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CAMILO JAVIER CANTERO CABRERA

  ORTELLADO - CRÓNICA DE UN PERSEGUIDO - Narrativa de CAMILO CANTERO


ORTELLADO - CRÓNICA DE UN PERSEGUIDO - Narrativa de CAMILO CANTERO

ORTELLADO

CRÓNICA DE UN PERSEGUIDO

Narrativa de CAMILO CANTERO


¡Somos comunistas! Nunca escuché ese término. Ni siquiera entiendo qué significa. Pero es el más grave pe­cado, dicen, que mis compañeros y yo cometimos. En este otoño misionero, donde nuestras verdes praderas sirven de espacio para la sinfonía de las aves que sur­gen fantasmalmente entre el follaje de las flores en la inmensidad de la selva sureña a orillas del caudaloso Paraná, donde la soledad adquiere otra dimensión, pero que ahora solo me sirve de escondite de las fuerzas opre­soras que me buscan sin cesar.

¡Tengo miedo!... ¡¡¡Sí!!!... ¡¡¡Tengo miedo, porque si me encuentran me van a “empaquetar”!!!

Un territorio histórico donde la sangre española no pudo cometer tantas arbitrariedades como en otros si­tios del Paraguay, ya que se antepuso el poder de la cruz de Roque González, Marcial de Lorenzana y tantos je­suitas que sellaron la cristiandad y el amor a Dios por estos lares.

Mandi’oró, Sapriza, Kururu Piré, andan preguntan­do por mí en el pueblo y lo hacen por todas partes. Me buscan hasta en el Ykua Ka’aguy, aquella naciente natural que recorre toda la serranía y sirve para paliar la sed de los compañeros agricultores, que a pesar que el horror se instaló en Misiones, siguen luchando con sus azadas a cuestas, haciendo senderos en sus cada vez más pobres cultivos en medio del desierto, olvidados por quienes dicen representarnos y para quienes existimos solo cada vez que el Karaí Guasú viene con su tendal de hurreros a inaugurar algún puesto de salud para luego quedar sin médicos, ni aparatos para la atención médi­ca, convertidos en casonas abandonadas que sirven para cualquier cosa, menos para atender a los enfermos.

Mis verdugos llegan tan lejos que ayer vino un pa­riente de la compañía Potrero Po’í, para informarme que rodearon su casa, golpearon la puerta hasta derri­barla y después de asustar a todos sus hijos, pregunta­ron por mí.

Silvano Ortellado Flores... Moopa oĩ (dónde está)... Fue la consulta de rigor. La respuesta, aunque sincera, solo sirvió para que las fuerzas del orden descarguen su furia descontrolada contra quienes tienen el pecado de conocer mi lucha y sacrificio por el pueblo.

Y ese, Ortellado Flores... Ese soy yo.

¡Qué carajo habré hecho! No perjudiqué a nadie. Solo busco el bienestar para mi pueblo y mi familia. O ¿acaso soñar está prohibido? ¿O pretenden robar lo úni­co y lo último que tenemos?. Y aunque está demostrado que soñar es libre y no cuesta nada, siguen persiguien­do. Hasta eso parece que me robaron. Sueño con un mundo mejor, sin embargo, ahora mis alas están corta­das y no puedo volar buscando la libertad.

Mi casa, un humilde rancho campesino en el barrio Pablo VI, solo sirve de morada para algún parroquiano que desea compartir mis ideales. No quiero ver a mis hijos sufrir las mismas angustias y necesidades que mi esposa y yo hemos pasado para educarles.

No quiero ser el paria que debe recoger rápidamente sus maletas, ir hasta el bar Lo Mitã, emblemático sitio de encuentro de nuestra ciudad para quienes quieren partir para nunca más volver. Tantos sueños y esperan­zas hemos compartido en las mesas de ese histórico bar, cual si fuera su par de la capital con nombre del primer santo paraguayo. Pero no. Acá todo se va complicando de a poco. Mientras allá en la capital se reúnen para compartir conocimientos culturales y trascendentes, aquí en mi valle solo nos reunimos para tomar unos tra­gos y entre copa y copa, con algunos lagrimones, parti­cipar de una despedida que quizás sea eterna... Porque muchos partieron para nunca más volver.

Son los otros perseguidos, los exiliados económicos de este sistema injusto y perverso que nos convierte en seres extraños en esta misma tierra que nos vio nacer. ¡Qué rara paradoja! Si nos quedamos por acá, debemos huir del sistema, si nos vamos huimos de la miseria, del hambre, la desocupación, en fin de la indignidad que persigue a miles de compatriotas.

Estamos en 1976. Hace cuatrocientos años los je­suitas, en esas mismas viviendas que rodean la plaza, enseñaron al pueblo a “liberarse” de la esclavitud. Es la famosa “acera jesuítica” cuyo valor histórico muchos ignoran y hoy solo sirve de comercio para servidores del régimen quienes prefieren vender vaca`i que explotar culturalmente esa riqueza que poseemos.

Hoy, el país empeora. La “paz y progreso” pregona­da por los seccionaleros del pueblo, parafraseando a los mandones de turno, comenzando por el rubio general, solo ven sus ojos y sienten sus bolsillos. Mis ojos no ven las imágenes que aparecen en la vista de los mandones de turno. ¿Acaso vivimos en un país tan distinto?

Yo observo otro Paraguay. Aquel donde niños y mu­jeres mueren por falta de atención hospitalaria. Donde los jóvenes emigran hacia otros países para ganarse el pan diario con el sudor de su frente. Donde las muje­res son violadas con total impunidad por los “hijos de papá”. Ese es el país que siento en carne propia mien­tras escucho por las emisoras, veo en la tele y leo en los diarios, que ellos repiten sin cesar esa consabida frase de “paz y progreso con Stroessner”.

Por eso quizás me persiguen y estoy escondido detrás de este matorral desde donde hablo conmigo mismo.

Donde solo yo y mi conciencia estamos soñando un país distinto. Un país donde no existan privilegiados, donde todos tengamos razón para existir. Donde los derechos humanos sean respetados. Ese es el país que sueño para mí y para los míos.

Misiones... Misiones, tierra roja como la sangre de su gente, aquel terruño que durante el dominio español era una “tierra liberada”. Surgió en San Ignacio con las Reducciones Jesuíticas. Luego fundaron Santa María, Santa Rosa, Santiago, San Cosme y Damián, en fin... Llegaron hasta el emblemático Ka’aro donde Roque González dejó su corazón.

Escuché que algunos afirman con tono de razón, que “el paso del tiempo da lugar al progreso”. Y ese es el dilema que tengo conmigo mismo: ¿Cómo, hace cua­trocientos años atrás, esta era una tierra liberada, y hoy, compañeras y compañeros campesinos son cruelmente asesinados en las mazmorras de Abraham Cué?

Recuerdo como si fuese recién el llanto de compañe­ras como María Rosa Zarza de Ramos de San Ramón Santiago cuando me decía “que mucho lloré con mis hijos cuando a mi esposo lo llevaron a Abraham Cué”. O a Agapito Vera de la compañía San Juan Potrero de San Ignacio, cuando me comentaba que las “sesiones de tortura comenzaban a las una de la madrugada, me tuvieron durante siete días con sus noches, atormenta­ban a mi hijo en mi presencia, usando picana eléctrica, chicote, agua insalubre”.

Nos acusan de que somos “el hacha comunista cu­bierta por las faldas de los curas, que nos amotinamos contra el gobierno”, cuando la única verdad es que el hambre nos agobia y a muchos ya nos desespera.

Silvano Ortellado Flores, ese soy yo. Un hombre hu­milde, campesino, padre de cinco hijos a quienes amo. Recuerdo aún cuando conquisté el amor de mi espo­sa y soñábamos diciéndonos en guaraní “llegará el día en que seamos libres y juntos logremos el progreso de nuestro pueblo”. Esas palabras, que en la inmensidad de la selva, junto al canto del urutaú parecen proyectarse en el horizonte y adquirir una dimensión celestial, hoy siguen retumbando en mi pensamiento. Estas lágrimas que corren como manantiales de un arroyo campesino por mi rostro curtido por los rayos del sol, no surgen por la derrota de un fracasado. Mucho menos se debe a un capricho o egoísmo personal. Mi lucha junto a mis ideales de justicia y libertad para mi pueblo, tienen una dimensión mayor que la surgida por quienes pretenden sacar provecho personal de circunstancias políticas de un país subdesarrollado como el nuestro.

¡Quiero ser libre junto a mi pueblo! Pretendo muchas veces convertirme en un ave capaz de volar en libertad por la inmensidad azul del cielo y observar desde las alturas a este pueblo que merece un bienestar mejor.

Las fuerzas opresoras me siguen buscando, van de­trás de mis huellas, hasta ahora no me encuentran, pero quizá cuando concreten su macabro objetivo, pasaré a formar parte de los “desaparecidos o empaquetados”. De todas maneras, yo, Silvano Ortellado Flores, sigo vivo, aunque cuando vuelva a mi casa, los opresores me encuentren y mi muerte pase a formar parte del resto de los compañeros que dieron su vida por un Paraguay mejor.


Nota del autor: En mayo de 1976 Silvano Ortellado Flores fue decapitado por las fuerzas opresoras frente a su familia en el barrio Pablo VI de Santa Rosa Misiones. Es uno de los tantos héroes anónimos del Paraguay profundo olvidado por la historia oficial.

 

 

 

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