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MELISSA BALLASCH MORENO

  UN MINUTO PARA MEDIANOCHE - Por M.M. BALLASCH - Año 2019


UN MINUTO PARA MEDIANOCHE - Por M.M. BALLASCH - Año 2019

M.M. BALLASCH

Nacida en Asunción, Paraguay, Melissa Ballasch es abogada y escribana por la Universidad Católica de Asunción. Especialista en derecho procesal y posgrado en didáctica universitaria. Fue responsable editora de la revista jurídica La Ley Paraguaya de Thomson Reuters, y responsable en el área Jurisprudencia.

Ocupó la presidencia de la Academia Literaria del Colegio Teresiano e integró el Taller de Cuento Breve y el Salón de Lectura. Recibió varias distinciones y premios por sus cuentos y ensayos. Publicó las novelas Águilas sobre el viento y Contemplar el abismo (Premio General de Seguros y del Premio Academia Paraguaya de la Lengua Española de creación literaria). También es coautora de Cuentos con galletita. Tiene cuentos publicados en antologías nacionales, extranjeras y en el blog Forajidos del Yermo. Recientemente presentó su libro de cuentos: Las cosas no deben quedarse en el desván y otros viajes.

Fue presidenta de EPA. Es socia de la SEP, PEN Club Paraguay. Actualmente reside en Escocia.

 

 


 

 

UN MINUTO PARA MEDIANOCHE

Por M.M. BALLASCH


La mano que mece la cuna mueve el mundo.

WILLIAM WALLACE

 

 

Estamos a tres minutos de medianoche.

Negación.

Yo era una niña de cinco años enamorada de la vida cuando escuché por primera vez una información difusa sobre un aumento de la tasa de infertilidad de las mujeres en el mundo y, aunque sucedió tan rápido que los números no encajaban, en ese momento no era más que un dato curioso. Demasiado joven para saber que eso no era normal. Me compraban muñecas, sin decirme que alguna vez iba a querer ser madre y no iba a poder, y yo las adoraba. Mientras tuviera un sueño, el sueño era suficiente para hoy: mañana sería otro día. La humanidad puede ser sorda y ciega, y toda al mismo tiempo. Porque mientras

fueran solo unas pocas mujeres, mientras fueran solo unas cuantas mujeres invisibles, no existía el problema.

Pero el Reloj del Apocalipsis se movió.

Estamos a dos minutos y medio de medianoche.

Ira.

Tenía veinte cuando lo descubrí, y habían pasado diez desde que nació el último bebé en el planeta. Ya para ese entonces, miles de mujeres alrededor del mundo habían sido castigadas y aisladas a causa de su infertilidad: era demasiado tarde. No tenían la culpa y, sin embargo, ¿qué es la historia si no la versión de los vencedores y el yugo de los inocentes? La venganza del conquistador, tal vez. Al final, la verdad salió a la luz. ¿Qué importaba, si los responsables ya estaban muertos? Por supuesto que no fue voluntario: fue una filtración, como a lo largo de la historia existieron muchas otras, y, por supuesto, quienes privaron a tantas mujeres de su derecho a decidir no fueron otras mujeres. Yo quería saber por qué no podía ser madre, y si en verdad era culpa de la naturaleza, ya que yo no veía que la naturaleza tuviese razón alguna para discriminarme. Tenía un talento y lo usé. Fui nada más que otro Edward Snowden. La verdad era simple, y aterradora: un intento de controlar la tasa de natalidad con un virus, porque alguien se había convencido de que el mundo estaba demasiado poblado, de que el problema era fácil de explicar a través de la física: dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, uno debía eliminarse. Decidieron realizar su propia ascensión a Dios y elegir quién sobra, resultó que al final sobrábamos todos. No contaban con que el virus se iba a volver transmisible. La vida está hecha para perdurar, la cuestión es quién tiene la voluntad de sobrevivir más fuerte. ¿El virus o nosotros? El mundo entero gritaba exigiendo que el comienzo del final se detuviera, porque estábamos perdiendo.

Pero el Reloj del Apocalipsis se movió.

Estamos a dos minutos de medianoche.

Negociación.

Para cuando cumplí veintidós, cada alma en la Tierra estaba presionando a quienquiera que supiera lo suficiente sobre el tema, a quienes eran culpables

—aunque fuera un poco— y a quienes no, para que encontraran la cura. Un túnel con una luz al final. La mera esperanza de que la vida iba a seguir. Un nuevo nacimiento hubiera sido suficiente, no obstante dar a luz era ahora más que nunca una utopía. Todas las mujeres eran portadoras del virus, y probablemente los hombres también; algunas por haber sido infectadas sus propias madres durante el embarazo y otras a consecuencia de su actividad sexual. Eso fue al comienzo, luego Astarté —diosa de la fecundidad y de la guerra, que así llamaron al virus en una muestra de ironía—empezó a esparcirse como si fuera influenza.

Guantes y tapabocas, nada funcionó. Los experimentos tampoco. Consiguieron embarazos, sí, pero escasos fueron los que superaron el primer mes y menos aún los que llegaron a término. Cinco. Cinco criaturas tan deformes que no hubiesen podido ser llamadas humanas, ni sobrevivir más de algunas horas cuando la humanidad necesitaba años. Una de ellas fue mía; nació muerta, con la cabeza aplastada y sin nariz. Le di el nombre de Esperanza y la enterré al día siguiente, pero mis lágrimas fueron infinitas: duraron mucho más que eso. Hay errores de los que no se puede huir y pecados para los que no existe ablución. Intentamos.

Pero el Reloj del Apocalipsis se movió.

Estamos a un minuto y medio de medianoche.

Depresión.

Para cuando llegué a los treinta, yo era una de las más jóvenes. Los experimentos se habían detenido mucho tiempo antes; no solo no funcionaban, sino que estaban matando cada vez más mujeres. Eventualmente, dejó de haber voluntarias. Pero algo más sucedió. Yo en verdad estaba esperando una guerra, por más contradictorio que pareciera: todos los países querían tener a las personas más jóvenes. Ninguno quería morir, las fronteras cerradas eran la norma y la migración ya no existía. Pero la guerra nunca llegó, lo que llegó fue el miedo. La desesperación. La desesperanza. Todos íbamos a morir, y nadie quería morir solo, así que morir se puso de moda. Las balas, la altura, el veneno y el shock hipovolémico: antes, los suicidas tenían el bosque; ahora, ese bosque había tomado el mundo. Había policías tratando de detenerlos, pero eran cada vez menos. Caían con el suicida, recibían el primer tiro o resultaban apuñalados. Los suicidas comenzaron a actuar en masa, y no fueron extremistas religiosos esta vez, fue una repetición de algo que a mí siempre me había parecido más cercano a la ficción. Así perdí a mis padres, y si no me hubiera aferrado a esa criatura que enterré me hubiera ido con ellos. ¿Quién dijo que la salvación no puede venir de la tragedia? La humanidad se estaba dejando hundir, esperando que al llegar al fondo iba a rebotar de nuevo hacia arriba (o tal vez porque ya no esperaba nada).

Pero el Reloj del Apocalipsis se movió.

Estamos a un minuto de medianoche.

Aceptación.

Para cuando alcancé los cuarenta, estaba viviendo en un mundo abandonado. La comida ya no se vendía en tiendas o en supermercados. Ya no había nadie que mantuviera la vegetación a raya, llovía a cántaros; habíamos tratado de subyugar a la naturaleza, y ahora la naturaleza se estaba vengando con rabia. O tal vez era Dios: la mitad de la Biblia nos muestra un Dios vengador, después de todo. Pensándolo bien, incluso podía que fuese Alá: ya no quedaban musulmanes en el mundo, de cualquier manera. A esta altura creo que puedo considerar que he vivido una larga vida, y la mayoría de ella ha estado tan llena de ciencia que nunca se me ocurrió pensar en un milagro. Quizás esa haya sido la causa del problema, o tal vez no. Me quedaba la certidumbre de que esa pregunta nunca iba a tener respuesta, así que un día —hace años— decidí desenterrar el cuerpo de Esperanza, lo cremé y desde entonces llevo las cenizas conmigo. Yo sabía que iba a morir, pero también sabía que aún no estaba muerta. Eso era lo único que me quedaba.

Pero el Reloj del Apocalipsis se movió.

Estamos a medio minuto de medianoche.

Final.

Me gustaría decir que cuando cumplí cincuenta años lo celebré con pastel, música, chocolate y dulce de leche, porque eso hubiera significado una normalidad que hacía mucho tiempo no existía, pero fue con un descubrimiento que en mi situación resultaba mucho más relevante. Ya iban tres años desde la última vez que me había encontrado con otro ser humano. La selva había venido a las ciudades, las había devorado con hambre. Y la selva no era solo árboles silenciosos y solitarios, respiraba y estaba viva. La selva escupía depredadores y era una amenaza. Parte de esa jungla todavía era de concreto, y desde debajo de un muro que a medias aún se resistía al fin del mundo, escuché gemidos. Allí encontré a un hombre.

Vivo. Probablemente tenía mi edad, y era muy atractivo. Las posibilidades que de repente vi ante mí lo eran. Me sonrió. En una fantasía probablemente nos hubiéramos enamorado, habría resultado que yo estaba sana y habríamos salvado a la humanidad juntos. Pero esto no era un cuento de hadas, era mi cruda realidad. Otra mujer estéril más, no una salvadora. Quizás para mejor, dada la tendencia que teníamos a crucificar a los salvadores. Lo ayudé a levantarse. Tenía un morral, pero no contenía agua ni alimentos; le ofrecí parte de lo mío, la disponibilidad no era grande pero en equipo podíamos conseguir más. No habló mucho, no quiso comer ni beber, y la advertencia del brillo del metal llegó un segundo demasiado tarde. Me volví para evitar el ataque, pero solo conseguí dos cosas: su puñal alcanzó mi corazón desde el frente y no desde la espalda, como si la afrenta no hubiese sido una traición, y mi cuchillo se le clavó en el estómago, sin ganas, como si no fuese lo último que yo iba a hacer en mi vida. Caí a su lado y terminé mirándolo a los ojos. Me pareció que estaba tratando de disculparse, pero entonces capté lo que sus labios me estaban diciendo sin emitir sonido. Sé libre. Tosió sangre un par de veces y en su mirada anocheció. Sí, la muerte era un destino inevitable, después de todo. La vida se me estaba escapando tan rápido como la sangre; estiré el brazo para sacar de mi mochila la bolsa de cuero que contenía las cenizas de Esperanza y la apreté contra mi pecho. En ese momento me di cuenta de que la única certeza que creía tener en mi vida no era tal, porque estaba a punto de descubrir si existía la vida después de la vida. ¿No es la esperanza lo último que muere?

Yo todavía no estaba lista, pero el Reloj del Apocalipsis se movió.

Y entonces, sencillamente así, llegó la medianoche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

Enlace interno al espacio de

 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 35 al 44

 (Hacer click sobre la imagen)

 

 

 

 

 

 

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