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DELFINA ACOSTA

  LA PUERTA (Poesía) y MI PRIMO Y YO (Cuento) de DELFINA ACOSTA


LA PUERTA (Poesía) y MI PRIMO Y YO (Cuento) de DELFINA ACOSTA
LA PUERTA

Poema de DELFINA ACOSTA
 
 
LA PUERTA
 
Cualquiera llama a mi pequeña puerta.
 
Cenar suelo con reyes y mendigos.
 
Ay, cómo me atareo en repartir
 
en dos iguales partes lo servido.
 
Y es entre gente que a mi casa llega
 
contándome unos casos divertidos,
 
cuando me acuerdo yo de tu anunciada
 
visita, bienamado, y ahorro el vino.
 
Mi hogar aseo día a día y pongo
 
sobre la mesa aroma de jacintos.
 
Mientras te aguardo, ¿quién también te aguarda?
 
Y si tú llegas, ¿cena quién contigo?
 
Señor, que me confundes o enterneces
 
con tus palabras puestas en mi oído.
 
¿Las cosas que me dices son las mismas
 
que oyen las otras y les da lo mismo?
 
 
 
 

MI PRIMO Y YO

Cuento de DELFINA ACOSTA
 

MI PRIMO Y YO
Tenía la edad del limonero de la casa (siete años), y me relamía los dedos con pensamientos que acababan descomponiéndome, pues me quedaba con los ojos muy abiertos, hasta altas horas de la noche, sin oír siquiera el violín del grillo que vagaba por la habitación. O el chistido del búho. Entonces, mi abuela me acercaba un vaso de leche, diciéndome: “Ya otra vez estás en trance. Mañanita terminarás loca. Estás de cabra. Tal cual. De cabra. No se debe pensar en eso a tu edad”.
 
Me hallaba enamorada.
 
Mi corazón era un árbol dentro de una casona, un árbol cuyas ramas crecían rompiendo tejas y aleros para terminar por crucificar sus nervios en el pararrayos. Sus frutas eran el mismo incendio pues las cortinas desaparecían, bajo el fuego, hasta que sólo quedaba una ventana desde la que observaba, melancólica, un horizonte, una línea crepuscular de pájaros negros en huida.
 
Me gustaba hablar conmigo misma en un lenguaje que era la mismísima niebla. O el nubarrón del que salían las tijeretas bulliciosas.
 
Pensaba en mi primo como se piensa en la llovizna, en las hojas llevadas por los pasos apresurados de la gente, en el viento de la lluvia arrastrando una carta desconocida, en la oscuridad de la habitación presa de su clausura donde parpadeaba la luz fosfórica de una repentina presencia.
 
Ya no recuerdo casi las facciones de M. A. Sé que era inteligente. Sabía trigonometría, botánica, física y hasta masonería; era el mejor alumno del colegio, solía entrar en crisis nerviosas y me adoraba.
 
Jugábamos a los indios. Venía a liberarme de la indiada, que era rebelde (los primos, entonces, amenazaban con dejarme devorar por las hormigas rojas que iban y venían en un tránsito alocado por el jacarandá).
 
Abrazarme fuertemente, llamarme reina cautiva, volverme a atar con la piola, formaban parte del entretenimiento.
 
El juego tenía un guión de muerte, traición y despedidas.
 
Éramos niños, la sangre nos quemaba las venas; amaba sus ojos negros animados por la chispa genuina de la genialidad. Solía fijarse en los limones de mi pecho, pero no se atrevía a morderme, a bajar su cara sobre mi cara. No era que no queríamos besarnos por miedo a que nos viera la abuela. Sentíamos el temor real a nuestra carne, pues nos atreveríamos a todo, después, si empezábamos por las bocas.
 
Nos alegraba tomarnos de las manos. Y abrazarnos hasta que la inocencia estallara. Mi primo desarreglaba mis cabellos; sentía bronca contra mi pelo lacio. Se suponía que debía enojarme, por lo menos falsamente. Pero me quedaba fea, quieta ante sus ojos, con los cabellos desarreglados y el corazón pisando el vestido y la enagua de mi entendimiento.
 
Como en las películas del lejano oeste, yo era una india sublevada y herida por el amor de un hombre blanco, que en breve tiempo retornaría a la civilización.
 
A la noche, tumbada sobre el lecho, pensaba una, dos, siete veces, en él. Diera cuanto diera porque me besara.
 
Imaginaba que iba a la colina, y que lo llamaba, al caer la tarde, y que él aparecía saliendo de mí misma, de mis alucinaciones, plantándose ante mi figura.
 
Haríamos el amor bajo la luna escarlata, enorme y cruzada por una gritona ave nocturna, sobre el pasto apenas mojado. No iríamos en sangre.
 
Pienso en mi amor infantil y el alma se me llena de hojas amarillas y quebradizas. Entonces era pequeña y me juraba a mí misma que me casaría con M. A.
 
Me miro en el espejo: muchos espíritus tristes y alientos que exhalan el frío de los huesos sepultados se arriman a la luna del ropero. Hay un llanto, un murmullo de muertos en la habitación. Y un olor a jazmines viejos y pasados por agua servida.
 
Afuera, un perro ladra a otro.
 
El macho corteja a la hembra. Las moscas vuelan en torno al cadáver de un gorrión sobre la vereda mugrienta. Un niño observa la escena y arroja una piedra contra las bestias.
 
El espejo me devuelve la imagen de una mujer que todavía sueña que es niña, y que aguarda la llegada, de un momento a otro, de su primo.
 
Podría jurar que el amor de la infancia es el más fuerte de todos los amores.

 
Imagen: Oleo de Modigliani ,
 
Registro: Julio 2010.
 

 

STOP

DELFINA ACOSTA


No vayas a drogarte. Te lo advierto.

Horrible cruz arrastra el drogadicto.

Sus días son caídas al infierno

que quitan de sus ojos las pupilas,

y de su boca arrancan lengua y dientes.

La vida todavía es paraíso.

Observa cómo caen las estrellas

del silencioso cielo y cuanta luz

de aquella voz de quien muy lejos canta

emana recorriendo la cintura

de todos los jazmines florecidos.

Si te contaran cómo sin morir

muriendo estaban esas pobres gentes

que se drogaban y después murieron.

¡Si te contaran! Óyeme un instante:

Horrible cruz arrastra el drogadicto.



RAZONES

DELFINA ACOSTA


Hay días melancólicos, lo sé.

Y días en que en paz transcurre el alma

porque Jesús sus ojos clava en mí.

Un leve aroma de jazmín que se abre

al viento va al encuentro de un cantar

que pasa. ¡Ay si supiera las razones

de las pequeñas flores, de los pinos,

de aquel tendido cielo sobre el ave

nocturna que a otras llama con chistidos!

Me cuesta el mundo a veces pero encuentro

que aún ligera de las cargas voy

por los caminos que otra gente anduvo

tan triste, tan cansada y cabizbaja.

Me place esta mañana silenciosa.

Pasaba yo al infierno acostumbrándome.

Y ahora me habitúo ya a los cielos.



GOLONDRINAS

DELFINA ACOSTA


Está la lluvia por caer y el viento

agita las violetas y los lirios.

El mundo mira por el ojo oscuro

del nubarrón y cae hasta la boca

del viejo aljibe que las risas guarda.

Y qué alegría contemplar el vuelo

de aquellas golondrinas que parecen

que vienen a buscarme. Si me llevan

sobre las hierbas frescas y aromadas

o sombras de abedules que me dejen.

Las pertenencias de la lluvia son

innumerables y no sé decirlas.

No es solamente el agua. Algún jilguero

buscando estoy para besar su boca.

Ya son las cinco de la tarde. ¿Escuchas

el retumbar ardiente de los truenos?



LAS GARZAS

DELFINA ACOSTA



Ayer llegaron garzas a un gran árbol

que cerca de mi hogar esparce sombra.

Presté curiosidad a sus chistidos.

Al rato me cansé pues yo procuro

aquel silencio de la luz cayendo

sobre la vieja iglesia de mi pueblo,

para mi vida así, en estas horas,

en que la gente dice mucho y nada.

Y está el silencio aquel de las estrellas

que suelo escudriñar para acercarme

un poco más a ti, mi Dios altísimo.

Me hablas noche a noche y te respondo.

Y ahora te pregunto si podrías

bajar hasta mis labios la palabra

que es agua pura. Es tan de humana flor

que lluvia aguarda mi alma muchas veces,

¿Te has dado cuenta, mi Señor, por fin?



UN DÍA TÚ DIJISTE...

DELFINA ACOSTA



A Pablo Neruda



Un día tú dijiste: soy feliz.

La tienda azul del mar es mi camisa.

Junté en mi percha todo de este mundo:

el torso del océano y la brisa.

Te fuiste a caminar alegremente

por Chile entero dando Buenos días

al vendedor de anzuelos y pescados,

a la mujer inmóvil de la esquina,

que abrió, feliz, sus ojos, al oírte,

y abrió, también, de golpe, su sombrilla,

al sastre que lustraba un saco a cuadros,

y a la virtuosa ronda de las niñas.

Mas para ti no ha sido aquello mucho.

Te diste a hablar también a las semillas

de lo que luego fue un oscuro bosque,

y aquel carbón del pobre vuelto chispa.

Ah... cuánto conversaste así Neruda.

Qué alegre y corto se te puso el día.

Y aún quisiste hablar con el silencio

para escuchar el oro de su risa.

Después de hacerse tarde regresaste

a tu conciencia de una flor con firma.

Cenaste. Te acostaste. Las estrellas

en tu ventana, aguadas, sonreían.



CAMPANAS DEL MUNDO

DELFINA ACOSTA


Está al acecho el lobo. Las palomas

intentan darme fe de su presencia.

Así como las urbes se levantan

con sus cansadas gentes que en los ojos

revelan un dolor de Dios Altísimo,

así también las olas se levantan

del fondo de la mar con la señal

de un triste adiós por siempre y para siempre.

Horrible vida es ésta y sin embargo

es todo cuanto el pobre hombre tiene.

Pero tu voz se yergue Jesucristo,

por sobre todo trueno y todo llanto,

y es el planeta un campanario grande

entonces que sacude el alma herida.

¿Escuchas cómo suenan, cómo llaman,

sin pausa las campanas, a lo lejos?



MI MEJOR POEMA

DELFINA ACOSTA

De alguna forma el ciervo moteado

escribe la poesía que yo ansío

al descansar su lomo sobre el pasto,

o herido de belleza y de relámpagos

al refugiarse dentro de mi sueño.

Ay de vosotros que os llamáis poetas

y en vuestros versos vais juntando vómito.

Yo ya no escribo. El agua que gotea

de las frondosas copas de los pinos

es mi mejor poema y esta tarde

en que recuerdo el río de mi pueblo.

Un niño nace y ya la leche tibia

de un seno sin cubrir le saca el hambre.

Y así saciada observo las costillas

del viento que sacude el campanario.

Y gracias doy. Y mi alegría es verso.

 

 

Fuente en Internet: delfinaacosta.blogspot.com/

 

 

 

 

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