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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  SÓLO UN MOMENTITO (Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER)


SÓLO UN MOMENTITO (Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER)
SÓLO UN MOMENTITO

 
 

SÓLO UN MOMENTITO
 
El sol le dolía en los oídos como el eco de un estampido cercano, como el eco de lo que se les había comunicado esta mañana temprano. Parado en pleno rajasol, sentía pasar a través de sus huesos recalentados las capas ondulantes y quietas en el aire pesado. Por momentos le era imposible mantener los ojos abiertos; entonces veía esas placas, esos puntos, esas rayas, esos signos rojos, verdes, azules, amarillos sucederse en la pantalla negra de su cabeza. Los dibujitos seguían danzando cuando abría de nuevo los ojos, moviendo ahora las capas superpuestas de resol.
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El suboficial gubernista les había leído la orden sin alterar la voz, tranquilamente, como comunicándoles que iban a bañarse en el tajamar o que debían ensillar el caballo para salir al campo. Pero el muchacho intuyó que se trataba de una cabalgata más larga, de una zambullida más profunda. Fue entonces cuando sintió el zumbido largo en los oídos y le dolió el tajo de los recuerdos. ¿Dónde estaría su compañera? ¿Habría podido escapar al ventarrón de odio y fuego que arrasaba los montes, el valle, los ranchos? En ese momento le agradó recordarla en la embriaguez de los bailes bajo las enramadas. En uno de ellos la había encontrado, punto rojo y fijo cerca de la luz asmática de una Petromax, cuerpo duro del primer contacto, olor salvaje de pelo lloviendo sobre el suelo sediento de sus deseos. Y su risa y sus muslos prietos le carcomían los sesos; una raya que le iba bajando desde la nuca hasta las ingles.
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Al terminar de leer el papel, el sargento los miró amistosamente. Su vozarrón amable llenó el aire: «A prepararse cada uno solamente... por estos lugares no hay pa'í...». El Padre Cristóbal había traído del pueblo los muñecos que hablaban. «Misterios de la Sagrada Pasión y Muerte...», decía el Pa'í Cristóbal; seguramente por eso él no entendía muy bien lo que decían los títeres. La función se había realizado en el patio de la escuela y ellos, los alumnos, habían preparado la tarima, en el sitio que ocupaba el de la orquesta cuando había baile. Cómo le había impresionado el muñeco pálido tratando de escapar del machete en media luna con que la calavera lo perseguía; saltaba como un toro maneado y trataba de esconderse.
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De repente reconoció la figura chopetona, maciza, moviéndose entre los hombres que acababan de llegar al puesto. Un rayo se le abrió dentro del pecho. Pese a la multiplicación de las mariposas del sol en las pupilas, se le apareció el inconfundible balanceo del cuerpo musculoso. Lo veía venir desde lejos en la memoria, caracoleando en su doradillo lustroso, a veces él -muchacho- en la delantera de la montura, lleno de orgullo; los gritos del jinete seguían la cadencia alegre de la música y él, el relumbrón de las botas domingueras. En las tardes de carrera, veía la mano segura con el anillo de piedra roja, tendida con el vaso tintineante por el pedazo de hielo que hacía sudar los gruesos paneles del vidrio; la dulzura del mosto rascaba la garganta y le iba pintando de frescura las demás partes del cuerpo.
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El hombre lo vio de golpe, se paró en seco y apartándose del pelotón, se acercó a pasos pequeños, fruncido el ceño. El muchacho dio un paso corto y sacándose un imaginario sombrero, juntó las manos.
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-Sea paíno... -adelantó las manos para recibir la bendición.
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-Dios te... -un murmullo completó la fórmula del padrino. El hombre había cambiado de mano el arma para trazar la tosca cruz de aire con dos dedos de la mano derecha levantados. Terminada la señal, le pasó la diestra. El apretón fue breve, rudo, cordial. La frente del padrino había recuperado su superficie tranquila.
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-¿Dónde caíste, mi hijo...? -La voz era la misma que cuando la bendición. Con un ligero movimiento de cabeza el muchacho indicó la izquierda y ambos se apartaron varios metros del grupo de prisioneros, en dirección opuesta a la que había tomado la patrulla a su mando.
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-Ayer, a la entrada de Cañada Candil. Queríamos llegar a Angostura para cruzar el río a nado...
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-Heee... -cortó el hombre, pensativo. El largo monosílabo aparentaba indiferencia, así como la mirada distante, lejana.
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-Tío... ¿cómo se ha de terminar esto...? La voz se fue apagando hasta volverse casi inaudible.
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-Y -el hombre levantó la cabeza y fijó en la cara del muchacho una mirada marrón e intensa-... el pelotón está a mi mando.
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Se hizo un hoyo de silencio. El hombre veía al niño montado en su hombro, riendo feliz; oía el llanto del adolescente cuando la muerte del padre, en la anterior revolución. Ésa era otra historia; su cuñado hubiera podido matarlo a él. Cuando hay revolución, cada uno defiende su color; cuando la muerte viene, no hay tu tía.
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-Así no más tiene que ser... -el hombre se sorprendió reflexionando en voz alta. Su sobrino le miraba con la misma admiración que cuando hacía bailar a su caballo la polka partidaria. Las olas de calor traían pedazos de voces de los otros prisioneros; contra la luz se adivinaba el movimiento de moscas lentas. Detrás, las moscas verdes caminaban con sus patas, con sus miles de ojos, con sus automáticas bajo el brazo. Después, la tierra reseca, el pasto requemado subían y bajaban en suaves declives; las islas escuálidas de árboles reverberaban en la distancia. Más allá, la luz incendiaba el monte, el aire azul.
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El hombre y el muchacho estaban apartados de todo, el sol daba de plano sobre sus cabezas, los pies chupaban sus sombras y las pasaban al fondo de la tierra roja y sedienta. Dos árboles plantados en medio del campo, de esos que atraen los rayos secos. El resplandor ciego del mediodía altísimo indicaba que, en cualquier momento, una centella, un latigazo de fuego podían fulminar a cualquiera de los dos.
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-Tío, yo tengo mi compañera... -los ojos del muchacho se perdían en la dirección imprecisa del monte; su voz sonaba mojada.
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-No te preocupes, mi hijo. Mañana me voy hacia el lado de tu casa; le voy a ver en tu nombre. Si necesita algo me ha de encontrar sin falta.
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El muchacho no dijo nada, fijó una mirada de gratitud en la cara ancha del hombre. De repente le vino el olor fresco de la muchacha, la memoria de su piel tostada, del panal que guarda entre las piernas. No podía ser... Desde el fondo de la tierra habría de volver hecho avispa o labio o viento para estar cerca de ella. Pero el tío tenía razón: el día del último San Juan, al levantarse, no había visto su cara en el espejo...
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-¿Qué le haces decir a tu mamá? Yo mismo tengo que ir a contarle.
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-Y... nada... más que memoria. Que cuide de mi hijo; no va a tener padre, pero ha de tener dos madres.
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-¿Cuánto falta para el nacimiento?
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-Como tres meses.
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La mañana del último San Juan su cara no estaba en el espejo cuando se miró para peinarse. Eso no era buena señal. Entonces le había atribuido a la resaca de la noche anterior, la noche en que, después del baile, la hizo su compañera a aquella muchacha con olor a pasto de la amanecida. De golpe entendía todo.
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-Mi hijo va a tener mi cara... -dijo como hablando consigo mismo-, aunque yo no llegue a conocerle -agregó dolido.
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-Tu papá hubiera estado contento. Su semilla no va  morir... -el hombre levantó los ojos y se encontró con la vista interrogativa del muchacho, en cuyo fondo brillaba una brizna de esperanza, quizás un ruego. Impasible sostuvo la mirada; sus manos acariciaron como a un niño dormido. Su voz sonó gutural.
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-Mi hijo, nadie muere en la víspera...
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El sol se había ladeado un tanto y comenzaba a proyectar dos sombras enanas; dos agujeros en el suelo sangriento, calcinado por el solazo. Los silencios eran otros agujeros sin fondo en la tierra de ese mediodía sin fronteras. El norte, borrado por el resol ciego, existía sólo en la memoria musical de las cigarras.
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El muchacho pensó en el poco tiempo que había vivido con su compañera, en lo joven que era ella; le dolió el imaginarla en brazos de otro..., pero si él no sería sino un montón de huesos, una raíz oscura, un puñado de tierra rojiza en el verano. Pensó en el coágulo de vida que ella llevaba en el vientre.
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-¿Qué ha de ser de mi compañera? Si por lo menos pudiera conocer a mi hijo... -el muchacho volvía a hablar como si estuviese pensando en voz alta.
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-Te ha de parecer, como vos a tu padre. Cuando la sangre es de uno, la cara y el porte se heredan.
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El muchacho vio de nuevo la escena de los títeres; el muñeco que saltaba como un potro tenía su propio rostro.
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«Misterios de la vida, pasión y muerte...», decía el Pa'í Cristóbal con su voz ligeramente nasal.
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La luz se había vuelto casi roja, quemaba; el reverbero se levantaba como el humo espeso del incendio. El hombre miró a su sobrino con dulzura; levantó lentamente la mano izquierda, que tenía apoyada en el arma, y la depositó con firmeza en el hombro derecho del muchacho. Descubrió en su mirada el intenso deseo de vivir.
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Un hijo es el agua que aumenta el río de la sangre... la corriente sigue... -su voz era lenta, cariñosa. Sus ojos se perdían de nuevo en la lejanía, hacia el incendio de las cigarras en las islas zozobrantes en el resol. Con la misma lentitud con que la había depositado, retiró la mano del hombro y torció apenas la cara.
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-¡A formar...! -gritó con su voz firme.
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Se oyó un ruido de pasos precipitados, de armas que chocan, de cerrojos. Del norte indeciso hacia el lado del monte, adonde irían inminentemente, el hombre volvió los ojos a la cara del adolescente; sus miradas se cruzaron, se confundieron, se hicieron una sola pasta.
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-¡Y ahora, tío...!
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-Mi hijo... no te preocupes... la muerte es sólo un momentito...
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Fuente:



Editorial Servilibro,

Asunción - Paraguay

2006 (169 páginas)

 
 
 

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