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ADRIANO MATEU AGUIAR

  CAA-ICOBE (LEYENDA GUARANÍ) - Relato de ADRIANO AGUIAR


CAA-ICOBE (LEYENDA GUARANÍ) - Relato de ADRIANO AGUIAR

CAA-ICOBE (LEYENDA GUARANÍ)

Relato de ADRIANO AGUIAR


Extrañas playas, ignoradas gentes, Barbaros cultos vi. - Garret.


Allá, muy allá, hace siglos de siglos, después a noche eterna en la que reinaban hermana el silencio, la obscuridad y el misterio, y en el Tiempo no tenía la noción de su existencia ni sabía que era viejo, porque aún no se había hecho ninguna división de él para su medida: fue cuando “Tupá” (1), cansado de su triste soledad en las sombras de la Nada, creó para distraerse el Universo-Mundo.

Sobre el planeta “Ibí” (2), trozo esferoide destacado de la masa cósmica que flotara en el Caos, la generación de la familia mayúscula —la familia racional— tuvo su principio en dos hermosas mujeres de noble estirpe o divinal origen, unidas con dos hermanos, los “caraís” (3). Tupí y Guaraní, ambos jóvenes, robustos y valientes; ambos cabeza de una familia numerosa engendrada al mismo tiempo que la familia minúscula —la irracional— compuesta de todos los animales que pululan sobre la tierra, que nadan en las aguas y vuelan en los aires.

La posesión de un “maracaná” (4) parlero que locuaces como él se disputaban las dos mujeres, había traído una disensión profunda entre los caciques Tupí y Guaraní, que se hizo extensiva a sus dos familias. Entonces se separaron.

Tupí, que era el “tiqueira” (5) se quedó sólo en sus predios nativos, en las inmensas comarcas tórridas, abrasadas por “Cuarahcí” (6), el poderoso señor de la cara de fuego, que calcina el suelo, hace cantar la chicharra, marchita las plantas en la canícula y pone negros a los hombres; tan negros que parecen “carayás” (7).

Guaraní, el joven “tibí” (8), y su familia emigraron, y, caminando al Sud, después de pasar el Monday, el Iguazú y el Paraná, se establecieron en la región intermedia de las grandes corrientes de agua, más abajo del trópico, terruño virgen donde sufriendo siempre la ardiente caricia de las auras estivales, conservaron las cualidades inherentes a la raza: su ingénita indolencia y su afición a la vida nómade; el ánimo agreste y la fibra guerrera.

 

II

Así las cosas, quién sabe los millares de veces que la próvida madre Tierra había girado en torno del Astro fecundador de la vida en la naturaleza y que “Jací” (9), con su blanca luz que no quema, había alumbrado aquel suelo virgen cuando de repente, la tranquilidad patriarcal de que gozaban los descendientes de Guaraní, se vio turbada por un acontecimiento extraordinario.

La noche anterior a un “ibipytú” (10) caliente, —que parecía salir de la boca de un horno encendido—, había llegado a azotar con furia los grandes árboles de la selva trayendo en sus alas el eco de un estruendo horrísono, cual si en plena noche tropical, apacible y serena, hubiera estallado el “amatirí” (11) con que Tupá castiga a los mortales cuando desata sus iras en el seno de las tormentas.

Allá abajo, en las correntosas aguas del gran río nacional, algo muy extraño ocurría y las tribus, presas de una zozobra que iba en aumento, se reunían convocadas por el “Rubichá-guazú” (12) para celebrar concejo, porque aquella vida tranquila en el seno de las selvas o al borde de los ríos que les daban abrigo y sustento, parecía que iba a desaparecer.

 

III

Dentro del bosque, al caer la tarde, cuando las sombras se espesaban bajo las arboledas interminables, en el claro que formaba amplia esplanada elíptica cubierta de musgos de un color esmeralda muy vivo, la horda entera se había reunido en actitud resuelta de belicoso “meeting”.

Eran los guaraníes que habían acudido a la cita del famoso cacique de los payaguás, el “tuyá Tamáendua-ré” (13) cuyos toldos junqueros asentaban sus recios horcones de “ñandubay” en la base del altísimo cerro de “Urúcatí” (13) muy al oriente del caudaloso Paraguay, para llegar al cual se necesitaba andar una distancia tan larga como veinte jornadas a pie por un camino llano.

La asamblea era imponente. Los indios reunidos pasaban de ochocientos; todos varones adultos, de formas atléticas, de torsos robustos y mus culos poderosos: gente de pelea. “Tapity” (14), el “chasqui” de los pies ligeros y orejas grande como “guatacas”, hablaba. Y con la voz de cadencias armoniosas, que interpretan la lengua nativa, onomatopéyica y sintética, explicaba a la indígena reunión la novedad aterradora.

En el amanecer de un día primaveral que bañaba con su luz esplendorosa selvático paisaje, oculto entre los enanos “carandays” de la costa, había visto cómo las grandes canoas de los “morotís” (15) que flotaban sobre las aguas semejantes a “taguatós” (16) gigantescos con las alas abiertas, subían el río, y cómo, desembarcando en canoas más pequeñas, aquellos hombres, cuyo cuerpo les relumbraba como el del “guacupá” (17) que salta en las lagunas en las noches serenas, plateadas por la luna, profanaban con su impura planta la tierra sagrada de Guayrá.

Al escuchar aquellas palabras, un estremecimiento de ira recorrió la asamblea, que profirió en terribles amenazas y gritos de venganza, en tanto que el viejo cacique decretaba la guerra a muerte al invasor.

“¡Ayepí! ¡ayepí!” (18) gritaban los guerreros, con los ojos encendidos por la ira, de pie y agitando sus armas sobre sus cabezas de negras cabelleras ornadas con grandes plumas de ñandú (19). Los fuegos de la guerra iban a encenderse, así estaba decidido.

Poco después en aquel espacio del bosque, despejado naturalmente y cubierto en su contorno por las enormes ramas de los árboles seculares, se espesaron rápidamente las sombras nocturnas. Por el laberinto de las estrechas sendas que cruzaban las espesuras los indios se retiraban a sus “toldos”; pero, por largo rato se oyó su clamoreo de irritada multitud humana, semejante por la violencia de su naturaleza salvaje, al aullar temeroso de una manada de carniceros “aguarás” (20).

La esplanada quedaba desierta y con la noche, tachonándose de puntos luminosos, mostraba su espléndida belleza el firmamento azul, tendido como un manto imponderable sobre aquella parte del continente nuevo, no sometido aún a la explotación del hombre civilizado, en su misteriosa existencia milenaria, mientras que los murciélagos, ratones alados amigos de las tinieblas, revolotean libremente produciendo sordos rumores, como tembloreo de hojas, en la obscuridad de la selva.

 

IV

Las vírgenes de la tribu han deseado buena fortuna a sus indómitos guerreros. “Caá-icobé” (21) la hija mimada del anciano “Tamáendua-ré” y prometida del valeroso Paurú, ha presidido la danza guerrera que terminara con las férvidas embriagueces de la “chicha”. Los “payés”, intermediarios de la tribu con sus genios protectores o maléficos, han bendecido a los que marcharon al combate acaudillados por el “Rubichá-Guazú” y los intrépidos caciques “Carimbata” (22) y “Yaguareté” (23). Pero, el viejo “Tamáenduá-ré” temiendo el fabuloso poder de los “morotís” que tienen coraza como el “tatú” y que disponen del rayo y del trueno cuando usan sus armas grandes y brilladoras, ha hecho un voto; un voto terrible.

Si “Cuarahcí”, el astro de la vida, refugio de las almas que más tarde ha de llevar “Tupá” a las cerúleas praderas, moradas paradisíacas de una eterna bienaventuranza, le daba la victoria, le sacrificaría al primero de su sangre que saliese a su encuentro para rendirle homenaje por el triunfo.

 

V

Algunas lunas después el ejército guaraní volvía a alcanzar los límites de la intrincada selva y acampaba a la sombra de sus añosos árboles.

Regresaba victorioso.

En un día de calor inaguantable, en la hora de bochorno de la siesta, cuando posada sobre la retama empenachada de amarillo, con su “ri-rii” monótono y estridente canta la chicharra el himno del sueño, gran golpe de guerreros blancos que descansaban de la fatiga de prolongada marcha, habían perecido atravesados por las flechas o bajo los golpes de las mazas y de las “libís” (24) de los “guaranís”.

De nada sirvieron a los “morotís” (25) sus cascos y sus cotas, ni sus “pocábs” (26) cuya ánima dispara el rayo de la muerte; vencieron la astucia y la paciencia indias, la sorpresa y el número infinitamente superior.

 

VI

La algazara que en los primeros instantes saludara a los vencedores trocóse en consternación.

“Caá-icobé”, la de abundosa cabellera negra, de ojos grandes y obscuros, tan obscuros como lo profundo del misterio que guardaba en su alma, y que apenas delataba su mirar dulce y melancólico, de porte airoso al andar y regio continente, revelador de su principal origen, era la primera que ansiosa de ver y abrazar a su padre, había salido a la cabeza de las vírgenes de la tribu a recibir al cacique triunfador.

“Tamáenduá-ré” quedó anonadado al verla. Herido en lo más vivo de sus sentimientos, hubiera querido salvar a la que era su encanto en su vida indómita de guerreador salvaje. Mas, ¿cómo así, cuando el maleficio de “Añang” (27) implacable no se haría esperar sobre la gente “guaraní” si faltaba a su solemne juramento?

“Caá-icobé”, la tierna doncella “payaguá”, había sido la hostia escogida por “Cuarahcí” para dar la victoria a su nación. Como víctima inmolada al astro de la Vida, de la que ella era un símbolo por su nombre y por su juventud, fué perfumada con el zumo de olorosas flores y ataviada con sus mejores galas. El “payé Yurú-baí” (28) había pronunciado la sentencia, y sobrecogida la tribu por supersticioso terror, nadie se opondría a su ejecución. Al recibir la Tierra el ósculo del Sol de un nuevo día la joven sería despeñada desde la cima del “Urúcatí” al torrente que corre por su base.

 

VII

Al romper la aurora, la víctima y los ejecutores de la sentencia, los “payés” de la tribu, coronados con las niveas flores de “isipó” y llevando pendientes del cuello las pequeñas bolsas de piel de “yacaré” (29) guardadoras de sus virtuosos amuletos, ocupaban la vertiginosa altura del “Urú-catí”. Todos en pie, junto al borde de la inmensa cortadura y vueltos al naciente, con los brazos en alto y las palmas de las manos abiertas y tendidas hacia adelante, en actitud oferente del sacrificio, después de breve invocación al padre del Día, dieron a la desventurada joven un último adiós.

A una seña de “Yurú-baí” la virgen payaguá recibió fuerte empellón que la precipitó en el espacio y, por un momento, en rauda curva se la vio descender veloz, envuelta en la flotante nube de su blanco “tupoí” (30), alba vestidura que, esta vez, la servía de mortaja.

Segundos después subió del fondo del abismo un ruido sordo, algo como un golpe seco y un grito ahogado entre la maraña vegetal que cubría su obscuro fondo y, a poco, un bello “araguyrá” (31) tendía sus rosadas alas para salir de él y se remontaba silencioso hasta los cielos, volando hacia el oriente, donde el rubicundo sol asomaba sobre el horizonte para iluminar con el haz fulgurante de sus primeros rayos la árida cumbre del “Urú- catí”.

El ave flamígera era el alma venturosa de la sacrificada que ascendía a refugiarse en el seno sagrado de “Tupá”.

La superstición y el error, al igual que un mismo sentimiento de religioso respeto hacia una Inteligencia Superior, regidora de todo lo creado, hermanan a los pueblos en su infancia.

La leyenda del sacrificio de “Caá-icobé”, la tierna flor emblema de la vida, la pudorosa sensitiva de la tierra de Guarán, es la misma que la de la incomparable Ceyla, la virgen israelita hija de Jephté y prometida de Safán, en tierras de Mispha, y de la espléndida Firiham, hija del celeste emperador Chi-hoang-Tí, de la dinastía de los Thsín, unificadora del pueblo chino, y aunque la del desdichado hijo del tirano Idomeneo, rey de Creta —víctima aquél del voto imprudente de su padre para alcanzar la victoria—, leyendas semejantes que, a pesar de las diferencias de raza y de costumbres, de climas y de tiempo en que se producen, revisten los mismos caracteres en todos los pueblos primitivos que pretenden deber su origen, y luego su formación, a un Ser Supremo y creen que, en contraposición con esta faz buena conservadora de su existencia, una Divinidad terrible y sangrienta ha intervenido siempre en los hechos nefastos o luctuosos de su historia.


NOTAS

(1)Dios.

(2) La Tierra.

(3) Hombres o señores.

(4) Papagayo.

(5) Hermano mayor.

(6) El sol.

(7) Monos.

(8) Hermano menor.  

(9) La luna.

(10) Viento.

(11) Rayo.

(12) Viejo Oso hormiguero.

(13) Cuervo sucio.

(14) Conejo.

(15) Blancos

(16) Aguiluchos

(17) Curbinata argentada

(18) ¡Venganza! ¡Venganza!

(19) Avestruz

(20) Lobos.

(21) La flor de la vida.

(22) El sapo.

(23) El tigre.

(24) Bolas de piedra.

(25) Hombres blancos.

(26) Arcabuces.

(27) El diablo.

(28) Hechicero Boca-Fea.

(29) Caimán.

(30) Túnica.

(31) Flamenco rojo.

 

 

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DIAZ DE BEDOYA – GOMEZ RODAS EDITORES

© Copyright by F.P.M. y ZENDA – Selección Cultural, 1983

Diseño de tapa: Francisco Corral y Osvaldo Salerno

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Primera Edición Paraguaya, 1983

Asunción – Paraguay (203 páginas)


 

 

 

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