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ALBERTO PERALTA

  MITAÍ VALLE - LA HISTORIA DE GERVASIO LEÓN, 2012 - Narrativa de ALBERTO PERALTA


MITAÍ VALLE - LA HISTORIA DE GERVASIO LEÓN, 2012 - Narrativa de ALBERTO PERALTA

MITAÍ VALLE

LA HISTORIA DE GERVASIO LEÓN

Narrativa de ALBERTO PERALTA

Editorial SERVILIBRO

COLECCIÓN BIBLIOTECA PARA JÓVENES

Seleccionada y editada por: NILA LÓPEZ

Diagramación: MARÍA JOSÉ DEL PUERTO

Asunción, Agosto

2012 (89 páginas)

ISBN: 978-99953-0-449-2

Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98

 

 


 

Deliciosas, profundas, juguetonas, las páginas que siguen nos atraen con sus misteriosas combinaciones de palabras. Un libro actual también puede hacer frente a la pobreza y la desigualdad. Queremos mejorar la equidad de la comunicación humana, por eso contamos historias con toda la intensidad de nuestros recuerdos. Esta colección de Biblioteca para Jóvenes de SERVILIBRO, tiene un fuerte valor testimonial que con seguridad encariñará a los lectores: podrán conocer muchas cosas variadas del Paraguay y su gente, acercarse a los símbolos de una identidad que nos define. ¡Y con nosotros, los escritores, seguir persiguiendo sueños!

NILA LÓPEZ

 

 

 


CAPITULO UNO

CABAYU SAITE, EL PROFETA

 

Cuando don Cándido León tuvo en sus brazos al pequeño que acababa de nacer, ante la sorpresa de la co­madrona y parientes presentes, salió disparado de la casita de adobe con techo de paja. La única que no quedó boquia­bierta fue la feliz mamá primeriza. Con una sonrisa, explicó que don Cándido estaba esperando el nacimiento para que "cabayú saité", el chamán guaraní que había abandonado la selva para estudiar la medicina de los "paraguayos", le dijera el futuro de ese hijo tan esperado.

Llegó sin aliento a la "posada" donde "Cabayusái" (para los amigos) sentaba sus reales. El chamán, que sabía que sus poderes no incluían la predicción del futuro, tenía sin embargo la generosidad de tratar de satisfacer las espe­ranzadas curiosidades de los padres, especialmente de los padres jóvenes. Gracias a eso -además- recaudaba algunos magros recursos para mantenerse en la "gran ciudad" (en realidad, una aldea pyruzú) que era Asunción, donde hur­gaba en los conocimientos de un puñado de médicos que mezclaban la medicina europea con conocimientos herbo­rísticos y magias de diversos colores.

Ni bien tuvo al recién nacido a mano, lo levantó casi hasta el techo, pronunció algunas palabras en ningún idioma, y tras permanecer mudo e inmóvil por treinta segundos, sentenció: "Este niño va a ser el de mayor puntería de la comarca".

Don Cándido, con los ojos bien abiertos, siguió expectante de las palabras de Cabayusái, pero éste había cerrado los ojos y extendido la mano derecha reclamando la "ofrenda", generalmente consistente en un par de monedas de cobre.

Pero al ansioso padre, las palabras del chaman re­sultaban demasiado oscuras, demasiado escasas, totalmen­te insuficientes. "Pero, maestro... ¿qué lo que va a ser mi hijo?" "Ya hablé". La respuesta vino acompañada de un enérgico movimiento de la mano derecha reclamando el pago. Don Cándido entregó las monedas y salió a paso len­to, con el hijo en brazos, tratando de encontrar la clave para desentrañar la predicción.

Llegó a su casa con dos o tres teorías, bastante traídas de los pelos. Pero, acostumbrado a ver las cosas con optimismo, se convenció de que el tiempo daría sentido cabal a las palabras de Cabayusái. A él le quedaba la misión de ayudar a que se cumpla la profecía.


 

CAPITULO DOS

EL PRIMER INDICIO

 

Pese a la oposición de la madre (que quería bautizar al primogénito como Carlos Antonio, con el nombre del caraí presidente) don Cándido le impuso al niño el nombre de Gervasio, en homenaje a un ciudadano oriental que había recalado en estas tierras y a cuyos servicios estuvo su abuelo, que siempre recordaba la sabiduría del asilado. Su primera idea había sido bautizarlo como José Gervasio, pero finalmente omitió el primer nombre porque coincidía con el de un chico’i que su mujer había tenido antes de que él irrumpiera en la escena.

Gervasio creció feliz como casi todos los niños en la Asunción de la reciente segunda mitad del siglo diecinueve. Iba a la escuela, se alimentaba bien, aprendía a amar a la patria, a sus padres y -por supuesto- a respetar a las autoridades.

Pero antes, a poco de cumplir dos añitos, su papá creyó descubrir el primer indicio de lo que significaba la profecía de Cabayusái: Gervasio era zurdo. Todo lo hacía con la mano izquierda, resistiendo tozudamente a las exi­gencias de mamá de que usara la derecha.

"Los zurdos tienen puntería", sentenció don Cándi­do, sin detenerse a razonar de que eso lo había inventado él mismo. "Significa que mi misión es ayudar a que esa pun­tería se potencie, qué gran idea fue haber consultado con Cabayusái".

A partir de ahí todos los juegos padre-hijo consistieron en poner un objeto a distancia acorde con la fuerza del niño, y tratar de derribarlo con proyectiles tales como frutas (exceptuando sandías) y cantos rodados. Por supuesto, al niño le divertía a mares esa actividad y a los cinco años era capaz de pegarle a un limón puesto sobre un tronco desde una distancia de diez metros.

Un orgulloso padre se encargó de que todos en Asunción se enteraran de que en su casa vivía el paraguayo con mejor puntería. No le quedaba claro aún el cómo ese talento incidiría en su futuro, pero siempre tenía intacta en la memoria la solemnidad con que Cabayusái había dado a luz la profecía, y eso era suficiente para saber que Gervasio pasaría a la historia.

 


CAPITULO 6

LA PIEDRA ROSETTA

 

Emulando a Alejandro Magno, Napoleón Bonaparte se había lanzado a la conquista de Egipto, la llave para la expansión francesa al Oriente. En julio de 1798, el ejército napoleónico entra en El Cairo y los europeos redescubren las ruinas de un imperio perdido en el tiempo. Allí, Bonaparte pronunció su célebre arenga: "¡Soldados! Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan", antes de la victoria que le daría el control de la ciudad. La flota inglesa en el Mediterráneo, con Nelson al mando, se encargó de derrumbar sus pretensiones de expansión.

Pero este fracaso militar de Napoleón, tuvo una contracara cultural. Bonaparte había reunido un equipo de astrónomos, químicos, pintores, poetas, geómetras y geó­logos, con el objetivo de sacarle provecho científico a esa expedición militar. Cargados de un impresionante mate­rial, regresaron a Francia, tras la capitulación francesa en Alejandría, en 1801, donde debieron soportar la afrenta de entregar a Inglaterra las antigüedades egipcias apropiadas por Napoleón. Pero se habían precavido de sacarle copias a todos los materiales, en especial, de los jeroglíficos, dibujos cuyo significado se desconocía, aún para los propios egip­cios descendientes de esos escribas.

"Cuando como resultado a su conversión al cristia­nismo" explicó Champollion "el pueblo egipcio recibió de los apóstoles la escritura griega alfabética, teniendo enton­ces que escribir todas las palabras de su lengua materna con este nuevo alfabeto, cuya adopción los separó para siempre de la religión, historia e instituciones de sus antepasados, siendo `silenciados' todos los monumentos por estos neófi­tos y sus descendientes".

Entre esas copias traídas a Europa, una, que el propio Champollion vio en su visita infantil en casa de Fouricr, sería crítica para la comprensión de esos signos: la piedra de Rosetta.

Rosetta (o su nombre árabe Al Rachid, derivado del antiguo egipcio "Rikhit") era un puerto, a unos 13 km de la desembocadura del Nilo, que rivalizaba con Alejandría

como salida al mar de El Cairo. En su construcción se utilizaron muchos de los materiales faraónicos del Delta del Nilo. Ya habían pasado sus días de gloria cuando el ejército napoleónico, en previsión de un ataque angloturco, rearmó un viejo fortín, el Fuerte St Julián. En esas obras se encontró una laja de granito negro (o de basalto, para otros), fragmento de una estela de un templo, en una de sus caras grabada con tres tipos de escrituras. La piedra medía (y mide, porque aún se exhibe en el Museo Británico, catalogada como la pieza EA24) 118 cm de alto, 77 de ancho y 30 de espesor, pesaba 762 kilos. Sólo se conservaba intacta la esquina inferior izquierda de la piedra, que la posterioridad conocería con el nombre de la Piedra de Rosetta.

La leyenda dice que el teniente Pierre Bouchard encontró la piedra, pero parece ser que él era sólo el jefe de la guarnición y que el hallazgo perteneció a un soldado

(cuyo nombre no pasó a la historia) que, para más datos, salió huyendo a los gritos al verla, como si temiera caer hechizado por alguna maldición antigua.

Lo peculiar de este fragmento eran las escrituras que combinaban en su superficie: una zona superior, unas 14 líneas de jeroglíficos, escritura sagrada que se usaba en

templos y monumentos; otra, en la parte media, veintidós líneas, de una escritura informal, más abreviada, llamada n.

Pero lo importante (y que diferenciaba a esta piedra de cualquier otra conocida) estaba en el sector inferior: 54 líneas en griego. Al leer el texto griego (descifrado por un general de Napoleón), se supo que esa inscripción era una dedicatoria laudatoria de los sacerdotes de Menfis a Ptolomeo V, en el año 196 AC:

«Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses,

superior a sus enemigos, que ha restablecido la vida de los hombres, Señor de la Fiesta de los Treinta Años, igual a Hefaistos el Grande, un rey como el Sol, Gran Rey sobre el Alto y el Bajo País, descendiente de los dioses Filopáteres, a quien Hefaistos ha dado aprobación, a quien el Sol le ha dado la victoria, la imagen viva de Zeus, hijo del Sol, Ptolomeo, viviendo por siempre, amado de Ptab.

En el año noveno, cuando Actos, hijo de Aetos, era sacerdote de Alejandro y de los dioses Soteres, de los dioses Adelfas, y de los dioses Euergetes, y de los dioses

Filopáteres, y del dios Epífanes Eucharistos, siendo Pyrrha, hija de Filinos, athlófora de Berenice Euergetes; siendo Aria, hija de Diógenes, canéfora de Arsínoe Filadelfo; siendo Irene, hija de Ptolomeo, sacerdotisa de Arsínoe Filopátor, en el (día) cuarto del mes Xandikos -o el 18 de Mekhir de los egipcios-».

Si bien los ingleses se llevaron el original, los franceses se habían cuidado de sacar copias de la piedra, entintando su superficie e imprimiéndola en un papel, mediante la presión de un rodillo, para que lo estudiaran sus compatriotas. Y se especuló que, si esa piedra repetía un texto en griego, demótico y en jeroglíficos, no seríacomplicado hallar la correlación entre un lenguaje y otro, con lo que la lengua del Antiguo Egipto, que se creía perdida en el tiempo, revivía cuando menos se la esperaba.

Sin embargo, los jeroglíficos siguieron siendo impe­netrables para las mejores mentes de Europa. Fueron tantas las veces que los estudiosos se dieron contra la pared que la opinión dominante era que los jeroglíficos egipcios eran intraducibles y que sólo tenían valor ornamental. Eran dibu­jos simbólicos y no una escritura, no representaban sonidos.

Las primeras menciones de los jeroglíficos para Occidente provienen de Heródoto, Estrabón y Diodoro, quienes viajaron por Egipto y mencionaron los jeroglíficos como una incomprensible escritura de imágenes. Los con­temporáneos de Champollion se basaban en los textos de Horapolo (siglo IV DC) quien lo consideraba una escritura de imágenes, lo que llevó a interpretar los simbolismos de esas imágenes, dando lugar a las variadas (y erróneas) inter­pretaciones.

En cierta ocasión, Champollion identificó el símbo­lo de una serpiente echada con una “f”.Esa idea le pare­ció descabellada y la desechó. Hubiera significado que las imágenes jeroglíficas eran letras, signos representativos de sonidos. Ése era, justamente, el camino.

(Mucho tiempo después, escribiría: "No me cabe duda, señor, de que si pudiéramos determinar definitiva­mente el objeto representado o expresado por todos los je­roglíficos fonéticos comprendidos en nuestro alfabeto, se­ría un trabajo relativamente fácil para mí demostrar, en los léxicos egipcios-coptos, que los nombres de estos mismos objetos empiezan con la consonante o con las vocales que su imagen representa en el sistema jeroglífico fonético").

Dándole la espalda a la tradición posterior a Hora­polo, Champollion se distinguió del resto de sus colegas, aún de aquéllos como el inglés Thomas Young que llegó a traducir varias palabras de la parte demótica (él identificó el nombre de Ptolomeo, en la parte demótica) pero sin lograr establecer el método de escritura.


 

CAPITULO DOCE

EL POSTRER ACTO DE HEROISMO

 

Gervasio fue herido en la carga final de los brasile­ños. Hecho prisionero al igual que otros seiscientos solda­dos, fue pasado a degüello. En un postrer acto de heroísmo, Gervasio León esperó el cobarde cuchillo firme pese a sus heridas y su sangre joven tiñó la tierra que tanto amó.


 

 

CONCLUSIÓN

 

Hemos recorrido someramente en este librito la vida de dos seres humanos cuyo destino fue marcado por el cré­dito que sus padres le otorgaron a las predicciones de dos brujos. Ambos inscribieron su nombre en la historia.

Champollion será recordado por siempre como el hombre que desentrañó los secretos de los jeroglíficos. Ger­vasio León será recordado siempre por haber sido el primer francotirador de la historia y el protagonista de la última gran hazaña paraguaya en la guerra contra la Triple Alianza.

Creo humildemente que la moraleja es que las pre­dicciones pueden o no cumplirse, que el destino nunca está marcado, y que cada uno puede trazar el suyo, y lo más im­portante, cada uno puede ayudar a que los demás mejoren su porvenir.

 

 

 

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