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HÉRIB CAMPOS CERVERA (+)

  HOMBRE SECRETO (Poemario de HÉRIB CAMPOS CERVERA)


HOMBRE SECRETO (Poemario de HÉRIB CAMPOS CERVERA)

HOMBRE SECRETO

Poemario de HÉRIB CAMPOS CERVERA

Cuadernos del Colibrí Nº 7

Ediciones DIALOGO,

Director: MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ

Dibujo de tapa ARNOLD BELKIN

Retrato del autor: OLGA BLINDER;

Asunción – Paraguay

Mayo de 1966 (19 páginas)

 

 

ADVERTENCIA

HÉRIB CAMPOS CERVERA (1908-1953) publicó en vida un sólo volumen de poemas, CENIZA REDIMIDA (Buenos Aires, 1950), en el cual reunió lo más perdurable de su labor poética. No se conocen sino tres poemas posteriores a ese libro, todos ellos aparecidos póstumamente en revistas. TU NOMBRE SOBRE EL MURO y PALABRAS DEL HOMBRE SECRETO se publicaron en Alcor en 1955 y 1963, respectivamente. Así... fue recogido por Diálogo en 1960. Se ha considerado oportuno reunirlos en este breve cuaderno junto con un poema anterior a los mencionados, RESPONSO, tomada del Índice De La Poesía Paraguaya, de SINFORIANO BUZÓ GÓMEZ, como un homenaje al poeta en el decimotercer aniversario de su desaparición.

 

 

  

Retrato del autor: OLGA BLINDER

 

 

RESPONSO

En memoria de Juan de Dios Talavera

-un "mensú" que conocí en vida y muerte-,

escribo en el agua del río inmenso, este Responso.

 

I

Lo custodian cien círculos transparentes y un pájaro.

Y una desesperada soledad de domingo.

Baja por la corriente, viajero de su muerte,

llevando sus dos párpados con su noche y su frío.

 

Cuatro labios helados llamaron al desvelo

y la sangre se fue por su camino:

dos violetas nocturnas y un clavel sin memoria

le ajustaron la máscara sobre el rostro dormido.

 

Manos de obscura ciencia y oficio mercenario

le buscaron un túmulo de muros imprecisos,

y hoy navega sin brújula, sin puerto y sin sosiego,

-viajero de su muerte-, por el río.

 

II

Manos de jazmín antiguo;

brazos de intensa madera.

Sombra nocturna del pelo

bajo la luna bermeja.

Presencia helada de un hierro

que torvamente navega,

cruzando sobre el silencio

de una guitarra sin cuerdas.

 

Ay, ¡muchacho navegante!

¡Ay, ¡Juan de Dios Talavera!

¡Cómo te nombro y te sueño

frente al alba sin estrellas!

¿Por qué me vienes bajando

llenos los ojos de niebla?

¿Dónde están tu faz de cobre

y esa garganta morena

que moría en las bordonas

cuando cantabas tu queja?

 

¡Cómo te llevo conmigo,

Juan de Dios de mi tristeza!

¡Cómo arañan mis recuerdos

tus dos manos de azucenas!

 

III

Todo aquello que puede nombrar a un ser venido

por un claro sendero de música y claveles,

vivía en este dulce paraguayo que baja

solo y vestido de temprana muerte.

 

Vivió un juego celeste de magia inaccesible:

bajo las catedrales del oro y de la fiebre,

lo cuidaba una imagen sin fatiga y sin párpados,

velando siempre...

 

Todas las muertes juntas custodiaban su vida:

la bota de cien leguas de la lluvia perenne;

el universo azul de las orquídeas

y el aire poderoso de los infiernos verdes.

 

(Todo vivía allí, pero ay, amigos,

el tiempo de vivir estaba ausente.)

 

IV

Hierros de voces opacas

le salieron al encuentro:

una guitarra invisible

puso su nombre en el viento.

 

Embrujos de pelo obscuro

se encendieron a lo lejos

y un llamado de jazmines

le amortajó los recuerdos.

 

Bajo la luz de la frente,

solloza un largo silencio.

Ay!, en el medio del río

ya el corazón está quieto.

 

Frente a la tarde impasible

corre el agua, va corriendo:

Juan de Dios, sigue que sigue,

solo, sin voz y sin puerto.

 

PALABRAS DEL HOMBRE SECRETO

Hay un grito de muros hostiles y sin término;

hay un lamento ciego de músicas perdidas;

hay un cansado abismo de ventanas abiertas

hacia un cielo de pájaros;

hay un reloj sonámbulo

que desteje sin pausa sus horas amarillas,

llamando a penitencia y confesión.

 

Todo cae a lo largo de la sangre y el duelo:

mueren las mariposas y los gritos se van.

 

Y yo, de pie y mirando la maòana de abril!

Mirando cómo crece la construcción del tiempo:

sintiendo que a empujones

me voy hacia el cariño de la sal marinera,

donde en los doce tímpanos del caracol celeste

gotean eternamente los caldos de la sed!

 

¡Dios mío! -Si no quiero otra cosa

que aquello que ya tuve y he dejado,

esas cuatro paredes desnudas y absolutas;

esa manera inmensa de estar solo, royendo

la madera de mi propio silencio

o labrando los clavos de mi cruz.

 

¡Ay, Dios mío!

 

Estoy caído en álgidos agujeros de brumas.

Estoy como un ladrón que se roba a sí mismo;

sin lágrimas; sin nada que signifique nada;

muriendo de la muerte que no tengo;

desenterrando larvas, maderas y palabras

y papeles vencidos;

cayendo de la altura de mi nombre,

como, una destrozada bandera que no tiene soldados;

muerto de estar viviendo de día y en otoño,

esta desmemoriada cosecha de naufragios.

 

Y sé que al fin de cuentas se me trasluce el pecho,

hasta verse el jadeo de los huesos, mordidos

por los agrios metales de frías herramientas.

Sé que toda la arena que levanta mi mano

se vuelve, de puntillas, irremisiblemente,

a las bodegas últimas

donde yacen los vinos inservibles

y se engendran las heces del vinagre final.

 

¡Cuánto mejor sería no haber llegado a tanto!

No haber subido nunca por el aire de Abril,

o haber adivinado que este llevar los ojos

como una piedra helada fuera lo irremediable

para un hombre tan triste como yo!

 

Dios mío: si creyeras que blasfemo,

ponme una mano tuya sobre un hombro

y déjame que caiga de este amor sin sosiego,

hacia el aire de pájaros y la pared desnuda

de mi desamparada soledad!

(1951)

 

TU NOMBRE SOBRE EL MURO

Para el nombre y el hombre

Paul Eluard,. Para el hombre

infinito que vivió en él.

Para la vida sin término

que vive en su nombre.

 

I

¿Cómo hacer para verte

acostado en la tierra, desde hoy y para siempre?

¿Desde qué primavera de flores infinitas

nos estarás mirando con tus ojos de luz

y tu pecho

de capital altura?

Ayer nomás estaba moviéndose entre vértigos

de lutos y vejámenes, todo el aire de Francia;

estaba todo lleno de ángeles transparentes,

todo lleno de Pablos luchadores.

Estaba allí el de España, vestido de rocío,

con su pólvora amarga, con sus limones verdes;

con sus rostros divididos

y sus metales hondamente fundidos en la arcilla.

Estaba allí el de América, nuestro Pablo más alto,

todo crucificado de mineral y Chile;

y estabas tú, Paul Eluard,

el hombre total, francés del universo,

el más Pablo de todos.

Y hablabas y cada uno de tus pequeños pájaros

cruzaba el horizonte y encendía una estrella

y la noche del hombre se arrodillaba y moría,

frente al fuego magnético de tu luz boreal.

 

II

Estaban floreciendo los naranjos de España,

flores de antigua sangre;

y tú, desde la dulce medida de tu pecho,

te arrancaste un duro fusil de miliciano;

un fusil infinito de balas infinitas,

que mataba a la muerte.

Y otro día, cuando los verdes prados

granaban en furiosas cosechas de ensangrentados cereales;

cuando el gas y las bombas y el humo y el uranio

quemaban todo el pólen y las hojas y el tallo

de la definitiva madera de los hijos de Dios, t

ú, Paul Eluard,

con tu mirada-Eluard y con tu voz-Eluard,

te asomaste al estrago.

Y cuando los ángeles de la venganza

te pidieron tu cuota;

cuando te reclamaron los ojos y las frentes

y las gargantas mudas,

y las pobres garras calcinadas,

y las ametralladoras y los gritos

de los ajusticiados por tu mano,

tú señalaste el muro; mil muros:

todos los muros de París y de Francia

y del mundo.

Y allí estaba tu firma: ese día te llamabas:

"Eluard-la liberté".

 

III

Ayer, una criatura, hija clara del alba,

te buscaba, Paul Eluard:

te buscaba, para hablarte de amor.

Era un día de flor perenne, de perfumes ciegos,

en que nadie debería morir.

Te golpeaba la puerta, sacudiendo los arcos de tu jardinería;

probada con ingenuas ganzúas tus firmes cerraduras

y escudriñaba las rendijas de tus paredes,

buscándote, preguntando por ti.

Alguien le había pasado

una pequeña esquela con un mensaje tuyo,

escrito con minúsculas azules y con pulso de fiebre:

"si buscas al Amor, buscas a Paul Eluard". . .

 

IV

Recuerdo, hace unos años, cuando desde mi patria,

mi Paraguay de sueños, azúcar y agonía,

veíamos volverse tinieblas la mañana...

Recuerdo cuando el aire oreaba la sangre

recién desparramada sobre la tierra ardida,

de Oradour y de Lídice...

Recuerdo lo que estabas haciendo,

porque cuando llevábamos la cabeza a la almohada,

llegaban a nosotros los confundidos ecos

de las crepitaciones de leños y esqueletos

estallando entre el fuego...

Pero en la noche ciega,

alguien que no dormía levantaba su lámpara,

y la luz cariñosa del aceite prohibido

alumbraba las palabras inmensas:

"Allons, enfants de la Patrie,

le jour de gloire est arrivé". ..

Ese pastor nocturno de la libertad,

era la dignidad del hombre y se llamaba:

Paul Eluard.

(1953)

 

ASI...

Dejo aquí, en tus umbrales,

mi corazón inaugurado; mi voz incompatible;

mi máscara y mi grito y mi desvelo;

todos los carozos desnudos, roídos de intemperie;

todo lo que decae como un pétalo seco

en los vencidos días de otoño.

 

Hoy quiero verlo todo desde dentro;

todo el hilván y el esqueleto de sostén;

toda la utilería;

los telones y relieves prolijos del sueño.

Hoy recorro los acontecimientos

como quien navegara a lo largo de la miga cariñosa

de un pan

y saliera, de golpe, a flor de costra,

en llegando a la ciega corteza

apoyado en carbones de próximos diamantes.

Así, ejecutado y prolijo,

con la corbata puesta y los zapatos en su sitio:

como un muerto que espera el turno de su leño.

 

Así.

Porque es hora ya de irse preguntando:

¿A qué tanto jadeo y tanto andar a pie,

con la corbata puesta al revés,

y el corazón al aire, allí,

justo sobre las coyunturas desangradas

y los dedos haciéndole señas al Dios de nadie?

¿A qué los ojos cayéndose de tanto ver osamentas

y los párpados, ardiendo

sobre el aire podrido de un tiempo miserable?

 

Bueno: dejo aquí, en tus umbrales,

mi corazón de arena; mi voz toda deshecha

y mi máscara rota y mi mano sin horóscopos,

sin huellas saturnales de lunas muertas;

todo aquello que amé;

todo aquello que pudo ser un canto y es solamente

desprendido terrón de cementerio.

 

Tómalos todavía: colócalos

en un hondo nivel de marineros descansos;

ponles un grano de sal sobre las órbitas;

ponles una flor marchita en los ojales...

Llámalos a esa muerte que tú no desconoces

y entrégalos a la dulce vocación de los pájaros

que emigran hacia el Sur...

Y no los nombres nunca, si no es para amarlos

en recuerdo, en piedad, en dulzura de tarde quieta

-como quien acunara la cabeza de un infante sin madre-.

Así.

(1953)

 

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