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ADRIANO MATEU AGUIAR

  YAGUAR-I PASO - Relato de ADRIANO MATEU AGUIAR


YAGUAR-I PASO - Relato de ADRIANO MATEU AGUIAR

YAGUAR-I PASO

Relato de ADRIANO MATEU AGUIAR


A Leonardo Miguel Torterolo.

Surgam et transeant in exemplum. — Lat.


I

Como una muralla de bronce pulido el recuerdo refleja en mi mente los hechos heroicos de los guerreros hijos de Guarán.

Narraremos una vez más, saludando su digna memoria y como un homenaje á su estéril sacrificio, un rasgo de su valor.

Es en Barrero Grande, al promediar un día de lucha y de desastre. Una luz intensa, fulgurante, ilumina el cuadro horroroso de aquel combate sangriento.

Lento y majestuoso el sol sube al zénit cuyo azulceleste palidece y se torna blanquecino. A medida que el astro avanza en su carrera, sus rayos abrazadores caen más á plomo, las sombras se acortan y el suelo quema.

Allá, á la extrema izquierda de la línea de batalla, en la cresta de una loma y al amparo de apretado cerco de tunas bravas, un batallón paraguayo está desplegado en tiradores.

Detrás, montado en un caballejo sabino, de un blanco tábido entrepelado de castaño muy claro, está el jefe.

El batallón es el 60 de infantería; el jefe, el comandante Luján.

A pesar de la fatiga de tres horas de pelea, los “payaguás” de camiseta roja, descalzos y hambrientos, tiran sin cesar.

El calor es sofocante, falta el aire para renovar alientos en la dura brega y sólo el alma guaraní, despierta por los odios nativos y el desprecio á otra raza inferior, sostiene los flácidos cuerpos y los brazos quebrantados por el cansancio de una lucha interminable.

A lo lejos, el llano hormiguea de enemigos; sus negras hileras se extienden cada vez más y avanzan con ímpetu de marea que amenaza devorarlo todo.

Al son vibrante de los clarines brasileños, que con agudas notas impulsan el esfuerzo del asalto tocando “ataque”, responde el eco ronco del tambor paraguayo, sobre cuyo tosco parche baten las baquetas el redoble prolongado de nerviosa “calacuerda”, mientras el humo de la pólvora, sin una brisa que lo empuje, flota sobre los combatientes en voluptas grises que hacen más pesada aquella atmósfera irrespirable.

Sereno, impertérrito en el fuego y siempre á caballo, el comandante Luján calcula á ojo las distancias y dirige hábilmente el tiro de su enérgica tropa; y firmes en sus puestos, como vivientes jalones rojizos colocados de trecho en trecho, alto el cuerpo, el kepí echado á la nuca y espada en mano, los oficiales paraguayos animan á sus soldados gritándoles: “¡Neiquená los mitál ¡Apé ayucá los cambá!”(1).

La intensidad del fuego adquiere entonces una violencia excepcional. Impasibles los paraguayos acechan á los asaltantes y disparan apuntando, á golpe seguro; pero aquello no puede durar.

El tiempo pasa, la batalla apura su desarrollo y el peligro arrecia. Los momentos son críticos para el 6º de línea que en la embriaguez de la lucha no cede y muere diezmado por una mosquetería infernal.

El enemigo aumenta, avanza intrépidamente y desborda por ambas alas al batallón. Los hombres de éste flaquean extenuados, y por más que no quieran que el arma se les caiga de la mano y les haga falta ver sangre en la hoja de sus bayonetas, comprenden, al fin, que su valor sucumbe al número y que el combate es ya sólo para ellos una prolongada agonía.

Si permanecen allí, su exterminio es seguro; pero como una luz próxima á extinguirse, la bravura indomable de la indiada guaraní llega al paroxismo en ese instante supremo, y arroja en torno de ellos fulgor tan vivo que circunda con la aureola del martirio su abnegación ignorada.

 

II

El comandante Luján piensa que es inútil continuar una lucha imposible y, aunque no llega la orden de retirada, se dispone á efectuar ésta, encargando al teniente Aspillaga del mando de la retaguardia que ha de proteger el movimiento.

Después de contener algunos momentos al enemigo por un rápido fuego de pelotón, con descargas sucesivas á tres cartuchos por hombre, la fuerza sobreviviente se desprende del cerco en que se guarecía, ganando á paso de trote un profundo barranco que ahondado por las continuas arroyadas de la estación de las lluvias, baja hasta el paso del Yaguar-í.

Los altos taludes de aquel inmenso zanjón cubiertos en sus bordes por espesas matas de “huy- bá” y flexibles haces de “pirí” facilitan la retirada. Sobre aquel callejón cubierto las balas pasan altas y sus sinuosidades impiden el fuego de enfilada.

A la carrera, como una tromba humana que busca aire por alguna salida, jadeantes, sudorosos los paraguayos con el uniforme hecho girones, la cara y las manos ensangrentadas por los espinosos matorrales que han atravesado, llegan á la margen del río cuando al volver el recodo donde comienza la rampa arcillosa que desciende al paso, como a sesenta pasos de la orilla, la vanguardia se detiene irresoluta ante el espectáculo que se ofrece a sus ojos.

Los vestigios de la violenta retirada del 2º cuerpo del ejército paraguayo se muestran allí en todo su horror.

Tumbadas en el centro del vado algunas carretas del parque del general Caballero arden, incendiadas por el fuego de la artillería brasileña, y al borde del río, rodeados de un montón de cadáveres, tres armones de munición, también ardiendo, parecen próximos á estallar.

Pasar junto á ellos, es más que una imprudencia, una temeridad.

Rápidamente, con clara inteligencia, el comandante Luján presiente el peligro que corre su gente y trata de conjurarlo.

Antes que sus soldados se den cuenta del riesgo que aparece á su frente y se desbanden desmoralizados, se vuelve hacia ellos y blandiendo su espada, en actitud impotente, ordena:

“¡Quaboté!/Guacapebó ibí!”(l).

Sin vacilar, á la vibrante voz de mando de su jefe, bien conocida por ellos, los que componen el resto del destrozado batallón cumplen la orden y se tienden en el suelo. La situación fuera angustiosa, mismo desesperada, para una tropa menos aguerrida é indiferente al peligro, como la que pasa por tan duro trance, teniendo á retaguardia un enemigo que le quema las espaldas encarnizado en su persecución.

Los paraguayos, sin conocer la calidad y la intensidad del nuevo peligro que les amenaza, alzan cautelosamente la cabeza y no apartan los ojos de los armones que chisporrotean siniestros. Inquietos, ahora que adivinan su explosión tremenda, se pegan bien al suelo caldeado por un sol abrasador. Sienten el rinconcomio del peligro, pero ninguno se mueve; tal es la ciega obediencia á que sus jefes les han sometido, la férrea disciplina á que están acostumbrados.

De repente relampaguea una llamarada inmensa, se oye un estruendo ensordecedor y una columna de humo negro y espeso, gira en raudos torbellinos y se eleva al cielo.

Uno tras otro, los armones saltan esparciendo sus restos inflamados en todas direcciones, á gran distancia.

Se ha evitado una catástrofe, y para alentar á sus soldados, en voz alta, con entonación tranquila, el comandante cuenta los estallidos de la voladura.

“¡Moñé-petei!... Mocoi!.. Mbohapi (3) y luego, como el paso está libre, añade imperativamente:

“¡Harib los mitá! ¡Apuá ahé orohó!”(4).

En ese momento los brasileños aparecen en la altura inmediata, pero, de un salto, el heroico batallón está en pie y bajo una lluvia de balas, con gritería salvaje, que exterioriza su contento al verse en salvo, se lanza al río, lucha con la corriente, sube á la orilla opuesta y se pierde bajo la espesura de la impenetrable selva de Caraguatá-í.


NOTAS

(1) "Denle, muchachos! ¡Maten á los negros!”

(2) “¡Quietos! ¡De barriga, á tierra!”.

(3) Uno! Dos! Tres!

(4) ¡Guarda, muchachos! ¡Arriba y vamos!

 

 

 

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YATEBÓ Y OTROS RELATOS

EPISODIOS DE LA GUERRA CONTRA LA TRIPLE ALIANZA

Narrativa de ADRIANO M. AGUIAR

Edición, compilación y noticia preliminar de

FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH

Tapa­ SAN LA MUERTE – Talla Popular de ZENÓN PÁEZ

DIAZ DE BEDOYA – GOMEZ RODAS EDITORES

© Copyright by F.P.M. y ZENDA – Selección Cultural, 1983

Diseño de tapa: Francisco Corral y Osvaldo Salerno

Logotipo Carlos César Almeida

Primera Edición Paraguaya, 1983

Asunción – Paraguay (203 páginas)


 

 

 

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