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SANTIAGO DIMAS ARANDA (+)

  EL DIENTE DE ORO - Cuento de SANTIAGO DIMAS ARANDA


EL DIENTE DE ORO - Cuento de SANTIAGO DIMAS ARANDA
VII - EL DIENTE DE ORO
 
 
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-¡La puta, carajo, déjese de picotearme el cerebro!
El auxiliar dejó la máquina de escribir en que tecleaba su aburrimiento, y levantándose de un salto, arrastró la silla que ocupaba.
-Más vale váyase a ver si trajeron a esos tipos.
La repentina energía del jefe lo tomó de sorpresa. Desde la puerta, donde llegó un tanto aturdido, mirando a uno y otro lado sin seguridad de lo que hacía, informó:
-Parece que ya les traen, señor.
-¡Cómo que parece!
-Quiero decir que ya les traen, señor.
El que daba las órdenes fumaba mirando al techo. Cirilo y el rengo, pálidos, mucho más pálidos que de costumbre, desorbitados, quedáronse como estatuas después de que los agentes se retirasen. Al cabo de buenos minutos, como si fuera algo calculado, el funcionario giró sobre los tacones clavándoles en los ojos eclipsados de miedo los suyos de perro rabioso, ocultos tras unas gafas negras.
-¡Asesinos!
El efecto fue rotundo. A los infelices cayóseles la mirada al piso, donde las viejísimas baldosas decoradas de arabescos, totalmente opacas y borrosas por un siglo de sombrías pisadas y la evidente falta de periódica escoba, empezaron a girar. Algo parecido solía sucederles cuando, desde el bote, fijaban la vista en las tumultuosas aguas del río.
-¿No? ¡Qué carajo! Le mataron y le tiraron al río. ¿O solamente le dieron un empujón?
Una colilla fue a sumarse a las muchas esparcidas por el piso. Y otro cigarrillo entró en función. Los detenidos mirábanse vacilantes. Dudaban en serio. No es común que algo supuesto diera semejante seguridad a las palabras de un tipo. Estaban seguros de que aquella espectral madrugada, ni uno ni el otro habían probado más que unos asquerosos [...]
-¿Y no sabían que un individuo que cae al agua se ahoga, verdá?
Ambos hubieran podido contestar a todo rotundamente mates de yuyo, por lo que se mantenían bien sobrios. Pero... «no». Hubieran protestado incluso por caer víctimas de una falsedad. Pero vacilaron en serio; dudaban de los hechos como de sí mismos y hasta del tipo de las gafas negras. El moho decorativo de las baldosas movíase como si flotara en un líquido. El representante de la ley se sahumaba clavado frente a la ventana, alto, enjuto, rubio. Increíble que fuese criollo neto. Su arrogancia completaba su cuadro, propio de gente gringa maleva con sangre y sentimientos ajenos.
-A lo mejor e una equivocación, señor.
-Una degracia, ni ma ni meno.
Las palabras nada tenían que ver con el estado mental de los reos. Simplemente respondían a un juego absurdo. Se les abrió la boca; nada más. Y era fácil que se les volviese a abrir, principalmente al más afectado, el rengo. Por eso, Cirilo le aplicó un camuflado codazo. Pero el rengo no se hallaba en condiciones morales de comprender semejante lenguaje. Ni otro distinto tal vez. En plena caída, todo le resultaba resbaloso. Y nuevamente, la boca se le abrió.
-Yo voy a contar lo que pasó, señor.
Cirilo echó la cabeza atrás y cerró los ojos, sintiéndose a punto de divisar estrellas, pese a que, a través de sus terrosos párpados y de las tablas y tejas podridas, no hubiese podido verlas, siendo además pleno día.
Sin embargo, unas desesperadas estrellas giraban para él en un cielo sin sentido.
-Y bueno, hable, pero que sea la verdá.
El rengo asintió con profundas caídas de cabeza. El indagador vería en él, seguramente, algún ejemplar prototipo mencionado en los manuales de la sabuesería universal: Mente obtusa, propensión a la autodenuncia y a la mentira. ¿Merecía confianza un sujeto capaz de darle la razón a él? El rengo, cabeceando como atorado, comenzó endilgándole a Cirilo la causa primera del presunto error cometido en el río.
-Este pue... demasiado luego se asutó. La gendarmería nomá co era lo que largó uno tiro...
Y buscó en la cara lentuda la aprobación. Una corbata exageradamente roja sobre un traje ridículo soportaba una cabeza alta de cara rematada en una columna de humo.
-...el tipo, o sea el herido nio se tiró encima de éste para sacarle su remo, y éste...
Cirilo le cortó el aliento de un pisotón en el único pie aprovechando la aparente abstracción del indagador.
-...este... Y ya no pudo concluir pero sí devolvió el pisotón con la muleta, escena que sacó de quicio al funcionario de la ley, quien súbitamente dejó su fingida estratosfera para intervenir como sabía hacerlo.
-¡Carajo! ¿Por qué no se dejan de joder y hablan de una vez? ¡A ver, usté, vamos!
Cirilo sintió introducírsele entre las piernas un rabo que creía no tener.
Y, compungido, habló:
-Estábamo cincuenta metro masomeno de la orilla cuando hubo el tiroteo, y el finado quiso seguir precisamente, y nosotro teníamo miedo, porque eso curepí co e demasiado asesino, y ansí e que le pegué con el remo, y el infelí se cayó. Era sin querer pa sabé, defensa propia y nada ma.
De las alfajías color tabaco pendían cadáveres succionados, estrangulados por arañas famélicas, desproporcionadamente armadas y despiadadas. Concéntricos anillos de humo se sucedían dilatándose a la manera de un grotesco embudo, por cuya parte más ancha se disgregaba luego en tufos que invadían los pulmones.
La vista del policía se esfumaba a través de las gafas hasta donde las volutas permanecían girando entre telarañas, en torno de unos insectos viscosos y sucios aunque todavía vivos; los atrapaba en la sutil red gris tendida con deleite de maligna astucia. Las arañas, infelices crápulas, jamás osarían succionar sus ojos.
-¡Bueno, basta! ¡Asesinato! «Cualquiera sea la forma y el móvil, matar es crimen». ¡Y el crimen se paga con la cárcel!
El insólito funcionario memorizaba oculto bajo sus vidrios una bolilla de cierto odioso texto que debió tragar antes de acostarse para soñar con su último ascenso de simple pyragüé calificado a jefe del departamento. Los ojos de Cirilo y el rengo rodaban entre lágrimas y hediondas colillas de cigarrillos. ¡Cuánta suciedad la de ese par de vidas! Podrirse en el yuyal; luego podrirse en la cárcel. ¡Vaya, destino! Era como para matarse o matar. ¡Matar! Cirilo tragó saliva. Hay casos en que no es fácil distinguir entre el bien y el mal. Depende, por ejemplo, de quién mate, y a quién; de quién aplaste y quién sea el aplastado. Lástima que las revoluciones terminan siempre tan pronto.
«Pero cuando el hecho se materializa en beneficio de la justicia... eso es».
-¡Eso es!, concluyó el funcionario pensando en voz alta.
Los reos lo miraron de abajo para arriba hasta tropezar con las gafas, detrás de cuya negrura se encendía el terror.
Y sus ojos desplomáronse. Sobre las baldosas ondulantes, una sombra larga, fría y sanguinolenta se desplazaba en círculos de vértigo. En el centro, sí, en el centro flotaban sus ojos en un río de lágrimas.
-¡Eso es!
Y ambos temblaron conteniendo el aliento en espera del derrumbe total.
-Sin embargo, según como se comporten, ustedes podrían...
El efecto logrado con el cambio de tono fue sorprendente. Diluyose la sombra que envolvía a los reos, quedando ante sus desorbitados ojos sólo un claro afiche del tamaño de un oficio magistralmente sostenido en el aire por dos tahúricos dedos. Una voz medidamente musical reproducía el texto:
-Se establece recompensa de pesos diez mil por la captura vivo o muerto del sujeto Pablo Gamarra, montonero, enemigo de la paz y el orden.
-¡Diemil!
-¡Diemil!
-No se apuren. Hay una condición. Habrá perdón y recompensa si colaboran, como les dije, declarándose autores materiales de la muerte...
El rengo yacía absorto. Soñaba con una pila de billetes olorosos. Nunca había visto tantos y le resultaba difícil imaginar [60] el volumen. ¡Diemil! Cirilo secose con la manga mugrienta, rescatando del charco lacrimoso sus pobres ojos, los que, como voraces insectos, aplicáronse a recorrer el cuadrilátero impreso, hecho sin cuidado para el policía, seguro de que ninguno sabía leer. Luego el afiche desapareció de vista, pero ambos habían llegado a ver la foto impresa, la que reconocían, sin duda. ¿O no?
-¡Diemil! ¿No será pa bola?, pensó a plena voz, imprudentemente, el rengo.
-¡Carajo!
Y la autoridad quemó otro cigarrillo sin percatarse de que aún ardía uno sobre el chamuscado borde del escritorio. Chupó y alzó la vista al techo, momento justo en que sucios y simultáneos garfios disputábanse despojos irreconocibles de inmundas existencias acabadas entre aburridos pataleos.
Todo sea por la paz y el orden, pensaba el funcionario retocándose el bastante ajustado nudo de la corbata que pretendía simbolizar acatamiento a muerte.
-Como todo el mundo sabe, el maleante Gamarra fue en vida el «comandante Pablo», criminal antipatriótico. Así que ustede, firmando la confesión, ya van a merecer el justo premio. ¿Entendido?
En el chato ámbito mental de los reos no podía caber la imagen de tantos billetes juntos. Les irá a costar esfuerzo acostumbrarse a una vida distinta con ayuda del dinero, aunque el sólo hecho de poseerlo ha de dar un gran placer.
Ha de ser algo así como el de llevarse a cuestas una hermosa mujer aunque no se la sepa disfrutar. ¡Adió mante bañado! ¡Adió, hambre de perro!
De pronto, levantándose de su rincón exclusivo, el auxiliar presentó al jefe un escrito sacado de la máquina como pan del horno. Enseguida trajo una pizarra entintada disponiéndose a untar el pulgar de cada implicado, y uno después del otro los apoyó al pie del texto convenientemente redactado para que sirva de testimonio a la autoridad competente y para su debida publicidad.
Y tras un sorpresivo cencerreo, manos a las viseras y golpeteo de tacones en la puerta, aparecieron dos guardias. Cirilo y el rengo intercambiaron miradas de agonía. El jefe dio la orden.
-Incomunicados.
Cirilo y el rengo abrieron la boca sin llegar a protestar. Los guardias los empujaron afuera antes de volverse y repetir la venia. El de las gafas, ojos al techo, veía caer flotando en humo dos leves cadáveres chupados por las arañas. Entonces, como buscando refugio, sacó del bolsillo interior una manoseada foto, la miró con detenimiento, acaso con nostalgia. ¿Qué anhelo perdido o qué bien inasequible guardaba en el bolsillo interior ese hombre sin alma? La ocultó entre las hojas de un libro encuadernado en rojo y letras de oro extraído de un cajón del escritorio, «Pensamientos Célebres», único que le agradaba al parecer y al que recurría, según decires, en procura de aliciente dadas las coyunturas. Lo leyó brevemente en voz alta: Una victoria o un éxito importante suelen lograr el efecto de impulsar el espíritu a un nivel superior. El auxiliar lo interrumpió:
-Señor, traen a la muchacha.
Un cigarrillo, un ajuste a la corbata y un toquecito al traje completaron la nueva pose funcional. El rojo libro se cerró en tanto los tipos que traían a Dalma groseramente sujeta por los brazos, una vez adentro la soltaron y a un mínimo signo del jefe, desaparecieron.
Dalma contuvo un grito ante el sorpresivo encuentro con el demoníaco atracador de anfiteatros, ahora transfigurado, que fumaba mirando al techo, parado junto a la ventana, en cuyo lado de afuera copulaban las moscas resbalando sobre el vidrio mientras la tarde huía montada en un haz de luz sucia. Ignorada con premeditación, Dalma aguardaba nerviosa. El auxiliar, al notarlo, se inquietaba.
-Señorita, tome asiento.
Un largo banco de alfajías, pulido a fuerza de holganzas, yacía allí. Sus patas de hierro aseguradas con bulones enormes parecían patas de fieras.
Dalma se sentó con un suspiro de resignación. Al poco rato, el auxiliar abandonó su rincón, y dando un rodeo por el recinto, detúvose frente al superior interrumpiéndole el arrobo.
-Señor, la muchacha está aquí.
Él huía, ajeno a todo, a través del vidrio, hacia la calle cuya vista asqueaba. El auxiliar, entre tanto, no le quitaba el ojo a Dalma. Había empero en su mirada respeto o tal vez compasión. Ella también lo miraba, de tanto en tanto, interrogante, inquietándolo más aún. De pronto, el muchacho, con tímida sonrisa en los pómulos, tomó un anotador y se acercó a ella sentándose a poca distancia.
-¿Su nombre?
-Dalmacia Tornado. Pero, ¿por qué me pregunta si ya lo saben?
-Tiene razón; sabemos su nombre y sabemos que le dicen Dalma.
La brusca intervención del meditabundo que hablaba sin volverse la exaltó.
-Sí, señor. ¿Y pueden decirme, por favor, de qué se me acusa ?
En medio del odioso silencio que sobrevino, el auxiliar le habló a media voz.
-Es una historia larga, Dalma, pero no se preocupe.
Quedó desconcertada cuando el jefe volviose a ella inesperadamente manso, desprovisto de la brutalidad que esperaba. Las moscas, cada vez más numerosas contra el vidrio, punzaban la quietud con diminutos quejidos al forrarse de telaraña en su pretensión de entrar allí donde el tiempo olía a cosa muerta. Oscuras, ávidas y violentas, hembras o machos, disputábanse indistintamente el ilusorio disfrute que malveían a través de la suciedad, sin percatarse de la vaciedad en que la muerte desovaba. Dalma entró a exasperarse.
-¿No me pueden decir por qué estoy aquí?
El auxiliar la miraba preocupado, sin atreverse a seguir hablándole por miedo al jefe, a pesar de encontrarse éste vuelto hacia la semi-luz. Sabía que el acercarse a ella y hablarla ningún favor le haría. Creía conocerla; estaba casi seguro de ello y se consumía en ganas [de] decirle algo. Ella lo notaba y se fastidiaba ante su mirada escrutadora, ante esos ojos que le caminaban por el cuerpo como moscas lamedoras.
Cuando los dos sujetos fueron a entregarle la citación obligándola a acompañarlos, ella había entrado en conjeturas acerca de la misteriosa causa del procedimiento policíaco, encontrándose ajena a toda actividad comprometedora desde tres meses atrás, desde aquel día... y entró a dudar. ¿Es que habría surgido algún delator? ¿Quién? Tres meses es mucho tiempo, o tal vez poco. ¿Quién podía saberlo? Decididamente, si no se trataba de eso, algo tenía que ver con su repulsión a afiliarse o al trato de los asquerosos que tomaban el hospital como prostíbulo. Zas, ¿sería el traicionero doctorcito que la venía presionando? Menos mal que al fin pudo zafarse del putrefacto. ¿Cuánto tiempo la retendrán? Si fuera por jorobarla solamente no sería tanto. ¿Y si decidieran mandarla al calabozo? ¡Dios mío!
Justo ahora que estaba segura de esperar un hijo. Calma, se dijo; en tal caso pediría la mandasen al Buen Pastor donde, según parece, las monjas, menos bárbaras que los pyragüés, dejaban trabajar a las reas y ahorrar algo para cuando salieran. Trabajar para el hijo por nacer. Suspiró. Trabajará, por supuesto, en lo que fuera, durante todo el tiempo que pueda. El tufo apestaba. Más parecía provenir de alguna chimenea incineradora antes que de la boca de un funcionario del orden. Dalma sufrió un acceso de tos al cabo del cual quedó muy abatida, a punto de desvanecerse. Pero, con gran esfuerzo, se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondamente y el mal pasó. Si por lo menos el hijo tuviese un padre. ¿Qué estaba pensando? Sí, lo tiene, seguro que sí, mas ella se refería a un padre que estuviese presente, físicamente, ¡claro! Ojalá pudiera saber la suerte corrida por él desde la madrugada aquella, la eterna, la del adiós. ¡Claro!, buscó sobreponerse, si no tenía noticias de su hombre era porque... porque primero él tenía que curarse y luego, seguramente, recién escribirá cuando trabaje y pueda llamarla a su lado. Además el correo... Todo el mundo se queja porque las cartas llegan abiertas, y nada extraño sería que una dirigida a Dalmacia Tornado sea retenida. ¡Zas! Otra posible causa para una citación. Un flujo helado la invadió un instante. ¡Dios mío! Cerró nuevamente los ojos. El del orden, siempre huyendo a través del vidrio, extrajo del bolsillo una marquilla de cigarrillos encontrándola vacía y arrojándola con desdén al piso. El ruido sobresaltó a Dalma, quien, al mirar el cuadro, no pudo evitar una sonrisa amarga. Lo asociaba al de las llaves arrojadas sobre el fango de la morgue, reviviendo el espanto de aquel personaje ante la propia inhumanidad. Finalmente, lo veía empezando a salirse de su silencio como lenta crisálida de su envoltura de sombras. Lo veía abrir la boca girando en cámara lenta.
-Usted ha tenido un amante... o novio... algo así...
-Pablo Gamarra. ¿A él se refiere?
Para responder, Dalma se puso de pie. Pero el silencio tornó al recinto y el de las gafas a la ventana.
El sol no tardaría en ponerse. Zumbaban los mosquitos a medida que la noche difuminaba los rincones y el techo. ¿Hacia dónde se pondría el sol? Dalma, vuelta a sentarse, [64] posó la vista en el vidrio por sobre el hombro del policía. Sólo podía ver la mohosa pared de enfrente ajada por lluvias y abandono. El sol estaría yéndose hacia sus espaldas, quizá. ¿Dónde irá a pasar la noche? Mentalmente pronunció el nombre de Pablo una vez más, como la centésima durante ese día. Pese a que el tiempo avanzaba sin noticias de él, su nombre se le anteponía a todo, como una obsesión; devenía el centro de su ansiedad constante. Otra vez regresaba ahora con un latido punzante, con palabras que revivían agónicos momentos compartidos. «Ya vendrá un tiempo nuevo también para el amor». Surgía la voz amada del cristal de sus sueños impreso entre las cortaderas de un madrejón: «Al menos, el amor podrá realizarse sin miserias y sin miedos». Entonces, la noche era febrilmente reclamada por ambos. Era la salvadora y se negaba a llegar. Manteníase como anclada detrás del horizonte. Ahora, la noche estaba metida en ella misma, y aunque la rechazaba, estaba allí, dentro de su corazón. Esa noche se llamaba ausencia y se llamaba terror. ¿Hasta cuándo, Dios mío? Los mosquitos zumbaban en cantidad creciente. Sólo faltaban allí el agua hedionda y las cortaderas. ¿Qué hora sería ésa de sin par angustia? ¿Las seis quizá? La demorada voz del policía cayó de pronto.
-Exacto. Sí, a él me refiero.
Dalma, como temiendo se le volviese a escapar, lo abordó con justo apresuramiento.
-Bien, señor, escuche: Pablo Gamarra, herido durante la retirada rebelde, se refugió en el hospital donde yo trabajaba. Y yo le presté auxilio como a cualquier otro herido.
Después nos enamoramos. Por último ordenaron su captura vivo o muerto con una recompensa por su cabeza. Y llegó usted. Fue entonces que lo ayudé colgándolo de mi hombro, arrastrándolo, empujándolo hasta verlo cruzar el río. Él es el padre del hijo que espero. Yo lo salvé. ¿Es lo que deseaba, saber?
Le quedó en el cerebro un vacío zumbante como el ocasionado por una explosión. Al captar el móvil del indagador, ella lo dijo todo de golpe sin reparar en las consecuencias. Sentía náuseas y lanzó todo su dolor como en un vómito, tal lo hiciera una vez en el hospital, ante los pyragüés, para que la dejasen en paz. El funcionario, vuelto a la ventana, parecía no oírla. Sin embargo, no hacía más que aguardar.
-Sí y no. Francamente, todo eso ya sabemos. Todo es verdá, solamente que usté no lo salvó.
He ahí su venganza, un arma secreta ladinamente empleada. El golpe repercutió en lo hondo, un golpe convulsivo, el estallido de la sombra que se expandió provocando la crisis. Su estructura tangible crujió obligándola a pararse de un salto. Y quedó rígida como una estatua. Poco a poco, luego, como emergiendo de un colapso intemporal, dejó escapar la voz.
-Por lo que más quiera, diga todo lo que tiene que decirme de una vez.
-No lo salvó, lo dejó en manos de vagabundos... Ayer apareció el cadáver.
Sintiose Dalma reducida a un latido oscuro, a un punto sin dimensión, lejano, diluido en la claridad lechosa, inasible. Y la fatiga inmensa de aquella tenebrosa madrugada de la ribera se le agolpó en el pecho. Y el punto oscuro empezó a crecer en progresión acelerada hasta el tamaño de un mundo de color pizarra. Y cayó.
El sueño pavoroso continuaba. La pesadilla no había concluido en la ribera inhóspita, aquel martes increíble del mes de la derrota, del año de la ignominia. Lo entregué yo misma, musitó dentro de sí; yo misma, con mis propias manos. ¡Dios santo! ¡No! ¡No puede ser!
Al recuperar el conocimiento, levantose comprobando de inmediato que no soñaba, que aquello sí podía ser, que era.
Y ahogada por el dolor, gritó.
-¡Lo entregué, lo entregué yo misma!
El policía la trató con la conmiseración debida a un ser manoseado y desgarrado. Su burla fue ahora casi dulzura. Haciendo enorme esfuerzo, Dalma se puso de pie, alta la frente, la mirada perforando la infinita soledad en busca del perfil, de la cabal imagen del amor arrebatádole por la brutalidad.
Viéndola algo mejor, el auxiliar le rogó se sentara. Le alcanzó un vaso de agua. Ella bebió. Seguidamente le presentó la confesión firmada con huellas digitales. La firmó. Mas luego, procurando penetrar el contexto, tornó la crisis y nuevamente el auxiliar la ayudó a reponerse. Al cabo del mal rato, el jefe volvió a escena.
-Bueno, ya pasó. Solamente necesitábamos confirmar los hechos, señorita...
-Dalmacia Tornado, completó el auxiliar.
-Yo, personalmente, no le acuso de nada. Al contrario, lamento su mala suerte, su sacrificio inútil. Después de todo, tal vez a cualquier mujer le hubiera pasado lo que a usté le pasó, enamorarse y volverse ciega...
Dalma, con voz profundamente herida, le cortó la perorata.
-Todo lo que pueda decirme está de más. Pablo Gamarra fue asesinado. Esa es la única verdad.
El auxiliar la miraba. Le temblaba en la mano la hoja apenas sostenida. Tal vez sentía pena, tal vez rabia. Tal vez, si esa sociedad no fuese lo que era, si al menos un tipo como él pudiese hallar otra ocupación, soltaría eso que le repugnaba. La hoja que Dalma firmó contenía la aceptación y confirmación de hechos relatados para que sirvieran fines asqueantes. Con extraño asombro, el muchacho se percataba de enfrentarse por primera vez a alguien capaz de sepultar en sí su propia tragedia, reprimiendo su inmenso dolor y escapando a la genuflexión del llanto: una mujer. ¿Cuánta diferencia notaba entre la que él se figuraba y ésa cuya estatura moral desconocía!
-¿Y ahora, señor, puedo irme?
Tal vez, el de las gafas hubiera pensado impresionarla dándole un paternal consejo, diciéndole por ejemplo que en adelante sepa elegir mejor de quién enamorarse, que un rebelde es un patibulario en potencia, un rebelde... un rebelde... un rebelde... Pero Dalma le había dicho simplemente que las palabras sobran. Y ella tenía razón; por eso no la desmintió. Ahora se veía pequeño, ridículo, casi sin valor para seguir representando y a punto de revelar su humana entraña.
-Sí, ya puede irse.
Su propósito era hacer que la muchacha viera el cadáver, un cadáver inidentificable, por supuesto, con meses de descomposición, mejor para el caso, pero no llegaba. Por causas que él desconocía, los enviados no regresaban con el despojo. Sin embargo, en las condiciones presentes, ya no deseaba martirizarla más, renunciaba, por causas igualmente desconocidas, al placer de verla consumida hasta el derrumbe.
El auxiliar la siguió hasta la puerta de calle a fin de que la guardia la dejara salir. Por el oscuro pasillo iba unos pasos detrás, los ojos en la punta de los pies. Pensaba: Ahora ¿qué hará la pobre? ¿Y qué se gana con todo esto? ¡Hijos de perra! En la vereda la despidió.
-Adiós, Dalma. No me guarde rencor a mí. Buena suerte.
Ella no pudo hablar. Lo miró en los ojos enrojecidos y huyó. Él la veía correr sollozando. Hubiera querido salir detrás, dejar ese oscuro sumidero y huir como ella, mas, para eso le era necesario cierto sentido del que estaba castrado, el de la libertad.
Dalma no se volvió. Al doblar la esquina, una anciana conducida por un pyragüé la rozó y ambas miráronse sin hablar. No se conocían o no se reconocieron. Frente a la oficina de guardias, la anciana quiso detenerse a tomar aliento. Le vacilaban los pies. Le temblaba la cara. Su acompañante, sujetándola del brazo la forzó a entrar. Y ya en el pasillo, el auxiliar se hizo cargo de ella, la condujo al despacho. Al traspasar el umbral pudieron ver al de las gafas negras apretándose las sienes, duro el semblante, bañado por el nácar sucio del ocaso, frente a la ventana. La anciana, golpeándose el pecho, murmuró: ¡Paniagua! Su guía se apresuró a imponerle silencio con el índice en la boca. El muchacho pudo haber anunciado: Señor, aquí está la señora citada. Mas, no lo hizo. Lo miraba con lástima en los ojos, entrando a sospechar seriamente acerca de la salud del jefe. ¿Se habría equivocado suponiendo fingido el arrobamiento de su superior? Parecía evidente que no los había sentido entrar. Parecía no esperar a nadie. Pero, de pronto..., a plena voz, mirando a lo lejos, a través de los vidrios, comenzó interrogándose.
-¿Qué papel cumplo yo? ¿A quién sirvo? ¿A la patria? ¿A la justicia? ¿A quién?
El auxiliar acababa de tomar la silla de su uso personal para ofrecerla a la anciana huésped, todo dentro del mayor cuidado. Al oír la voz enrarecida del jefe, la soltó provocando enorme estrépito. Y Paniagua, sin siquiera moverse de su sitio, contribuyó a su mayor confusión lanzándole una desusada pregunta.
-¿Qué somos yo y usté? ¿Seres humanos?
El subalterno lo buscó sigilosamente con la vista, notando con estupor que el señor jefe no lo miraba, no miraba a nadie, tal vez hablábase a sí mismo espejado en el vidrio empañado de cacas de moscas. Y no se atrevió a decir lo que pensaba. Sólo pudo responder con monosílabos.
-Sí... sí... señor.
-Estúpido.
El infeliz guardó silencio.
-Vaya a comprar cigarrillos.
Le dio el dinero con la izquierda tendida hacia atrás.
-Y vea si llegó la vieja esa, citada esta tarde.
-Señor, la señora está aquí.
Paniagua se volvió de golpe. Realmente, la señora estaba allí. Demasiado anciana para que fuera molestada a esas horas. Estaba allí. Aguardaba con desazón la inevitable entrevista. No se detuvo a mirarla. No quería verla. La espió por el rabillo del ojo, yéndose a largos pasos hasta la puerta y de nuevo a la ventana. En tanto se demoraba el auxiliar, manipulaba distraído el encendedor, sacando y guardando y encendiendo y apagándolo mientras contemplaba el triste ocaso como si con él se estuvieran extinguiendo sus escasas luces. Señor..., escuchaba vanamente la angustiada voz de la mujer, señor... Sabía lo que ella deseaba preguntarle. ¿Acaso no vienen sabiendo de qué están acusadas? Estaba podrido de aguantar el mismo sin sentido. ¿Acaso no lo sabe?, dijo para sí, en un susurro. La voz continuaba.
-Señor, nunca hice mal a nadie. ¿No me confunden con otra?
-No.
-¿No?
-No, no sé cómo decirle, míreme usté, míreme; ¿cree que soy un ser humano?
-Sí, señor; ¡claro que sí!
La anciana estaba aterrada.
-No, no, usté no entiende. Usté ni nadie.
-Es cierto, señor, no le estoy entendiendo.
-Es porque... no se ubica; hay que ubicarse, señora; todos estamos comprometidos. Usté por ser lo que es y yo por ser lo que soy.
-Señor, por amor de Dios, ¿qué es lo que soy yo? ¿Por qué me tienen aquí?
-Usté ni yo no somos nada. Parecemos ser. Yo valgo por lo que hago; existo por mi papel, ése para el cual nací predestinado. Todos nacimos predestinados. Fíjese que hasta hace un minuto, ni usté ni yo existíamos el uno para el otro. Y de repente, en este asqueroso escenario, usté y yo tenemos un papel que cumplir. Mi papel es éste, el de policía. Usté debe representar un peritaje. Es sencillo. No es más que reconocer la identidá de un muerto. ¿Me entiende, verdá?
La anciana dejaba de comprender porque había entrado a pensar, y pensando, entraba a sospechar. ¿Por qué tenía que ser ella quien represente el peritaje? El ruinoso universo de maldades que conocía empezó a girarle en torno lentamente, reproduciéndosele la sucesión increíble de cuadros perpetuados en su alma, recubiertos por una leve ceniza de costumbre; imágenes de insospechado salvajismo proyectadas en una cadena sin término.
-¿Un muerto? ¿Qué muerto? Paniagua se volvió exponiendo el perfil a la débil fosforescencia reflejada a través de la ventana en cuya opacidad rebotaban los últimos arreboles. Era él, Paniagua, la cara inconfundible que le recordaba saqueos y vejámenes, heridas imborrables que no podían ser transferidos al pasado porque todavía sangraban.
-El cadáver de Pablo Gamarra, señora.
- ¡Santo Dios de los ejércitos!
La anciana cayó desvanecida.
-¡Prenda la luz!
El auxiliar saltó. El vapor de kerosén se incorporó de inmediato al corrompido aire del despacho y una viscosa claridad logró introducirse en las pupilas de la desvanecida, la que sufría una suerte de colapso que le dejaba percibir a través de subsentidos muy golpeados la sucesión de horrores ininterrumpida que pocos pueblos han aprendido a soportar. Paulatinamente, entre las inconexas imágenes, la pesadilla le trajo una mano sosteniendo cierto monstruoso espectro fotográfico y otra mano sosteniendo un cuenco corrugado en cuyo interior brillaba algo repelente.
-¡Estúpido! ¡Yo no le pedí la foto ni el diente de oro sino el cadáver!
Fueron las primeras palabras que pudo comprender. La voz de Paniagua increpando al empleado le resonaba en el cerebro como dentro de una fosa.
-Ya enterraron el cadáver, señor. Dicen que el Juez ordenó por hallarse el occiso en estado de putrefacción. Pero antes de enterrarlo le sacaron la fotografía y este diente, única pieza reconoscible, según dicen.
-¿Un diente de oro?
La voz de la anciana emergía del fondo de su derrumbe.
-Sí, señora, un diente de oro, ¿puede reconocerlo? El diente, señora, el diente, ¿usté conoce este diente, verdá?
El dolor contenido por el desmayo regresó estallante. No, por cierto, ella no conocía ese diente. No podía conocerlo puesto que había dejado de ver a su hijo desde años atrás, desde que el joven bachiller decidiera partir en busca de una plaza universitaria.
Desde entonces, las pocas cartas que recibía le decían que seguía bien, que pronto sería el doctor que su mamá soñaba.
Entre tanto transcurrían meses, luego años. La costumbre la ayudó a conformarse con una que otra carta siempre en espera del día triunfal. Pero luego aquéllas fueron menos frecuentes y finalmente cesaron. A partir de ese tiempo recibía noticias de él sólo de oídas. Así se enteró un día de que su hijo dirigía una montonera en los cerros de su localidad. No podía comprender enteramente aquello, pero al menos alimentó la vaga esperanza de verlo. Y la ilusión creció cuando supo que los montoneros marchaban sobre la guarnición militar local. Luego los días pasaron. La lucha parecía no tener fin. Le hablaban sin embargo de éxitos fantásticos, de inminente triunfo, hasta que, súbitamente, las emisoras del gobierno difundieron a todo pulmón el aplastamiento definitivo de los insurgentes. Y ella sintió desgarrársele algo en lo hondo. Después, una larga agonía, una cicatriz dolorosa y silencio. La esperanza acabó para ella al conocer la derrota del hijo. No podía comprender en profundidad el alcance de esa derrota, aunque sufrió atropellos, vejaciones, saqueos. Entonces quedósele grabada en la mente la imagen de Paniagua. Su corazón de madre sangró día tras día. Y pasaron tres meses al cabo de los cuales el desgarramiento parecía restañarse y sanó. Pero le pesaba el mundo mucho más que antes de la derrota. Lo soportaba entero sobre las espaldas. Veníase abismando, pero el día que recibió la citación se puso derecha. Presentía algo terrible por afrontar. Ella nada sabía del diente de oro, ni que perteneciera o no a su hijo. Pero sí estaba segura de que lo habían matado. ¿Por qué otra cosa la traerían a ella pues?
-¡Claro que lo asesinaron! ¡Tanto miedo que le tenían!
Una sola vez gritó desesperada. Y ese grito la tornó a su reciedumbre anterior. Tragó hiel y calló.
Y doña Esperanza, que así se llamaba la madre de Pablo Gamarra, se puso de pie e irguiéndose cuanto podía, salió caminando lenta pero firmemente, secos los ojos, cancelada la voz.
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Fuente: LA PESADILLA

Autor/a: Dimas Aranda, Santiago (1924-)
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Manuel Ortiz Guerrero, 1980.
 
 
 




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