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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  EL LÍDER Y EL ANGELITO - Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER


EL LÍDER Y EL ANGELITO - Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

EL LÍDER Y EL ANGELITO

Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

 

     El director me llamó a su despacho, y yo preocupado por la otra noticia. «A usted le toca cubrir de nuevo la visita del Líder argentino. Se lo encargo de manera muy especial. Su venida tiene aspectos esencialmente políticos, pero de esto nos ocuparemos en el editorial; oportunamente le consultaremos al respecto. Como las otras veces, muchacho...» Aunque me caía en mal momento, comprendí que no podía ser de otra manera, pues al director le gustaron mis crónicas. Cuando el entonces presidente vino con su inmensa sonrisa y gestos abundantes de sus brazos a recibir su título de ciudadano honorario, sus galones de General de nuestro ejército, tuve que mezclarme a la entusiasta multitud que salió a aclamarle. El pueblo se mostró muy sensible a aquello de «mi supremo deseo es morir comandando un batallón del glorioso ejército paraguayo». Y también me tocó ocuparme la vez siguiente, cuando descendió cabizbajo y sombrío de la cañonera, sin haber comandado ni muerto. Esa vuelta no hubo desfiles, ni aclamaciones, ni discursos. Se escondía de todo el mundo y constituía un problema saber su paradero; aún más, era peligroso acercársele cuando se descubría la guarida. A mi fotógrafo le rompieron la cabeza, y lo que es más grave, la cámara: yo recibí un tortazo en pleno rostro; sus gorilas estaban bravos. Ésta se presentaba como una ocasión intermedia; no iba a ser la llegada triunfal ni la del rabo entre las patas. El Líder quería acercarse para festejar el aniversario de la marcha. «El primer paso decisivo para iniciar el regreso triunfal al país», me declaró uno de sus antiguos ministros, uno de los tantos fieles venidos para recibirle. «¿Pero cómo se le permite?», protestaba la oposición. Y los «altos medios informados» replicaban: «No se le puede negar la entrada a un ilustre ciudadano honorario, para más, General de nuestro glorioso ejército». «Es natural que el General venga a conmemorar la fecha cerca de su tierra, en esta su segunda patria», clamaban los acólitos de su partido, cuadros sindicales y entusiastas prosélitos anónimos, llegados en cantidad a nuestra capital con el propósito de saludar al jefe. «¡Viva el macho!», agregaban a los gritos las señoras de la peregrinación. Pero tanto ellos como nosotros, todos andábamos perdidos. No sabíamos con exactitud el día ni la hora de su llegada, la compañía aérea en que venía, o sí se trataba de un avión especialmente fletado. Y en medio de las averiguaciones infructuosas, intentando penetrar las «fuentes allegadas», en medio de los rumores y de las llamadas telefónicas, de las informaciones «seguras» y de las contra-informaciones «próximas», cada cual más mentirosa, yo preocupado por la otra noticia, la que me había caído por la mañana. Un momento antes de que me llamara el director, la voz grave del propio Rudecindo me la comunicó: «Su ahijado murió esta madrugada». «Pero, ¿cómo, si hace pocos días le vi sanito en la fiesta de su cumpleaños?», le pregunté sorprendido. «La diarrea lo llevó, mezclada con un pasmo». «¿Y por qué no me avisaron a tiempo para llevarlo a un especialista?». «No le encontramos anteayer ni ayer... y los remedios del Médico Popyté no le hicieron gran cosa...». Iba a protestar contra los curanderos, contra la ignorancia, contra la desidia, contra..., pero no dije sino: «¿Cómo está Dalmacia?», y luego de una pausa, sin mayor convicción: «Bueno, el destino... Hay que aceptar y resignarse, Rudecindo. ¿No les hace falta nada?, ¿qué puedo hacer por ustedes? Sí, yo me encargo del anuncio en el diario y de los gastos de la funeraria... Sí, Rudecindo, para algo soy el padrino, ¿no? Llegaré en cuanto tenga un minuto de tiempo; tengo la certeza de que me encargarán de cubrir la venida del Líder argentino».

     A eso de las diez, cuando ya era casi seguro que esta noche no llegaba el Líder, me fui a acompañar a mis compadres, y a ver por última vez a mi ahijado, al que hacía menos de una semana había encontrado sano, aunque decaído, como de costumbre.

     Dejé instrucciones precisas en el diario para que me avisaran, por si las moscas, y me dirigí hacia el suburbio norte en donde vivían. Era fácil perderse entre las callejuelas de arena y barro, los perros flacos y los barrancos de tierra roja, pero la luz de la Petromax me orientó enseguida. Iba pensando en el niñito muerto; más que ahijado era casi sobrino, pues Dalmacia y Rudecindo eran como hermanos. Hija de Genara, la cocinera de siempre aquella, éste de un lejano pariente muerto, se habían criado en casa, habiendo compartido conmigo juegos, peleas y alegrías de la infancia; cuando me pidieron que fuera padrino, me pareció natural.

     Al llegar oí las últimas palabras: «Alabado... sin pecado original», entonadas por voces femeninas. Rudecindo me recibió en la puerta y nos abrazamos: «¡Qué mala pata tenemos, Doctor!», me dijo, enjugándose los ojos con el puño de la camisa y el borde robusto de la mano. «Los designios del destino, Rudecindo...», murmuré, invadido por una verdadera y profunda pena. Brazo con brazo en los hombros nos dirigimos a la pieza en donde estaba el cadáver del niño, vestido con una túnica blanca, canesú en el cuello, una coronita de azahares y una moneda sobre cada ojo. El cajoncito blanco reposaba sobre una mesa recubierta con una tela blanca. Dalmacia, con un rebozo blanco -posiblemente una sábana del chico-, se tenía junto a la cabecera, acariciando cada tanto el rostro de su hijo. Llegué a su lado y nos abrazamos en silencio: su cabeza sobre mi hombro me puso ante la corriente del afecto fraternal nacido en los repetidos juegos, en tantas pequeñas cosas compartidas. Me di cuenta que nos unía -a los tres, Rudecindo al otro lado- una historia cotidiana más larga que la leve existencia y la irremediable muerte del niñito, mi ahijado por natural derecho hermanal. El frágil, el desamparado cadáver envuelto en los símbolos de su inocencia, en el blanco halo que subía del resplandor de las velas, no hacía sino desenterrar las raíces del pasado común. Me sacó de las cavilaciones la voz grave de una anciana, parada al costado del cajón, tal vez una pariente de alguno de ellos, quizá una vecina: «Esta inocente paloma se voló en plena gracia; irá directamente a la Gloria de Dios, a esperar a los suyos, a interferir por ellos hasta el día de la salvación. No tenemos por qué apenarnos ni sentirlo, puesto que se volvió ángel. Es nuestro angelito, nuestro mensajero junto al Señor». El discurso me venía dirigido, seguramente, al ver el brillo acuoso que había adquirido mi mirada, perdida por la tierra de los recuerdos. La vieja no podía adivinar la razón verdadera de mi turbación, no tenía por qué inquirirla, pero si estaba en la obligación de recordar las normas del rito que admite solamente el llanto de los padres, porque la partida de un angelito al cielo no debía concitar tristeza, por el contrario era causa de alegría, «una nueva estrella que nace en el firmamento». Lo de «nuestro mensajero» lo entendí sólo cuando una mujer pálida y descalza depositó, luego de rezar, algunas flores blancas al costado del cadáver, junto a otros pequeños ramilletes, al tiempo que decía: «Para que le lleves a mi hijito, que ya está en la Gloria del Señor...». Me convencí de que la señora que me había llamado la atención era la ñembo'eyva, la oficiadora de la complicada ceremonia del angelito, cuando con una mirada y algunos gestos convocó al coro de mujeres, que esta vez atacó un «Ave María» entonado en falsete, con acentuado timbre nasal. Las demás cantadoras fueron llegando, apresuradas, por los diferentes huecos que daban a la pieza. Consciente de que mi presencia -e inclusive la de los padres- constituía una interferencia en aquel lugar, tomé a cada uno de un brazo y saqué a Dalmacia y a Rudecindo del río blanco de la pieza, de esa corriente alimentada por el cajoncito, los trapos, los adornos, el humo de las velas y las voces plañideras. En el patio fresco el café alternaba con la caña, el mate y los «casos». Los contadores no se intimidaban por nuestra presencia, ni tampoco los auditores; aquellos continuaban relatando y éstos festejando con estrepitosas risotadas las historias picantes.

     Acepté un café y una cañita, y entre sorbo y sorbo tuve derecho a los últimos días del finadito. Pero me di cuenta que frente a frente los tres, tanto Dalmacia como Rudecindo le restaban dramaticidad a la muerte del niño. «¡Pobrecito, era nomás su hora!», repitieron varias veces, cuando en tono de reproche comencé a indagar sobre el curandero, a hablar sobre la necesidad de llamar a un médico y sobre los remedios suministrados. Esa voluntad de minimizar no les venía de la doctrina de la salvación automática expuesta hacía un rato por la oficiadora del rito angelical. Una vez más me di cuenta esa noche que lo importante en esos momentos era lo de atrás. Ahora que podíamos estar de nuevo juntos, luego de que la suerte hubiera separado nuestros caminos, en este instante supremo de reunión, cada uno reconstituía en su propia memoria la antigua casa de la común camaradería. Y las tres corrientes iban confluyendo naturalmente, derivando poco a poco hacia el terreno de los recuerdos, de la evocación gozosa de viejas historias. Pocas veces nos interrumpieron, temerosos de hundir el islote de nuestra intimidad, el puente de las remembranzas. Varias veces, sin embargo, uno u otro se ausentó hacia la pieza, o me abandonó momentáneamente para alternar con algún otro asistente al velorio. De vez en cuando, luego de lapsos más o menos regulares, nuestro diálogo era distraído por el canto nasal y arrastrado de las mujeres. Hacia las tres de la madrugada, con cuatro cafés y varias cañitas adentro, pero sólo borracho de recuerdos, me dispuse a partir. Debía volver al periódico antes de ir a dormir un poco. Les expliqué la tarea importante que el director me había encomendado y la incertidumbre de poder acompañarles al entierro. «¿A qué hora será?» «A la tarde Doctor, pero no se preocupe si no puede venir». «Te agradecemos demasiado la compañía de esta noche», dijo con tono emocionado Dalmacia, que como su marido alternaba el voceo fraterno y mi apodo de niño con el respetuoso Usted dirigido al Doctor. «Y la ayuda tan generosa. Qué buen padrino tenía...», agregó Rudecindo. Luego de que yo insistiera habían aceptado el cheque. No era para comprarme buena conciencia, ni siquiera por tratarse de mi ahijado, sino por ellos, por el viejo afecto tan vivamente actualizado esa noche de velorio, en que a tres palas de voces habíamos removido tanta tierra de recuerdos. Además, sabía que necesitaban de esa ayuda. «Tía Antonia, a quien ustedes conocen bien, es quien se encarga del panteón familiar, y ya está avisada para mañana. Ella arreglará todo con los sepultureros y el cura; saben cómo le encantan estas tareas». «Gracias Doctor, no sé qué hubiéramos hecho sin vos», me contestó Dalmacia, al tiempo que me estrechaba el brazo. Pasamos por la pieza en que el angelito volaba en un aire blanquecino y rancio; un leve olor dulzón se esparcía por el cuarto en el que apretaba el calor cargado de humo. Miré una vez más la pálida y desamparada, la traslúcida cara del niño, con su coronita de azahares y las monedas relucientes sobre los ojos. Mis compadres me abrazaron cariñosamente otra vez en la puerta, mientras la vieja y su coro de plañideras recomenzaba, en tono nasal, «Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar...».

     Me despertó el fotógrafo para avisarme que de acuerdo con todas las versiones, el Líder llegaba al comienzo de la tarde. Y allí estuvimos en el aeropuerto, esperando en medio del tumulto, periodistas, curiosos y el gran contingente de partidarios, venidos especialmente de las provincias limítrofes. En medio del calor, los comentarios a gritos, las banderolas desplegadas, la confusa bulla era tremenda. De repente subían voces de un grupo que entonaban el comienzo: «Los muchachos...», y chocaban con las de otro coro que terminaba «...qué grande sos, mi General...». El salón central, la escalera, el primer piso, la terraza, así como las inmediaciones del aeropuerto estaban colmados de banderitas argentinas, fotos del Líder y gritos encimados. El lugar cerca de la pista, destinado a los periodistas, se reducía cada vez más ante las presiones de sucesivas olas humanas inatajables. De golpe la agitación empezó a crecer, a crecer, a crecer sordamente, como un río que se desboca, y se histerizó cuando el avión especial, brillante como plata recién lustrada, tocó tierra y empezó a carretear sobre la pista. Luego de un estentóreo lapso interminable, el Líder apareció en la portezuela y se adelantó en lo alto de la escalerilla. Los mismos antiguos gestos de histrión terriblemente carismático, electrizante: los brazos en alto y la inmensa sonrisa que le abarcaba toda la cara. Sin palabras decía todo: «Aquí estoy con ustedes...». Apenas más viejo, como pudimos ver cuando comenzó a bajar los peldaños. El alboroto alcanzó su paroxismo, del clamor ronco al chillido histérico, del agitar banderitas al saltito ululante. La sonrisa continuó brillando, flameando mientras avanzaba hacia el edificio del aeropuerto, estrechamente custodiado por inmensos gorilas vestidos de azul oscuro y corbata colorada. Bajo el alero de la entrada, frente a los micrófonos, cámaras, flashes, la sonrisa se convirtió en palabra; hablaba con su voz de siempre, ronca, cálida, temblona: «No puedo hacer declaraciones, por respeto esencial al gobierno de la nación amiga que me acoge, ésta mi segunda patria... No vengo a hacer política; vengo en misión patriótica; vengo para estar cerca de mi país, para estar cerca de mi pueblo querido en la recordación de la magna fecha...». Fue suficiente. El griterío salió de madre, ronco, frenético, pastoso, aflautado, gangoso, inarticulado, hipante: ron... ron... ron, volvía en ráfagas. Duro trabajo para los gorilas y policías uniformados el de contener a la delirante multitud durante el trayecto hasta el oscuro coche que le aguardaba a la salida. Pese al celo brutal con que lo protegían, los guardias no pudieron impedir que el Líder estrechara varias de las infinitas manos tendidas; un pequeño tumulto se hizo cuando una señora, gorda y rubia, se desmayó después de tocar la diestra del General. La sonrisa de publicidad de pasta dentífrica siguió flameando, como una banderola desplegada, agitada por el viento del entusiasmo frenético. Y siguió tremolando después que el Líder se instaló en el asiento trasero del gran automóvil negro y reluciente, en medio del Jefe de la Policía local y del Presidente de su Partido. La caravana se puso en marcha pesada y ruidosamente, encabezada por el lustroso auto retinto, flanqueado de potentes motocicletas, seguido de cerca por varios vehículos policiales, y luego por el enjambre multitudinario y ruidoso de coches, camionetas, camiones, ómnibus en que seguíamos al Líder los periodistas -excitados por tanta bulla- y los partidarios exultantes y fanatizados. Un gusano de gritos, hurras, cantos y banderas de oscura cabeza refulgente avanzando lentamente por la carretera que va a la ciudad. Lentamente, a pedido especial del Líder: «Para yenarme los ojos con la luz de esta maraviyosa tierra amiga...». Y para saludar, de paso -sonrisa y brazos agitados-, a los grupos que cada tanto aguardaban para «homenajear al huésped y conciudadano ilustre», como decía la invitación del partido oficialista. Pero el grueso del entusiasmo clamoroso estaba en su comitiva motorizada, que seguía dejando una estela vocinglera detrás. El cometa de estentórea cola tomó el atajo que desemboca en la Recoleta, internándose en la avenida de plátanos, como penetrando en un túnel de sombra fresca, en el que las voces, el ruido retumbaban con furia sorda. Luego de una curva bastante cerrada, la caravana se fue acercando al cruce en que desemboca el camino que viene del suburbio norte. Justo en el momento en que el automóvil negro alcanzaba la encrucijada, lentamente apareció en la limpiada otro cortejo, que se anticipaba suavemente al del Líder: cuatro niños descalzos, de pantalón y camisa blancos llevaban un cajoncito blanco, seguido de una quincena de hombres, mujeres, chicos y algunos perros; la que iba detrás del pequeño ataúd se cubría la cabeza con un paño blanco. El silencio que emanaba de la pequeña procesión desconcertó primero a los policías motorizados, que luego de hacer rugir los motores al máximo, los apagaron, impotentes ante el callado, el inocente avance del cortejo que interceptaba el paso a la inmensa caravana bulliciosa y triunfal. El galonado chofer del automóvil oscuro hizo lo mismo, y uno tras otro, los demás vehículos fueron aminorando la marcha y deteniendo los motores, en medio de una barahúnda de chirridos de frenos y golpes de carrocería. Nadie en la fila comprendía la razón exacta, pero el silencio fue cobrando cuerpo, ganando primero el herraje y las máquinas, luego las voces y los gritos. El inmenso alboroto se volvió un largo y expectante silencio blanco, que duró la eternidad callada que tardó en atravesar el cruce la humilde procesión que seguía al angelito hacia el cementerio. Hasta el aire quedó en suspenso, entre la sorpresa y el respeto, entre el grupito exiguo y las capas superpuestas del resol de las tres y media de la tarde. Cuando el último integrante del escuálido cortejo terminó de atravesar la limpiada, como regresando de un sueño vacío, los motores y la inmensa gritería retomaron su cauce rugiente y desenfrenado. El Líder volvió a articular su inmensa sonrisa.

     Yo continuaba escuchando el silencio blanco en que seguía moviendo sus alas el angelito, mi ahijado.

 

 

 

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EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO

Cuentos de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

Editorial Servilibro, (Colección Bareiro Saguier – Nº 2)

Asunción-Paraguay 2006 (Primera edición)

 

 

 

 

 

 

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