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MELISSA BALLASCH MORENO

  ÁGUILAS SOBRE EL VIENTO, 2013 - Novela de MELISSA BALLASCH


ÁGUILAS SOBRE EL VIENTO, 2013 - Novela de MELISSA BALLASCH

ÁGUILAS SOBRE EL VIENTO, 2013

 

Novela de MELISSA BALLASCH

Con el apoyo de CENTRO CULTURAL DE LA REPÚBLICA EL CABILDO

ASOCIACIÓN CULTURAL COMUNEROS

Arandurã Editorial

Ilustración de tapa: FÉLIX TORANZOS

Asunción – Paraguay

Noviembre 2013 (396 páginas)

 

 

 


ÍNDICE

Prefacio

Se hace camino al andar

Prólogo     


PRIMERA PARTE

EL NIDO

I.       Lo que sucede en las audiencias públicas

II.      Mi camino a la salvación

III.     Dicen por ahí

IV.    Deslizándose entre mis dedos

V.      La mensajera

 

SEGUNDA PARTE

EL POLLUELO

I.       Cuando el viento es una llamada

II.      Cuando partir es más difícil la segunda vez

III.     La libertad y su sabor a desconocido

IV.    El hombre que amaba a la traidora

V.      ¿Eres el héroe de mis sueños?

VI.    Lo que nunca podrá suceder

VII.   Un truco del destino


TERCERA PARTE

EL ÁGUILA

I.       Escuchar tu voz de nuevo

II.      Porque cuando soñaba, lo hacía con todo el universo

III.     No te vayas

IV.    Si tuvieras que dejarlo todo por mí

V.      El universo al que pertenezco murió contigo

VI.    La cruda verdad

VII.   No hay sentimiento más desgarrador que la duda


CUARTA PARTE

EL VUELO

I.       ¿Qué somos?

II.      Cuando tu hogar no es acogedor

III.     El hombre que quería protegerla

IV.    Una noche oscura y llena de sombras

V.      El héroe con la fuerza para seguir adelante

VI.    El pasado no puede, simplemente, morir

VIL   Castigo y venganza, perdón y olvido

VIII.  Como la noche sin estrellas

IX.    Todo lo que soñaste para mí

X.      La humildad empieza con coraje


Epílogo

I.       La coronación

II.      El Favor Real





PREFACIO

En esta obra, “Águilas sobre el viento”, Melissa Ballasch estampa su nombre en la novelística paraguaya. Pero no es un nombre desconocido. Desde niña su pasión por la palabra se hizo evidente. Más tarde, con lecturas, tesón y retaceando tiempo a la diversión su narrativa fue tomando altura.

El carácter tranquilo pero férreo hizo de ella, paralelamente, una distinguida abogada. Cuando abandona la oficina su YO literario rompe cadenas y busca creatividad y fantasía con privilegiada pluma.

Desde el comienzo este relato presenta un conflicto lleno de incertidumbre, y así, el suspenso es ya eje de una trama plena de intriga, amor y violencia que transcurre en reinos ajenos a la realidad cotidiana.

Con diestro manejo del idioma la autora, en larga búsqueda, va desentrañando una complicada trama: vidas, intimidades difíciles de abarcar y una verdad ignorada se ocultan en ciudades hábilmente recreadas donde incursiona Tessa, la princesa que desconoce el nombre de su padre.

En el devenir de la novela las mujeres de Ballasch muestran un perfil más agresivo y erótico que los personajes masculinos, dando un enfoque muy especial al texto. La complejidad del argumento arrastra a situaciones extremas donde el protagonismo femenino, en irrefrenable impulso es, para bien o para mal, el incentivo de los acontecimientos.

La reseña minuciosa de lugares y circunstancias extrañas se desliza fácilmente al ofrecer una visión atrapante debida al lenguaje expresivo que mantiene el interés por estar siempre ligado a la acción.

El incisivo análisis de las fuerzas que dominan el ego, sentimientos dispares que pugnan en Thais y Meral -dos mujeres apasionadas y antagónicas-, se revelan con fiereza y son bellamente expuestos, con lenguaje depurado, en un proceso creativo que en capítulos de ágil desarrollo ate-sora tanto horror como poesía.

Lejos de urbes modernas, sin conflictos perturbadores, este relato nos regala una historia bien contada y de entretenido desarrollo, fiel compañera de los amantes de novelas de acción.

Maybell Lebrón




SE HACE CAMINO AL ANDAR

Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Caminante no hay camino, sino estelas en la mar.

Joan Manuel Serrat

Creo que cuando conseguimos hacer algo que parecía imposible todos nos sentimos un poco héroes. O un poco superhéroes, con la gran S. Cuando escribí la ansiada -y temida- palabra fin en mi primer borrador, imprimí la primera copia y pude abrazar mi historia, lo primero que sentí fue que nada volvería a estar fuera de mi alcance. Esta historia es para mí el punto sobre una i que yo pensaba que no iba a alcanzarme la vida para terminar de dibujar.

Y cualquiera sea la razón para que lo imposible se desvanezca, es lo más cercano que podemos experimentar a la magia. Exactamente lo que quiero que este viaje con estos personajes signifique para ustedes, como significa para mí. Que tenga la fuerza de abrirles un nuevo mundo.

Este proceso fue para mí un viaje de autodescubrimiento, tanto como lo fue para Aramis, Meral y Tessa. Empezar una historia es tener enfrente a una persona imaginaria y tratar de sonsacarle la razón de su existencia. Es la misma lucha que a veces tenemos con nosotros mismos. Sí, los personajes son lo más extraño que hay: no existen, pero ningún escritor se atrevería a asegurarlo. Entonces, ¿quiénes son? Al final, nuestra propia noción de nosotros mismos es la piedra sobre la que estamos construidos: el único muro que puede defendernos, el único cuchillo que puede herirnos. ¿Quién soy? Es una de las preguntas más antiguas que se ha hecho el ser humano. Y probablemente el dónde buscamos encontrarla nos define mucho más que la respuesta en sí misma. Porque muchas veces esa res-puesta es sólo una etiqueta.

El solo hecho de preguntar es abrir una ventana que puede llevarnos a cualquier lugar. Si tan sólo pudiéramos preguntarnos siempre ¿y qué si...? Así se escriben las historias y la propia de cada uno está llamada a ser la más maravillosa de todas.

Alguna vez hablé de algunas de las muchas cosas que un escritor puede hacer con palabras (había una vez un libro llamado Cuentos con galletitas...) puede llenar y vaciar. Un escritor siempre aprende. Es un tren que todos pueden abordar y siempre tiene una próxima parada. La esencia de la vida es ir hacia adelante (Agatha Christie). Se acaban las galletitas, las historias pasan y también quedan, pero continúa la búsqueda.

La diferencia entre la historia que vive y aquella cuyo corazón no late son los ojos del lector. La simbiosis entre el relato y su nuevo portador. La mía está en tus manos ahora. Es tuya para llevarla contigo.

Me queda agradecerte que hayas elegido mi tren, nos vemos en la próxima estación.

Y también me queda algo más. Nunca dejes de intentar alcanzar la luna.

Pero esa es una historia que podemos compartir en otro momento. La primera vez les dejé mis galletitas; esta vez, espero poder dejarles un poco de magia.


 

 

PRÓLOGO

Diecisiete años antes...

Este es mi único camino a la salvación.

Era de esperarse. El lugar era imponente y blanco, al estar rodeado de tantos árboles, parecía haberse levantado en un claro. Y los árboles, casi siempre, significan pájaros trinando. Siempre y cuando no haya tormenta. Ella observaba el templo escondida en la distancia, aliviada por el frescor de la brisa matutina escurriéndose entre sus rizos dorados. No podía tener la certeza de que iba a verlo, pero había puesto en ello todas sus esperanzas. Era lógico suponerlo, un hombre dispuesto a aprender la filosofía de los Monjes Iluminados pronto se alejaría de mujeres como ella. Pero quedarse no era el objeto del viaje de él hasta allí, y por ello, cada latido de su corazón le decía a Thais lo mismo. No lo des por perdido.

El frente tenía cinco columnas erguidas como guardianes, la imagen del Iluminado en el frontón parecía fruncir el ceño, juzgándola con toda su dureza. Yo no merezco ser juzgada. Su hombre atravesó el umbral con pasos lentos cuando ella estaba a punto de marcharse; era alto y apuesto, tan perfecto como ella sólo podía haberlo soñado, y llevaba vacía la vaina de la espada. Thais lo llamó con voz queda mientras se acercaba, hasta que su rostro se volvió hacia ella.

-Aramis -sonrió-, no te veo hace tiempo.

-Ando con la cabeza en otras cosas -contestó él, y se detuvo a su lado. ¿Estaba sorprendido de verla? ¿Feliz? ¿Molesto? Hubiera querido saberlo.

-Te extrañé -declaró ella, apoyando una mano delgada en su antebrazo.

-No deberías extrañar a la gente, eso te hará las cosas muy difíciles.

Ella bajó los ojos y, sin quererlo, aumentó la presión de la mano sobre su brazo. Tiene razón. ¿Qué tipo de respuesta esperaba, después de todo? Asintió.

-¿Te vas?

-Sí, ya fue suficiente tiempo.


Volvió a levantar la vista; vio la noche anidada en los cabellos de él, le llegaban al hombro y se agitaban al compás de la mañana. Thais quería una vida distinta al infierno en que vivía, donde no era nadie. Una vida junto... a él, quien la había tratado con respeto y la había hecho sentir hermosa, no sólo con palabras y no sólo por fuera. Quería darle hijos y demostrar que ella era más de lo que él conocía, que no era indigna de alguien como él. Siempre había soñado con una familia verdaderamente suya y con él creyó ver una oportunidad. Él iba a salvarla, él tenía que rescatarla. Thais pintó el verde de su mirada con esa desesperación.

-¿No vas a ayudarme?

Aramis la miró, como si sus palabras lo hubieran sorprendido. - ¿Qué puedo hacer yo para ayudarte?

Su voz era casi un gemido, lastimero como el quejido de los árboles a su alrededor a causa del viento. Ella le echó los brazos alrededor del cuello y se aferró a él. -Llévame contigo, por favor, no me dejes aquí.

Aramis apoyó una mano en el hombro de ella, sin intentar aún apartarla de sí. Cuando habló, su voz todavía albergaba la sorpresa. -¿Quieres venir conmigo hasta la Ciudad?

-Sí, adonde sea. No quiero pensar lo que me sucedería si vuelvo... allá abajo.

Iba a dejar aquella vida, de cualquier forma y a cualquier precio, y se había hecho la ilusión de que fuera con él. ¿Me quiere?

-¿Y si te encuentran?

-No pueden hacer nada -hizo una pausa y respiró profundamente antes de mirarlo a los ojos-. Puedes cambiar mi vida. A mí sí puedes protegerme. Si yo fuera tu hermana, ¿no querrías la misma ayuda para mí?

Había dicho lo correcto. Lo supo cuando vio nublarse sus ojos, había ganado la batalla. El brazo en el que estaba envuelta se deslizó hasta su cintura y la atrajo hacia él.

-Partimos mañana a medio día. Hasta entonces, te quedas escondida.

Una ola de alegría pareció bañarle el cuerpo y unió sus labios a los de él en un beso que se convirtió en plegaria antes de que Aramis respondiera. Permaneció un largo rato colgada de él antes de levantar la vista para encontrar su mirada. No eran los ojos de un hombre enamorado de ella, lo sabía y no trató de engañarse. Pero tenía tiempo para aquello y conocía muchos trucos dignos de poner a prueba. Él sería suyo, iba a quererla y todo sería perfecto. Ninguna otra mujer podría cambiar eso.

-Gracias -murmuró-. Eres mi héroe.


 

 

PRIMERA PARTE

EL NIDO


I. Lo que sucede en las audiencias públicas

El silbido de la flecha llenó el bosque cuando atravesó el follaje y se incrustó en el tronco del árbol, retumbando como vendaval en el silencio. Tessa suspiró. Después de toda una vuelta de reloj, de asfixiarse con el calor del mediodía, aquello había dejado de ser divertido. Pero quería entrenar su puntería con algo que no fuera un blanco de madera. Un estático blanco de madera. Arrancó una manzana para arrojarla al aire y la atravesó con otra flecha. Se clavó al lado de la anterior. El bosque estaba vacío.

Guardó el arco y se descolgó desde la rama en que estaba sentada. Si algún animal quedaba alrededor, el crujido de las hojas secas al quebrarse bajo sus pies seguramente bastaba para espantarlo. Recuperó las flechas y las devolvió al carcaj, antes de darle un mordisco a la manzana. A la Reina no le gustaba la idea de una princesa que se metía en el Bosque de la Luna, pero no había encontrado una razón para prohibírselo. ¿Cómo prohibirle algo a un Águila? Tessa resopló al pensar en ello. La Reina sí sabía cómo prohibir.

El sol le indicó que su tiempo libre se había acabado. Si no volvía con antelación suficiente como para cambiarse la armadura de cuero negro, tan útil para entrenar, iba a pasarla mal. Se sacudió el polvo y salió corriendo hacia el palacio, no sin saludar con la mano a la imagen de su abuelo -una de las tantas imágenes de mármol gris ubicadas en el umbral del bosque- como si él pudiera verla y darle su aprobación. Era la única forma en que había conocido al Rey Gesar, y ya era algo. Había alguien, mucho más importante, de quien sabía... mucho menos.

Disminuyó el paso antes de correr el riesgo de ser vista, se detuvo para inhalar el aroma de los jazmines mientras subía la escalera. Los escalones terminaban en el pasillo que llevaba a unas puertas de madera oscura y maciza; estaban a medio abrir y daban al salón donde iba a llevarse a cabo la audiencia. Necesitaba refrescarse, deshacer su trenza, ponerse la tiara, la túnica de seda blanca -eran ocasiones formales- y el cinto de oro con el emblema del reino. Y también el calzado, debía ponerse las sandalias doradas. Se detuvo al oír el murmullo, tratando de localizarlo: provenía de la habitación. Un par de fuertes brazos la jalaron hacia adentro y cerraron las puertas.

-¿Dónde estabas, Tessa? Te buscamos por todas partes -la reprendió una voz conocida.

Sólo podía ser Dorian, el Capitán de la Guardia Real. Cualquier otra persona la hubiera llamado Alteza. Se mordió el labio inferior y maldijo mentalmente. -Lo siento. El solsticio de verano me engañó... creí que llegaría a tiempo.

-Pues no -contestó él y la dejó ir.

-Ya me di cuenta.

Fue un alivio que no todas las cabezas se volvieran a mirarla. La Reina no lo hizo, pero aún así, Tessa tragó saliva. Observó primero a quienes esperaban sentados, pero como estaban ubicados contra un ventanal, la luz no le permitió distinguir los rostros. El salón estaba abarrotado de gente, y todos parecían estar postrados a los pies del retrato de su Reina, un tapiz colgado de la pared del fondo como era la tradición. También estaban las espadas cruzadas y las coronas -o tiaras-, una por cada miembro de la familia real. Aunque no era perfecta, su madre era hermosa y Tessa lo sabía, pero había tal dureza en su expresión en aquella imagen que siempre la hacía estremecer, como la inflexibilidad con todo su peso. Ningún huracán podía amenazar tanto como el azul de sus ojos. Del otro lado, la Reina tomaba notas de las palabras de un hombre muy consternado. Ella era la mujer a cargo de cada segundo de su vida. Trató de acercarse sin que se diera cuenta. Detrás del escritorio de caoba había un asiento libre donde debía estar la princesa. Los guardias de pie detrás de cada silla tenían la vista fija en su monarca, quien, afortunadamente, no tomaba las audiencias en la sala del trono, donde semejante tardanza habría llamado todavía más la atención.

Se sentó con lentitud, con aplomo de princesa, y volvió a sacudir el polvo de la textura escamosa de su falda. La Reina observó a su hija frunciendo el ceño con severidad y le removió un par de hojas secas del pelo. Tessa ofreció su mejor sonrisa de disculpa, pero cuando la atención volvió a centrarse en el monólogo del campesino, su rostro también se contrajo en desaprobación. Odiaba los condenados solsticios que le hacían perder la noción del tiempo, no había tenido intención de ser irresponsable -no tenía sentido-. Su error no quedaría olvidado tan rápido.

El hombre había perdido su cosecha de estío a causa de las heladas y solicitaba la ayuda del gobierno. Su madre se limitó a concederle el pequeño monto necesario para recuperarse y apartó la hoja donde había estado escribiendo; la entrevista había terminado. El agradeció profusamente y se retiró.

Dorian se acercó escoltando a una muchacha de rizos castaños sin peinar. Llevaba puestas una túnica muy ajada y una mirada ausente. Si era mayor que Tessa, sería por muy pocos años.

A Tessa le agradaba Dorian. Era rubio, algo poco común en su Reino, y tenía una sonrisa amplia. Había más en él de lo que la gente sabía; aquello a veces la hacía reír y sólo contribuía a su encanto.

Cuando escuchó los sollozos, volvió a mirar a la muchacha. Su rostro se hundía en un par de manos sucias y rugosas mientras sus hombros se convulsionaban con el llanto. A Tessa no le permitían llorar, ver las lágrimas le producía una angustia dura y muda, inefable.. Ella también tenía una historia que quería derramar. Escuchó la historia de cómo su padre había muerto de una fiebre extraña, habiendo consumido en el proceso todos sus recursos, y un prometido, su única esperanza, la había abandonado a su suerte con una niña recién nacida. Estaba desesperada porque no tenía cómo alimentarla.

Un padre y un esposo. Dos cosas que parecían faltar en aquella familia real demasiado pequeña. Tessa siempre soñó con que su madre se casara y le diera el padre que una muerte prematura le había arrebatado, pero ella se había negado una y otra vez con mil excusas diferentes. Probablemente fue esa frustración la que mató a su abuelo. Incluso había negado creer en el amor. Fue entonces cuando se dio cuenta: la Reina tenía el corazón endurecido -¿por la pena?, ¿por la indiferencia?, ¿por el tiempo?-, había un límite que no permitía cruzar a ninguno de los posibles candidatos. El único hombre cercano a ella era Dorian. Y, bueno, él no era una opción.

Una aflicción tan profunda como esa era imposible de ignorar. Su madre suspiró pesadamente. Era el tipo de ruegos que se suponía no debía conceder. La mujer se enjugó las lágrimas y levantó sus ojos suplicantes. Madre e hija intercambiaron una mirada. Tessa asintió, confirmando que el mismo sentimiento le había estrujado el pecho a ambas.

Ser totalmente diferentes o totalmente iguales era normal, pero estar en el medio era aterrador. A veces parecía que sentían lo mismo, como si fueran una sola, y a veces, había mundos de distancia. Mundos aparte, y Tessa no estaba muy segura de a cuál de ellos pertenecía.

Su madre concedió a la muchacha el dinero necesario para pagar la próxima cuota de la hipoteca y no perder su casa. Tras estampar su firma, apartó nuevamente la hoja. Era una indicación, la última persona a la que iba a escuchar aquel día podía acercarse.


Dorian se inclinó y susurró al oído de Tessa.

-Tenías que llegar tarde. Yo pensaba pedirte que le dijeras a tu madre sobre el acueducto roto.

-No, hoy no es un buen momento. Díselo tú -contestó ella en voz baja, con el ceño fruncido.

El siguiente caso fue el más complejo. Un hombre de mediana edad y ojos cansados aseguraba que su vecino había quemado sus campos de cultivo y solicitaba la justicia de la corona. La Reina le comunicó la necesidad de realizar una visita para corroborar los hechos e hizo a un lado la última hoja. Prometió enviar al Consejero de la Balanza. Él se marchó suficientemente satisfecho; ella entregó las notas a Dorian -quien, como su hombre de confianza y Capitán de la Guardia Real, era el encargado de ejecutar las órdenes- antes de volverse hacia su hija. Las dos abandonaron el salón, seguidas por el Capitán.

-¿Por qué hiciste eso, Meral? inquirió él, enseñándole las hojas de pergamino donde constaban las resoluciones reales.

-¿Nunca oíste hablar de la aequitas? ¿Qué haría sin nuestra ayuda? Tiene apenas la edad de Tessa. ¿Qué pensarías si fuera Tessa?

-Ese no es el punto. La política es no intervenir en cuestiones de préstamos de dinero, lo sabes bien. La hipoteca es un préstamo. Objetividad, Meral. Siempre supiste cumplir con tu deber. ¿Qué te sucedió?

Pero Tessa lo entendió, lo hizo porque la joven le recordaba a ella. ¿Iba a reprenderla de todas formas? La Reina, quien a todas luces ya se esperaba la reacción, cruzó los brazos y apretó los labios. -La política es lo que yo decido. Y nadie tiene el poder de cuestionar mi autoridad.

Impenetrable. Ahí estaba otra forma de describirla. Él rodó los ojos y bajó las notas. -Estás creando una anarquía.

-Lo que estoy haciendo -musitó ella, rodeando el escritorio-, es manejar este Reino.

Luego de girar sobre sus talones, se marchó con tanta firmeza que los retratos del pasillo parecieron rehuir su mirada, mientras el manto de seda amarilla flotaba tras ella como su sombra.

Tessa suspiró, aliviada por haberse salvado de una reprimenda inmerecida. Aun así, necesitaba explicarse. Siguió a su madre, quien ya se alejaba como un huracán.

-¡Llegué tarde por culpa del solsticio! ¡No fue mi culpa! -exclamó, aún sin alcanzarla.

-¡Presta más atención la próxima vez, jovencita, porque no te saldrá tan barato!

Y desapareció al doblar la esquina al final del pasillo para subir las escaleras.

 Khalilea descendió del caballo para acercarse a su padre cuando dejaron atrás a la Guardia. El moro era ágil y se había ganado su cariño apenas tomó las riendas por primera vez, por eso él se lo había cedido. Ella tenía el cabello color chocolate bien recogido bajo la capucha y, al quitársela, quedaron al descubierto sus mejillas acaloradas. El Rey observó con orgullo a la hermosa dama que era su hija. Había meditado bastante antes de decidirse a realizar la visita, no podía hacerlo a la ligera, y daba casi por sentada la obtención de los mejores resultados. La mujer a quien había venido a ver era un misterio, pero eso era lo mejor de cuanto rodeaba a la Reina.

-Así que este es el Palacio Blanco... -dijo Khalilea, derramando su mirada a lo largo de los muros.

-Así es, pequeña -contestó Kahn, descendiendo también de su montura. La inminente boda de Khal había sido un factor fundamental en su decisión. Si él no estuviera solo, ella no dudaría tanto. Desde el día de su nacimiento él sabía que verla enamorarse iba a doler, pero era incapaz de retenerla manipulando sus emociones. Le había elegido un buen esposo.

-¿Estás seguro sobre esto? ¿No es... demasiado pronto?

La incertidumbre de Khalilea se reflejaba hasta en sus ojos.

-Estoy seguro -la voz de él era casi un susurro. Adoraba a su hija, lo único que le quedaba, y por ningún motivo quería tenerla preocupada. Ambos necesitaban seguir adelante-. Te agradezco que tomes esto con tanta madurez.

Ella le dio un abrazo reconfortante, capaz de borrar el cansancio acumulado a lo largo del camino. -Tengo suficiente edad para ser madura, papá.

Él hizo lo mismo. -Me gustaría poder estar de acuerdo, pero no ha sido fácil.

-¿Ya la conoces?

Kahn había escuchado mucho más de lo que había visto, sólo recordaba los rizos negros de una niña muy alegre. No estaba muy seguro sobre si iba a encontrar una muñeca de porcelana o una armadura de hierro.

-La vi una vez, pero ella tenía once años y probablemente no lo recuerde.

-Debe de haber cambiado mucho -le dijo Khalilea, después de entregar los caballos al encargado de los establos. Cuando se quitaron los guantes de montar con el mismo gesto, a él le nació una tristeza de adentro. ¿O era ya nostalgia? Empezaron a andar.

-Vamos a averiguarlo. Tiene una hija, deberías conocerla a ella primero ¿no? -dijo él, sin dejar de rodearla protectoramente con un brazo. La primera impresión que se llevaran el uno del otro iba a definir el futuro que estaban a punto de discutir, y mientras menos se vieran involucradas las niñas, los términos del acuerdo serían más claros y sencillos.

-Sí -asintió ella.

-De cualquier manera, vamos a volver para los Juegos de la coronación de Tessa-dijo él, aunque esperaba poder permanecer allí, sin necesidad de marcharse en absoluto.

-¿Si la Reina se niega? ¿Eso crees? -cuestionó ella. Y él conocía esa mirada con el ceño fruncido-, ¿Cómo podría?

-Espero que no -ofreció él a modo de respuesta, y vio endurecerse la mirada de su hija.

-Eso significa que no sólo esperas, quieres que acepte. No me gusta -Khal bajó la vista y recostó la cabeza en su hombro-. No quiero verte sufrir otra vez.

-He oído cosas muy buenas de ella...

Por eso deseaba que todo funcionara, aun sin conocer a la mujer detrás de la corona. La perspectiva de conocerla lo emocionaba, y tener esas ganas era una buena señal, sin duda.

-Tanto como las has oído malas. Estás persiguiendo un fantasma.

No podía negarlo. Pero las cosas malas eran menos plausibles, las buenas lo convencieron. Tuvo necesidad de quitarse la capa antes de continuar, de verdad hacía calor en el sur.

-¿De dónde salió esa desconfianza?

Khalilea también se desprendió la capa. -No es desconfianza, y lo sabes...

Kahn le dejó un beso fugaz en la frente. Dejar ir a un hijo era más que abrir las propias alas, era cortárselas. Dolía. -Siempre voy a quererte, mi Khalilea.

-Y yo a ti, papá -ella le devolvió el gesto.

El Capitán de la Guardia de la Reina los escoltó al interior.

Thais abrió los ojos en la oscuridad y se encontró temblando. Era la quinta noche seguida, desde la aparición de las mujeres que salían del burdel. El maldito lugar acababa de instalarse en las cercanías; era el primero en la ciudad. Thais evitaba acercarse o pensar en ello como si fuera una peste. Las cinturas delgadas ceñidas con colores vivos y los rostros jóvenes cubiertos de afeites la hacían estremecer. Eso no era nuevo, cuan-do se encontraba de nuevo con un pasado que se había esforzado tanto en olvidar los recuerdos siempre le calaban hasta los huesos. Si alguna vez esos recuerdos iban a destruirla, prefería no saberlo.


Le decían que ella era un títere, que nació para ser vendida y usada, no para recibir amor. No sabía cómo Crisela había encontrado la daga, sin embargo, en sus sueños, cada vez terminaba hundida en su corazón. Y esa noche le empezó a doler. Comenzó a temer que si no recuperaba aquel objeto, una mañana ya no iba a despertar. Ya no sería un sueño. Pertenecía a su padre y él había abandonado el arma, como la había abandonado a ella años antes de su muerte cuando Thais tenía apenas doce años, fue entonces cuando su madrastra la vendió a una caravana de comerciantes que se dirigía hacia el Oriente, como llevaba tiempo planeando.

Quería de vuelta la daga; y entonces, tal vez, terminaría clavada en un lugar muy distinto.

-¿Estás bien, amor?

Dos brazos la atrajeron, sobre la almohada quedó una larga estela de cabello dorado. El contacto con la piel caliente de su esposo le recordó la noche anterior. Ella rara vez obtenía deleite de sus relaciones sexuales y llevaba muchos años convencida de que así debía ser, porque no se suponía que fuera una experiencia placentera. Era algo que a los hombres les gustaba hacer y a las mujeres podía herirlas. Aún así, buscaba encontrar ese placer, como si sólo eso importara. Como si no fuera la víctima, sino la compañera.

-Sí, fue sólo una pesadilla-susurró ella.

-Entonces, vuelve a dormir -murmuró él, acariciándole el cabello.

-¿Me llevarías hasta Ciudad Esperanza? -pidió Thais, mientras deslizaba los dedos sobre el brazo de él en una caricia.

-¿Para qué querrías ir allí? -preguntó su esposo sin mucho interés. Obviamente, no tenía planeado un viaje de comercio por aquella ruta.

-Quiero comprar algo -contestó ella con una sonrisa de caramelo.

-Lo que sea, puedes conseguirlo aquí.

Pero no podía. Él se volvió a dormir de inmediato, Thais se quedó escuchando sus ronquidos. Estaba inquieta y, apretando los puños hasta hundirse las uñas en la carne, se levantó. En el hogar de él siempre abundaba el vino, había una jarra sobre la cómoda y el ambiente mantenía la bebida a una temperatura fresca y agradable. Thais escanció el vino hasta llenar la mitad de su copa. Iba a conseguirlo, no nunca era una respuesta justa. Abrió con cuidado el cajón de la cómoda y extrajo la copia del Gran Libro de la Religión Antigua, siempre lo guardaban allí. Ya se había acostumbrado a que su esposo profesara dicha creencia, a ella también se la habían inculcado. Tomó la botella de cristal escondida detrás del libro y echó una pizca del polvo de semilla en su copa. Volvió a guardarlo todo de la misma forma y tragó un sorbo de su bebida. Era lo suficiente para hacerle sentir tranquila. Dormir y, ojalá, no soñar. Se sentó en la ventana a observar la luna, redonda en medio de la brisa y el silencio. Cuando veía algo tan perfecto recordaba que había algo mal en su vida, algo faltante, algo perdido, y no podía sentir la paz que otras personas encontraban en esos momentos. Saltar sería tan fácil. Allí fue donde la encontró él cuando el sol comenzaba a levantarse, con el rostro empapado de lágrimas hundido entre las manos y los hombros convulsionándose en forma constante.

-¿Estás bien, linda? -preguntó él, y se apresuró a abrazarla.

Thais asintió, lo miró con el jade de sus ojos húmedos y brillantes. -Sí.

-No lo parece. ¿Qué sucedió? -Le apartó del rostro el cabello que se había quedado adherido a las lágrimas.

Ella aferró la seda de la camisa de él con una mano y recostó la cabeza en su pecho. -Yo sólo quiero ir a ver a la gitana del sur con las pócimas para las mujeres que no pueden tener hijos...

El suspiró y le acarició el rostro con lentitud, hasta dejarlo seco. -No te preocupes por eso, ya...

-Ya tengo treinta y dos años, no puedo esperar más, y tú quieres un hijo -dijo ella, haciendo ademán de secarse las lágrimas de nuevo.

-Pero la hechicería y las supersticiones no son la solución, con eso vas a terminar en el Fuego, mi vida. Todo lo que hace el Santo es parte del Gran Plan.

Thais esperaba escuchar eso, sin embargo no lo creía. A la mierda con el Gran Plan. Ella no tenía miedo de la magia, ni del Fuego, porque no se merecía el Fuego, sin importar cuán real u horrible fuera. Ella lo entendía y lo respetaba. Asió las vestiduras de él con más fuerza. -No es hechicería, es medicina, son sólo hierbas. Por favor, llévame.

-¿Es esto tan importante? Tendría que dejar de... -él suspiró con una expresión atribulada.

-Podríamos detenernos en los viñedos en el camino de vuelta... tienes que recorrerlos, ¿no? -dijo Thais, levantando sus ojos verdes como esperanza.

El apoyó una mano en la mejilla de ella. -Eso haremos -se acercó para presionar sus labios contra los de ella-. Te quiero, Thais.

-Gracias -contestó ella con la satisfacción curvada en los labios.

-Iré enseguida, díselo por favor -pidió Meral cuando le anunciaron la llegada del Rey Kahn, mientras Lyrian terminaba de cepillarle el pelo, y se puso la corona.

La carta del Rey, enviada para anunciar una pronta visita con su hija, la había tomado por sorpresa. Y ni qué decir, la había intrigado. Le había hecho llegar sus debidos respetos tras la muerte de la reina de Cumbres de Fuego, hacía ya más de un año a causa de una fiebre, pero nunca había tenido la oportunidad ni la necesidad de encontrarlo en persona. Y de la boda, aunque había estado presente, no conseguía rescatar recuerdos. No había necesidad de negociar para evitar una guerra ni se trataba de una visita sencillamente amistosa. ¿Venía por curiosidad, para conocer el Reino?

Cuando bajó las escaleras, lucía el blanco y dorado de sus mejores galas. Sólo la acompañaba su Capitán de la Guardia Real. Esperaba de Tessa un comportamiento conforme con sus instrucciones.

-Vamos, Mera, diez años de diferencia no son nada, y a los cuarenta y cuatro años todavía debe de ser un semental. Tu hija ya creció, ya es hora de pensar en divertirte un poco -le dijo él, deteniéndose para acomodar con un guiño el mechón de pelo que caía sobre el rostro de ella-. Lo digo en serio

-¿Y quién te dijo que yo necesito un semental? -cuestionó Meral, poniendo los brazos en jarra.

Con una sonrisa llena de picardía, él le frotó el puente de la nariz, entre los ojos, con el pulgar. -Las líneas en tu rostro lo dicen, preciosa.

Ella tuvo que reprimir la risa para poder contestarle con seriedad. -Dorian, esa parte de mi vida quedó en el pasado. Muy atrás. Y de verdad no quiero volver a empezar a... divertirme. Además, el Rey tiene temas más serios para tratar que el contenido de mi ropa interior, estoy segura.

Alguna vez, cuando era joven y un poco más inocente, ella se había derretido con sólo ver al hombre al que amaba. Pero eso había quedado tan atrás como él. Ella era una mujer adulta con muchas responsabilidades.

-Pero de seguro no tan interesantes para él -el comentario causó que ella le diera un ligero golpe en el brazo-. Te ves linda cuando frunces el ceño.

Con una media sonrisa casi alegre, ella sacudió ligeramente la cabeza y apretó el paso. ¿Cómo no adorar a ese hombre? Siempre con sus propias ideas, aunque no siempre acertadas, como en ese caso, sobre lo mejor para ella. Dorian abrió la puerta de la Sala de Audiencias, donde Meral entró dispuesta a saludar. La esperaba Kahn rodeado de su Guardia. Todas las capas eran azules, ella reconoció al Rey por la corona. Se encontraba de espaldas, dando órdenes a su Capitán.

Giró hacia ella con una sonrisa sincera y alegría en los ojos. Meral se llevó las manos al corazón y éstas se apretaron contra su pecho. Tardó más de lo debido en hacer la ligera reverencia para completar el saludo correspondiente a una mujer de su rango. El saludó también y ordenó la retirada de su guardia. Dorian hizo lo mismo tras una señal discreta de ella. El corazón de Meral dio un brinco cuando los labios rozaron la palma de la mano que había quedado atrapada en la de él. Las guedejas negras, los ojos azules y la intensidad de su mirada mostraban un parecido... no había palabras. Se estremeció. El sólo contacto le hizo volver a sentir las mil caricias sobre la piel. No podía mirar esos ojos sin recordar otros muy similares, en cuyo abismo se había hundido en los momentos más intensos, y cada segundo de lo que había sentido. Aquel hombre la había hecho gritar de alegría, de dolor y de placer, le hizo ser mujer, una mujer distinta. Luego quedó en el pasado a fuerza de sus empujones, arrastrado por el rencor que su corazón aún sentía. Muy atrás. O eso quería ella.

-Bienvenido -murmuró la Reina con una sonrisa que se le heló en el rostro y sin moverse.

-Gracias, mi bella señora -contestó él, con una reverencia.

-¿Dónde está la Princesa? -preguntó Meral, con toda la gentileza posible.

-A Khalilea van a presentarla directamente a la Princesa Tessa, ahora se está cambiando las ropas de viaje. Puedo llamarla, si eso es demasiada intromisión.

-No, en absoluto. Tessa la está aguardando -dijo ella con fingida tranquilidad. Esperando que su nerviosismo no se tradujera en un rostro ruborizado. A veces, deseaba que su corazón fuera un caballo, para poder amarrarlo como tal.

Él le devolvió una sonrisa cegadora y le ofreció el brazo. -¿Un paseo suena bien?

-Fantástico -contestó. Dudó un segundo antes de tomar el brazo del Rey. Había vivido bajo la sombra de un fantasma demasiados años.

Meral sentía fascinación por los jardines y con frecuencia se encontraba deseando poder permitirse pasar una mayor cantidad de tiempo en ellos, además de sus horas de entrenamiento. Le gustaba el pasto húmedo y el aroma fresco a jazmín, observar el agua brillar en las fuentes. Él la guió con suavidad y siguió hablando del mismo tema para evitar un silencio incómodo.

-¿Me equivoco al esperar una buena amistad entre nuestras hijas? Khalilea es una niña dulce y bondadosa, nunca me ha traído problemas. Se muestra siempre predispuesta, es igual a su madre.

A Meral no le pasó desapercibida la tristeza escondida en su voz, pero prefirió no hacer hincapié en ello. -No. Tessa también es tranquila y cariñosa, aunque en ciertas ocasiones... tiene sus propias ideas.

Esos momentos eran desagradables para Meral. A veces, parecía imposible meterle ideas en la cabeza a la niña. Y también sacárselas. ¿Podía juzgarla? No, pero tenía el debe de conseguir sacar una reina de lo más profundo de su hija. Y eso estaba probando ser una tarea ardua. Llegaron al final de la escalera y se adentraron en el jardín, hasta llegar a la Fuente de las Aguilas, donde tres aves estaban esculpidas con las garras casi enterradas en la piedra y parecían a punto de atacar, pero en lugar de eso estaban quietas echando agua por el pico. La noche había disipado ya el calor del día. Meral estaba cansada de discutir con su hija las obligaciones que Tessa no quería cumplir. Ella también se había resistido en su momento.

-La sangre es fuerte, las manzanas siempre caen al pie del árbol -dijo él. Era cierto. Por momentos, le tranquilizaba... pero a veces le preocupaba todavía más. ¿No había sido ella también irresponsable? Sí, pero le había dolido. Había aprendido. No quería eso para su hija, por eso le mintió, aunque hacerlo le doliera hasta el fin de sus días. Su padre había confiado demasiado en ella, y Meral... no quería cometer el mismo error.

-Sí, Tessa se me parece... a veces demasiado como para admitirlo. Siento mucho lo de tu esposa.

-No fue inesperado. Zuzanah estaba ya muy adolorida. Fue un alivio para ella -dijo él. La tristeza en su voz se volvió más profunda. Meral asintió en silencio, se detuvo. El notó su incomodidad y cambió de tema-. ¿Tú nunca te casaste? -preguntó, mientras arrancaba una flor blanca.

-No, nunca -reconoció ella, aunque él obviamente lo sabía. Hubiera preferido seguir hablando de la esposa de Kahn. Pedirle que no arrancara las flores.

-¿Por qué no? -preguntó él, antes de ponerle la flor entre el cabello. Meral no contestó y desvió la vista, tratando de no sonrojarse ante los recuerdos que le asaltaron. Ella hubiera esperado de él una actitud más formal, pero no encontró la voz para reclamárselo y se limitó a llevar su mano hasta la flor. Cuando él le levantó el rostro para obligarla a mirarlo, ella creyó comprender lo relevante de la pregunta- No te faltaban pretendientes, estoy seguro. ¿Fue un corazón roto?

-¿Viniste hasta aquí para hablar de mi pasado amoroso? -preguntó ella con un tono seco, reacia a admitirlo.

-No, no tu pasado, sino tu futuro. Necesitaba estar a solas contigo porque es algo muy personal. Quiero proponerte una unión que beneficiará a nuestros Reinos, a nuestras hijas y a nosotros mismos. Un matrimonio entre tú y yo.

Cuando Meral oyó esto, la flor quedó aplastada entre sus dedos.


II. MI CAMINO A LA SALVACIÓN

La Ciudad de los Caballeros Olvidados. Thais no había estado allí en muchos años. No se había dado cuenta de que su esposo tenía pensado descansar en ese lugar y cuando lo hizo fue demasiado tarde para hacerle cambiar de idea. Ya había anochecido y necesitaban detenerse. La sola idea le hacía sentir inquieta. Ansiosa. Le llenaba de sentimientos tan encontrados, pero a veces tan compatibles, como el amor y la venganza. Se preguntó si había sido mayor su amor por él o su odio hacia ella. La respuesta era él, siempre él, aunque por tantos años pareció haber quedado atrás, ser sólo un pasado. Aquello era desagradable y emocionante, el pensar de nuevo en él de repente, pero las semillas la ayudaron a dormir.

La estadía no fue tan corta como Thais hubiera querido.

-¿Ya nos vamos? -preguntó, luego de obligarse a tragar el primer bocado de su desayuno.

-Todavía no, cariño. Estoy esperando al propietario de unas tierras que estoy interesado en comprar -contestó él. Acababa de terminar de comer sus huevos.

-¿Por eso nos detuvimos aquí? -inquirió ella. Su tenedor cayó sobre el plato.

El apoyó una mano sobre la de Thais, pero no tuvo tiempo de contestar.

-Lo buscan, Caballero -anunció la posadera, interrumpiendo su con-versación. El rozó con los labios la frente de ella antes de marcharse. Thais rodó los ojos y tomó un sorbo de su tisana, recuperando el cubierto caído. Aquellos negocios no le interesaban. Rió al escuchar la canción de un juglar con su mandoble sobre un Rey que había perdido una pierna tras enfrentarse con un oso. Había estado tratando de proteger a su hija y luego, en contra de los deseos de su madre, le regaló una espada a la Princesa. No había oído aquella palabra en mucho tiempo.

El tenedor que tenía en la mano quedó clavado entre las ranuras de la madera de la mesa. Thais se retiró del comedor.

-Ahí estás, por fin, querida. Acércate, vino el hermano de la esposa de Kruger -ella obedeció despacio y sin apartar la vista de sus manos, entre-lazadas a la altura de la cintura. Sí le habían enseñado cómo ser una dama, y no quería que supieran quién había sido antes-, Al parecer, el Cuerpo lo tiene ocupado a él. Ésta es mi esposa...

-Thais -se presentó ella.

Él le dio los buenos días. Al oír la voz reaccionó de inmediato, abrió los ojos y apenas contuvo el sobresalto. Pero floreció una sonrisa y se acercó a él con prisa. Sabía que algún día volvería a encontrarlo.

-No esperaba verte, ha pasado tanto tiempo -dijo ella, observándolo como si dudara... ¿era real?

-¿Se conocen? -la voz de su esposo sonó como un latigazo.

-Desde hace muchos años, pero nunca volvimos a vernos -aclaró ella. Su mirada se fijó en la cicatriz, hecha con una hoja de acero a lo largo de la mandíbula del lado derecho. Casi frunció el ceño. ¿Le había hecho eso aquella maldita mujer? Ella lo había lastimado tanto... y Thais sólo lo había amado.

-No esperaba volver a verte en la Ciudad -agregó él, con los ojos fijos en ella.


Aquello causó que una nueva sonrisa luminosa se abriera camino desde su pecho. Él no podía haber perdido el interés en ella, Thais lo sabía. Se sintió con ganas de abrazarle y robarle un beso. -Y aún así, aquí estoy.

Era una mujer pequeña al lado de él. El hombre apoyó las manos en sus hombros sin dejar de mirarla. -Veo que encontraste tu camino... y eres feliz.

Thais se acercó un paso con una risa tan musical como campanillas. Era su forma de decirlo, saber que él deseaba su felicidad la había dejado mareada de alegría. ¿Pasado? El siempre había sido su futuro. -Corazón, yo encontré mi camino hace muchos años -se puso de puntas de pie para susurrarle al oído y lo abrazó-, pero nunca fue sin ti.

Luego le dejó un beso suave en la mejilla.

Su esposo la tomó del hombro y, rodeándole la cintura con el brazo, la apretó contra sí. Demasiado fuerte. Giró la cabeza para quejarse y se encontró con el filo de su mirada, peligrosa como el acero.

-Eso era todo lo que teníamos que discutir, Caballero Aramis. Gracias por el tiempo. Que el Caballero Kruger me envíe un ave si accede a mis condiciones.

Aramis se despidió con el saludo propio de los guardianes del Cuerpo Protector, un golpe ligero en el hombro izquierdo con la mano derecha, antes de alejarse. Pero se detuvo, y volteó la cabeza para mirarla de reojo, por encima de la seda nivea de la capa que ondeaba a sus espaldas. Fue entonces cuando ella lo supo. Podía huir y correr a él, y él iba a ayudarla.

Cuando Meral entró al salón donde iba a servirse la cena, conforme con sus órdenes, llevaba puesta una túnica turquesa de un solo hombro y una fina tiara en lugar de la corona, sin embargo cuando Kahn le sonrió se sintió desnuda bajo el peso de la vergüenza de lo que había hecho. Porque en lugar de contestarle como una mujer adulta, en forma lógica y razonable, murmuró una excusa y se alejó lo más rápido que su educación de Reina le permitía. Y él tenía la culpa. No Kahn, quien era en verdad encantador, sino él. El padre de Tessa.

Su hija no le prestó atención. Se alegró por ello, porque si llegaba a enterarse de las intenciones del padre de la que parecía ya su nueva amiga, Meral iba a lamentar las consecuencias. Tessa ya tenía sus propias ideas sobre cómo debía terminar aquello, eso era seguro. Lamentó haber permitido que le contaran historias tontas sobre hombres valientes y fieles cuando era pequeña. Los hombres podían ser valientes, pero no eran fieles ni constantes. Le costó devolver la sonrisa al monarca sentado frente a ella antes de ocupar su asiento.


-Luces... maravillosa -le dijo él cuando acabó la cena y volvieron a salir al jardín, sin una nota de reclamo en la voz. La presencia de él estaba llena de paz, y le aliviaba.

-Gracias, tú... también -contestó, poco acostumbrada a una dulzura tan sencilla. AI principio, ella había tomado como un juego tonto las insinuaciones de Dorian sobre los planes de su visitante, pero resultó que él tenía razón, y la propuesta del Rey, si la aceptaba, inevitablemente los llevaría a terminar... enredados. El hecho de que la idea 110 le desagradara del todo le parecía horrible. No sabía cómo tomar sus intenciones ni qué responderle, pero por primera vez se sentía tentada a no rechazar la oferta de inmediato. Meral sabía por qué, porque le recordaba a él, y se odiaba por ello.

-¿Pero no lo suficiente? -lo preguntó mientras la tomaba del brazo con delicadeza, despertándola de sus cavilaciones. En sólo horas, Kahn había arrancado demasiadas cosas.

-¿Decías...? -murmuró ella, volviéndose para mirarlo. Se arrepintió de inmediato. Cuando encontraba sus ojos tenía la extraña sensación de que sólo escuchaba la mitad de las palabras. Y se olvidaba de que era Kahn.

-Estoy tratando de decidir si me encuentras atractivo o no -dijo el Rey, con un gesto despreocupado.

-Sí, por supuesto -la respuesta de ella fue inmediata. Le tomó un segundo darse cuenta de lo que había dicho, y otro segundo más, sonrojarse. Ya no pudo mirarlo a los ojos- Quise decir...

-Lo entiendo -la atajó él, cuando ya la había tomado de la mano.

Ella levantó una ceja. -Lo dudo.

Meral sacudió ligeramente la cabeza, la brisa le había llevado el cabello sobre el rostro. Llegaron hasta los límites del jardín y entraron en la playa, donde las olas del mar parecían romperse en gotas. Esas gotas se quedaban flotando y olían a sal. No era la compañía de Kahn lo que le resultaba tan agradable, era sólo un recuerdo. Quiso convencerse de ello, pero en el fondo, como aquella primera estrella del crepúsculo que había visto alguna vez, sobre un hombre que se le parecía tanto y era tan distinto, comenzó a brillar la esperanza. Quizás podría dejar atrás los recuerdos, alguna vez. Quizás.

-No sé por qué estás tan nerviosa... -la voz del hombre era firme y grave. ¿Si le gustaba escucharla, era malo?

Meral detestaba sentirse vulnerable y tenía ganas de gritar, de salir de esa situación. No había pedido verse envuelta en ello, era probable que ambos terminaran heridos. Incluso sentía ganas de llorar y alejarse de todo, de aferrarse para siempre a Tessa, su pequeño sol. Ella era lo único que la había mantenido andando.


-Estás tratando de tranquilizarme... -dijo finalmente, esforzándose por no mirarlo.

-¿De qué tienes tanto miedo? -preguntó él.

Ella se sintió expuesta a su mirada. Bajó la vista y arrastró las sandalias entre la arena fresca. La sensación deliciosa le hizo cerrar los ojos. -¿De verdad quieres saberlo?

-Estoy preguntando...

La brisa le mordió la piel y la hizo estremecer. —Tengo miedo de ter-minar aceptando...

Él se quitó la capa y la extendió sobre los hombros de ella. Meral se sintió invadida por una calidez que no era sólo física. -No voy a hacerte daño.

-¿Y si yo pudiera herirte a ti? -preguntó, ajustando la capa alrededor de su cuerpo.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —susurró él, envolviéndola en sus brazos.

Meral no contestó y, con un suspiro, apoyó la cabeza en su pecho.

Tessa había visto a su madre abandonar el Salón Comedor con el Rey antes de retirarse con Khalilea. Había hablado poco, sin darle órdenes, y no le había dicho a su hija una sola palabra sobre los asuntos del Reino pendientes de discusión entre ellos. Si bien eran asuntos aburridos y no esperaba que la Reina le pidiera consejo, no era normal.

Cerró el libro con un bostezo. Se había cansado de leer y se disponía a salir al balcón cuando llamaron a la puerta. Al recibir la orden, entró Vera e hizo una reverencia. —La Princesa Khalilea desea hacerle una visita, Princesa -anunció.

-Dile que pase -respondió Tessa y se arregló la túnica. Deshizo la trenza, peinó con los dedos sus mechones y acomodó su tiara frente al espejo. Khal era dos años mayor que ella y no quería parecer una niña tonta. Manejaba un arco y Khalilea no. No era tonta.

-¡Tess! -exclamó ella antes de soltar las faldas que se había recogido para andar.

-¡Hola, Khal! -empezó Tessa. Se detuvo cuando se volvió a verla. Llevaba una túnica verde mar para crear contraste con su piel tostada, el tintinear de varias pulseras y una sonrisa en sus ojos de avellana-, ¿A dónde vas?

-No creerás que vamos a quedarnos aquí... -contestó riendo, como si su pregunta fuera una broma. Brillaban las esmeraldas de los aretes y los rizos, espesos como chocolate, que llevaba recogidos detrás de la tiara. Tessa suspiró. No era tonta. Era una niña. No lo soy.

-¿A qué te refieres? -le preguntó-. Si mi madre...

-Tu madre no está aquí, está con mi papá y se están divirtiendo más que nosotras. Vamos, me caso el mes que viene con el sobrino del Rey de Tierras Lejanas, aburrirme no está en mis planes.

Si la madre de Tessa se enteraba de que había huido era capaz de exiliarla, como habían hecho con ella. Y todo era culpa del mismísimo Príncipe de Tierras Lejanas. Aunque luego se reconciliaron, cuando murió su abuelo y él vino a presentar sus pésames, Tessa conocía al Príncipe Lynce y el matrimonio de Khal no le parecía una perspectiva muy agradable.

-No suena como que quieres casarte -le contestó, en lugar de acceder a su propuesta, aunque quería hacerlo. ¿No era eso exactamente lo que necesitaba?

Ella se encogió de hombros y las pulseras volvieron a sonar. -Lo arregló mi padre, y Otto no me desagrada. Tiene treinta años y sabe tratar a una mujer.

Tessa la miró, estupefacta. La Reina podría tratar de controlar cada segundo de su vida, excepto el momento en que ella decidiera casarse. -¿Lo arregló él? ¿Y eso no te molesta?

La pregunta pareció extrañarle. -No, para nada. Como yo estoy por irme, esta ocupándose de su propio matrimonio.

-¿.Tu padre también va a casarse? -La mirada que le dirigió Khalilea era casi de alarma. De pronto, Tessa lo comprendió y la idea la llenó de furia- ¡Quiere casarse con mi madre!

Por eso no había recibido órdenes ni comentarios. Otra vez la Reina, la mantenía al margen como si ella no pudiera comprender ninguna decisión, la controlaba e ignoraba sus deseos y sus sentimientos. Pronto iba a cansarse de hacer siempre lo que se esperaba de ella. ¿Nunca va a dejar de manipularme?

-En serio, Tess, ¿en qué mundo vives? -preguntó Khal, agitando la cabeza con una sonrisa divertida.

-¿A dónde quieres ir? -quiso saber Tessa, decidida a marcharse. La Reina se lo había ganado.

-A algún lugar donde no nos reconozcan. ¿Qué sugieres?

Tessa se mordió el labio inferior en un gesto pensativo. Había un lugar que estaba deseando visitar, pero de habérselo mencionado a su madre, lo hubiera llamado superchería y les habría obligado a marcharse de los alrededores. La Reina no iba a enterarse. Ella sólo sentía curiosidad.

-Tal vez la Feria que acaba de instalarse aquí en la capital, quiero visitarla...


-Suena bien -dijo Khal, mirándola de arriba abajo, y señaló su atuendo. ¿Hace falta ir vestida como la luna?

-Es mi túnica de gala -contestó Tessa a la defensiva. En teoría, eran sus mejores galas-, ¿Me cambio?

-Muéstrame lo que tienes -ordenó Khal cuando se puso de pie-, A ver si hacemos lucir tus ojos.

Tessa tenía guardados sus vestidos en una habitación anexa a la suya. Khalilea la siguió con la lámpara en la mano y se adelantó de inmediato para tomar una de las prendas. Era de seda azul y tenía las mangas bordadas con hilo de oro, se lo habían confeccionado para los Juegos de su coronación. Cuando se lo extendió, Tessa no tuvo valor para negarse a ponérselo.

-Que informen a tu madre que te ha agarrado la tos, así no se extrañará cuando no te vea... -dijo cuando Tessa se hubo vestido, lo que causó que le tomara del brazo con firmeza. Eso era una locura.

-Ni lo pienses, va a venir a verme de inmediato. ¿Cómo salimos de aquí? -inquirió Tessa, sujetando su trenza con tres delgadas hebillas de oro.

Khalilea descorrió los cobertores de la cama y tomó una de las sábanas blancas, ignorando la balaustrada que delimitaba el espacio privado de Tessa. -Observa y aprende.

-Ya pasaron tres días. ¿Cuánto tiempo vas a actuar así?

Thais se quitó los guantes de cabritilla y los dejó caer en el bolsón con sus pertenencias, el que había insistido en llevar consigo. Tomó la mano del palafrenero para bajar del carro con su ayuda. Por fin habían llegado. -Estás actuando como si yo fuera algo que te pertenece y no me gusta -le dijo con lentitud-. No es cierto. No me compraste ni estoy a la venta.

Ya no. Cuando alguien actuaba de esa manera, cada vez, ella se sentía usada y lo odiaba. Thais quería alguien que la amara, no alguien que fuera su dueño y tratase de moldearla, de convertirla en una mujer diferente. Pero su esposo parecía no entenderlo. ¿Es tan difícil quererme? Aramis sí entendía, nunca debí alejarme de él.

Él descendió detrás de ella y la tomó del brazo con fuerza. -¡Eres mi esposa!

Thais levantó la cabeza para acomodar un mechón de pelo que al bajar le había caído sobre el rostro y le nublaba la vista. El verde de sus ojos se estrechó cuando lo miró, pero habló con una voz igual de queda. -No tu caballo, ni tus tierras, ni el chofer, ni el cocinero.


-¡Me debes respeto! -exclamó. La aferró con más fuerza, mas sus dedos se relajaron cuando ella suspiró.

-El respeto no es una obligación, se gana -contestó ella, apoyando una mano sobre la de él y deslizándola sobre el tejido de su camisola hasta que se desprendió de su brazo. Yo me lo he ganado—. ¿Me respetas tú a mí?

-¿No sabes cuánto te quiero? ¿No me he ganado una explicación? -la mano de él se apoyó en la mejilla de ella para acariciarla.

-No me quieres, no vuelvas a decirlo. El me salvó la vida, por eso es tan importante para mí -explicó Thais. Algo con lo que era imposible competir. El había sido la fuente de sus esperanzas. En algún momento había creído en las palabras de su esposo, pero se sentía decepcionada. Si era tan ruin como para querer utilizarla así, no podía ser bueno y generoso también. Apoyó una mano sobre la de él y la asió con fuerza.

-¿Eso fue todo? -la revelación pareció dejarlo atónito.

-No -ella negó levemente con la cabeza.

-¿Cómo le pagaste? -frunció el ceño, había un cierto tono de amenaza en su voz.

Thais no se movió. Aramis era lo mejor que le había pasado. Nunca le había pedido nada y había hecho todo por ella. No quería contestar, pero lo hizo. -El no es el tipo de persona que me hubiera pedido algo a cambio.

-¿No te pidió que te acostaras con él?

Ella apartó la mano de él de su rostro con firmeza. Aramis se lo había pedido, a su manera, pero nunca lo había exigido. Ella quiso entregarse. Él fue el único que le demostró respeto. La repentina necesidad de que todo eso volviera a su vida, casi la llevó hasta las lágrimas. -No fue un pago. Fue sincero.

-¿Fue más de una vez? -inquirió él, con los puños apretados por la frustración.

-¿Por qué me estás preguntando esto? Estuve con muchos hombres y no tengo obligación de hablarte de ello.

Thais lo dijo para zanjar la conversación, no se esperaba la bofetada. Se llevó la mano a la mejilla y volvió el rostro para mirarlo. El arrepentimiento inundó el gris de la mirada de él un segundo más tarde. Ella guardó silencio, pero sus ojos se humedecieron. Sentía un latido en la mejilla y estaba estupefacta.

-No debí, amor. Perdóname -la tomó entre sus brazos y le rozó el pelo con los labios- Yo nunca...

Thais intentó detener los sollozos y lo alejó de sí. -Déjame en paz. Déjame en paz...

No le dolió. El dolor y la violencia eran algo que había aprendido a sobrellevar, a dejar que se desvaneciera, eran parte del mundo. Él nunca había cruzado esa línea antes y aquello sólo confirmó sus temores. Él no tenía derecho a ponerle cadenas, como todos habían hecho siempre. Ni en el cuerpo, ni en la mente, y menos en el corazón. Quería alejarse. Montó en uno de los caballos ya desenganchados para abrevar y se alejó al galope tan rápido como pudo para sentir el viento y la energía, como si volara y no tuviera necesidad de controlarlo. Tenía una misión antes de volver a donde sabía que necesariamente iba a regresar, donde todo sería perfecto de nuevo.

Llegar fue fácil. El mismo portón. El mismo jardín. El mismo viejo jardinero, más viejo. Era un lugar tan olvidado que ni siquiera el tiempo lo visitaba. Amarró al caballo y entró, ya con la capucha verde cubriéndole el rostro. De pequeña había conocido los mejores caminos para escurrirse y, a pesar de los años, esos pasajes le servirían de la misma manera. La enredadera también seguía allí; llena de flores de un fucsia que refulgía con rabia bajo la luz del sol, trepaba hasta su antiguo balcón. Donde vivía, Thais extrañaba las flores, su alegría y su aroma dulce como si ya no formaran parte de su vida.

Trepó despacio, casi disfrutaba de la luz que la bañaba. Cuando llegó hasta el primer piso apoyó la mano en el balcón de la izquierda, dispuesta a entrar, pero se detuvo. No se sentía feliz de volver. La niña que había habitado aquel dormitorio murió cuando se marchó, en medio de un día tan silencioso y gris como se sentía, y nada iba a revivirla. Cuando escapó del infierno, era una mujer a pesar de su corta edad y era distinta. Su mano resbaló, y Thais subió al balcón de la derecha. Si las cosas no habían cambiado, como ella sospechaba, las puertas estarían abiertas de par en par.

Y tenía razón. Sus corazonadas estaban siempre en lo cierto, por eso había cedido a ese súbito deseo de volver. No pensaba que el pasado ya no podía herirla, pero ella también podía hacerle daño. Eso lo creía. Las espinas le habían hincado las manos y se limpió los hilillos de sangre en sus pantalones de viaje. También habían rasguñado la tela a la altura de las rodillas y el cuero de las botas.

Encontrar el estudio limpio y ventilado le hizo pensar dos veces antes de entrar. Pero entró. No le importaba si alguien la descubría, sólo iba a tomar algo suyo por derecho. Algo que nadie más podía encontrar. Las pinturas habían desaparecido de los muros y también la alfombra de piel de oso, esas cosas... las que hablaban tanto de su padre. El escritorio era el mismo, de caoba y lustrado, delante de la misma silla. Esperaba que la invadiera un sentimiento de familiaridad, no obstante sólo sintió ese frío en sus entrañas que la hizo estremecer, era como la caricia de la mano de la muerte. Una parte de ella estaba muerta. La pluma de pavo real había desaparecido.

Deslizó la mano a lo largo del borde hasta llegar a la esquina izquierda y descendió, buscando el rubí incrustado en el ojo de la serpiente tallada.

 Había uno igual a cada lado. Lo quitó con cuidado para descubrir el botón y presionó. Un sonido suave, como la brisa, acompañó al cajón cuando se abrió del otro lado. Nunca había visto una daga tan extraña: la hoja era de acero rojo de Los Volcanes, la empuñadura de un cuero negro y ceñido que pareció adherirse a su mano cuando la tomó. Se veía como un arma ya bañada en sangre, sedienta. No había otra cosa en el cajón: ni notas, ni joyas, ni dinero, ni un diario. Un arma. Eso era todo lo que él le había dejado. La ira y la venganza. Pero era como si a través del tiempo le hubiera dejado un mensaje.

La puerta que se abrió con brusquedad, con un chirrido que la sobre-saltó y la obligó a mirar. Estaba demasiado lejos del balcón para huir, y se quedó quieta como si fuera piedra. No había llegado hasta allí para huir. La mujer tenía el cabello rubio, casi blanco, sujeto en un rodete muy apretado detrás de la nuca y los ojos negros de un cuervo. Thais rodeó el escritorio. Las manos de la mujer temblaron, pero sostuvo contra su cuerpo el jarrón antes de que se le cayera.

-No esperabas volver a verme. ¿Sabes siquiera quién soy, Crisela? - preguntó Thais bajando el arma, pero sin disponerse a dejarla.

Había una mesa al costado de la puerta, y Crisela sólo giró lo necesario para depositar las flores sobre ella. No hubo otra reacción. Ni siquiera miró de reojo el acero que Thais aún sostenía en las manos. -Sé quién eres, niña, por supuesto, eres la viva imagen de tu padre. ¿Acaso no estabas muy lejos, en un lugar seguro?

-¿Un lugar seguro? -musitó ella, estrujando la empuñadura de la daga-. ¿Tienes idea de a dónde me enviaste? ¿De lo que me hicieron?

-Te dejé vivir -le dijo su madrastra, al tiempo que observaba los cambios que el tiempo había producido en ella-. ¿Qué más puedes pedir?

-Vivir para lo que otros querían de mí. Dejarme vivir no era una opción -apretó los labios sin desviar la vista.

-Sí lo era. Siempre lo fue -ella se volvió a arreglar las flores, como si la presencia de la hija del hombre con el que se había casado no le importara.

-¿Te acuerdas de cuántos años tenía yo? -quiso saber Thais, mientras examinaba la daga.

-Iban a mantenerte allí, eso no importa -abandonó el jarrón para volver a mirarla con odio, un odio tan profundo como nunca antes había visto y que no merecía perdón.

Thais mostró una media sonrisa de desprecio, era todo lo que esa mujer se merecía. -No hicieron un buen trabajo.

-¿Qué quieres? Vete de aquí, de la misma forma en que entraste -musitó, señalando el balcón. Sus ojos, relampagueantes, se estrecharon.

-Quiero saber. ¿No lo respetabas? ¿No sentías algo por él? Él te adoraba y yo lo perdí cuando apareciste, porque no me querías ¿Por qué? ¿Eres tan incapaz de sentir? Sí. Me pregunté por qué durante tantos años, hasta que me cansé de preguntarme -sus palabras suaves tenían casi el tono de una súplica atorada en su interior- qué había hecho mal, hasta que un día un hombre me mostró que no había nada malo conmigo.

Por eso, Aramis siempre va a ser el hombre de mi vida. Mientras hablaba, Thais había atravesado la habitación hasta ella en tres pasos. Crisela se limitó a cerrar la puerta tras de sí con un resoplido. -Te adoraba a ti, siempre fuiste su princesa.

Los dedos de Thais apretaron la empuñadura de cuero hasta que se le quedaron blancos los nudillos y ella levantó la daga hasta el nivel de sus ojos. Se sentía hervir. -Yo ya no soy una niña, la niña murió cuando me fui. Crecí, y puedo usar esto. ¿No te da miedo? Es acero y es real.

Crisela levantó una ceja y le tomó de la muñeca con ligereza. -¿Tú? No le harías daño a una mosca. Dame el arma a mí, y vete de una vez.

-Es mía. No te atrevas a intentar arrebatarme mi daga.

La mujer respondió con un gemido apenas audible, un sonido que escapó de su boca llena de sangre. Quedó con los ojos muy abiertos y la daga atravesada en la garganta. Cuando Thais la retiró, el cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo, manando sangre. Ella se arrodilló y después de muchos años dirigió una corta oración al Santo de la Religión Antigua, porque su padre era devoto del mismo. Había dejado de rezar cuando aprendió que no escuchaba. Crisela todavía parecía tener el odio atrapado en los ojos. Limpió la daga y sus manos, se quedó luego quieta, atenta. No había sonidos, pero arrojó el arma dentro de su bolso y se escabulló con rapidez, refugiada en el verde de su capa.

Esa noche no volvería a tener pesadillas.

Tessa tiró de las riendas para aminorar la marcha cuando escuchó la música. Gaitas, tan típicas de su Reino, laúdes e incluso liras. El sonido vibraba en el aire, fuerte y alegre, entre la risa y el canto de los juglares. Descendió de la montura de Viento de un salto y lo amarró a un árbol. Cuando se volvió, Khalilea ya había hecho lo mismo. Aunque Tessa se había sentido asustada cuando ató la sábana a la balaustrada, luego de haber llegado se sentía tan libre como el Águila que era. Esa era la parte que le gustaba de su herencia.

A pesar de su estatura, no se sentía a la altura de la elegancia de su amiga, sino desgarbada. Se quitó los guantes de montar y los guardó.

-Todavía no entiendo la necesidad de traer tu arco -la criticó Khalilea con el ceño fruncido.


-Siempre lo llevo, por si me hace falta. Para... -Tessa soltó las riendas luego de asegurarlas y ajustó su carcaj. Era una pregunta tonta, ella siempre llevaba su arco.

-¿Defenderte? Tessa, vamos a una Feria... -se quejó Khalilea, ya observando lo colorido del espectáculo.

-¿Haces esto con frecuencia? -preguntó Tessa, acercándose también. Era más pequeño de lo que se esperaba, pero el lugar estaba muy concurrido. La cantidad de tiendas era interminable.

-¿Hacer qué? -preguntó Khalilea. Ya se había distraído observando la mercadería ofrecida en una tienda baja y anaranjada llena de sedas, tafetán, algodón y brocados... por lo que Tessa pudo ver.

— ¡Escapar! -exclamó en un susurro, y al tomar el brazo de su amiga para llamar su atención la hizo reír.

-Si me hubiera quedado en mi habitación cada vez que mi padre me lo ordenó, todavía sería... como tú -le dijo Khal, examinando un bordado de hilo de oro.

-Bueno, yo no tengo un padre que me diga cuándo quedarme -replicó Tessa. ¿Por qué diría Khalilea algo así?

-Cierto. ¿Qué pasó? -preguntó ella, sin más interés en las telas, y siguieron avanzando.

-Murió antes de que yo naciera... -dejó de observar los colores a su alrededor. Era todo lo que sabía, pero no iba a admitirlo.

-Es decir... nunca tuviste un padre... -Khalilea no parecía a punto de dejar ir el tema. Ella se había pasado la vida dándole vueltas a las preguntas cuyas respuestas la Reina no le daba. Nadie sabía más, y llegó a aceptarlo como verdad indiscutible: lo que le habían dicho era lo único que alguna vez sabría. Había soñado tantas veces con que su madre se había equivocado y, al enterarse, él venía a buscarlas. También con la boda de ella con un Rey que la llamara hija. Sólo tenía a Dorian; Tessa lo quería, pero no era su padre ni el esposo de su madre. Y si ella no le había contado de las intenciones del Rey era porque pensaba rechazarlo todo una vez más... a espaldas de su hija. El día en que la Reina se diera cuenta de que no podía controlarlo todo, porque no podía, iba a enloquecer. Mientras tanto, para Tessa seguía siendo como si una mitad de ella hubiese sido enterrada antes de nacer y no estuviera viva del todo. No quedaban más que preguntas, ella no sabía remotamente quién era.

—No me lo recuerdes... —pidió Tessa e intentó volver a mirar las tiendas. Estaban al lado de un puesto donde se vendían aves: canarios, papa-gayos, cuervos, lechuzas, y un loro verde brillante repitió la palabra padre. Batió las alas y ella quiso arrojarle una piedra. El animal pareció sentirlo, graznó y la miró en silencio.

-Entonces, ¿quién te va a coronar en los Juegos?

 Por fortuna, dejaron atrás el puesto de las bestias voladoras. Tessa quiso detenerse. La gente seguía moviéndose a su alrededor y una de las vendedoras trató de llamarlas, pero la ignoraron.

-Mi madre, supongo -se encogió de hombros. No se había tomado la molestia de pensarlo, era lógico, era sólo una cosa más bajo su control.

-Pero es una tradición de padre e hija, tiene que ser el Rey... -Khalilea no estaba tan conforme con la respuesta como Tessa se había obligado a estar. Tenía razón, pero el Reino del Dragón Extinto 110 tenía un Rey.

-No todas tenemos la suerte de tener un padre como el tuyo... cuídalo.

Khalilea guardó un momento de silencio antes de contestar, como si las palabras de Tessa hubieran sido un cuchillo. -Fuimos sólo él y yo. Todo se suspendió, por lo de mi madre. La verdad es que yo lo adoro.

-¿Y ahora temes que mi madre se lo lleve a él también? Lo siento -se disculpó Tessa y trató de ofrecer una sonrisa reconfortante. La muerte de la madre de Khal era más reciente y más dolorosa que la falta de un padre para ella.

-Esto todavía le duele. Quiero que cuando decidan, sea lo mejor para él. Quiero que ella lo cuide como yo no voy a poder cuando me vaya. Tienes suerte de seguir teniendo a tu madre -respondió Khalilea, tratando de sonreír también.

-Por supuesto, adoro a mi madre. Pero me pone nerviosa, no me en-tiende. Nunca me escucha. ¡Y no me deja respirar! Sólo sabe hablarme de cómo tiene que ser una princesa y de todo lo que debo saber. Soy la princesa porque mi madre es la reina, pero eso es sólo la mitad de mí. La otra mitad... es como un misterio sin resolver -contestó. Le pareció escuchar al loro, volvía a gritar padre por encima del bullicio- Puede ser muchas cosas, pero no es cruel. Si acepta, de verdad lo va a cuidar.

No le dijo que la aceptación de la Reina era una perspectiva improbable. ¿Para qué?

-Lo has pensado mucho... -le dijo su amiga, mientras la obligaba a seguir andando.

-¿Bromeas? -suspiró-. Pienso en ello cada segundo. Sería tan fácil si ella sólo me dijera la verdad... pero eso parece ser, cada vez más, algo tan desconocido para ella.

-Tessa, convertirte en Reina es tu destino, igual que el mío, acéptalo. Tu padre, quien quiera que haya sido, no puede cambiarlo. Nunca -le dijo Khalilea, tomándole de los hombros-, Y tu madre no tiene la culpa de eso.

-No quiero aceptarlo, quiero cambiarlo -afirmó Tessa, encogiéndose de hombros.

Khal le lanzó una mirada llena de curiosidad. -¿Acaso no creen ustedes que el destino está escrito en las estrellas?


Tessa respondió con un resoplido. A veces creía en ello y a veces lo dudaba. ¿Podía estar destinada a ignorar quién era su padre el resto de sus días? No, de ninguna manera. -Las estrellas pueden mentir tanto como mi madre.

Thais no esperaba terminar encerrada, creía haberse librado de eso para siempre. Ella no le contó lo que había sucedido. Él quiso disculparse cuando la vio, pero al tomarle las manos se encontró con las manchas húmedas en las mangas que ella no pudo ocultar. La sangre de quien alguna vez había sido su verdugo. Él levantó la vista para mirarla, su rostro casi rozaba el de ella. Se le dilataron las pupilas. Había horror en sus ojos. No preguntó. Dio órdenes a los dos guardias y la encerraron en la habitación. Ella no se merecía la mezcla de pánico y disgusto que vio reflejada en su mirada. No se merecía el desprecio por cosas que ella no había decidido. Él no la merecía a ella.

Golpeó la puerta hasta cansarse, hasta llenarse las manos de heridas y astillas, mas era inútil. Entonces empezó a odiarlo, él nunca había querido verla feliz. No tenía fuerzas para derribarla, pero tampoco podía quedarse sentada, ¿iba a limitarse él a encerrarla? La ventana era alta y estrecha, pero ella arrancó las cubiertas de la cama para fabricarse una vía de escape. Luego de anudar las dos sábanas, arrimó una silla de hierro a la pared, bajo la abertura, para amarrar a ella la soga improvisada y arrojarla. Thais esperaba que fuera suficientemente pesada como para aguantar su peso.

E! clic de la cerradura cuando la llave la hizo ceder la sorprendió. Se vino abajo antes de poder arrojar las sábanas anudadas a causa de un movimiento demasiado abrupto. Se llevó la mano a la cabeza donde había dado con el suelo y trató de incorporarse. Sentía la cabeza hinchada y como si tuviera un pulso propio.

-¿Estás bien, amor? -La llave volvió a girar. Él corrió para arrodillarse al lado de ella, pero Thais no quería volver a verlo, que volvieran a encerrarla. Quería ver a Aramis.

Cuando levantó la vista para mirarlo ya le picaba la humedad en los ojos y su voz quebrada era casi un susurro. -¿Por qué me encerraste aquí?

Él le tomó el rostro entre las manos y le acarició la piel con suavidad. -No sabía qué hacer. Estaba tratando de protegerte, porque te amo. ¿Qué pasó?

Eso no era cierto. No estaba protegida. No la amaban. ¿Es tan difícil quererme? Era un león enjaulado.

 -Yo te quería, cuando no sabía que me mentías. Si hubieras querido protegerme, no me habrías tirado aquí dentro, no me habrías abandonado. Estoy sola y hace frío...

-No me digas eso. Estoy aquí contigo -contestó él, abrazándola -. Sólo dime qué sucedió.

-No quiero hablar de eso. Quiero salir -Thais suavizó su voz y se alejó de él- Yo sólo quería la medicina, para nuestros bebés.

-Ya no creo que para eso hayas querido venir -su esposo negó con la cabeza y frunció el ceño.

-¿Dudas de mí? Yo no soy una mentirosa- dijo. Ella sí. Thais levantó el rostro para fijar en él la amplitud de sus ojos. Sí, quería la pócima, el hijo, estaba desesperada por volver a ser madre, pero él lo había cambiado todo.

El hombre dejó escapar un suspiro lleno de angustia. -Si no quieres contarme de dónde salió la sangre, por lo menos dime la verdad sobre ese Aramis. Después me cuentas lo otro.

Ella se puso de pie y apoyó las manos sobre el bolsón, todavía lo llevaba colgado y le había caído sobre la falda. Su cuerpo temblaba y estaba recibiendo menos aire del que necesitaba. -Te dije la verdad.

Él la siguió y le tomó las manos. -Pero no es toda la verdad.

-¿Qué quieres que te diga? ¿Que iba a casarme con él? ¿Que tuvimos una hija? ¿Que lo amo? Voy a volver con él aunque sea lo último que haga.

Él levantó la mano, furioso y herido, pero solamente porque no le pertenezco. Al mirarla a los ojos se detuvo y la aferró de los hombros para sostenerla contra la pared. El golpe hizo que a ella le doliera la cabeza. -¿Dónde me equivoqué contigo, Thais? ¿Acaso no te amo? ¿No te cuidé? ¿No te protegí? ¿Qué más quieres? ¿No te lo di todo?

-Todo no es suficiente para un corazón que no puede comprarse. ¿No te bastaron estos años para ver que yo no me vendo? Soy leal y lo seré hasta que las estrellas decidan el día de mi muerte o la Sombra me arrastre hasta el Fuego -él se quedó mirándola, mudo, y ella siguió hablando-. Aprendí en el Monte que el miedo a la muerte es una gran debilidad, ¿pero cómo no temerle? Si perteneces al Fuego, ni el Santo ni la Creadora pueden salvarte.

-No estoy hablando de la muerte. Lo único que quería yo de ti era amor -le dijo, sin soltarle-, Y me dices que amas a otro, después de tantos años.

-No, eso no era todo, porque entonces no me hubieras encerrado. Eso lo quería yo. No quieres una esposa, sino otra cosa. Y yo no soy una mujer así.

O ya no lo era; le había costado, pero ya no lo era.

Él presionó su cuerpo contra el de ella y le dio un beso en el cuello. — Eso no es cierto. ¿De qué estás hablando? No es cierto que no me quieres.


en m. Bcxiio.sc)-.

Ella tembló de nuevo. Forcejeó con un gruñido. Eso era todo lo que él esperaba de ella... -Abreme la puerta... no te pido más...

-Si sólo me contaras. Yo te conozco, Thais... -suspiróél, que aún la tenía contra el muro-. No voy a hacerte daño.

-No me conoces para nada, ni sabes de mis sueños, los        de antes -contestó ella entre lágrimas. No iba a permitir que la forzara.

-Entonces, cuéntamelos -pidió el hombre, sin mirarla, todavía recorriendo su piel y borrando las lágrimas con besos.

-Odio las prisiones... -sollozó ella.

-Esto 110 es una prisión. Siempre te traté como a una princesa. No llores.

Fue entonces cuando las manos de ella aferraron sus muñecas, y presionó hasta que él la dejó ir. Sus ojos debieron de convertirse en fuego verde, porque él la miró sin decir palabra. -Quieres decir... la princesa que no soy, ¿no?

-Eres mi princesa -se defendió él, y liberó una de sus manos para acariciarle la mejilla donde antes le había golpeado. Thais volvió el rostro.

-Una princesa es lo último que quiero ser en este mundo -susurró ella al soltarlo. Sus brazos temblorosos cayeron a sus costados.

-¿A dónde fuiste hoy? -preguntó él en el mismo susurro. Sus labios se posaron sobre los de ella, obligándola a abrirse, a aceptar una intimidad no deseada. Thais sintió que los suyos tiritaban.

-Déjame. No hagas eso -pidió ella e introdujo en el bolso su mano derecha. Sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura de la daga.

-Sólo quiero demostrarte cuanto te quiero, escucharte decir que me quieres a mí y no a él... déjame intentarlo...

Thais seguía atrapada entre el cuerpo de su esposo y la pared. Él volvió a tomar la boca de ella con la suya y deslizó la mano izquierda bajo la camisola de algodón hasta encontrar sus formas de mujer y cerrarse sobre ellas. Eso le produjo arcadas. No de nuevo.

Con el primer intento de Thais, el filo resbaló sobre la piel de su esposo y le abrió el costado, provocando un alarido. Él la miró con los ojos abiertos de sorpresa, mientras ella volvió a levantar el arma, tan rápido que él no pudo alejarse. La segunda vez, la daga se le clavó en el estómago, hasta la empuñadura, con facilidad. Tenía poco uso y aún estaba bien afilada. Cuando el hombre volvió a gemir, el puñal que él llevaba colgado al cinto y había llegado a sus manos le perforó la piel a ella y se le clavó en el muslo. La única reacción de Thais fue retirar su daga. Su esposo había quitado el arma para defenderse, pero no le dio tiempo. ¿Pensaba matarla? ¿Asustarla? ¿Amenazarla? Subyugarla...

 -¿Qué... has... hecho? -murmuró él, arrastrando las palabras hasta quedarse sin aliento. Ella soltó el cuerpo, que dio contra el suelo con un golpe seco.

-No soy una princesa -repitió. Su voz todavía sonaba como la miel.

Retiró el puñal de su pierna de un tirón y lo lanzó debajo de la cama; el metal, al dar contra la piedra, produjo un sonido que llenó la habitación. Ella se puso de rodillas y, luego de limpiar la daga, desgarró un pedazo de seda blanca de la camisa de él para amarrarlo con fuerza alrededor de la herida de su pierna a modo de torniquete.

Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. El cuerpo ya no tenía latidos, ni mirada. Había creído en la bondad de él y en su intención de protegerla, pero no eran reales. El sólo veía lo mismo que los otros hombres habían visto en ella. Todos menos Aramis. No le gustaba cómo eso la hacía sentir. No tenía otra opción, sino huir. A veces, se sentía como si nunca tuviera opciones.

Dejó el bolsón sobre la cómoda. Desprendió la capa que llevaba puesta y la depositó sobre el mismo. Se quitó las botas, los pantalones de viaje y la camisola blanca. Rompió la tela de la misma para volver a cubrirse la herida después de limpiarla, todavía con más fuerza, y se lavó las manos y el rostro con el agua de la jofaina. Abrió el baúl donde había traído sus pertenencias para enfundarse en el vestido verde, el de las flores de brocado en el pecho, y se cepilló el pelo hasta hacerlo brillar antes de atarlo con un lazo; él había dicho que le gustaban sus rizos. Se abrochó de nuevo la capa, cubriéndose el rostro, y tomó el bolsón para arrojar dentro de él todas sus joyas. No miró atrás. Le temblaba la pierna herida, pero subió hasta la ventana y bajó por el otro lado con las sábanas que había descolgado. Nadie había intentado abrir la puerta aún.

Cuando su pasado la abandonó, ella trató de olvidarlo. Pero le habían robado su rayo de esperanza y la habían dejado caer... desesperada. No se puede olvidar eso. No se olvida una promesa rota hasta verla cumplida, por mucho que se intente. Y ella lo había intentado tanto.

Había tocado fondo. Por lo menos, esta vez, sabía exactamente a dónde ir.


III. DICEN POR AHÍ

-Todavía me siento acostumbrada a entrar a los lugares con mi padre -murmuró Khalilea con lo que parecía un dejo de tristeza, pero Tessa no pudo más que envidiar sus sentimientos.

-Yo prefiero entrar sin que lo noten -contestó, acercándose más a su amiga entre el gentío. Se estaban aproximando a los puestos de la Feria. El pasto estaba crecido y se le metía dentro de las sandalias. Picaba y era incómodo. Miró a su alrededor. Deseó haber traído botas. Cualquier cosa menos llamativa. Definitivamente, ella no era Khal.

-Así no vas a hacer un buen papel cuando te cases -le dijo Khal, con-teniendo la risa.

-No voy a hacer un buen papel cuando me case... de cualquier manera -afirmó Tessa. No tenía a alguien en particular en mente, pero tampoco tenía un ejemplo. Cuando lo intentara, tendría que hacerlo todo sin un modelo de esposa a seguir. De nuevo, su madre era responsable de eso.

-¿No quieres casarte? -preguntó Khalilea, adelantándose

-Supongo que sí, pero... no sé qué esperar.

Tessa guardó silencio para observar a la multitud que iba de un lado a otro, apretujada en medio de una sucesión de tiendas rojas, amarillas, verdes, azules, violeta y otros colores que ella apenas podía identificar. Se mezclaban en el ambiente los aromas de los afeites a la venta -florales, frutales, dulzones-, y de un pescado frito, con la boca y los ojos abiertos, que de pronto tenía enfrente pero nunca había probado. Lo miró con des-confianza.

-¿Has estado alguna vez aquí? -preguntó su amiga al detenerse frente a uno de los techos de lona.

-No -contestó ella e hizo una pausa antes de continuar debido al olor que le llenaba la nariz y apretó el paso-, este lugar está lleno de brujería y supersticiones y mi madre me habría prohibido venir. Venden cosas muy extrañas, según dicen.

-Mm-hm -asintió Khalilea, con poco interés en las excusas. Se acercó al mostrador que descansaba bajo una carpa de color turquesa, donde se reflejaba la luz de la lámpara de aceite como olas en el océano. Tessa era una princesa, pero aún así, nunca había visto tanto brillo junto en su vida.

Había collares de nácar blanco, rosado y gris, otros hechos con cuentas de ópalo y pulseras de lapislázuli. Algunas piezas eran de ámbar e incluso había anillos de oro. Ninguno de los objetos era particularmente valioso o exótico, pero resplandecían como el sol, y a Tessa le alegró ver a un par de miembros de la Guardia del Reino en la distancia. Tomó la pulsera de lapislázuli para observarla con detenimiento.

-Buena elección, señorita -dijo un hombre de estatura corta y sonrisa amable con los ojos más pequeños que ella había visto en el idioma del Reino Antiguo inspirando la a, con un acento que le pareció oriental-. Tiene el color de tus ojos.

Tessa sonrió y la sujetó con más fuerza. -Me la quedo. ¿Puedo pagarla con esto? -preguntó, enseñándole una de las hebillas de su trenza.

El vendedor asintió con prontitud y colocó sobre la mesa una caja de madera, sencilla y desvencijada. Al verla, Khalilea volvió a interesarse en las actividades de Tessa. La tapa, al descorrerse, reveló una hilera de esferas níveas y perfectas que relucieron bajo la luz de la llama. Ambas jadearon.

-Son perlas del oriente, de las Tierras de los Iluminados. Sólo se con-siguen en el Mar de la Aurora.

-¡Valen una fortuna! -exclamó Khal, deslizando sus dedos sobre ellas.

-Casi tanto como la corona de la mismísima Reina, más que cualquier ajorca de oro... es una pieza única.

Aunque momentáneamente distraída por lo extraño de la pronunciación, Tessa frunció el ceño ante la mención de su madre. -Tal vez otro día -contestó, alejándose con la pulsera de cuentas aún en la mano. A los pocos pasos, el lapislázuli se le deslizó entre los dedos, cuando se detuvo para no dar de bruces con su amiga, que se había detenido frente a ella.

-¿Qué pasó? -murmuró.

-Señorita, se le cayó la pulsera -exclamó una mujer, con un marcado seseo, a todas luces del Bajo Oeste; una tierra donde sólo había mercenarios y brujas. O eso decían, la gente también hablaba de las hechiceras del oriente. No llegó a oír la respuesta de Khalilea.

Tessa le agradeció con una ligera inclinación de cabeza antes de recoger su pulsera. La dueña de la tienda tenía el cabello del color del cobre, probablemente teñido con henna o con alguna otra cosa, como el Fuego donde decía la Religión Antigua que terminaban los no creyentes, envuelto en un pañuelo dorado. Llevaba colgado al cuello el ónice de los servidores del Ángel, el Ángel del Fuego. Tessa no creía en esas cosas, pero había gente que sí. -¿Puedo leerte las cartas, preciosa?

-No me parece buena idea -dijo Khalilea en voz baja, tomándole del brazo, pero ella ya había accedido.

La mano de la desconocida, de una piel de ébano, depositó una carta sobre la mesa, donde ya descansaban tres amuletos pequeños, de piedra verde, rosada y negra. La imagen mostraba las raíces enredadas de un árbol frondoso y viejo. -¿Hay alguien ausente en tu vida? -Tessa asintió, sin revelar que aquella persona era su padre -. Alguien te está buscando, quizás desde hace mucho tiempo.

-¿Quién? ¿Cómo lo encuentro? -preguntó Tessa, insatisfecha y con el ceño fruncido, sin dar importancia a las palabras. Entonces pasó la mano sobre los talismanes con curiosidad-, ¿Para qué sirven estos amuletos?

-El rosado es para encontrar el amor, el negro te protege de la muerte, y éste -le dijo, cerrando alrededor de él la mano que Tessa había colocado sobre el amuleto verde- va a ayudarte con lo que quieres.

-¿Sirve para encontrar gente? -Tessa sostuvo la piedra para observar su brillo.


La mujer negó con la cabeza y una media sonrisa. Tessa se negaba a considerarla una bruja. -Va a mantenerte siempre en el lugar correcto. Puedes quedártelo a cambio de una moneda.

Ella le entregó el segundo de los tres broches de su trenza, se dio cuenta de que la mirada de la mujer le había producido escalofríos. Pero el precio era poco. Alguien la estaba buscando y ella quería saber quién. Muy dentro de sí sabía quién anhelaba que fuera.

-Ten cuidado -le susurró cuando Tessa ya se había vuelto-, no puedo asegurarte las buenas intenciones de quien te busca.

La servidora podía no saberlo. Tessa estaba segura de ellas.

Niágara vio la sonrisa soñadora en el rostro de la mujer al despedirse, luego de darle a él un beso en la mejilla. Pobre ilusa. Él siguió montando guardia en el puerto, esperando al barco mercante. Era un barco importante, no le sorprendió. Como Capitán Primero del Cuerpo Protector de la Ciudad, se encargaba de seleccionar las mejores armas para los guardianes. No vio una reacción en el rostro de él, como siempre. Tampoco conocía su relación con esa mujer, si había alguna. Sacudió la cabeza, probablemente ella estaba llena de ilusiones inútiles. Nia también tenía sus propias ilusiones con respecto a su hermano. El cabello lustroso y los ojos claros no le pasaron desapercibidos, porque le recordaban con vehemencia a la mujer responsable de dejarlo en ese estado. Al principio, Nia creyó que nunca llegaron a ser amigas a causa de una cierta envidia de su parte hacia la belleza de ella, pero luego descubrió cosas que antes no había sospechado. Le dolía haber puesto en ella todas sus esperanzas de un matrimonio provechoso para Aramis, porque él parecía no tener intención de elegir bien. Había hecho todo lo posible, pero se arruinó de todas formas.

-Aún no la has olvidado -afirmó Nia por todo saludo, y no con la in-tención de arrancarle una sonrisa. Él no sonreía tan fácilmente como ella, pero ella era una dama y él un guerrero, como debía ser. Los guerreros se casan con las damas, y Nia quería una dama para su hermano. Una cierta dama que a pesar de todo él parecía tener todavía en la cabeza. Era increíble.'

-¿De qué estás hablando? -pregunto él, a quien su presencia no había tomado por sorpresa. Nia se había cansado de tratar de sorprenderlo.

-Sabes muy bien de quién estoy hablando. Si quieres llámame tonta, pero no estoy ciega. Quisiera saber qué te hizo para convencerte de que ninguna otra es suficiente -dijo Nia. Lo sabía, pero su hermano no iba a reconocerlo.


-Ella se fue. Punto -la respuesta fue dura y seca. Admitió saber de quién estaba hablando, y eso ya era algo.

-Me asombra que en dieciséis años no te hayas molestado en averiguar la verdad. A mí me inquieta.

No importaba el motivo de su separación, aunque Nia no lo conociera. Las personas cambian, y verlo con ella era mejor que verlo sufrir. Ella era perfecta para él.

-Sé la verdad, hace mucho, no necesito averiguarla. ¿Te olvidaste?

-Tienes miedo de la verdad. Admítelo. Miedo de descubrir que todo fue exactamente cómo crees. Escuchaste mil verdades, no la verdad de ella. ¿O te dejaste llevar sin pensar si ella lo valía? -preguntó Nia. Al detenerse, escuchó un par de aves que graznaban, sobrevolando el mar.

-Yo creí que sí.

-¿Crees que eres tú el que no vale? ¿Es eso? Si llegas a decirme que no te creías suficiente para ella, de verdad... -se detuvo con un gruñido de frustración-. Eres mucho para ella, para cualquiera.

-¿Eso crees?

Ella asintió. -Y si no vas a hacer nada al respecto, es mejor que la olvides de una buena vez. Ya no quiero verte así. Somos mellizos, y cuando tú sufres, también sufro yo. Aprendiste las meditaciones del Oriente y todo su palabrerío sobre la templanza. Yo te vi cambiar...

Era cierto que se había vuelto, con los años, una persona mucho más calmada. Pero Nia veía en sus ojos que era sólo una armadura, una forma de aplastar el dolor que sentía, sólo conseguía meterlo más adentro. A veces deseaba verlo llorar, sencillamente porque eso implicaba la decisión de enfrentar lo que tenía dentro.

Él frunció el ceño. -Ojalá esas técnicas funcionaran a voluntad...

-Por lo menos admitimos la necesidad de olvidarla... eso es un primer paso...

Aunque olvidarla no es un paso tan bueno como recuperarla.

-No, yo no admití nada, Nia. Eres tú quien la está trayendo de vuelta. Se acabó -dijo él con firmeza y le dio la espalda.

-No lo admitiste, pero estás pidiendo ayuda a gritos.

Aramis la observó con una expresión ensombrecida. -No te atrevas... ella es historia.

-Si el cuento se acabó, actúa como si así fuera y busca a otra mujer. Hoy te vi con alguien.

-Yo no estoy sufriendo Niágara, estás insistiendo sólo porque no actúo según tus expectativas.

Él conocía sus razones, la respuesta hizo que se le atorara el corazón en la garganta. -Estás siendo cruel conmigo, como si no supieras por qué te pido todo esto.


Aramis suspiró, y por momento el romper de las olas llenó el abismo- del silencio entre ambos. -Me estás pidiendo un sacrificio injusto. Yo no quiero una familia. No estoy tratando de reemplazarla. No hay otras parecidas a ella, Nia... siguió adelante y yo también.

Y Niágara lo sabía. Lo sabía cualquiera que la hubiera conocido. Ya de por sí era difícil sacarle información a su hermano, sobre todo cuando se trataba de sus emociones, como si exponer su corazón fuese arriesgar la muerte, y la historia de la partida de esa mujer era su secreto mejor guardado. El resto de la respuesta le dolió tanto que decidió ignorarlo, por lo menos de momento. El no podía ser tan egoísta y cruel sin un motivo.

-Que el Poder te ayude cuando vuelvan a encontrarse, porque tengo el presentimiento de que va a suceder tarde o temprano...

-Eso fue extraño -le susurró Tessa a Khalilea, mientras compraban dos vasos de agua de limón fresca. El viento cálido del sur las había hecho transpirar y las tiendas iluminadas ya habían perdido todo interés. Sólo se había llevado el amuleto verde, lo tenía ya guardado en el bolsón.

-Sí, mejor volvemos -le dijo Khalilea, dando vueltas al agua de limón entre sus manos.

-¡Khal, esto fue tu idea! -se quejó Tessa. Estaba cansada, empapada y sorbiendo una bebida amarga que le hacía arrugar el rostro, pero le encantaba el sabor a libertad que todo ello le ofrecía. Era en ese lugar, y no entre las paredes de mármol, donde Tessa se sentía un Águila-. Yo no quiero volver.

-Ya lo vimos todo.

Tessa no quería volver a las joyas, ni a las hechicerías, ni a los pájaros. Se mordió el labio inferior en un gesto pensativo y escrutó su alrededor. El lugar estaba abarrotado porque había mucho para ver. -¿Y eso? -indicó, señalando al grupo de gente amontonado alrededor de una bailarina. La mujer se retorcía al ritmo de un clarinete, de una tonada del Oriente desconocida para Tessa.

-¿Por qué no te llevaste todos los amuletos? -preguntó Khalilea cuando llegaron hasta el grupo.

-Me recordaron a los rumores sobre las hechiceras del Monte de los Iluminados, especialmente el rosado. Eso de que los bebés mueren antes de nacer cuando los padres no están casados en sus corazones... -explicó, mientras la música y el baile continuaban y se perdían entre la algarabía-, cuando no se quieren.

-¿Y crees en esas supersticiones?


Tessa la miró con los ojos desorbitados. Provenían de un lugar cuyas creencias se enfrentaban sólo con las de quienes profesaban la Religión Antigua, pero su madre seguiría tratándolo como superstición.

-Por las estrellas, que mi madre no te escuche decir eso. Me refiero a eso de que todas esas creencias se cumplen si aceptas uno de sus amuletos. Este es del Oeste Bajo...

Khal hizo un gesto despectivo con la mano. -Bah, eso no te va a ayudar a encontrar a nadie...

Lo correcto sería estar de acuerdo, sin embargo Tessa esperaba que sí. -No estoy buscando... -empezó, interrumpiéndose cuando dio un golpe involuntario con el codo al chico que estaba de pie al lado de ella. No estaba acostumbrada a andar tan apretada entre la multitud y sin que le abrieran paso.

Él le tomó del brazo para evitarle la caída, la observó con detenimiento: a ella y al arco. No era de buenos modales que se le quedase mirando así, pero Tessa no supo cómo decírselo. Una dama debe ser suave como la seda y dulce como la miel, estaba harta de que se lo repitieran. -Hola -dijo, con la mejor sonrisa que pudo poner.

-Hola -respondió el desconocido, con una sonrisa de curiosidad-, ¿Quién eres?

-Te... -empezó ella. Se llevó las manos al corazón para saludar, sin embargo terminó cruzando los brazos-. Mi nombre es Theresa.

-Yo soy Francy, y éste es mi amigo Kresse.

Kresse era todavía más alto y tenía en su forma de mirar algo de violencia, los ojos pequeños y la sonrisa burlona. Cuando habló también le dio un codazo a una pelirroja que se volvió a mirar a Tessa. -¿Y ese vestido?

-Sí, ¿quién te crees? ¿La hija de la Reina?

La desconocida ni siquiera llevaba vestido. Los tres rieron al unísono y siguieron conversando como si hubieran olvidado a Tessa. Ella había llevado su vestido más bonito, pero allí no era la hija de la Reina.

-Ella nunca viene -afirmó Francy-. Como si fuéramos a morderle.

-Es como si la Reina tuviera miedo de estas cosas -dijo la pelirroja. Tenía el rostro lleno de pecas y el cabello le caía como las hojas de un sauce-. Ni siquiera sabemos cómo es.

Kresse se encogió de hombros. -Ya sabes lo que dicen las hechiceras del Monte sobre las chicas sin padre, Katna.

-Yo pienso competir en los Juegos para conocer a la Princesa -continuó Francy.

-¿Estás loco? ¿Aunque ella haya matado a su esposo en una vida pasada y quiera hacerlo de nuevo? -Katna sacudió sus rizos carmesí en señal de desaprobación.

-No estamos en los Montes, Katna. Esas cosas no son ciertas.


Ella arrugó la nariz cuando Francy desechó sus preguntas. -Pero hay un montón de amuletos aquí. Además, ella es la hija de un esclavo al que la misma Reina le cortó el cuello luego de obligarle a hacer  cosassucias

con ella. Ya sabes, del otro lado...

-No, no, así no va a tener una hija. Ella lo envenenó -rió Kresse, como si la idea le pareciera divertida.

-Eso no es cierto. El la dejó porque ella era... rara -Francy   miró  a su

alrededor cuando el sonido cesó y la bailarina se detuvo.

-También escuché que la Reina no sabe quién es -dijo Katna, encogiéndose de hombros como si fuese un planteamiento más razonable.

-Yo digo que se los tiró a los tres la misma noche, luego decapitó a uno, envenenó al otro y el tercero... se fue por cobarde -Kresse celebró su comentario con una risa todavía más fuerte.

-A lo mejor ni es huérfana. La gente habla del Capitán de la Guardia Real... -agregó Katna en voz más baja-, siempre duerme con ella.

-Si es así, Francy, compite tú en los Juegos para ver si te la puedes tirar... a mí no me interesa -Kresse envolvió a Katna con un brazo y la atrajo hacia sí.

Rieron de buena gana: el vozarrón de Kresse, la picardía de Francy -a quien parecía haber agradado la idea-, y la musicalidad de Katna. Tessa no pudo contener un sollozo. Dio de bruces contra el desconocido que estaba de pie entre ella y Khalilea, así cayeron sus flechas y el carcaj. Hincó una rodilla en el suelo para recogerlas, volviendo a sollozar. Estaba llorando en público y eso era una vergüenza, pero no podía soportar esas cosas horribles. Al principio le hicieron sentir ofendida y furiosa, pero luego le atravesaron el alma. Khal se acercó a ella y le pisó el vestido sin darse cuenta. Tessa no levantó la vista. Una princesa no llora.

-¿Estás bien? -le preguntó. Enseguida la tomó del brazo para ayudarla a levantarse.

Ella asintió con ahínco, se puso de pie con energía y se arrancó las lágrimas del rostro. Se quedó sin aliento cuando escuchó el sonido, como un latigazo, de la seda al rasgarse. Una flecha que había caído de punta clavó su vestido al suelo. Su amiga la recogió, Tessa no podía moverse. Tenía los pies de piedra.

-¿Qué le hicieron a mi amiga? -preguntó Khalilea, apuntándoles con la flecha.

-Sólo dijimos algo tonto sobre su vestido -contestó Francy, con un desprecio que indicaba cuánto lo estaba importunando Khal.

-Sí, ¡qué bebé más tonta! -agregó Katna.

Tessa se alejó corriendo con la falda desgarrada, saltó a lomos de Viento y partió al galope. Cuando llegó a los establos, con el rostro encendido y sin aliento, escondió el rostro entre las crines de Viento para ocultar las lágrimas; no pudo evitar que cayeran, ni el olor acre de la piel sudada del caballo que le invadía la nariz. Una Princesa no corre. Y ella había corrido como un bebé, así como la habían llamado. Guardó silencio e intentó que sus hombros dejaran de agitarse cuando escuchó acercarse las pisadas de Maestro, el caballo de su amiga.

-¿Qué sucedió, Tessa? ¿Te pusiste así por un vestido? -preguntó Khalilea tras descabalgar.

Ella bajó también, contestó sin volverse a mirarla. No tenía intención de repetir lo que había escuchado sobre su madre y sobre Dorian, ni que el tal Francy creía que podía tirársela, como había dicho, con sólo asistir a los Juegos. -No, no quiero hablar. Vamos a entrar antes de que nos vean. Por favor.

-Olvidaste esto -le dijo Khal mientras se acercaban con cuidado y le ofreció la flecha.

Tessa levantó la vista al tomarla y mostró una media sonrisa. -Gracias. No debí olvidarla -Khalilea no contestó, se quedó mirándola en espera de una respuesta-. Estaban diciendo cosas horribles sobre mi madre y sobre mí -cosas que no habrían dicho si ella tuviera un padre. Se arrepintió tan pronto como lo dijo-. ¿Cómo vamos a entrar?

-Desde que se inventaron las puertas, la gente ha olvidado cerrarlas -insinuó su amiga, tratando de arreglarle con los dedos los mechones de pelo desordenados por el viento.

-Acá nadie se olvida de las puertas. Va a ser mejor trepar, de todas formas ya no puedo salvar este vestido - Tessa suspiró al contestar. Se detuvo para terminar de desprender con furia el tafetán desgarrado.

Se detuvieron al llegar hasta los muros del Palacio Blanco. No quería subir, sino correr hasta el mar como se suponía que no debía hacer y adentrarse en él, meterse hasta que el agua le ahogara y se olvidara de todo.

O hasta tener un padre que lo evitara.

Aramis la miró un momento sin contestar a su saludo, mudo de sorpresa. De aquella mujer de pie entre la penumbra, sólo había reconocido la voz acaramelada.

-Ha pasado mucho tiempo -agregó Thais, removiendo su capucha. El tejido verde le cayó sobre la espalda. Su rostro estaba apenas iluminado por la luz del farol de la calle, pero parecía no haber sufrido el paso del tiempo. No se había fijado en eso cuando se topó con ella dos semanas antes.

Él asintió, aún sin hacerse a un lado y todavía cavilando sobre sus posibles motivos para regresar. El día en que ella desapareció de su vida lo había dejado marcado y la despedida que no pronunciaron estuvo teñida de dolor e incertidumbre. Quizás, los años la habían ayudado a ella a ver las cosas con mayor claridad. Tal vez sus intentos de ayudarla cuando ella aún era muy joven, y que por momentos lamentaba haberse permitido dejar a medias, habían dado buenos resultados. Así se sintió cuando la encontró aquel día, tenía quien cuidase de ella. -Te ves diferente.

-Supongo... -reconoció ella con una sonrisa débil y nerviosa, como insegura de si debía esperar ser recibida o rechazada. Sin embargo ella lo conocía demasiado para albergar aquellas dudas-, ¿Puedo pasar? -lo miró con ojos llenos de súplica.

Él asintió, finalmente apartándose. La puerta se cerró detrás de los pasos de gacela de ella y la mujer quedó de espaldas a él. El viento en el exterior cantaba el término del invierno, pero Aramis tenía la hoguera encendida y le ayudó a quitarse la capa.

-¿Me extrañaste? -preguntó ella, con los brazos cruzados sobre la cintura delgada que su vestido ceñía con delicadeza.

-¿Dónde has estado? -respondió él para no contestarle. No sabía qué decirle ni cómo interpretar su visita, que de tan repentina fue como si en un segundo la hubiesen pintado delante de él. Las cosas que ella hacía de súbito nunca terminaban bien.

-Vine a devolverte tu dinero, no estuvo bien llevármelo -explicó la mujer. Arrojó dentro del bolsón sus guantes de cabritilla y extrajo tres collares de oro con sendas incrustaciones de rubíes, esmeraldas y diamantes colgados de su palma para extendérselos a él.

-No necesitas devolverme nada, eso es tuyo. No deberías andar con tantas joyas encima- dijo él, alejando las alhajas de sí. Thais soltó los collares y tomó la mano de él entre las suyas.

Las joyas que Thais se llevó consigo, Aramis las había comprado para ella, no iba a reclamárselas y la mujer no tenía razones para temerlo. Esos collares se los había dado el hombre a quien ella había elegido para formar parte de su vida, y menos aún correspondía que Aramis los tomara. Probablemente el hombre ignoraba que su esposa había ido a ver a alguien de quien alguna vez estuvo enamorada. Y aunque todo había terminado, él seguía siendo un hombre que alguna vez se la había llevado a la cama. Su esposo no sabía de aquella visita y ella estaba actuando a sus espaldas.

-Pero quiero devolverlo. Necesito tu ayuda -sus dedos temblaron, también sus labios, y Thais apretó la mano de él con más fuerza.

-¿Mi ayuda? ¿Qué sucedió? ¿En qué puedo ayudarte yo y tu esposo no?

Las alhajas resbalaron y resonaron al dar contra el suelo. Aramis se agachó para recogerlas e intentó devolvérselas. Como ella no las tomó, las deslizó dentro de su bolsón con más cuidado.


-¿Puedo sentarme y tomar un poco de agua?

Él asintió, le indicó uno de los sillones y escanció una copa de la jarra de vino que ya tenía sobre la mesa cuando ella llegó. Le extendió la bebida y esperó mientras bebía. Thais siempre había sido una mujer hermosa y podía tener a sus pies a cualquier hombre si así lo deseaba. ¿Por qué estaba llamando a la puerta de él?

-Por favor di que vas a ayudarme. Eres, siempre fuiste, mi única esperanza -ella le imploró. Él seguía de pie. Los ojos verdes estaban llenos de miedo y desolación.

Aramis se sentó al lado de ella. No podía ignorar su súplica, ni ordenarle volver en medio de la noche y el frío. -Cuéntamelo todo, primero.

Thais bajó la vista, como si la hubiera apuñalado, y volvió a cubrirse el rostro. Se despidió con un susurro. -Mejor me voy.

Él la tomó del brazo para detenerla antes de que se levantara. El pasado no es más que el polvo al que alguna vez todos volvemos, pero hasta entonces es sólo polvo y debe quedarse en el suelo, donde uno puede pisarlo. Debía escucharla antes de decidir si su visita y su pedido de ayuda estaban justificados. -No, te quedas.

Él contuvo las palabras por ahora, para pedirle que prosiguiera. Dudó antes de acceder, pero Thais se mostraba tan calmada que no pudo negarse.

Thais asintió, con una media sonrisa azucarada, llena de timidez. Sus dedos ágiles volvieron a descorrer la caperuza. -Quiero quedarme contigo. Yo sé que también me extrañas -afirmó con la mano apoyada en la mejilla de él en una caricia.

-Cuéntame la historia... -contestó, negando con la cabeza.

-Lo maté -susurró ella, inclinada hacia él para poder hundir el rostro en su pecho.

A Aramis se le aceleró el pulso. De repente, todos sus sentidos parecían haber entrado en la conversación, y la tomó de los hombros para mirarla a los ojos. -¿A quién?

-Mi esposo... -cuando lo dijo, dos lágrimas gruesas escaparon de sus ojos y Thais las limpió con inquietud.

-¿Estás loca, mujer? -preguntó, dejándola ir. La ansiedad le puso los músculos tensos y le dejó la boca seca. ¿Qué había hecho? Ella lo miró como si él hubiera malinterpretado sus palabras, como si hubiera algo más. Aramis escanció otra copa de vino para él.

-¿Qué mierda pasó? -preguntó después de dejar sobre la mesa la copa a medio vaciar. En el silencio, se oyó vibrar el cristal. Entendió la mirada llena de estupor que le dirigió ella, cuyos ojos se llenaron de terror, pero a veces eran necesarias palabras duras.

-Él me pegó, trató de forzarme a complacerlo y de matarme también. No sabía qué hacer y ahora tampoco sé. Yo no... quería todo esto –Thais reprimió un sollozo y levantó la falda de su vestido hasta dejar al descubierto su muslo izquierdo. Aramis no entendió por qué hasta ver el torniquete ensangrentado. ¿De qué podía culparle si ella estaba defendiendo su vida? ¿A quién habría podido recurrir si no era a él? Ella siempre había sido tan frágil como su esperanza.

-Lo mataste, te escapaste y viniste a pedirme ayuda. ¿Qué esperas que haga? -preguntó él, negando con la cabeza apoyada en la palma de su mano. No podía ayudarla, en su situación. Ella tendría que irse. Hubo un relámpago. Al oír el trueno, levantó la vista hasta la ventana, las gotas de lluvia golpeaban el cristal arrancándole quejidos. Escuchó el repiquetear, el sonido del cristal rompiéndose en la cocina y una puerta que se cerraba. ¿Se le había caído algo a Minerva? La tormenta fue casi súbita. Estuvo a punto de levantarse, pero otro sonido hizo que volviera a mirar a Thais: probablemente de los nervios la copa de vino había resbalado de sus manos y se estrelló contra el suelo de piedra. Todavía tenía la garganta seca, no obstante tomó su copa y se la extendió a la mujer. Ella no había contestado ni pareció tranquilizarse y rechazó el vino negando con la cabeza.

Aramis la vació de inmediato, como si deseara borrar lo que había es-cuchado. -No puedo hacer eso, y lo sabes -prosiguió con el ceño fruncido. El vino le había dejado un resabio amargo en la boca al desvanecerse el ligero sabor como a madera. Aquello estaba mal, un Capitán Primero del Cuerpo Protector podía enfrentar una condena a muerte por encubrir un homicidio. Si era cierta la historia de Thais, si las circunstancias la habían obligado, él podía ayudarla a escapar, pero no más. No por él mismo, se negaba a que su hermana pudiese verse involucrada a través de sus acciones. Ya había sido demasiado.

Thais le alcanzó la copa que había vuelto a llenar luego de tomar un sorbo, fijó en él unos ojos donde se reflejaba la luz de las llamas. Antes de tomarla, sintió la habitación dando vueltas a su alrededor y el rostro de ella se le volvió borroso un momento. -No quiero hablar de eso. Quedarme es lo único que me importa.

La voz de ella siempre había parecido bañada en miel. Suspiró sin saber cómo contestar. Le pesaba la cabeza.

-Entonces deberías pensar un poco más allá y revisar tus prioridades -mientras vaciaba la mitad de la segunda copa, sus ojos se quedaron fijos en ella. Le pareció poder volver a encontrar aquellos rasgos que alguna vez le resultaron atractivos, ver de nuevo a la joven adorable, sin embargo el tiempo es el más despiadado de los ladrones y se había llevado todos los sentimientos que ella alguna vez le había inspirado. ¿O era él quien había cambiado, quien ya no podía sentir? Por eso no podía cumplir los deseos de su hermana.


Ella se movió hasta quedar al lado de él y le apoyó una mano en el hombro. -Tú siempre fuiste mi prioridad.

Aramis sentía la garganta aún más seca y apuró el vino restante en la copa. Muerto de sed, escanció más vino. -Nosotros estuvimos mal desde el principio.

—Yo estoy aquí para corregir eso —susurró ella, deslizando una pierna sobre el regazo de él para acomodarse en su falda—. Ahora ya nada se interpone entre nosotros. Yo nunca te olvidé. Te quiero.

-¿Por qué tardaste tanto en volver? -preguntó él, arrastrando las palabras e intentando obligar a su corazón acelerado a dejarle respirar. Si iba a ser sincero, llevaba muchísimos años prisionero de esos ojos azules que le devolvían la mirada.

-Volví porque no puedo vivir sin ti, mi amor -susurró ella, acariciándole el rostro perlado de sudor.

-Yo te mentí para alejarte, y después fui demasiado orgulloso para arriesgarme a enfrentar tu rechazo si te buscaba. Te mentí porque te amaba demasiado y tenía miedo de ser capaz de perdonarte. Te mentí por cobarde, pero no dejé de amarte -en algún rincón de su cerebro, Aramis era consciente de que no debió haber hecho esa confesión, pero era cierto: esos dieciséis años el orgullo había sido más fuerte que el amor, pero no lo había matado.

-Yo nunca te hubiera rechazado. Una vez me preguntaste qué era el amor, y te dije que cuando estuviera allí te darías cuenta sin necesidad de saberlo. El amor es la certeza más allá del miedo. El miedo no te hace cobarde, mi vida, pero si te aparta de mí no es amor. Demuéstrame que me amas y vuelve conmigo.

Él abrió la boca para responder, para decirle cuánto necesitaba tenerla de vuelta, pero en su interior todo era bruma, las palabras tardaron demasiado y ella se las robó presionando sus labios contra los de él. Los brazos alrededor de su cuello mantuvieron cerca el calor del cuerpo tan femenino que tenía tan bien acomodado sobre el suyo. Las manos de la mujer se separaron de la piel de él para trabajar en su camisa, hasta desprenderla, y luego desataron el cordón de su propia blusa, mientras ella aún le robaba la respiración. La seda se abrió como una herida y la dejó al descubierto para él. Se separaron en un intento frenético de recuperar el aliento y los brazos de ella volvieron a cerrarse alrededor de Aramis para acercarlo a su pecho. Sus labios rozaron la piel suave y perfumada, se cerraron alrededor de una elevación desnuda y firme. Entonces la escuchó gemir.


Tessa saltó al balcón de su dormitorio casi sin aliento. Aún tenía puestos los guantes que usaba para montar, no obstante con el vestido roto y las piernas descubiertas, las espinas la habían llenado de arañazos. Algunos le escocían y mostraban un vivo color rojo. No le importaba, sólo quería enterrarse bajo las sábanas. Se sintió aliviada de que Khalilea pudiera entrar por el balcón de su propia habitación; no quería hablar, sino desaparecer. Se quedó quieta cuando vio las lámparas encendidas, recordaba haberlas apagado. Alguien había entrado. Cuando asomó la cabeza con sigilo, vio una figura familiar sentada en la cama, esperando.

-¡Dorian! -Llamó en un susurro, no esperaba encontrarse con él- ¿qué haces aquí?

Como Capitán de la Guardia Real, Dorian probablemente no necesitaba esa llamada para notar su presencia. Cuando él se volvió para mirarla, Tessa no pudo evitar fijarse en el rubio rojizo, como llama ardiente, de sus cabellos y en el celeste acuoso de sus ojos, mucho más deslucido que el azul zafiro de los de ella. No se parecían en nada, no podía ser cierto, pero... él siempre se preocupaba y la protegía. Si hablan, es por algo. Ese era su trabajo después de todo. Y todo lo que ella tenía, absolutamente todo, lo había sacado de su madre. No soy más que su sombra. ¿Cómo podría preguntárselo?

-¡Tessa! ¿Dónde te metiste? Si tu madre se entera de esto...

Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Se acercó hasta él y lo abrazó con fuerza. -¿No le has dicho? ¡Gracias!

-¡De ninguna forma! Estaba preocupado, pero no quería pararle el corazón a ella. Por eso tampoco envié gente a buscarte. ¿Qué pasó, chiquita?

Si no se lo contaba a él, ¿a quién iba a contárselo? Dorian podía decirle que Francy, Kresse y Katna eran unos mentirosos, y que él nunca había hecho cosas con su madre. Negarlo todo.

-Fue horrible. Esos malditos se burlaron de mí y dijeron esas cosas horribles de ella. Me dio tanta rabia. Pero también miedo. Y corrí -dijo ella, abrazada a él todavía con más fuerza, y Dorian también rodeó a Tessa con sus brazos. Se sentía tan avergonzada de sus lágrimas, quería enterrar el rostro para siempre.

-¿Miedo? ¿Qué te dijeron? ¿Quiénes?

Ella levantó la cabeza para mirarlo a través de sus ojos enrojecidos.

-Esos chicos en la Feria. Dijeron que mi mamá le cortó el cuello a mi papá, o lo envenenó, o estuvo en la cama con tres hombres al mismo tiempo y que no sabe quién es mi padre. Por eso me dio miedo, porque a veces creo que eso es cierto.

Él le besó la frente y le acarició el pelo. -Pueden decirte todo lo que quieran, pero conoces a tu madre como la conozco yo y sabes la verdad.

 Tessa tomó aire para continuar, los nervios habían detenido sus lágrimas y se limpió el rostro. -Yo no sé la verdad, ése es el problema -hizo una pausa y tragó saliva—. También dijeron que soy tu hija.

Ella lo observó con atención y entrecerró los ojos, exigiéndole una res-puesta con la mirada, con el alma. Él se quedó mirándola como si lo hubiese golpeado, y parecía estar buscando la manera de reconocerlo, pero sin encontrar un motivo lógico para habérselo ocultado. ¿Le habían mentido porque las cosas entre ellos fueron... un error? ¿Porque ella era un error que él quería suprimir de su vida y ella... no podía? Si era así, le habían mentido porque ella era algo que nadie había querido en su camino. Y se sintió todavía peor, con ganas solamente de que el corazón se le detuviera. Se dio cuenta de que había comenzado a llorar cuando él le secó las mejillas con el pulgar.

-Eso es absolutamente falso, Tessa, es imposible. Por favor, ya no llores.

Tessa suspiró y asintió. Escuchar aquello pareció henchirla de alivio.

-¿Nunca tuviste algo con mi mamá entonces, verdad?

-No soy yo, Tessa. ¿Por qué te mentiría sobre algo así? Si fuera cierto, serías la primera en saberlo. Y si yo fuera tu padre, estaría orgulloso. ¿Qué pensaste para creer algo así?

Tessa bajó la cabeza, porque no sabía qué pensar, y guardó silencio, dando vueltas a la perla del anillo alrededor de su dedo. Quería cerrar los ojos y olvidarlo, pero mientras sólo quedara un vacío, mientras nada supiera, no podía.

-¿Tú sabes quién es?

-Con esta ya van como mil. No, no lo sé -le dijo Dorian, todavía recorriendo su cabellera con sus dedos para tranquilizarla.

Tessa recostó la cabeza en el pecho cubierto de cuero de él. -¿Por qué ella me hace esto? ¿Por qué me odia? ¿Qué hice para que me castigue así? -se quejó, arrastrando la ultima i.

Él rió de buena gana. -Si supieras cuánto te quiere tu madre...

Lo miró con el ceño fruncido. El problema lo tenía ella, la Reina no necesitaba defensores. -No parece. Sólo quiere que sea como ella y haga todo lo que dice. Y ser su sombra es patético.

-Educarte es su trabajo.

Tessa se llevó ambas manos a la cabeza. -¡Argh! ¡Pero desearía que no se esforzara tanto]

-Si estás pidiendo a tu madre que olvide sus deberes, especialmente aquellos relativos a su única hija, vas por muy mal camino -cuando le dijo eso, la voz de él se volvió más solemne y Tessa se sintió disminuida, como si hubiera hecho algo mal y la estuvieran reprendiendo por ello.


Pero quien había hecho mal era su madre, no ella. De todas formas, prefería mantenerlo entre ella y Dorian.

-Por favor no le cuentes esto, me va a matar...

El se levantó para marcharse y ella se dejó caer en la cama. -No lo haré, Tessy. Pero que esto no se repita. Se espera que te portes como princesa.

Tessa gruñó y dejo caer los brazos a los costados como una cruz en señal de derrota. -¡No me llames Tessy!


IV. DESLIZÁNDOSE ENTRE MIS DEDOS

Después de la primera pesadilla, Meral apenas había dormido. El pasado, de repente, la golpeó muy duro. Le arrancó ríos de lágrimas. Ella no abandonó la habitación hasta que se calmó y el agua helada le borró la hinchazón de los ojos. Para ese entonces, estaba amaneciendo. Las Águi¬las no se dejaban abatir por el viento, y ella estaba dispuesta a sobrevivir a la tormenta.

Se sentó con delicadeza al lado de su hija y apartó de su rostro los mechones de pelo rebelde. Se quedaron enredados alrededor de la perla de su anillo, un símbolo simple de la omnipresencia de su bebé en su vida. Quería, con toda el alma, tomar la mejor decisión para Tessa, antes incluso que para sí misma. Creía saber lo que era mejor para la Princesa, era su madre, pero a veces era difícil comprender los deseos de su hija... y las razones detrás de ellos. No estaba segura de conocerla de verdad. En esos momentos, era el dolor de un parto muy difícil el único recordatorio de que ella había traído al mundo a esa hermosa joven.

-Tessa... -susurró, dándole una ligera sacudida en el hombro. Tenían mucho pendiente por discutir, mucho por hacer, y Meral había querido despertarla en persona. Si no empezaba a inmiscuirla en las decisiones, no estaría lista para tomarlas por sí misma cuando la vida se lo exigiera. A Meral le aterraba la idea de que su hija sufriera tanto como ella, por eso trataba de mantenerla tan lejos de su pasado como era posible y prepararla para el futuro. Estaba segura de que, aunque hiciera falta batallar primero con sus demandas de una explicación, alguna vez ella iba a darle las gracias.

Meral retiró la mano, sorprendida, cuando su hija sacudió el hombro para apartarla. Tessa suspiró. -No quiero escucharte.

-¿Qué te pasa? -preguntó, sin comprender, acercándose más a ella.

-No me pasa nada -respondió la joven, luego de estirar las mantas para cubrirse por completo.

Meral frunció el ceño, molesta, y descorrió las cobijas de un tirón. Tomó a su hija del hombro y la volteó para mirarla. -¿Qué hice para arruinarte la vida esta vez?


-¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué?

Meral estaba a punto de preguntar qué no le había dicho aquella vez cuando lo comprendió. Había un sólo tema con el que su hija estaba constantemente obsesionada y le ponía los nervios de punta. Hubiera preferido evitar hablar de ello, pero en esta ocasión no lo había hecho a conciencia. De ninguna manera iba a decirle que sí estaba considerando la oferta de Kahn y que él era un hombre tan agradable, capaz de hacerle sentir ganas de sonreír, aunque de verdad quería hacerlo, porque si luego las cosas no funcionaban, la disputa entre ellas no tendría fin. Por eso, aquello debía decidirlo sola. Meral llevaba años esperando el fin de sus disputas, preguntándose dónde había quedado el bebé que se alimentaba de su leche y jugaba con muñecas, pero Tessa no le daba tregua. Nunca escuchaba, y hacerla entrar en razón era un imposible. -No lo sabía.

Tessa se sentó con las piernas y los brazos cruzados, con la barbilla levantada como un águila desafiante. —Eso no es cierto. Fue para rechazarlo. Admítelo.

-Todavía no lo rechacé -Meral no sabía si hubiera preferido darle una bofetada o estrangularla, pero se limitó a reprenderla con la mirada y apretar los dientes. Era exactamente la discusión que quería evitar porque no estaba de humor para mantenerla.

-Pero lo harás. Acabas de decirlo -Tessa volteó el rostro y tomó las mantas para abrazarse a ellas.

-No dije eso. Si me caso, Tessa, va a ser por el resto de mi vida. ¿Cuesta tanto entenderlo? Además, ahora me estoy ocupando de los Juegos del Viento para tu decimosexto Próximo Año, no de una boda.

Eso definitivamente lo tenían que discutir y no iba a conseguir aplacar a su hija. A veces, Tessa parecía dudar del amor de su madre y ella seguía intentando hacerle entender que, sucediera lo que sucediera, siempre iba a tenerla a su lado. Pero cuando lo intentaba, la niña sólo le ponía trabas.

—Eso es porque no quieres una boda. Y yo no quiero Juegos por mi Próximo Año. Se pueden cancelar y así las dos obtenemos algo.

Exactamente trabas como esa, y a Meral le correspondía hacerle entender sus responsabilidades. A ella siempre le habían hecho tener muy claras las suyas, las había comprendido y aceptado cuando llegó el momento. ¿Lo haría también su hija?

-No creo que te estés escuchando a ti misma, jovencita, no funcionan así las tradiciones. Es tu coronación.

-Es tu obligación hacer todo eso. No quiero conocer al Campeón ni que me busques un prometido. No quiero ser tu sombra, no quiero ser la hija de la Reina por el resto de mis días. Quiero volar lejos -arrojó la manta y cruzó los brazos-. Quiero saber quién soy.


Meral tragó saliva antes de contestar. ¿Cuántas veces había sentido lo misino? Especialmente esa mañana era una idea muy tentadora. ¿Por qué me dejaste sola cuando deberías estar a mi lado?

-No voy a obligarte a que te cases y lo sabes bien, pero vas a ser una reina de todas formas, Tessa. Actúa como tal, porque eso no va a cambiar.

-¿Cuando vas a dejar de perseguirme? -preguntó su hija con un gruñido.

-Cuando estés lista para hacer lo que tienes que hacer sin importar lo demás. Eso es lo que estoy tratando de hacer aquí: mi trabajo contigo. ¿Por qué es tan difícil entenderlo?

Pero para Meral era en verdad sencillo: si su hija no entendía era por-que no la escuchaba.

-¡Tú eres difícil de entender, todo el tiempo!

-¿Qué más quieres que yo haga para hacerte entender? -preguntó para obligar a Tessa a mirarla.

-¿Cuándo importó lo que yo quiero? Estamos hablando de lo que quieres tú para mí. Siempre fue así. Si no quieres no te cases, pero déjame en paz. ¿Nunca pensaste que tal vez no quiero ser una reina? -Tessa se dejó caer de nuevo en la cama.

-¿Estás segura de que esto es lo que yo quiero? ¿Te parece que yo sí tuve una opción cuando me quedé sola contigo? ¿Conquisté yo este Reino para reclamar la corona? No. No nacimos libres para decidir eso. Hay un solo dios verdaderamente real, Tessa, y es el destino. Y lo único que puedes decirle a este dios cuando te enfrenta es “Acepto”. Piénsalo. Quiero que te vistas y bajes ahora mismo, no voy a seguir con esta discusión inútil. Y no te atrevas a desobedecerme -dijo, poniéndose de pie, con vehemencia suficiente para que su voz retumbara y su hija se estremeciera.

-Siempre hago lo que me ordenas -musitó Tessa con amargura. Al final se levantó-, Y algún día me voy a cansar.

-Es lo mejor para ti -suspiró Meral, resignada. Se sentía derrotada cada vez que era necesario zanjar las discusiones haciéndola callar-. Vístete, no me voy a casar hoy.

-Es injusto. Nunca te preocupas por lo que yo quiero -Tessa se quejó, casi en voz baja, y se levantó de la cama.

Meral observó a la mujer en que se había convertido su pequeño sol, sin contestar; vio las piernas llenas de líneas rojas y se decidió a prohibirle las visitas al bosque. No entendía cuándo ni cómo Tessa había dejado de necesitarla y había comenzado a verla como su enemiga. Era un pedazo de su corazón, era todo su corazón, y se le estaba escurriendo entre los dedos como si de repente fuera alguien a quien no conocía. La sola idea le hizo suspirar de tristeza. Si pudiera, la estrecharía siempre entre sus brazos y


la tendría en una caja, como una muñeca de cristal, donde nada ni nadie pudiera lastimarla. Si eso fuera posible...

-Lo intento, pero tú lo haces demasiado difícil.

A Meral le habría gustado abandonar la habitación con el estruendo de un portazo. ¿Había sido ella también tan difícil?

Sabía que sí.

La luz le hirió los ojos incluso antes de abrirlos. Gruñó sin moverse. Sentía en la cabeza un dolor sordo que parecía invadirle desde la nuca. Aún así, Aramis era consciente del brazo extendido a lo largo de su torso. Hizo a un lado los pensamientos sobre la mujer a quien él hubiese querido encontrar, a quien por un momento había creído tener, porque quererla aún a su lado le hacía sentir estúpido, vulnerable y sujeto a una debilidad que prefería no reconocer. Abrió los ojos para mirarla, sabiendo bien que no era ella.

-Buen día, querido -saludó Thais, apoyando la mano sobre su mejilla para acercar su rostro al de él.

-¿Qué pasó? -Aramis la detuvo, colocando su mano entre ambos. Fue un error recibirla, y un error más grande todavía haberle permitido seguir a su lado. Aunque mantuvo el rostro impávido, se sentía avergonzado de no haberla detenido y albergaba la vana esperanza de que su debilidad no lo hubiese llevado a buscar satisfacción en ella creyéndola alguien más. Los recuerdos eran borrosos y todavía se sentía sumido en la modorra.

-Bueno, nada -dijo ella con dulzura, deslizando una pierna sobre el cuerpo de él-. Estabas un poco cansado anoche para conseguirlo. Pero no me importa -continuó moviéndose hasta quedar a horcajadas sobre Aramis, se inclinó hasta casi rozar su rostro y le acarició la mejilla con los dedos-, puedes compensarme por eso ahora.

Thais intentó besarlo. Él la apartó de un empujón y se sentó, apretó los dientes para soportar el dolor que le comprimió momentáneamente la cabeza. Sólo recordaba haber ingerido tres copas y generalmente toleraba mucho mejor el vino. Como Primer Capitán del Cuerpo Protector no podía permitirse los excesos. Sólo un exceso así podría haber causado que terminara en la cama con ella de nuevo. Había alucinado, porque sus palabras estaban dirigidas a otra mujer y sólo ella podía haberle respondido como él recordaba. O fue todo un sueño, no lo sabía muy bien. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que Thais le había echado algo al vino y él había sido demasiado tonto para captarlo a tiempo, la repentina modorra se lo había impedido. Su único momento de distracción había sido cuando


lo sorprendió la tormenta. No la había visto, no podía habérselo imagina-do. -¿Qué hiciste?

-Yo sólo traté de ayudarte a relajarte. Yo sé que me amas -sonrió ella, acercándose de nuevo.

-¡Vístete! -exclamó Aramis, haciendo lo mismo. Un poco de aire ya le había ayudado a aclarar sus sentidos. Guardó silencio mientras ella se enfundada de nuevo en el vestido verde que con deleite Aramis había visto desatarse para él. Se obligó a poner de lado el sentimiento de culpa por lo sucedido y a estar más alerta. El no haber podido complacerla le permitió tomar la situación con más objetividad. Nunca pensó que iba a sentirse aliviado la primera vez que eso sucediera-. Puedo darte dinero, si lo necesitas, o conseguirte un barco para ir a donde quieras. Pero no puedes quedarte aquí. No puedo ayudarte de otra manera. Vete y no vuelvas.

-¿No me quieres aquí? -preguntó Thais, observándolo. Su rostro era un espejo de dolor y confusión. Por las estrellas, de verdad cree que la amo y quiere seguir adelante como si nada. Cuando se dio cuenta del origen de esa expresión tan peculiar quiso poder arrancar las palabras de su mente.

-No puedes quedarte -contestó. No la odiaba ni la culpaba, comprendía su sufrimiento y la compadecía, pero no era suficiente para quererla a su lado, perdonarla y olvidar lo sucedido.

Ella se colgó el bolso al hombro y caminó hasta la puerta con lentitud. Pero se detuvo y apoyó la mano sobre la madera del escritorio, al lado de una copa de cristal fino todavía llena de agua. Los ojos con que lo miró estaban inundados de incredulidad. -Yo sólo quería la ayuda que una vez me prometiste. Amarte -se llevó la mano al pecho con una media sonrisa tan suave como triste-. ¿No lo ves? Tu corazón solitario pertenece conmigo. Tus ojos son un mar que no miente, en sus profundidades estás tan solo como yo.

Era cierto, pero él estaba solo porque así lo había decidido y ella no era el remedio para eso. No necesitaba escuchar versos de un poeta cursi. -Nunca hubo una oportunidad para nosotros.

-La hubo, antes de ella.

-Mencionar a la Princesa no va a cambiar las cosas... -respondió, pero en verdad quiso decir que él no tenía necesidad de escucharlo.

-¿Creyó ella en tu inocencia como lo hice yo? No. Yo sólo quería es-cucharte decir que la habías olvidado -su voz era una música, escrita con el ritmo de la calma. Tomó entre sus dedos la delgada base de la copa que había estado observando.

La referencia quiso ahogarle el alma, pero Aramis la ignoró. Eso era mejor que discutir el asunto. -No te voy a mentir.


-Y yo lo sé -sus ojos grandes parecieron incendiarse y cerró la mano alrededor del cristal con más fuerza. Sus labios temblaban y él creyó que iba a arrojárselo, pero en lugar de eso la vio fruncir el ceño-, Pero quizás, muy pronto, a ella la consuma el Fuego.

Sus dedos presionaron el cristal hasta partirlo con un sonido agudo y el eco inundó el ambiente cuando se hizo añicos contra el suelo. Thais observó un segundo los hilos de sangre que brotaban de la palma de su mano y se alejó corriendo. Se fue la mujer, y él hubiera querido que se llevase con ella los recuerdos.

Aramis golpeó el muro con fuerza, el golpe produjo un sonido vibrante seguido de un alarido de dolor. Porque no era la mano lo único que tenía herido.

Meral abandonó la habitación hecha una furia, ahogada en la impotencia de no poder hacer que su hija comprendiera algo tan obvio para ella. Tessa no lo veía y, aunque no lo reconociera, le dolía en lo más profundo de las entrañas que su hija dudara de sus intenciones de no hacer sino lo mejor para ella. Se le derritió el corazón al verla por primera vez, y desde entonces no había querido otra cosa.

El entrenamiento fue rápido y sólo Meral habló, para dar instrucciones. Nunca había visto a su hija pelear con tanta fiereza. Se había sentido orgullosa de ver su alma encenderse y hacer brota»- movimientos tan rápidos como precisos. No lo veía con frecuencia. Cuando terminaron fue como si los golpes se hubiesen llevado el rencor, como si sólo quedara entre ellas el vacío y la distancia. Tessa se marchó sin despedirse.

Tenía muchos asuntos para tratar con el Consejo antes de empezar con las audiencias, pero se detuvo en los linderos del bosque antes de volver. Cerró los ojos, recostó el hombro contra el pedestal de la estatua de su padre y escuchó cantar a los pájaros. Meral también quería volar como el águila que supuestamente era, no solamente Tessa, sin embargo cada una tenía sus razones para mantener los pies firmes en la tierra.

-¿Qué me' hubieras aconsejado hacer, papá? -Dejó escapar un levísimo suspiro-. Te extraño tanto.

-Me estaba preguntando si ibas a volver -la voz se le metió en los huesos hasta darle escalofríos, pero era Kahn, no su padre. Tardó un segundo en darse cuenta y se volvió con una sonrisa obligada para verlo acercarse.

-Estaba por ir, necesitaba un poco de aire.

-Este es un lugar muy tranquilo -continuó él. La túnica de lino azul le sentaba muy bien, se la habían proporcionado por orden de Meral y se ajustaba mejor a las horas tórridas que su atuendo de cuero y lana. No


llevaba armas ni armadura, en su Reino eso era lo correcto al ser ella una dama, y tenía un andar tan apacible como sus maneras. Estando a su alrededor el mundo parecía detenerse.

-Sí. A Tessa le gusta venir a escondidas, como si yo no me diera cuenta. Esta mañana la encontré llena de rasguños -murmuró, pensativa. Apoyó la mano sobre el pedestal de la estatua y deslizó el filo de sus uñas sobre la piedra. A veces, quería abandonarlo todo y rendirse, pero eso no era una opción.

-Creen que no nos damos cuenta de muchas cosas, cuando en verdad las observamos todo el tiempo.

Fue entonces cuando Meral le regaló la primera sonrisa verdadera; le había recordado que no era la única madre en el mundo, ni la única que luchaba y sufría. La única sola. -Las cosas cambian con el tiempo, supongo, y los hijos también.

-Como todas las personas, y también los amores -dijo él. Llegó hasta ella y se detuvo. El corazón de Meral se aceleraba al verlo, como si el mundo todavía guardara algo digno de emocionarla.

-Algunos sí, y otros no -respondió ella sin mirarlo a los ojos, era una obvia referencia a lo que había mencionado de su pasado, rehusándose a explicarlo. Si pudiera elegir no sentirse dolida, sería mucho más fácil.

-He oído muchas cosas sobre ti... -él le levantó la barbilla para encontrar su mirada.

-¿Como cuáles? -quiso saber. Se decían muchas cosas; eso no era un secreto para ella, sino algo natural. Desconocía la mayoría de esos rumores y a los demás no les daba importancia, no sólo porque no fueran ciertos, sino porque tenía ese derecho.

-Sobre tu belleza, tu disciplina, tu sentido del deber y tu excelente forma de manejar los asuntos del Reino... -le dijo, como si cada una de esas cosas fuera cierta. Lo eran para ella, al menos lo de la disciplina y el sentido del deber.

-¿Y también otras cosas, no? -preguntó Meral. El hecho de que él se detuvo se lo decía a gritos.

-No todas buenas, cierto -reconoció él, juntando las manos detrás de la espalda. El sol ya llevaba su buena parte del cielo escalada, hacía hervir el aire y trinar a las aves.

-¿Te dijeron que yo era fácil? -respondió Meral, y una sombra se llevó la sonrisa de él. Fue una confesión- ¿Por eso viniste?

Ese detalle lo enterró todo para ella. No necesitaba una aventura, no necesitaba divertirse. Si algo necesitaba, si algo quería, era a alguien caminando a su lado, ayudándole a no sentirse tan pesada, a no creer que lo había hecho todo mal, y a veces, sólo alguien dispuesto a escucharla. No pedía soluciones. No necesitaba a alguien que quisiese un lugar en su


trono y una puta en la cama. Pero una dama no podía decir eso en voz alta, y se limitó a fruncir el ceño.

-No, de ninguna manera. ¿Qué hice para darte esa idea?

-Nada, es cierto. Y te agradezco por no creerlo.

No me importa, se decía siempre, pero le gustó escuchar a alguien negándolo de esa forma, y conocer los verdaderos deseos de él.

-No me diste motivos para hacerlo.

Con cada palabra, ella se sentía como una mosca que él estaba atrayendo hacia la miel. Era una mosca hambrienta y estaba a punto de reconocerlo ante sí misma.

-¿Entonces, esperabas algo distinto? -Meral dejó caer la mano que todavía tenía apoyada en la escultura.

-Sí, eres todavía más dulce...

Una sonrisa. Otra vez la miel. No esperaba un halago, y volvió a sonrojarse delante de él. El orgullo la llevó a defenderse, aunque no hiciera falta, de una percepción que la hacía demasiado vulnerable. Eso no le gustaba. -Un guerrero debe estar hecho de piedra, dura y fría -levantó la vista hacia el rostro de la estatua-. Y no me refiero a la batalla. De alguna forma, todos somos guerreros luchando con el pasado para sobrevivir. Tú tienes el tuyo y yo el mío. Perdonar nuestros propios errores es la batalla más dura de todas.

-Esa batalla no siempre está perdida -agregó él. La tomó del brazo y emprendieron la marcha hacia la espesura, adentrándose en el bosque-.

Y de la misma forma, una reina debe ser como la brisa del mar: firme, constante y gentil.

-¿Soy yo como la brisa del mar? -preguntó Meral, aunque no supo si a él o a sí misma.

-Eres más como un gato: misterio, belleza y astucia. Siempre con los pies en la tierra, y nunca puedo saber lo que piensas.

Le gustó la descripción. Las águilas no nacieron para vivir con los pies en el suelo. Pensó en decirlo. Y así era ella, porque cuando soñaba, lo hacía con todo el universo. Lo miró fijamente, y por primera vez sus ojos azules no le hicieron temblar. El pasado, alguna vez, dejaría de ser algo más que un recuerdo. -Pero orgullosa, peligrosa... y dispuesta a defenderme con todo lo que tengo.

-Suaves y agradables. Y ronronean.

Ella se detuvo a mirarlo, boquiabierta. -¡Yo no ronroneo!

-Te acostumbras a su compañía... si ellos te lo permiten -él contuvo la risa y le rodeó la cintura con un brazo.

El roce de sus labios sobre los de ella fue una sorpresa cálida. No insistió ni le cerró las alternativas. Sus brazos no trataron de mantenerla junto a sí. El contacto la hizo estremecer, Meral se encontró respondiendo al mismo sin siquiera pensarlo, con las mismas ansias que había tenido a los dieciséis años. Llevó la mano a su mejilla y se acercó un paso. Entonces él la rodeó también con el otro brazo y ella cedió al súbito impulso que le latía en el pecho.

Los brazos de ella rodearon el cuello de él y ambos permitieron florecer al beso con toda su intensidad. Sus labios se abrieron con un suave gemido y sintió su corazón detenerse antes de acelerar el ritmo. La calidez invadió todos sus sentidos, tan arrobadora como el frescor de la primavera que permite levantarse a flores y espinas. Le dolían las ganas de dejarse llevar de nuevo por esas sensaciones nacidas de lo más profundo de su ser. Pero ella se separó y bajó la cabeza, deteniéndose de pronto, cuando el nombre de alguien más se le atoró en la garganta y tuvo que contener un sollozo. Era la madre, era la reina, era la amiga, era la líder, era el Águila... pero ya no era la mujer. Él se había llevado eso.

-Lo siento, de veras, pero esto no puede funcionar -murmuró entristecida.

-No quise... ofenderte —le dijo Kahn, con una mirada llena de confusión y sosteniéndola aún entre sus brazos, como si de repente Meral estuviese herida y él quisiera protegerla, sin entender su cambio de opinión. Probablemente temía haber hecho algo mal.

-No lo hiciste. Es...

Es que yo no soy algo bueno para ti. El la silenció, posando el índice sobre sus labios. -No necesito una respuesta ahora, soy un hombre paciente. Voy a regresar para competir en los Juegos y podemos volver a hablar entonces. No te apures en rechazar mi oferta, puede que aceptarla valga la pena -pidió. En verdad, suplicó. Deslizó sus dedos entre el cabello de ella y le dio un beso en la frente, sobre una piel todavía llena de sudor y polvo a causa del entrenamiento.

Meral lo observó alejarse. Cuando él la soltó, la inundaron la soledad y el frío. Ella siempre había recurrido a su hija cuando sucedía eso, aunque Tessa no lo supiera. Con el tiempo, esas sensaciones dejaron de ahogarla y lo dio todo por terminado, como si de nuevo viviera en la playa y el verano. Pero allí estaba, y aceptar la propuesta de Kahn significaba algo que ella no sabía si podría hacer alguna vez: seguir adelante.

¿Era ella la mujer que el Rey merecía? ¿O era un león que sólo le había mostrado los ojos dulces de un gato pequeño para devorarlo?

Ninguna de las dos cosas. Ella era un Águila, orgullosa y libre.

Niágara alisó la falda de su túnica gris antes de subir los escalones hasta la puerta de la casa de su hermano. Estaba preocupada por él. Llevaba


años preocupada por él. Aramis era orgulloso, frío, distante, y no había forma de hacerlo cambiar de idea, pero tenía un corazón que cuando le hablaba, lo hacía con la fuerza de un huracán y lo arrastraba. Así había llegado hasta... ella. Cuando Nia trataba de hacerlo hablar, en especial sobre cosas que obviamente le habían dolido, únicamente conseguía ganas de estrangularlo. A veces, aunque ella los hubiese criado, le frustraba cómo Minerva parecía tener un poco más de éxito en ese aspecto -la mujer siempre fue más afectuosa con Aramis-, pero había cosas que él se negaba a admitir del todo. Conjuntamente con sus sentimientos, la necesidad de una esposa era una de ellas. Ciertas cosas ni Minerva ni Nia podían hacerlas por él, y el camino elegido por su hermano para suplir esas necesidades no sólo le parecía incorrecto sino que demostraba la existencia de un pasado aún no superado para él. A veces, Nia pensaba que traerle ese pasado de vuelta sería un golpe lo suficientemente fuerte como para que se estrellara contra él y finalmente se levantara por encima de todo, o pudiera atravesarlo, superándolo. Si no lo hacía era por el temor de que ese pasado también pudiera destruirse y caerle encima, derrumbándolo. Niágara aún no creía poder, en verdad, confiar del todo en ella.

Para Nia, de cualquier forma, las consecuencias eran mucho más gran-des. ¿Cómo podía Aramis no verlo? Engendrar el hijo que tu hermana no puede tener no puede llamarse sacrificio. Si ella se preocupaba tanto por él, ¿él no sentía lo mismo? Cierto, no sería su bebé, pero sería suficiente para ella. Se estaba poniendo vieja y quería, desesperadamente, tener un niño alrededor.

La mujer de la capa verde bajó las escaleras y pasó a su lado casi corriendo. La luz de sus ojos esmeralda, que Nia vio como un relámpago, hizo que la tomara del brazo. Cuando ella se volvió para ver quién la había detenido, resbaló la caperuza y quedó su rostro al descubierto. Niágara parpadeó, ¿se habían equivocado sus ojos?

-¿Qué haces aquí? -no pronunció las palabras, las escupió.

-Vine a hablar con tu hermano, pero acaba de echarme. No lo entiendo -su voz era suave, y si de algo estaba teñida era del dolor del rechazo. Siguió hablando, sin darle a Niágara oportunidad de contestar- Yo sólo pedí... ayuda.

Nia descendió un escalón para ubicarse al lado de ella y poder decirle algo que no resultara tan duro. Entonces vio la mano ensangrentada, el miedo se le congeló en el estómago, y sus palabras fueron tan cortantes como un látigo, casi tan hirientes como los dedos que se le clavaron a Thais en el brazo. -Deja en paz a mi hermano. Ya le hiciste suficiente daño.

-Yo nunca le hice daño... -contestó, con sus grandes ojos humedecidos- Fue ella.


Nia negó con la cabeza. -Él no te quiere en su vida -yo no te quiero en su vida-. No vuelvas, o me voy a encargar yo de mantenerte lejos.

-Eso tiene que decidirlo él, no tú. Y él me quiere con el alma, aunque me odies.

-Tu única oportunidad con él... es sobre el cadáver de la Princesa, y ella tiene una Guardia Real. Sácatelo de la cabeza.

Thais agitó el brazo para liberarse. -Todos somos humanos, Niágara, y vamos a morir alguna vez. Yo no soy diferente, si me hieren también sangro. Y tengo un corazón; aunque esté roto, eso no lo hace de hierro.

Nunca había oído una amenaza plasmada con tanta fuerza en palabras tan sencillas, aunque lo amenazador se escondía en sus ojos, no en su voz. Thais volvió a subirse la capucha y se alejó con la misma velocidad con que había bajado. La observó atravesar el jardín, pero al pensar en su hermano y en la sangre el corazón le dio un salto. Entró de inmediato y corrió hasta la puerta de su habitación, donde se detuvo al oír el crujido de los trozos de cristal bajo sus sandalias. Lo encontró sentado en la cama, abriendo y cerrando la mano ya vendada por obra de Minerva, mientras ella tomaba la cesta donde había depositado los materiales y le ordenaba recostarse. Por supuesto, Aramis no obedeció.

Respiró al darse cuenta de que él no estaba malherido. Atravesó la habitación y se sentó al lado de su hermano para tomarle de la mano. Quería consolarlo y abofetearlo al mismo tiempo, así de mucho lo quería. -¿Qué pasó?

-¡Trata de hacerlo hablar! Su mano no pudo golpear accidentalmente el muro.

Minerva lo dijo con ese tono suyo reservado para cuando el mutismo de Aramis la exasperaba y se retiró. Siempre lo había tratado a él como el hijo que tardó tantos años en llegarle.

-Tiene razón. ¿Me lo puedes contar? -pidió, acariciándole la palma de la mano con el pulgar.

-No es nada, ni siquiera me va a molestar para usar la espada -él seguía abriendo y cerrando los dedos con la expresión ensombrecida.

-¿Quieres tenerme preocupada por ti el resto de mis días? -suspiró Nia.

-No -lo dijo sin mirarla y ella sabía lo que eso significaba.

-Entonces vas por el camino equivocado, amigo. Ahora, dime, ¿qué te hizo ella?

-Pidió ayuda-él negó con la cabeza y retiró la mano de entre los dedos de su hermana para deslizaría a lo largo de su cabellera.

Nia lo tomó de la barbilla para obligarlo a mirarla a los ojos. -Dijo algo que todavía te está dando vueltas en la cabeza...

-¿Tú me crees que yo no lo hice?


Por un momento, Nia estuvo a punto de preguntarle qué era lo que él no había hecho. Habían pasado casi veinte años y su hermano todavía no olvidaba aquel cuento. Era triste, pero la verdad para ella era muy clara, y si pudiera, la pondría igual de clara para él.

-¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Por supuesto! -le dijo con vehemencia y poniendo los brazos en jarra.

-¿Y ella me creyó?

-Ella es... -Nia se detuvo, como si su afirmación fuera una pregunta.

No sé si le dije la verdad a Thais, pero ella siempre fue algo malo para mi hermano, no se merece alguien como ella, sino como la otra, la ella de quien él está hablando.

-La Princesa.

Niágara suspiró y dejó caer los brazos. Seguramente, aquello era más difícil para ella que para él. -Escúchame bien, porque te voy a preguntar algo y no me voy a mover hasta tener una respuesta honesta y sincera - él la observaba, tan quieto como una estatua- Una respuesta de verdad. ¿Quieres volver a verla?

-Nia, no... lo sé.

Se esperaba un no rotundo, y le sorprendió la sinceridad. Ella entornó los ojos y, por un momento, esperó a que siguiera hablando, pero evidente-mente su hermano no estaba dispuesto a conceder más. -Entonces, quizás, deberías averiguarlo.

-El pasado sólo sirve para pisarlo.

-Eso cuando lo entendiste, pararte sobre él no siempre te va a llevar más alto. Por tu propio bien, siéntate a pensar si aprendiste la lección correcta.

Aramis se puso de pie y se quitó el vendaje de la mano, repitiendo el movimiento de abrir y cerrar la misma. Era un hombre alto, que muchas mujeres encontrarían atractivo y digno de una mismísima reina. Ella no negaba su admiración por las cualidades de su hermano, aunque no por todas.

-Tengo que trabajar. Me están esperando.

Ella también se puso de pie y entrelazó su brazo con el de él. -No huyas, por favor. Me duele que me estés tratando así, esto es demasiado importante. ¿Te cuesta tanto pensarlo? ¿No puedes sentarte y tomar una taza de té conmigo? Eso me haría inmensamente feliz.

-Lo haré por mi hermanita...

Niágara se puso en puntas de pie y le dio un beso en la mejilla. Él ter-minaría aceptando, lo sabía. Ella había nacido primero, pero él siempre la llamó de esa forma, como reafirmando una obligación de protegerla. -Sería aún mejor si sonrieras.


Era, tal vez, hora de que ella le consiguiera esa Reina.

-¿Hace falta empezar tan temprano? ¿Todos los malditos días? -Tessa bostezó y preguntó sin mirar a su madre. Iban a reprenderla por el uso de esa palabra, pero valía la pena descargar su frustración.

Ya había pasado una semana desde la discusión sobre el padre de Khalilea y él se había marchado al día siguiente de aquello. Volverían para los Juegos y, cuando eso terminara, Tessa y su madre irían con él para la boda de Khal. Lo único que la Reina le informó -ni preguntó, ni consultó, ni discutió- sobre el asunto era el hecho de no haber rechazado la oferta, y su mismo intento de explicación traslucía la confusión en que su madre estaba sumida. Tessa no volvió a mencionar al Rey ni a los Juegos ni le contó de su conversación con Dorian. Por supuesto. Le daba miedo pensar en la reacción de la Reina si llegaba a escucharlo. En el fondo, Tessa sabía que su madre la quería, pero pensaba que la Reina quería todavía más a la hija que ansiaba tener y que ella no era. Siempre volvían a lo mismo y, cuando ella la miraba, a Tessa la invadía la sensación de no ser lo suficientemente buena. De estar muy lejos de ello. De ser la decepción más grande de la vida de su madre.

Y, en esos momentos, parecía dolerle el saber que ella sí quería a su madre. A su madre, a la que apenas veía, no a la Reina, quien se detuvo y la miró con dureza.

-¡Tessa! ¿Qué te dije sobre tu vocabulario?

-Estoy cansada -musitó. Moverse le costaba como si estuviese arrastrando sus huesos.

-Aprende a no mostrarlo. Es parte del protocolo.

Se sabía de memoria todo aquello y no quería recordatorios. Rodó los ojos. -Sí. “Mirada al frente y no caer...”.

-Exacto. Y la única forma es practicar. La práctica hace al maestro, la maestría te da seguridad, la seguridad te da velocidad y la velocidad puede salvarte la vida.

La Reina se detuvo sobre la arena, a medio camino entre el jardín y el mar, para volverse hacia ella. Desenfundó la espada y la hizo girar. Silbó el aire de la mañana en ciernes, y el sonido se deslizó sobre el trinar de las aves que les traía la brisa.

-Las espadas son tan aburridas...

-Espero que hayas prestado atención a tus lecciones, porque voy a ponerte a prueba -la punta de la espada se extendió hacia Tessa con un movimiento ligero.


—¿Ahora? Yo me siento como si hicieras eso todos los días —en lugar de armarse también, Tessa le contestó con un gesto enfurruñado.

-Sólo quiero lo mejor para ti, pequeña-le dijo su madre con suavidad, bajando la hoja y acercándose.

-¿Estás segura? -ella suavizó su expresión con un suspiro. Al final, terminaba perdonándole siempre.

Con una sonrisa, su madre se acercó y le dio un abrazo que Tessa de-volvió. ¿Cómo no reconocerlo? Las cosas se sentían mejor así, cuando las disputas terminaban, y también sonrió... sólo pedía que trataran de entenderla. Pero la Reina, de inmediato, tomó en sus manos la espada que Tessa llevaba prendida al cinturón y la empuñó junto a la suya, apuntando a su hija. Cuando Tessa oyó el acero deslizarse, ya era demasiado tarde.

—Nunca subestimes a tu enemigo, Tessa. Puede costarte la batalla, nunca se sabe quién puede querer herirte.

-Lo siento, a veces pienso que eres mi madre... -contestó, apretando los dientes de furia. ¿Hasta para eso era necesario engañarla?-. Otras veces no sé de dónde me sacaste.

—En este momento soy tu contrincante —la Reina cruzó el filo de las dos espadas-. No te dejes engañar por las apariencias.

Tessa se acercó otro paso con la mirada compungida. —Necesito mi espada.

-Recupérala -le contestó.

Dio un codazo a la mano de la Reina para hacerle soltar el arma, y con un movimiento fugaz recuperó su espada antes de que ella moviera la otra mano. Sin esperar, su adversaria asestó un golpe que dio contra el acero de Tessa y la hizo retroceder, los dos ataques siguientes bloqueados por Tessa consiguieron lo mismo. De repente, el frío de las olas estaba lamiéndole los pies. De tratarse de un barranco, ya hubiera caído. El chirriar de metal contra metal creció hasta envolverlas en medio de golpes que despedían chispas. Tessa atacó con toda la fuerza de su ira, dispuesta a vencerla en su propio juego. Se agachó para esquivar otro embate y embistió con toda la energía de la que se había llenado al sentirse ofendida. La Reina retrocedió de un salto y la hoja quedó clavada en el suelo. Su dueña la recuperó.

—Mide tu fuerza, porque pueden usarla en tu contra. Y si tienes la oportunidad de usar a tu favor la fuerza del otro, hazlo. Sin asco.

Tessa intentó atacar de nuevo. Su madre la bloqueó apoyándose sobre una de sus rodillas y devolvió el ataque. Detuvo la espada y reintentó el golpe varias veces, hasta que la Reina, extendiendo una pierna con la que barrió el piso, la hizo caer. Apoyando un pie sobre la hoja de acero que su hija estaba tratando de recuperar, apuntó el filo de su espada contra el pecho de Tessa. Otra ola llegó hasta ella y se le metió en la ropa y en el pelo.

 -Aprende a guardar tu suelo, princesa, un truco sucio que no anticipas te puede costarte la vida.

Ella asintió, avergonzada y derrotada. No quería reconocerlo, pero la Reina había ganado. De nuevo. -Viviré.

La madre enfundó su espada y la ayudó a levantarse. -Por ahora. Ven aquí.

Cuando la rodeó con sus brazos, Tessa se apresuró a apartarse. Una risa musical brotó de los labios de su madre, una alegría simple y también poco común.

-Terminamos, mi pequeño sol, sólo quiero un abrazo.

Al escuchar eso, Tessa la abrazó con fuerza. Así la llamaba desde siempre, como su abuela había hecho con ella. Se preguntó dónde había que-dado esa niña para quien todo el mundo era exactamente como quería, la que jugaba con su madre, la tenía siempre cerca y casi nunca veía a la Reina. Eran sólo ellas dos, frente a un horizonte soleado que les deparaba un futuro entero.

Tessa pensaba en lo que esa niña tenía, y quería volver a ser niña.

Cuando Thais salió de la casa de Aramis, volvió a montar a Dulzura y se alejó al galope. Era una delicia sentir el viento azotándole el rostro. Cabalgó tan rápido como aguantaba su montura, hasta convencerse de que ella y el caballo habían cobrado alas e iban a desprenderse del suelo. Era una sensación maravillosa en la que le gustaba sumergirse, la necesidad de aferrarse a la vida con todas sus fuerzas. Hubiera seguido de no ser porque la bestia estaba agotada, no podía permitirse perderla. Dulzura no era una yegua, pero le gustaba el nombre. Aramis tenía que ayudarla y la quería tanto como ella a él; sólo necesitaba deshacerse de la otra, el único obstáculo subsistente entre ellos, para que él se diera cuenta. Entonces, él va a ser libre... para siempre, libre para mí. Libre de esa maldita Bruja del Fuego.

No conocía todas las ciudades a través de las cuales cabalgó para llegar, y se detuvo sólo cuando el cansancio de Dulzura se lo exigía por días, días y días. Si la exhausta era ella, él importaba más. El Pilar de Oeste era la última Ciudad No Perteneciente antes de los linderos del Reino del Sol Poniente. Las calles no eran de piedra, como en las otras Ciudades, sino de polvo. A lo largo del camino, el sol calcinaba y el aire caliente era difícil de respirar. Thais había pasado muchos años lejos de los climas cálidos. Se vio obligada a detenerse cuando Dulzura empezó a desfallecer de sed.

Ella buscaba algo que sólo conocía a través de sus leyendas.


Dejó reposar a la bestia exhausta y se alejó mientras vaciaba un pellejo de agua. Había escuchado sobre las Embrujadoras del Oeste e incluso había leído... cosas inexplicables. Se hacían llamar Servidoras del Ángel. Le habían contado sobre sus cabañas de madera construidas casi sobre el mar. Mucho tiempo atrás, sí, pero las cosas no cambiaban tan rápido y las costumbres, menos. Las Ciudades del Oeste seguían llenas de brujas y bandidos. Un grupo de fieles de la Religión Antigua había intentado prenderle fuego al lugar, incitado por uno de sus Maestros. Pero el agua se levantó y la madera no ardió. O eso decían. Ninguno de esos fieles volvió a pisar el lugar, e insistían en que nadie lo hiciera. Manejar el fuego es manejar el ritmo mismo de la vida. Era una tierra maldita.

A los Servidores del Ángel los protegía el Ángel del Fuego, y no se puede matar el Fuego con fuego. Thais lo sabía; creía en el poder del Fuego. ¿Qué podría haber allí tan distinto del resto del mundo?

Se llevó la mano al rostro para hacer sombra y distinguir mejor el paisaje, mientras se acercaba. Las viviendas de madera nacían del mar en la distancia. Había árboles altos, de hojas grandes formadas con otras muchas hojas delgadas y largas como lanzas. Cerca de la playa había un viento ligero y el aire estaba impregnado de un olor a sal intenso que le hizo escocer la nariz. La imagen la hizo estremecer, pero ella sacudió la cabeza y siguió avanzando. El miedo existía, pero no había llegado hasta allí para escuchar sus consejos. El miedo era lo único que en verdad la había mantenido cautiva alguna vez. Él la había ayudado a vencerlo y ella iba a recuperarlo a él.

Subió los escalones hasta la primera construcción, la de la puerta abierta. Apenas introdujo la cabeza le llegó el penetrante aroma a sándalo. Manaba del brasero en la esquina y se le metió a través de la nariz hasta la cabeza, haciéndole estornudar. Le dejó un dolor sordo detrás de los ojos. No había ventanas, era como entrar al mismísimo Fuego: el lugar, más amplio de lo que parecía, estaba sumido en la penumbra. La temperatura era todavía más agobiante y el aire, espeso como vapor. Cuando se encontró con los ojos, abiertos como soles, que la observaban desde el otro lado de la mesa de madera, le pareció que habían aparecido de la nada. Dio un respingo.

-¿Qué buscas, Señorita? -preguntó la mujer, volviéndose para encender otro brasero. El acento era el típico del Oeste, un seseo tan hipnótico como punzante.

-¿Cómo sobreviven a las tormentas? -preguntó Thais, mirando alrededor mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, como los gatos.

-Nosotros somos el sol sobre las olas, no hay tormentas aquí. Lo sabes -le contestó. Thais asintió, observando la lustrosa piel de ébano de la mujer. Era por eso que, al principio, había parecido parte de la misma oscuridad. Un mundo tan distinto al del norte, donde la piel parecía hecha de la misma nieve que caía sin parar-, Pero no sabes lo que has venido a buscar.

-Sí lo sé. Quiero... un sacrificio, para recuperar un amor-se dejó caer sobre la butaca que estaba frente a la mujer, como si no conseguirlo fuera una derrota insoportable.

-Quieres venganza-contestó la Servidora, tomando un mazo de cartas. Las mezcló con paciencia, observando las reacciones de Thais.

Castigo. Olvido.

-Llámalo como quieras. El me ama y lo quiero de vuelta -mantuvo la serenidad de su voz, pero apoyó las manos sobre la mesa con firmeza, y la actitud pareció complacer a la embrujadora.

-¿Quieres que la luz ilumine tu camino? -lo dijo con lentitud, mientras la mirada de Thais seguía fija en las cartas. Se movían esparciendo a su alrededor las volutas del humo que nacía de los braseros. El aroma era embriagador, no estornudar era una hazaña.

Thais asintió, con sus manos tensionadas aferradas a los bordes de madera. -Pero ella está en el medio, y tiene la fuerza y el poder que yo no tengo.

La mujer dejó sobre la mesa una carta, la imagen de una guadaña sobre un fondo amarillo. -Algunas personas tienen fuego en el cuerpo, tú tienes fuego en el alma. La fuerza y el poder no siempre son suficientes. Hay armas distintas, sutiles como la aguja, rápidas como la serpiente -la mesa tenía un cajón del que ella extrajo un frasco de vidrio turbio para extendérselo-, ¿Estás dispuesta a arriesgarlo todo para conseguir lo que quieres? ¿Tienes algo que perder?

-No -Thais negó con la cabeza sin siquiera pensarlo ni darse cuenta de lo que acababa de decir. Por momentos, el acento la distraía. Pero es cierto, él es lo único que alguna vez tuve-. Nada en absoluto.

-Esa, preciosa, es el arma más poderosa. Es lo que peligro realmente significa. Si ella es inteligente lo va a saber. Y el miedo la va a matar.

-.¿Qué es esto? -preguntó Thais, tomando finalmente el frasco. Es cierto, es ella quien va a perderlo todo ahora, como yo. Todavía no me ha visto de veras.

-Algo que sólo se puede obtener de un cierto pez que habita estas aguas -le dijo la mujer, al tiempo que guardaba las cartas restantes y cerraba el cajón con un ruido seco.

Al oírlo, Thais salió de su estupor y la miró con el frasco ya encerrado en un puño. -¿Una muerte rápida?

-No, rápida no -la respuesta pareció llegarle flotando a través de una nube muy densa. El olor del incienso la estaba mareando.

-¿Lenta y dolorosa? -preguntó, girando el cristal verde entre sus dedos.

 -Mucho peor.

Asintiendo nuevamente, Thais deslizó el frasco dentro de su bolsón. Sabía qué era. Exactamente lo que la Princesa se merecía.

No le importaba el precio.

-¿Es eso todo lo que quieres? -el marcado acento que llenaba las palabras hizo estremecer a Thais, como si les diera más fuerza.

-Sí, ¿cómo puedo pagarte? -buscó los collares en su bolsón, estaba dispuesta a deshacerse de ellos. A todo.

-Los sirvientes del Ángel ayudamos a quienes vienen a nosotros...

-¿Siempre? -preguntó con cautela. ¿No iban a pedirle oro o monedas? No le gustó la respuesta. Las cosas que no tenían un precio no podían ser buenas, porque el precio se paga tarde o temprano, y si no es con oro, es con lágrimas... o con sangre. Detener un corazón tiene un precio. ¿Cuánto sería si se trataba de un corazón podrido?

-Siempre -contestó la mujer, antes de arrancarle de un tirón a Thais el collar de jade del cuello. Las piedras le arañaron la piel al soltarse, quemándole con el roce como ascuas hasta hacerle sisear. La mujer tomó su mano derecha y le hincó el dedo índice con una aguja. La primera gota cayó sobre las llamas del brasero, la segunda sobre el trozo de cuarzo amarillo. Tenía forma de lágrima y pendía del collar que la embrujadora le entregó. Ella tenía uno exactamente igual. La lágrima representaba el sufrimiento del Príncipe, el Ángel. La piedra absorbió la sangre, la mancha roja se diluyó en su interior y desapareció. Thais se llevó el dedo a los labios para detener el sangrado. Creyó ver encenderse el cuarzo, con un brillo dorado de furia-. Sólo pedimos a cambio un poco de fidelidad.

El corazón de Thais dio un brinco. Tampoco se esperaba aquello. -¿Es necesario llevarlo puesto? -La voz era suave, pero no había en ella resignación alguna. El collar terminó entre sus manos y, por un momento fugaz, pareció centellear de nuevo.

-¿Has oído la historia del Ángel del Fuego, niña?

-Fue enviado al Fuego después de una rebelión, para evitar la Oscuridad en el mundo -contestó cabizbaja. Ese era el otro lado de la historia.

-Es el hijo del Santo y la Creadora. El Santo envió a su hijo al Fuego por envidia a sus poderes. Pero el Ángel escapó, deseoso de vengarse. Ahora él es la luz del Fuego, y un sirviente del Ángel no tiene miedo, porque el fuego, el Fuego en el que él se convirtió, puede consumir cualquier peligro. Él Ángel entiende tu búsqueda y va a ayudarte; naciste del sol y del fuego, y no de su luz, sino de su furia-la mujer levantó un mechón de los cabellos de Thais para observarlo y ella dio vuelta al collar entre sus manos para hacer lo mismo. No iba a hacerle daño y, sin embargo, podía ayudarle. Iba a contestar, pero se quedó observando los destellos del cuarzo entre sus dedos-. Vas a sentir su poder. El miedo que ya no vas a tener, invadirá a quienes te rodean.

Eso le gustaba, que fueran los demás los muertos de miedo. Se abrochó el collar alrededor del cuello y se puso de pie. Nadie iba a detenerla, porque su alma tenía la fuerza devastadora del fuego, que sólo la muerte podía redimir. Porque su intención era tan justa como la del Ángel. Pero antes, quería volver a verlo y a sentir sus caricias en la piel. Luego, ella pagaría todo lo que había hecho. Él la quería, estaba segura, Thais lo haría darse cuenta.

-Ten cuidado, niña, porque la muerte se enamora de las almas devotas y las lleva ante el Angel. Está en tu camino y va a llevarse al espíritu más fiel.

Pero la Sombra no era rival para ella y no se la iba a llevar. El miedo había desaparecido.


V. LA MENSAJERA

Niágara jamás había visitado el Reino del Dragón Extinto, el Reino de las Águilas, pero conocía la reputación de sus paisajes. Eran ya pocos los lugares con una vegetación tan exuberante y una tierra llena de verde que parecía sentirse tan viva, como si latiera bajo sus pies. La arena blanca y suave, el fucsia de las flores de las enredaderas, el verde cimbreante de las hojas, se veían como lo más cercano al paraíso que podía haber en el mundo; sólo eso ya pagaba por los días de viaje necesarios para llegar hasta allí. Sí, ella entendía por qué la Princesa era tan apegada a su hogar. Meral. Habían pasado dieciséis años desde su última conversación con la que entonces era sólo una heredera al trono, pero se había convertido en su dueña. Aunque todavía la llamemos Princesa. Tanto tiempo, y mucha agua había corrido bajo el puente. Quizás ella sí estuviese dispuesta a compartir la verdad, a volver. Era posible que aún lo amara. Todo es posible. Niágara tenía casi cuarenta años, y Meral probablemente no se ve tan vieja como yo. No tan vieja... pero tampoco tan joven.

Jadeó, retrocediendo un paso de inmediato, porque tan pronto como se introdujo en los jardines del Palacio Blanco, una joven apareció delante de ella a lomos de un tordillo de piel perlada. Sostenía un arco con firmeza, apuntando una flecha directamente a su corazón, y llevaba colgado del cuello el medallón de la Familia Real que Niágara conocía tan bien. El cabello era más largo y la piel más clara, pero podría reconocer las mechas de la trenza, negras como el corazón del ébano, y el azul casi marino de los ojos, en cualquier lugar. Ante la insistencia de uno de los guardias del muro exterior en escoltarla hasta la sala de audiencias para aguardar a Su

 Majestad, también había descartado la idea de poder hablar con ella de inmediato.

¿M-Meral? -preguntó con un hilo de voz, observando detenidamente  a la muchacha, quien sacudió la cabeza, como intrigada porque la habían llamado por ese nombre. El arco desapareció en un instante.

-Yo no soy la Reina Meral. Soy su hija. ¿Vienes de las Ciudades? preguntó, mientras descendía con la gracia de una bailarina. Obvio, es una dama. Claro. ¿Cómo se había olvidado de la niña? ¿Cómo se parecía tanto a su madre? ¿Era esa niña su sobrina? Se quedó con la boca abierta y sin contestar-. Gracias, Owen. Puedes marcharte, yo me encargo -también se había olvidado del hombre, quien obedeció con una reverencia.

-¡Tessa! ¿Dónde estás?

Tessa. La nena se llama Tessa. Al oír aquella voz, suavizada por la distancia y la espesura, sus ojos se volvieron hacia el bosque, donde los árboles se erguían buscando el sol a un costado del Palacio. El caballo de Meral emergió con fuerza de aquel verde tan espeso como el musgo y un paso grácil, que tenía algo de acrobacia, depositó a la amazona en el suelo. La hija se acercó a su madre, quien, con la vista fija en la visitante, no reparó en su presencia.

-¡Mamá! Te conoce, creo -Tessa indicó, mirando a Nia y sin soltar las riendas de su montura.

Niágara se limitó a deslizar la vista de madre a hija, de ida y de vuelta. Era natural su confusión ante dos mujeres tan idénticas. Meral abrazó a su pequeña y le susurró algo al oído, obteniendo de la misma un gesto afirmativo y un beso en la mejilla. A Niágara ver aquello le dejó un vacío en el pecho. Tessa ganó de nuevo su montura, con la misma ligereza con que la madre acababa de desmontar. Sus piernas resbalaron al ceñirse contra el cuerpo húmedo del animal, pero lo hicieron galopar y desaparecer. Meral observó la escena con una sonrisa velada y refulgente de satisfacción. Cuando la amazona desapareció sobre el animal con la fugacidad del viento, se volvió a observar a su visitante. Bajo la presión de la corona que adornaba una frente en alto, la Reina -cuya figura brillaba, envuelta en una túnica blanca como inocencia- era la majestad hecha persona.

-Esto es increíble. Casi creí que eras tú.

Eso la hizo sonreír de nuevo, y por un momento, el peso de su responsabilidad como monarca pareció alivianarse cuando se encogió de hombros. Nia también tenía la intención de conocer a la hija, y estuvo a punto de detenerla cuando la madre le ordenó alejarse. Pero no lo hizo, desafiar sus órdenes no era una buena forma de empezar las cosas.

-Dicen que nos parecemos -fue todo lo que dijo, de pie como una estatua con una mano sosteniendo las riendas de su alazán y la otra caída a un costado.

 -¿Quién es su padre? ¿Cuántos años tiene? -al preguntarlo, se le detuvo el corazón. Si la Princesa era fruto de la semilla de su hermano, albergaba dicha esperanza, ello sería una pieza crucial para conseguir lo que había venido a buscar. La otra eran los sentimientos que la Reina pudiera tener... o no tener hacia él. ¿Eran sólo ilusiones suyas? Esperaba que no.

-Casi dieciséis. Pero es alta, y entrena un montón. Es un verdadero prodigio con esas flechas.

Aunque la actitud de su postura no había cambiado, la voz de Meral estaba llena de un orgullo de madre que Niágara comprendía muy bien y podía usar en su favor, a favor de Aramis.

-Sus movimientos son muy buenos -Nia asintió-. Va a ser toda una dama.

—Va a ser la Reina, como yo le estoy enseñando a ser -Meral soltó las riendas y se acercó, tan altiva como el Águila que era.

-Ella es su hija, ¿no?

Era mejor disparar la pregunta de inmediato. Era mejor apuntar al blanco. Dar vueltas no iba a cambiar la verdad. Para sorpresa de Nia, la pregunta le hizo fruncir el ceño. Obviamente, ella sabía a qué se refería y no había considerado la opción de sacar el tema a la luz alguna vez, porque lo había enterrado bien profundo. Y hacer eso le parecía muy bien.

-¿A qué viniste, Niágara? -le preguntó en lugar de responder. Su tono no había sido acogedor desde un principio, como si estuviese analizando si podía confiar en ella, pero entonces se volvió hostil.

-La misma vieja Meral. No necesitas estar en guardia todo el tiempo. ¿Es tan difícil mostrar un poco de alegría cuando una vieja amiga te visita? -con un suspiro casi de resignación, Niágara distrajo sus pensamientos arrancando una de las muchas flores blancas del jardín, con la intención de demostrar que venía en son de paz, a buscar una necesaria alianza.

-Eso significaría que eres bienvenida, ¿verdad? -inquirió Meral. Su caballo resolló y ella le dio una palmada en la nariz.

-Si ése es tu lado amable, prefiero nunca tenerte de enemiga. El exilio no fue un privilegio tuyo, lo olvidas demasiado seguido. Deberías entender mejor la soledad -afirmó Nia. La soledad duele a muchos niveles y de muchas maneras, de verdad. Dejó caer la mano que había tomado la flor. Con un asentimiento, Meral extendió una mano y la visitante la estrechó. Algo de su dureza se había derretido.

-¿Como arco y flecha de nuevo?

-Siempre. Trabajan bien juntos, pero se guardan por separado -dijo para completar la idea. Como una flecha, Meral había dado en el blanco: ella quería que trabajaran juntas para hacer feliz a su hermano. Para llenar un vacío.

 -Extrañaba discutir contigo -la expresión de la Reina se suavizó de nuevo.

-Pero no pareces confiar en mí -Nia bajó ligeramente la cabeza y cruzó los brazos-. Contesta mi pregunta.

-No quiero hablar de eso -Meral le dio la espalda y volvió a tomar las riendas de su montura, dando la conversación por zanjada.

-¿Fue ella la verdadera razón por la que te fuiste? ¿Qué sucedió? ¿Fue por tu madre? -Nia le contestó, aunque las palabras sonaran como si la estuviera apuñalando por la espalda. No había pensado antes en la muerte de su madre. Meral dio un giro de inmediato. Sus ojos relampagueaban.

-No te atrevas a juzgarme. Yo hice lo que era necesario.

Según decían, así era ella. Siempre cumpliendo con su deber. Nia sus-piró, buscó mentalmente otras formas de abordar el tema y obtener una respuesta más concreta, contundente...

-Parece una chica maravillosa. ¿Lo hiciste todo sola? Educarla, digo...

-Hice yo misma absolutamente todo lo que pude, ciertas cosas nadie más se las ha enseñado. Una Reina tiene mucha ayuda, pero... -Nia trató de leer entre las palabras lo que ella realmente estaba diciendo, no tuvo la ayuda que hubiera querido tener, lo cual era otro punto a favor de sus planes- todavía me cuesta. Mirándolo en perspectiva, estoy orgullosa de ella.

¿Orgullosa? Eso era lo único que Meral no necesitaba decir que era. Pero en su lugar, yo estaría igual de satisfecha conmigo misma. Respiró hondo antes de lanzar otro golpe.

-Y tu hija se merece la verdad, igual que su padre.

-Decidir cómo criar a mi hija me corresponde a mí -dijo, y se dispuso a montar. Su tono implicaba que no iba a admitir desafíos.

-¿De veras? ¿Desde cuándo no sabes que ése es un trabajo de dos? ¿Qué mentiras le has dicho? -Nia la detuvo tomándola del brazo. El caballo relinchó.

—Soy la única con la que puede contar. Esta conversación terminó —se deshizo de la mano de Niágara sacudiendo el brazo y subió a lomos de su montura.

Todo rastro de sonrisa desapareció, reemplazada por el fastidio ante la insistencia de Nia. Ella se llevó las manos entrelazadas al pecho en un gesto de súplica. No podía dejarla ir con tanta facilidad. Cuando habló tenía los ojos casi húmedos; necesitaba hacerse escuchar, y era tan desagradable verla mirar desde arriba. -Meral... espera, por favor. Realmente no sé bien cómo decirte esto...

-Entonces comienza por el principio... -ella la miró y mantuvo quieto a su caballo.


-Él necesita verte de nuevo, en serio, no me importa cuánto me lo niegue. Los sentimientos son transparentes, a veces uno se olvida de eso cuando piensa demasiado. ¿Te olvidaste de él de verdad?

Meral la observó con el rostro helado de sorpresa antes de continuar. Si, los sentimientos son transparentes. -No trates de venderme la idea de que... -en su rostro apareció el dolor, fugaz como relámpago- de que mi ausencia significa algo para él. Se casó con otra, y eso ya es olvidarme.

-No sé de dónde sacaste eso, él sigue enamorado de ti hasta en sus sueños, mujer. Dale un respiro. Fue muy difícil para él. Y se merece ser feliz.

-¿Difícil para él? ¿Y qué hay de mí y de lo que yo pasé? Ya no queda nada para nosotros. Él tiene su familia y yo la mía. Vivimos en dos mundos demasiado distintos. Lo nuestro se terminó, Nia, si alguna vez existió de verdad.

De nuevo Meral trató de huir, pero Nia la detuvo, tomando las riendas. Si la Reina reaccionaba así era porque le estaba removiendo un piso que creía tener muy bien cimentado. Era porque lo seguía teniendo dentro a él. Exactamente como Nia esperaba.

-Su única familia soy yo. ¿No entiendes que está muy solo? No seas tan terca, mujer. Ve a verlo. Si Tessa es su hija él se merece saberlo, tú se lo debes. Esa muchacha es familia para ambos. ¿Ya no sientes absolutamente nada por él? Y lo querías tanto, me dijiste...

Por un segundo, aquellas palabras parecieron penetrar la coraza de Meral, pero apretó los dientes y cerró los ojos. -Ninguna de tus preguntas puede cambiar las cosas. Suelta mis riendas. Yo no le debo nada.

Nia hizo lo que le pedía, incrédula. ¿Qué clase de mujer era para alejarse de algo así, diciendo simplemente que no le importaba? ¿No sabía cuánto a su hija sí le importaba? Porque ella imaginaba que sí. ¿No sabía que a su hermano le importaba? Sintió ganas de darle una bofetada para hacerle darse cuenta. Meral se había convertido en una Reina de hierro y ya no era la Princesa que una vez, cuando estaban sentadas las dos en un jardín, se había derretido confesando su amor. Había pensado advertirle sobre Thais, sin embargo también había esperado encontrarse con una mujer más... compasiva.

-Después de todo, ¿ésa es tu respuesta? ¿No tienes corazón? -Nia, todavía incrédula, se lo preguntó negando con la cabeza y con los ojos bien abiertos.

-Lo perdí cuando él lo rompió -dijo la espada de la voz de Meral, afilada y fría.

Y entonces, se alejó al galope.

 ¿Todavía estás seguro de querer entrar al Cuerpo Protector? -preguntó Aramis, enfundando su acero y sin voltearse a mirar a Clint, que había hincado la rodilla en la tierra para recobrar el suyo.

—¿Por qué tendría dudas? No soy un cobarde —contestó Clint, enfundando la espada como acababa de hacer el Capitán Primero, mientras volvían a entrar. Aramis lo había derrotado, pero eso no significaba que mis habilidades no fueran suficientes para ingresar. Si hubiera vencido al segundo al mando, el Cuerpo debería recibirlo con honores. Y ofrecerle su puesto.

-Es una vida distinta de la que uno imagina... a tu edad -cuando dijo eso sí se volvió para mirarlo. Las armaduras resonaban con su andar, y a Clint le encantaba aquel sonido metálico tan similar al clamor de la batalla.

-Puede ser -murmuró. Para Clint era difícil imaginar que Aramis alguna vez tuvo diecinueve años y pudo reír y soñar. No quería preguntarse con qué soñaba él. O si alguna vez había amado a alguien, porque no parecía sentir eso hacia las mujeres con las que andaba. Excepto con Niágara, pero ella era su hermana, y la madre de Clint era una madre para él también. Pensar en su madre le hizo fruncir el ceño. De cualquier manera, él tenía sus planes cuando decidió comenzar a entrenar para el Cuerpo, y le resultaba divertido cómo tantas mujeres, de repente, se fijaban en él. Se encogió de hombros.

Después una mañana larga, con tanto calor, le apetecía una cerveza. Estaba, incluso, dispuesto a cruzar la Ciudad hasta la Taberna N° 37. A Aramis no le gustaba el lugar, por lo que ni siquiera le mencionó sus in-tenciones. Luego de dejar sus armas, subió a Garra de un salto y se alejó al galope.

El lugar, fresco y poco concurrido antes del mediodía, era reconfortante. El sol brillaba y sólo le faltaba un mes para llegar a competir por un puesto como Guardián. Se dejó caer en el banco, entrelazando los dedos detrás de la cabeza. Su sonrisa pareció ampliarse, casi burlona, cuando otra figura volteó una silla para sentarse delante de él.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Ryden, apoyando los brazos sobre el respaldo y el mentón sobre sus manos.

-Cerveza -contestó Clint, sin incorporarse.

-¿Sigues entrenando?

El alfeñique era hijo de los dueños del lugar, con los ojos grises de la madre pero sin el mismo filo y el cabello negro de su padre, pero sin recibir la misma atención femenina. Al menos, sabía cómo lanzar una daga. A pesar de los años de diferencia, solían conversar cuando Clint se dejaba ver por el lugar.


-El ingreso es dentro de un mes. ¿Vas a entrar? -Conocía la respuesta, pero siempre le agradaba volver a escucharlo.

-Ya quisiera. No mientras viva mi madre. Pero ayudar aquí no está tan mal -Ryden se encogió de hombros. Para eso lo habían educado toda su vida. Clint lo imitó. No podía criticarle por decidir dedicarse a una herencia que tenía asegurada.

-Puedes beber cuando te dé la gana. Eso no está mal.

-No ahora. Voy a tomar un barco hasta Ciudad del Puerto -dijo, rodando los ojos.

Al chico todavía le faltaba un mes para cumplir dieciséis años -esa era la edad legal- y no admitiría que no bebía. Clint lo sabía. -¿Qué hay allí?

-Cazador. Lo llevamos hasta allí para que lo trataran cuando se enfermó y me toca traerlo de vuelta -Ryden miró a los costados antes de continuar-. Además, necesito una daga nueva.

Eso era noticia. Clint levantó una ceja. -¿Para qué?

-Para reemplazar la otra -confesó Ryden-, Se perdió.

-Es una pena que hayan cerrado la Armería de tu abuelo... -dijo Clint, buscando con la mirada una posadera dispuesta a atenderlo, pero su favorita no estaba trabajando aquel día.

-Dímelo a mí. Esas eran buenas épocas, dicen -negó con la cabeza y dio un suspiro.

-Ahora ya no se consigue acero de Los Volcanes -Clint puso su daga sobre la mesa para que Ryden la estudiara ¿Para qué quería una daga?-. ¿La gente empieza muchas riñas aquí?

-Algunas, cuando hay tramposos apostando con cartas falsas -Ryden tomó el arma y observó el filo negro como si fuera la misma muerte-. Tratamos de evitarlas, pero no se puede. No nos vendrían mal un par de Guardianes más alrededor -dejó la daga nuevamente sobre la mesa-. Quiero algo así.

-En esa Ciudad está el mercado de la Armería, date una vuelta por ahí -Ryden agradeció el dato con un gesto-. Estoy de acuerdo, hacen falta más guardianes hacia los límites de la Ciudad.

-Pero si no van más allá de los límites, no pueden hacer nada allí -respondió Ryden, poniéndose de pie.

-Ni les gusta intervenir cuando no vieron lo sucedido, pero aún así... -Clint levantó una ceja y guardó el arma de nuevo.

-Igual, todavía falta un mes para que entres. Ya tengo que irme, va a partir el barco. Voy a pedir que te traigan la cerveza -colocó la silla en la posición correcta antes de marcharse.

-Gracias -exclamó él, satisfecho con la perspectiva- Y ten cuidado, no caigas por la derecha del barco.


[ira incorrecto, pero era un dicho popular. Casi soltó una carcajada cuando lo vio tratando de no sonrojarse.

-Se dice estribor-Ryden se alejó murmurando; Clint lo miraba, considerando si su vida había cambiado desde que él tenía esa edad y pensando en los planes que su madre también tenía para él y no había seguido.

Tessa tuvo la corazonada de que la conversación que se estaba llevando a cabo bajo el balcón de la propia habitación de su madre cambiaría su destino para siempre. En lugar de cambiarse como ella le había indicado, corrió escaleras arriba y atravesó el dormitorio. Sus manos temblaban de nervios, con esa ansiedad causada por los comportamientos... inusuales. Porque nunca antes había desafiado a la Reina de esa manera, desobedeciendo sus órdenes y espiando a sus espaldas. Respiró, cerró los ojos para enfocarse en el sonido. Y lo escuchó todo. Cuando ella tenía un presentimiento, nunca se equivocaba. Su mundo comenzó a derrumbarse, a girar más rápido con cada palabra. Quedó aplastado, nunca volvería a ser el mismo. De repente, su universo, su historia y su madre, su única familia, se transformaron en sólo segundos en algo distinto y por completo desconocido.

Enjugó sus lágrimas cuando se alejó la extraña y la Reina volvió a entrar. Sus manos habían dejado de temblar y se apretaban en firmes puños. Sus dientes también. Toda su vida había sido una mentira y la única culpable era la Reina. La vida que conocía carecía de sentido, porque el Reino del Dragón Extinto no era el único mundo al que Tessa realmente pertenecía, sino sólo la mitad. Era consciente de que tenía deberes como única heredera al trono, eso se lo habían enseñado muy bien, sin embargo nada justificaba las acciones de la Reina para mantenerla allí encerrada, no de esa forma. Prohibiéndome salir como ella una vez hizo, conociendo mis ganas de ir y diciéndome que yo no pertenezco allí. ¡Y no es cierto!

Con la rabia estrujada entre los dientes, volvió a entrar y se encerró en su habitación. ¡Era tan injusto! Si siempre trataba de hacer justicia con los demás, ¿por qué no podía ser justa con su propia hija?

Se dejó caer sobre la cama con un suspiro cuando se dio cuenta: sabía muy poco del pasado de la Reina. De su pasado antes de convertirse en... bueno, en lo que era. Su mamá. A desgano tenía que admitir lo mucho que se parecían, y que antes había estado orgullosa de su madre. Siempre le hacía preguntas sobre sus días en la Ciudad de los Caballeros Olvidados, incluso antes de estar segura: de allí era la visitante y allí residía su padre, un padre que milagrosamente aún estaba muy vivo. Aunque la Reina se mostraba abierta sobre las cosas que había aprendido y cómo funcionaban, se negaba en forma terminante a decir una sola palabra sobre la gente que había conocido. Quería la verdad. Le debían la verdad.

Alguien llamó a la puerta.

-Vete -contestó sin pensar y sin molestarse en preguntar quién era, con las rodillas abrazadas contra el pecho y el rostro hundido entre ellas.

-¿Qué te pasa, Tess? -La Reina preguntó con preocupación. Se sentó al lado de su hija y la abrazó con algo parecido al cariño, de seguro sin esperar que bajara la vista y la obligara a separarse. Tessa sacudió los hombros.

-No me toques -lo dijo despacio, y la Reina frunció el ceño, confundida. Obviamente el peso de su preocupación acababa de duplicarse. Tessa no tenía ganas de explicarle, ella estaba todavía más preocupada.

-¿Qué está sucediendo? -preguntó con una mirada de estupor y dejó caer los brazos, como si no entendiera qué acababa de suceder. Pero lo sabía muy bien, tan bien como sabía mentir.

-Me mentiste todos estos años, mamá. Me dijiste que mi padre estaba muerto y me impediste conocerlo, cuando la mitad de mi ser está fuera de este Reino, en otro lugar. Y yo no lo conozco. Así que vete... quiero estar sola.

Tessa se volvió y enterró el rostro entre las sábanas. Le daba igual si la veían llorar y no quería escuchar explicaciones. Sólo le importaba el hecho de que le habían mentido y manipulado. Por enésima vez. No quería seguir en el Palacio y no quería volver a ver a la Reina. Quería que la dejaran en paz y se sentía con derecho a exigirlo. Quería lo que le habían negado toda su vida.

-Lo siento, mi pequeño sol. Las cosas no siempre parecen tener un sentido, pero créeme, sí lo hay. Lo hice porque te quiero tanto y significas todo para mí -la mano de la Reina se posó delicadamente en el hombro de Tessa y ella giró para mirarla a los ojos.

-Eso no es cierto. Querías lo mejor para ti, mantenerme acá. Me estás prohibiendo vivir. Me hiciste creer una mentira y vivir una farsa. ¿Nunca pensaste que puedo entender? ¿Cómo es posible pensar que una mentira es mejor que la verdad? ¿Quién te dio el derecho a decidir lo que es mejor para mí? -ella reclamó cruzando los brazos. Se quedó mirando el techo, no le importaba si su madre estaba afligida o enojada, mientras se levantara y se fuera.

—Nena, yo soy tu madre y se supone que debo saber esas cosas. Para eso estoy -cuando Tessa la miró, se llevó la maño al corazón.

Pero no era cierto, si de veras lo hubiera sabido y le hubiera importado, no se habría olvidado de que una mentira sólo iba a lastimarla. No puede ser lo mejor. Cualquier cosa que hubiera en ese pasado que le estaban ocultando era mejor.


No me llames nena. Ya no soy una nena y no quiero que me trates así. Si de verdad me quieres, déjame ir -Tessa musitó, sin dar rastros de haber suavizado su enfado.

No me hables así, jovencita. No importa si estás enojada o si yo hice algo malo según tu percepción, sigues siendo mi hija y me debes respeto.

¿Cómo podía Tessa deberle respeto si ella no se lo había ganado? No intentó disculparse, ni siquiera intentó justificarse. Lo único que seguía haciendo era decirle cómo actuar, como si Tessa fuera sólo una muñeca.

¿Le preguntó si aquello le había dolido? No. Pero la había destrozado.

Y ya no estoy orgullosa de ello.

Tessa no había pensado en la posibilidad de levantar las sospechas de la Reina sobre sus ideas de cómo manejar el asunto, hasta que ella le tomó de los hombros con firmeza y le ordenó con toda su seriedad. -Escúchame muy atentamente, Tessa, porque hablo en serio. La Ciudad de los Caballeros Olvidados está fuera de tus límites y también tu padre, no importa quién sea. Olvida que esta conversación alguna vez sucedió.

La dejó ir, lanzándole una mirada como advertencia de que no iba a admitir réplicas. Las cosas eran siempre así con ella y la Princesa ya no quería callarse.

-¿Entonces, ni siquiera vas a decirme quién es? -Tessa tomó la almohada y se abrazó a ella con rabia y con el ceño fruncido.

-No, por tu propio bien. Y no quiero volver a escuchar del tema. Aprovecharías mejor tu tiempo sacando tus libros para estudiar —tomó uno de los libros que descansaban sobre el tocador y lo dejó caer delante de ella.

-¡Te odio! ¡Te odio por hacerme esto! -Tessa exclamó y le arrojó la almohada-. Te voy a odiar toda mi vida.

La hizo callar la mano que le cruzó el rostro de una bofetada, le arrancó de nuevo las lágrimas que ella había conseguido detener. Se llevó la mano a la mejilla y levantó la cabeza para mirarla con rabia. Eso no se lo iba a perdonar, nunca.

Su madre la miró, temblando y también sorprendida por lo que acababa de hacer. Cuando se acercó, Tessa se alejó todavía más.

-No tenía que hacer eso, Tessa... yo... -dijo, se sentó de nuevo en la cama y siguió tratando de acercarse. Tiritaba.

-¡Vete de aquí! ¡Quiero que te mueras!

La Reina dejó la habitación dando un portazo.

Justo en ese momento, de todos los momentos, había un guardia en la puerta. Tessa sabía que todas las noches la Reina salía a caminar sola hasta los linderos del Bosque, a tomar aire -iba a conversar con la imagen de


su padre, o eso le gustaba pensar-, y anticipando su partida se escondió detrás de un tupido helecho. El pasillo era abierto de un lado, donde por sobre la balaustrada se podía ver un patio interior, y la planta, con todo su esplendor, se erguía entre las puertas de los dormitorios de madre e hija y sus antecámaras al lado de una escultura de la reina Mayiel, su tatarabuela. Observando constantemente a través de un hueco en el follaje, esperó media vuelta de reloj antes de verla partir. El guardia la siguió. Con un suspiro de alivio, Tessa se apuró a entrar antes de que la Reina lo despachara. Ambas detestaban verse rodeadas de guardias de la misma forma, pero a Dorian le divertía hacerlas seguir de vez en cuando. Bueno, era su trabajo después de todo.

Sus sandalias apenas rozaron el mármol del piso al atravesar la habitación hasta llegar al baúl, un cofre gigantesco a los pies de la cama. La Reina le había dicho que habían acabado allí algunas cosas inútiles de su pasado, cosas sin importancia alguna, pero nada más. Ropa vieja y libros. Nunca antes había sentido una curiosidad particular, pero cuando supo con exactitud lo que iba a encontrar en su interior, los secretos más profundos de su madre capaces de ayudarla a encontrar a su padre, no pudo más que abalanzarse impaciente sobre él. Se había decidido incluso antes de ver cómo ella abandonaba la habitación. Iba a marcharse y nadie la detendría. Todavía le ardía el golpe en el rostro y tenía intención de no volver a verla.

El crujido de la madera al deslizarse, roble viejo y húmedo, la hizo estremecer. Llenos de polvo, sus dedos se quedaron oscuros y ásperos; ella dejó una maldición escurrirse entre sus labios en voz baja. De ninguna manera podía permitirse ensuciar su túnica. Tras un fugaz estornudo, se llevó la mano al rostro y se manchó la mejilla.

La espada la encontró debajo de la tapa. Extendida sobre el cúmulo de objetos, no reflejaba la luz. La hacía vibrar y cantaba. Sintió un escalofrío cuando la calidez de su rostro sobre su palma fue reemplazada por el hielo del metal. Por un momento, se detuvo a imaginar a su madre empuñando el arma, las situaciones que pudo haber enfrentado. La Reina no era una guerrera a quien tomarse a la ligera, y su política de mantener la paz a la fuerza la tomaba muy en serio. ¿Se habrá sentido orgulloso mi abuelo de ella, tanto como para darle su espada? Apúrate, Tessa, va a volver pronto. El escudo trabajado en la empuñadura -una réplica exacta del águila de su medallón- indicaba la pertenencia del arma a su familia y el destino de Tessa de heredarla. La tentación de llevársela era casi irresistible, pero su ausencia sería evidente demasiado pronto. La dejó a un lado.

No estaba de humor para pensar en su herencia.

Apartó primero un par de botas, marrones como madera fresca, y un par de calzas cuyo gris perlado resaltaba contra el piso de mármol sobre el que cayó. Sonrió aliviada cuando la mano enterrada en el baúl sintió la suavidad de la seda y una camisola azul con delicados bordados en plata surgió de entre las sombras. Sería suficiente para no parecer una forastera. No soy una extraña ni una extranjera, en verdad, no. Siguió escarbando hasta que sus manos emergieron sosteniendo una pequeña bolsa de cuero, lo que había estado buscando, y desató el lazo. Por fin. El dinero.

Pero no fueron monedas, sino un collar lo que aterrizó en su regazo. Redondas, nacaradas, brillantes. Perlas. ¿Cuánto podrían valer en un lugar como la Ciudad de los Caballeros Olvidados, donde el mar era tan bravo y 110 se producían perlas? Venían del Oriente, supuso, porque sólo provenían de allí, y valían lo que ella necesitaba en un tamaño tan pequeño. Como el de la Feria. Me gustaría, por una vez, poder encontrar lo que estoy esperando y nada más. Con un suspiro, guardó el atuendo y la joya en un bolsón. Metió de nuevo la mano. Todavía necesitaba algo más. Buscó hasta que sus dedos dieron con el metal y ella sacó la brújula, la levantó en el aire en señal de victoria. De inmediato, la metió también en el bolso sin examinarla.

No tenía tiempo de revisarlo todo, aunque hubiera querido. Pero si había algo más que quería, necesitaba, llevarse, era el cuaderno que encontró, forrado en cuero y con el nombre de Meral grabado. Un rápido vistazo a las primeras páginas le confirmó que era la letra de la Reina. Era... era su diario. No lo leyó, pero ¿qué más podría ser? Casi lo arrojó al bolso con el resto de sus pertenencias, sin embargo la imagen adherida a la primera página, trabajada en grafito y con vividos detalles, llamó su atención. La mujer llevaba puesta la camisola azul del baúl e iba del brazo de un hombre apuesto, de cabellos aparentemente también oscuros. Su madre ya no sonreía así. Levantó el dibujo y leyó la inscripción garabateada en la primera hoja. Doscientas páginas en blanco para que las uses bien y vacíes tu corazón. Porque te quiero,... Pero la firma era ilegible.

Así que éste es mi padre... algo pasó entre ustedes para que me escondas su existencia, mamá. Y voy a averiguarlo.

Cuando escuchó los pasos que se acercaban con la rítmica eficiencia de la Reina, se levantó de un salto y salió por las puertas entreabiertas del balcón, agradecida por el hecho de tener su habitación al lado de la de su madre y poder saltar de un balcón a otro sin ser vista. La brisa le desordenó el pelo y la obligó a arreglárselo con los dedos. Iba a extrañar ese lugar, incluso ese picante y sutil aroma a sal que, a veces, todavía la hacía estornudar. Era su hogar.

Comparada con la noche, la habitación a la que sigilosamente entró parecía ricamente iluminada. Fue un alivio saber que los pasos no pertenecían a la Reina, sino al encargado de encenderle las lámparas. El bolsón aterrizó bajo su cama, mientras ella trataba de sacudir las ideas agolpadas en su cabeza. Cada una necesitaba su espacio. Tessa necesitaba un espacio en el mundo.

Su baño ya estaba listo. No pudo disfrutar el aroma del jazmín, como le gustaba hacer. Se le acababa el tiempo. Volvió a la habitación envuelta en una toalla y extrajo la camisola del bolsón, deteniéndose a observar los círculos del bordado antes de ponérsela. Como necesitaba descansar antes de marcharse, terminó devolviendo la prenda con el resto del equipaje. ¿Qué estoy haciendo? Lo correcto.

Se arrepintió de no haber tomado la espada, de repente parecía algo que podía serle muy útil y necesitaría tener consigo. Maldición. Ya que, la espada se queda. Enfundada en una túnica de dormir, se sentó frente al tocador a cepillarse el pelo, con la mente en los distantes escenarios donde pronto iba a estar, preguntándose si su madre iba a sufrir cuando se fuera y si la Reina iba a extrañarla. Si volvía, necesitaría mucho de su buena voluntad para que la perdonara. Si no se quedaba con su padre, como de momento le parecía mejor. El chirrido de la puerta al abrirse le hizo levantar la vista.

El espejo reflejó la imagen de su madre acercándose con una bandeja de comida para ambas. Los ojos de Tessa se abrieron de sorpresa y el peine se detuvo a medio camino en su recorrido. Cambio de idea. Me alegra tanto no haberme llevado la espada.

Porque era exactamente lo que colgaba del cinturón de ella.

Meral sabía cuán inútil era quedarse dando vueltas a las palabras de Niágara, porque si eran ciertas y él aún sentía algo por ella, eso sólo empeoraría su dolor. No encontraba forma de justificar lo que había hecho.

Y cuando luego se le encogió el corazón ante la imagen de su pequeña bañada en lágrimas a causa de ello, lo odió todavía más. Tessa era lo único bueno que él había traído a su vida y no podía dejar que eso también se arruinara, dejarla sufrir también a ella. Meral no pensaba, de ninguna manera, que la verdad podía haber sido más agradable, había hecho lo correcto y no lo dudaba, pero ella también había mentido para protegerse, y oír a su hija decirlo con tanta certeza le había oprimido el alma. Sólo había querido protegerla, ¿por qué se sentía la peor madre de los cinco Reinos? Porque se sentía culpable por haberla abofeteado, se odiaba por haberlo hecho, pero lo hizo antes de poder pensarlo y detenerse. Estaba furiosa cuando cerró la puerta de Tessa tras de sí, temblando de pies a cabeza y dejando a su hija incluso más molesta. Era un desastre. Definitivamente no iba a contestar sus preguntas. Él no merecía saber de su existencia. Meral no sabía dos palabras sobre maternidad cuando finalmente se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, y su única perspectiva posible fue enfrentar las cosas por sí misma. Pero a pesar de los sacrificios, no cambiaría a la mujer en que su hija la había convertido por la mujer que había sido antes, tan ufana en su libertad pero que poco y nada sabía sobre amar verdaderamente. Tuvo que alejarse en su momento y estaba pagando el precio, no quería darle a su hija motivos para alejarse también. Aunque no fueran los mismos motivos. Necesitaba hablar con ella cuando ambas estuviesen más tranquilas, y por eso se marchó a sentarse frente al mar, mientras la brisa se llevaba sus ganas de llorar. Sólo le quedaba abrazarla y decirle que no había querido hacerlo. En lugar de eso, dejó sobre la cómoda la bandeja con la cena.

Le quitó el peine y lo bajó con un suspiro. -Necesitamos hablar.

-No tengo nada que decirte, quiero dormir -se volteó para darle la espalda.

-Entonces no me digas nada, basta con que escuches -le dijo Meral con suavidad y se sentó a su lado.

-Quiero dormir -musitó sin volverse.

—Yo también tuve quince años, Tessy, sé que las cosas no son fáciles. Sé cómo se siente, dame un poco de crédito. No llevo más años siendo tu madre de los que llevas siendo mi hija, y tampoco te dieron instrucciones para eso, ¿no? -Meral sonrió y continuó cuando vio curvarse los labios de su hija ligeramente- Yo también me dije que no quería ser una reina, quería que las cosas fueran diferentes, y sin embargo aquí estoy. A mí también me fue difícil cuando me tocó. Y aunque entiendo lo que sientes, no puedo darte la razón. Yo no debí pegarte, y de eso me voy a arrepentir el resto de mis días, pero quiero que entiendas de una vez por todas que lo que hago, no lo hago porque te odio. Me gustaría que confiases un poco más en mí.

Tessa se volvió para darle la cara con los ojos húmedos de nuevo. —Yo tampoco te odio, y no quiero que te mueras.

Meral lo sabía, pero necesitaba escuchar a su hija decirle que no la odiaba por lo que había hecho. Alguna vez lo entendería lo suficiente como para perdonarla. La abrazó con fuerza y le dio un beso en la mejilla. -¿Me perdonas?

Tessa asintió y le devolvió el abrazo. Meral le acarició el pelo hasta sentir a la niña a punto de dormirse, entonces se separó de ella.

-Déjame peinarte a mí -y sonrió al tomar el peine de su hija para des-enredar el cabello oscuro y lustroso. Si hubiera podido, habría elegido compartir con ella más momentos como aquel a lo largo de los años. Se sintió más liviana cuando Tessa le sonrió de vuelta.

-Gracias, mami -le dijo. A Meral le encantaba que su hija utilizara ese sobrenombre.


-De nada, princesa. ¿No tienes hambre? -le preguntó, al tiempo que bajaba el peine con estudiada suavidad. Al menos, su hija ya no estaba actuando de forma tan hostil. Hubiera preferido que nunca se enterara.

-Un poco -asintió-, pero no quiero comer sola.

Meral tomó una uva de entre el queso y la jarra de agua. Todo lo que Tessa necesitaba era tenerla allí. Ella siempre había estado al lado de su hija. Lo importante era hacer que se diera cuenta de eso, si la apartó no fue de algo que le habría alegrado sus días, sino de la sombra de la duda y del golpe del desprecio.

-Traje esto para mostrarte, uno de mis antiguos juguetes -sonrió, tomando la espada en sus manos para enseñarla. Su hija frunció el ceño.

-No es un juguete, mamá. Es un arma. Y no sirve. Nosotras tenemos prohibido matar, ¿recuerdas? -Tessa se volvió para mirarla. Con las manos, trajo todo su cabello hasta el frente, del lado izquierdo, y siguió ce-pillándolo.

-Lo recuerdo, y nunca usé mi espada para eso, pero las cosas debemos mantenerlas lindas y tranquilas. Una paz que no se impone no puede mantenerse. Y cuando no se puede mantener la paz, se llega a la guerra. Pero tienes razón, cuando uno disfruta de esa paz tiende a mirar las armas como juguetes, para entrenar y divertirse. Como tu arco. Y no lo son.

Tessa asintió y también dejó el peine. Hasta donde sabía, su hija nunca había intentado matar con su arco, sus blancos móviles eran frutas. Si alguna vez necesitaba hacerlo para salvar su vida... ¿sería lo suficientemente valiente? ¿Iba a temblar?¿Daría en el banco? No estamos en peligro, se dijo. Cortó un trozo de queso para entregárselo antes de oírle hablar.

-Yo estaba enojada porque me mentiste.

Meral dejó la espada sobre el tocador. -¿Entonces ya no estás enojada?

-Claro que sí. No es justo -contestó Tessa, antes de comerse el trozo de queso.

-Algún día entenderás. Y cuando tengas hijos, te vas a acordar. Las cosas cambian tanto con los años -murmuró Meral. Le alisó el cabello con los dedos y le hizo una cola de caballo con un lazo.

—No, no sin una explicación —cuando ella inclinó la cabeza para contestar, la cola revoloteó a su alrededor.

-¿Vamos a hacer esto una y otra vez, Tessa? -Meral suspiró exasperada.

Tessa se llevó las manos al rostro. -No quiero que mi vida sea un... ¡esta enorme duda sin respuesta!

-¿Cómo es que de la nada todo lo que tenemos acá ya no es suficiente? ¿Por qué, de repente, tenerme sólo a mí ya no es suficiente? -lo dijo a pesar del miedo a la respuesta, a oírle decir que nunca había sido suficiente. Aunque se mostrara dura y exigente con ella, Tessa era, de todas las personas con quienes trataba a diario, aquella con quien intentaba ser más paciente, pero la respuesta de su hija implicaba una realidad muy dolorosa. La pregunta hizo que la niña bajara la vista.

-Quiero saber qué hay en esa mitad de mí que no conozco. Necesito saber quién soy. ¿Eso no te importa?

Meral notó las lágrimas contenidas en los ojos de Tessa. Entendía los sentimientos de su hija adolescente, por supuesto, pero conseguir que la niña comprendiera su punto -en lugar de limitarse a imponerle una prohibición- era más importante y, en consecuencia, contestó en lugar de reconfortarla.

-¿Y esa es tu mejor idea? ¿Él? Porque no te va a dar respuestas. Te lo aseguro. Las respuestas que estás buscando son parte de ti misma.

La Reina estuvo a punto de descargarse del pecho todo lo sucedido, para hacerle entender cómo si él la hubiera querido estaría con ellas, pero eso iba a herir a Tessa y era exactamente lo que estaba tratando de evitar. Ni siquiera podía nombrarlo.

-¿Qué hizo para lastimarte así? ¿Ni siquiera puedo saber eso? -preguntó su hija, con un gruñido de frustración.

-No voy a discutirlo -Meral se puso de pie y desvió la vista.

Con los brazos en jarra, Tessa se levantó también. -Porque preferiste mentirme a reconocer que estás enamorada.

La Reina no contestó porque, por un momento, se quedó sin palabras. Por alguna razón, refutarlo no era tan simple como parecía, y se negaba a aceptar la razón obvia: no era posible desmentir la verdad. Al notar cómo Tessa parecía arrepentida de sus palabras, se dio cuenta de que había visto el dolor en sus ojos, unos ojos que siempre se iluminaban cuando ella estaba cerca. Un dolor que nadie debería haber visto, jamás. Su respuesta fue casi un gruñido, hubiera querido tener la posibilidad de alejarse corriendo.

-Es bastante más complicado. No trates de darme un discurso sobre cosas que aún no entiendes.

Tessa se recostó contra la cómoda, cruzada de brazos. -No es tan complicado. Odio que me trates como un bebé, ya tengo edad suficiente para entender cualquier cosa. Búscalo. Ella dice que él también te quiere. Él puede decidir qué hacer contigo y conmigo. Eso es lo que quiero. Una oportunidad.

Entonces, Meral se convenció de que su hija estaba completamente trastornada -esas tontas ideas románticas estaban muy mal, él no la esperaba ni la quería-, pero se alegró de que su respuesta le diera la oportunidad de cambiar de tema y dejar de hablar de él. Exitosamente, por más de quince años, había enterrado en lo más profundo de su ser a aquella mujer llena de incendiaria pasión que él había despertado en ella. La que seguía loca de amor. La que anhelaba sus besos y sus caricias, la que daría lo que fuera por volver a sus brazos una vez más y rendirse a la maravillosa sensación de alcanzar las vertiginosas alturas del placer junto a él. Él no había sido su única experiencia, pero sí el único que la dejó hambrienta de más y completamente satisfecha. Una reina muerta de deseo por un traidor. ¡Cuán estúpido era eso! Y al mismo tiempo, tan difícil de controlar. Una vez más cruzó los brazos y condenó a aquella mujer a ahogarse en el fondo de su mente. La odiaba. Odiaba esos sentimientos que, como tenía miedo de descubrir, aún existían. Y estaba profundamente agradecida, porque el tiempo y la distancia entre ellos le aseguraban que no volverían a encontrarse. No mientras siguieran vivos. Cuando finalmente habló, su tono tenía una seriedad de hielo.

-¿Qué hacías escuchando mi conversación, jovencita?

Tessa parpadeó con fingida inocencia. -Fue un accidente.

Meral negó con la cabeza. -Te dije que fueras a cambiarte para la cena.

-¡Eres imposible! -Tessa refunfuñó, se alejó y se dejó caer boca abajo sobre la cama. Meral se sentó al lado de ella, sin poder resignarse a discutir aquello otra vez. La reacción de su hija le devolvió a la realidad y el pasado volvió a convertirse en sólo eso, pasado. -No soy imposible.

-¿Hay algo que sí puedas decirme? -preguntó, con la almohada adherida al rostro.

La mano de Meral se detuvo, enredada entre las negras guedejas de su hija. -Siéntate.

-No, estoy cansada -deslizó los brazos debajo de la almohada y se quedó tendida.

-Ahora -ordenó la Reina con toda la autoridad de su realeza, y el tronar de sus dedos resonó en la habitación.

La hija obedeció a regañadientes y parpadeó para no llorar, antes de mirar a su madre.

-Así está mejor, gracias. Me rompe el corazón verte así -cuando tomó los hombros de su hija, la sintió temblar bajo sus manos-. Hay algo que sí puedo decirte. Tengo una hermosa hija y estoy muy orgullosa de ella. Es brillante y talentosa y la mejor princesa que el Reino del Dragón Extinto pudiera tener.>Es mi bebé. La quiero más que a mi vida y nunca permitiré que la lastimen. Si algo alguna vez le sucediera, nunca me lo perdonaría.

Tessa la abrazó, y ella, aliviada, hizo lo mismo. -Yo también te quiero, mamá.

-Sí, lo sé. Ahora puedes descansar.

Tessa esbozó su mejor sonrisa. -¿Puedo preguntarte algo?

-Sí, claro.

Meral tenía la esperanza de cambiar de tema y enterrarlo para siempre. Tessa fijó la vista en sus manos, que jugaban con la sábana. -¿Cambió allá tu opinión de las personas? ¿Conociste a alguien no tan malo como pare- íes creer que mi papá era? Porque nunca te casaste...

¡No de nuevo! Otra vez el tema nunca te casaste. Meral suspiró, no quería hacer sufrir a su hija y, sin embargo, parecía que estaba haciendo exactamente eso. Estaba cansada de sentirse mal a causa de su pasado, quería que sus pensamientos volvieran a centrarse en su reino y su futuro. Quería ser la mejor madre posible, y la única manera de dejar a un lado el asunto era decir la verdad. O parte de ella. La parte inocua y menos dolorosa.

-Ya te lo dije... no tengo tiempo para ocuparme de esas cosas. Pero sí, (uve un buen amigo.

Tessa tomó una de las almohadas y se aferró a ella. -Lo tendrías si quisieras, el padre de Khal vino a buscarte. ¿Qué le dijiste? ¿Puedo saber su nombre?

—Le dije que lo pensaría, Tess. Déjame pensarlo. Esto es algo difícil para mí. Se llama Annan, pero no he sabido de él en tanto tiempo... -la respuesta era lo suficientemente inocente, y podría ayudar a calmar las ansias de la niña.

-Si te dejo, vas a seguir pensándolo el resto de tu vida -murmuró Tessa, dejándose caer nuevamente sobre las sábanas-. Por favor, no te vayas.

-No te voy a dejar, mi pequeño sol -Meral se acostó también y acunó a su hija como no lo hacía desde que era una niña muy pequeña-. Ahora, tranquilízate y duerme.

-Buenas noches, mami.

-Buenas noches, princesa.

Cuando Tessa se durmió, ella se quedó sola con los recuerdos, hasta que los colores de un amanecer incipiente la sumieron en el sueño. Haría cualquier cosa para proteger a su hija.

Cuando Tessa despertó, el sol asomaba ya en el horizonte. Se escurrió de la cama con todo el cuidado posible y cerró las cortinas. No debía despertar a su madre. Probablemente se había pasado horas velando su sueño, antes de dormirse ella misma. Era el tipo de cosas que hacía, sobreprotegerla. Se preguntó si de verdad creía en ella, o la Reina se había referido sólo a la imagen de la Princesa... dentro de su cabeza. Algo como un potencial. Era lo más probable.

En la breve conversación habían pasado años para Tessa, sobre todo luego de haber visto el dolor que su madre trataba de esconder para convertirse en la Reina. ¿Qué podría haber hecho su padre, tan terrible como para causarle esa pena? ¿Qué clase de hombre era? ¿Qué clase de hombre


era Annan, su amigo? ¿Por qué no se enamoró de él? ¿Por qué no pensó en buscarlo? La Princesa del Reino del Dragón Extinto tenía una misión: iba a encontrar a su padre y, cuando supiera la verdad, decidiría si las acciones de él merecían una venganza en nombre de su madre.

A través de la ventana apenas amanecía. Un sol cargado de pereza se arrastraba cielo arriba con la lentitud del hastío. Dividida entre el sigilo y la preocupación, Tessa se convirtió en una sombra para dejar la habitación y se introdujo en la cocina, ya enfundada en el cuero de su vestidura de entrenamiento. Con movimientos rápidos tomó los mismos alimentos de la cena de la noche anterior -pan, queso y un par de manzanas, su madre la conocía bien-, decidida a volver antes de que alguien pudiera levantarse y sorprenderla. Pero parecía que, después de haberse robado el pan, la suerte le había abandonado.

-¡Dorian!

—¿A dónde vas, pequeña?

Tessa se quedó quieta. De todas las posibilidades, aquella era la peor. El iba a darse cuenta si le mentía, podía enviar a toda la Guardia Real a detenerla. Y ella odiaba responder preguntas. Trató de sonar despreocupa-da. -De vuelta a mi habitación, anoche no comí y tengo hambre.

-No respetar tus comidas es una falta de disciplina. ¿Qué diría tu madre? -le dijo él, observando los alimentos-. Tienes mucha hambre.

Tessa suspiró. Cuando escuchaba aquellas cosas se sentía como un águila encadenada, a la que no le habían dejado ni un poco de su libertad. Como se sentía con la Reina. -Sí.

-¿Has visto a tu madre? -Dorian lo pensó un momento antes de continuar-. Mejor dile tú que César y Tyros tienen problemas de límites y quieren una audiencia. Y no te olvides de tus clases de equitación.

-César y Tyros... eso puede crear problemas, ¿no? -preguntó Tessa. Por ende, cuando su madre se enterase de su partida, no podría ir tras ella de inmediato.

El se encogió de hombros. -Nada serio si se interviene a tiempo y se evitan complicaciones. De otra forma... grandes problemas.

-Le digo que te busque cuando se despierte -contestó, y siguió andando antes de decir por encima del hombro-. Enseguida voy a preparar a Viento.

Entró a su dormitorio con los pasos de un felino y se recostó contra la puerta. Si el escalofrío que le recorrió el cuerpo era un mal presentimiento, era mejor ignorarlo. Eso estuvo cerca.

Redujo a una trenza sus negros mechones desordenados y recogió su bolsón. Siguieron el arco y el carcaj. Todo con la ligereza de la brisa. Una fugaz mirada al espejo le advirtió que había olvidado su medallón.

 Luego de colgárselo, lo sostuvo en sus manos y se arrodilló junto a su madre, depositando un suave beso en su frente. Un roce tan sutil como el tono con que susurró sus siguientes palabras.

-Adiós, mamá. Te quiero.

Podía perdonar el golpe, su madre no había querido hacerlo, lo creía, pero no la mentira, por lo que sus planes de partir detrás de la verdad no eran negociables. Esta vez, sí había un destino para ella. Buscó bajo la cama, entre el tafetán del vestido roto, y arrojó dentro del bolso el amuleto de la embrujadora. Ya sabía quién era ese alguien. Llegar hasta Viento desapercibida era su primer objetivo.

Alguien me está buscando, y me va a encontrar.

 

 

 

 

 

 

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