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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO, 2006 (Cuentos de RUBÉN BAREIRO SAGUIER)


EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO, 2006 (Cuentos de RUBÉN BAREIRO SAGUIER)

EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO

 

Cuentos de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

 

Editorial Servilibro,

 

(Colección Bareiro Saguier – Nº 2)

 

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Asunción-Paraguay 2006 (Primera edición)

 

 

 

 


EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO ha sido publicado en 1984, por Arte Nuevo, de Asunción. Editado pero no distribuido. Se incautó la totalidad de los ejemplares, apenas aparecido el libro y expuestos en tres o cuatro librerías. Uno de los pocos “libreros” que recibió, oficiando de pyrague, entregó un ejemplar al siniestro Comisario de la cultura en épocas de la indecente dictadura, quien sin dilación ordenó el decomiso policial, no sólo de los pocas libros distribuidos, sino de la totalidad de los que estaban en la imprenta.

 

Los cuentos de este volumen fueron conocidos recién después de la caída del  tirano, cuando la Editorial Don Bosco los publicó, en 1998, en un volumen que, con el título de CUENTOS DE LAS DOS ORILLAS, reunió EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO con OJO POR DIENTE.

 

Esa edición, hoy agotada, prescindió del magnífico prólogo, que es una extensa “Conversación” entre el autor y “el amigo, el hermano", Augusto Roa Bastos. Extensa y sobre todo intensa, pues en el mismo no sólo se habla de los textos que componen el volumen, sino se discurre, se opina y se reflexiona sobre las diferentes expresiones de la cultura paraguaya, de su transcurso y del estado en que la misma se debate entre la intimidación, la persecución, la censura -o aún más grave, la autocensura- para con los que quedaron a la deriva en el país, y los que habían sido expulsados y se afanaban en el "duro oficio del exilio”.

 

Esta edición re-incorpora ese importante documento, que plantea y trata de cerner los despojos que la cerrazón dictatorial no consiguió apagar. Es un testimonio de capital importancia, uno de los “valores agregados” al libro de cuentos de Rubén Bareiro Saguier.

 

 

 


 

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La vibración de la luz, la tonalidad de miel de las piedras de Toledo o de Jerusalén, los sonidos apagados y densos de los trópicos, las puertas que se abren sobre el infinito, la penumbra olorosa del bosque atravesado, el concierto para violín... nuestras memorias están entrelazadas. Leyendo tus palabras son mis recuerdos los que resurgen, las palabras que yo no he sabido decir.

Haber amado es, sin duda, eso, un texto de comunión del cual no se sabe más quien es el autor, un pasado que no muere, un libro que no termina nunca de escribirse, como ese de tafilete rojo escondido entre las cosas del pasado, pero siempre presente.

Qué otra cosa decir sino este enorme gracias, la infinita gratitud por este soplo de vida.

Lariza

 




GUARNIPITÁN, EL RÍO
Los primeros peces de luz empezaban siempre a saltar sobre el lomo del río cuando yo llegaba a la altura de los restos del viejo muelle. Allá enfrente, luego de la lengua de arena del banco, estaba «Rosadito», así llamado seguramente por el color que tomaba el rancho de Pedro Tomillo cuando le empapaba este primer sol de la mañana. Y yo no entendía nada cuando me contaban que esa costa tan cercana era «otro país», y que se llamaba Argentina. Pero, ¿por qué, si eran los mismos árboles y la misma tierra roja? Y la cosa se complicaba cuando me aseguraban que el banco de arena era todavía «nuestro país».
 
Todo se me volvía simple cuando regresaba a esta orilla de mis ojos, al paisaje de la costumbre. Desde lo alto de mi caballo, juntito al viento, iba haciendo el inventario de cada pedazo de mi vista, reiventándolo mañana a mañana en los detalles no descubiertos la víspera. El rancho de tablas de Juan Lucero, pescador y cuidador del muelle en que atracaba la «Liguria», la lancha que nos comunicaba con el mundo. A la derecha se veía el esqueleto de la casa de dos plantas que perteneció al Bastonero, evangelista, lector fanático de la Biblia. «El Apocalipsis... -decía moviendo el índice amenazador-, ya verán, está llegando...». Vivió esperando el diluvio que ahogaría los pecados del pueblo. El espinazo del enorme arca de madera de palosanto, en el que pensaba salvarse, él y los suyos -incluyendo a los perros, gatos, gallinas, vacas y su caballo-, estaba todavía en el patio trasero.
 
La mañana avanzaba al trote de la luz, que iba adquiriendo la consistencia de la miel. Hasta llegar al muelle viejo. Este muelle en que desembocaban las ruinas de los galpones de la antigua desmotadora de algodón a través de los rieles, aún relucientes. La zorra que antes transportaba los fardos de algodón ya no circulaba, pero las dos cintas todavía se volvían de plata en las noches de luna. Me gustaba remedar, con un pie en cada vía, la marcha resbalona de la zorrita, rescatándola así de su sueño oxidado en el fondo del galpón de calamina. Por esas paralelas llegaba yo al infinito extremo izquierdo del muelle, en donde aún estaba fijada la plancha de metal enlozado, cuyas rayas negras y rojas marcaban la altura del río. Sentado frente a la extensión azul del agua, que luego se prolongaba por el cielo hasta caérseme sobre la cabeza, oía el rumor con que la corriente había ido royendo la madera, carcomiendo la antigua imponencia del muelle, hasta convertirlo en hilachas de tablas, invadidas por el musgo, el olvido y los yuyos, que irrespetuosamente emergían entre listón y listón descuajeringado. Desde allí veía pasar, cuando las crecientes, la jangada verde de los camalotes, salpicada por el azul intenso de las flores frecuentes, y a veces -fijando con atención la vista-, alguna gruesa boa disimulada entre el follaje navegante. Cuando el atardecer de la bajante adelgazaba la cinta de plata del río, se veía crecer el montón de formas y tamaños diversos en el pedregal cercano. Y a lo lejos, la silueta de los barcos atascados, por falta de agua, en el paso de Angostura.
 
El pueblo se fue apagando después que dejó de ser puerto de exportación. Aquella época dorada en que la naranja cubría de oro y aroma las calles y las plazas hasta anegar el muelle y las bodegas de los barcos; y en que además se exportaban diamelas en latas. Había entonces cónsules de otros países, entre los que vino el elegante abuelo barbado, al que sólo conocí en las fotografías amarillentas. Cuando el puerto comenzó a perder importancia, el caballero consular se marchó, dejando varios hijos de distinguido apellido, y alguna vaga promesa. Y hasta los paquetes dejaron de atracar en el muelle descuidado, aunque todavía se oye, en las noches de amenazo, la sirena con que el Capitán del «Ciudad de Corrientes», Román García, saluda a su madre enterrada en el cementerio de Guarnipitán.
 
Guarnipitán. Ya nadie recordaba el origen del nombre. Yo lo supe por Mana, la yuyera, que nos tomó confianza luego que mi padre le sacara de la cárcel a su compañero. Un día que yo había ido al rancherío me lo confío: «Mucho antes que los juru'a, los blancos arrasaran con todo, los nuestros eran los señores de la región. Aquí llegamos buscando la tierra sin mal que nos prometían nuestros chamanes. Vivíamos libres como el viento, hasta que ellos llegaron; pero les dimos guerra. De allí el nombre: Guaraní-pytä, nos llamaron con respetuoso temor, aludiendo al color del urukú, la tintura roja con que nos adornábamos el cuerpo, antes de entrar en combate». Y se leía en su mirada perdida hacia el recuerdo la larga marcha de luchas, penurias y humillaciones. De todo ese sueño apenas quedaban los cuatro ranchos en medio de una limpiada en la lengua del monte que lame el río, como media legua más arriba que la casa del Bastonero, ya cerca de Angostura. Su compañero y los otros miembros de «la familia» -como ella decía- bajaban raramente al pueblo. Por el contrario incursionaban a diario en la región boscosa y de esteros que comenzaba detrás de los ranchos. De allí traían, junto con las presas cobradas en la caza, las hierbas medicinales que Mana llevaba al pueblo, según las lunaciones. «Porque el yuyo hay que arrancar en su momento, cuando la luna...», y se callaba de golpe, como temerosa de revelar más de lo que debía ese secreto que era una vieja herencia ancestral. Mana iba a las casas como si adivinara donde había enfermos; no a todas las casas. Evitaba la del Jefe Político y la del Sargento; huía la del Juez de Paz; la del Cura nunca pisó; con el Bastonero era la guerra abierta... Entregaba uno u otro yuyo después de mirar el blanco de los ojos o de palpar la región del cuerpo afectada. Y nunca pedía retribución por sus curaciones; se le daba cualquier cosa, un poco de dinero, ropa, comida, algún objeto. Jamás aceptaba oro ni joyas.
 
Hacia la otra orilla del pueblo, Mana no iba ni por nada. Tampoco a mí me gustaba ese río inquietante. Allá donde, hacia el poniente, se acababan las casas y luego de un descampado comenzaba el cementerio sobre la loma: la murallita blanca primero, con su portón de hierro; los panteones de las familias de los notables luego, seguidos de los nichos colectivos, las sepulturas a ras del suelo, y al final, los huesos de los más pobres, enterrados en la simple tierra, túmulos apenas marcados por una cruz de madera con un nombre y dos fechas. Íbamos a esa aldea de silencio cuando había que acompañar a algún pariente, amigo o conocido. En esas ocasiones la solidaridad era total, desde el velorio hasta el entierro. En el largo trayecto entre la iglesia y el cementerio los rezos por la salvación del alma del difunto alternaban con las letanías recordando al querido finado, todo envuelto en el halo de las lamentaciones roncas de los deudos, o de las más percutantes de las lloronas, cuando aquellos escaseaban.
 
Pero había otra cita anual de rigor, el 2 de noviembre, «día de los santos difuntos». Temprano íbamos en familia al cementerio y allí pasábamos la jornada con ellos, limpiando el panteón o la sepultura, conversándoles, comiendo chipás o tortas de maíz. Esta celebración que se remontaba hasta las cenizas de la memoria familiar más remota, era una prueba contundente de la inmortalidad del alma, como afirmaba el Cura.
 
De todas maneras, cuando iba al cementerio nunca dejaba de visitar la tumba de «Piloto del Ambiente», un personaje muy apreciado en el pueblo por su ingenio y su verba abundosa  y florida. Amado por sus pares del Almacén-Bar «El mbiguá», era objeto del homenaje permanente, a través de un rito alcohólico celosamente cumplido: llenar la copa que coronaba su sepultura para saciar, más allá de la muerte, la sed inagotable que había acompañado al amigo de tragos durante toda su vida.
 
El descampado que precedía a la muralla del cementerio era, de vez en cuando, el escenario de un acontecimiento muy comentado en el pueblo: el combate librado contra los demonios por el sacristán, en las épocas de gran maleficio. Los síntomas eran diversos: las muchachas preñadas misteriosamente, la frecuente aparición de monstruos con rostros carcomidos por la lepra, las vacas atacadas por el gusano, los perros rabiosos, los naranjos que morían de tristeza... Entonces el sacristán Juan Evangelista iba a desafiar al maldito y a su cohorte infernal, armado de una cruz de plata, especialmente bendecida para la ocasión, con la punta incisiva como lanza y los brazos afilados como espadas. Hacia el atardecer, cuando las almas condenadas, capitaneadas por los demonios se lanzaban sobre el pueblo, el sacristán se presentaba en la explanada que separaba el mundo de los vivos del de los muertos, y les libraba valiente combate. Estocadas y mandobles de la santificada cruz iban dando cuenta de los malditos, hasta que el toque del ángelus en la campana de la iglesia coronaba su afanoso esfuerzo, y un coro de hurras y los aplausos celebraban su victoria en el pueblo.
 
El cementerio era todavía un lugar familiar. Más allá yo no me aventuraba demasiado, pues como la tierra era plana, seguro que los bordes estaban por ahí donde se perdían de vista las casas y las tumbas.
 
Por eso prefería la otra orilla de Guarnipitán, la del oriente, en donde el río me acogía con sus saltarines peces de luz, con la frescura del agua en que nadábamos, mi caballo y yo encima, como volando entre nubes.

 
 
 

REUNIÓN DE FAMILIA

Para Jean Andreu    
                
Mi madre tampoco me mira. Está sentada, como siempre a mi derecha. Enfrente de ella, Julita; a su lado, el cuarto asiento vacío. Como todos los días de la vida, dos veces al día, tampoco prueba bocado. Mamá mueve blandamente el tenedor, escarbando en el plato como una gallina desganada. Julita tiene las manos apoyadas sobre la mesa, a ambos costados de los cubiertos. La comida ya no humea, ha dejado de oler, o a lo mejor soy yo quien perdió el olfato. La vuelvo a mirar, a hurtadillas, y no me animo a quebrar el silencio, pese a lo bien que me haría contarles la pesadilla de la otra noche. Estoy segura que eso aflojaría el vuelo cerrado del pajarraco que me palpita en el pecho. Pero viéndolas así...
 
Había algo como un animal despanzurrado y yo sentía una angustia terrible. Le tomé la mano a Julita y nos internamos entre las matas...; ¿o eran restos de basura? Llegamos hasta un lugar en que un alambre tejido nos impedía seguir avanzando... «No hagas eso Candela», me dijo él con voz serena. Creo que su sonrisa tranquila aumentó mi exasperación.
-Mamá, ¿sabés qué?... -intenté tímidamente, pero ninguna de las dos parece oírme.
 
Entonces sigo contándome, sin voz. Y no podíamos pasar, porque el alambre tejido delante, y atrás las basuras putrefactas. Le escucho otra vez el tono calmo de la voz cuando me dice: «No hagas eso Candela», y me asombro de su tranquilidad, por lo de minutos antes. No era posible que hubiese cambiado así, tan rápido, de polo a polo, entre la alambrada y el momento en que volvíamos, hacia atrás, pisando las inmundicias. Me parece que fue eso lo que más me perturbó.
 
A tía Felisa le encanta contar. Cada vez que puede mete baza y dale que te dale con sus historias. Ah, la guerra, la guerra, mi hija, vos no viste, no sabés lo que ha sido eso. Un rosario de angustia y de miedo y de llanto y de espera. Esos días terribles en que los contingentes partían... Todo el pueblo -los que nos quedábamos- estaba en la plaza del mercado. La banda hacía estremecer el aire y los corazones con las marchas bélicas; yo sentía que mis vísceras se removían, sobre todo aquí, cerca del estómago, se me apretujaba, entre el dolor y la cosquilla, esas ganas de reír mi llanto. Las banderas flameaban al viento y los hurras entrecortaban los discursos inflamados del Jefe Político, del Pa'í, del Intendente, de tía Herminia, que fue Presidenta de la Cruz Roja local. Eso daba ánimo, infundía coraje a nuestros soldados; se veía en el rostro cómo montaba la decisión de ir a pelear por la patria, cómo se afirmaba la segura calma ante la tremenda prueba que les aguardaba en los cañadones de fuego. Y nosotros ahí, ¡qué tristeza nos invadía a los que nos quedábamos al pie de los camiones! Pasábamos los días, las horas desesperando a la espera de un harapo de noticia, una carta garabateada en el apuro de un descanso, o las hilachas recogidas en la boca del herido que volvía al pueblo a convalecer: que sí, que nos cruzamos cuando me evacuaban del hospital de sangre, en Pozo Colorado creo; que no, que no está flaco, un poco demacrado sí, por la marcha de varios días seguramente; se iba destacado al 2.º Frente... Y nosotros disimulando la tristeza para darles ánimo cuando subían a los camiones, disimulando tras la máscara de una sonrisa forzada las lágrimas que se apretujaban en el pecho, listas a saltar como langostas.
 
Las miro a hurtadillas y veo que siguen con la vista perdida en algún lugar de la mesa situado entre el plato, la mano y el recuerdo. ¡Y lo bien que me hubiera hecho poder contarles!
 
La angustia me vuelve a invadir cuando retrocedemos en la materia descompuesta del basural; es como si fuéramos pisando charcos de tripa o barriales de sangre pegajosa. «No me van a decir que no les advertí claramente...», nos dice, levantando las grises estrías desde el reloj pulsera. Siento que algo se me hiela adentro y creo haber soñado antes la misma escena. Hago un esfuerzo para despertarme, y las veo a las dos allí, mudas y lejanas, mientras comienza el altercado. «Pero si sólo estuvimos con las primas...», dice Julia. «¡Qué carajo me importa, hace horas...!» «¡No es cierto!, nos dijiste a las once y son las once y media...». «¡Cállate pendeja de mierda!» Las palabras que siguen ya no las entiendo porque Julita se le va encima, farfullando y llorando.
 
«Pero aquella mañana del 20 de agosto, era un viernes, no pude contenerme y lloré. La banda tocaba los aires marciales como las veces anteriores, pero en mis oídos no tenían el ritmo de siempre, sonaban lúgubres, como un presentimiento. El camión era el mismo Ford azul despintado en que habían partido el tío Serapio, y don Cancio Gayoso, el padre de Damiana, y el boticario Imbert, nuestro vecino, y tantos otros. Esta vez les tocaba a los más jóvenes; entre ellos iban mi hermano Juan Bautista y Jacinto...». Tía Felisa suspira hondo, mira su anillo y prosigue: «Jacinto insistió en formalizar el compromiso antes de la partida. El Padre Asmetto entregó los anillos: que tu mano, Señor, proteja a tu siervo, que va a defender una causa que es tuya porque es justa, para que vuelva pronto y pueda consumarse esta promesa. Aquí queda en capullo la rosa blanca que llevará al altar, para unir en el sacramento de un mismo aroma dos vidas jóvenes, bellas y cristianas. Muy impresionados estábamos todos; hasta Jacinto, tan hombre, tenía los ojos empañados. Una fiestita muy íntima, alegre y triste al mismo tiempo... Es un recuerdo que llevo todavía clavado aquí como un cuchillo. El día siguiente amaneció gris y frío. Papá hizo aquella vez el discurso; recuerdo que le temblaba la voz: y si yo me veo obligado a quedarme para cumplir con mi deber como Presidente de la Cruzada Patriótica de la localidad, aquí va un pedazo de mi sangre y otro ya casi mi hijo, que con los demás retoños de este pueblo sabrán escribir la página de gloria para salvar a nuestra patria de los invasores y afirmar la heredad que nos legaron el sacrificio y la valentía de nuestros antepasados... La gente lagrimeaba, yo oraba, hundida en mi mantilla. Cuando el camión empezó a doblar la esquina de la Comisaría, vi flamear el pañuelo de Jacinto en el sol que comenzaba a despuntar».
 
Su mirada era blanda, como su sonrisa, cuando me habló. Copos de algodón o de nieve. Parece que la nieve cae así, callada y suavemente. Ruedan lentamente, como dos osos de felpa revolicándose. La boca de Julita se abre y se cierra en parsimoniosos tiempos, las muecas de su cara siguen el mismo ritmo; los párpados tienen un reborde brillante. En la cara cetrina los ojos se estiran sobre los pómulos, que se vuelven más y más angulosos. Las manos apretando las manos, un hombro contra el otro, luego el derecho de ella contra el izquierdo de él. Sueño que yo también entro en el juego; inclinada sobre ellos muevo las manos, mis numerosas manos, arriba, abajo, al costado, entre los dos, tirando dulcemente de un brazo, de una pierna, de un hombro, de una nalga, de una espalda, todo suavemente a un mismo tiempo. Un puño me roza la mejilla como una flor, otro me acaricia el cuello, cerca de la oreja izquierda, casi puedo oler la tercera corola que me llega a la nariz.
 
«Así es de terrible la guerra, mi hija, tuerce el destino más recto, quema la suerte más limpia. Nos lleva lo mejor y sólo nos devuelve la resaca, los restos del naufragio. Juan Bautista volvió, casi al final, como un héroe..., pero con la muñeca izquierda destrozada. Y Jacinto...». Tía Felisa se calla, pasa el dorso de la mano por la frente, como si quisiera borrar la mancha del recuerdo. Luego de un pozo de silencio, sigue contando. «Así llegó 'el bolí' al pueblo. Había caído prisionero en Pitiantuta, y la mala suerte quiso que se le destinara a nuestra casa. Era la costumbre de confiar algunos prisioneros a las familias pudientes que aceptaban recibirlos; trabajaban y se les daba un trato humano. Así llegó una tarde a la casona familiar, con el aire triste y la estría alrededor de los ojos en los pómulos pronunciados. 'El paceño', le decían en el pueblo, y se lo distinguía de los otros prisioneros por sus modales pulidos, sus eses intensas, su grado de teniente y su sonrisa melancólica».
 
-Mamá, ¿era la misma...?, y me vuelvo a hundir. Pero habría sido la misma que tenía la segunda vez, cuando me dijo: «No, Candelita». Cómo me hubiera gustado asegurarme al menos para saber si el sueño le copia a la realidad, o a lo mejor es al revés. De todas maneras no hay forma de traerle a mamá hasta la mesa; ahora deja la cuchara hundida en la comida y juguetea con la servilleta. Julita ataja la cabeza con la mano izquierda y sigue con la otra apoyada al costado del plato. Tía Felisa es de fiar para los detalles. Yo sé que ella no le quiso nunca, pero tiene buena memoria, y le gusta contar.
 
«Los dientes muy blancos y los ojos estirados en la cara angulosa y cetrina. Y esa sonrisa melancólica, que le daba un aire interesante, algo misterioso. Tiene buena planta, decían las muchachas del pueblo. Animado por esa pequeña aura había comenzado el merodeo, el cortejo distante a la hija del dueño de casa. Las miradas lánguidas, intencionadas, largas; algunas palabras, ocasionales al comienzo, de halago indeciso luego, para pasar después a las conversaciones entrecortadas, a algún roce casual de inocente apariencia; los primeros apretones de manos... Yo me di cuenta pronto y le advertí a Balbina. La rigidez de las barreras que los separaban hacía más fuerte la atracción. Mamá empezaba a desconfiar y la reprendía: mesura, hija, compórtate a la altura de tu rango; no olvides que sos hija de un caballero y que pertenecés a una familia de nombre intachable... Y las amigas, algunas por envidia, murmuraban: es por interés... Pero todo eso hacía parte de la salsa que iba impregnando a mi pobre hermana».
 
Le hubiera querido contar a Julita, pero sigue mirando sus manos, de nuevo a los costados del plato, sin percatarse del cuerpo a cuerpo que duraba desde hacía... una eternidad. Creo que yo gritaba «basta», o algo por el estilo, inclinada y manoteando desesperadamente, al tiempo que recibía algún coscorrón extraviado. Por fin conseguí separarlos, o quizá se apartaron por sí mismos, en algún momento de fatiga o de lucidez. Él se levantó completamente cambiado, extrañamente callado. Sin mirarnos siquiera se dirigió a su habitación, con el rostro intensamente marcado por una especie de cansancio, o hastío, como si saliera de un combate feroz, como con una máscara atravesada de surcos profundos.
 
«Balbina empezó a hundirse como en un tembladeral de pasión, empujada por las interdicciones y los impedimentos, estimulada por las oposiciones y las imposibilidades. No oía razones. ¡Dónde se ha visto, esos son todos indios...!, decía mamá, y allí ella más se emperraba, contra viento y marea. Papá ya no decía nada; había pasado de la tristeza a la furia y luego a la resignación. Se encerraba en su escritorio todo el santo día, y cuando salía, lo veíamos huraño, taciturno, al tiempo que adelgazaba a ojos vistas. Balbina no sólo desafiaba con su obstinación a la familia, sino a todo el pueblo. Una de las muchachas más codiciadas, más admiradas elegía al 'bolí', al prisionero, al cholo ese que vino a invadir nuestro Chaco; gente como él era culpable -cómplice cuando menos- de las tristezas, de las ausencias, de las lágrimas. Él sonreía, soportaba las habladurías como si de nada se tratara, como si no supiese nada, tragaba el desprecio que le rodeaba, miraba a Balbina con sus lánguidos ojos, seguía sonriendo y la paseaba por el pueblo colgada del brazo, triunfante en su aparente modestia. Mosquita muerta, hipócrita..., clamaba mamá con desesperación; simulador, ladronzuelo, aprovechador, murmuraba la gente del pueblo».
 
La misma sonrisa, estoy segura que hasta el mismo tono suave de la voz.
 
Caminamos todavía sobre las materias viscosas hasta llegar a una especie de abertura que desembocaba en nuestro dormitorio. Yo la tenía por el hombro y Julita gimoteaba todavía cuando entramos, el cuerpo sacudido por relámpagos de llanto. Traté de tranquilizarla, ayudándole a cambiarse y a meterse en la cama. Intenté explicarle, y ella seguía temblando.
 
«Cuando se casaron, hacía tres meses que vos estabas en el vientre de tu madre. La guerra había terminado, y el antiguo prisionero pasó a ser Juan Otero, maestro de obras, pues conocía bien, parece, el oficio de la construcción. Se convirtió en un ciudadano más del pueblo. O casi, porque cuando se hablaba de él, se seguía diciendo 'el cholo', o más frecuentemente, 'el cholo de mierda'. Poco tiempo después del casamiento, al que no asistió Juan Bautista, papá murió de un infarto. Esa harpía con su cholo le mataron, decían las malas lenguas. Vos ya no naciste en el pueblo».
 
Si hubiera tenido un poco de esta calma, ahí tan sentada mirando, mirando, y sin ver ni sus manos. Cuando empezamos a recordar, sin embargo, empezó a tranquilizarse. Pero a medida que evocábamos, era a mí a quien me entraba una tremenda angustia. Recuerdo viene, recuerdo va, la memoria se nos volcaba como vaharadas de vómito. En la pieza vecina, mamá trata de ahogar sus quejas para que no la sintamos, pero se oyen los golpes, las eses nítidas del altiplano encadenando palabras cuyo sentido no se entienden, pero sí el tono duro. Y mamá tratando de ahogar sus ayes de dolor, mordiéndose la mano, quizás, para no gritar, para que no la escucháramos.
 
Yo ya no nací en el pueblo, ni tampoco Julita. Pero también aquí siguió siendo «el cholo», y en la escuela, las veces que nos fuimos a los puños y a las patadas, cuando nos escupían a la cara: «las bolís». Y cuado le contábamos, era como si el aire triste de la sonrisa fuera de golpe el agua en el pozo del patio, tan fría y oscura en ese fondo al que la luz no llega. Cuando le contábamos, se limitaba a hacer un movimiento de los hombros, una mueca en la que, hacía tiempo, la indignación o el despecho habían cedido lugar a la resignación. Esa marca en el anca familiar no era lo único que nos unía. Tía Felisa no sabía, no quería saber del resto, pero él siempre había sido así, esquivo hasta en la ternura subrepticia con que nos rodeaba, desde el fondo de sus ojillos estirados, un poco rudo en las caricias con las palmas tibias de las manos, anchas y firmes como los ángulos de la cara cetrina. Como esos animales inhábiles que no saben querer sin hacer daño.
 
Claro que lo de esa noche no era nuevo, aunque sí lo del pugilato. Hacía un tiempo que nos íbamos sustituyendo a mamá en los arrebatos de su rabia súbita, como si el amor, los celos o no sé qué hacia nosotras se le fuera despertando y fuese creciendo desde que salíamos con los amigos. Pero Julita hubiera hecho mejor en callarse, como esta noche. No sé por qué me recordó cuando, para humillarla más, le contó a mamá sus aventuras amorosas, inventadas o reales, delante de nosotras, sonriente él. Julita empieza a hundirse en el sueño de la pastilla que le había dado, a borrarse tras los puntos luminosos, blancos, verdes, amarillos, azules, rojos sobre todo; chispas por todas partes, de todos los colores, coloradas las más... Y me veo caminando de nuevo, sola, sobre las vísceras de animales despanzurrados. Los puntos luminosos me duelen detrás de los ojos y me bajan por el cuerpo, hasta los pies, como pequeñas cascadas de descargas eléctricas.
 
«¿Terminaste de chismear con la babosa de Felisa?», dice, confundiendo mis pasos con los de mamá. Cuando entro en su habitación, aparta el diario que está leyendo, y me mira con su sonrisa tranquila, como si nada hubiera pasado un rato antes. «No hagas eso, Candela», me dice sin alterarse. Yo tiemblo de pies a cabeza, pero lúcidamente veo la escena, al tiempo que me pasa por la frente todo, lo de hace un momento y todo lo anterior, clara y minuciosamente todo, como en una especie de película que no habría durado sino unos pocos segundos. «No, Candelita...», vuelve a decir, con la voz tranquila, que le sale de los ojos estirados, del fondo de la sonrisa.
 
No me explico en qué momento de la pesadilla apreté el gatillo de la carabina. Y lo peor es que no puedo preguntarles nada a mamá ni a Julita, ahora que estamos las tres frente a la silla vacía, cada una a su manera recordando, quizás, su sonrisa triste y el cariño secreto y violento con que nos rodeaba.



 
 
LICANTROPÍA
 
Cuando ayer lo vi en la calle, tan cadavérico, me vino a la memoria la cantidad de rumores que corrían por el pueblo a propósito del tío Cabrilla y de la tía Lalí. «Mentiras», decía mi madre; «calumnias», sentenciaba -más severo mi padre, coreado por los comentarios indignados de sus hermanas. Aunque luego, hasta mamá pareció cambiar de opinión, o por lo menos guardaba silencio, cuando se hablaba de la cosa.
 
Y todo eso me volvió a la memoria cuando el tío Cabrilla se me cruzó por la misma vereda, sin siquiera reparar en mi presencia. En la mía o en la de cualquiera otra persona. Iba con la mirada opaca perdida en algún lugar vacío del espacio o del limbo. Descarriado y ausente, paseaba lentamente su esqueleto, con la marca neta de los huesos bajo la piel, verdosa de tan amarillenta o cerosa. Era la primera vez que notaba tan claramente estos detalles, quizá olvidados por los años o disimulados por la mirada neutra del niño hacia seres tan poco atractivos, como estos tíos entrevistos en medio del ajetreo apasionado del mundo de los trompos, escondites, arroyos y caballos en el intenso tiempo de las vacaciones o feriados largos que nos devolvía al pueblo. Recuerdo, sin embargo, que a la pandilla de hermanos y primos nos llamaba bastante la atención la vida recoleta que los tíos llevaban en la casona oscura que hacía esquina frente a la plazoleta lateral de la iglesia, que «Cuando se fundó el pueblo era el cementerio parroquial», afirmaban los chismosos, relacionándolo con su ubicación. Era la única casa que los niños visitábamos escasamente en las excursiones de langostas o de loros parlanchines que hacían el gozo o, a veces, el terror de los tíos y tías. Quizá porque nos cohibía la adusta seriedad -quizá el aspecto, aunque no podría asegurar- de Lalí y del tío Cabrilla. O tal vez fuera el aura de la casa, con sus piezas sombrías y húmedas, casi siempre cerradas.
 
Las habladurías habían comenzado, según pude sonsacarle a mamá, cuando Jacinto Cabrilla casó con la tía Lalí. Cabrilla era séptimo hijo varón, «sin interrupciones de hembras», como requisito indispensable, según asegura la creencia popular. Y lo notable del caso, es que don Cabrilla pidió en matrimonio, de manera intempestiva e imprevista, a la séptima hija mujer en la familia de mis abuelos (papá era el octavo vástago, el primer varón de los nueve hermanos). Pero esto pudo no haber sido sino mera coincidencia. Es bien sabido que las mujeres nunca se vuelven luisón, palabra que no posee femenino. Una serie de hechos poco comunes en el ritmo tranquilo del pueblo habría ido tejiendo los hilos de la leyenda a propósito de la pareja de «originales». Es cierto que ni a él ni a ella les gustaba salir durante el día. «Ese sol agresivo hace daño, ¿no ven cómo les pone negritos y raquíticos a los campesinos?», solía decir la tía, no sin un dejo de desprecio. El color blanco leche de su piel, así como el amarillento verdoso de la de su marido, sería resultado de esa común aversión a la luz solar. O como ellos decían, la causa, pues necesitaban protegerse de los efectos dañinos que les podrían hacer asemejarse a la chusma-plebe, como más de una vez les escuché decir.
 
Sea como fuera, la tía Lalí salía poco. A él, por el contrario, se lo veía a menudo vagabundear por las calles desiertas del pueblo, luego de caída la noche. Yo mismo lo encontré alguna vez paseando su larga osamenta, el aire distraído, por los alrededores de la plaza de la iglesia. Haciendo memoria, de golpe me acordé haberlo cruzado una noche, seguido de una jauría de perros que ladraban o aullaban. Lo recordé porque me impresionó el brillo de los ojos ausentes, el color ceniciento de la piel bajo el resplandor fantasmal de la luna llena. Sería después de la medianoche, pues volvía con el primo Miguel de una serenata y, como ayer, tampoco esa vez reparó en nuestra presencia. Nos quedamos sorprendidos, mirándolo hasta que se perdió en la calleja que llevaba a su casa. Seguimos caminando, callados, pero yo estaba seguro que Miguel iba pensando lo mismo que yo.
 
Su fama de Luisón se fue extendiendo por el pueblo, entre sus paseos nocturnos, los rumores y la inquietud -no demasiado vehemente, es cierto- de la familia; entre la vida recatada de encierro diurno que llevaba la pareja, y las ausencias súbitas del pueblo. La gente decía que en estas «desapariciones» el tío se encerraba en un sótano lleno de libros raros, de botellas retorcidas y de alambiques de cobre. Y que las noches de luna llena iba a la plazoleta de la iglesia, al antiguo cementerio de los comienzos del pueblo, para librarse a prácticas estrambóticas, a los revolcones entre cadáveres. A los primos nos costaba creer, tanto más que quien difundía estas «habladurías» -al decir de las tías- era la vieja loca de Cotí, que durante años fue sirvienta en casa de los Cabrilla. Hace mucho tiempo, de manera que nunca pude saber si estuvo trastornada desde siempre, o si se volvió así en casa de los tíos.
 
Pero con respecto a estas historias, un hecho notable está registrado en los anales del pueblo. Fue una noche de luna llena, redonda, inquietante de tan luminosa. Un viernes, y en esto el padre Laya era categórico. El cura volvía de casa de la Sindulfa, según versiones irreverentes; de una reunión con amigos feligreses, como aseguraba él. Sería hacia la medianoche, cuando el padre vio en la plazoleta lateral de la iglesia un enorme perro negro de ojos centelleantes rodeado de una manada de canes de erizada pelambre y aulladora presencia. El perrazo se revolcaba sobre la carroña de un gato muerto y un montón de basura desparramada en el lugar. Por momentos, contaba luego el cura, el extraño animal arañaba furiosamente el suelo, como buscando algo enterrado. Los aullidos de la jauría aumentaban de tono en esos instantes. El padre Laya se asustó ante espectáculo tan inusitado, y empezó a gritar, a ver si conseguía espantar a los perros. Las voces del sacerdote atrajeron la atención de los canes que se encaminaron hacia donde él estaba. Se le puso los pelos de punta y blandiendo la cruz del pectoral la dirigió hacia la manada, que se acercaba amenazante. Al perrazo negro le refulgía la mirada, como si el arma bendita esgrimida por el Padre Laya lo atrajera y lo excitara. El cura pegó un salto hacia atrás y de tres zancadas ganó la puerta de la sacristía cercana. Cuando al instante regresó con la carabina que allí guardaban, el perro negro se dirigía hacia la calle -los otros habían desaparecido- que separa la plazoleta de la casa de los Cabrilla. El padre emprendió una breve carrera, y aprovechando de la claridad del plenilunio, apuntó y disparó dos tiros. El perro se detuvo un instante y cuando comenzó a cruzar la calle, el sacerdote vio que rengueaba como si el impacto del disparo le hubiera alcanzado en la pata izquierda trasera. Cuando el Padre llegó al sitio en que el perro habría sido herido, éste había dado vuelta a la esquina. Fueron inútiles las pesquisas realizadas por los policías de fracción, el sacristán y los numerosos vecinos que acudieron atraídos por los tiros de la carabina y los gritos del sacerdote. Entre todos pudieron comprobar las gotas de sangre, absorbidas por la arena que separa la plazoleta de la iglesia de la vereda de los Cabrilla. Esa noche, en medio de la búsqueda inútil, el Padre Laya estuvo muy locuaz, quizás por la natural emoción del episodio que acababa de vivir, aunque algunos vecinos atribuyeron su excitación a los efectos del trago. «El maldito aprovechó la breve ausencia de Dios a la medianoche de los viernes de plenilunio», exclamaba a gritos. Y agregaba repetidamente: «Pero se lo di, mediante que la carabina está cargada con bala de plata bendecida. Lo vi renguear, tiene que estar por aquí nomás». Claro que la devoción exagerada del cura por San Onofre, el santo de la caramañola colgada de un hombro, volvía dudosas sus aseveraciones. Tanto más que el mismo Padre Laya, al día siguiente, ya más tranquilo o más lúcido, mitigaba sus expresiones exaltadas de la víspera; parecía dudar por momentos, omitía detalles o reducía la ferocidad del perro negro y la intensidad del fuego en sus ojos. Aunque en ningún momento se desmintió acerca del episodio de la medianoche del viernes, su versión de los hechos se edulcoraba a medida que avanzaba el día sábado. Muchos desconfiaban que esta desinfladura era una actitud de «caridad cristiana» hacia el que aparecía como principal implicado en la aventura del luisón: el tío Jacinto. Y después de todo, don Cabrilla era un honorable feligrés del Padre Laya, uno de los integrantes de su recua -negro perro o no en las noches de luna llena- que más contribuía a alimentar los fondos parroquiales, no demasiado abundantes en este pueblo en que los «negritos y escuálidos» eran mayoría.
 
Justamente, el matrimonio Cabrilla era el que ofrendaba la misa vespertina del sábado, en sufragio del alma del abuelo, padre de Lalí. La misa cantada, luego del toque del ángelus, había comenzado en la iglesia abarrotada de gente. Los pudientes y los humildes habían acudido a rendir homenaje a don Cripirano, que en vida fuera caudillo y generoso semental en la comarca. Que no se los viera a los Cabrilla durante el día, no era muy sorprendente. Pero que no aparecieran en la misa aniversario -que comenzó con retraso para esperarlos- era causa de comentarios susurrados en la iglesia. Entre el agnus dei y el sanctum, la pareja hizo su aparición. El tío jacinto más pálido, huesudo y descuajeringado, se apoyaba en el brazo derecho de su esposa. Atravesaron la nave lentamente hasta ganar el banco que les corresponde por derecho de donación. Un silencio sepulcral acompañaba la leve cojera del tío Jacinto. El mismo Padre Laya, que en esos momentos se había vuelto para impartir la bendición a los fieles, no pudo evitar dirigir la mirada consternada al pie izquierdo que el orgulloso caballero posaba lenta, cuidadosa y parsimoniosamente en el suelo: un pie vendado y enfundado en una amplia alpargata que contrastaba con el brillo oscuro de su zapato de charol lustroso en el pie derecho. Al Padre Laya le quedó un pedazo de la bendición en el aire.
 
Pero claro, todo esto es vieja historia de comadreos pueblerinos, de la que no me acuerdo el epílogo. Vagamente recuerdo que el domingo temprano era el duro momento del fin de las vacaciones. Después, alguien de la familia me comentó que los Cabrilla se habían ausentado por un tiempo largo del paraje. Y luego el tiempo pasó, yo dejé de ir más a menudo al pueblo: papá murió, mamá vino a vivir a la capital. Supe que la tía Lalí estuvo enferma, de una dolencia rara; que recurrió a los mejores; especialistas de la plaza, que viajó a Buenos Aires varias veces, en consulta con otros especialistas, recurriendo a centros aún más especializados. Y luego la noticia de su muerte. La enterraron en el pueblo, y como yo andaba por entonces escondido, en prisión o expulsado -no recuerdo bien-, no pude asistir a su sepelio. Hubiera querido hacerlo, porque la tía Lalí fue el puente con ese mundo insólito del luisón de la infancia y al mismo tiempo, posiblemente un parapeto para el sospechoso héroe de esa aventura: Jacinto Cabrilla, su marido. Por eso es que anoche, después del encuentro imprevisto con este raro personaje, fui a ver a mamá. Quería saber algo más; adivinaba que detrás de su discreción, de su equilibrio providencial, de su ecuánime projimidad, ella sabía cosas que yo desconocía sobre esta historia que, de golpe, me apasionaba; detalles, aspectos, anécdotas que yo ignoraba.
 
Me recibió en la calma atmósfera que le caracterizaba, con el cariño tranquilo y al mismo tiempo especial que, según mis hermanos, le profesa a su hijo preferido. Hablamos largamente sobre muchos temas y sobre el que despertaba mi curiosidad especial. No adquirí mayor certidumbre -sino lo contrario- acerca del tío Jacinto y de su supuesta calidad de Luisón. Sentía, sin embargo, que había algo que se le atragantaba; desviaba la mirada cuando yo le insistía. Ya cuando me levantaba para marcharme, me dijo tímidamente:
 
-No sé si sabés, yo me encargué de preparar el cadáver de Lalí, a pedido especial de Jacinto...
 
La miré con silenciosa curiosidad, como animándole a que siguiera.
 
-Mi hijo, era horrible... Yo no sé de qué murió Lalí; los médicos hablaron vagamente de una enfermedad llamada lupus... Cuando la desnudé para ponerle la mortaja, los pies de mi pobre cuñada estaban desfigurados, con aspecto de patas de perro, o de lobo..., llenos de pelos negros y espesos que le subían por las piernas...


 
 
 

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-. CARTA DE LARIZA

-. CONVERSACIÓN (ENTRE AUGUSTO ROA BASTOS) CON RUBÉN BAREIRO SAGUIER

-. EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO

-. NOCHES DE VERACRUZ

-. EL OJO DE LA LECHUZA

-. EL SÉPTIMO PÉTALO DE VIENTO

-. NOCHES DE VERACRUZ

-. EL SUEÑO INCOMPLETO DE PHILIBERT

-. EL LÍDER Y EL ANGELITO

-. LA LEY

-. GUARNIPITÁN, EL RÍO

-. REUNIÓN DE FAMILIA

-. DE CÓMO EL TÍO EMILIO GANÓ LA VIDA PERDURABLE

-. MATACIÓN DE LA VÍBORA PLATEADA Y RESURRECCIÓN DE SU SANGRE

-. LICANTROPÍA.

 


 

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