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DELFINA ACOSTA

  LA NIÑA DE PAPEL - Por DELFINA ACOSTA - Año 2019


LA NIÑA DE PAPEL - Por DELFINA ACOSTA - Año 2019

DELFINA ACOSTA (Asunción, 1956).  Es poeta, narradora, periodista, crítica literaria. Aunque química-farmacéutica de profesión, se ha dedicado a la creación literaria desde muy joven.

Su primer poemario Todas las voces, mujer… obtuvo el Primer Premio Amigos del Arte. En relación con este libro cabe mencionar que el mismo figura en- tre las obras más consultadas de la Biblioteca Virtual Cervantes. Publicó el poemario La cruz del colibrí. Asimismo, publicó sus cuentos en el libro El viaje. Su obra Romancero de mi pueblo obtuvo el Premio Federico García Lorca como también Querido mío, el Premio Roque Gaona 2004. El poemario Versos esenciales obtuvo el Premio Lily and Edward Tuck del PEN Club del Paraguay – PEN América. Le siguen versos de amor y de locura, poemario, y el libro de cuentos Guía de cementerio y recientemente, Cuentos rojos y negros. Sus cuentos y poesías están incluidos en antologías nacionales y extranjeras.


 

 

LA NIÑA DE PAPEL

Por DELFINA ACOSTA

 

Cuando Juana Vitale empezó a sentir náuseas al oler la milanesa de pescado que formaba parte del almuerzo familiar, también empezó a sentirse preocupada.

Su esposo comía con fruición la milanesa, relamiéndose los dedos. Jorge y Daniel, sus saludables hijos pequeños, mordían con verdadero deleite el alimento y luego, acabado el almuerzo, llenaban de besos sus manos.

—Amor, cocinas como los dioses —piropeaba, saboreaba las palabras su marido.

—¡Que se besen! —pedían, exigían los niños.

Era una familia perfecta. Los niños iban al colegio, estudiaban con aplicación, jugaban con creatividad en el fondo del patio, al forajido y al sheriff; Alejandro era un hombre enamorado que le ayudaba a lavar los platos después del almuerzo, le seguía embobado con la mirada y le sorprendía con un chiste ingenioso todas las mañanas.

—Si tú ríes, yo también río —le piropeaba frecuentemente.

Pero Juana, fatigada por tantas náuseas que le venían, por “culpa” de la milanesa, decidió consultar con el médico.

Mientras pensaba en la probabilidad de un embarazo, iba contando los billetes de cien mil guaraníes que usaría en el pago de los honorarios del doctor Federico Cibils, un médico de buena reputación.

El lunes ya estaba Juana esperando turno, en el aséptico recibidor del consultorio.

A su lado, sentada sobre un sofá amarillo, una mujer rubia y cuarentona hablaba alegremente de su futura maternidad. Se le hacían agüitas los ojos al contar que aguardaba un niño “sano y fortachón”, porque daba patadas en su vientre.

—¿Qué te trae por aquí? —interrogó.

—Las náuseas, señora. Las náuseas —respondió Juana.

—Mi madre tenía antojos al segundo mes de embarazo. Su perdición era el chocolate. Me tuvo a mí, ja, ja, al séptimo mes de embarazo. Yo también muero por los chocolates —rió ampliamente.

Cuando a Juana le llegó el turno de la inspección, el médico notó temor en sus ojos, mas no dijo nada para tranquilizarla.

Dos horas de examen en el moderno consultorio. Una frase rotunda, seca del doctor al terminar la revisión, tuvo el efecto de un bisturí en ella: “Es un bebé. Deberá cuidarse mucho; la criatura es muy frágil”.

Caminó en dirección a su casa.

Antes de abrir la puerta, respiró hondamente.

Los chicos ya estaban almorzando. Alejandro se había esmerado en preparar una tarta de acelgas y papas, que olía bastante bien.

—¿Qué hay, amor? ¿Qué te ha dicho el médico?

—Pasó su mano por su vientre cuatro veces. Era su manera silenciosa de decir que estaba aguardando un bebé. Se tragó la frase: “Un bebé muy frágil”, pero la palidez de su semblante alarmó al hombre.

—Chicos, terminen de almorzar y vayan a su cuarto; mami y yo tenemos que hablar —ordenó.

“Seremos padres de un niño frágil”, suspiró largamente mientras acariciaba su vientre.

En ese instante un fuerte viento abrió las ventanas, entró un inesperado olor de lluvia, de pasto mojado, de jazmines salpicados con agua.

Ambos estaban sorprendidos.

Los días siguientes Ana se dedicó a tejer escarpines, a observar a sus niños tan normalitos, tan saludables y traviesos ellos. Daba gusto mirarlos, enfrascados en sus juegos o empeñados en resolver las intrigas de las matemáticas en el momento de estudiar.

Esmeralda nació un día lluvioso. Sus ojos celestes, su pelo rubio, sus mejillas sonrosadas arrancaron sonrisas de alegría a Juana, que pidió un pañuelo a Alejandro para pasarlo por las lágrimas de dicha.

Luego vinieron los flashes de las cámaras fotográficas de las tías, los abuelos paternos y maternos.

El recinto se llenó con olor a niña recién nacida, a suave aceite para la piel y jabón para el primer aseo.


***

Los días siguientes Juana fue dichosa hasta que Esmeralda empezaba a llorar a mares cuando caían las descargas eléctricas y llovía.

“No es un simple susto de bebé”, pensaba asustada.

Luego de una larga conversación con Alejandro, ambos decidieron ir a consultar con el doctor Funes, una eminencia según los parientes.

Vistieron a la niña como si fueran a llevarla a una misa para bautizarla.

Cuando subieron al auto empezó a llover copiosamente. Esmeralda se mostró muy inquieta durante el trayecto desde la casa hasta el sanatorio.

Qué largas  transcurrieron las horas frente a la blanca puerta del consultorio.

Eran las tres de la tarde cuando se escuchó la voz fría e impersonal de la secretaria diciendo: “Adelante, pueden pasar”.

Tres horas de minuciosa inspección a la niña, que observaba con recelo al médico, como aguardando una sentencia, fatigaron a Juana y Alejandro.

Ambos fueron todo ojos y oídos cuando Funes habló: “Este es un caso muy difícil. Ella no está preparada como el resto de los mortales para disfrutar de la lluvia. Peor, tiene miedo de ella. Es una niña de papel. Deberán protegerla durante los días lluviosos.

¿Entienden?”.

No entendían nada. Es más, pensaron que el médico estaba bromeando, pero su rostro adusto, la firmeza de sus palabras, los convencieron de que su beba de ojos hermosos y sonrisas con hoyuelos era una niña de papel.

Juana se largó a llorar.  Alejandro tomó a Esmeralda en sus brazos y la llenó de besos mientras le decía con una ternura: “Mami y yo te cuidaremos mucho. Serás nuestra alegría siempre”.


***

La niña fue creciendo. Para desilusión de sus padres, su temor a los relámpagos y la lluvia no desa- pareció. Siempre que empezaban a caer aguaceros o tormentas, se quedaba observando aterrorizada desde la ventana del comedor la actividad eléctrica.

Como era una niña de papel, adoraba leer libros. Aprendió a leer montañas de textos poéticos, que formaban una larga fila en los estantes de la biblioteca.

Jorge y Daniel se pasaban las horas entreteniéndose con la televisión y la natación en la piscina.

Esmeralda aprendió a contentarse con no mojarse con la lluvia, a ser feliz viendo a sus hermanos reír, tan normales ellos.

La niña se hizo chica. Era la chica rara del barrio. La piba de quien los vecinos murmuraban porque los vecinos no solo de pan viven, sino también de chismes.

Al cumplir dieciséis años, Andrés, su compañero de clases, un muchacho pelirrojo, escribió con letras adorables en la palma de su mano: Te amo Esmeralda.

Con el rostro encendido de alegría, leyó la esquela. La leyó varias veces; en sus ojos explotaban las lágrimas. No se apresuró por volver a su casa, no miró el cielo cargado de nubes oscuras, lluviosas.

No debió —quizás— alegrarse tanto porque una lluvia repentina borró de su mano de papel la declaración amorosa.

Al abrir la puerta de la casa, su madre observó fijamente sus ojos y descubrió en ellos la señal inequívoca del enamoramiento.

“Está enamorada”, pensó y acertó.

“No debe enamorarse… Es tan delicada, además la lluvia...”, suspiró, se enojó el padre.

Sin embargo, con el transcurso de los días, ambos se alegraron con su alegría de chica enamorada, de muchacha feliz.

Reía por nada, reía por todo. Bromeaba hasta por los codos, sus bromas destilaban buen humor.

A ninguno de los dos sorprendió que una tarde, desafiando una tormenta que se avecinaba, Esmeralda caminara, tomada de la mano de Andrés, por la calle del barrio.

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

Enlace interno al espacio de

 MUJERES EN SU PROPIA COMPAÑÍA

Páginas 11 al 19

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