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ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

  SOMBRAS EN LA TIERRA SIN MAL - Cuento de ANDRÉS ROLÓN CARDOZO


SOMBRAS EN LA TIERRA SIN MAL - Cuento de ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

SOMBRAS EN LA TIERRA SIN MAL

Cuento de ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

 

 

Cómo mi gente vive la muerte

Cómo la muerte dimensiona la vida

Cómo la vida sigue siempre el ocaso

 

El ocaso trae tinieblas

Y con estas no somos mas que sombras

Sombras en la tierra sin mal

 

Recuerdo de un soldado.

Retazo de Historia que en los anales de esta nunca entrará;

no es relevante ni glorioso pero sí sustentador de lo relevante y glorioso…  

 

Año 1993

 

Luis reconoció en el cuerpo sin vida a su padre y en la superficie de su rostro se paseaba el dolor no pudiendo empero, penetrar en su alma para herirla y desencadenar un llanto o, al menos, unas lágrimas. El Capitán, con frases rápidas y marciales, lo animó diciéndole que en el hospital de la armada se aclararían las causas del deceso para llenar las formalidades burocráticas y que de allí trasladarían el cuerpo a su casa para el velatorio y el entierro.

 

Media hora más tarde, vestido con uniforme de franco, acomodado con tres personas en la carrocería de una patrullera policial, con su padre inerte tendido a sus pies bajo una sábana blanca, lo vimos alejarse rumbo al hospital.

 

El Capitán llamó a Miguel y habló con él sobre la importancia de acompañar al camarada en un momento tan especial como ese y le ordenó elegir a tres compañeros que con él y el suboficial Quintana irían a la casa del infortunado.

 

Y así, a las diez y media del día siguiente llegamos al domicilio, si es que a eso podía llamarse domicilio… Estábamos en algún lugar de la zona sur de Fernando de la Mora. Una docena de palos podridos ensamblados tan asimétricamente de forma más o menos rectangular, sujetados con clavos oxidados, atados a un poste de la alambrada con restos de nylon y cables nos daban la bienvenida. Nadie se atrevía a abrir el “portón” por temor a que este se descompusiera totalmente. Para fortuna nuestra, una muchacha fina, de tez morena y ojos tristes pero chispeantes de inteligencia, con la maña inherente a los propietarios de cosas aparentemente inservibles, abrió el portón y entramos. El cuadro no era solo triste, también deprimente y extremadamente pobre, carente del más mínimo ápice de esperanza. Esperanza de un mejor porvenir.

 

La casita de tablas y terciadas con techo de chapas y piso de tierra roja albergaba a una familia de ocho miembros que la usaba de dormitorio, comedor, estar y, en los días de lluvia, de cocina y hasta de baño. Hoy dejaba reposar en su  interior a un muerto puesto en un ataúd tan caro y lustroso que no se ajustaba a ese ambiente. Las sillas viejas, algunas rescatadas de basureros ajenos, inestables pero funcionales, fueron puestas entorno a la fabulosa caja fúnebre. Los rayos del sol matutino lanceaban los orificios del techo evidenciando aún más la precariedad extrema. El catre colocado a un costado para dar más espacio, el estante hecho de cajas de manzanas donde había potes vacíos de yogurt y nestcafé conteniendo quien sabe que cosas, el polvo rojo finísimo cubriendo absolutamente todo, el dúo infaltable por más angosta que sea la situación: la radio y el televisor puestos en un rincón sobre una caja de madera blanda prensada que fungía de mesa.

 

Los niños correteaban traviesos, indiferentes a todo, en sus mejores galas: sucios y harapientos. La madre de familia, la esposa del difunto emitía un lamento profundo y constante, una queja punzante a no acabar y de tanto en tanto invitaba a sus hijos, entre sollozos histéricos, a contemplar al padre que a pesar de todos los infortunios merecía respeto y una muerte digna. La dignidad de esa muerte se la debíamos a Miguel a quien justa o injustamente llamábamos “el protestante”, que movió a toda su familia para conseguir el ataúd y el carro fúnebre que no tardaría en llegar.

 

Una gigantesca camioneta doble cabina conducida por uno de los choferes del padre de Miguel trajo víveres para los presentes. Galletitas de chocolate y caramelos que enloquecieron a los niños, pancitos de queso y jamón provenientes del mismísimo paraíso y sobre todo, en grandes termos, café para todos, corregido con un poco de licor, de colorido aroma, cargado de ánimo y esperanza.

 

Alguien palmoteó ante el portón y todos volteamos en esa dirección. La joven fina de tez morena fue a recibir a las tres señoras vestidas de negro con llamativos rosarios en las manos y escapularios con la imagen de la virgen María. Estas saludaron cortésmente y se presentaron como legionarias. La más resuelta y locuaz tomó la batuta de la situación hasta entonces en manos del monótono lamento de la dueña de casa y el inevitable embarazo que este provocaba en nosotros. No dio un gran discurso, tampoco reparó en el credo profesado por la familia de Luis (no eran católicos; si lo eran, pero ya no más. Pertenecían a una de las tantas iglesias evangélicas que pululan en nuestra sociedad). Sus palabras parecían extraídas de un manualillo litúrgico completamente dedicado a la Madre de Cristo y a los misterios que la envuelven.

 

Arremetió con el rezo del santo rosario como lo más natural del mundo, cándida y benignamente. Nadie se ofendió por tal osadía, al contrario, agradecíamos calladamente aquel toque religioso tranquilizante y Miguel, “el protestante”, parecía extasiado por el acto de irreverente mala educación y, con gesto de alegre ironía en el rostro, hacía brotar de sus labios en movimiento un murmullo inefable al tiempo de fijar su límpida mirada en las agrietadas arrugas, en los pequeños ojos entreabiertos, en los labios toscos y amarronados, en la nariz chata y ancha, en la frente cubierta de un mechón plateado asomándose por el velo negro de quien guiaba la celestial corona de rosas.

 

¡Cuánta historia en esas facciones! ¡Cuánta historia! Dichas particularidades puestas en conjunto expresaban un mundo agitado por interminables combates apocalípticos librados en la dura e inhumanamente estrecha cotidianeidad silenciosa y arrinconada, donde el destino marca las pautas y la voluntad se somete a él con resignación ciega, laberíntica. La artrosis y su tortura implacable, la incomprensión del incomprendido chofer de colectivos que ha tragado su tiempo y su horario lo picanea transformándolo en un animal, en un lobo hambriento que va devorando transeúntes, motociclistas, autos, la seguridad de sus pasajeros. No razona ni se conmueve, porque nadie razona ni se conmueve de su situación y uno generalmente da lo que recibe. Un trueno entre la hojas, como escribiría el Gran Maestro autor de Yo el Supremo, cuyo fulminazo derriba la primera pieza de dominó desencadenando la violencia y su irreprimible inercia. Y por inercia ella también hecha una fiera lucha en la estribera como puede para no caer y para que nadie aplaste sus canastas de tomates. En el mercado los artículos nacionales están por las nubes y la gente se rebusca en otra parte. Casi no hay ventas y los productos de contrabando escasean, sobre todo esos que derriban los precios de la estratosfera. ¡Contrabando, cómo no fomentarlo si tu propio bando te contrea! Y Todos contrean en una sociedad de licántropos donde impera la ley del más fuerte y lo humano y humanizante simplemente parecen no tener cabida.

 

Nunca hubo un psicólogo para ella, una terapia capaz de reconstruir su resquebrajada imagen de persona y su inestimable valor por ser interioridad consciente y dialogante, abierta al entorno cultural y natural con inteligencia, libertad, acción y sobre todo trascendencia.

 

Vacuas palabras todas estas para una que desde el seno materno no fue nadie, solo un peso, una cruz no deseada y abnegadamente arrastrada por una madre que jamás conoció el apoyo de un hombre. En su vida se sucedieron tres varones, calcadas imágenes de su padre ausente, laboralmente frustrado, infantilmente irresponsable y alcohólico. Estos plantaron en su entraña y en su difícil vida cinco crucecitas, cuatro varones que serpentean por ahí de changa en changa alimentándose de las migajas que el polvo aún no sepultó. Fieras, todos ellos, por inercia. Una hija que a corta edad le dio un nieto sin padre, un bastón en la antesala del ocaso oscuro de su existencia. Ella misma, la hija, reposa en esa oscuridad desde hace dos años a causa de un cáncer que la llevó irremediablemente tras una larga y penosa agonía sin medicamentos, sin recursos; con días, noches, semanas y meses sin fin mendigando en los pasillos del hospital un poco de atención, una cama que nunca había, una palabra rara del léxico médico con un destello fugaz de esperanza.

 

Y de su garganta, como un cante jondo, al final del primer misterio vibró en el aire la imagen de esa tierra sin mal situada más allá del sol, un hogar celestial más allá del sol…

 

El vinculo con la iglesia evangélica, Luis y su familia, lo perdieron hace cinco años y medio cuando de Caaguazú se trasladaron a la capital en busca de nuevos horizontes. Si por vínculo entendemos las esporádicas veces en que se acercaban al culto, porque una cosa si entendieron bien, por supuesto, desde la comodidad y en ocasiones la imposibilidad, que los verdaderos adoradores rinden culto a Dios en espíritu y en verdad, sin importar el lugar físico. Pero ¡¿Cómo enterrar un muerto en espíritu y en verdad?! Por suerte, una vecina, la legionaria más callada y anciana, hizo posible que las puertas de su parroquia se abrieran a esos hermanos separados puestos entre la espada y la pared por la urgencia de arreglar un mundo de cosas en tan poco tiempo.

 

El carro fúnebre llegó y también un colectivo de la línea veintiuno fuera de servicio que un desconocido alquiló para llevar al puñado de personas hasta el templo y al Cementerio del Este, donde otro desconocido pudo conseguir un panteón libre que albergaría provisoriamente al difunto.

 

La tarde del entierro se presentó cálida y húmeda. Hacia el suroeste se levantaban oscuros nubarrones presagiando lluvias y descenso de temperatura. Todos regresaron a sus respectivas casas. Nosotros fuimos beneficiados con un permiso de 3 días y no veíamos la hora de estar ya en la tranquilidad del hogar.

 

Cumplimos con el camarada, lo acompañamos en su dolor y el permiso de 3 días retribuiría el derroche de solidaridad demostrado en ese momento aciago. Sin embargo, ante lo que Miguel ofreció y, de hecho, dio, lo nuestro no tenía mérito alguno. 

 

En octubre del año pasado los recién llegados a la unidad francamente estábamos perdidos, sin saber exactamente que hacer. Nos llamaban agregados quienes orgullosos ostentaban el título de antiguos y el plantel permanente compuesto por oficiales y suboficiales de la marina nacional. Deambulábamos de chata en chata vestidos de civil pero ya con el corte militar.

 

Nadie nos obligó a venir. Desde el golpe militar del ochenta y nueve en ciertos ámbitos se respiraba un aire distinto. Atrás quedó el “arreo” efectuado por las autoridades castrenses para llenar los cuarteles. El movimiento en defensa de los derechos humanos y el de objeción de conciencia empezaba a cobrar fuerza y calar en la mentalidad de muchos jóvenes.

 

Los vientos políticos anunciaban cambios inminentes, al menos, en la fachada de las instituciones más representativas. Para las elecciones generales del noventa y tres por ejemplo, no había candidatos militares significando que después de muchos años las riendas del estado pasarían en manos de civiles. El parlamento nacional emergía de la sombra del poder ejecutivo como un órgano capaz de equilibrar las fuerzas y romper todo intento de monopolio político, pues iba a ser el refugio de los opositores. La constituyente del noventa y dos emanó la nueva Carta Magna teniendo por epicentro el derecho fundamental de todo ciudadano a la vida digna y en sus letras se plasmaba si no la voluntad al menos el deseo de exiliar para siempre todo poder absolutista que pensábamos era el culpable de nuestro atraso en muchos ámbitos.

 

El mundo estaba cambiando. La guerra fría conoció su fin con el histórico y simbólico derrumbe del muro de Berlín. Estados Unidos abandonó su política de mantener en el poder a dictadores en Sudamérica maquillados, por supuesto, con el polvo democrático dado que el temible enemigo rojo se desmoronaba ante sus ojos como un gigante con pies de barro.

 

El cambio nos envolvía. Lo desayunábamos, lo almorzábamos, lo cenábamos en los diarios, en la tele, en la radio, en la calle, en la euforia de mucha gente pero no lo podíamos asimilar. No entraba en nuestra sangre intoxicada por el “viejo régimen”, no entraba en nuestra forma de concebir y hacer las cosas: en nuestra mentalidad, en nuestra conciencia. El cambio era más que superficial puesto que no nos dejábamos empapar por él. Éramos los mismos de siempre: egoístas, indiferentes al dolor ajeno, carentes de conciencia social, carentes de conciencia histórica, de auto-respeto y amor a lo que es nuestro, a lo que somos. Tan cerca la aurora de un nuevo amanecer pero tan lejos aun la estatura cívica capaza de aferrarla y hacerla suya.

 

¿Quiénes éramos? Niños en su mayoría, y entre los más ancianos dos o tres marginales. Huíamos de la realidad poco prometedora y limitada que nos apresaba en el infierno de cuatro paredes  al que nostálgicamente llamábamos “mi valle” en lengua nativa. Pero la historia continúa…esta siempre continúa…

 

 

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Registro en el Portalguarani.com: Marzo 2013





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