LA PUERTA
LA PUERTA
Cualquiera llama a mi pequeña puerta.
Cenar suelo con reyes y mendigos.
Ay, cómo me atareo en repartir
en dos iguales partes lo servido.
Y es entre gente que a mi casa llega
contándome unos casos divertidos,
cuando me acuerdo yo de tu anunciada
visita, bienamado, y ahorro el vino.
Mi hogar aseo día a día y pongo
sobre la mesa aroma de jacintos.
Mientras te aguardo, ¿quién también te aguarda?
Y si tú llegas, ¿cena quién contigo?
Señor, que me confundes o enterneces
con tus palabras puestas en mi oído.
¿Las cosas que me dices son las mismas
que oyen las otras y les da lo mismo?
MI PRIMO Y YO
Cuento de DELFINA ACOSTA
MI PRIMO Y YO
Tenía la edad del limonero de la casa (siete años), y me relamía los dedos con pensamientos que acababan descomponiéndome, pues me quedaba con los ojos muy abiertos, hasta altas horas de la noche, sin oír siquiera el violín del grillo que vagaba por la habitación. O el chistido del búho. Entonces, mi abuela me acercaba un vaso de leche, diciéndome: “Ya otra vez estás en trance. Mañanita terminarás loca. Estás de cabra. Tal cual. De cabra. No se debe pensar en eso a tu edad”.
Me hallaba enamorada.
Mi corazón era un árbol dentro de una casona, un árbol cuyas ramas crecían rompiendo tejas y aleros para terminar por crucificar sus nervios en el pararrayos. Sus frutas eran el mismo incendio pues las cortinas desaparecían, bajo el fuego, hasta que sólo quedaba una ventana desde la que observaba, melancólica, un horizonte, una línea crepuscular de pájaros negros en huida.
Me gustaba hablar conmigo misma en un lenguaje que era la mismísima niebla. O el nubarrón del que salían las tijeretas bulliciosas.
Pensaba en mi primo como se piensa en la llovizna, en las hojas llevadas por los pasos apresurados de la gente, en el viento de la lluvia arrastrando una carta desconocida, en la oscuridad de la habitación presa de su clausura donde parpadeaba la luz fosfórica de una repentina presencia.
Ya no recuerdo casi las facciones de M. A. Sé que era inteligente. Sabía trigonometría, botánica, física y hasta masonería; era el mejor alumno del colegio, solía entrar en crisis nerviosas y me adoraba.
Jugábamos a los indios. Venía a liberarme de la indiada, que era rebelde (los primos, entonces, amenazaban con dejarme devorar por las hormigas rojas que iban y venían en un tránsito alocado por el jacarandá).
Abrazarme fuertemente, llamarme reina cautiva, volverme a atar con la piola, formaban parte del entretenimiento.
El juego tenía un guión de muerte, traición y despedidas.
Éramos niños, la sangre nos quemaba las venas; amaba sus ojos negros animados por la chispa genuina de la genialidad. Solía fijarse en los limones de mi pecho, pero no se atrevía a morderme, a bajar su cara sobre mi cara. No era que no queríamos besarnos por miedo a que nos viera la abuela. Sentíamos el temor real a nuestra carne, pues nos atreveríamos a todo, después, si empezábamos por las bocas.
Nos alegraba tomarnos de las manos. Y abrazarnos hasta que la inocencia estallara. Mi primo desarreglaba mis cabellos; sentía bronca contra mi pelo lacio. Se suponía que debía enojarme, por lo menos falsamente. Pero me quedaba fea, quieta ante sus ojos, con los cabellos desarreglados y el corazón pisando el vestido y la enagua de mi entendimiento.
Como en las películas del lejano oeste, yo era una india sublevada y herida por el amor de un hombre blanco, que en breve tiempo retornaría a la civilización.
A la noche, tumbada sobre el lecho, pensaba una, dos, siete veces, en él. Diera cuanto diera porque me besara.
Imaginaba que iba a la colina, y que lo llamaba, al caer la tarde, y que él aparecía saliendo de mí misma, de mis alucinaciones, plantándose ante mi figura.
Haríamos el amor bajo la luna escarlata, enorme y cruzada por una gritona ave nocturna, sobre el pasto apenas mojado. No iríamos en sangre.
Pienso en mi amor infantil y el alma se me llena de hojas amarillas y quebradizas. Entonces era pequeña y me juraba a mí misma que me casaría con M. A.
Me miro en el espejo: muchos espíritus tristes y alientos que exhalan el frío de los huesos sepultados se arriman a la luna del ropero. Hay un llanto, un murmullo de muertos en la habitación. Y un olor a jazmines viejos y pasados por agua servida.
Afuera, un perro ladra a otro.
El macho corteja a la hembra. Las moscas vuelan en torno al cadáver de un gorrión sobre la vereda mugrienta. Un niño observa la escena y arroja una piedra contra las bestias.
El espejo me devuelve la imagen de una mujer que todavía sueña que es niña, y que aguarda la llegada, de un momento a otro, de su primo.
Podría jurar que el amor de la infancia es el más fuerte de todos los amores.
Imagen: Oleo de Modigliani ,
Registro: Julio 2010.
STOP
DELFINA ACOSTA
No vayas a drogarte. Te lo advierto.
Horrible cruz arrastra el drogadicto.
Sus días son caídas al infierno
que quitan de sus ojos las pupilas,
y de su boca arrancan lengua y dientes.
La vida todavía es paraíso.
Observa cómo caen las estrellas
del silencioso cielo y cuanta luz
de aquella voz de quien muy lejos canta
emana recorriendo la cintura
de todos los jazmines florecidos.
Si te contaran cómo sin morir
muriendo estaban esas pobres gentes
que se drogaban y después murieron.
¡Si te contaran! Óyeme un instante:
Horrible cruz arrastra el drogadicto.
RAZONES
DELFINA ACOSTA
Hay días melancólicos, lo sé.
Y días en que en paz transcurre el alma
porque Jesús sus ojos clava en mí.
Un leve aroma de jazmín que se abre
al viento va al encuentro de un cantar
que pasa. ¡Ay si supiera las razones
de las pequeñas flores, de los pinos,
de aquel tendido cielo sobre el ave
nocturna que a otras llama con chistidos!
Me cuesta el mundo a veces pero encuentro
que aún ligera de las cargas voy
por los caminos que otra gente anduvo
tan triste, tan cansada y cabizbaja.
Me place esta mañana silenciosa.
Pasaba yo al infierno acostumbrándome.
Y ahora me habitúo ya a los cielos.
GOLONDRINAS
DELFINA ACOSTA
Está la lluvia por caer y el viento
agita las violetas y los lirios.
El mundo mira por el ojo oscuro
del nubarrón y cae hasta la boca
del viejo aljibe que las risas guarda.
Y qué alegría contemplar el vuelo
de aquellas golondrinas que parecen
que vienen a buscarme. Si me llevan
sobre las hierbas frescas y aromadas
o sombras de abedules que me dejen.
Las pertenencias de la lluvia son
innumerables y no sé decirlas.
No es solamente el agua. Algún jilguero
buscando estoy para besar su boca.
Ya son las cinco de la tarde. ¿Escuchas
el retumbar ardiente de los truenos?
LAS GARZAS
DELFINA ACOSTA
Ayer llegaron garzas a un gran árbol
que cerca de mi hogar esparce sombra.
Presté curiosidad a sus chistidos.
Al rato me cansé pues yo procuro
aquel silencio de la luz cayendo
sobre la vieja iglesia de mi pueblo,
para mi vida así, en estas horas,
en que la gente dice mucho y nada.
Y está el silencio aquel de las estrellas
que suelo escudriñar para acercarme
un poco más a ti, mi Dios altísimo.
Me hablas noche a noche y te respondo.
Y ahora te pregunto si podrías
bajar hasta mis labios la palabra
que es agua pura. Es tan de humana flor
que lluvia aguarda mi alma muchas veces,
¿Te has dado cuenta, mi Señor, por fin?
UN DÍA TÚ DIJISTE...
DELFINA ACOSTA
A Pablo Neruda
Un día tú dijiste: soy feliz.
La tienda azul del mar es mi camisa.
Junté en mi percha todo de este mundo:
el torso del océano y la brisa.
Te fuiste a caminar alegremente
por Chile entero dando Buenos días
al vendedor de anzuelos y pescados,
a la mujer inmóvil de la esquina,
que abrió, feliz, sus ojos, al oírte,
y abrió, también, de golpe, su sombrilla,
al sastre que lustraba un saco a cuadros,
y a la virtuosa ronda de las niñas.
Mas para ti no ha sido aquello mucho.
Te diste a hablar también a las semillas
de lo que luego fue un oscuro bosque,
y aquel carbón del pobre vuelto chispa.
Ah... cuánto conversaste así Neruda.
Qué alegre y corto se te puso el día.
Y aún quisiste hablar con el silencio
para escuchar el oro de su risa.
Después de hacerse tarde regresaste
a tu conciencia de una flor con firma.
Cenaste. Te acostaste. Las estrellas
en tu ventana, aguadas, sonreían.
CAMPANAS DEL MUNDO
DELFINA ACOSTA
Está al acecho el lobo. Las palomas
intentan darme fe de su presencia.
Así como las urbes se levantan
con sus cansadas gentes que en los ojos
revelan un dolor de Dios Altísimo,
así también las olas se levantan
del fondo de la mar con la señal
de un triste adiós por siempre y para siempre.
Horrible vida es ésta y sin embargo
es todo cuanto el pobre hombre tiene.
Pero tu voz se yergue Jesucristo,
por sobre todo trueno y todo llanto,
y es el planeta un campanario grande
entonces que sacude el alma herida.
¿Escuchas cómo suenan, cómo llaman,
sin pausa las campanas, a lo lejos?
MI MEJOR POEMA
DELFINA ACOSTA
De alguna forma el ciervo moteado
escribe la poesía que yo ansío
al descansar su lomo sobre el pasto,
o herido de belleza y de relámpagos
al refugiarse dentro de mi sueño.
Ay de vosotros que os llamáis poetas
y en vuestros versos vais juntando vómito.
Yo ya no escribo. El agua que gotea
de las frondosas copas de los pinos
es mi mejor poema y esta tarde
en que recuerdo el río de mi pueblo.
Un niño nace y ya la leche tibia
de un seno sin cubrir le saca el hambre.
Y así saciada observo las costillas
del viento que sacude el campanario.
Y gracias doy. Y mi alegría es verso.
Fuente en Internet: delfinaacosta.blogspot.com/
ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA
(Hacer click sobre la imagen)