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SANTIAGO DIMAS ARANDA (+)

  PERPETUA MEDIA NOCHE - Cuento de Santiago Dimas Aranda


PERPETUA MEDIA NOCHE - Cuento de Santiago Dimas Aranda
- IX - PERPETUA MEDIA NOCHE
 
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     Al primer toque de la puerta, doña Esperanza estuvo de pie. No dormía, permanecía con luz. Entre las cuatro paredes de barro guardando todavía parte del calor de la jornada, velaba. En el aire denso tejían los mosquitos.
     -¿Dónde has estado, por Dios?; no he pegado los ojos de quebranto.
     Pablo cerró la puerta y antes de responder la besó. Ella, toda húmeda, nerviosa, insistió: Creo que andan requisando el barrio. Los perros ladran y oigo golpes, gritos, qué sé yo... Cada día me convenzo más de que tenés que irte de vuelta. Te apresarán cualquier momento y te matarán.
     -Calma, mamita, calma. ¿Por eso no dormías o por los mosquitos?
     -Estoy acostumbrada a los mosquitos. Las aprensiones, eso sí, los quebrantos. Oigo cosas terribles. Tengo miedo.
     Sus últimas palabras fueron sollozos. Pablo se sentó a su lado, le tomó la mano oprimiéndole suavemente la muñeca, lo que motivó su protesta. No, ella no está enferma, vive insegura, intranquila; esas son sus enfermedades. Pablo le acarició la cabellera gris caída en desorden sobre sus magros hombros. Ella pareció calmarse.
     -Mamá, esta noche no quiero hablar de cosas desagradables.
     La madre lo miró extrañada. Un aire jovial nunca visto en él desde su llegada le enmarcaba el semblante. Sus palabras bien timbradas ponían firmeza en él. Era pues de suponer que algo fuera de lo común ocurría. Mas no le preguntó. Reprimió la natural curiosidad que empezaba a roerla, prefiriendo esperar que él mismo se lo dijese. Y así fue.
     -Esta noche soy feliz, mamá. He descubierto algo que ha de cambiar mi vida.
     Y la ansiedad de la viejecita estalló.
     -¿Qué descubriste, hijo? Decime.
     -Un hijo, digo que un hijo mío, aquí, en este pueblo.
     Doña Esperanza contuvo un fiero asombro en la boca. Con ojos desmesuradamente abiertos y la voz casi secreta, inquirió:
     -¿Con Dalmacia?
     Pablo pensó al punto que la madre estaría enterada de todo, y nada le decía por algún motivo.
     -Sí, con ella.
     -Comprendo. Le pagaste la gauchada de salvarte la vida dejándole un hijo, ¿verdad?
     -Mamá, ya no es tiempo de censuras. Nos amamos, y eso no es delito. Vos lo sabés.
     -¡Sí! Y sé cuántas tribulaciones nos cuesta a algunas mujeres el amor.
     Pablo dedujo ahora que se había precipitado respecto a su madre, pues empezaba a darse cuenta que lo de ella no pasaba de un presentimiento.
     -Bueno, mamá, si lo que hice fue un daño, creo llegado el momento de repararlo. Quiero evitar al menos que las tribulaciones continúen.
     -Ah, eso tenés que resolverlo vos. Ponete la mano sobre el corazón. Francamente, creo que tu presencia les traerá más quebranto que otra cosa. ¡Claro!, eso es lo que pienso yo, nada más.
     -He resuelto unirme a ella, mamá. Siento la necesidad de hacerlo.
     -Pondero tu buen corazón, hijo, pero me permito preguntar qué vas a darles de comer.
     -No se trata de buen corazón; pensá más bien que yo los necesito. Y en cuanto a comer, comerán. Conseguí una chacra a media legua de aquí, en un lugar estratégico. Me voy allá esta misma madrugada. Trabajaré, mamá, y dentro de poco, hasta podré ayudarte.
     -Se unirán, trabajarás en la chacra y que Dios te ayude, hijo. De mí no te preocupes. Será bastante ayuda la que tu mujer me da compartiendo mis angustias y sobresaltos.
     -Mamá, ¿por qué tanta insistencia sobre ese punto? ¿Es que presentís algún peligro?
     -Sí, Pablo. Alguien me indicó que te andan poniendo el ojo. Por eso prefiero que te vayas lejos, bien lejos.
     -¿El Dr. Cabral, por si acaso?
     Ella no dijo sí ni no. Dalma estaba en lo cierto. Conque arrepentido el infeliz, pensó murmurando para sí. Viendo que la madre prefería callar por algún motivo, levantose de su lado, dio largos pasos por la pieza hablando lenta y resueltamente.
     -Ya no me iré del país. En cuanto al doctor, se acabó la confianza.
     -Nadie es de confianza en este lugar, Pablo, desde hace mucho tiempo.
     -No podemos vivir sospechando de todos, pero sí del doctor Cabral. Tengo absoluta seguridad. Cuando los policías vengan por mí, te pido les digas que gracias al aviso del admirable doctor, pude adelantarme a la captura; que volví a la Argentina, ¿entendés?, que me escapé sabiendo que vendrían por mí.
     -¿Qué tenés contra el doctor Cabral? ¿Así le agradecés por devolverte tu salud?
     -¿No me entendés, mamá? Mirá, primero: el día que llegué, él vino cayendo solo; ¿quién lo mandó?, misterio; segundo: me trató hasta el día en que pudo establecer mi identidad. Y se fue con mi historia clínica, ideológica y todo. Conclusión: actuó como un vulgar pyragüé.
     -¡¡Dios todopoderoso!! ¿Cómo se puede creer semejante cosa?
     -No hace falta que lo creas. Él te advirtió que me apresarían, ¿verdad? El tipo ya rindió su informe: Se trata de Pablo Gamarra en persona, y ya no es contagioso; ya pueden atraparlo sin peligro. Vas a ver que vienen entre mañana o pasado. Ah, pero no olvides de decirles tal cual lo que te dije.
     -No me creerán.
     -Sí. Buscarán por todos los rincones y al no ver nada mío, se convencerán.
     -¿Y creés que en la capuera estarás seguro?
     -Sí. No saldré de ahí hasta que las cosas cambien. Mientras, que se laman el hocico.
     -¿Y si alguien te ve?
     -No pensarán que soy Pablo Gamarra. A él lo mataron en el río. Esa mentira me será muy útil. Tal vez quieras irte más tarde a vivir con nosotros.
     -Tal vez. Por ahora prefiero que me reconozcas el derecho a seguir viviendo con mis recuerdos. ¡Dios mío! ¡Tengo un grave temor, Pablo!
     -Tu temor... tu angustia... tu quebranto... ¿También ellos se quedarán a vivir contigo?
     Quedose sola, sentada en la cama, con las palabras del hijo palpitándole como una herida. Pablo, en la pieza contigua, se disponía a empacar. Con movimientos de vieja, doña [101] Esperanza se acostó. Permaneció intranquila, sin conciliar el sueño, atenta al trajín de la pronta partida. Para darse la sensación de estar todavía acompañada, de pronto habló.
     -¿A qué hora te vas?
     -A las cuatro más o menos. Descansaré antes unos minutos; estoy rendido. Dormite vos también, mamá. Ya verás que todo sale bien.
     -Estaría más tranquila si te fueras enseguida.
     -¿Me echás?
     -¡No, mi hijo! Pero tengo una aprensión terrible.
     Inconforme, continuó atenta a los aprontes. Pablo terminó de empacar y dio cuerda al despertador. Si no fuera por el cansancio que sentía, se marcharía ya. Además, pese a la urgencia de su madre por que se fuera, a él le daría mucha pena no quedarse un rato más. Era único hijo, y esta vez la partida significaba la emancipación. Fatalmente, un hijo pertenece a la vida o a la muerte, pensaba, no a los padres.
Entre tanto, dejábase estar junto a la cama como indeciso, escuchando el metálico latido del viejo reloj que tenía ante sí, incansable computador del tiempo cuyo pulso le urgía partir. Lo miraba. Las oscuras agujas marcaban las tres. Antes de tomarse el breve descanso salió al patio a escuchar el viento, los grillos, algunos ladridos, y mirar el inmenso cielo estrellado. Lo hacía siempre sea cual fuese la hora. La voz de los gallos había quedado suspendida a la media noche, hora en que cayó la niebla, hora en que, tiempos atrás, los barrios poblábanse de música bohemia. El rocío de la madrugada se desleía en las cuerdas y el canto buscaba el arrullo de las alcobas de paja. Era otro tiempo.
     Se fue a la cama. Pero, al igual que la madre, no podía dormir. Permanecía auscultando el silencio. Repentinamente, un sollozo llegado de la pieza contigua lo sacudió. Sentose en la cama y escuchó tenso. Doña Esperanza pudo calmarse para hablar.
     -¿Estás dormido, Pablo?
     -No, mamá; ¿qué sucede?
     -Mi angustia y mi miedo son fundados, hijo.
     Quiso insistirle que se fuera ya, que no importaba que ella tuviese pena.
     Pero desistió. Pablo se levantó con intención de prender el farol; y ella, temerosa ahora de que ya se fuera, de que ya no se volviese a la cama, le rogó.
     -No, hijo; no lo prendas todavía; estoy bien; dormite unos minutos antes de irte.
     Pablo, a fin de tranquilizarla, volvió a decirle que todo saldrá bien. Te sentirás encantada cuando tu nieto venga a verte y a mimarte, le dijo; es un lindo mita-í. ¡Qué padre tan eufórico se ha vuelto!, pensó la madre en voz alta. Y no era para menos. Ahora, mi vida y mi lucha tendrán sentido, respondió él, imaginate, ahora viviré y lucharé; no veo el momento de empezar.
     Ambos guardaron silencio. Él se durmió en tanto la madre cavilaba. De a poco, el tictaceo del reloj acentuábase llenando el oscuro ámbito hasta el punto de tornarse un triquitraque diabólico que la atormentaba impidiéndole penetrar el misterio de la artera calma. A poco sumáronsele los espaciados ronquidos de Pablo. Permanecía alerta, sujeta entre ambas cadencias que crecían abarcando la enorme caja de sonoridad en que ella sudaba. Pero, finalmente, acunada por el mismo sombrío ritornelo, quedose adormecida. Y entonces, ni bien llegado el sueño, fue que una fiera pesadilla la atacó, pudiendo difícilmente desbaratarla, procurando discernir si los golpes y gritos que había oído eran provenientes de la puerta de calle o simple sueño. Pablo se había despertado al mismo tiempo y ambos vacilaban flotantes en un vacío de latidos convulsos, vacío en los pechos tensos, en las sienes azoradas, en los crispados miembros. Y nuevos golpes, éstos bien reales por cierto, seguidos de una áspera voz, cortaron toda cadencia, todo aliento y movimiento. Pasado el espanto inicial, doña Esperanza gimió.
     -¿Quién es, por Dios?
     -¡L'autoridá carajo, abran!
     En plena oscuridad, Pablo saltó hacia la puerta, sacó el travesaño de seguridad y apostose a un lado con la madera lista. Entre tanto se oían voces y el trajín de soldados tomando posiciones alrededor de la casa. La madre estaba espantada.
     -¿Qué hacemos, Dios mío, la abrimos?
     -¡No! No la abras. Prendé la luz.
     Una vez más vociferaron afuera y golpearon. E inmediatamente, un brutal envión dejó libre acceso al cuerpo de un hombre que, arrojado por su propia fuerza, fue a parar debajo de una mesa donde perdió el ímpetu que lo animaba y el arma. Trató de recuperarla manoteando el oscuro piso, pero [103] la pistola había saltado justo a los pies de Pablo quien la levantó. Sonó un disparo y el arma fue arrojada al azar. El visitante quedó inmóvil.
     La atormentada doña Esperanza pudo finalmente encender el farol. Y Pablo, que no abandonaba su posición ante la puerta, viendo la desesperación de su madre, desistió de huir. Prefirió aferrarse a su tranca de lapacho y esperar lo que fuera. La anciana, doblemente asustada al reconocer el rostro del caído, farfulló: ¡Pa... blo! ¡Es Paniagua! No era pues la primera vez que el personaje aparecía con sus guardias en plena noche ni menos brutal que de costumbre el procedimiento frustrado. Sólo que ahora le fue harto peor que en anteriores ocasiones. El pobre tenía los ojos vueltos e inmóviles y por un boquete abierto en la yugular, la vida se le iba. Pablo no podía reconocer en él al abominable profanador de la morgue y desollador de cadáveres, ya que el rebelde herido entonces hallábase sudando dentro de una hedionda mortaja de lienzo. La anciana, en cambio, varias veces víctima de nocturnas zozobras debidas al finado, temblaba por las indudables repercusiones del percance. Y en tanto el prepotente se acababa mansamente, en el hueco de la puerta, uno tras otro, cada cual más perplejo, aparecían los soldados. Tal vez haya tenido el oficial un buen motivo que lo indujo a proceder sin testigos, prefiriendo tener a los guardias ocupados en poner sitio a la casa. ¡Paniagua!, repetía la anciana ahogada en su confusión; ¡Dios mío, qué nos ha pasado, Pablo!
     Uno de los presentes, lugarteniente del finado, examinó la pistola recogida del piso, cuya recámara todavía humeaba. Pablo, ante la sorprendente benevolencia de los soldados, abandonó la guardia y, aún asustado, habló:
     -Fue un accidente, créame. Se lanzó contra la puerta sin darme tiempo a abrir.
     -¿Y el tiro?
     -Sonó al caer la pistola al piso. Estaría sin el seguro, claro.
     -¿Y piensa hacerme creer que al oficial se le escapó el arma?
     -¿Qué otra cosa pudo ser? La única pistola que usted puede encontrar en esta casa es ésa. Además, mi madre acaba de prender la luz. Ni sabíamos de quién se trataba.
     El soldado le buscó el pulso al caído, le aplicó el oído al pecho y levantose meneando la cabeza. Los de la puerta, cada uno aferrado al fusil, permanecían como viendo fantasmas, blanco el semblante, salvo un negro pequeño que parecía contento de ver a Paniagua cadáver. El más aplomado del grupo, el único que hablaba, los miró con lástima diciendo con severo tono: Creo que si este hombre mató al oficial, lo mató en defensa propia. El finado le tenía marcado; por eso nos mandó a cercar la casa, para desligarse de nosotros. Parece que le quería cobrar una cuenta vieja. Los compañeros asintieron sin hablar, confusas las miradas, no comprendiendo por entero la intención del clase. Pablo, pálido; la madre, mordiéndose de nervios, adelantábanse presintiendo el imprevisible desenlace, esperando cualquier cosa, siempre la peor.
     -Si le apresamos, ¿qué ha de pasar?
     -Le matan enseguida, dijo sin vacilar, hablando por primera vez, el pequeño y oscuro subordinado.
     Entonces, otro del grupo se dio coraje y agregó:
     -¡Con el hambre que le tienen! Y hay estado de sitio, mi cabo.
     -¿Y usted qué piensa?
     Perdiendo el hilo inquisitorio pese a su crucial importancia, Pablo tenía involuntariamente el pensamiento puesto en algo que empezaba a mortificarlo: el error de haberse dejado dominar por el cansancio y la pena sentida por su madre sabiendo que Dalma no dormía esperándolo a salvo, que al despertar su hijo cumplirá seis años y no tendrá papá, que su promesa de volver le pesará toda la vida y que nunca tal vez podrá cumplirla ya ni amar a Dalma ni acariciar a su hijo, sueños no más de ternuras desbaratadas por un instante de flaqueza...
     -¿Y usted qué piensa?
     La pregunta fue una sorpresa, pero pudo hilvanar una respuesta, pese a todo, coherente:
     -Que... que... francamente estoy confundido. Esperaba cualquier cosa menos razonamientos. Pero, según veo, ustedes son conscriptos de verdad y no politiqueros armados. Debo confiar en ustedes.
     -¿Y qué cree que debemos hacer ahora, en esta situación?
     Un inesperado cielo se le abría. Era su oportunidad. Ahora probará sus agallas y la calidad de esos jóvenes soldados.
     -Soltarme y quedarse en paz con la conciencia, respondió con firmeza. Soy un luchador: no soy un criminal. Y algún día, ustedes mismos comprenderán mi lucha y ocuparán su puesto en ella. Por algo se nace varón en esta tierra. La patria no es una palabra, hermanos, ni una bandera ni un frío pedazo de tierra ajena; la patria es la felicidad pareja de todos los ciudadanos; esa felicidad despilfarrada cada día por una manada de hipócritas; hay que rescatarla, mis queridos hermanos; en esa lucha hay lugar para todos los verdaderos varones.
     El soldado se emocionó. Un presentimiento nacido de pronto acababa de confirmársele. Ese hombre tenía que ser el mismo de quien cierto hermano suyo solía recordarle años antes de morir, en tanto le explicaba por qué se lucha y por qué se muere en este país. Sin detenerse en preguntas, díjole directamente:
     -Pablo Gamarra, después de todo, usted es un hombre de suerte.
     -¿Me conoce?
     -Sí, ¿se acuerda de Cándido Paná?
     -¡Cómo olvidar a un hombre que prefirió dejarse cortar la lengua y dejarse castrar antes que delatarme?
     -Él fue mi hermano.
     -Y usted sabía que éramos amigos.
     -¡Claro que sí! Y que aquí, en este cuarto, ustedes dos amanecían sobre unos libros soñando con una vida mejor. A pesar de mi corta edad, él me contaba todos sus secretos. Fue mi hermano y mi mejor amigo.
     Se le quebró la voz. Pablo, confuso todavía pero hondamente tocado, le tendió la mano, acabando ambos por abrazarse con ardor. La madre suspiró aliviada. Los demás patrulleros, pasando bruscamente a la confianza, los rodearon con simpatía. Paná les habló resueltamente.
     -Muchachos, le daremos escapada a este hombre; yo me hago responsable.
     El nuevo abrazo de Pablo Gamarra fue un elocuente '¡Gracias!'. El joven Paná hacía honor a su apellido. La madre se aproximó llorando y dio un beso en la sudorosa frente del soldado, murmurando: ¡Que Dios le bendiga, hijo mío!
     -Agradezco a todos este gesto incomparable, concluyó Pablo, de corazón, y les ruego silencio sobre lo que aquí pasó, porque cualquier comentario irá en perjuicio de todos ustedes y de mi madre.
     -Bueno, dijo Paná, no se olviden que Paniagua recibió el balazo de su propia pistola cuando se cayó en la zanja  donde ahora llevaremos el cuerpo. Ahí mismo cayó y sonó el tiro; la bala que está en el cuello será la prueba. ¿De acuerdo? Y ahora, amigo Gamarra, no pierda más tiempo, váyase.
     Pablo tomó sus cosas, abrazó a la madre, a cada uno de los soldados y partió. La niebla ponía fina ceniza sobre los senderos a lo largo del callejón. Jamás la luna estuvo más pálida y opaca. Al trote, pese a su carga, nuevamente fugitivo, Pablo marchaba apresuradamente rumbo al refugio elegido donde decidía quedarse cueste lo que costare, al calor de ese hogar que minutos antes le parecía perdido. ¿Qué podía importarle el lugar que le negaba la enferma sociedad si en aquel escondrijo lo aguardaban Pablito y Dalma? Hizo un kilómetro escaso, tal vez la tercera parte del camino cuando, al desembocar en un cruce, sorpresivamente, un numeroso y bien armado grupo le cerró el paso. Tan reducida distancia lo separaba de la partida que ni la neblina pudo impedir que fuera enfocado y avistado. Sin tiempo para pensar, en el lapso abarcado por la voz de '¡Allltooo!', arrojó cuanta carga traía y diose a la fuga.
     El tiro de la pistola de Paniagua había repercutido muy lejos en la aciaga noche, llegando el eco hasta la base de donde procedían él y su gente. Llamó la atención el que fuese un solo tiro. Bien podía el reo haber preparado una de esas tretas de que sólo el diablo y los rebeldes eran capaces. Y por prever cualquier sorpresa de esa laya, un importante refuerzo fue puesto en marcha, al trote.
     El eco provenía de una pistola 45, sin lugar a dudas. Y al no haber sonado disparo alguno antes o después daba lugar, entre otras, a dos suposiciones: accidente o emboscada. La tensión dominaba los ánimos. Ninguno hablaba. La partida aceleraba la marcha a medida que se aproximaba al barrio.
     Al tocar el perímetro, las precauciones aumentaron, ni una voz, ningún ruido. Y a poco, al doblar una esquina, ¡zas!, el pobre fugitivo cargado de maletas abríase paso entre la niebla.
     Como alevoso puñal, el grito hendió la grisura seguido del estruendo de la fusilería y el traqueteo de las corridas. Voces desaforadas mandaban liquidar, descabezar... y putas y carajos a granel. Los pobladores, ovillados en la orfandad de sus camastros, moríanse sobrecogidos de aprensión, una aprensión emergida del fondo de antiguas agonías nunca por entero borradas. El frío espectro del miedo se alzaba de la tierra. ¡Hasta cuándo la nocturna orgía de la muerte!
     Lejos de verse doblegado por el grito, el fugitivo atropelló chircales, cardales y alambradas escapando por pura suerte a la granizada de plomo, pero a partir de ese momento y lugar, identificado sin esfuerzo por el contenido del bagaje abandonado en la huida, su persecución se desencadenó con furia.
     Y fue entonces que el prófugo con fama de difunto supo de lo absurdo que resultaba continuar con vida y seguir amando la tierra y la gente de uno cuando el envilecimiento había nivelado a humanos y bestias, porque tanto los irracionales como los enceguecidos de la superior especie aportaron todas sus armas al servicio de la impiedad. Perros y zorros, lechuzas y teruterus, charatas y ñajhanaes, de pronto inficionados con el humano delirio, erigieron un cerco de colmillos, ladridos y graznidos. Y al amanecer de un oscuro día del mes oscuro de un año inmemorial, Pablo Gamarra cayó. Pero no fue ejecutado como vaticinaban los benévolos amigos de Paná. Las pasiones estaban en mengua, ahítas de escarnio. La embriaguez de sangre venía siendo suplantada por la de whiskys clandestinos y fortunas malparidas entre orgías y orgías. No fue ejecutado sino simplemente sepulto en alguna fosa de comisaría, de esas donde, según decires, yacen los no comunes; donde, según bocas maldicientes, el pudrirse en vida resulta un eufemismo y las ratas cobran alto valor social por transmitir increíble sensación de vida al sojuzgado, y donde, siempre según infundios, los tormentos, la locura y la tisis ofrecen generoso estímulo al suicidio, cosa que los presos no siempre aprecian enteramente debido a un ridículo apego a la esperanza.
     No le ejecutaron. Ni el conscripto Paná ni sus amigos tuvieron los inmediatos graves problemas previstos, merced al proyectil extraídole al finado, material testimoniante de cuyo origen, la fácil determinación, también estaba prevista. De la simple comparación con otro, disparado al efecto en el agua de cualquier tina, habrían deducido con suficiente claridad la no implicancia de nadie. Conclusión: A Paniagua cúpole asumir post mortem su primer justiciero trabajo. 
     No hubo pues asesinato. Lo aseveraban las crónicas emanadas de insospechables fuentes y los diceques de cuño popular. Y ninguna relación habría guardado con el hecho la fortuita muerte encontrada por Paná a medio camino del terruño, el día mismo de su licencia. La bala, de calibre no revelado, dirigida por manos anónimas, le partió la nuca, justo en mitad de cierta inhóspita picada donde fue hallado el despojo algún tiempo después. De sus amigos, nada se supo desde entonces, como nada, claro está, del rebelde Pablo Gamarra a quien nadie ha vuelto a ver. Se supone que lo mudan de fosa en fosa. Se supone que vive.
     Su hijo, del mismo nombre, emigrado a Buenos Aires en compañía de su madre cumplió veintiocho años. Él asegura haber visto a su padre una vez, en un sueño.
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Fuente: LA PESADILLA

Autor/a: Dimas Aranda, Santiago (1924-)
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Manuel Ortiz Guerrero, 1980.
 
 
 
 




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