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LISANDRO CARDOZO (+)

  EL COMPOSITOR - Cuento de LISANDRO CARDOZO


EL COMPOSITOR - Cuento de LISANDRO CARDOZO

EL COMPOSITOR

Cuento de LISANDRO CARDOZO

 


Su sueño era ser un gran compositor. Escribir algu­na vez su obra maestra y ser reconocido mundialmente como los grandes maestros: Beethoven, Mendelssohn, Mozart, Bach o Mahler.

Con ese sueño utópico en mente desde muy chico, se sentó al piano por horas a practicar, a estudiar teoría y solfeo, composición y contrapunto. Asistió regularmen­te a los largos cursos del conservatorio y fue así, que llegó a ser uno de los alumnos más aplicados y desta­cados. Pero su condición física endeble y enfermiza, le hizo acreedor del menosprecio por parte de compañeros y algunos profesores, que lo calificaban, como un chico muy ansioso y en ocasiones, pesado.

Las clases de composición eran las que más le gus­taban a Gustavo Valpuesta, y para cada una de ellas, preparaba una pequeña pieza, que escribía puntillosa­mente a lápiz en el pentagrama, en las claves de sol en segunda y fa en cuarta. Preparaba también variaciones de contrapunto en do mayor, sol menor, y en si bemol.

Esa tarde llegó su turno —que es por abecedario— de mostrar lo que había hecho y el profesor le cedió el asiento frente al piano. Pero antes debía elevar la acol­chada plataforma, unos cinco centímetros, para que pueda alcanzar el teclado y acercaba otros tantos, para alcanzar los pedales del piano Yamaha, donado por el país del Sol Naciente, que después de unos cinco años, ya estaba muy aporreado y con algunas notas desafina­das.

Sus compañeros ya esperaban con sonrisita maligna, el momento en que él hacía tronar sus finos y largos dedos, estiraba sus brazos hacia arriba y adelante para aflojar sus músculos, y disponer su espalda recta, ha­ciendo un perfecto ángulo de noventa grados con la banqueta.

Gustavo tenía diecisiete años, era el más joven del curso, pues había comenzado a ir a los talleres de inicia­ción a los cinco años, de la mano de su paciente madre. Tenía cabellos castaños claros, cejas gruesas y ojos café, cubiertos por los anteojos de grueso marco de carey. Por su apariencia, parecía estar muy mal nutrido, y que sus brazos, no iban a poder tener la fuerza suficiente para arremeter con vigor sobre las teclas, que sin embargo, el piano le sonaba muy claramente.

Al terminar de interpretar su Opus 44 para piano, en Sol Mayor, que anunció tímidamente, sus compa­ñeros rieron sin disimulo, mientras el profesor perma­necía inexpresivo, mirando sus manos. Unos segundos después, el maestro Alejandro Almarza le dijo: “creo que todos percibimos, que hay algunos problemas de armonía, precisamente en esos largos saltos en los inter­valos, que son inadmisibles en una buena composición. Los acordes de mi séptima y la bemol, que se repiten varias veces molestan al oído, porque son inarmónicos y usted lo sabe. La segunda frase del moderato debe discurrir mejor con las escalas de sol mayor y do menor, y no detenerse en los acordes de la séptima menor, que rompen de nuevo la armonía”. Con esa crítica se dio por terminada la clase del día.

Gustavo esa tarde volvió apesadumbrado a su casa, y con pasos cansinos recorrió las cuadras de adoquines, tras bajar del colectivo que le llevaba a su barrio. En todo el camino no pensó en otra cosa más que en la crítica, que lo había dejado muy mal y llenado de ver­güenza. Pero sabía que no debía amilanarse, que pese a todo, él estaba muy convencido, que escribiría en algún momento su obra maestra, porque ese era el objetivo de su vida. Repasó los libros, sus muchos apuntes de armo­nía y contrapunto y encontró las explicaciones de sus aparentes errores compositivos. Pero sabía que si sola­mente se ponía a corregir su Opus 44, sería una más de las corrientes y encorsetadas músicas sin gracia, de las que tanto existen. Estaba convencido que sus compa­ñeros y el profesor no entendieron su intención al com­poner de esa manera revolucionaria, como lo hicieron Monteverdi, Berlioz, Schönberg, Debussy, Kórsakov y Stravinsky.

Gustavo ya estaba acostumbrado a encontrarse con esas dificultades, con profesores con mentalidades cua­dradas, que lo único que buscan es que el alumno se asimile a ellos, se amilanen ante ellos, se desanimen y en consecuencia, sean tan mediocres como ellos, que nunca fueron capaces de hacer algo importante en sus vidas como músicos.

Mientras descansaba esa noche, se propuso que al otro día reescribiría totalmente su música. Para ello, dando vueltas y vueltas en la cama, elucubró mental­mente melodías, tarareó y silbó frases completas por lo bajo, para no molestar a sus padres que dormían en el otro cuarto. Bien temprano se levantó a trabajar en el piano. Con el pentagrama enfrente, escribió, nota por nota, borroneó acordes y volvió a combinar corcheas, fusas, semifusas y silencios. Comió apenas unos bo­cados en la hora del almuerzo y febrilmente prosiguió probando variaciones, arpegios y acordes de distintas naturalezas y alturas.

Ya entrada la noche tenía escrita dos versiones. La primera composición contenía nuevas melodías más originales, y variaciones que consideró eran más crea­tivas, fruto de una inspiración que le vino de quién sabe qué lugar del universo. La escribió de un tirón y la infinidad de veces hasta que los dedos también memorizaron la melodía y guardó las partituras en una carpeta. La otra composición, con las correcciones su­geridas por el profesor, sería la que iba a exponer en la clase. Recién a la madrugada pudo conciliar el sueño tras resolver en teoría todos sus problemas musicales.

Ese jueves fue el día en que se festejaba la indepen­dencia del país y era feriado. Durmió hasta la media mañana y tras desayunar, se sentó de nuevo frente a su viejo piano, comprado por su padre de segunda mano, en muy malas condiciones. Tras hacerlo arreglar, le servía por lo menos para los ensayos diarios. Un viejo maestro, de los pocos que nunca lo discriminó, le había dicho que lo mejor era tener el instrumento en casa, para practicar los ejercicios que se dan en las clases de interpretación. “Así se agilizan los dedos y se adquiere fortaleza en las articulaciones”.

Ese día se dedicó a enriquecer aún más su nueva com­posición, dotándola de nuevos matices y movimientos, de tal modo que quedó muy satisfecho con su obra. Al otro día tenía clase teórica y práctica y ya tenía prepara­da en su mochila los cuadernillos de partituras y en su mente la melodía que le ocupó todos esos días.

Esa tarde escuchó aburrido las obras de sus compa­ñeros y pensó que ninguna merecía la puntuación que le iba dando el profesor. Eran piezas mediocres e insul­sas que, sin embargo, ponderaba el profesor con hala­gos desmesurados. Él se mantuvo callado en su lugar de siempre, casi retraído, tratando de que los nervios no le jueguen una mala pasada en el momento de sentarse al piano.

Por último el profesor llamó a Gustavo e hizo los arreglos de siempre en la banqueta. Él se concentró mi­rando el teclado y comenzó a sentir la música que reco­rría ya sus extremidades, que hizo tronar inconsciente­mente, seguido de sus gestos como un ritual. Miró la partitura que conocía de memoria y atacó las primera notas. Discurrió la música prolijamente de las cuerdas del piano vertical que tenía la tapa superior abierta para una mejor sonoridad. La melodía se expandió por toda la sala, por encima de los hombros de sus compañeros y el maestro, quienes se quedaron en llamativo silencio. Terminó su breve pieza y quedó con las manos sobre sus muslos.

Al cabo de un rato dijo el maestro: “Mejoró nota­blemente su obra, Valpuesta. Creo que tomó en cuenta las sugerencias, aunque persisten algunas cositas que cuestiono, como en el moderato, en que percibí que hay todavía algunos problemitas. Creo que debe revisarlo para la próxima clase”.

Gustavo, sin levantarse de la banqueta, rebuscó en su mochila y sacó el otro cuadernillo de partituras que abrió en la primera página y lo puso enfrente. Sin mirar a nadie, comenzó con un leve arpegio pentatónico que cubrió cuatro octavas y siguió con una melodía alegre, sonora, que intercaló con un moderato y pianísimo, para ir ascendiendo nuevamente. El maestro miró a sus alumnos en quienes no había atisbo de sonrisa y muy por el contrario, parecían absortos escuchando, cuando Gustavo atacó con fuerza el teclado con una escala en fa sostenido. Cambió la página con la mano izquierda y siguió con un profundo arpegio en fa mayor que dis­currió con una bella melodía en que las notas negras so­bresalieron. Tras maravillosas variaciones en sol sosteni­do, la bemol y do sostenido, con alegros y moderato, fue definiendo su composición, desembocando finalmente en tres grandiosos acordes en fa mayor.

Antes de que nadie reaccione, ni siquiera el profesor, que escuchó con los ojos cerrados la música, Gustavo cerró su cuadernillo de partituras, lo guardó en la mo­chila y se marchó.

 

 

 

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SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - ABRIL 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay. Mayo- 2014

 

 

 

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