye un hecho fundamental que podía calificar de por sí la situación de nuestro pueblo.

         Y daríamos muestra de conciencia adocenada si quisiéramos tranquilizarnos con el expediente fácil de que en todas partes del mundo las cosas andan así.

         El horizonte cultural en que nos movemos es la cuestión más seria que hoy por hoy se presenta a nuestro patriotismo. Y si mañana acaeciera algún cambio en la vida nacional, que se contentara con remover personas y alterar programas de orden político-económico sin transformar este horizonte de valores, no haría otra cosa sino un cambio intrascendente, según aquel pensamiento de J. Maritain: "Toda revolución que no transforma los corazones no hace otra cosa sino revolver sepulcros blanqueados".

 

         (ABC, 2 de agosto de 1981)

 

 

 

         REMEDIO DE EMERGENCIA QUE SE PERPETÚA

 

         En uno de los últimos diálogos que Platón escribió, ya en plena madurez, el gran filósofo decía que "el conocimiento de la medida es lo específico y propio de los grandes estadistas".

         Orientar y conducir al pueblo, salvando la multiplicidad de los caracteres e intereses, promover la libertad e iniciativa ciudadanas, estableciendo no sólo equilibrio sino armonía política, es una tarea tan dura y tan difícil que pone a prueba la capacidad mejor dotada de energía y de prudencia.

         Esta dificultad, normal en la conducción de toda vida política, se acrecienta y llega hasta el paroxismo en los momentos de emergencia, cuando de manera imprevista y violenta salen al paso ciertos hechos que des conciertan la vida pública. Pueden ser hechos naturales, como un terremoto, una inundación o una epidemia; y pueden ser hechos humanos, subversivos del orden o turbadores de la paz, como son la guerra, la revolución, los golpes de Estado y las graves crisis económicas.

         La experiencia de los pueblos conoce sobradamente estas situaciones de emergencia que turban el orden establecido y sacan de su cauce el curso normal de la vida colectiva. Fundada en esta larga experiencia, la sabiduría política ha elaborado, con prudente previsión y realismo, ciertos instrumentos de derecho, instituciones de emergencia, con el único destino de afrontar estas anomalías.

         El derecho comparado, tanto político como constitucional, conoce varios procedimientos o institutos de emergencia, por ejemplo, el estado de guerra, la ley marcial, el estado de sitio, la dictadura y otros más. Naturalmente, todos ellos vienen en salvaguardia del Bien Común amenazado.

         Y por eso, buscan acrecentar las competencias y ejercicio del poder político. Como si el organismo colectivo desplegara frente al peligro mayor energía, intensiva y extensivamente. Este acrecentamiento de la energía política recae de ordinario en el Poder Ejecutivo, cuya función de gobierno es la más inmediatamente abocada a la conducción de la vida ciudadana.

         Por otro lado, los institutos de emergencia originan cierta poda en el ejercicio de las libertades, derechos y garantías que la Constitución reconoce y otorga. Siempre, claro está, esta restricción de libertades y derechos se dispone conforme a derecho, es decir, de acuerdo a la naturaleza y gravedad de la emergencia.

         Nótese bien, sin embargo, que todos estos instrumentos de derecho, como la misma palabra lo está indicando, son remedios de emergencia, son recursos políticos de excepción, que hay que usarlos de acuerdo a fines bien precisos, por un tiempo bien determinado y de modo enteramente racional. Si el poder político hace uso desmesurado o arbitrario de estos remedios de emergencia, la ciudadanía pierde el sentido normal de la existencia cívica y la política se polariza en dos extremos: policía y fuerza, por una parte; miedo, adulación y rencores, por la otra.

         ¿Qué pensaría de su pobre vida una persona con la pierna fracturada, a quien se le diera como remedio llevar el yeso por treinta años?

         Un régimen político que gobernara así, perpetuando de facto recursos de excepción como la dictadura o el estado de sitio, significaría una de dos cosas: o que no se ha dado solución a la emergencia y el país prosigue en la intranquilidad, bajo continua amenaza, sin orden estable, fuera de paz; o bien, que la emergencia ya ha pasado, las amenazas son remotas y bastaría para alejarlas el ejercicio normal de la Policía, pero el poder político engolosinado (sin conocimiento de medida, como diría Platón) abusa del recurso de excepción que la Constitución pone en sus manos, lo desnaturaliza y lo convierte en un duro impedimento para la sana vitalidad del pueblo.

         En estos casos, ¿no sería procedente que el Fiscal del Estado tomara cartas en el asunto e intentara alguna acción para hacer efectiva la responsabilidad en que hubieren incurrido tales funcionarios? Dicen, sin embargo, ciertos maestros del derecho, constitucionalistas muy prudentes, que la declaración y el ejercicio de un instituto de emergencia es una cuestión política privativa, es decir, una cuestión política no susceptible de control judicial.

         ¿Qué hacer entonces para que el pueblo pueda sacarse el yeso y tener la pierna libre?

         Los romanos tenían en su derecho público un remedio bastante eficaz que llamaban apelación al pueblo -provocatio ad populum-. Así ponían freno a la dictadura y a otros abusos de poder.

         Para nuestro tiempo, sin embargo, los caminos comunes del derecho y la política menuda no dan salida alguna a situaciones como éstas. Con erguida esperanza y con inteligencia corajuda hay que empeñarse por otras vías, reactivando las energías del pueblo desde los subsuelos de la conciencia colectiva, Es en el corazón del pueblo y sus élites que primeramente debe resplandecer la razón del derecho.

         Antes que nada, hemos de esclarecer nuestras ideas y hemos de poner acuerdo en los valores fundamentales que hacen a la dignidad del hombre y a la sana convivencia hecha de justicia y libertad.

         Esto mismo que hacemos cada domingo, pequeña dosis de reflexión para leerla y discutirla entre mate y mate, al lado de otras voces, más atinadas y más firmes, no dejará de contribuir a la salud y el bienestar de esta noble Patria que nos duele.

         Es palabra y nada más. Ciertamente. Pero, principio quieren las cosas; y lo decía también Platón: "Tratemos, en primer lugar, de fundar de palabra la ciudad".

 

(ABC, domingo 14 de febrero de 1982)

 

 

 

 

IX. HUMANISMO, CULTURA Y POLÍTICA

 

 

         DIMENSIÓN HORIZONTAL Y VERTICAL DE LA CULTURA

        

         Se cumple en estos días el cuarto centenario de la muerte de Santa Teresa de Ávila. Y hubiera sido para mí indecible gusto espiritual dedicar una serie de reflexiones sobre aquella generosa y llameante vida contemplativa con que esa extraordinaria mujer iluminó su siglo y señaló la última meta de toda cultura humana.

         Hostigado por la penuria del tiempo y los muchos ruidos, hoy me contento a recordar, en su homenaje, el ingente valor con que se dignifica la existencia del hombre gracias a la oración y a la intimidad familiar con Dios.

         En el proceso cultural de nuestra Europa cristiana, parece que ese glorioso siglo XVI que vivió España fue la última floración que dio de sí el humanismo medieval renacentista. Como el siglo V de Pericles, o la betas áurea de César Augusto, o el siglo XIII de Tomás de Aquino y el Dante, así este siglo de Carlos V y del Concilio Tridentino fue un momento de soleada plenitud cultural. Y en medio de esa constelación de teólogos y juristas, de conquistadores y hombres de empresa, de artistas geniales y de místicos, Teresa de Ávila fue, sin duda alguna, bella estrella de primera magnitud.

         Hubo, sin embargo, en esa misma época del Renacimiento, otra corriente de humanismo que acrecentaba su cauce día a día y que iba a imponer su escala de valores al mundo moderno recién nacido. "Lo más importante, dice un gran historiador de la filosofía, E. Brehier, es que el Renacimiento coloca en primer plano a los hombres prácticos: hombres de acción, artistas y artesanos, técnicos de todo género, en lugar de los meditadores y especulativos".

         Recordemos que en ese mismo siglo, y unos decenios antes de Santa Teresa, Nicolás Maquiavelo escribe El Príncipe, que no es otra cosa sino un breviario de técnica política destinada a los príncipes italianos. La política se concibe desde entonces como habilidad y arte para mantenerse en el poder, cueste lo que costare.

         Pasando unos años más adelante, y ya a comienzos del siglo XVII, el gran reformador y padre de la filosofía moderna, Descartes, escribía en su Discurso del Método estas palabras muy significativas: "En vez de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, se puede hallar una filosofía práctica mediante la cual conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de los restantes cuerpos que nos rodean, tan claramente como conocemos los diferentes oficios de nuestros artesanos, podríamos emplearlos de igual manera en todos los usos de que son capaces y de este modo hacernos como señores y poseedores de la naturaleza".

         Fácil nos sería amontonar en la misma línea pensamientos y juicios de otros varios hombres, muy representativos de la época, como fueron Bacon y Hobbes. "Satisfaced vuestra pasión por la ciencia, recomendaba David Hume, pero que vuestra ciencia sea humana y tal que pueda tener una relación directa a la acción y a la sociedad".

         Llegaremos así a Manuel Kant, vigoroso y solitario pensador, que nos enseñará la primacía absoluta de la razón práctica, a despecho de una profunda desconfianza en la razón teórica. Nadie como él fue tan radical y penetrante en afirmar que la actividad del pensar es una actividad productora o fabricadora.

         La filosofía del siglo XIX heredó plenamente el espíritu del pensamiento kantiano. Hasta en aquellos grandes idealistas alemanes encontramos que la filosofía y toda la vida humana no serán otra cosa sino un ancho despliegue de una razón creadora, marejadas de evolución de un logos demiurgo.

         Este humanismo moderno, humanismo práctico abocado a la conquista y dominio de la naturaleza física, alcanza su plenitud histórica con el movimiento revolucionario marxista. Ya lo había dicho Hegel, pero Marx lo consagra y lo convierte en palanca de la historia: el trabajo obrero es la suprema actividad del hombre. Todo lo demás es superestructura y hojarasca.

         Esta es, a grandes rasgos y con varias lagunas, la trayectoria del humanismo práctico, humanismo horizontal y terrestre, que se inicia en el Renacimiento y se consuma ahora en esas empresas gigantescas que pone en marcha el titanismo industrial.

         El mundo moderno ha hecho el trágico experimento de arrojarse con ardiente frenesí en la tarea gigante de domeñar la tierra. Las energías de la naturaleza, en otro tiempo ocultas y misteriosas, están hoy día patentes y al arbitrio de los hombres. El mundo ya no conoce las distancias, y el tiempo mismo se ha vuelto vertiginoso y breve. Hemos reducido el espacio y el tiempo y toda la superficie de nuestra tierra se ha convertido en insignificante pañuelo.

         Pero, la criatura humana no es solamente un animal terrestre. Su ambición no se colma con la tierra; su corazón no se contenta con los tesoros menguados que "los ladrones del mundo roban" y "la polilla de este siglo carcome" (S. Mateo 6,19).

         El hombre es un vaso, un pequeño dedal si se quiere. Pero ese diminuto dedal sólo se llena con eternidad. Como decía San Agustín: "toda abundancia que no es mi Dios es indigencia".

         Y el mundo moderno sufre la desgracia de esta indigencia. Ha ganado todo el mundo, pero la interioridad de su alma se ha vuelto pordiosera. El conocimiento y el dominio de la tierra no han ido parejos con el conocimiento y el acopio de las riquezas del espíritu.

         Mas ahora, las ilusiones y el embrujo del homo faber (que tan bellamente había profetizado Pico de la Mirándola) se van disipando ya; y los terribles azotes de la guerra, sumados a la amenaza creciente de una hecatombe nuclear, parecen traernos mayor entendimiento de la verdadera vida humana. Sobre el inmenso naufragio de tantas esperanzas idolátricas se alza de nuevo Dios como un impávido peñón.

         La más profunda y la más viva lección que la conciencia contemporánea ha recogido en las angustias y dolores de nuestra historia es la absoluta imposibilidad de fundar una convivencia fraternal y establecer una verdadera ciudad humana si no se pone a Dios como cimiento de la vida.

         Pero Dios es un espíritu y sólo se llega a El por los caminos de la verdad y del espíritu, es decir, por lo caminos de la inteligencia y del amor, no por los caminos del hacha y del martillo.

         La vida contemplativa realiza este esfuerzo, cumpliendo un noble oficio, el más divino y el más necesario que la criatura humana puede ejercitar sobre la tierra. Y la cultura que los hombres procuramos cosechar en la historia, sólo tiene sentido y plenitud cuando descubrimos y sentimos en presencia de Dios la dignidad del hombre y el valor real de cada uno de sus esfuerzos.

         Como decía Santa Teresa: "Jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios".

         Sin despreciar en lo más mínimo el valor real del trabajo y de la técnica, el humanismo cristiano lo integra en un esfuerzo interior de política humana y de comunión fraternal en la intimidad de lo Alto.

 

(ABC, 17 de octubre de 1982)

 

 

 

         HUMANISMO Y POLÍTICA

 

         Hemos sido testigos la semana pasada de un interesante cambio de opiniones entre los Dres. H. Sánchez Quell y Justo Pastor Benítez sobre los fundamentos doctrinarios de los dos partidos más añosos que ha dado la política paraguaya.

         Y digo interesante por varias razones. Primero: porque el debate se mantuvo y se mantiene a un alto nivel de seriedad intelectual y respeto recíproco. Segundo: porque casi nunca o pocas veces hemos escuchado un intercambio de opiniones sobre temas de esta índole, dilucidando razones y hechos que conciernen a la raíz de la política. Y tercero: por la lección que nos trae y el camino que nos abre; en el sentido de conducir nuestro pensamiento más allá del simple empirismo y más allá de los episodios de cuartel.

         Alentado por esta circunstancia y deseoso de contribuir al esclarecimiento de las razones más vitales que atañen a una política humanista y nacional, quisiera expresar ahora un apretado número de principios rectores según los cuales habría que diseñar la ejecución del bien común en esta hora. Es mi modesto parecer, se entiende.

         Y en esta ocasión me voy a limitar al simple enunciado de estos principios, dejando para otro momento y otro esfuerzo la explicación detenida y fundamentada de las razones o filosofía en que se nutren.

         Digo, entonces, y en apretada síntesis:

         1) El hombre, cuya dignidad personal consiste en ser racional y Ser libre, es el sujeto, principio y fin de la actividad política.

         2) La vida social, y en particular la comunidad estatal, es mediación insustituible para que la persona humana pueda lograr su plenitud histórica.

         3) Los individuos e instituciones particulares subordinan sus intereses al bien común político. Pero el bien común político, a su vez, redunda en bienestar de cada ciudadano; se distribuye y se comunica a cada miembro de la ciudadanía.

         4) La vida común de un pueblo y su bienestar colectivo no pueden lograrse si la multiplicidad y heterogeneidad de intereses y personas no se ajustan racionalmente gracias a la ley y a la fuerza moral del recto orden jurídico. El derecho es el alma de los pueblos.

         5) La autoridad y el poder de todo gobierno, como garantía del orden jurídico y promotor principal del bien común, no brotan de la arbitrariedad o de la fuerza; nacen del recto orden jurídico; y deben ejercitarse dentro de los límites y objetivos que el derecho constituido determina.

         6) La democracia, como forma de vida y como régimen o sistema de gobierno, es el modo más adecuado y más justo para que todo el pueblo participe y colabore en la gestión, promoción y goce del bien común nacional.

         7) El ejercicio libre y responsable de la opinión pública es elemento vital de toda vida democrática sana. Los medios públicos de comunicación han de estar a su servicio, para que el pueblo se informe, dialogue, critique y proteste.

         8) La opinión multiforme de la ciudadanía toma cuerpo y desemboca en acción política gracias a las nucleaciones partidarias. Sólo en ellas se logra la concepción concreta e histórica del bien común. Sólo en ellas se alcanza la sensata madurez de pensamiento y de acción que llamamos civismo. Dar a los partidos políticos cultura cívica y ofrecerles holgado espacio vital en que puedan políticamente ejercitarse, es el camino normal y más seguro que conduce a la real democracia.

         9) El pasado histórico, es decir, esa larga tradición de los esfuerzos generacionales, sus luces y sus sombras, sus infortunios y sus glorias, constituyen cantera viva de experiencia y señalan para el porvenir nuestras posibilidades y nuestra vocación. Con estos recuerdos y esperanzas la conciencia colectiva se hace Nación y es excelente madera para la creación de un Estado de Derecho.

         10) Siendo la democracia de raíces evangélicas y habiendo sido nuestro pueblo Amamantado en la fe cristiana desde hace siglos, más allá de los partidos y más allá de los intereses exclusivamente temporales, la Iglesia ocupa un lugar trascendente en la gran tarea de edificar la ciudad humana. Avivando la conciencia colectiva con los valores eternos que significan la persona humana, la libertad, la justicia y el amor fraterno o bien común, la Iglesia seguirá siendo Madre y Maestra de nuestra difícil peregrinación nacional.

         He aquí este manojo de principios fundamentales que ofrecemos a la consideración de nuestro pueblo y a la inteligencia y discusión de sus líderes.

         Aunque varios de los principios aquí enunciados ya se han esclarecido alguna que otra vez, volveremos sobre ellos lentamente, y quiera Dios vayan generando en nuestro ánimo un acorde vigoroso de pensamiento y voluntad.

 

(ABC, 25 de setiembre de 1983)

 

 

 

         LA LIBERTAD, DON DE DIOS Y CULTURA DEL HOMBRE

 

         Seguramente, nada hemos de encontrar en la historia de los hombres que sea de más aprecio y esperanza como este gran tesoro de la libertad en la vida. Por ella se interesan y combaten, con indeclinable afán de cada día, tanto la religión como la política, tanto la filosofía como el arte, tanto la moral como el derecho.

         En la historia de los hombres la libertad aparece como la piedra de toque, según la cual abrimos juicio sobre los quilates de nuestra cultura y el bienestar de la existencia. No hay conciencia, por más envilecida y servil que se conozca, que no experimente dentro de sí la entrañable vocación de vivir en libertad. Para extinguir la voz de ese destino, hay que reducir a cenizas la misma naturaleza del ser humano.

         No obstante eso, a veces los hombres sienten miedo a la libertad y prefieren vivir pasivamente, abrigados por la seguridad de la tutela ajena. La misma religión y las reglas de la moral y del derecho, de continuo, salen al encuentro de la libertad, la toman de la mano y pretenden trazar fronteras a su imprevisible dinamismo.

         Y resulta verdaderamente curioso que nuestra Iglesia cristiana, la Católica, haya sido acusada tantas veces de enemiga y de hostigadora constante de la libertad, cuando que ella repetidas veces la ha declarado "dogma de fe", sancionando como hereje, es decir, como extraño a su auténtico sentir, a todo aquél que se atreva a negar la existencia de la libertad.

         ¿Cómo se entiende todo esto? ¿Y qué cosa tan delicada y misteriosa es lo que el hombre siente cuando sueña y cuando lucha para llegar a ser un hombre libre? ¿Qué es la libertad, a fin de cuentas?

         Comencemos haciendo una distinción fundamental y que puede ayudarnos luminosamente en la inteligencia de una realidad tan compleja y huidiza como es la libertad.

         Tenemos que distinguir muy bien entre la libertad psicológica o LIBRE ALBEDRIO, que es un don natural, elemento constitutivo de todo hombre normal y adulto, y la libertad de liberación, es decir, la INDEPENDENCIA o AUTARQUIA que el hombre procura y conquista, gracias a un largo y penoso esfuerzo.

         De la primera forma de libertad, que llamamos libre albedrío, decimos que es un don natural, puesto por Dios en la misma estructura de nuestra esencia humana. Pasados los primeros años de la infancia y llegado a una cierta madurez, todo hombre comienza a ejercitar la libertad psicológica y siente que su querer no está determinado en una única y precisa dirección; siente que puede hacer esto o lo otro, que puede hacerlo hoy o mañana, de una forma o de otra forma. Este dominio o señorío que el hombre tiene de sus propios actos, esta inmunidad de coacción interna, es de una evidencia tan clara y tan inmediata que no necesita de ninguna demostración. Se impone a la conciencia de manera irrecusable. Y toda la artillería con que quieren batirla ciertas filosofías deterministas, resulta impotente frente al solidísimo testimonio de la conciencia.

         Podrán decirnos que no somos libres en muchos de nuestros actos; o que nos rodean varios factores, condicionando muy de cerca el ejercicio de nuestra libertad. Todo eso puede ser. Pero sólo significa que la libertad psicológica del hombre no es un poder absoluto, como pretendía Sartre; y que hay grados y grados en el dinamismo normal de nuestro libre albedrío.

         En cambio, la libertad de liberación o de autarquía, aunque dice estrecha relación con la libertad natural o libre arbitrio, constituye un espacio de vida humana muy diferente.

         En este caso, la libertad no es un don natural, sino objeto de conquista y hazaña memorable. El hombre puede ganarla con sostenido y duro esfuerzo, año tras año. Pero también puede perderla, viniendo a caer sujeto bajo diversas formas de servidumbre.

         Vale la pena hacer una rápida revista de las múltiples fuerzas que rodean la existencia del hombre y que procuran invadirla, impidiendo su bienestar y desarrollo, es decir, privándola de libertad.

         Citemos en primer lugar, la naturaleza material que nos circunda. Abandonada a su nativa feracidad ella puede acabar con el hombre o puede postrarlo bajo una montaña de miseria y servidumbre. Pero el hombre, haciendo uso de su razón y de sus manos, puede afrontar la naturaleza, hasta dominarla, poniéndola a su servicio y a su confort. Eso es lo que llamamos cultura técnica; inteligencia y esfuerzo manual de siglos con que los hombres van logrando señorío y libertad frente a las fuerzas naturales.

         En segundo lugar, y por encima de la naturaleza, podemos ver que los hombres se ponen en contacto y entran en relación unos con otros. Abandonados a su nativa feracidad serían prisioneros de la ambición y la codicia y entablarían sus relaciones sin más armas que la astucia y la violencia. Fácilmente la voluntad armada de unos pocos haría cautiva la voluntad desarmada de los otros.

         Por el contrario, si estas relaciones se construyen con gran esfuerzo moral a base de solidaridad, justicia y amistad fraternal, la convivencia con los otros hombres creará un limpio espacio de bienestar social y libertad. Eso nos ayuda a comprender que el autoritarismo paternalista y la dictadura revelan falta de cultura.

         En tercer lugar, y más allá de las relaciones de fraternidad y de justicia con que los hombres conquistan la libertad política, la persona humana puede sentirse amenazada por las fuerzas del instinto y la pasión que arden en su interior y que no saben integrarse en la unidad orgánica diseñada por el espíritu. Abandonado a la feracidad nativa de su condición animal, el pobre hombre se volvería esclavo de sus pasiones y pronto perdería toda libertad interna.

         Pero si el hombre toma enérgica conciencia de su condición personal y procura encauzar racionalmente todas las energías de su complejo mundo interno, se sentirá con el tiempo dueño de sí mismo dentro de la más gratificante libertad. La cultura moral y espiritual es el hontanar de la libertad más íntima que el hombre puede saborear.

         Incluso frente a Dios el ser humano podría conquistar cierto espacio de mayor señorío y libertad. Porque ocurre con frecuencia que nuestras relaciones con Dios no guardan la armonía requerida ni con la dignidad divina ni con la dignidad humana. Queremos manipular a Dios con nuestros ritos supersticiosos y groseros, o bien tenemos de Él una idea tan mezquina, como de Júpiter tonante, en cuya presencia sólo valen temor y temblor. Somos esclavos de nuestras ideas supersticiosas y de nuestro miedo servil.

         Liberarnos de estas ideas y usos hechiceros nos abriría un luminoso ámbito de encuentro filial con Dios. Sería un bello momento de libertad religiosa.

         Quede, pues, en nuestro ánimo esta distinción fundamental que hemos hallado entre la libertad psicológica o libre albedrío y la libertad de liberación o autarquía. La primera es un don de Dios, elemento nativo de nuestra naturaleza. La tenemos y la usamos sin mayor esfuerzo ni cuidado. Por ella los hombres no combaten ni mueren.

         La libertad de liberación, en cambio, es la esperanza más alta y el horizonte más noble a que los hombres y los pueblos dedican sus sudores y su sangre. Para la vida y para la muerte, ella es la gloria más subida.

 

(ABC, 25 de julio de 1982)

 

 

 

 

COLOFON

 

         HACIA UN DIÁLOGO FECUNDO

 

         Decíamos un domingo pasado, no hace mucho, que todo esfuerzo de diálogo político ha de tomar siempre como punto de partida algún espacio de asentimiento y de común acuerdo. Es regla fundamental de psicología y de lógica que desde la contradicción absoluta ningún intercambio de ideas es posible.

         Y afirmábamos en esa ocasión que ese espacio de acuerdo fundamental no podía ser otro sino la clara y firme convicción de que la situación política de nuestro país es gravemente anormal. El uso arbitrario y represivo del poder, así como la distorsión de las instituciones y la declinación tremenda de nuestro civismo, configuran desde hace tiempo un cuadro crítico alarmante. Así decíamos, entonces.

         Pero hemos de añadir ahora, que ese grave diagnóstico de la situación nacional era tan sólo el elemento negativo del acuerdo común, punto de partida necesario del diálogo político.

         Queda todavía por decir, cuáles son los elementos positivos o cuáles son los valores políticos de mayor trascendencia en que hay que radicar el común acuerdo, para comenzar el proceso y llevarlo adelante hacia una recuperación nacional satisfactoria.

         Muchas cosas podemos desear y pedir a este propósito. Pero aquí se trata de ese mínimo indefectible en que previamente han de ponerse de acuerdo los que dialogan.

         Yo diría, y en primerísima instancia, que al comienzo de todo diálogo político, no sólo hay que llevar buena voluntad, sino más aún, hay que establecer, y por escrito, la regla fundamental del juego, que es el compromiso de la buena fe.

         Todos los que ingresan a participar de un diálogo democrático, libre y justo, deben llevar este vínculo dentro del alma, y deben rubricarlo en un serio documento, con noble y consciente responsabilidad.

         Hay que desterrar, de entrada, y para siempre, todo eso que la politiquería barata ha canonizado, como son los procedimientos de astucia y prepotencia. Nada de engañifas, nada de fraudes, nada de apremios ni amenazas. Porque el verdadero hombre político es prudente y es sagaz, pero no es astuto ni ladino; es altivo y es firme, pero no altanero ni violento; sabe contrarrestar la ofensa y sabe luchar, pero con las armas de la verdad y la justicia, sin encono, sin venganza, sin agravios.

         Este es el pacto de cristiana nobleza en que han de coincidir de entrada todos aquellos que caminan hacia un encuentro nacional.

         Pero hay que saber que este noble compromiso no resulta siempre fácil, ni es muy claro en determinadas ocasiones. Todos sentimos la atentación de llegar pronto a nuestros fines; y nos parece que las artes del mbareté y del pokarẽ son más expeditivas y eficaces. Mucho más todavía cuando estamos viendo día y noche que nuestros adversarios de otros bandos usan y abusan de tales medios, sin hacerse tanto escrúpulo moral.

         Los que van a la política ya saben que tienen que chapotear en el barro, nos decimos; y cedemos prontamente a la tentación de recurrir a las mismas armas de la mala fe y de la violencia. ¡Maquiavelo es siempre interesante!

         Una segunda convicción que ha de acompañarnos desde los duros comienzos del diálogo político es que nuestro camino es largo, empinado y sinuoso. La democracia no se establece ni se vive en la conciencia colectiva de los pueblos por vía de un simple decreto o por el entusiasmo momentáneo que pueda arder en un encuentro callejero. Todo ello vale algo, e incluso puede tener duradera significación. Pero sólo el trabajo perseverante, hecho de tenaz inteligencia y voluntad, puede amasar con el tiempo una saneada convivencia en orden, justicia y libertad.

         El exitismo es la tentación permanente de todo aquel que se lanza a la vida pública y quiere transformarla orientando la nave del Estado hacia un nuevo promontorio de valores.

         Por eso la política es obra de veteranos. Porque sólo ellos tienen la dura paciencia de resistir y saber esperar; y los años de la prisión o del exilio, en vez de reducir sus energías, las vigorizan y agigantan.

         Yo diría que estas dos actitudes: la de la buena fe y la de la tenacidad perseverante son las condiciones fundamentales, algo así como el avío necesario, para comenzar y llevar a término un diálogo político fecundo.

         Pero el diálogo es una marcha, es un movimiento. Y como todo movimiento tiene sus objetivos.

         ¿Cuáles son, a nuestro parecer, los objetivos prioritarios que un diálogo de encuentro nacional debe proponerse en las actuales circunstancias?

         A mi entender, y salvo mejor juicio, tres son estos objetivos fundamentales que una política de reencuentro debe plantearse con prioridad de todo otro.

         Lo primero: es el restablecimiento de la moral pública. Frente al desquicio profundo que ha venido padeciendo el contenido ético de nuestra convivencia cívica, un primer esfuerzo vigoroso ha de orientarse a la recuperación moral de la nación. Ya se ha citado en otras varias ocasiones, pero es útil volver a recordar la frase aquella de Maritain: "una revolución que no transforma los corazones, nada hace sino revolver sepulcros blanqueados".

         Lo segundo: es el restablecimiento de la libertad ciudadana. Después de penosos años de política represiva, de verticalismo autocrático y de miedo, hemos de volver a tener confianza en nuestra ciudadanía y hemos de restituirle su condición vital que es respirar holgadamente en libertad, usufructuando todos sus derechos.

         Lo tercero: es el restablecimiento pleno del recto orden jurídico. Ahí tenemos la Constitución y las leyes. Gobernantes y gobernados rindamos culto a la patria viviendo luminosamente al resplandor de su justo ordenamiento racional.

         Eso es un Estado de derecho: convivir la libertad, en un terreno de robusta conciencia moral y dentro del orden jurídico.

 

(ABC, 26 de febrero de 1984)

 

 

 

 

 

INDICE

 

VIII. SITUACIÓN POLÍTICA Y CRÍTICA

Libres para liberar

Nuestro horizonte cultural

Remedio de emergencia que se perpetúa

Maniqueísmo político

El exilio

El poder arbitrario

Poder político colonizado

Educación por decreto

No sólo de pan vive el hombre

Hacia el diálogo político

Espíritu democrático aprueba

La Iglesia en los afanes de nuestra historia

Evangelización y cultura

Diagnóstico pastoral de la situación presente

Diagnóstico pastoral socio-económico

Diagnóstico pastoral de la situación política

Política y civismo en el diagnóstico pastoral

Proyecto histórico nacional

Hacia el futuro

Itaipú, serio compromiso

Convocados por la fe y el amor patrio

Grave diagnóstico de nuestra realidad política

Responsabilidad para con la Patria

Pletocracia y democracia cultural

 

IX. HUMANISMO, CULTURA Y POLÍTICA

Dimensión horizontal y vertical de la cultura

Humanismo y política

La libertad, don de Dios y cultura del hombre

Año nuevo y esperanza

Naturaleza y dignidad del trabajo

Universidad y política

Universidad y esperanza joven

Universidad y pueblo

La cenicienta de la universidad

La hora de la esperanza

Identidad propia e identidad familiar

El fracaso, plataforma de la esperanza

 

COLOFÓN

Hacia un diálogo fecundo

 

 

 

 

 

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SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO I

SECUNDINO NÚÑEZ





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