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DELFINA ACOSTA

  LA CANCIÓN QUE NUNCA CESA - Autora: DELFINA ACOSTA - Año 2022


LA CANCIÓN QUE NUNCA CESA - Autora: DELFINA ACOSTA - Año 2022

LA CANCIÓN QUE NUNCA CESA

 

Autora: DELFINA ACOSTA

 

ISBN: 978-99989-50-22-1

Editor: ARANDURÃ EDITORIAL

Páginas: 144

Tamaño: 13,5 x 19,5 cm

Año: 2022

Libro paraguayo

Asunción - Paraguay

 

 


 

La guerra, la patria, la poesía, el amor, la muerte, la rebeldía: La canción que nunca cesa despliega sus numerosos temas en constelado abanico, cual si se tratara de la cola de un pavo real elegante y paralelamente bello. Esta es una poesía madura que se aleja de los lugares comunes, de las estrofas pálidas y la versificación enclenque” se lee en un pasaje del prólogo, escrito por Javier Viveros.

 

DELFINA ACOSTA (Asunción, 1956) es escritora, ensayista, periodista y poeta. Ganó varias distinciones en concursos literarios y publicó numerosos libros de poesía y cuentos. Compartimos a continuación uno de los poemas de su nuevo libro.

 

La calle de la poesía

Dejemos las calles del mundo
donde solo van y vienen las máscaras engañosas,
donde el tiempo, enfermo de odio,
se carcome a sí mismo.
Vamos a la calle de la poesía;
allí las palabras se asoman a los balcones
como mujeres de gloriosos escotes,
senos de intemperie
y cabellos de escarcha.
Poeta, no gastes las suelas de tus zapatos
detrás de sueños imposibles.
No te entreveres con las sombras
de la desdichada humanidad
que solemniza a sus desdichados dioses
con ensordecedores juegos pirotécnicos.
En la calle de la poesía
el cometa Halley aparece
con solo cerrar los ojos un instante.
Vamos a ese sitio;
allí caminaremos sobre las rojas líneas
de las estrofas,
construiremos un castillo de versos,
para tendernos luego sobre la colina
más alta de la Tierra y gritar al viento:
¡Lo logramos!



 

 


 

LA CANCIÓN QUE NUNCA CESA

 

A Adrián Pertile, compañero de vida y camino

 

PALABRAS LIMINARES

La poesía es la hermana mayor de todos los géneros literarios y a ella le debemos los frutos más exquisitos, aquellos que marcan de modo perenne los sentidos y escriben en nuestra memoria esquelas con letras de fuego. Armada de palabras, la poesía levita, se desplaza veloz, desencadena una danza ritual sobre los brocales de la lengua, acaricia sus salpicados márgenes y levanta luego a la grupa sus hitos para moverlos hacia adelante, ensanchando, extendiendo, conquistando así nuevos territorios lingüísticos.

«En el principio fue la poesía», nos dice Delfina Acosta, quien sabe —y mucho— de este género con el que ha tenido contacto desde siempre. Arte y oficio. Alfarería paciente de palabras-arcilla. Solo las décadas de trabajo sostenido pueden explicar los quilates de un libro como este. La guerra, la patria, la poesía, el amor, la muerte, la rebeldía: La canción que nunca cesa despliega sus numerosos temas en constelado abanico, cual si se tratara de la cola de un pavo real elegante y paralelamente bello. Esta es una poesía madura que se aleja de los lugares comunes, de las estrofas pálidas y la versificación enclenque.

No solo métrica y ritmo. No se sostiene solo por la elección de los vocablos que resuenan eufónicamente en el interior del verso. No, no. Lo que cimienta esta poesía es el fondo, las reflexiones de alguien que confiesa que ha vivido, la mirada de la artista que examina con atención para alumbrar distintas regiones de la condición humana. Se ha dicho ya que la forma no es más que el fondo que sale a la superficie.

Verso melodioso y potente que habla desde un yo poético y a veces desde un yo lírico. La poesía de Delfina Acosta es rica en imágenes sensoriales. Vivificante y vívida. Racimos de uvas de un diciembre dulce que pueden, no obstante, dar un vino amargo. Céfiro susurrante metamorfoseado súbitamente en torbellino, en viento huracanado. Es una poesía que conoce sus caminos de memoria y que por ello puede marchar, temeraria y sin tropiezos, aun durante el reinado ciego de la noche ornada de temores atávicos. Así es la poesía de Delfina, la que escribe sobre el agua, la lluvia, el viento, el aire y hasta sobre el mismo olvido.

Entre estos versos encontrarás ramos de flores, brasas incandescentes, hojas amarillas de otoño, gritos de insurrección, pretéritas nostalgias y también sencillos cantos rodados. Poemas que son espejos parsimoniosamente empañados por el aliento aterido de la noche, relente nocturno borrado luego por la aparición fulgurante de la estrella que origina el amanecer. Versos forjados como una espada legendaria destinada a hender el silencio y a trazar, con su talentoso filo, profundas estrías en la desmemoria.

Delfina Acosta sale al mundo y predica su poesía. Quien tiene oídos para oír, que la oiga, porque ella nos promete el reino de la palabra a todas las criaturas. Toma la mano que se extiende hacia ti, lector, y camina con nuestra poeta sobre las rojas líneas de las estrofas, déjate llevar, que Delfina te conduzca a recorrer las gratificantes calles de la poesía. El viaje merecerá la pena porque quien te guiará a través de estas páginas posee una de las voces poéticas más altas de nuestra literatura. Alta es su voz, incesante su canción e indeleble ya su huella en las letras paraguayas.

Javier Viveros

 

 

LA CANCIÓN INFINITA

Me celebro y me canto a mí mismo.

Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,

porque lo que yo tengo lo tienes tú

y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.

Vago… e invito a vagar a mi alma.

Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra

para ver cómo crece la hierba del estío.

Walt Whitman

 

 

CARACOL

La vida es una escalera infinita

con forma de caracol.

Provoca vértigos

si llegas a un punto

desde el cual observas

los elementos galácticos.

Suelo encontrarme,

al subir sus peldaños blancos y negros,

con viajeros sin destino.

Me preguntan: «¿A dónde vas?».

Yo les sonrío.

Soy tan ignorante como ellos.

La vida es una rosa roja

donde estalla la embriaguez del vino.

Es hermosa, pues el aroma de los mundos sube,

al abrirse sus pétalos, a mi recuerdo.

Mi memoria registra fragancias de tantos universos.

Soy sangre que corre, presurosa,

por las venas del orbe.

A los tristes les predico: «La existencia es bella».

¡Con miles de viajeros me encuentro

en la ilimitada escalera!

Si me quieren distraer, con otras prédicas,

continúo subiendo los peldaños.

Mientras subo tarareo esta canción infinita

que los hombres y las mujeres

no han entonado todavía.

Mi canción eriza la piel de los silencios,

sopla a los labios de los muertos,

agita los bucles de los niños,

bebe los sudores de las hojas de los pinos,

gira con el viento

y cae en los pezones

de las jovenzuelas.

Por su boca sonríen las muchachas,

se abren las violetas,

se levantan las aguas

y se resbalan los rocíos de las noches.

Todas las tempestades de los milenios

inflan mi canción. Toda la paz la endulza.

La vida es una escalera

que no tiene principio ni final.

Sombras fatigadas se elevan por ella

y se detienen, bruscamente,

ante la irresistible tentación del abismo.

Entre risas la suben los niños;

distraídamente ascienden,

pues piensan en los pasatiempos imaginarios

con que se divertirán cuando lleguen a sus casas.

A veces he querido bajar de la escalera,

pero ya fue tarde.

Si alguna sombra desesperada se arroja de ella,

las otras sombras se espantan,

pero yo prosigo mi ascenso

mientras sorbo mi propio llanto.

Nada me detiene.

Voy para arriba. Mis pasos son firmes.

Tengo en la mente los diez versos majestuosos

con los que rendiré tributo a la estrella

que levantará el cielo.

 

 

HOY CANTO A LA LUZ

Yo, Delfina, mojada como estoy,

pues nazco cada día,

afirmo que tres estrellas hacen ya el cielo,

que ni siquiera es necesario el cielo;

los guiños de las luciérnagas son suficientes

para engañarnos con un posible paraíso.

Yo, Delfina, cuento como la peor avara

las rosas de mi jardín.

Trece bocas húmedas son.

Las beso con ganas,

con una fiereza capaz de hacerlas daño.

Ellas son mis carnes,

mis pétalos,

mis silencios,

mis tristezas,

mi misma piel dispuesta a abrirse

al primer rocío masculino de la noche.

Las saludo con una voz

que no sale, que no saldrá nunca,

pues si hablara caerían

las rosas de mis palabras.

 

 

POESÍA

A Emilia Piris Galeano

Hace años que vivimos juntas: las mismas sábanas,

los mismos jadeos,

el mismo susto ante el relámpago

que estalla furioso,

el mismo apremio por convertir en palabras,

las piedras,

todo cuanto permanece mudo.

¿No es, acaso, una infinita mudez el firmamento?

Hace milenios que la poesía y yo somos

una sola raíz,

un solo terror,

una sola persona,

sin embargo, nunca termino de conocerla.

Ella halla motivos de risa donde yo me asombro.

Prefiere el espumoso vino; yo, un vaso de agua.

Mi poesía es hombre: camina con pasos firmes,

fuma al caer la llovizna,

lame pieles sudorosas en la oscuridad nocturna,

se enfurece,

pasa el filo del cuchillo por la garganta del ventarrón,

se esparce en las hojas callejeras.

Baja de una moza morena y sube a su caballo negro;

con el empuje del viento abre la puerta

y abre a la mujer tendida sobre el lecho.

Llega a los lupanares con el ardor

de una tropa de hombres.

Se viste de traje y entra a una iglesia.

Reincide en las tentaciones y abraza la sombra

de la muchacha que se ofrece en la esquina.

Paga con jazmines y se va deprisa

a la vereda de enfrente.

Mi poesía es mujer: sangra,

cuelga violetas de sus cabellos,

se desnuda frente al espejo.

En su rostro se revelan los ojos

de millones de mujeres.

Tú también estás en su mirada.

Danza mientras hace el amor.

Grita, desobedece órdenes universales,

impone a viva voz sus propias reglas.

Descifra los enigmas de las constelaciones.

Su canción madrugadora despierta a un pueblo.

Tiene el rostro de una noche constelada.

 

RESURRECCIÓN

A Victorio V. Suárez

Así razono: las cadenas de las tiranías las rompo,

pues cada hombre cautivo nos arrodilla a todos.

La filosofía es pura cháchara,

no añade un grano de legumbre a tu plato vacío.

La poesía no es nada ante ese faisán

que corteja a la hembra abriendo sus alas con aspavientos.

Camino por la plaza y respiro la abundancia

del aire limpio que mis propios pulmones exhalan.

Celebro que estés vivo, hermano, porque te levantaste

de entre los muertos. Tú eres el Cristo, lo sé.

Los encuentros no deberían acabarse nunca.

Debería ser incesante el reencuentro con el ser amado,

perenne el gozo que sube por nuestras venas al brindar,

eterna la rapidez con que embriaga el vino.

No debería morirse la voz amada

que se anuncia, jubilosa, al abrirse la puerta.

 

 

MÚSICA

Los aletazos del majestuoso cóndor,

que sobrevuela las montañas, suenan a música.

Él sabe que es hijo de las alturas.

El grito de un árbol derrumbado por el hachazo

es igual al sonido de un disparo en la sien.

Con él mueren los silbidos y las notas musicales.

La música no es solo Claro de Luna, de Beethoven,

también lo es el suspiro de la puerta

que el hombre, amaestrador del picaporte,

abre para tumbarse sobre la mujer amada.

Ella es otra puerta abierta.

La humanidad toda es una puerta abierta.

Tú no habías nacido todavía,

pero la música aguardó que llegaras a la vida

para girar en el aire con alas de llovizna y fuego.

La canción es la respiración del alma alegre, ¿lo sabes?

Y la lluvia es la melodía que cae sobre la tierra.

 

 

PASOS

Todos caminamos, alguna vez, rumbo a la montaña; 

sin embargo, a medida que nos acercábamos,

ella se alejaba.

Cuando estábamos a pocos pasos de llegar,

volvíamos a estar lejos. Demasiado lejos.

Nos agotábamos.

La distancia se hacía infinita,

aunque habíamos aprendido

todas las formas de la prisa.

Retornábamos cansados a nuestras casas,

repitiendo las mismas palabras:

«Mañana volveré a intentarlo».

Pero otra vez nos vencía

la innumerable e impasible arena.

Jamás supimos que ella se reía de nosotros.

Olvidamos las alegres canciones,

aprendimos un silbido triste

que enfriaba nuestros labios.

Solo el silencio nos salvaba.

Cuando supimos que hay un Dios,

nos reímos de la montaña,

soplamos las cenizas de los viejos pasos

y nos sentimos libres.

 

HISTORIAS

A Feliciano Acosta

Nadie, como yo, conoce tu historia, pequeño jazmín.

Eres uno solo, pero también eres los millones

de jazmines que empujan el aroma de la tarde.

Te hiciste flor sin que ninguno se diera cuenta.

Te vi, supe que existías,

conté tu hazaña a los hombres y las mujeres,

con la solemnidad del caso.

Nadie conoce tu biografía, mujer.

Los espejos que te vieron, ya no recuerdan

los bucles de tu cabellera infantil,

tus polleras almidonadas,

la muñeca en tu regazo, pero yo sí.

Te ofreces a los clientes en una esquina.

Recibes insultos y halagos.

Detrás de tu sonrisa hay solo muecas.

Tienes la belleza de una madrugada

insomne y ojerosa.

Todos te pasean con la vista.

Te apagas y te enciendes, como luciérnaga,

por dinero, divina villana.

Tu cuerpo ligero es otro jazmín amanecido.

Tus senos son dos manzanas mordidas.

Mujer, deberías estar reclinada sobre un sofá,

en la mejor recámara del cielo.



 

 

 

 

 

 

 

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