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LISANDRO CARDOZO (+)

  EL SICARIO, 2014 - Cuento de LISANDRO CARDOZO


EL SICARIO, 2014 - Cuento de LISANDRO CARDOZO

EL SICARIO

Cuento de LISANDRO CARDOZO

 


Ramón “Tórtola” le decían al muchacho que encon­traron muerto con más de veinte balazos alojados en su cuerpo, en un bosque cercano a la ciudad de Her­nandarias. Los policías, que intervinieron en el levanta­miento del cuerpo, ante la presencia del fiscal forense, y la hambrienta prensa de sucesos policiales de un medio radial local, escribieron simplemente en el acta labrada en el lugar, que fue un ajuste de cuentas entre mafiosos, tal vez una quema de archivo. La prensa agregó que se trataba de un asesinato típico entre bandas de narcos. Por supuesto, que el crimen nunca se esclareció.

Tortola sabía mucho del ambiente siniestro de la ma­fia, porque él era uno de los principales sicarios, que permanentemente hacía los trabajos sucios de los jefes del hampa, los peces gordos, los denominados akâgua­su, o sea, las cabezas visibles o los mandamases del fruc­tífero negocio fronterizo.

A Ramón le dieron una moto, un fajo de dinero y una pistola 9 mm, cuando le contrataron para realizar su primer trabajo. Tenía que demostrar que era capaz de cumplir órdenes y para ello, tuvo que emboscar a su primo hermano, un policía, que estaba molestando en el fluido tráfico, pues se tomaba muy en serio su trabajo de volai. Era uno de esos idealistas, que aunque raros, existen todavía en algunos lugares.

El aprendiz de sicario, esperó al policía en un punto del desolado camino, que a diario hacía Jóver, para ir sobre su moto, a la casa de su novia, primero, y final­mente a la suya. El trabajo debía hacerse poco después de que saliera de la casa de Anita, que normalmente eran pasadas las once de la noche. La pareja tenía planes de casarse, aunque la mujer temía ya que le pase algo grave a su novio.

El policía sabía mucho de lo que ocurría todas las noches, en la pista clandestina de Jovino Arriola. Ahí bajaban dos y hasta cuatro avionetas Cessna, con sus solitarios pilotos, trayendo al tope en la cabina, la pas­tabase de la cocaína. La travesía se hacía tras varias co­nexiones, entre la selva amazónica de Colombia y las sierras de Bolivia, hasta llegar finalmente a Pedro Juan Caballero.

El proceso de transformar la pasta en el codiciado polvo blanco, se realizaba en el bien montado labora­torio clandestino. El mismo estaba guarecido en un disimulado escondite, en medio de la densa espesura, distante unos quinientos metros de la pista. La familia Arriola y los que trabajaban en el laboratorio, lo lla­maban “la fábrica”. Ahí se mezclaban los componentes, con la acetona y permanganato de potasio y otros quí­micos, para conseguir un producto de calidad, que des­pués los minoristas mezclaban con harina, talco, y otros polvos, para aumentar sus ganancias. En la fábrica, el producto se fraccionaba en paquetes, de uno y dos ki­los, para ser inmediatamente llevados a las fronteras de Brasil y Argentina, o surtir a los distribuidores locales.

Hubo noches, en que las avionetas parecían un en­jambre de abejas, pues iban y venían en vuelo bajo, casi rozando los árboles, para no ser detectados por los ra­dares de los países vecinos. En algunos casos, los bultos eran arrojados sobre puntos señalados con pequeñas fogatas, en los claros de los bosques. La protección del operativo era precisa y estaba a cargo del propio comi­sario Irrazábal, quien cumplía órdenes provenientes de poderosos militares y políticos involucrados en el nar­cotráfico. Estos eran los beneficiarios principales y se mencionaban sus nombres en voz baja, casi en secreto. Nunca ellos aparecían por la zona y desde Asunción manejaban la perfecta organización mafiosa que fun­cionaba con prestanombres, representantes visibles, que también obtenían jugosas ganancias que engrosaban sus cuentas bancarias en el exterior. La ramificación se extendía cada vez más y copaban todos los estratos, con el vicio, la coima y la compra de conciencia.

Todos querían entrar en la poderosa rosca, pero po­cos llegaban a sitios de relevancia o a sobrevivir por mu­cho tiempo. El código de silencio y lealtad no tenían miramiento y debían funcionar en todo momento, pues esto aseguraba la permanencia del negocio, que impli­caba miles y miles de dólares. Los que entran en el ne­gocio, difícilmente salgan por sus propios medios, sino con los pies delante.

El sub oficial Jóver Ortellado fue encontrado a la ma­ñana temprano por un carrero que transportaba caña de azúcar. Estaba tirado en una cuneta, a unos metros de su moto, con unos cinco balazos de 9 mm. El motor estaba caliente todavía cuando fue avistado por el carre­ro, quien creyó que el joven tuvo un accidente. Lo miró de cerca y cuando se cercioró que ya no había nada que hacer por él, fue a dar parte en la comisaría. No pudo explicar muy bien, o prefirió obviar algunos detalles para no ser culpado.

Decíamos que hay algunos policías idealistas, hasta que son tentados por el dinero fácil, pero invariable­mente cedían al poco tiempo ante la presión y el temor de ser ultimados. Jóver, formaba parte del equipo de policías asignados a la seguridad y vigilancia de las in­mediaciones de las pistas de la zona. Pero por su parte, él andaba averiguando algunos datos en la propia co­misaría sin tomar las debidas precauciones. Preguntaba por ejemplo, a quién podía informar sobre lo que venía observando en la propiedad de Jovino Ortellado, obvia­mente sus camaradas le dijeron que no se meta en eso, que no le importaba y que le podía caer mal.

En uno de esos días, después de volver Jóver de una recorrida, le escuchó un camarada conversar sobre el tema de las pistas y las mercaderías, a través del celular, con un amigo de Asunción. El mismo informó inme­diatamente el hecho a su superior.

De ahí en más, funcionó aceleradamente la bien acei­tada maquinaria de la mafia y sus conexiones, que lle­garon velozmente a los oídos de Isabelino Tarova. “Este loco se está metiendo demasiado y está informando so­bre nuestras actividades a alguien de la capital y hay que proceder nomás ya, Isabelino” le dijo a su socio, en tono confidencial el comisario Irrazábal. Esa misma noche fue llamado Ramón “Tortola” para ejecutar el trabajo, que sería su prueba de fuego. ¡Pero ese es mi primo, Isabelino, nde tarova nio nde!. ¡Mirá Tortola, si querés entrar en el negocio, tenés que hacer lo que se te diga sin protestar. ¡Orden es orden acá el asunto!

Tortola, a regañadientes aceptó su primer encargo, porque necesitaba el dinero y “pensando bien, los poli­cías no son amigos ni parientes. Además es un olimpista fanático, ese tembo”.

Para darse ánimo, esa noche compró una botellita de caña y rondando por ahí lo fue tomando a sorbos. Ya muy entrada la noche, lo esperó en el trayecto que va de la casa de su novia a su casa. Sabía muy bien que su tía Rosario lo estaría esperando con la comida recalentada. Tortola ocultó su moto detrás de un árbol y se escondió detrás de unos arbustos a la vera del camino de tierra. Vio que venía bamboleándose la luz de la moto, sor­teando los innumerables baches del camino. A cien me­tros, paró Jóver la moto y a Tortola se le congeló la san­gre, pues lo primero que pensó es que su primo lo vio en el momento que ocultó su cabeza tras los arbustos. Pero era noche cerrada y su temor no tenía fundamento, porque tras unos minutos escuchó de nuevo el sonido del motor y vio que la luz se aproximaba. Preparó su arma, que ya tenía la bala en la recámara y se dispuso hacer el trabajo. Luego debía rendir cuentas del hecho a Isabelino, quien le prometió que le daría un plus si cumplía bien su trabajo de asesino por encargo.

La patrullera ya estaba en el lugar donde encontraron el cuerpo de Jóver cuando llegó también Anita, acom­pañada de Rosario, la madre de Jóver. Ramón Tortola se colocó no muy lejos del sitio para observar bien lo que ocurría. Los gritos de dolor y lamentaciones de las dos mujeres se escucharon con fuerza y eso se le gra­bó en la mente a Ramón, que no pudo dormir varias noches. Daba vueltas y vueltas en la cama recordando la expresión de su primo al verlo enfrente con el arma apuntándole directo a la cara, y vio también cómo sus ojos se abrieron al recibir el impacto en plena boca aho­gando su grito.

Ramón, por supuesto, fue contratado sin retaceos como uno de los brazos ejecutores. Ya estaba condena­do a dar los zarpazos más dolorosos a los enemigos del grupo liderado por Isabelino Tarová, que no era más que el lugarteniente y testaferro del general Ovando, que era conocido como don Simón. Con este simple nombre, que podía ser un alias falso, se conocía al jefe, al verdadero amo en la zona. Muchos no sabían muy bien si realmente existía el mentado jefe porque era un completo misterio para muchos.

Pero don Simón no era el único que operaba en Pe­dro Juan y zonas de Hernandarias, no era el único que tenía un amplio territorio de bosques, regado por fres­cos arroyos y pistas clandestinas, que eran cabeceras del contrabando de todos los rubros negociables. La elec­trónica era una de las preferidas, que incluía celulares de última generación, computadoras, juguetes, armas cortas y largas, proyectiles, repuestos de vehículos sobre pedido, instrumentos de precisión, etc. Las avionetas venían de Colombia, Venezuela y Miami, reabastecién­ dose varias veces en pistas bien ocultas en las montañas y en las selvas amazónicas. Era una red muy bien es­tructurada, que implicaba mucho riesgo, y por ello no podían perdonar a los soplones ni investigadores que metían sus narices en esos negocios multimillonarios.

Ramón Tortola, al poco tiempo ya fue adquiriendo baqueanía y cumplía a la perfección los encargos. Iba al­gunas tardes al bosque a entrenar. Llevaba por lo menos cuatro cargadores llenos y una caja de balas de reserva, para disparar a ciertos objetivos que se trazaba visual­mente. Iba en la moto como un desquiciado, andando a por lo menos a ochenta kilómetros por hora. Dispara­ba con la mano izquierda sin soltar el acelerador, pero cuando debía hacerlo con la derecha, se le dificultaba la maniobra. Entonces tuvo que probar ciertos recursos, como el de sostener la aceleración con el codo, apoyado firmemente el manubrio, mientras disparaba. Esto no le daba precisión, además de significar el riesgo de meterse un balazo en el cuello. Luego estudió un mecanismo que construyó con una planchuela de aluminio para trabar la aceleración con la palanca del freno de mano. Eso le dio más libertad para disparar.

Así, pudo interceptar él solo a un concejal munici­pal que intentaba llevar adelante el cierre de los aeró­dromos. Lo esperó a la salida de una estancia cercana, donde fue a recibir una importante coima para hacer la vista gorda, en el desvío del curso de un arroyo que debía surtir de agua un tajamar, muy necesario para los animales de la estancia Mainumby.

De certeros balazos ultimó al concejal Atanasio Ál­varez que venía raudamente en su camioneta por el pol­voriento tramo, camino a la ciudad. El conductor, al recibir el impacto de tres tiros al hilo, perdió el control del vehículo que fue saltando sobre los takurues y final­mente se incrustó entre los árboles. Tortola se acercó a la camioneta para rematar al hombre si era necesario y grande fue su sorpresa al ver que la cabina estaba ati­borrada de billetes de cien mil guaraníes. Por si acaso disparó dos nuevos tiros a su víctima, juntó tranquila­mente el dinero que puso en una bolsa de hule negra y emprendió viaje hacia su casa. Él vivía con su madre, una mujer que sufría trastornos mentales, y una her­mana que se encargaba de cuidar de la madre y los que­haceres de la casa. Miguel sin decir nada, fue directo a su pieza y guardó el dinero en un cajón de madera que llenó de cinta de embalar y lo metió bajo la cama.

En otro encargo mató al director del colegio regional, pues este había hablado sobre el narcotráfico y el con­trabando, además de los involucrados de la ciudad, en una reunión de supervisores. Estaba también en la lista, Rodrigo Bernal, hijo de uno de los mayores traficantes de electrónica, y “competencia desleal” de los akâguasu y un tiempo después ya recibió Ramón Tortola, instruc­ciones precisas sobre el trabajo que debía hacer.

Todo, en el bajo fondo o el hampa o el gansterismo, tenía su costo y cada vez más Tortola cotizaba mejor su trabajo.

Hasta ese momento todo salía a pedir de boca y nun­ca nadie lo señaló como uno de los ejecutores del traba­jo, pues él mantenía un perfil más bien bajo, no tenía amigos, ni novia, ni a quien contar nada. Así fueron pasando los meses y los años, que podían contarse por la cantidad de muertos que pasaron con expresión de te­rror frente al cañón de su infalible pistola. Ni la policía ni la fiscalía, investigaban mucho sobre los asesinatos por encargo que tenían el sello común de recibir cer­teros disparos en la cabeza. Eran trabajos de un profe­sional o de alguien muy bien entrenado, y nadie quería exponerse fácilmente a ser objetivo de este sicario.

Una noche se propuso hacer por su cuenta algo que nunca debe hacer un hombre con ese oficio. Preparó sus dos pistolas con balas explosivas, combustible en un bidón y fue a esperar al floreciente comerciante Fa­bián Ortiz en un trayecto que ya tenía estudiado. Casi a la medianoche apareció en la curva la camioneta, con el conductor manejando tranquilamente mientras es­ cuchaba música tropical a todo volumen, como para espantar el sueño o el miedo. Ramón sabía que en la carrocería traía droga y en la cabina varios millones de guaraníes, pesos y dólares. La camioneta aminoró la marcha, cosa que fue aprovechada por el sicario para el ataque. Pero no contó con que la camioneta estuviera blindada y que sus disparos serían en vano. Las balas re­botaban del parabrisas, de la dura chapa y por lo menos dos pasaron silbando muy cerca de su oído. Al ver que fracasó en su intento huyó del lugar a toda velocidad. Fabián llegó ileso a su casa y al otro día llamó a una urgente reunión a todos sus compinches.

Ramón Tortola estaba temeroso y no se hizo ver en todo el día, ni siquiera atendió las llamadas de su pa­trón, Isabelino Tarova. Este se puso realmente loco, porque tenía un urgente pedido y Ramón no contesta­ba. Le intrigaba tan misteriosa desaparición y se puso a averiguar qué le pudo haber pasado. Enseguida se ente­ró del suceso de su archienemigo Fabián Ortiz, quien lo relacionó con el intento de su asesinato y robo. No dijo nada Isabelino y siguió buscando a Ramón, pero ahora para protegerlo de los sicarios del otro grupo.

Lo que más tarde contó su hermana fue que Ramón vino presuroso a buscar algo en su pieza y salió rauda­mente, sin siquiera despedirse de su madre, que estaba atada a su cama en una nueva crisis de esquizofrenia.

Cuando hallaron el cuerpo de Ramón Tortola con más de veinte balazos, ya las moscas estaban revolo­teando el cuerpo, pero no había rastro de la caja que ató a su asiento como un acompañante y que lo condenó a la perdición.

 

 

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