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PATRICIA ELIZABETH CAMP RUIZ DÍAZ

  LA CURVA PERFECTA DE UNA DERROTA - Por PATRICIA CAMP - Año: 2019


LA CURVA PERFECTA  DE UNA DERROTA - Por PATRICIA CAMP - Año: 2019

LA CURVA PERFECTA  DE UNA DERROTA

 

Por PATRICIA CAMP

 

 

 Apenas había llegado a la oficina cuando tuvo la certeza de que ese día terminaría resignándose, otra vez, a una estrepitosa derrota. Los globos  –adornando el escritorio de cualquier compañero de trabajo– eran siempre un pájaro de muy mal agüero para su infinita dieta. Todavía no eran ni las ocho y media y su fuerza de voluntad empezaba a flaquear de solo imaginar las posibilidades.

Cuando terminó de revisar y responder correos electrónicos, a eso de las nueve, la pregunta rondaba su mente como el predador a su presa. ¿Cuál sería la elección del departamento de la cumpleañera? Repasó los últimos acontecimientos: torta, helado, pastafrola… Mientras esperaba que el programa de conferencias remotas la conectara a otra reunión virtual donde pasarían más de cuarenta minutos discutiendo sobre cualquier otra unidad de negocios de la región me-nos la suya, su mente navegó el hondo río de los re-cuerdos hasta llegar a ese día cuando –casi diez años atrás– festejaban su primer sueldo con un sólido combo de pizzas. ¡Cómo pasaba el tiempo! Siempre le sacaba una sonrisa comparar cuánto habían costado las pizzas en aquel entonces y cuánto costaban ahora. Lo único que no cambiaba, por suerte, era su sabor. En un mundo en constante cambio, lo único permanente, lo único fiable, era la sensación de satisfacción que dejaba un buen plato de comida.

Mientras, en sus auriculares, los distintos acentos que marcaban las diferencias de ubicación –así como las de pensamiento y enfoque– se mezclaban en una desordenada sucesión de quejas, requerimientos, insistencias y capitulaciones, una presencia captó por completo su atención y la de sus colegas.

 –A las once vamos a comer bocaditos en la coci-na –dijo el jefe de la cumpleañera, apoyándose en el marco de la puerta de la oficina de ellos.

 Bocaditos. El lejano murmullo de la reunión se fue perdiendo como las ondas en la superficie de un lago, tras el impacto del concepto perfecto. Bocaditos. Nunca se lo había confesado a nadie pero esa era su palabra favorita de todas las que daban forma a ese mundo suyo, demarcado por el idioma venido de la lejana Castilla. Todos hicieron gestos afirmativos y siguieron con sus tareas. O fingieron hacerlo, como ella, que ya había perdido por completo el interés en aquel ámbito del cual se había ausentado definitiva-mente al escuchar esas cuatro sílabas capaces de hacer vibrar las fibras de su corazón. De su estómago, mejor dicho, que –como todo el mundo sabe– es la puerta de entrada al corazón. Contó los minutos faltantes para las once y empezó a fijarse en cómo se desgranaban, cual presidiario que marca en su celda los días de encerramiento que va dejando atrás.

Terminó la reunión. Pero siempre habría más correos para responder, más notas por revisar, planillas por llenar, llamadas que atender. El sinsentido de una vida en la cual las obligaciones se repetían hasta el infinito, en una lista de pendientes que no hacía sino crecer, por mucho que uno se esforzara en tachar elementos.

Pero cuanto permitía seguir era el hecho de que, así como se repetían las obligaciones, también se repetían a diario esas maravillosas simplicidades de la vida.

Porque llegaron las once, la hora establecida para saltar del escritorio y dejar atrás la rigidez de cuan-to uno debe hacer, para abandonarse en el placer de aquello que uno quiere hacer.

Y ahí estaban todos los bocaditos. Ordenados en la bandeja, hermosos en su pequeñez amasada por manos expertas, cariñosas, capaces de moldear pequeñas dosis de felicidad selladas al calor del aceite. Y ahí estaban también ellos, inquietos, expectantes de la señal que dejara vislumbrar las puertas del Edén perdido.

La señal que finalmente llegó cuando sonaron las últimas y desafinadas notas del “Que los cumplas feliz...”.

 Y mientras, enamorada como la primera vez, acariciaba –sin que nadie lo notara– la cálida curva perfecta de una croquetita, se dijo a sí misma que la vida era demasiado corta y se entregó al pleno disfrute de su derrota.

 

 

 

 

 

 

Fuente:

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ELLAS HABLAN

Cuentos sin mordaza

Páginas 51 al 56

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