PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
RODRIGO DÍAZ PÉREZ

  INCUNABLES (Relatos de RODRIGO DÍAZ-PÉREZ)


INCUNABLES (Relatos de RODRIGO DÍAZ-PÉREZ)

INCUNABLES

/ RODRIGO DÍAZ-PÉREZ;

prólogo de FRANCISCO E. FEITO

 

Edición digital: 

INCUNABLES

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de

Palma de Mallorca, Luis Ripoll, 1987.

 

 

PRÓLOGO

INCUNABLESO LA DIALÉCTICA ENTRE LA MEMORIA QUE INVENTA Y LA MEMORIA INVENTADA POR FRANCISCO E. FEITO

 

La literatura, se nos ha hecho creer, es un discurso inefable elaborado sobre la intimidad más exclusiva de que nos pueda proveer la conciencia de ser dueños de una sensibilidad inexpresable en términos racionales por cuanto supone otra forma de conocimiento. Esa verdad interior se podría resumir diciendo que existen tantas historias como individuos, tantas sensibilidades como personas. Es decir, que somos piezas de un puzzle con límites semejantes a los del resto de las piezas, pero con un interior siempre distinto. Cada uno asume su propia y exclusiva historia (de su vida, de su sensibilidad), mediante un artilugio ideológico al que llamamos «memoria» que, concebido como un arma de doble filo, tiene su salida de emergencia en el «olvido».

Dentro de este engranaje puede adelantarse queIncunables, colección de diez relatos de la más variada temática, uno de los cuales le da título al libro, es la obra de un escritor, Rodrigo Díaz-Pérez, especialmente sensible, quien guardando memoria de sus impresiones vitales, les da forma e impregna de su propio espíritu (¿mensaje?) con el fin de expresar sus sobrecogimientos más profundos, asombros éstos que  ha venido explorando obsesivamente en toda su obra anterior -poesía y prosa- con «la misma preocupación, (con) el mismo estado de ánimo... (con) idéntico sentimiento hacia su país, el Paraguay... arrasado por guerras y revoluciones, y sus secuelas...», como ha dicho su editor, Luis Ripoll, al referirse a su segundo libro de relatos titulado Ruidos y leyendas.

El valor de esta expresión, pues, reside en la indefinible armonía que existe entre aquello que se dice y aquello que ha sido; en ese «adiós perfecto» que pretende recuperar todo lo buscado y todo lo vivido, otorgando a lo que toca una calidad distinta, universal, unas veces ajena y otras pegada al curso cotidiano de la historia. Y, precisamente en este asalto que el autor perpetra en el ámbito de la memoria, empieza a hacerse claro el poder iluminador de su discurso. Tomemos como ejemplo el primer cuento del libro, La sequía, donde el milagro de la enajenación de «la vieja» y la perplejidad o el hechizo de un tiempo y unos sucesos mitificados (por un lado Colá -nieto de la vieja- mártir de la Guerra del Chaco; por el otro, los agentes de la autoridad tratando de llevar a cabo una conscripción imposible; y, al final, la pesadumbre de los soldados y la generosidad del jefe), se rompen inesperadamente al asumirlos recreando el ámbito del conocimiento -el lugar del texto- con el apasionamiento de la experiencia -que es el vacío. Lo que llama la atención es la dignidad inquebrantable, la fortaleza de carácter y la fibra moral de «la vieja» en medio de la hostilidad del medio ambiente -«la sequía»- y de los agentes del poder.

Rodrigo Díaz-Pérez no está fascinado por los hombres como miembros de una comunidad sino por elhombre en la comunidad, por el individuo como unidad final en sí mismo. Éste es el caso del teniente Amílcar Fernández en No hay rastros, quien no vacila en obtener una nueva certificación de nacimiento adulterando su edad de 14 a 19 años para poder inscribirse como voluntario en el ejército durante el conflicto del Chaco. Después, la muerte heroica en campaña...; pero «nadie supo nada del teniente Fernández, quien sigue siendo un misterio y una leyenda hasta hoy». Este cuento es una digna contrapartida de «La sequía», pero no obstante su conmovedor dramatismo, los protagonistas de estas dos narraciones no tienen nada en común con la tragedia griega, pues se dirigen a su destino inexorable por pasiones heredadas o causadas por la tradición o por el entorno, pasiones que se expresan en una súbita explosión o por medio de una lenta liberación de, tal vez, restricciones de varias generaciones. Sin embargo, aunque no son textos de un engagement al uso, pues no hay mensaje explícito ni recetas ni optimismo progresista, a veces llevan la denuncia hasta términos escalofriantes con un humor que no es ni fácil ni superficial, sino humillante. Idénticos parámetros se les puede aplicar a «El maestro» con ese final inesperado: «Seguimos luchando... NO PASARÁN» (esta última frase tomada a préstamo del título de un cuento de Ingavi y otros cuentos), el cual, más que el texto de una tarjeta postal, suena con la rotundidad de un grito rebelde lleno de coraje y de rabia en el contexto en que está usado. Y también a   Incunables, donde la crítica solapada al discurso del poder omnímodo se hace a través de un gigantesco salto al absurdo en la figura de Nerón. En este caso no puede olvidarse que el relato fantástico deviene el discurso comunitario más amplio y más inverosímil, en donde se concentra todo lo que no puede decirse en la literatura oficial. Además, en esta realidad ambigua sobre la que está construido el cuento, el fuego, como agente purificador, es un símbolo fundamental, gracias al cual se producirá -eventualmente- el rito de liberación del protagonista acosado por las huestes pretorianas; o del hombre en su agonía existencial tratando de sobrevivir en un mundo desfavorablemente adverso.

En Te acordás hermano se nos habla de una peña bohemia del año 98 reunida en el entonces café de moda llamado «El retorno» (el retorno a la patria después de un exilio árido), por cuyo salón, además de autores de tangos, pintores de lapachos, libreros y poetas romántico-modernistas repletos de decadencia finisecular, se concentran y pasan campesinos vendiendo golosinas, mendigos, plagas de moscas y la policía de turno en busca de la mordida propicia. Toda esta revelación discontinua de hechos despoja a la trama de su estructura de suspense a la que ya estábamos acostumbrándonos, pues la tensión nace no de la progresiva complicación de la acción -que no la hay-, sino a través de la colocación de los fragmentos anecdóticos y descriptivos, que en definitiva reflejan un mundo que se desintegra moral y estéticamente.

Por otra parte, puede decirse que «La sueca  y el lago» es un cuento de atmósfera en el cual a veces cuesta distinguir entre el sueño y la realidad. El autor se vale de procedimientos poéticos y oníricos que se cruzan con las anécdotas realistas y las cubren o transfiguran. Es un trasmundo que tiene una existencia propia, que en definitiva implica y revela un mundo exterior, el de San Bernardino. La prosa descriptiva, preciosista, morosa, acompañada de largos viajes mentales, puede inducir al lector a creer que la narración es un sueño largo e ininterrumpido, una cadena de sucesos, experiencias y sensaciones, que nacen, viven y mueren en la imaginación de Cristina la protagonista. Sin embargo, esa gran capacidad que posee para vivir su mundo interior goza de un referente fiel, real e histórico porque, en última instancia, el Paraguay está expresado en ésta y en casi todas las narraciones del autor.

Como en toda muestra de arte que se precie de tal, no falta en este volumen lo autobiográfico o los autorretratos, esas esferas de la identidad que se miran a sí mismas desde sus propios restos, desde el residuo, de sus reproducciones simuladas, esos desechos minúsculos fuera de serie en la serie. Para el caso «El temporal de verano» (también con un final imprevisto), con la presencia paternal e ineludible de don Viriato, «sus ojos azules y remotos», sus archivos, su enorme colección de cartas, hasta los documentos de don Nicolás Díaz y Pérez (el cronista de Badajoz); y, «Después del diluvio» con los gemelos alemanes Rudy y Willy, compañeros de juego del narrador-niño, son un fiel exponente de esta modalidad.

Dos cuentos muy similares en técnica, en los cuales el arte de dar verosimilitud a lo absurdo a través de lo onírico, son: «Ruelle des colombes» y «Pic-nic». Rodrigo Díaz-Pérez captura los sueños, los embalsama, los resucita y los suelta luego en el mundo de la vigilia. En ambos cuentos (y también de muchas maneras en «Incunables»), el escritor consigue que el orbe cotidiano se afloje del todo y por los intersticios se cuelen ráfagas de una realidad extra-humana, de un universo de cosas que empiezan a asediarnos casi de contrabando, casi sin que nos demos cuenta, ya que no hay ni un solo gesto de asombro en las narraciones que indiquen diferencias entre lo real y lo quimérico.

En fin, que una vez recorridos los caminos que nos propone este libro, se produce una revelación: toda la textura narrativa se convierte en una especie de lugar sagrado dispuesto siempre para el encuentro entre la perplejidad y el misterio. El escritor aplica entonces -sobre la memoria hecha imagen, sobre aquella fijación de lo fugaz y perecedero- una visión más ceremoniosa. Entiende el recuerdo como una magnitud superior llena de posibilidades y sugestiones; mas, en muchas coyunturas no puede sustraerse a certificar el drama íntimo que por ella circula, su implacable fluir más allá de la soledad, del vacío, de la muerte y de la nada.

Por supuesto que esta revelación dista mucho de ser la última palabra ni estas interpretaciones terminan aquí. Es necesario que el lector establezca una conversión auténtica con todos y cada uno de los relatos, que los escuche y permita que salga a flote lo que cada uno tenga que  decir. Pues, es precisamente en la confrontación de la otredad del texto, en la relación dialógica texto/lector-intérprete, en oír su diferente punto de vista, desde donde podremos avanzar en su conocimiento e ir modificando perspectivas hacia una comprensión cada vez más liberada de prejuicios. Este acercamiento o aún enfrentamiento con otros horizontes es el único que nos va a hacer conscientes de nuevas asunciones que de otra manera podrían no producirse.

Elizabeth, New Jersey, 13 de marzo de 1987.





 

LA SEQUÍA

No se movía ni una hoja. Los árboles del patio subsistían suspendidos en el silencio brillante del verano untuoso y cruel. Los pájaros con los picos entreabiertos oteaban la tierra escudriñando ilusoriamente algún vestigio de humedad. La capa del suelo rojo exponía grietas enormes que parecían agrandarse más cada día y dibujaba en forma caprichosa un raro mapa de una geografía exótica y polvosa. ¡Esta sequía que acompaña esta guerra, tan interminable como la guerra misma!

La vieja se tambaleaba a causa de sus múltiples achaques y por el peso de sus años incontables. Con un gran esfuerzo y hasta con dolor, se arrastraba con una palangana desportillada llena de agua para regar las pocas plantas que aún no habían perecido. El batallar del riego parecía cansarla cada vez más y más. Pero le gustaba observar algún vestigio de verde en la casa.

La trajeron de muy pequeña, hacia fines de la guerra grande, de la lejana Villa de Curuguaty, que antes había servido de refugio a Artigas, pero durante la guerra sucumbió al igual que muchas otras poblaciones del interior del país por donde asolaron los rapai.

Con la ayuda de Colá, su nieto, logró levantar un rancho en Villa Aurelia y entre los dos hicieron una huerta donde sembraron tomates, repollos y lechugas. Después, quedó sola y siguió cuidando su huerta, cada vez más pequeña, al alcance de sus fuerzas.

Esa noche no pudo dormir por el calor. Las paredes del rancho rezumaban un agua de color marrón. Miró el nicho de barro pintado de azul, y por un rato se quedó en profundo trance. Oraba con unción. Desde el techo de paja caían gotas. Era el barro mezclado con escarcha. Un desmoronamiento gradual que no le preocupaba. En última instancia un poco de rocío era siempre una ayuda para sus plantas. Se levantó temprano para ver sus repollos y los otros almácigos. Las hojas estaban alicaídas y habían soportado hasta el día anterior los fogonazos constantes e implacables del sol. La vieja sabía que los repollos estaban muy débiles, menudos, y de ahí a que arrepollasen sólo Dios podría decir.

Miraba la huerta impasible. Los surcos profundos de su cara morena, los cabellos grises y lisos, su cuerpo pequeño y arrugado vigilaban la existencia del rancho. Mejor, daban savia en cierta forma a su kulata-jobai, su rancho rodeado de laureles, timbós y lapachos.

Llegaba hasta el pozo lentamente con la marcha imprecisa de sus pasos pequeños, y descargaba los baldes de agua en la sufrida palangana. La tarea casi ritual de rociar apenas con algunas gotas de agua fresca las plantas de su huerta, le producía gran placer. Se podía adivinar en su rostro algo así como una sonrisa o un gesto apacible.

Una tarde de calor enervante fue al pozo. Lanzó el balde y al levantarlo escuchó un crujido diferente al de la roldana. Notó que el peso que iba tirando era muy superior al de otras veces. Con desfalleciente dificultad logró desaguar el balde y arrojó el contenido en la palangana, que  en vez de agua, era un lodo gris, denso y mucilaginoso; la vieja no quiso creer. Miró el pozo desde el brocal y no vio el brillo familiar del cielo o el reflejo del sol. Frente a sus ojos, un ciego túnel le robó sus esperanzas. Miró arriba. Una bóveda azul, clara e impasible. El sol estaba entrando y el arrebolado vespertino con todos sus matices del naranja al rojo, iluminaba el patio... «Si estuviera mi nieto ¡cuánto hubiese hecho!». Volvió despacio al huerto y miró sus verduras con tristeza. «Alguna vez va a llover, no es posible que esta sequía dure toda la vida...».

Pensaba o rezaba. Era difícil saberlo. Pareciera que hablase a sus almácigos sedientos. «Mi nieto querido, no llueve, el patio se pone más triste cada día, se va secando todo...».

Serían las cuatro de la tarde cuando varios uniformados de cara entre hosca e indiferente golpearon al portón. La vieja tardó mucho rato en llegar hasta ellos. Vino arrastrándose y tratando de ver con su ceño arrugado lo que sucedía en la calle. Al principio vio bultos indefinidos y no pudo distinguir muy bien las formas. Después comprendió que era un grupo de personas que hablaban. Uno de ellos en forma brusca gritó:

-Aquí vive un emboscado y tenemos orden de llevarlo.

La vieja no entendió de qué hablaban ni qué significaba la imprevista aparición de tanta gente. Calladamente levantó el alambre enrollado que trancaba el portón.

-Pasen -dijo-, como si comprendiera que era una obligación ceder ante la autoridad.

Varios soldados y un policía local empujaron el portón que se abrió con dificultad. Los palos de abajo arañaban la tierra. Tuvieron que alzar el portón para que cediese y después levantarlo de nuevo para cerrarlo. Una vez dentro del patio, el que actuaba de jefe del grupo se dirigió a la anciana y le dijo:

-Vamos a revisar toda la casa. Por la comisaría local sabemos que usted guarda a un emboscado.

La vieja no dijo nada. Miraba a los soldados que estaban uniformados de verde oliva, al policía y al jefe, con cierto dejo de perplejidad. Y no perdió la calma en lo más mínimo.

-Pasen che karaí kuéra -les dijo-, y miren todo lo que quieran.

Hablaba con cierta tristeza y muy quedamente.

Los soldados entraron en el rancho, fueron al patio, examinaron la huerta, registraron los alambrados, el laurel centenario con sus ramas exuberantes y florecidas, el tatakuá medio arruinado y con restos de ceniza remota. Entraron después en las piezas y precipitadamente husmearon los cajones, los armarios desvencijados, los colchones, las basuras, en fin todo lo que existía en el rancho. Uno de los soldados salió trayendo un pantalón gris y un saco roto en el lomo.

-Y esto, ¿a quién pertenece? -inquirió en forma triunfal, como queriendo decir que por fin había hallado algo comprometedor.

El policía agregó:

-Yo sabía que había más gente en esta casa. No trate de embromarnos. Cuéntenos de  una vez por todas a qué hora vuelve el que buscamos y lo esperaremos aquí.

La vieja no contestó enseguida. Pensó un largo rato. Como si se esforzara por hallar una respuesta adecuada. No le salían las palabras con facilidad. Cerraba los ojos y movía la cabeza.

-Conteste de una vez y no nos haga perder el tiempo -dijo un soldado.

La vieja seguía como dudando sin responder. Finalmente mirando al policía pudo balbucear confusamente algunas palabras:

-Colá suele venir por las noches, especialmente cuando hay amenazo. No siempre es posible que venga. Depende de muchas cosas -y calló.

El policía habló con los soldados. El jefe, articulando claramente las palabras, se dirigió a la vieja:

-Tráiganos unas sillas y tereré pues vamos a esperar a Colá. Seguro que él viene cada noche. Y usted no nos quiere contar la verdad. En todo el país hay gente que se esconde, hasta en los aljibes. Tenemos orden de llevar a todos los que se hallen en edad militar. ¿No sabe usted que estamos en guerra con Bolivia?

La vieja no contestó. Después de un rato, se escuchó el clas clas de su zapatilla de tela cuadriculada llena de remiendos. Volvió empujando una silla. Uno de los soldados la ayudó y trajo otra.

-Es todo lo que tengo. No me las rompan por favor.

Retornó a su pieza y trajo yerba, una guampa y una bombilla:

-En el cántaro hay agua.

Un soldado trajo el cántaro de la cocina. Se pasaban la guampa por turno, casi sin hablarse entre ellos.

-A veces vale la pena esperar -dijo el policía-, pues ya van siendo escasos los que logran esconderse. Últimamente en la campaña reclutamos varios miles y la guerra no lleva trazas de terminar.

El jefe, que sin dudas tenía prisa, se levantó y volvió a dirigirse a la vieja:

-Mire abuela, ¿por qué no nos cuenta de una vez dónde está Colá? Si usted nos ayuda, todos saldremos ganando.

La vieja al parecer no comprendió lo que acababa de oír y contestó como hablando consigo misma:

-Y sigue sin llover. ¡Qué difícil la vida! ¡Antes me ayudaba Colá pero ahora estoy tan sola!

El policía que estaba atento a lo que decía la vieja le contestó con brusquedad:

-Todas las noches la escuchan a usted hablar con alguien. Tenemos informes, así que no trate ahora de esconder la verdad... ¿Entiende?

Pasó un largo rato de quietud. El tereré corría y se notaba impaciencia en el policía y en el jefe.

Súbitamente la vieja miró el cielo y se puso eufórica: a lo lejos se escuchaban truenos y se veían relámpagos. Iba a llover y bien pronto.

-¡Va a venir Colá! -gritó-. Siempre que llueve viene a verme. ¡Qué alegría, me hallo tanto! -exclamó mirando a los soldados, al jefe y al policía.

Al cabo de un rato un aguacero violento arremetió con furia y tuvieron que entrar al rancho, hacinados, pues no había espacio para todos. El techo de paja tenía enormes goteras y en ciertas partes de la pieza en que dormía la anciana era como estar dentro de una jaula de alambres. El jefe miró la pared de barro del rancho y leyó algo que estaba enmarcado. Parecía un recorte a primera vista. Le tocó el hombro al policía. Y éste, a medida que leía, se iba quedando serio. Los colores de su cara fueron reemplazados por un amarillo verdoso. No era un recorte sino una comunicación del alto comando del ejército. La firma era ilegible pero el texto estaba claro. Los demás soldados por orden del jefe fueron leyendo lo mismo. El chubasco iba disminuyendo gradualmente y al poco tiempo el sol volvió a brillar. De a uno, fueron saliendo todos del rancho. El jefe se acercó a la vieja y con raro acento le tendió un billete de cien pesos y le dijo:

-Perdone abuela.

Al salir cerraron el portón y escucharon a la vieja que gritaba llena de júbilo:

-¡Colá, mi querido nieto, por fin viniste! ¡Tanta falta hacías en medio de la sequía!

En el patio las plantas de tomate habían ganado algún color. La tierra olía a yerbas, a vientos y a flor de laurel...

1986



 

EL TEMPORAL DE VERANO

Estábamos fastidiados, inquietos y desvelados. Era ya medianoche y seguía lloviendo sin cesar. Siquiera la granizada había concluido, pero el temporal no tenía trazas de acabarse. Las goteras no respetaban ninguna pieza y en el escritorio eran verdaderos hoyos. Habíamos resguardado los libros importantes con mantas y diarios viejos. La verdad es que yo por experiencia del verano anterior, sabía que teníamos por delante una de esas largas noches. Miré hacia afuera y no se veía nada. Solamente con la ayuda de los refusilos se vislumbraba en forma errática en la calle el raudal tempestuoso llevándose los árboles y los troncos añosos hacia el bajo. Todo comenzó a eso de las seis y media de la tarde al llegar mi padre de la ciudad. Por cierto que entró empapado pues el tren de chispas se detuvo seis cuadras antes debido a un inesperado descarrilamiento que felizmente no produjo mayores trastornos. Se quitó el saco. Tenía la camisa pegada a las carnes, hecha una sopa. Puso lo que traía sobre una silla y con calma, sin decir una palabra, fue al ropero donde guardaba sus cosas. Al cabo de un rato volvió con ropa seca y miró con cuidado cada uno de los cuartos. La desazón le embargaba el ánimo pero no se entregaba. «En cuanto llegue el buen tiempo, retecharemos todo, no se puede vivir a expensas de los caprichos de la naturaleza...». Sus ojos azules y remotos parecían otear a lo lejos y no se notaba ni un ápice de desaliento. Miraba los cajones y su archivo. Una enorme colección de  cartas, alguna de ellas amarillas, por las que sentía un gran apego. Otras eran del archivo de su padre, el cronista de Badajoz. De vez en cuando hablaba solo: «La verdad es que la vida es una gran novela y no hace falta buscarla en los libros...». Al azar, cogió una de ellas. «Filomena», dijo y cuando ya se aprestaba a leerla fue interrumpido. Quedamos sin luz. Posiblemente a causa del último trueno que se hizo sentir en la sub usina de la esquina. Buscó la caja de fósforos y recordó que la tenía en la chaqueta. Trató de encenderlos. Vano esfuerzo. Todos humedecidos y adheridos unos con otros, eran una masa gris y pegajosa. Desde la cocina doña Alé trajo una vela de sebo que alumbró precariamente el rincón en que estaba mi padre. Las facciones de la fiel compañera de la casa denotaban su rancia y sufrida estirpe nativa. Al poco rato apareció Hermann con la lámpara de kerosén y su tubo rajado pero todavía usable. Con la ayuda de la vela Hermann prendió la lámpara y se agregó más luz al escritorio. Mi padre cerró los cajones con cuidado. El agua había respetado algunas cosas y su archivo madrileño no había sido aún víctima de las agresiones climáticas, si bien las cucarachas y las polillas infames ya iban mostrando sus rastros destructores. Los álbumes de tarjetas postales se habían ido adelgazando con el correr de los años y hoy sólo quedaban algunas vistas, desleídas, de ciudades remotas y nunca soñadas. Las demás postales, en colores brillantes, se las llevaron a escondidas los sirvientes como un recuerdo de su paso por la casona.

Me animé a mirar afuera, con la esperanza  de que en algo hubiese mejorado la tormenta. Cuando los relámpagos agregaban luz al escenario -una luz fantasmal y breve con su tono azuloso- en el patio se podían observar los árboles empujados por vientos briosos y el crujido de las ramas indicaba que la inclemencia de la tormenta no había cesado ni disminuido.

Mi padre nos miraba con calma y nos tranquilizaba con gestos suaves. Su dominio emocional era único. De una percha descolgó un tapado viejo y me lo puso en la espalda.

-Trata de dormir. Mañana será un nuevo día y saldrás a jugar con los barquitos.

Comenzó a gotear con mayor intensidad en el rincón en que yo estaba; me trajo un paraguas. Lo abrió.

-Ya lo sé. Dicen que es mala suerte hacerlo dentro de la pieza. Pero en este caso no vale la pena recordar dichas supercherías.

Lo puso sobre el abrigo que me cubría. El golpeteo de las gotas sobre la tela del paraguas me sirvió como una canción de cuna. Me ayudó a dormir con su arrullo monótono y constante. Soñé que volaba hacia regiones remotas y vaporosas. Por la mañana me levanté mojado.

1986



 

DESPUÉS DEL DILUVIO

El bajo que estaba a tres cuadras de casa se había sumergido y la huerta de don Crescencio Caballero desapareció. Un enorme lago había reemplazado el patio de naranjos y los alambrados eran invisibles. Esa noche los pobladores del vecindario se unieron a don Crescencio y ña Conché y se desplazaron a la parte alta de Villa Aurelia. Abandonaron todo. Ya volverían cuando las aguas lo permitieran. Una tormenta así viene cada tres o cuatro años y no era cosa de dejar valiosos espacios de tierra por sucesos tan infrecuentes. Además el comité del barrio había estudiado la posibilidad de hacer canales y desagües, en cuyo caso ya no sucederían semejantes calamidades.

Saturado de una rara alegría y ansiedad fui a casa de mis vecinos alemanes. Rudy y Willy, los mellizos, me estaban esperando. Eran mis compañeros de juego desde que llegaron a Villa Aurelia. Salimos corriendo y contemplamos el lago recién formado. Tuvimos una idea simple y lógica: hacer una balsa y lanzarnos al lago. Volvimos a casa de los Werner y en el galpón hallamos varios maderos largos que los unimos con trozos de piolas. Estiramos nuestra barca hasta la orilla del lago y con gozo inmenso vimos que flotaba. Rudy fue el primero en subir y con rara euforia nos dio la mano para nuestro ascenso, que lo hicimos con cierto temor. Pero no había razón para ello. Nuestro engendro marítimo tenía fuerza para mantenernos a flote. Y la balsa comenzó a avanzar hacia el medio del lago.

Se veían las puntas de los postes de los alambres que separaban los lotes. Podíamos tirar de las ramas de los árboles y nos sentíamos independientes, exentos al fin del lodo y de la tierra. Recordé que no sabía nadar. Ello indudablemente agregaba más emoción, diría que hasta una especie de exaltación a mis raros instintos azarosos, llenos de inexperiencia y de afanes de nuevas hazañas. La costa se fue alejando gradualmente. Cierta corriente existía y empujaba la balsa. En medio de eufóricos gritos izamos una bandera roja de uno de los palos que servía de remo. Era la camisa de Rudy, quien en ningún momento cesó de alentarnos en nuestra andanza fluvial.

Estábamos llegando a la otra orilla que era más honda. Los palos que llevábamos de remo no tocaban fondo. De común acuerdo, decidimos retornar a la costa de embarque. Algún recelo se había adueñado de nosotros. No puedo decir que fuera precisamente miedo, sino algo más bien indefinido, una mezcla entre apremio de volver y de concluir el juego. Y no era fácil el retorno. Los «remos» no valían para nada y el agua parecía pesada. La contracorriente nos dificultaba el movimiento. Rudy descubrió que las palmas de las manos movidas entre todos ayudaban en cierta forma el movimiento de la balsa. Muy despacio pero avanzábamos por milímetro. No perdimos la sangre fría. Hubo un instante en que quedamos suspendidos, totalmente varados en el medio del lago. Las costas aparecían a igual distancia a un lado y al otro. Probamos con los palos y tocábamos fondo, lo que en cierta forma nos alegró. Una brisa suave que en poco tiempo se transformó en viento nos devolvió a la playa. Noté a Rudy preocupado y algo pálido. En tierra nos estaba esperando Frau Werner quien nos gritaba.

-¿Qué dice tu abuela? -le pregunté a Willy que estaba más cerca.

-Está furiosa. Siempre es así.

Cuando la balsa tocó por fin la playa, me di cuenta de la irritación de la abuela. Tronaba en alemán y naturalmente me tocó algo a mí pues me miraba con una frialdad glacial y me decía cosas con raros acentos y entonaciones que no acertaba a entender. Finalmente para que no tuviese dudas me espetó en un duro castellano, con acento nórdico:

-Estúpido, usted, sí, usted. Todo esto es por su culpa. Usted vino con esta idea peligrosa. ¡Estúpido!

Debo confesar que me intimidó, pues miré sus manos y cargaban un látigo de cuero trenzado. Podía hasta ligar de rebote. Y sentía lástima por Rudy y Willy, quienes con toda certeza sufrirían los descargos de la vieja. Ya la conocía. Aunque no existían razones precisas, no me podía ver ni pintado. Algo en mí le producía una reacción negativa y sabía que me insultaba por la inflexión poco afectuosa de su voz, que a veces sonaba a ladrillazos. Las raras ocasiones en que logramos escapar su control de hierro, las festejábamos con mucho contento y nos permitíamos burlarnos de ella, imitándola yo con supuestas palabrotas en alemán ficticio que hacían reír a los mellizos.

Compartíamos las siestas con los lagartos y salíamos al campo a buscar nidos de pájaros  o simplemente a pescar a orillas del arroyo Montero o a bañarnos en la laguna. Para grata sorpresa mía, con el tiempo la abuela se suavizó algo y me fue aguantando.

Llegó un momento (habían pasado varios meses) en que me esperaba con sus deliciosos kuchen. Para esa época yo había aprendido bastante alemán y hasta podía entender las frases elementales, saludar y participar precariamente en las conversaciones de los mellizos. Como hablaban entre ellos siempre en alemán, pude, por lógica de gestos y circunstancias, captar muchas frases y las repetía para alegría de ellos. Me acercaba a la abuela y la saludaba en alemán y eso indudablemente agregaba puntos en mi favor. Me sentaban a la mesa, tomaba el té con ellos y en forma categórica a las cinco de la tarde me rajaban, pues los mellizos iban a la cama sin excusas. Volvía a casa y no sabiendo qué hacer, me ponía a leer cuentos de Calleja o abría la Enciclopedia Espasa y en los mapas en colores me hacía ilusiones de travesías por regiones remotas.

Esa mañana mi padre fue al dormitorio y me despertó como de costumbre. Me levanté, tomé el desayuno y al salir del comedor me dijo:

-No vas a jugar con los Werner estos días.

La voz de mi padre que era más persuasiva que autoritaria, me llamó, la atención. Me fue difícil entender su decisión, ya que él raramente se metía en mis diversiones. Claro que siempre sabía lo que yo hacía y por dónde andaba. Hice un rápido análisis y decidí que lo mejor era no preguntar nada y calladamente asentí. Sin embargo, la curiosidad me inquietaba y comencé a  recordar como en una película retrospectiva qué o quiénes eran los Werner. Todo lo que apunto lo supe mucho después pero ahora va junto a estos recuerdos para dar lógica a esta especie de memoria. Al final de la primera guerra mundial -contaba Herr Werner- decidieron abandonar la parte norte de Alemania donde ellos vivían desde fines de siglo. A veces eran daneses, otras alemanes, dependiendo de los arreglos que tramaban los políticos en Europa. Herr Werner era muy vivaz y hablaba como el resto de su familia, ambos idiomas. Al concluir la guerra supo, por unos parientes que vivían en Villa Aurelia, que la tierra era barata allí y decidió traer a sus padres, a su esposa y a los mellizos a probar otra vida en tierras lejanas. Una vez instalado en Villa Aurelia, logró una favorable posición en el Banco de Londres debido a su fluidez en varios idiomas y a su conocimiento de contabilidad. Aprendió el español en tiempo récord y logró construir su casa, una especie de fortaleza donde solamente se admitía a algunos amigos de los mellizos -yo entre ellos- y a nadie más. Nunca supe las razones de reclusión o encierro que se imponían pero presumo que ello era debido nada más que a diferencias culturales y a un poco de timidez.

Los domingos iban a una iglesia protestante y por las tardes nos visitaban y pasábamos momentos agradables hablando de cosas diversas y en especial de sus experiencias en la guerra europea. Herr Werner sentía por los ingleses cierta velada admiración. Era para mí una gran alegría verlos llegar. Willy, Rudy y yo formábamos campamento aparte y correteábamos por  toda la casa, subíamos a los árboles y tirábamos naranjos a un muñeco de barro que nos había regalado mi hermano Hermann, quien por cierto poseía buen alemán y hablaba con ellos siempre que se ofrecía la oportunidad de hacerlo.

No hallaba en realidad ninguna explicación racional a la súbita prohibición de mi padre. Eran las nueve de la mañana de un día domingo. Lo recuerdo como si fuera hoy mismo. Me llamó la atención ver pasar a otros alemanes hacia la casa de los Werner. Iban hablando en voz baja en alemán, de modo que yo no podía entender lo que decían. Salí a la calle y noté una aglomeración en la esquina que tocaba la casa de los Werner. No me costaba nada llegar hasta allí. Lo haría por el camino de atrás, el de los guayabales, pues no quería ser sorprendido por mi padre. Y así lo hice.

Calladamente di una carrera de dos cuadras y me detuve. Una carroza fúnebre con las puertas abiertas y varios señores que cargaban un féretro de color blanco me paralizaron; no podía ni quería seguir adelante. Algo terrible había sucedido. El cajón -desde lejos- no me pareció muy grande. Me dio un vuelco el corazón. Precipitadamente volví a casa. Esa noche no pude dormir. Tuve miedo no sé de qué. El lunes por la mañana, vino mi padre con mi tía Alicia y con Hérib y me explicaron que yo iría a Guarambaré de vacaciones a casa de mis primos. Rápidamente prepararon mis valijas y llamaron un taxi que llegó dando tumbos por un camino infame de tierra y barro. Esa noche dormí fuera de casa. A la mañana siguiente me llevaron a  dar una vuelta por el pueblo. Un lugar tranquilo, apacible donde no veía gente por las calles de pasto y tierra. Visitamos la azucarera y la iglesia. A la tarde fuimos a caballo por el camino que conduce a Villeta del Guarnipitán -tierra del cuate Rubén- y retornamos. Trataban de entretenerme pero yo seguía ensimismado y hablaba poco, casi lo imprescindible. Sabía que me iba a acostumbrar con el tiempo pero confieso que era tremendamente dura para mí esa nueva vida, este cambio tan inesperado. Al cabo de tres meses, hacia marzo, volví a casa. Salí a caminar por Villa Aurelia; el bajo estaba seco; don Crescencio y su familia se habían posesionado de nuevo de sus terrenos. Sin decir nada a nadie, me largué a casa de los Werner. Yo temía la verdad, pero no podía con esa obsesión de no saber con exactitud el misterio que me separó tan súbitamente del mundo que yo me había creado con Rudi y Willi. Por fin llegué y como era habitual, golpeé al portón. No podía atajar los latidos de mi corazón. Llamé con insistencia. Finalmente apareció un peón de patio que yo no conocía. Me explicó que los Werner habían vendido todo y que se habían mudado. No sabía dónde -me dijo- pero posiblemente habían emigrado a la Argentina. Me hice de fuerzas y pregunté por los mellizos y el peón me dijo que no sabía nada. Nunca comprendí por qué no tuve el coraje de inquirirle a mi padre acerca de lo sucedido. Son esas cosas que uno no quiere saber.

Hasta hoy me pregunto cuál de ellos andará por el mundo. Definitivamente esa mañana, ese domingo hoy ya lejano, uno de los mellizos se  fue para siempre. Yo los quería a ambos por igual, pero recuerdo la camisa roja de Rudy en la balsa, volando en medio de una tormenta apenas dominada...

1986



 

RUELLE DES COLOMBES

Esa noche me acosté agotado. Ya no recuerdo bien. Todo es tan confuso. Tuve apenas tiempo para dejar una nota breve. «Parto mañana para La Rochelle, los espero en el Hôtel Maritime, como convinimos anoche en la farra del Guarnipit Barbudo». Di dos o tres vueltas y sentí que el mundo se borraba lentamente; todo fue adquiriendo un ritmo veloz y diferente. ¡Al fin libre! Salí precipitadamente con un valijín con mis cosas más elementales. Y esta vez sin olvidarme del traje de baño ni del pijama. Y mi cepillo de dientes. Como me había dejado crecer la barba, me liberé del armamento de rutina; lo que cabía en el valijín era más que suficiente. Con el correr de los años, aprendí que Europa era, por sobre todas las cosas, el lugar donde más alegría me daba pasar inadvertido. Después de varios revuelos por el Metro, llegué a la agencia de automóviles y alquilé un Simca; pensé que a lo mejor era el último que restaba en todo París. La salida de la ciudad me fue difícil. En medio del desorden, París tiene un ritmo en la conducción que obliga a ser meticuloso y a la larga uno se abre paso y logra «palpar» el cinturón que rodea la ciudad. Es inevitable lanzar improperios, pues ello contribuye a eliminar parte de la rabia que viene concentrada. ¡Y el calor de julio! Cuesta creer que París sea un pozo, pero una vez dentro, lo esencial para mí era salir. Guardé como pude las energías, ya que aún me faltaban cerca de quinientos kilómetros hasta la costa. Ansiaba estar ya en la autopista  y comenzar a correr libre y solo, con el viento a favor y la ancha esperanza enfrente. Con gran esfuerzo fui dejando los camiones y las grúas, las aglomeraciones y las callejuelas, para llegar por fin (parecía un sueño) a la autopista que, pasando por Orléans-Tours y Poitiers, concluía sus ondulosas curvas en la orilla del mar. El tráfico no estaba muy congestionado. No se había producido aún el desembarco masivo que precede al 14 de julio y yo era uno de los pocos afortunados ya que pude dejar la oficina a tiempo, por haber previsto que este verano sería horrible. Estaba cansado de ver caras ajadas, viejecitos arrastrándose por las mañanas, perros ensuciando las veredas y caras hoscas de parisinos rabiosos. Estoy convencido de que el verano los pone de humor perruno. ¡La autopista por fin! Comencé como siempre a una velocidad prudente de 80 a 90 kilómetros. Pero todos me pasaban; yo sabía que eso era el principio y no me irritaba. Todavía me duraba de París el manejar espasmódico de las esquinas, y mi visión no estaba aún adaptada a la ruta de campo abierto. A los costados, maizales y girasoles de un amarillo violento, especie de Van Gogh universal. La carretera, muy bien cuidada, con un asfalto impecable, hacía fácil el viaje. Y de a poco entré en la vorágine que afecta a todos. Al cabo de media hora, no bajaba de 120 a 130 kilómetros y todavía me seguían pasando. Me moví al carril de la derecha para manejar más tranquilo. La región, llena de castillos, era muy bonita. Pero apenas tenía tiempo para mirarla. Me detuve para pagar el peaje. Después de tres horas tuve sed. Hallé un restaurante y bajé a tomar un refresco. Estaba un poco entumido y me hizo bien dar unos pasos. Después de llenar el tanque de gasolina y verificar el nivel del aceite, volví a la carretera. Eran las ocho de la noche y todo estaba esplendoroso. Como si no fuera a anochecer. A remota distancia, alcancé a ver la sombra de otro castillo. No recuerdo el nombre. En realidad, no me hacía falta un castillo. Yo estaba contento con mi bulín de Montmartre. ¿Dos piecitas? ¿Para qué más? Después de todo Laura y yo nos veíamos solamente por las noches, ya que los dos trabajábamos todo el día.

Las señales camineras, no bien pasamos Niord, comenzaron a indicar que ya estaba llegando a La Rochelle. Me sentía realmente cansado de manejar solo tan largo trecho. Más de una vez creí que hubiera sido mucho mejor si todos hubiéramos podido venir juntos, en el mismo coche. Pero definitivamente Laura y sus amigos -una pareja de guatemaltecos que había conocido en la Unesco- no pudieron hacer mi jueguito y se quedaron atrapados en París. Las flechitas de indicación caminera se hacían cada vez más frecuentes y, por fin allí estaba la ciudad. Busqué el hotel y me fue liviano llegar. Estaba en la avenida costanera; parecía antiguo. Detuve el coche frente a la recepción del hotel. Bajé y me fue fácil identificarme. Ya estaban nuestras reservaciones y la mía tuve que adelantarla por tres días, que pensaba usarlos para escribir, para nadar o sencillamente para no hacer la misma rutina que siempre me persigue desde que vivo en París.

Me dieron una pieza con ventanas mirando  al mar. La cama, de roble labrado era, sin lugar a dudas, centenaria, pero los elásticos -que los probé enseguida- estaban bien. Frente a la cama, unos austeros roperos de nogal y una mesa de patas torneadas y brillantes indicaban el gusto y el tono del hotel. Lo que no estaba mal, pues era diferente. Precisamente dejamos París para ver otras cosas. Hubiera sido ridículo que en la provincia tuviéramos muebles de Copenhagen... En la pared del costado colgaba un cuadro. Una vista marina. Podría ser cualquier lugar, pero las dos torres sugerían vagamente una escena local. Bajé al bar y pedí una cerveza. Sin cenar, me fui a dormir como un lirón. Después, lo de siempre: contemplar el mar y planear mis caminatas, que siempre me daban vistas nuevas y matices diferentes. El mar estaba muy calmado. Había mucha gente en la playa. Turistas, que los descubría por las chapas de los automóviles que indicaban países de toda Europa, en especial de Bélgica y Holanda.

Salí del margen marino y me adentré en la ciudad. Quería ver algo más reposado. Un ómnibus se detuvo y subí. Pedí un pasaje hasta Auberge au Mer, a pocos kilómetros de la ciudad, pueblecito de mil habitantes quizá, y muy tranquilo. Los parques que fuimos pasando eran arbolados, con olmos y robles centenarios. Salimos de la ciudad y comenzaron los sembrados. Supuse que debía haber una fuerte sequía, pues regaban los maizales, lo que me pareció raro. Los parches amarillos de los girasoles alegraban la mañana. Y las pilas de paja, reclinadas unas contra otras, producían una visión serena. Las casas de la pequeña villa a la que llegamos, después de una hora de serpentear la ruta provincial, eran de piedra. Algunas, cubiertas de un estuco grisáceo y, otras, con ventanas bajas, pintadas de colores brillantes, un verde esmeralda o un amarillo explosivo, que contrastaba con el tono triste de los viejos muros de piedra.

Los techos, de tejas rojas, parecían decirme que estaba en algún lugar del Mediterráneo. Sin embargo, el Atlántico estaba a una hora. Bajé del bus y caminé. Las calles se adelgazaban a medida que me adentraba en el pueblo. Llegué a lo que podría ser el corazón de la villa: una plaza con bancos pintados de verde bajo unos enormes nogales sigilosos. Un grupo de parroquianos estaba jugando a los bolos. La «pétanque» era la variación local de dicho entretenimiento. Parecía gente más bien taciturna, que no se dio por aludida de mi presencia. Los estuve observando durante largo rato. Apuntaban los resultados en unas pizarras y, de vez en cuando, prorrumpían en unos gritos de alegría colectiva. Decidí continuar. Es una extraña sensación estar o sentirse solo en un pueblecito de Francia.

El azar me llevó por callejas desiertas. Se veía a lo lejos, el fin del pueblo y el comienzo de las granjas, con sus sembradíos de maíz o de trigo. Las casitas eran de agradable presencia. El patio que las separaba, más bien pequeño. Un raro deseo de aglomerarse, teniendo a los cuatro costados todos los campos de Francia. Seguí perdiéndome en las callejas. Una de ellas me llamó la atención. Allí las casas se mostraban mejor cuidadas. Conservo su nombre: «Ruelle des Colombes». Hay lugares o momentos que se  pegan; reaparecen después en los sueños. Comencé a escuchar trozos de Iberia de Albéniz, muy bien, casi diría excepcionalmente ejecutados. Fui caminando lentamente. Era evidente que la música venía de una casa muy próxima. Empecé a pensar en Albéniz y su viaje a Costa Rica. Al poco tiempo era Debussy. Un preludio, creo. Desde ese instante me puse a buscar la casa de la que provenía la música. No fue difícil hallarla. Sin saber qué recepción tendría mi intromisión, golpeé las aldabas. Cesó el piano. Unos ladridos poco amistosos anunciaron en la casa que alguien estaba allí. Una voz de mujer calmó al perro y, al poco tiempo, se abrió la puerta de enfrente.

-Señor, ¿qué desea?

La miré en silencio y al principio no atiné a responder con claridad. Traté de sonreír, pero la presencia de unos ojos negros, serios, penetrantes, en un rostro moreno y joven, impusieron un difícil silencio.

-Ese piano. Sí, ese piano...

-¿Qué le sucede con el piano?

Su voz no era precisamente desagradable sino más bien parecía la de una persona algo sorprendida. Me repuse como pude y le dije:

-Bueno, sencillamente es una ejecución perfecta.

No contestó. Me miró en forma inquietante y me dijo:

-Perdone. Vine aquí a buscar la paz que no existe en Londres. Vivo con una tía y debo seguir estudiando.

-¿Me dejaría escucharla?

-Yo estudio sola y mi tiempo vale mucho  para mí. No sé quién es usted ni qué hace en este pueblo.

Me era en ese momento muy embarazoso hallar una respuesta que calmara su sequedad y reticencia. Me sentí incómodo. Pude sin embargo restablecerme:

-Bueno, vine a La Rochelle y hago lo de siempre: buscar ambientes distintos en lugares pintorescos. Soy escritor y de esa forma me renuevo. Y, para serle franco, no pude evitar mi emoción al escucharla.

Me miró otro rato, como sopesando mis palabras y en forma totalmente imprevista, dijo:

-Pase, todavía debo seguir mis estudios.

Entré a un austero salón, donde un piano de cola dominaba el ambiente. Ella volvió al asiento y siguió tocando. Esta vez «La catedral sumergida». Una interpretación que me pareció muy cerebral. Impecable. Prosiguió después con otros estudios impresionistas y concluyó cerrando el piano. Tornó hacia mí y dijo:

-Debo dar un concierto en Madrid en el mes de agosto, a finales. Ya ve que mi tiempo es realmente limitado.

Me despedí pues era obvio que mi estancia allí la molestaba; por mi parte, me sentía incómodo. Le di mi tarjeta, donde apunté las señas del hotel. No sé qué interés tuvo ella en aceptarla, pero lo hizo.

El calor era opresivo. Seguí durmiendo ese domingo hasta las diez de la mañana. Laura había dejado el long play con música de piano, un disco interpretado -creo- por Alicia de la Rocha, que por cierto no me permitía despertar.  Las visiones más extrañas de España y Francia se aglomeraban en una sucesión de imágenes visuales y sonoras. Por último, logré volver a la realidad. Laura había puesto en marcha el motor del coche para asegurarse esta vez de que nuestro infame y viejo armatoste no nos haría de nuevo lo de otras veces, y para calmar el ruido, había encendido el tocadiscos. Por último desperté. Me sentía pegajoso, sudado. No sé cómo concluyó. Sólo recuerdo que volví caminando con música y que el sol picaba la piel.

¡Qué bellos árboles! Y el ómnibus gris que seguía las curvas del pueblo, ahora ya totalmente desconocido. Me quedaba la esperanza de anudar esta experiencia a algún otro episodio real, o al menos parecido. Como dice Josefina Pla, todo tiene su precio. Hasta los sueños... ¡Que también se acaban!

1985


 

EL MAESTRO

Don Luis hablaba con calma y explicaba sus puntos de vista.

-En la India -nos decía-, cuando alguien menciona un bungalow se refiere a una casa. Los ingleses, que han traído muchas cosas buenas y malas de su antigua colonia, transformaron el concepto y si dicen bungalow muchas veces hablan de una pequeña vivienda que la usan para huéspedes y también la llaman cottage. Basta con haber leído media docena de novelas de Agatha Christie y uno descubre con frecuencia que los más horrendos crímenes y las cosas raras muchas veces suceden en dichas residencias asignadas a los huéspedes.

-Pero quiero llegar a algo práctico. En nuestra casa, cuando viene alguien a pasar unos días con nosotros, por no tener dicha bendita concepción existencial, pues debemos soportar a la gente en nuestras narices, en nuestra propia vivienda, lo que sencillamente es molesto. Yo voy a solucionar este problema de cuajo.

-¿Cómo? inquirió Esteban, que sabía que la casa estaba utilizada al extremo y no cabía un alfiler en la misma.

Don Luis lo miró con atención y contestó:

-No tenemos el dinero de un colono inglés. Pero nos queda algo al final de mes que puede ser utilizado en mi plan. Haremos un bungalow a nuestro estilo, o sea hagamos sencillamente un rancho, y la próxima vez que caiga una de esas visitas de ustedes que no se va más, la instalamos en nuestro bungalow. Sería más elegante si dijese cottage. ¿Verdad?

-Pero cuando dices a «nuestro estilo» -preguntó Esteban-, ¿qué quieres proponer?

Don Luis, con mirada astuta explicó:

-Llamamos a Pablo Mora y le decimos que haga un ranchito con sus dependencias correspondientes en el patio de atrás. Allí instalamos una cama con los otros elementos primordiales, y ésa será nuestra casa de huéspedes, nuestro banga bengalí. Mañana busco a Pablo y le digo que me termine cuanto antes un rancho de paja en los mangales. Verás como queda mi idea. Y esto lo hago pensando en nuestro último huésped, que tardó seis meses en obtener su pasaje de vuelta a Francia. No se daba cuenta este bendito señor de lo apretados que vivíamos en esta casa, que en última instancia es suficiente para nosotros. Pero no es una casa de huéspedes. Tú sabes que cuando vas a París, no te abren la puerta por temor a que caigas con una valija. Y si llamas por teléfono, tienen una maquinita como la de Paco Feito, que registra tu llamada. Total, siempre se puede culpar a la máquina, elemento mecánico indefenso.

Durante la cena no se habló de otra cosa. Nos pareció admirable la idea de don Luis. Nadie osaría quedarse más de lo indispensable en un ranchito de paja y a la fuerza se iría. Era una idea que inexplicablemente no se nos había pasado por el magín. ¡Una colosal concepción defensiva!

Al otro día buscamos a Pablo Mora. Era mal momento. Principios de diciembre y se había ido en carreta hasta Caacupé para cumplir sus promesas con la Virgen. No volvería hasta el 15 de diciembre, la cual era una fecha crítica. Se nos  venía encima la Navidad y el Año Nuevo y nunca fallaban los huéspedes en fechas tan sagradas. Yo, por mi parte, comprendía muy bien la popularidad de nuestra casa: era fresca, estaba en el campo y no lejos de la ciudad. Y además no había que pagar hospedaje. Los hoteles cobraban cifras para turistas norteamericanos y los nativos (the natives como decía Somerset Maugham) no disponían de dichas sumas exorbitantes. Esperamos con paciencia a don Pablo. Don Luis no daba el trabajo a otro. Don Pablito Mora era el más capaz y honesto de la zona. Además era liberal como él y eso ya era suficiente garantía. Los domingos venía a tomar su traguito de caña con don Luis y juntos recordaban la revolución del 22 cuando todos se refugiaron en su casa porque sabían que sería respetado por ambos bandos beligerantes, ya que él no era político activo. Don Pablo venía con su saco marrón y su pañuelo azul. Caía a eso de las once y almorzaba con nosotros. En la mesa era circunspecto y apenas hablaba, pues temía cometer errores en español. Le pedíamos que nos hablara en guaraní y se sentía entonces más confortable.

-Ya vy' á ko nde rógape1 -nos decía.

Sí. Era un hogar feliz. Y no sólo él lo sentía así.

Don Pablo, como era de esperar, volvió el 15 de diciembre. Don Luis le explicó sus planes y la premura del caso. Don Pablo no contestó de inmediato. Después, mirando con atención a don Luis, dijo:

-Por usted don Luis voy a hacer lo posible. Traeré a mis hijos para acelerar la obra. Para el 23 estará todo listo, si Dios y la Virgen lo permiten.

Esta tarde vinieron don Pablo y tres mozalbetes con palas, machetes, hachas, martillos y varias cajas de instrumentos y comenzaron la labor de tumbar arbustos, bananos y hasta una planta de mango que estaba en el lugar elegido. En un carro llegó la paja, en haces marrones que fueron colocados cerca del futuro lugar del rancho. Trabajaron hasta las nueve y media de la noche y era increíble la labor que sin ayuda de otros instrumentos que los mentados y las manos, habían realizado. Colocaron los horcones y las vigas. La armazón, que era lo principal, ya estaba concluida. Para el 22 de diciembre, habían cavado el espacio del bañito y el 23 estaba todo listo, incluso hasta el piso de ladrillo. Pusieron los laureles de rigor y se celebró hasta medianoche entre gritos y vivas. Era una sola pieza, donde don Luis puso una cama, un lavabo y una silla. «Lo esencial era sacarse de encima a quien fuere». Ya había dispuesto que comería con nosotros en la mesa. Eso no era ningún problema. Además entretenía tener un huésped en dichas condiciones.

Arribó la Navidad, pasó el Año Nuevo y llegó enero y nadie vino a vernos. El ranchito nos era útil. A veces Ernesto se encerraba para estudiar y para hacer la siesta. Otras, don Luis llevaba una mesita y escribía sus artículos sin ser distraído por los alborotos. Resultó una inversión  que a todos terminó por gustarnos. Y estaba lejos de la casa. Su presencia no molestaba la estética de la misma ya que era casi invisible. Con el tiempo fuimos agregando los detalles que lo hacían habitable: pusimos un cántaro con agua, vasos, yerba, bombillas para el mate y un braserito para calentar el agua y lograr así cierta independencia de la casa grande, como bautizamos a la vivienda que habitábamos.

Pasaron los meses. Llegó el invierno con las típicas heladas de junio. Por las tardes la cerrazón que precedía a las tormentas daba un aspecto triste al patio. Don Luis se quejaba y decía en voz alta:

-Este país sin sol pierde parte de su encanto.

Para sorpresa de todos, a eso de las seis de la tarde, se dejó caer el maestro Suárez, quien había instruido a mis hermanos mayores. Y en forma directa, sin dar vueltas a sus palabras le dijo a don Luis:

-Me peleé con mi querida. Quiero estar con vosotros durante unos días, hasta que se aclaren las cosas.

Don Luis pensó que tendría gran placer en ofrecerle el ranchito de los mangales y le dijo:

-Mira lo que tenemos. Si te gusta, te quedas hasta que tus problemas se resuelvan.

Caminaron juntos hasta el fondo del patio. Don Luis abrió la puerta del ranchito. El maestro quedó satisfecho y le dijo:

-Mañana traigo mis enseres más inmediatos y trataré de ayudarte mientras dure mi estadía aquí.

Esa noche durmió con nosotros en nuestra casa y a la mañana siguiente fue a la ciudad y volvió en un taxi. Bajaron dos valijas y varias perchas con ropas. El maestro estaría en sus cuarenta a todo tirar y era amigo de don Luis desde hacía mucho tiempo. Uno de los pocos amigos con quienes don Luis se tuteaba. Se acomodó como pudo, colgó las perchas en la pared (no tenía armario) y prendió la lámpara de kerosene. Esa noche no salió del rancho y no hizo ningún ruido. Indudablemente estaba cansado y se quedó dormido.

Como era habitual, hablamos de sobremesa con don Luis. Hizo un solo comentario referente al maestro Suárez:

-Este pobre hombre ha tenido líos con todas las mujeres con las que se ha metido. Y siempre termina así: lo echan a la calle. Felizmente podemos ayudarlo ahora sin que ello nos cree problemas. Es un hombre bueno, pero tiene sus debilidades...

La primavera estaba llegando a pasos rápidos. Las flores de los lapachos adornaban el patio y las hojas recobraban un raro brillo que parecía haberse eclipsado durante las heladas. Una mañana entró Fidelina al escritorio de don Luis y le dijo terminantemente:

-El maestro me anda faltando. No me gusta como me trata.

La fámula no tendría más de veinticinco años, era morena y de buenas proporciones, hasta se podría exagerar y decir que en su tipo era atractiva.

Don Luis que era un hábil conocedor del  género humano, se puso serio y le preguntó detalles:

-Pero ¿qué te dijo? ¿Qué te ha hecho? ¿Por qué tanta furia repentina contra él?

Fidelina, sin ocultar su enojo le dijo:

-Señor, su amigo es un atrevido. ¡Un verdadero zafado! Todos los días me toca el culo y a mí no me gustan esas «bromas» como él las llama.

Fidelina salió y don Luis no supo qué hacer ni qué decirle a su querido amigo Suárez. «En estos casos -dijo para su coleto- lo mejor es no hacer ni decir nada, pues él no va a cambiar y no sé si a Fidelina realmente le disgusta el juego. Aunque me temo que sí, pues su amante la ha de tener vigilada...».

Cuando don Luis volvió de Buenos Aires (tuvo que ir a un Congreso de Historia y Geografía) al parecer nada había cambiado en la casa. Todo seguía en orden. Estaba muy feliz al notar los adelantos de Pedrito, que ya sabía leer y quería al maestro como a un hermano mayor.

El 10 de diciembre, el maestro se presentó con un dejo de tristeza y dijo:

-Todo tiene su fin, Luis. Me debo ir. Acabo de obtener una posición en Madrid. Me haré cargo de los niños evacuados a Barcelona. Hoy fui a la Legación de la República Española y me lo confirmaron. Así que los dejo. Y lo digo con pena.

Don Luis quedó perplejo. Y triste. Para él, Suárez era un amigo al que quería entrañablemente, el único en esta tierra de indianos. Lo  abrazó. Lo estaba esperando el coche de la Legación de España con su bandera republicana. El ruido apagado del motor a la distancia le produjo una rara sensación de vacío...

El primer lunes de setiembre de 1937, el cartero trajo una postal fechada en Madrid. Tenía un breve mensaje: «Seguimos resistiendo. Los recordamos con cariño. NO PASARÁN. Fidelina...».

1986

 

 

PIC-NIC

(Para el doctor Luis Alberto Reyes, amigo distante y presente.)

Resolvimos hacer un pic-nic para festejar el fin de los exámenes y el brote de una nueva época en nuestra existencia. Nada mejor que ir al parque, a orillas del lago, y aprontar todos los enseres necesarios para ejecutar una estupenda despedida a nuestros días de estudiantes. Más tarde ya vendría la profesión y la vida a rociarnos con sus cuotas de cefaleas. El gordo Pineda consiguió el camión de su viejo y juntos estuvimos toda la mañana y parte de la siesta cargando cosas en los mercados, carnicerías, pescaderías, fruterías, etc. Prácticamente el camión estaba repleto y para aligerarlo logramos ayuda de seis compañeras de curso que organizaron las numerosas minucias que habíamos hilvanado para esta suprema ocasión. Tuvimos en verdad mucha suerte, un sol radiante nos aportaba la certeza de que no necesitaríamos carpas; que todo podría hacerse como estaba programado, a la luz de las alturas. Lo importante era el asado, para lo cual trajimos -por cortesía de Uto Pereira- dos baqueanos de su establecimiento en Itá, que tomarían las medidas necesarias para que el lomito y las costillas salieran como era debido, con el gusto y el sabor de carne fresca que requieren dichas delicias culinarias. Rosita cargó en su camioneta como cien chorizos y panes para los panchos y había carbón y leña hasta para regalar. Nada faltaba: llegaron diez barras de hielo pues éramos cien en total y como treinta profesores y familiares, y no queríamos quedar cortos. Adquirimos vinos chilenos y de Mendoza, diversas bebidas gaseosas y agua abundante para hacer café o té. Además no nos faltaban los músicos de rigor y todo apuntaba hacia una total celebración que sería recordada como las bodas de Camacho. La cooperación de la perrada estuvo estupenda. Nadie faltó a la cita. Vino hasta García, el colombiano que tenía una fractura de fémur, al que trajeron en una ambulancia de la guardia.

El parque estaba resplandeciente y sereno. Las compañeras -Rosita Prieto a la cabeza- instalaron piolitas con banderillas multicolores como en las fiestas o kermeses, las que movidas por la brisa deleitaban la vista. El lago se veía calmo; pasaban botes con gente que nos miraba con curiosidad. Estoy seguro que vistos desde el lago, parecíamos un campamento de gitanos.

Empezamos temprano a hacer el fuego para el asado. Se necesitaba buena brasa y eso a veces -depende de la leña o carbón- toma tiempo. Pusimos las mesas en largos tablones levantados con piedras o ladrillos y las sillas llegaron tal como lo pedimos a la compañía que las rentaba, plegadizas y en buen estado.

El cuidador del parque, un moreno musculoso y reservado, nos miraba con atención y en cuanto pudo llegó hasta nosotros y se puso a las órdenes «para cualquier cosa que necesitáramos». En realidad quedó sorprendido. Nunca había visto -nos dijo- preparativos tan completos y abundantes. Le explicamos que una sola vez en la vida se recibe uno de médico. Y asintió.

Eran ya las tres y media y algunos padres venían cayendo con sus hijos, pibes que en realidad lo que querían era correr por el parque, subirse a los árboles y jugar a la pelota. La fiesta estaba programada para las cinco, aunque a Omar (siempre tan cauto) le pareció temprano para horario de verano. Pero había que contar con la habitual impuntualidad de la gente y eso estaba en nuestros planes.

Además, no todo se haría al mismo tiempo y daríamos tiempo para abrir el apetito. Pasaron como dos horas. El sol brillaba y los árboles daban una hermosa sombra. Las sillas y las mesas fueron instaladas de manera que se aprovechara dicha coyuntura y los comensales que fueron cayendo gradualmente, se fueron sentando.

Por fin llegó el decano. Fuimos a saludarle como corresponde. Le asignamos un lugar de honor, en el centro mismo de la concurrencia. Le pregunté qué prefería tomar antes del asado.

-Una cerveza, por favor -me dijo.

Me puse inquieto pero no lo demostré. No teníamos cerveza. Contábamos con el vino para el asado. A nadie -¡es increíble!- se le ocurrió sugerir cerveza. Sin titubear le contesté:

-Cuestión de un minuto, doctor.

Fui corriendo a la máquina que estaba en el corredor de la casa del encargado y puse un billete de mil para obtener cambio y sacar la cerveza de la máquina automática. Puse como estaba indicado, con la cabeza del presidente mirándome. El rodillo de la máquina se movió perezosamente. Escuché un ruido metálico y no salió nada. Esperé un rato. Se escuchaba algarabía de la gente en el trasfondo. Recordé en seguida el ofrecimiento del cuidador. Me llegué hasta su pieza y le expliqué el inconveniente.

-Trataré de ayudarlo -me dijo con calma.

Salió con una tenaza, un martillo y varios destornilladores. Puso un billete suyo en el aparato. El artefacto produjo exactamente la misma sucesión de ruidos y se tragó ceremoniosamente el billete. Me hizo un gesto con las manos indicando que no me afligiera.

Con un destornillador pequeño trató de abrir la parte frontal y no calzaba. Eran tornillos pequeños, en cruz y todos sus destornilladores eran lineales. Volvió a señalarme que no me angustiara, que todo tendría solución. Se fue a su pieza y volvió con un hacha enorme. Eso ya no me gustó: con un hacha se tumban árboles gigantes en un bosque, y para la máquina trancada, bueno, la cosa era excesiva.

-Esta porquería no me va a tragar mis pesos -dijo con rabia.

Tenía la cara congestionada y el ceño arrugado. Se puso de frente, escupió en las palmas de sus manos, se las frotó con energía y descargó un hachazo descomunal al centro de la máquina. Nada sucedió. El artefacto era de acero. Apenas se balanceó y estaba al parecer preparado para esta clase de asaltos violentos a su integridad mecánica. Volvió a los hachazos con insistencia. Los compañeros, al escuchar el ruido se acercaron. Lo miraban con extrañeza. Me cataban con curiosidad y sorpresa. Les expliqué lo sucedido y naturalmente nadie esperaba este ejemplo de respuesta para un percance de relativa frecuencia. Se sabe que las máquinas a veces fagocitan los billetes, y en esos casos se avisa al encargado de las mismas.

-Y así lo hice -expliqué-. ¡Y él es el encargado!

Me observaban con incredulidad. Uno de mis compañeros, creo que fue Omar, me dijo:

-Rajemos de aquí, este tipo está loco.

En ese mismo instante la máquina virtualmente explotó. Miles de monedas volaron desperdigadas por todos los costados al exacto tiempo que los billetes flotaban como hojas de otoño sopladas por los vientos. La maniobra de la máquina duró cerca de una hora. Como mejor pudimos juntamos los billetes, los íbamos colocando en una pila bajo un ladrillo. Reunir las monedas era labor imposible, pues se hallaban esparcidas en un radio como de diez metros. Además los pibes eufóricos las guardaban «como recuerdo» y no era factible conocer el total para hacer una decorosa devolución. Me acerqué al encargado, quien todavía tenía el hacha en su mano y le dije con tristeza:

-Lo siento señor, le he creado un verdadero trastorno. Dígame cómo podemos ayudarlo para que usted no tenga problemas con la Municipalidad y le daremos nuestro apoyo. Pero antes, permítame obtener cambio de mil pesos.

Con seriedad, comprensible por cierto, y con ceño fruncido me dijo:

-Retire todo lo que sea suyo, que yo me encargaré con las autoridades y les sugeriré que no traigan más estas malditas máquinas al parque.

Con todo respeto y ansiedad, considerando que yo había sido el culpable de todo le hice una pregunta final:

-Dígame señor, ¿dónde está la máquina de las bebidas? Quiero sacar una lata de cerveza ahora que tengo el cambio requerido.

Con una suspicacia e incredulidad pasmosa me miró con fijeza:

-¡Cerveza! -dijo-. Pero ¿no sabe acaso usted que no se colocan bebidas alcohólicas en los parques públicos?

Quedé totalmente aturdido y hasta titubeante. Recordé que el decano me estaba esperando y que todavía me estaría buscando entre mis compañeros.

Salí corriendo a dar las difíciles explicaciones. Una parte de la gente se había retirado ya. Generalmente vienen a las fiestas de los estudiantes por un momento, para hacer acto de presencia y quedar bien con los muchachos. Para sonreír un rato. Después desaparecen sigilosamente. Y el decano había hecho lo mismo. Lo busqué por todos lados. Al final miré si estaba su coche. Niente. «Qué le vamos a hacer» -me dije-. Me quedé en el pic-nic que tanto trabajo me costó y apenas tuve apetito.

Mi mujer seguía golpeando y pateando la puerta. Al parecer yo me había llaveado desde adentro cuando, entré a hacer la siesta. Escuché los ruidos. Me levanté con pereza, sudando y somnoliento. Gloria con premura me dijo:

-Teléfono. Es el decano. Te olvidaste de retornar la tarjeta RSVP y quiere saber si vamos a asistir al pic-nic de mañana en su quinta...

1986



 

TE ACORDÁS HERMANO...

-¡Una botella de caña y copas para todos! La voz de Martín Collado salió clara y fue vitoreada con entusiasmo por los amigos sentados alrededor de una mesa de mármol con un tablero de ajedrez incrustado en el medio. Las casillas blancas y azules se veían apagadas y rayadas. Pero en la mesa nadie jugaba al ajedrez esa noche. Más bien cubrían el tablero con cuadernos, papeles y vasos. «El Retorno» estaba repleto, No había una mesa disponible. Era el café de moda, pues a su vuelta de Buenos Aires su fundador y dueño don Alberto Ocaña -que escribía versos de tangos raras veces escuchados- fue atrayendo a los jóvenes de su edad (era del 89 más o menos) y gradualmente se creó una de las pocas peñas bohemias que existían en la somnolienta ciudad colonial. «El Retorno», estaba ubicado en una esquina céntrica, cerca del único teatro. Las noches de espectáculos reservaban varias mesas para los artistas que se unían a los parroquianos en una rara simbiosis de culturas e ideas diferentes pero con el deseo común de entretenerse un rato antes de ir al hotel y sufrir el calor asediante de los veranos interminables. Las piezas de los hoteles eran verdaderos hornos y el anémico soplo de los ventiladores repartía aire caliente que ni siquiera servía para ahuyentar los mosquitos.

Cuando circulaban los tranvías a mulas todos los comensales levantaban la voz y algunos hasta gritaban para hacer valer sus puntos de vista, y seguían por largo rato altisonantes sin darse  cuenta de que el tranvía ya había pasado. Era una animación rítmica y medida por el tronido de los tranvías y el golpeteo de los cascos de las mulas en el empedrado, que por otro lado movía los cimientos y hacía que la gente se sintiese inquieta y molesta. Los mozos vestidos de blanco y con corbatitas negras de moñitos actuaban en forma profesional y cortés y siempre sonreían aunque fuesen las dos de la mañana. Eran tiempos remotos y no existía la premura de abandonar los bares o restaurantes a medianoche. La vida en algunos lugares duraba hasta las cuatro de la mañana.

Desde que volvió de Buenos Aires, Ocaña se sintió confortable. Había logrado un rincón ideal y tenía positiva ascendencia en el nutrido grupo de amigos despreocupados y errantes a quienes dominaba con la mirada. Los días que Ocaña estaba de malas pulgas la bohemia lo sabía y trataban de complacerle. Hasta Martín Collado le tenía respeto, pues sabía que una muchachada como la que se había formado allí, era única en todo sentido. Últimamente Ocaña andaba con bronca pues en la esquina del bar se habían instalado varias campesinas vendedoras de golosinas y, en forma muy curiosa, las moscas invadieron el café. Desde luego que él culpaba a las vendedoras y había redoblado sus esfuerzos para limpiar las mesas varias veces al día con fuertes substancias químicas que al decir del farmacéutico vecino eran eficaces para ahuyentar las moscas. Los parroquianos protestaban por ambas pestes, por las moscas y por el penetrante olor a farmacia que inundaba todos los rincones del café. Uno de los asiduos concurrentes, con filosofía,  le dijo a Ocaña que a cualquier cosa se acostumbra el hombre y que ya vería que dentro de poco, la gente no se daría cuenta de nada. Y así fue. Gradualmente las protestas disminuyeron y los clientes se adaptaron hasta a una triple dosis de substancias químicas. Por las noches, para ayudar la limpieza, los empleados baldeaban las aceras donde durante el día la aglomeración urbana ensuciaba todo. Y podían verse las ratas y las cucarachas que corrían por doquier para fastidio de Ocaña. Era una conspiración, pero le advirtieron que tenía que acomodarse o perecer. Tan pronto como superaba un problema, venía otra molestia y el ciclo recomenzaba su cerco de ataques renovados.

«El Retorno» con el tiempo tuvo la aureola de ser un lugar de gente afluente y generosa. Y sufrió el castigo que asola las grandes urbes: una invasión de mendigos pertinaces que venían a horas fijas y en grupos compactos que dificultaban el movimiento de los mozos y que no se iban si no recibían una fuerte limosna de los ocupantes de cada mesa. La situación se tornaba difícil y bochornosa. Ocaña se vio obligado a llamar a la policía. Desde la central enviaron a varios agentes para despejar el café de los comensales no invitados. Eran momentos muy duros, pues los mendigos venían a horas cruciales y como en general causaban lástima, lo máximo que podían hacer los agentes policiales -que por otro lado también obstruían el paso de los mozos- era empujar sin violencia a los mendigos y repartirles algo de lo que Ocaña les daba con ese fin.

Con el correr del tiempo los agentes reclamaron  su parte, ya que era una misión verdaderamente fastidiosa la que Ocaña les había asignado. Bastante tenían ellos -decían- con los problemas de la ciudad, que iba creciendo rápidamente con la afluencia de los inmigrantes alemanes, italianos y españoles. Alguien le insinuó a Ocaña que se mudara, pero él no quería bajo ningún concepto, recomenzar su vida en casa nueva. Le gustaba la esquina con todos sus defectos. Había aprendido a tolerarlos. Y además tenía las dudas de que a lo mejor si se mudase, la «barra» que lo escuchaba y respetaba, no lo seguiría y se sentiría más solo que en Buenos Aires. (Por eso volvió, decía siempre).

Pero «El Retorno» continuaba siendo el lugar preferido de los artistas, los poetas y los pintores. Don Pablo Morando, el célebre pintor de los lapachos, dio nuevo impulso al café: organizó sin la ayuda de nadie una exposición y colgó sus cuadros en las paredes. Fue todo un éxito. Asistieron diplomáticos, turistas, los ricachones de la ciudad y vendió todo. Los libreros instalaron vitrinas para exponer los últimos títulos llegados de España, y también tuvieron gran resonancia y mejor venta. Y así de a poco, pasando por alto las molestias de la vida tropical, Ocaña fue siendo conocido en la ciudad como un espíritu emprendedor y progresista.

-¡Otra botella de caña!

De nuevo la voz de Martín Collado rompió la calma de medianoche. Vino el mozo, destapó la botella con un tirabuzón y comenzó a servir a los integrantes de la tertulia. Al llegar a Riveros Soler, éste lo detuvo con voz bronca:

-Un momento Percio, para mí una dosis doble.

Después de mirar a Martín Collado, como pidiendo anuencia, Percio agregó otra dosis a Riveros Soler; no entendía por qué le permitían siempre la dosis extra. Pensaba que Riveros Soler nunca dejaba propina. Pero no se lo echaba en cara. Jamás tenía un centavo. Martín Collado pagaba con gusto. Así le toleraban cuando traía algo para leer. Esa noche, cuando ya el conticinio dominaba y la bohemia era dueña de la sala, le pareció propicio a Collado el momento y sin requerir la atención de nadie se levantó y empezó a leer un poema lleno de sombras y lunas que en partes decía algo así (no lo recordamos con precisión):

 

 

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

   
 

me conoces aunque nunca me viste

   
 

y esta noche presiento que muy cerca

   
 

el minuto del encuentro estará...

   
 

Iba a seguir cuando Riveros Soler lo interrumpió con brusquedad:

-No pues Martín. ¡Ahí no está la clave! ¡Basta de endecasílabos cursis! ¿Por qué de una vez no leés los trabajos del Príncipe y te asomás al azul de su Orbe? Lo que estás ahí llorando ¡se dijo una y mil veces!

Raúl Pesoa Carlés, el uruguayo vendedor de loterías se levantó y expresó:

-¡Qué azul ni ocho cuartos! Aquí señores falta refinamiento. ¿Quién, díganme, quién leyó a Herrera y Reissig? ¿Cómo es posible que en esta bendita ciudad estén todavía hipando la luna  cuando el simbolismo es ya una revelación universal? ¿Quién conoce a fondo a Rimbaud, que no sea el barbudo Óscar Ferreiro de noble ascendencia oriental?

Riveros Soler no se contuvo y terció con punzante mordacidad:

-¡No queremos herreros ni carpinteros aquí! «Tiempalia» expresa perfectamente nuestro ideario. Allí está nuestro modernismo. Los simbolistas -y los herreros- podrán ser todo lo oscuro que les dé la gana -su voz se ponía definitivamente agresiva- y no hacen falta aquí. Se sentó pesadamente y a los pocos minutos se quedó dormido. Los mozos lo pusieron en un sofá, como siempre ocurría y por cortesía de Ocaña, que lo dejaba allí hasta la mañana cuando lo despertaban.

Roggiano, el santafesino se levantó con decisión y se despidió:

-Señores, la mina me espera. Si no llego a tiempo, me raja.

Su voz era tajante, nerviosa. Al salir, desde la puerta lateral gritó:

-Si alguna vez me sale un número ganador -miró a Carlés- los invito a todos a Santa Fe. ¡Nos mudaremos al Palacio Sáenz!

Sus últimas palabras apenas se escucharon por la discusión que seguía.

Se siguió hablando de estética, de religión y de Rafael Barrett. Después de un rato, desde el mostrador, se acercó Ocaña, quien se dirigió a los tres últimos que quedaban (Martín Collado entre ellos), y les dijo:

-Mi último tango, señores. ¡Será todo un éxito!

-Por favor ¿me escuchan?

Y había que dar oídos. La mínima urbanidad requiere respeto al dueño de casa. Leyó con devoción y calma una larga historia de amores y traiciones. Volvió a leerla, como siempre hacía, «para dar más sentimiento a mis penas...». Cuando concluyó estaba llorando.

Los demás miembros de la tertulia, yacían profundamente dormidos. La ciudad también conciliaba el sueño. Una brisa tenue había mejorado el sofocante ambiente de la tarde de fuego. Los pocos ladridos que se escuchaban parecían remotos, como originados en otro mundo...

Estaba amaneciendo y Martín Collado abrió los ojos. Al principio no se dio cuenta dónde estaba. Le crujían los huesos y tenía además un lacerante dolor de cabeza. Miró a su costado y vio a Ocaña que también se iba recuperando.

-Pedí el mate -fueron las primeras palabras de Martín Collado, que salieron lentas, pegajosas.

Ocaña se levantó de su silla y fue a la cocina. Al cabo de un rato volvió con una pava y el mate. Cebó uno espumoso. Hasta el rezongo de la bombilla no habló Martín.

-¿Y los demás?

-Rajaron mientras dormíamos. Para más dejaron la puerta abierta, lo que está mal, pues entran las ratas y hasta los perros vagabundos.

-Vamos al patio. Está bien fresco ahora.

Martín señaló la puerta de atrás y salieron con la pava y el mate.

Se sentaron en dos bancos.

Se levantó Ocaña y aspiró una bocanada de aire mañanero.

-Bueno, estas cosas se echan de menos  cuando uno está lejos. Y el perfume de nuestras mañanas no tiene precio. En este mismo momento están quemando azúcar para el cocido. Y da gusto, ¿verdad?

1986



 

LA SUECA Y EL LAGO

Llegó una tarde silenciosa en un auto de color marrón. El chófer, un moreno bajito de frondosa cabellera le ayudó a bajar varias maletas con numerosos rótulos multicolores pegados a ambos lados, algunos de ellos en idiomas extranjeros. El coche se detuvo frente al chalet de los Escobar, que estaba desocupado desde hacía varios meses. Las únicas veces que se veía luz y gente, era cuando a Ticio se le ocurría venir a escribir por las noches para huir del teléfono y para concentrarse en el temario de su último libro sobre cuestiones artísticas. Pero en realidad Ticio no era amigo de vivir en el chalet, ni siquiera durante la temporada de verano. Él prefería viajar y observar exposiciones en el exterior para vitalizar el ambiente de las muestras nacionales. Pero desde que se fue a Francia con una beca, el chalet quedó definitivamente vacante. Hasta la tarde en que llegó Cristina. Y pudieron verla: era alta, rubia, de paso más bien ágil y decidido. Antes de entrar, miró el patio, probó las llaves, abrió la puerta de la sala e hizo acarrear las valijas. Pagó al chófer y cerró la puerta del frente. Cuando el calor de la tarde se hubo disipado y el sol comenzó a desaparecer, salió a dar una vuelta por los alrededores de su casa. Iba vestida con una blusa azul liviana de algodón y una falda que combinaba acertadamente. Unos zapatos deportivos agregaban liviandad a su figura. Miraba los árboles, observaba las casas y mantenía cierto ritmo en su caminata. No iba ni rápido ni lento. Era  indudablemente un tipo diferente al de los turistas que solían llegar a San Bernardino. Generalmente los asuncenos que venían durante los fines de semana, tenían un itinerario predecible. Iban al hotel del lago, visitaban la morada en que vivió Rafael Barrett, preguntaban en qué casa escribió Casaccia La Babosa y después retornaban. Cristina sin lugar a dudas no tenía ningún conocimiento del pueblo y hacía su paseo con holganza, sin que nada al parecer la urgiera.

Volvió a la casa, encendió las luces y se sentó en la sala. Abrió su cartera y sacó un cigarrillo. Comenzó a fumar y se sintió confortable, tranquila. De su valija sacó una radio y en forma casi inmediata comenzó a mover el dial hasta que logré captar una estación que transmitía en idioma extranjero.

Al otro día, a la mañana temprano, volvió a salir y llegó hasta la costa del lago. No había nadie. Caminó algunas cuadras subiendo la cuesta del pueblo y desde la parte alta, observó Areguá. Estaba tomando contacto con el ambiente. Indudablemente tenía una gran capacidad para vivir su mundo interior pues vino sola. Claro que estaba aún por verse. Bien podría suceder que al cabo de algunos días asomara alguien. Al menos eso podría esperarse, ya que los turistas nunca vienen sueltos ni actúan en forma huraña. Pero en realidad, ¿quién podría decir nada de Cristina, que llegó ayer? Claro que en pueblo pequeño, de ambiente más bien cerrado, el arribo de un ser como Cristina, llama la atención.

Como queriendo integrarse con el clima y el color del pueblo, comenzó a ir al lago. Se echaba  en la arena durante horas, casi sin moverse. De vez en cuando, miraba la otra orilla y luego cambiaba de postura para volver a tenderse entre los pedruscos y la costa húmeda y musgosa.

Observada así a primera vista, pareciera que Cristina prefiriese evitar el contacto con la gente. Sin tratar de ser huidiza -salía de su casa con relativa frecuencia- resultaba quizá algo retraída y más bien amiga de la soledad. Le gustaba mirar los árboles enormes y siempre verdes que parecían engolfarse el pueblo. Ya llevaba varias semanas y nadie sabía qué hacía ni de qué recursos disponía. Era evidente que gozaba de una desahogada posición económica pues el alquiler del chalet era costoso. Desde luego que Ticio -quien comandaba en su casa- al decorarlo con cuadros auténticos de Colombino, Delpino, Careaga, Filártiga y Forte entre otros, no estaba dispuesto a mudar su sentir de acuerdo a la cara del cliente. Quien ocupara el chalet, debería estar a prueba de discusiones elementales y hasta profanas para él. Por eso, gran parte del año, permanecía silencioso y vacío. Lo que a Ticio le importaba un comino.

Desde La Asunción, le mandaron a Cristina una sirvienta o mejor, ama de llaves de origen alemán. Ello facilitaba enormemente los problemas de Cristina que poseía un fluido y nórdico acento alemán, sin ser alemana. Doña Paula, la compañía de Cristina, era metódica y eficiente. Cada mañana, limpiaba la casa calladamente, barría el patio y rastrillaba las hojas secas.

El jardín del chalet era diferente. Ticio había estudiado en Roma diversos diseños de aplicación  en jardinería que eran completamente distintos a los que existían en La Asunción. Con un botánico, discípulo del doctor Rojas, logró hallar las plantas que resistían el clima húmedo y caliente del trópico y contrató a un jardinero profesional que a veces cuidaba las flores de la Embajada de España, quien utilizó la idea de Ticio y así nacieron animalitos floridos con una policromía alegre y vivaz, rebosando capullos entre avenidas de piedrecitas y pinos. Requería cuidado, y para eso estaba Marciano que recibía su estipendio mensual y mantenía todo como Dios manda. Con el tiempo, el recinto de ligustros y enredaderas se fue cerrando, de tal manera que el patio resultaba invisible desde afuera.

Por las mañanas, Cristina colocaba un sillón en el patio y leía durante horas. Era una de sus predilectas diversiones. Leía novelas en sueco y en alemán y tomaba notas con un lápiz rojo; a veces escribía frases, otras subrayaba y cerraba el libro como si estuviera meditando sobre lo que acababa de leer. Mientras leía, no quería ser molestada. Cuando llamaba a Paula, pedía té, que tomaba sin soltar el libro.

En cuanto el calor se hacía intolerable, salía al patio, desnuda. Para que no se la comiesen los mosquitos se untaba el cuerpo con aceites protectores o se rociaba con un pulverizador. Doña Paula se escandalizó el primer día que la vio salir desnuda. Después se fue acostumbrando a la broncínea y escultural presencia de su ama. Cristina lo hacía sin ningún afán de ostentación física. Lo que quería era tostarse uniformemente y de a poco lo iba logrando. Al principio el sol picaba bastante. Pero con la ayuda de bronceadores  evitaba despellejarse. Lo había aprendido en el sur de Europa. Una vez hasta tuvo una fuerte fiebre producida por un abuso solar que la cogió de sorpresa. Era la primera vez que salía de Estocolmo y no conocía el peligro del sol en piel virgen como la suya. Después las amigas le fueron explicando la técnica de ganar el dorado sin sufrimientos bruscos. Venían desde Estocolmo en grupos numerosos y durante los meses de enero y febrero se hablaba más sueco y alemán que español, italiano o griego. Y los restaurantes tenían el menú en sueco y algunos de ellos hasta había llegado al extremo de anunciar «aquí se habla español».

Era una transición brusca para Cristina. Salir de su Nordens Venedig, su Venecia del Norte, donde, como ella solía decir, cualquier cosa puede suceder y nada pasa pues la gente se adapta a todo y nadie dice un tris y ahora súbitamente ser criticada en su propia casa por su dama de compañía, le producía cierta incomodidad. Sin embargo, sabía y sopesaba la existencia de diferencias culturales y tenía que mostrar tolerancia y resignación para detalles que en realidad no eran trascendentes.

Trataba de explicar a Paula la vida en Estocolmo y en Suecia en general. «En mi país el clima es inclemente. No digo que tengamos osos en las calles, pero los días de sol son contados. Y yo no voy a vivir todo el resto de mi existencia en este país. Aquí es innecesario andar vestida todo el día, es unnatürlich (hacía un fuerte énfasis cuando decía antinatural en alemán sabiendo que le hablaba a un muro). «La naturaleza exige una actitud, una costumbre menos  formal, más liviana...». Hablaba en voz alta y sola, si bien lo hacía para que Paula la escuchara. Lo más probable es que ése fuera su sistema de diálogo, a no ser que pidiera cosas específicas, una taza de café, agua, whisky, lo que fuera, en cuyo caso Paula obedecía sin chistar.

En realidad lo que le molestaba a Paula -y se guardaba de decirlo- era su bien fundado temor de que algún vecino (los había muy curiosos) espiase a su patrona por alguna boquera de la cerca, lo que era remotamente posible pero más bien improbable. Y ese pequeño detalle la tenía casi obsesionada. Paula había venido de un pueblo cercano a San Bernardino, era una especie de astilla de un núcleo alemán que apareció a fines de siglo con Herr Förster y que a la muerte de este colono se mudó hacia Altos. Y bien poco conocía de otros mundos. Una mañana, en forma inesperada, pues respetaba a su patrona y no se animaba a decir ni jota, se atrevió a expresar:

-¿Por qué no sale en traje de baño señorita? -preguntó con recelo y ansiedad. La miraba con insistencia y con una rara curiosidad.

Para Paula, era sencillamente insólito ver a su patrona al natural.

Cristina tomó su pregunta sin inmutarse, sonrió y en tono controlado de voz, respondió:

-Paula, ¿cuál es tu preocupación?

«Ahora era la oportunidad -pensó Paula- de decirle mis temores».

-El cerco, señorita. Las enredaderas tienen agujeros y desde afuera la podrían estar mirando, ¿comprende?

Cristina con cierta ansiedad contestó:

-Mira Paula, en Mallorca, ¿sabes dónde queda?

-No señorita.

-Bueno, es una isla del Mediterráneo que pertenece a España. En Mallorca -le decía-, todas en la playa andaban como yo y no llamábamos la atención. Claro que habrá existido algún curioso. Nunca falta un fisgón pero y eso, ¿qué importa? Cierto, las costumbres son tan diferentes, ya me lo dijeron. Cuando salgo así, desnuda, es porque quiero tener un color sin diferencias, homogéneo. En las piscinas de los hoteles de Europa e incluso hoy en algunos lugares de Río, esto es tan común que ya no molesta a nadie.

Calló Cristina, pues se dio cuenta de que hablar a Paula era sencillamente una pérdida de tiempo. «Las costumbres llegarán, tarde, pero se impondrán en el mundo». «Y además estoy en mi patio, en mi casa y el que mire, bueno, buena suerte...». Cristina no estaba dispuesta a cambiar su vida y menos aún para satisfacer a una pobre campesina alemana dejada de la mano de Dios en una aldea remota, desconectada de sus antepasados, adaptada a una existencia cerril. Y respetaba a Paula. Tenía el legítimo derecho de manifestar sus fobias y sus puntos de vista. Y sonreía Cristina. «En lo que gasta su tiempo esta gente...», pensaba. «Hay tantas cosas hoy día en el mundo que requieren nuestra atención...».

Los fines de semana tomaba el ómnibus que la dejaba en La Asunción. Llevaba un valijín  pequeño, iba con ropa sencilla, a veces una blusa de color bordó que hacía resaltar su tez dorada y siempre un libro. Estaba «atacando» a Thomas Mann y gozaba con Buddenbrooks. Le interesaba cómo podía en cierta forma la espiritualidad reemplazar una vida de negocios. «Bueno, eso es en las novelas», pensaba. Pero era cautivante, pues en el fondo soñaba que Mann pudiera haber conocido a su familia, ya que muchas circunstancias de sus novelas, las habían vivido sus antepasados en Suecia. Sentada en el ómnibus, cuando algún pasajero le hablaba contestaba amablemente; después se retraía a su habitual mutismo. Una vez le tocó tomar asiento junto a Herr Kulack, un vecino de los alrededores de San Bernardino, de mucha cultura, de modales muy circunspectos, que había emigrado de lo que es hoy Yugoeslavia, después de la guerra del 14. Su alemán era impecable y conocía literatura alemana y curiosamente, había leído a los clásicos brasileños. Mencionaba a Coelho Netto y hablaba con entusiasmo de sus creaciones. Cristina no sabía nada, absolutamente nada de la literatura de la América del Sur. Insistía Herr Kulack en prestarle libros de autores argentinos, colombianos o brasileros y Cristina se mostró poco interesada en aceptar tan amable oferta. Trataba de justificarse explicando a Herr Kulack que los autores por él mencionados, no habían sido traducidos ni al sueco ni al alemán y que su español era precario. También aclaró que a ella le gustaba leer a un autor sin necesidad de preocuparse del significado de las palabras, y que era por eso que no se metía a leer autores franceses o españoles en el original.  Estaban llegando a La Asunción y Herr Kulack le ofreció transporte, pues tenía su hijo con auto esperándolo en la Plaza Uruguaya. Ella agradeció y explicó que a ella también la esperaban. No dijo quién, pero era evidente que entrando en aspectos relacionados con su vida, prefería no decir nada. Herr Kulack comprendió y reconoció su deseo de intimidad. Y así se perdía todo rastro de Cristina hasta el próximo lunes o martes cuando retornaba a San Bernardino.

Pasaron varias semanas. El tiempo a veces no existe. Todo es tan relativo, pensaba Cristina. Seguía en el pueblo. Se iba adaptando al raro silencio de las noches. Le inquietaban las estrellas. Casi las podía tocar con la mano. Un cielo despejado era tan bello para ella como un día de sol. Tantas veces en Estocolmo sólo se veía un gris triste y hasta agresivo, inmutable. Pero era su tierra y en el fondo, sentía nostalgia. Recordaba las plazas, su corazón medieval al que llaman Gamla Staten -el viejo pueblo- las calles estrechas en la parte vieja de la ciudad donde el espacio se mide a milímetros, y en el fondo le gustaba la vastedad de los pueblos pequeños como San Bernardino, sin la angustia de un pasado de siglos y con la esperanza de un porvenir por hacer...

Y tenía -vivía- una legendaria añoranza de lugares elementales, de fuerza cósmica donde todo era nuevo y el entusiasmo -esa fuerza real, transformadora, restaurante- pendía del hilo de un párpado, del recuerdo arrastrado por furias escondidas y que a lo mejor nada más estaban en la gema de un brote por nacer...

Una mañana diferente, de llovizna y de nubes precipitadas, decidió salir. Llegó hasta la choza en que vivía Herr Bauer. Lo hizo porque todos en San Bernardino le inquirían sobre su visita a Herr Bauer. Y ella, que no creía en adivinos ni astrólogos, siempre respondía «no, no fui todavía». Y ésta era la oportunidad, ya que una inesperada lluvia la hubiese obligado a quedarse en su casa sin hacer otra cosa que seguir leyendo. Y necesitaba algo diferente. Golpeó la puerta y al cabo de un largo rato, en alemán del sur, le contestó una voz de anciano:

-¡Ya voy!

Arrastrándose, se presentó en el vano de la puerta un viejecito pequeño con barba roja llena de canas y un aspecto realmente desastrado.

-Ya la conozco -le dijo Herr Bauer-. Ya estuve con Herr Kulack y me contó de usted.

-Yo sólo vengo a saludarlo -dijo Cristina y le traigo comida para sus gatos.

Le entregó un paquete envuelto con papel de diario y el viejo sonrió con un sonoro:

-¡Dank!

Herr Bauer en seguida le pidió ver las palmas de sus manos. Ella resistió. Con toda franqueza le dijo:

-No creo en las predicciones ni me interesa el futuro. Lo viviré de a poco, como venga.

-Siquiera deme la fecha de su nacimiento, déjeme saber de usted.

Cristina dudó un instante, no quiso ser ruda con él y casi por conmiseración le dijo:

-18 de octubre de 19...

El viejo pensó un rato, consultó unos libracos ajados. Para llegar hasta ellos tuvo que ir  esquivando gatos y cestos con vegetales. No comía carne y era estrictamente adicto a las tradiciones hindúes. La miró fijamente y concluyó:

-La próxima semana ya no estará aquí.

-Claro, todas las semanas viajo a la ciudad y usted lo sabe, ¿verdad?

-No, ya no estará aquí.

La saludó con cortesía, le tomó las manos y concluyó:

-¡Auf Wiedersehen!

Salió del chamizo de Herr Bauer y sintió un gran alivio.

Algo en ese ambiente le producía una sofocación inaguantable. Quizá fuese el viejo mismo. O los gatos. O la choza con su techo de zinc y sus paredes llenas de agujeros. Precipitadamente llegó a su casa y se puso a mirar un cuadro de Filártiga, raro, tremendo. Nunca se había fijado antes. Eran varias manos entrecruzadas y un látigo teñido de sangre en una de ellas. Se preguntó para qué el dueño de casa ponía cosas tan tristes en la sala. Buscó refugio para su vista en un xilograbado de Colombino, también raro: una piedra negra, rota, exudando aceites de gotas oscuras, pegajosas. Cerró los ojos. Y empezó a pensar en Herr Bauer. Nunca había visto un ser más insólito y le pareció imposible estar en un pueblecito en el corazón de la América del Sur tan lleno de hallazgos inesperados.

Llamó a Paula y pidió un whisky. Prendió un cigarrillo y lentamente fue saboreando la bebida. No le gustaba tomar los tragos solos, pero no le quedaba otro recurso, al menos por  ahora. Recordaba a un tío que terminó borracho y siempre temía que algo similar pudiera sucederle. Pero hoy necesitaba un whisky. Llamó de nueva a Paula:

-¿A qué distancia vives de acá? -le preguntó.

-A una hora de camino, yendo a pie.

-¿Y qué hacías antes de venir a ayudarme?

-Trabajaba en la chacra con mis hermanas y un hermano que es dueño de un aserradero.

La conversación siguió sobre temas triviales, nada desde luego se podía profundizar entre seres tan diametralmente diferentes. Para sorpresa de ambas, alguien golpeó la puerta. Al principio no hicieron caso, creyeron que era afuera. Pero tres golpes dieron exactamente la certeza de que era la puerta de la sala. Cristina se levantó y abrió sin titubear.

Frente a ella estaba un hombre que habló en español:

-Yo soy Hermann Gunther, el comisario del pueblo.

Naturalmente, tan inesperada circunstancia produjo una reacción defensiva y silenciosa de parte de Cristina. Se repuso sin embargo y con dominio de sí misma respondió:

-Adelante.

Paula se había esfumado como por arte de magia. Siempre que la policía llegaba a la chacra era por algo que había sucedido. No podía sin embargo imaginarse qué pudo haber hecho su patrona. Entró un hombre enorme, de movimientos algo torpes, joven y rubio.

-Tome asiento por favor -dijo Cristina y prosiguió:

-¿Podríamos hablar en alemán?

-Claro, con mucho gusto -dijo Hermann ya en alemán. Se sentó en la punta del sofá de cuero, como si no estuviese seguro de sí mismo.

-Póngase cómodo, señor -dijo Cristina, y continuó-. Perdón, un minuto -y se dirigió a la cocina. No vio a Paula por ningún lado. Puso agua en la pava y volvió a la sala después de prender el gas.

Cuando retornó, sonrió. Sus dientes parecían más luminosos y blancos. Era por el contraste de la piel bronceada y la luz algo apagada de la sala.

El comisario, después de acomodarse se sintió algo más tranquilo y dijo:

-Le parecerá extraño, señorita, pero vine solamente para saludarla y ponerme a sus órdenes. Usted vive sola y es posible que alguna vez necesite ayuda. Le aseguro que éste es un pueblo muy tranquilo y no creo que llegue en ese sentido a tener quejas, pero de cualquier manera, si en algo puedo servirla, por favor, hágame saber...

Cristina quedó pensativa. Qué clase de ayuda -pensaba- podría ofrecerle el comisario a ella, que no conocía a nadie en el pueblo y apenas salía de su casa al lago. Para ella el pueblo era seguro. No necesitaba ningún tipo de protección.

-¿Café? -preguntó. Una sonrisa se insinuó en su rostro.

-Muchas gracias, sí por favor.

Volvió Cristina, con dos tazas de café y cigarrillos. Invitó a Hermann con uno, prendió el suyo. Después de la primera bocanada, se acomodó en otro sillón.

-¿Cuándo vinieron sus antepasados de Alemania?

Gunther no estaba acostumbrado a este tipo de preguntas a quemarropa. En forma algo incierta, contestó:

-Creo que a fines de siglo -y prosiguió, siempre con un poco de incertidumbre-. Hace cerca de sesenta años. Mi padre nació en este pueblo. Mi madre es paraguaya, hija de españoles. De pequeños se mudaron al pueblo y ella aprendió el alemán, que es el idioma que se habla en casa.

Después de haberse roto el hielo inicial logró al fin sentirse más tranquilo. Sonrió y tomó un sorbo de café.

-¿No se siente sola, señorita?

Su alemán resultaba algo desteñido y con un raro acento adquirido entre la gente humilde que vivía en el pueblo, hijos, como él, de colonos llegados del sur de Alemania.

-Mire señor, yo no pienso en la soledad. Hay quienes no la aguantan, que sufren con ella. Pero le diré que en mi caso, como en muchas otras personas -no soy excepcional bajo ningún sentido- vivir sola no me molesta en lo más mínimo. Y me permito pensar que cuando ella nos domina, no es sino nuestro propio reflejo. Yo diría falta de imaginación. O quizá inseguridad.

Hermann la miraba como hipnotizado. Indudablemente la respuesta de Cristina lo había impresionado. Y siguió hablando:

-Yo, por mi parte podría sobrevivir tranquilamente y hacer una vida feliz sin ayuda de nadie.

-Pero perdone que insista -dijo Hermann en voz pausada-. Y usted ¿no tiene miedo?

Cristina hizo un gesto de extrañeza:

-Yo, ¿miedo? ¿De qué o de quién?

-Bueno -explicó Gunther-, de muchas cosas.

Cristina, sin tratar de ser brusca, acertó a decir:

-Perdone que le repita, yo me siento sin temores de ninguna clase. ¿Qué puedo yo temer en este mundo que sea tan peligroso?

Gunther quedó desarmado. En realidad, en el pueblo nunca había pasado nada serio y la última fechoría de la que se guardaba memoria databa de tres décadas atrás. Se produjo un silencio difícil. No existía entre ellos ninguna vinculación que los pudiese unir y la conversación iba adquiriendo un tono forzado, una especie de decrecer rayano en el aburrimiento.

De repente, Cristina preguntó:

-¿Qué tal son los paraguayos?

Sentía curiosidad por saber cómo eran los nativos por boca de alguien que, como ella, era de origen nórdico.

-No me dan trabajo -comenzó Hermann-. En el verano viene gente de La Asunción que se porta correctamente. Nosotros no nos metemos con ellos. Hay una separación entre los hijos de los colonos y ellos, que vienen por un tiempo y después se van. Para mí, lo confieso, son presuntuosos y a veces tratan de menospreciarnos. Pero es lógico, no se puede juzgar por un grupo pequeño, ¿verdad?

Cristina escuchaba con atención. Le interesaba lo que acababa de escuchar. «Estos países de  la América del Sur están llenos de gente de todo el mundo. Con el tiempo se han de homogeneizar», pensaba. Miró fijamente a Hermann y con una inflexión más bien suave dijo:

-Yo llevo varios años en países mediterráneos y a veces pienso que no los entiendo. Son respetuosos, pero prefiero a los míos. No digo que sean mejores ni peores.

Sin buscarlo, estaban hablando de algo que los acercaba, en cierta forma. Gunther prendió otro cigarrillo y preguntó:

-¿Qué ve en los mediterráneos o qué reserva siente por ellos?

Sin ninguna demora y con palabras precisas respondió Cristina:

-Son muy curiosos. Sí, muy curiosos y la generalidad piensa que somos de una madera muy diferente. Y lo que sucede es que sencillamente nos desconocen. Estamos quizá muy lejos, geográficamente hablando. Claro, hay muchas otras cosas que nos acercan.

Cristina razonaba con bastante apasionamiento y expresaba interés en ser comprendida. Tenía gran orgullo de ser sueca y lo demostraba al enfatizar las diferencias. Eran las doce de la noche. Gunther se despidió después de haber pedido disculpas por su inesperada visita.

-Vuelva a visitarme cuando quiera -dijo Cristina y cerró la puerta lentamente.

Afuera reinaba una música de grillos enloquecidos. La inmensa noche, rica de estrellas, había abrazado el pueblo. Cristina salió al patio. Aspiró hondo el perfume de la alta noche y se sentó en la hamaca del jardín. Se quedó dormida por varias horas. La  despertó el relente que había humedecido la ropa de la hamaca. Fue al dormitorio y continuó durmiendo de un tris hasta el día siguiente.

Era una mañana radiante. Cristina había decidido dar una vuelta por el pueblo. La estimulaba el sol y la brisa reconfortante. Casi no había gente en el pueblo y se sentía renovada. Tenía ganas de saltar, correr y estaba segura de que ello se debía al clima agradable de fines de marzo. Los calores intensos estaban pasando y era una nueva sensación para ella la existencia de un sol no agobiante y con suave brisa. Divisó un largo caminito bordeado de matas tropicales y subió al cerro que dominaba la vista del valle. Se veía el lago y hacia el fondo, un río pequeño. Se tendió en un respaldar natural de piedra. Amaba la naturaleza y allí, en ese rincón escondido, vibra lo que más placer le producía: la belleza intocada de lo distante, el perfume de lo arcano. Largas horas de sol. Cantos de cigarras... Cerró los ojos y se hundió en su mundo de ensueños. Pensó en lo que dejó allá lejos. Allende el Atlántico. Se movía voluptuosamente y sonreía con los ojos cerrados. Sus fines de semana en Copenhagen. Los amigos daneses y los festivales en el Tívoli. Después, el ferry-boat hasta Malmö y el retorno a la rutina. La cara le ardía y se iba moviendo para tostarse las mejillas y la frente simétricamente. Quiso, de repente, volver a su casa. Ansiaba darse un baño de sol, que las fibras de oro tocasen todo su cuerpo, toda la piel sin dejar marcas. Bajó la montañita de una carrera y en pocos minutos llegó a su refugio. Entró a su pieza y se desnudó.  Salió al patio y se acostó en el césped, esta vez de espaldas. Después de un largo rato, una o dos horas quizá -el tiempo no contaba para ella- fue hasta el baño y se dio una ducha con agua fría. Renovada, se puso talco por todo el cuerpo y salió de nuevo a caminar. Se sentía diferente. Le gustaba la serenidad y el verde cerrado. Apreciaba la gente humilde y acogedora. El pueblo estaba entrando en su mundo de afectos. ¡Había vivido tantos lugares! Y su imaginación prendió relámpagos retrospectivos de un pasado feliz. Todo volvió a tener vida. De repente pensó que retornaba de un largo viaje. Tenía casi la certeza de que toda esa atmósfera la había visto alguna vez, pero no recordaba cuándo. Desde lejos -¿estaba soñando?- alguien le hablaba.

-¡Cristina! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? Te busqué por todos lados.

-Óscar, ¡no puedo creerlo! ¿Cómo supiste de mí? ¡No hubieras venido! ¿No ves que estoy tratando de huir? Tienes que irte. Un mar de diferencias nos separan.

Volvió a su casa caminando. Un exótico paisaje de silencios y jardines.

De nuevo escuchó como si le hablaran:

-Cristina. Debemos volver. ¡Tú lo sabes!

-No puedo Óscar. Es absurdo. Déjame, te lo suplico.

Se abrió la puerta y entró Paula.

-Señorita, ¿hay alguien aquí con usted? Me pareció que hablaba usted con otra persona.

Cristina, como si hubiese despertado de un largo sueño, se sintió molesta por la intromisión de Paula y contestó irritada:

-¡No me vengas aquí Paula con tus antojos!

Era rara esa falta de control de Cristina. Pero no siempre está uno en su mejor día. Para Paula, había en la pieza un hálito extraño. Los muebles estaban movidos y quedaban más de dos colillas de cigarrillos en el cenicero. ¿Serían de Cristina? Pero, ¿no lo había limpiado acaso esta mañana? Las dudas la dejaron algo distante y silenciosa. Con calma cerró la puerta de la sala y dejó a Cristina pensativa. Parecía lejana, como si estuviera retirada de la realidad de todos los días...

Hermann Gunther sabía que existían grandes diferencias culturales entre él y Cristina. Él había ido hasta el tercer año del Deutsche Schuleen La Asunción. Después tuvo que abandonar sus estudios debido a una crisis familiar. Y lo que entendía de la vida, lo había aprendido en libros, revistas y periódicos. Siempre sintió no haber podido concluir el colegio, pero no se echaba la culpa. En el colegio había conocido varios hijos de diplomáticos y en realidad le interesaba saber de otros mundos, de diferentes costumbres y culturas. Pero eso súbitamente se acabó cuando abandonó sus estudios.

Volvió a San Bernardino para dar sus hombros a la faena diaria y en poco tiempo se olvidó de La Asunción y de la gente que había tratado allá. En el balance de sus conocimientos, como único aspecto positivo que podía contar, era el idioma alemán, que lo había perfeccionado con gramática y lecturas. Pero nunca le sirvió para nada, excepto para hablar en la casa con sus padres y  amigos colonos. El resto: pura lucha, y en la mueblería de sus padres lo que contaba sobre todo eran los músculos. Supo de la presencia de Cristina por los rumores en la despensa de Herr Disse y decidió ir a saludarla. En su calidad de comisario, podía muy bien justificar las razones. Y así lo hizo. Al salir, quedó asombrado de la presencia y madurez de Cristina. Indudablemente nunca había conocido una persona igual a ella. Y decidió cultivar su amistad. El viernes de la misma semana, fue de nuevo a su casa. Por la tarde, la invitó a salir en bote alrededor del lago, después fueron al hotel a tomar unos tragos reconfortantes. Esa noche caminaron por la avenida de los eucaliptos. La luna exhibía una deslumbrante claridad: se podía distinguir hasta los matices de las piedras de los edificios. La acompañó a su casa y ella se despidió hasta el martes. Hermann sentía esa ausencia de tres días inexplicables para él, pero no era inquisitivo ni poseía el coraje de preguntarle qué hacía ni adónde iba en La Asunción. Era algo que tarde o temprano lo sabría, aunque no quería íntimamente admitirlo por si hubiera algún factor negativo en ello. Se imaginaba muchas cosas: que tenía un amante, que era casada o divorciada, que era sencillamente una mujer misteriosa. Y él deseaba creer esto último y estaba seguro de que el secreto de su vida lo sabría bien pronto. Se despidieron a la puerta y al poco rato vio las luces de las diferentes piezas por donde él suponía que Cristina iba pasando que se prendían y brillaban, dando vida al chalet. Gradualmente se fue alejando y se dirigió hacia la casa de sus padres. No dormía en la comisaría.  Nunca pudo hallar cama más confortable que la que le hizo Herr Gunther.

Para sorpresa de los vecinos del pueblo, Cristina llevaba ya cerca de tres meses en San Bernardino y su rutina era sin mayor variaciones, la misma. Hizo ciertos cambios en la decoración de la sala. Con todo cuidado removió los cuadros de autores contemporáneos de las paredes y de a poco fue colocando vistas de los países mediterráneos, de Estocolmo y de Río. Indudablemente prefería las visiones reales a los estudios abstractos de Ticio. Y entendía que era cosa de volver a colocarlos el día que tuviera que salir del chalet. Además le dio horas precisas a Marciano y le explicó que ella necesitaba el patio para sus ejercicios solares a horas bien definidas. Marciano aceptó sin reparos los cambios. Total, a él le pagaban desde La Asunción desde hacía años y no tenía contacto con Cristina.

Un miércoles de fines de marzo vino Hermann en su coche. Raramente lo usaba en el pueblo, pues él prefería caminar y hacer ejercicios. La mueblería de sus padres quedaba a pocas cuadras de la comisaría. Golpeó la puerta de entrada. Abrió Cristina. Saludó a Hermann con agrado.

-¿Vamos a dar una vuelta a La Asunción, Cristina?

Ella pensó un rato antes de contestar.

-En realidad, llegué ayer de allá y no tengo ganas de volver tan pronto. Pero si quieres, damos un paseo por los alrededores, te acompaño.

-Magnífico. Volveremos antes del anochecer.

Cristina fue al dormitorio, trajo un paquete de cigarrillos y entró en el coche.

Salieron del pueblo por una angosta avenida de árboles enormes que bordeaba el lago. Cristina sonreía y Hermann estaba contento. Después de varios meses, era la primera vez que se les había ocurrido viajar juntos en coche. Hermann aceleró con cierta impetuosidad y en pocos minutos el pueblo quedó atrás. Hasta llegar a la carretera tenían un camino de arcilla. Una estela de polvo rojo indicaba el rastro del coche. A los costados se veían pajares y un césped verde. Los nidos rojos de hormigas parecían puntos sólidos, inconmovibles. Se cruzaron con varios camiones que llevaban mercaderías, pero el tránsito era muy liviano. Una vez llegados al asfalto se hizo más suave el viaje. Tornaron hacia la derecha, cruzaron varios pantanos orillados por árboles frondosos. Se presentaba ante ellos un panorama placentero. Hablaban poco. Cristina le tocó el hombro y dijo:

-Para un momento, vamos a ver el paisaje con calma. En realidad es todo tan callado.

Hermann detuvo el coche al costado del camino. Bajaron y comenzaron a caminar. Cristina iba abrazada a Hermann. Estaban solos y les rodeaba un silencio de follajes. Hermann se sintió intranquilo.

-¿Qué te pasa Hermann?

-No, sé Cristina. Me siento raro y necesito hablarte con entera franqueza.

Sonrió Cristina y se acercó más a Hermann.

-Yo también quisiera hablarte.

Se notaba inseguridad en Hermann. Trató de adoptar una actitud de calma:

-Me daría vergüenza pasar por tonto, pero casi imposible dejar de serlo, o al menos aparentarlo, cuando se van a decir cosas simples.

-¿Qué quieres decirme Hermann?

Se acercó a ella y tomándola del brazo con ternura se animó a hablar:

-Cristina: me gusta estar a tu lado. Eres una mujer maravillosa y diferente. No hace falta que prosiga, ¿verdad?

Quedaron callados por un rato. A lo lejos se veían bandadas de garzas desplegándose en forma simétrica y ordenada. Algunos graznidos rompían el silencio. Los tañidos guturales se escuchaban muy lejos y perdidos. Soplaba un vientecillo suave que refrescaba los poros.

Cristina acarició el rostro de Hermann y le dijo con una suavidad que pocas veces había demostrado antes en su trato con él:

-Hermann, dime la verdad, ¿qué puedes hallar en la compañía de una mujer como yo a quien apenas conoces?

Hermann sonrió algo confundido pero feliz:

-Piensa como quieras. Pero no analices estos momentos, te lo suplico...

En su voz existía una mezcla de ruego y pasión. Cristina lo escuchó en silencio. Le tomó de la mano y dijo:

-La noche que me visitaste por vez primera, ¿te acuerdas? Bueno, yo me imaginé que te sentías solo. Y que eras tú en realidad quien buscaba ayuda o compañía...

Hermann estuvo un largo rato sin hablar. Cristina desnudaba su corazón y la entendía. Ella era para él un complejo de entidades. Quería ser preciso, claro, explicarle lo que gradualmente  se había apoderado de él -una especie de obsesión quizá-, manifestarle por fin mil cosas. Pero llegado el momento, todo huía de su mente. Algo logró decir:

-Cristina: has cambiado la dirección de muchas cosas en mi vida en un tiempo tan corto. ¡Quisiera que te quedaras para siempre a mi lado!

-Hermann. No soy para ti. Yo vivo un mundo de recuerdos muy alejados y soy prisionera de ellos. No seríamos felices...

Hermann quedó triste y silencioso. En la hondura de sus sentimientos juzgaba que Cristina tenía razón. Y odiaba la verdad que apenas se iba insinuando. Tomó de la mano a Cristina y le acarició suavemente la frente... Las horas pasaron y el tiempo no tuvo medidas para el mundo enardecido que surgió esa tarde.

-Hermann.

-¿Sí?

-¿No tienes una hora fija para volver?

-Cristina, estas son nuestras horas. ¡No las toques!

El sol se había puesto y venía la noche; el cielo tenía un color denso, entre rojizo y anaranjado hacia el poniente. Un vientecillo apacible movía los arbustos del atajo, mientras las caricias y suspiros arrojaban su nota vital. Era la vida misma, que, a toda costa, seguía su antigua huella de retornos.

1975



 

NO HAY RASTROS...

A veces uno se pregunta la infancia de las personas, especialmente cuando éstas llegan a adquirir después cierta trascendencia en la vida o más tarde en el remoto plano de la muerte. Un tránsito heroico hace que los supervivientes averigüen u olfateen los rastros, tratando de hallar aclaraciones siempre tardías para actos inexplicables. Y una vida gloriosa, requiere su textura, su imagen o su recuadro para la necesaria justificación de la misma. La gente no acepta que en forma extemporánea pueda brotar el genio o el héroe. E indaga los mitos, que siempre surgen y resplandecen y se agrandan. Y en este caso, la verdad resulta sencillamente desconcertante. Nadie sabía nada del teniente. Pero los historiadores, gradualmente fueron enlazando cabos y descubriendo documentos en forma totalmente inesperada. Hoy podemos verificar algunos, pero dejando desde luego enormes lagunas que quedarán desiertas para siempre, pues él se llevó sus secretos, que no tuvo ganas de compartirlos con nadie. Su actitud fue la de siempre, antes y durante la guerra: «estamos aquí, Dios sabrá para qué. Y una vez en tierra, aceptemos lo que somos: apenas un montoncito de arena para el mañana».

Era bien formado, fuerte y alto. Más crecido que la generalidad de sus amigos y compañeros de colegio. Se presentó al distrito militar como voluntario. Le pidieron su partida de nacimiento. Catorce años. No poseía la edad militar y no podían aceptarlo. Recordó que en el Registro  Civil trabajaba un vecino suyo y allí concentró toda su atención. ¿Cómo convencer a Leovigildo que él necesitaba documentos nuevos? Sencillamente papeles fraudulentos, que adulterasen su edad por pocos años.

El resto quedaría lo mismo: no habría cambios en la filiación de su madre ni de su padre. Tan poca cosa. Pero conocía a Leo: no era hueso fácil de roer y tendría que elaborar la estratagema para el ablande. Si le decía la verdad, estaba perdido. Si le pedía como amigo, también. Durante varios días pasó cavilando y llegó a la conclusión de que en la Capital no podría romper la ley, ya que los riesgos para todos eran muy serios. Y la geografía vino en su ayuda: iría a Capiatá, pueblo muy cercano donde vivía Ezequiel que era jefe del Registro Civil. Y le explicaría claramente que sus documentos se habían extraviado y que necesitaba reemplazarlos. En el camión de Caacupé logró pasaje hasta Capiatá. La antigua ruta cordillerana llena de pozos y barriales fue dando paso al gimiente camión de pasajeros. Iba pensando que estaba bien lo que hacía, ya que nada tenía que realizar en La Asunción. En realidad poca cosa lo detenía y necesitaba ejecutar algo digno de sí mismo. Para él era cuestión de autorrespeto. No concebía su existencia de otra forma. El camión se detuvo y bajaron varias campesinas con canastos vacíos y le tocó el turno. No le costó llegar hasta el Registro Civil. Ezequiel estaba con su cara de gato y su bigote rubio. Lo recibió con cordialidad. Cuando Amílcar le explicó su problema, cogió la lapicera, mojó la plumilla en el tintero y comenzó a escribir.

-Ahora tenés 19 años -le dijo-. Te andan buscando en todo el Paraguay pues te necesitan.

Una sonrisa amplia brilló en la cara de Amílcar Fernández. Le dio la mano a Ezequiel quien lo abrazó:

-Comprendo todo. Pero te aclaro: no sos el primero. Hay mucha gente incluso más joven que vos que está haciendo lo mismo; de todas formas, te deseo buena suerte, y te felicito. Y te recuerdo algo más: nadie sabe cuánto va a durar esta farra con Bolivia...

Amílcar salió calladamente. Sabía que si le pedían documentos en ese mismo instante -con sus nuevos papeles- lo llevaban al distrito militar número uno, le pelaban el cabello y comenzaba la nueva vida que andaba soñando.

En el ómnibus a la vuelta, iba recordando su vida en La Asunción. Y en otros lugares. En forma casi velada por el tiempo y las circunstancias evocaba los pueblos dormidos y pequeños donde le había tocado vivir. ¡Ese silencio agobiante de las tardes! Y por las noches, la luna llena y el aullido de perros perdidos en algún rancho de paja. Y en esos pueblos casi no tuvo amigos. Y los pocos que él recordaba, lo fueron por corto tiempo. Sus padres no vivían juntos y conocía a ambos muy superficialmente. Unos días en Caacupé, otros en Itauguá, un fin de semana en La Asunción, siempre cambiando ambientes y recorriendo distintos escenarios; nunca le dieron asidero real a un lugar, a una casa. Estaba llegando a San Lorenzo. Recordaba cuando quiso ser aviador. Esa memoria la tenía bien clara. Vio unos aviones en fila volando un 14 de mayo en La Asunción. Y le entraron ganas de  volar. Hizo avioncitos de madera, les puso rueditas con frutos de ybapürú, les pintó la bandera paraguaya. Miraba todas las mañanas el cielo de su rancho en Villa Aurelia y sentía un inusitado anhelo de tener alas... Y volar. Cuanto más lejos, mejor. Seguía sin poder comunicarse con nadie: un día lo llevaron a otro pueblo que no recordaba. Había muerto su padre y fue con el acompañamiento hasta el cementerio. Un grupo compacto y silencioso. Después los estudios en una escuelita de barrio pobre donde aprendió los rudimentos de las cosas que abren el horizonte de los niños inocentes. Se habían mudado a la ciudad y concluida la primaria, ingresé en el Colegio Nacional. Estando en el tercer año explotó la guerra del Chaco. En el colegio conoció gente distinta. Allí experimentó por vez primera el valor de la camaradería. Los estudiantes venían de todos los lugares del país pero la mayoría eran asuncenos. Los sábados se reunían en el Parque Caballero para enfrentarse con equipos de fútbol de los demás colegios. Eran momentos inolvidables: la camiseta blanca de su equipo portaba las insignias CNC y al verlas se ponía orgulloso. Y estudiaba con verdadera dedicación. Ya había pasado los monstruos de las matemáticas y el camino se hacía más fácil. La culminación era cuestión de pocos años y después elegiría la carrera por la cual sintiese verdadera vocación. Todo corría muy rápido. Los profesores habían sido reclutados y el colegio fue clausurado de la noche a la mañana. Lo habían convertido en hospital. Eso le suscitaba una gran tristeza. El mundo con el cual estaba integrándose por vez primera en su vida lo alteraron  totalmente. Como no conocía dónde vivían sus compañeros de colegio, se eclipsaron las relaciones que comenzaban a atarlo a la vida social. No quería darse por vencido y, cual era su costumbre, todos los días bajaba por la calle Iturbe. Veía a los heridos por las ventanas. Algunos mostraban la pierna vendada y los paños teñidos de rojo. Otros con la cara tapada movían las manos con ansiedad. Se veían piernas descubiertas con úlceras y costras amarillentas. Quejidos y llantos de mujeres por doquier, quizá madres o novias. El fin de la vida estudiantil. Con pena recordaba que él no lo había querido así. Y el ómnibus no podía avanzar en medio de los espantosos caminos con lodazales y remiendos con maderos...

La frescura de ella se apoderó, se posesionó de su hastiada imaginación. ¡Cuántos planes compartidos con Marina! ¡Cuán bellos momentos! Las plácidas y tibias tardes del Jardín Botánico asidos de las manos, bajo la sombra de los eucaliptos. A lo lejos el viejo caserón de don Carlos poblado de flores y recuerdos centenarios... El paseo hasta la orilla del Río Paraguay y la visión de la otra costa -que ahora conocería de verdad- el Chaco, siempre insinuante, verde, denso, profundo, repleto de misterios. Recordaba el rincón que habían descubierto donde el mundo desaparecía y se mordían a besos y gemidos. Después, el retorno a la ciudad por las callejas silenciosas de Trinidad, mirando hasta sin quererlo, las casas abandonadas o desconocidas, con flores y jardines de una policromía exótica y deslumbrante. Caminaban despacio. No era cuestión de concluir este sosiego  tibio y dulce. Las veredas con remiendos y agujeros, con vecinos aburridos sentados en sillones de mimbre. Ya estaba llegando. No se despediría de su madre. Mejor sería que lo supiese de una vez por carta, que la escribiría en Puerto Pinasco. O desde Puerto Casado, desde donde fuese. No estaba en condiciones emocionales de enfrentarse con ella. Además corría el riesgo de que lo delatase como menor de edad. Pero Marina... bueno, Marina evocaba otras cosas. Tenía que verla. El tiempo era cada vez más crítico y ya no podía salir a cualquier hora a no ser que llevase sus documentos reales. Pero iría a despedirse. Su única amiga en esta vida y la unían a ella las más agradables experiencias. Y tenían hermosos planes para el mañana de paz. No bien bajó del ómnibus, comenzó su caminata a la casa de Marina. Tenía que verla. Era perentorio. Sus latidos se agolpaban cada vez que veía oficiales del ejército requiriendo documentos. Sólo pensaba y rogaba que le dieran tiempo, un poquito más de tiempo.

Golpeó el portón y salió el padre de Marina. Lo hizo pasar. No estaba Marina. Se había ido a Villeta a casa de sus tíos. Volvería dentro de quince días. Pidió un trozo de papel y dejó un mensaje. Los padres sabían los serios propósitos de Amílcar así que él no tuvo reparos en expresarse con entera sinceridad: «No me busques. Debo irme. Alguna vez, quizá bien pronto, te explicaré. No muestres esta nota a mamá. Tuyo, siempre...».

En pleno marzo de 1933, el teniente Fernández se dirigió a la tropa:

-Necesito tres voluntarios. La misión es peligrosa. Prefiero gente sin compromisos. Ni casados ni padres. Iremos a la retaguardia del Fortín Gondra y quizá no volvamos.

No bien hubo concluido de hablar, siete soldados pasaron a primera fila.

-Yo dije sólo tres... -la voz salió clara y alta. El denso silencio de la noche se tragó las últimas palabras del teniente.

Después de una semana sin novedades, el Coronel Franco quiso saber quién era el teniente Amílcar Fernández. Nadie supo darle una respuesta satisfactoria. Lo conocían poco. Era callado y cordial. Pero datos de índole personal, otros que los de su breve hoja de servicios, no existían. Hasta hoy sigue siendo un misterio y una leyenda su nombre y su vida.

1986



 

INCUNABLES

Estoy tratando de recordar. No es fácil. Los escombros de las ráfagas perdidas retoñan y no me dejan tranquilo. Debo, no obstante, reconstruir esta enmarañada existencia. Levantaré las costras y volarán las legañas que obstruyen mi vista. Ya está: era una antigua edición de Suetonio. Quizá un ejemplar incunable perdido en el bosque. Veo más claro. La casa estaba rodeada de árboles frondosos que cada día crecían más y más, tratando de expandirse a costa de los muros y de las ventanas. Sí. Gaius Tranquillus Suetonius. Sin fecha y con una tapa de pergamino. El título borroso con la pasta de los siglos, y una tinta de colores imprecisa, quizá marrón. De vita caesarum. Todas las mañanas, cuando despertaba miraba el forro amarillo cubierto de polvo denso y ancestral. Sin embargo ese día estaba dispuesto a leer la obra. Escrita en latín con traducciones al español antiguo a contrapágina. Las polillas se habían tragado varias vidas romanas pero no se animaron con Nerón. Al poco rato empecé a toser. ¡El polvo! Esa ceniza de los libros viejos me hace tanto daño. En el fondo los libros añosos tienen su mecanismo defensivo y acuden al polvo. Comprendo. Quieren dormir, buscan la paz después de tantos siglos. Y trato de huir. Debo hallar una solución. ¿No habrá un ejemplar editado por la colección Austral? Rastreo ansiosamente listas y muestrarios. No hay nada. Voy a escribir a la Biblioteca del Congreso. Ellos poseen todo pero me llevará tiempo y para cuando me respondan mi interés ya se habrá desvanecido como las  ondas de los lagos en la arena clara de las costas. No. Debo seguir leyendo el libro con polvos irritantes y cuando algún texto español lo halle roto o destruido por el tiempo y las polillas, lucharé con mi herrumbrado latín. Pero, ¿para qué leer a Suetonio precisamente? Existen numerosas versiones de vidas romanas no paralelas escritas hoy día y vertidas al español contemporáneo. Y ahora llega todo claro, como si despertara de un sueño. Quise poner de vuelta el Suetonio con su lomo arrugado y sus serrines milenarios. Y no entraba. El espacio se había encogido. O el libro se había hinchado.

Traté de hacer un lugar empujando con ambas manos. Me faltaba una tercera mano para colocar el libro en su hueco habitual. No me fue posible. Y el libro quedó fuera del estante. Abierto en la página 787, Nerón. Comencé a leer la vida de este curioso monstruo. Lentamente, con algunas preocupaciones. En seguida recordé la orden «quemen París, incendien todo» y debo confesar que me corrió un frío por el espinazo. Quise cerrar el libro pero no pude. Me rodeaban cerca de veinte militones con sus ropas marciales, sus lanzas puntiagudas y prominentes rodillas. Las lanzas (parecían alabardas) progresivamente acumuladas, me cercaron. Estaban resueltos a todo. Cualquier movimiento falso de mi parte era mi fin. Finis vitae. Dejé el libro en el suelo. Fui violentamente empujado hasta la puerta. Con las lanzas me herían la espalda y no me quedaba más recurso que morder el absurdo y evitar todo tipo de defensa. Me esperaba una carroza. A golpes me tiraron al asiento de atrás, un espacio pequeño. Me obligaron a encogerme y quedé de rodillas.

-¡Cristiano, cristiano! -me gritaban desde la plaza del foro las multitudes enloquecidas mientras la carroza se desplazaba a gran velocidad. La guardia pretoriana fustigaba los caballos sin compasión. La vista a veces se me nublaba y no podía distinguir las formas ni precisar los lugares. Y no quería negarlo. Era cristiano. Me bautizaron en las catacumbas y eso hoy es pecado.

-¡Perro cristiano! -Los improperios zumbaban a mi paso y no me daban tiempo para organizar mis pensamientos. Pero... ¿Qué había hecho? Yo sólo quise leer un poco de historia romana escrita por un discípulo de Plinio. Examinar la verdad narrada por un testigo. Me hice de coraje. La muerte es la vida eterna. Miré a las masas aullantes con desprecio. Era un trecho largo. Me empujaron a patadas por pasadizos secretos, se abrieron puertas enormes de maderos imponentes, pasamos por salas resguardadas por robustos quintos imperiales. Por fin llegamos. Estaba frente a Nerón. Su cuello muscular con venas prominentes, irradiando vitalidad, me amedrentó, debo confesarlo sin vergüenza.

-Leyendo a Suetonio ¿Verdad?

-Sí.

-¿No sabe que me deja mal ante la historia?

-No llegué aún al final de su vida.

-¡Ese final es sólo mío!

Nerón estaba exasperado y sulfuroso. Dio la orden sin hablar. El pulgar fue suficiente. Me sacaron a bandazos brutales y a tumbos llegué a un sótano donde me soltaron como a una bestia. Allí estaban mis amigos hacinados y mudos. Eran despojos humanos.

-Nos van a quemar -murmuró Corina.

-No, nos lanzarán a los leones.

Una cruz toscamente labrada hendía un gran espacio en la pared. Nos unía el símbolo y nos ayudaba a llegar al final llenos de esperanzas. Yo no pensaba nada. Un blanco total. ¿Qué puedo añadir? Miré a los que me rodeaban. Caras tristes y entregadas, definitivamente resueltas a soportarlo todo. Agucé el oído.

-¡Escuchen, los leones! -Eran rugidos alarmantes.

Un frío silencioso y una augusta resignación. ¡Dios mío! ¡Hermanos judíos, cristianos hagamos algo!

Estaba rodeado de espectros llenos de polvos sepulcrales. Con gran resignación, empujé el libro en su lugar. Tenía las manos empapadas de aceite y barro. Me levanté agotado. Afuera soplaba un vientecillo muy suave. Se habían ido los abortos pretorianos. La casa quedó en silencio. Me dejaron solo. Respiré hondo. Sí. Estaba libre. Por un rato pensé que tenía los dedos llenos de sarna. Aprendí que hasta los libros eran peligrosos. Por eso los queman los dictadores. Y si se libran de éstos, existe el acecho secular de las polillas. La verdad es que hacen falta nuevas ediciones. Sin polillas, sin ratas, ni gusanos ni cucarachas repulsivas. ¿Para qué sirven las ediciones princepsy los incunables si están llenos de infamias y de relatos horrorosos? Convendría tener una caja de fósforos, ya que a veces las cerillas conducen a una ruta luminosa...

1987





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
BIBLIOTECA
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA