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OLGA BERTINAT DE PORTILLO

  GEMELOS - Por OLGA BERTINAT DE PORTILLO - Año 2019


GEMELOS - Por OLGA BERTINAT DE PORTILLO - Año 2019

 

OLGA BERTINAT DE PORTILLO

Escritora, Ingeniera Agrónoma (UNA) y Licenciada en Letras (UNE). Docente universitaria. Reside en Minga Guazú. Coeditora de la revista/ espacio de expresión cultural El Tereré. Sus cuentos El mensajero y El Teodorito, obtuvieron Mención de Honor en el Concurso de Cuento Breve “Dr. Jorge Ritter” – COOMECIPAR, respectivamente. Su obra El peso de una maldición ganó el 2° Premio del Concurso de Cuentos del Club Centenario.

Con su cuento Desde la vereda integró la Antología 2012 de la Secretaría de Cultura de la Provincia de Misiones (Argentina), como también en la antología Ellas hablan. Cuentos sin mordaza - EPA. Sus cuentos Memorias del Obraje y La criadita recibieron menciones, respectivamente, en el Premio Elena Ammatuna de Cuento Corto.

Mantiene el blog La BoticA del REcreO (http:// olgalaurabertinat,blogspot.com) y asociada de EPA.

 

 

 

 

 

GEMELOS

 

Por OLGA BERTINAT DE PORTILLO

 

Después de la golpiza salió despacio del recinto; saltó la cerca de la iglesia y corrió calle abajo con la certeza de que no lo había matado. Al alcanzar el río, subió raudo a la canoa y desde allí escuchó los gritos:

—Ya lo encontraron —pensó.

Remó con fuerza en el río turbulento y oscuro; las aguas del Paraná se agitaban con el viento de la tarde y los remolinos concéntricos y traicioneros cobraban mayor intensidad al acercarse al recodo; a ese lugar desde donde se divisaba la casa patronal del obraje maderero y que anunciaba el desmonte.

Juan trató de no ser visto, se lanzó al agua, desgarró vallas de camalotes con su cuerpo y nadó sigiloso hasta pisar tierra firme, para luego perderse

monte adentro; mientras el sol desaparecía detrás de las copas macizas de los árboles centenarios de la selva paranaense, desparramando en jirones sus flecos escarlatas.

Río arriba se tejían las conjeturas:

—Algún mensú borracho que remontó el río, se enojó con el cura y le dio la paliza —dijo alguien.

—Yo encontré las pisadas en la arena, cerca del agua —manifestó otro.

El atardecer había reunido a muchos: al alcalde, madereros y curiosos que junto a la hoguera improvisada comenzaron a discutir el hecho, para ellos muy grave, pues la víctima no era una persona común, era un “hombre de Dios”.

Mientras tanto en el puesto de salud, el cura, inconsciente aún, se reponía de los golpes y cortes en la cabeza, única parte del cuerpo que recibió la agresión. El médico del lugar, un empírico rudo y fornido dijo:

—Está fuera de peligro. No tardará en despertar.

La fogata fue apagándose con lentitud y el grupo se dispersó; cada uno concibiendo sospechas del porqué de la agresión; esta era una situación rara pues en el pueblo siempre reinó la tranquilidad; todos tejían motivos y culpas, pero nada probables. Las trifulcas invariablemente habían sido simples riñas de borrachos en el bar, nunca dentro de la iglesia.

A la mañana siguiente el cura despertó atontado, no sabía lo que había sucedido. El alcalde llegó para interrogarlo y saber del agresor, pero él no pudo responder nada, simplemente preguntaba de a ratos:

—¿Dónde estoy?

Pasaron varios días y no se encontraron nuevas pistas del malhechor, solo las pisadas desvanecidas en la arena que se habían entreverado con las de los curiosos. Y de a poco la historia se fue olvidando y en el pueblo volvió la calma, esa calma ficticia que concede el olvido. El cura no se recuperaba del todo; los golpes lo habían dejado en un estado de confusión mental enrarecido. De a ratos decía llamarse Javier y eso preocupaba bastante al médico, pues se sabía que el nombre del cura era Juan.

—Es efecto de la golpiza, ya pasará —repetía el médico como queriendo convencerse a sí mismo de que esta no sería una situación irreversible.

Cuando el doctor creyó conveniente, dio de alta al cura que fue trasladado hasta la casa parroquial con la ayuda de algunos vecinos. Al llegar, éste sintió que no era su lugar.

—¡Esta no es mi casa! —exclamó muy seguro de sí.

Los vecinos se miraron y trataron de disimular su reacción; le sugirieron que se recostara un rato en el sillón. La hermana Margarita, perteneciente a la Congregación de las Hijas de María, sintió pena de él y se ofreció para cocinar un guiso de arroz.

Los días pasaron lentos y en la huida Juan consiguió vencer el monte luego de caminar por la picada zigzagueante que lo llevó lejos de allí hasta cruzar la frontera con Brasil. Llegó con los pies ampollados y sangrantes. En el caserío humilde lo esperaba Antonia, su amante desde la época del seminario, desde cuando ella lo confundía con Javier, su hermano gemelo.

—¡Esto es un engaño! —gritaba Javier mientras golpeaba las paredes de la iglesia con los puños. En un ataque de furia había lanzado contra el suelo la patena y el cáliz, y las beatas temerosas de la ira de Dios rezaron el rosario durante horas repitiendo los misterios sin cesar. Cuando los gritos se volvieron alaridos, los vecinos usando la fuerza bruta arrastraron y amarraron al desdichado a un árbol porque era imposible contenerlo.

—¡Mi hermano, fue mi hermano! —gritaba enfurecido.

—¡Pobre cura Juan! —lamentaban los vecinos entristecidos— los golpes en la cabeza lo volvieron loco.

—¡Es irreversible! —sentenció el médico.

Y Javier vocifera atado al árbol, lleva días amarrado allí y recuerda cuando mató a machetazos a sus padres a causa del dinero y la borrachera, recuerda con detalles su condena por homicidio y luego la fuga de la cárcel, su escondrijo como peón hachero en el obraje para pasar desapercibido y las visitas furtivas a su hermano Juan, el cura… y desde la distancia a Juan se le dibuja una sonrisa que le desfigura el rostro. Es la expresión inconfundible de la venganza consumada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

Enlace interno al espacio de

 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 53 al 58

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