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BACÓN DUARTE PRADO (+)

  CUESTIONES DE ESTÉTICA, 1983 - Por BACON DUARTE PRADO


CUESTIONES DE ESTÉTICA, 1983 - Por BACON DUARTE PRADO

CUESTIONES DE ESTÉTICA

Por BACON DUARTE PRADO

Editora LITOCOLOR

Diseño de tapa: LUIS VERÓN

Asunción – Paraguay

1983 (129 páginas)

 

 

BACON DUARTE PRADO, escritor y periodista bastante conocido.

Pertenece, entre otras, a las siguientes instituciones de cultura: individuo de núme­ro de la Academia Colombiana de Letras y Filosofía; miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Lengua; miembro correspondiente de la Academia Boyacense de Historia; miembro de número de la Aca­demia Interamericana de Letras (Colombia); miembro de la Academia "Radiar" de estu­dios literarios, artísticos e históricos (Co­lombia); miembro honorario de la Sociedad Bolivariana de Colombia; miembro honora­rio de la Sociedad Colombiana del Folclo­re; miembro honorario de la Sociedad Co­lombiana de Escritores; miembro correspon­diente de la Academia de Derecho Interna­cional de México; miembro honorario de la Sociedad Colombiana de Derecho Interna­cional y Diplomacia; miembro de la Acade­mia Mexicana de Derecho Turístico; socio nu­merario de la Sociedad Mexicana de Sociolo­gía (correspondiente a la U.N.E.S.C.O.); miembro de la Academia de la Lengua y Cultura Guaraní; ex vice presidente 1°del Pen Club del Paraguay; ex Presidente del Instituto Paraguayo de Cultura Hispánica.

Colaboró en varias revistas y periódicos del país y del continente; fue director de numerosas publicaciones de nuestro medio. Es Presidente y fundador de la Asociación Paraguaya de Prensa. Diploma de Honor del Ministerio de Educación y Culto por su con­tribución a la cultura musical del país. Vete­rano de la Guerra del Chaco (Lisiado), con­decorado con la Cruz del Defensor.

 

INDICE

Prólogo

Apuntes para una definición del arte

El arte de la caricatura

Poesía social

El signo de nuestro tiempo: La incomunicación

El hombre: ser acumulativo

De la creación artística

La danza

Futurismo musical       

La musicoterapia

Virtuosismo y deshumanización

La charla como arte

El arte auténtico es libertad

 Elementos psicológicos de la creación artística

El arte es lucha

La originalidad

El alborar de la cultura

La tradición eterna

 


A MANERA DE PROLOGO

 

No es tarea fácil prologar una colección de ensayos -como la que tenemos entre las manos- donde con enjundioso y elegante manejo de temas y cuestiones de índole humanística, el autor desgrana ideas, sentimien­tos, y preocupaciones largamente meditadas en el retiro filosófico de las horas ociosas. Y digo ensayos de índole humanística, porque Duarte Prado, es funda­mentalmente un humanista -quizá digno de una mejor época-, que plantea, una y otra vez, la cuestión de los valores supremos en que se debe fundar la condición humana. Los más variados temas estéticos -incluyendo la poesía, la música, la caricatura- son tratados por el autor de CUESTIONES DE ESTETICA con exhaustiva erudición y amena prosa. No debe extrañarnos -por lo dicho más arriba- que este escritor, de estilo terso y depurado, fundamente sus conclusiones y deduccio­nes sobre un sólido conocimiento de la filosofía pe­renne y la de nuestro tiempo. Desde Aristóteles hasta Heidegger -pasando por Kant, y Hegel, sin olvidar a nuestro gran Ortega-, toda la historia de la filosofía es traída a colación, y puesta al día, en la ardua labor de ofrecer -a un lector no especializado- el fruto de largas y nutridas lecturas, de rumiaciones y cogitacio­nes profundas sobre temas de trascendencia universal. El bagaje cultural de Duarte Prado no es meramente libresco: su experiencia de viajero, diplomático y hombre de letras, lo ha preparado para tamizar y refinar sus pensamientos en el crisol del mundo; de la realidad de lo cotidiano. Sin dejar de contemplar –y tener siempre como paradigma- el mundo puro de las ideas platónicas (proverbial refugio de las mentes especulativas), Duarte Prado, desciende hacia el caos y el nihilismo que signan -con su funesta impronta­- los apocalípticos tiempos que vivimos, para imponer con la férrea voluntad del pensador: la luminosidad de la razón y el esplendor del Arte. Porque es el arte ---o mejor dicho la Estética- la preocupación fundamental del escritor de estos ensayos. Es lógico que así sea: el autor de CUESTIONES DE ESTETICA no es ajeno a la práctica artística. El mismo es un consumado intérprete del violín y, como tal, ha meditado seriamente sobre los orígenes de la creación estética y sus efectos sobre la existencia humana. Su definición del arte como: "voluntad de trascendencia, a través de una pura emoción ennoblecida por la idea, pretende ser la síntesis de sus vivencias como creador y de sus amplias, lucubraciones como pensador. Por otra parte, en ningún momento, -ni siquiera en el instante supremo de tocar las más altas cimas de lo metafísico. ­Duarte Prado hace abstracción de la vida o de la intui­ción que distingue al "homo esteticus" del hombre vulgar. Recurriendo a métodos afines a los utilizados por la Fenomenología (Husserl; Merleau - Ponty), el ensayista enfrenta el eterno enigma de la Belleza, la esencia de su verdad y su trascendencia más allá de lo meramente material. Armado con elementos concep­tuales prestados de ciencias próximas a la estética, Duarte Prado investiga la razón de la dialéctica funda­mental del artista, cuya vida oscila entre la carencia y la plenitud, en una búsqueda constante de equilibrio, para acceder a la quintaesencia de su ser.

Sin desmedro de ese impulso primigenio, ese apetito insaciable hacia la armonía y la belleza que

acucia al alma del artista, Duarte Prado nos recuerda que éste es, por naturaleza, "un rebelde radical, un crónico inconformista" cuya cosmovisión no participa necesariamente de la de sus congéneres menos dotados. Esta visión del mundo, peculiar al artista, tiene su razón de ser en aquel elemento que quizá sea el condi­mento esencial de la obra de arte: la libertad. En efecto, la voluntad formal del artista no puede realizar­se a cabalidad sino dentro de las posibilidades que otorga la libertad de crear, de expresarse sin ningún tipo de coerción o exigencia extra-estética. Ni crea tampoco el artista para sí mismo en completa gratuidad: su obra sólo tiene sentido cuando está orientada hacia una fruición socialmente significa­tiva; con una finalidad que rebase los estrechos límites del mero narcisismo. Si bien la búsqueda de la fama es uno de los componentes de la sicología del artista, ésta no agota la importancia que para la colectividad debe tener la nueva visión del mundo, verdadera "metafísica de la esperanza" implícita en la propuesta artística. Sin dejar de mencionar el dictum kantiano que considera al arte como "una finalidad sin fin", Duarte Prado, no olvida el aporte de pensadores como Hegel y Max Scheler, sin caer en extremismos de escuela. Remarcan­do, finalmente, la-intencionalidad del arte, la trascen­dencia de tan noble actividad, el autor nos remite a su definición original del arte que se alza sobre la inma­nencia de la materia para alcanzar las cimas de lo espi­ritual.

Superando los anacrónicos escrúpulos que los seudo-clasicistas o los académicos decadentes manifies­tan hacia terrenos artísticos que escapan a la ortodoxia Duarte Prado se aboca, seguidamente, a plantear el valor y la importancia que la caricatura tiene, y ha tenido, dentro de las diversas manifestaciones de la historia universal. Citando a ilustres ejemplos de la historia de la pintura: Goya; el Bosco; Daumier y a grandes escritores como Quevedo, Cervantes, Valle Inclán; demuestra que la caricatura ha prestado grandes servicios a la humanidad, criticando e ironizando los vicios y las debilidades humanas en épocas de crisis o inversión total de los valores. Duarte Prado va aún más lejos, intenta -en realidad- hacer una verdadera "ontología de la caricatura'; como arte autónomo. Se sobrepasa, de esta manera, el antiguo prejuicio' que las preceptivas estériles esgrimen contra lo ridículo y lo feo, en cuanto a la posibilidad que éstos tienen de asumir categorías estéticas y acceder al plano trascen­dental del arte auténtico. "Resulta no obstante -expresa el ensayista- un tanto sorprendente e insólito, desde el punto de vista estrictamente lógico, que lo feo o ridículo se constituya en materia o capítulo de la Estética, teniendo presente que el objeto específico de esta disciplina sea lo bello': Y, en efecto, es así; pero -inmediatamente- nos aclara que lo que se opera en estas circunstancias es una verdadera transubstanciación de los elementos pretendidamente "anestéticos" (lo feo; lo ridículo) gracias a la función catártica y eminentemente alquí­mica de la creatividad. No debemos pues, dejarnos engañar por las deformaciones y exageraciones de que adolecen algunas obras que a primera vista pueden parecernos monstruosas o poco propicias a la contem­plación estética. Tenemos egregios ejemplos de este tipo de realizaciones dentro de la historia de la pintura: Velázquez, Murillo, el Bosco y el mismo Goya -ya antes citados-, son prueba suficiente de este aserto. Y podríamos recordar -por nuestra cuenta- que losborradores de diseño de Leonardo Da Vinci, están repletos de caricaturas (reales e imaginarias) de todo tipo de personajes insólitos. El autor de la Gioconda no tenia prejuicios contra los fenómenos de la natura­leza. Esta misma naturaleza -acota el autor de CUESTIONES DE ESTÉTICA- es la primera en ofrecernos modelos de su fantasía teratológica. Para terminar esta erudita disertación sobre la caricatura como una de las formas de lo estético; Duarte Prado nos hace notar que ésta se puede equiparar a "un procedimiento de higiene mental o de catarsis, como descanso a la tremenda presión que ejerce el medio socio-cultural en el carácter, actos y motivaciones de individuos y grupos': En definitiva, la caricatura es un testamento (casi periodístico) de nuestra época y cumple una función de "sanción satírica" siguiendo la intención del dictum latino: Castigat ridendo mores. Es por lo tanto -a su manera- una forma de "arte comprometido'; y una crítica despiadada a la sociedad neurótica de nuestro tiempo.

Siguiendo la línea de su pensamiento crítico-filosó­fico, el ensayista dedica un capítulo a la Poesía Social y sus implicancias como medio trascendente de comu­nicación de sentimientos e ideas entre los hombres. El poeta debe plantear su arte como un diálogo con el hombre de su tiempo y su circunstancia, sin olvidar que la auténtica literatura no es ajena a la vida de la sociedad.

Al hablar de la poesía social, el autor expresa: "Es aquella que sirve de vehículo a protestas, críticas, alegatos y testimonio contra las injusticias sociales, con especialidad las surgidas en el ámbito económico y jurídico respecto a los desheredados de la fortuna y de los atentados a los derechos humanos” : En este

sentido Duarte Prado no comulga con aquellos poetas refugiados en torres de marfil, para quienes la poesía es mero arte decorativo o circunstancial. La poesía comprometida no por ello dejará de ser "hija del asombro" como lo es la filosofía. Al decir de Saint­ John Perse "la oscuridad que se le reprocha no proviene de su naturaleza propia -que es la de esclare­cer- sino de la noche misma que explora...'; De alguna manera el poeta auténtico debe ser la conciencia de su tiempo y asumirla como "ser social", cumpliendo el noble rol que le compete vivir dentro de estos tiempos menesterosos Nunca debe ser la suya tarea mercenaria sino de autenticidad y, en términos de nuestro ensayis­ta: nunca "faena desempeñada a destajo al servicio de intereses de secta o de facción...'; Y así debe ser para que la poesía no se transforme en literatura panfletaria. Como ha dicho el gran poeta y ensayista mejicano Octavio Paz: "la actividad poética tiene por objeto, esencialmente el lenguaje; la experiencia del poeta es ante todo verbal' : He aquí una gran verdad que no debe ser olvidada por los poetas en ciernes, que buscan el aplauso fácil y el éxito inmediato. El polígrafo mejicano nos advierte, además, que como "ser aparte", la conciencia del poeta sólo se afirma negando el abyecto mundo que lo rodea. Se trata de construir una nueva realidad menos inhumana que la presente. Duarte Prado termina su meduloso ensayo sobre la poesía social subrayando que el poeta debe ser "hom­bre de su tiempo" y no debe permitir que el filísteísmo o el oportunismo lo desvíe de su verdadera y genuina vocación estética.

El autor de CUESTIONES DE ESTÉTICA dedica un capitulo de su libro al análisis de la incomunicación -signo de nuestro tiempo-, citando a Maritain, nos introduce al concepto de "contagio estético" o "intro­afección sentimental'; aquello que los alemanes llaman "einfühlung" (empatía), para explicarnos el componente eminentemente relacional y comunica­tivo de la experiencia estética. El arte es fundamental­mente un medio de expresión y comunicación y, como tal, necesita captar la receptividad de una conciencia al otro extremo del mensaje. Hay una "ecuación estética" -como muy bien lo señala Duarte Prado- entre el creador y el receptor. De otra manera la creación estética sería una actividad estéril y gratuita condenada al solipsismo o al narcisismo de un mero reflejo especu­lar. La obra de arte existe en función del contemplador sin la cual -dice nuestro ensayista- "carece, en puridad, de existencia estética" : El arte es, entonces, (debe ser) "un salirse al encuentro de otras sensibili­dades" y no mera tautología.

La primera parte de este conjunto de ensayos termina con el que lleva el sugestivo título: "El Hom­bre: Ser Acumulativo". Se trata aquí de enumerar y delimitar los componentes sustanciales que hacen a la existencia humana. Aquellos elementos que se unen para integrar y dar una "estructura" a la "naturaleza humana". El autor recalca -entre otras cosas- que la supuesta racionalidad del hombre no nos debe llevar a la ignorancia de aquellos rasgos irracionales e instin­tivos que subyacen en su siquis y que son defendidos -como lo fundamental de su Ser- por algunas escuelas modernas, cuyas doctrinas se inclinan hacia el irracio­nalismo.

Después de pasar revista a distintas teorías filosó­ficas, antropológicas y sociales sobre el particular (aquellas que ignoran la totalidad del ser del hombre y toman "la parte por el todo") el ensayista -que

considera al hombre como un ser poliédrico"- se infiere al historicismo de la circunstancia y de la vida humana y a las concepciones existencialistas que postu­lan en el individuo un "hacerse a sí mismo"; una posibilidad de apertura hacia múltiples posibilidades potenciales de realización y de elección. Estas y otras ideas afines han llevado a Duarte Prado a adelantar el concepto de "acumulatividad" como función esencial de la humana condición. "El ser del hombre es un continuo hacerse, y este hacerse consiste en la acumulación de bienes morales, intelectuales, afectivos y materiales" -dice el escritor en un párrafo de su ensayo. El hombre -según él-- es "un verdadero acumulador de tiempo”: En efecto, es difícil encontrar una definición o descripción más acertada para circuns­cribir y señalar nuestra existencia mortal. Nuestra vida diaria no es sino una continua acumulación de vivencias, afectos, ideas, predisposiciones, oscuras reminiscencias, que se van sedimentando en el alma; otorgando densi­dad ontológica a nuestra humanidad. La vida -dice Duarte Prado- es "yuxtaposición de actividades físicas y espirituales, que se promueven en el tiempo; expe­riencia y memoria son tiempo cristalizado" : Y así llega­mos al concepto de "Cultura" y todo lo que esta palabra lleva consigo (obras, leyes, costumbres) en fin, toda la "herencia social" de la humanidad que se perpetúa y se transfiere de generación en generación, que se proyecta hacia el futuro. Hacia un destino: incierto para algunos; profético para otros.

A los ensayos citados más arriba -editados ante­riormente en un libro con el nombre de "Borradores de Estética"- Duarte Prado ha sumado (para la presen­te edición) una serie de escritos relacionados con el tema, que recogen reflexiones y meditaciones sobre cuestiones contemporáneas relacionadas con la discipli­na de su preferencia: la estética.

OSVALDO GONZALEZ REAL


APUNTES PARA UNA DEFINICIÓN DEL ARTE

Considero excesivo mi intento de acuñar una definición del arte, y sobre todo, el darla a conocer. No obstante, cierta inquietud intelectual me ha conducido por esos caminos sin otro designio que la tentativa de explorar un campo que para mí ha sido fértil al hallar en él viejos temas que me vienen saliendo al paso desde mi juventud.

Bien comprendo -he de recalcar- que dicha defi­nición no pretende entrar en cotejo con las tantas que se han propuesto a lo largo de todo el pensamiento reflexivo de la Filosofía occidental. Deseo -por lo mismo- que se la considere en su emplazamiento real, casi como un esfuerzo deportivo, aunque puesto en obra con el mayor respeto.

Que me perdonen, pues, por este gesto de intrepi­dez, los esclarecidos nombres que han paseado por los mismos rumbos que pretendo transitar ahora. Desde Platón hasta Hegel, pasando por la ínclita figura del autor de la Filosofía Perenne.

Durante un monótono viaje, contemplando riscos y quebradas, desde la ventanilla del tren queme acercaba

a tierras guaraníes -raíz y tronco de mis afecciones­ divagando por el mundo de las ideas en sosegado sol loquio, fui a dar con la definición de referencia, y como posteriormente recibiera alentador estímulo de parte de amigos bien dispuestos, consideré que acaso ella tuviese algún valor, siquiera el mínimo para justificar algunos comentarios al modo de variaciones sobre un mismo tema.

Se trata de la siguiente: "El arte es voluntad de trascendencia, al través de una pura emoción ennoble­cida por la idea".

 

LA DEFINICIÓN Y SUS PRESUPUESTOS

La definición se alcanza por una doble operación del entendimiento, material la una y formal la otra. Lo material consiste en el objeto por definirse, que se constituye en dato fundamentador de nuestra intelec­ción, vivencia o intuición; lo formal se refiere a los factores significativos e indicativos, reducidos a su máxima simplicidad y síntesis, capaces de suscitar en la inteligencia ajena, idéntica representación de aquello que hemos mencionado como objeto por definirse. Correlación integrada con elementos lógi­cos, gnoseológicos y semánticos.

Lo material de la definición se endereza a obtener una visión mental clara y distinta del objeto, recurrien­do a los procedimientos de análisis y síntesis, de separación e integración, similares a los que conducen a la reducción eidética de los fenomenólogos. Se busca por esta vía la eliminación de toda mención intelectual no indispensable para la captura de la esencia del obje­to, aquello en que consiste y es. Toda actividad intelectual, en último análisis, consiste en unir y sepa­¡¡ir, expresa Francisco Romero. Pensar es relacionar, y relacionar es unir; unir es seleccionar, y seleccionar, separar.

Realizada esta primera operación nos encontramos con el problema formal: el hallazgo de elementos sig­nificativos con qué transferir la intuición, intelección o vivencia, objeto de la definición, al través del lengua­je hablado y escrito. Es obvio que otro tipo de lenguaje a lo sumo nos conduciría más que a una definición, a una mención. Y nos fundaremos en las leyes que gobiernan el entendimiento lógico, válidas para todos y asentadas en las primeras evidencias del pensar.

Verteremos en el lenguaje las notas significativas, esenciales y determinantes que confieren entidad al objeto, con lo cual estaremos en presencia de una verdadera definición, apta para la comunicación y trascendencia. Deberá ser ella unívoca, es decir, libera­da de toda ambigüedad; propia, por expresar lo que se quiere; precisa, por no decir ni más ni menos de lo que se pretende; y por último, concisa, por no contener palabras, conceptos o fórmulas innecesarios. La defini­ción posibilita la afirmación o negación y constituye insustituible fundamento de la controversia.

 

ARTE Y VIDA

En su radical esencia el arte es una emanación de la vida, un momento vital cristalizado en una forma sensi­ble, un retazo de la existencia, más intenso, más pleno, más auténtico. Es el verdadero yo encontrándose a

sí mismo en una emoción, en una idea, en una inten­ción cargada de sentidos.

Spranger caracteriza al "homo steticus'" como la persona en quien prevalece la actitud lúdico-estética, que realiza un determinado tipo de vida desde una perspectiva peculiar.

Es notorio que el artista no puede dedicarse exclu­sivamente a hacer arte: debe conformar también su conducta a las diversas presiones ambientales dimanan­tes de la comunidad, adoptando hábitos, costumbres y modos de vida de vigencia consuetudinaria que halla en su contorno cultural y social. Pero es por el arte, por su dación a este tipo de actividad, como justifica su inclusión en el espacio social y ostenta su genuina personalidad. De donde el arte viene a ser misión, vocación, justificación; una faceta de la personalidad total, que se desdobla sucesivamente en momentos creadores de alta tensión espiritual.

El arte es compromiso en el sentido de exigir a quien lo cultiva, la movilización unilateral de sus potencias creadoras, que lo comprometen, obligan e impulsan hacia su autorrealización.

Antes de emprender la faena artística el "homo steticus" se halla como en estado de carencia vital, de déficit, dentro de un hueco existencial, experimen­tando una necesidad profunda de proyectarse. Con la creación se restablece el equilibrio vital perdido con oportunidad de la premonición estética, manifesta­da en estados de ansiedad, tensión y angustia. La vida del artista consiste en esta oscilación dialéctica entre carencia y plenitud, generación interna y actividad creadora. De ahí que sea una tarea que no acaba nunca, un circuito no saturado y abierto en permanen­te conmocióne inquietud, porque el acervo de intuiciones estéticas jamás se agota ni mengua la urgen­cia de transferirlas.

El artista se nos presenta como un rebelde radical, un crónico inconformista, un negador de realidades inmediatas aunque se afirme en las verdades esenciales. Desde el ápice de su cosmovisión otea seres y fenómenosal través de su propia perspectiva anímica, sin aceptar al mundo en actitud pasiva, sin incorporarse de lleno a él. Por lo contrario, en alas de su genio se levanta contra esa estructura existencial en un afán metafísico de transformación y sublimación con la herramienta de la fantasía, del ideal y de los impulsos perfeccionistas añejos a la humana condición.

 

ARTE Y VOLUNTAD

Sin adherir a la metafísica voluntarista de Schopen­hauer, Maine de Birán y Wundt, y entrando de lleno en la analítica de la definición propuesta, encontramos que la voluntad es un constitutivo básico en la fenome­nología del arte. Esencialmente el arte es un hacer algo y para algo; ostenta una raíz fáctica y una resultante teleológica. Todo hacer, todo acto, toda movilización del yo implica un querer hacer; este querer hacer, a su vez, necesariamente requiere un impulso de dentro para afuera, es decir, una volición, cuya esencia es elección entre un acto y una abstención, entre un hacer y un no hacer. Ya decía Ortega que la vida humana consiste ontológicamente en una elección constantemente efectuada.

No invalida cuanto venimos expresando a este propósito el hecho de que el artista, en trance de producir, se comporta en cierto modo pasivamente, movido por oscuras fuerzas provenientes de su fondo entrañable que actúan como un demonio interior, estado de ánimo que los preceptistas denominan inspiración. Es cierto que el artista, en posesión de aquello que ha de expresar, siente un escozor compulsi­vo que lo incita a la siembra de los valores germinales que rebullen en su fuero íntimo. Pero también lo es que la compulsión de que venimos hablando, no anula la voluntad en sí misma, sino que, al contrario, la activa en el sentido del acto propio, quedando de todos modos el artista en franquía de oponerse a esta coerción interna. Afirmar que el artista actúa sin voluntad es negar una evidencia: la de la libertad.

Lo que caracteriza el acto voluntario es que el hacer consiguiente no se cumple por el hacer mismo, lo cual denotaría un mero automatismo psicológico, sino que ese hacer se orienta hacia algo y para algo, en definitiva, apunta a una finalidad. En el arte esta finalidad es la recepción por parte de otros, de aquello que se crea. Nadie crea una obra de arte gratuitamente, para sí mismo con exclusión de los demás, a menos de tratarse de las artes de interpreta­ción, en cuyo caso el artista se desdobla en creador y contemplador. Si Robinson hubiese tenido la absoluta certeza de no salir jamás de su isla, no habría podido ejecutar obras de arte porque el incentivo de ésta se halla en la expectativa de una fruición compartida.

En sus radicales supuestos el arte es una metafísica de la esperanza, una actitud finalista o teleológica.

La voluntad normal es conciencia, autopercepción, discernimiento, como lo es también el arte. No hay voluntad sin conciencia como tampoco existe el arte finalmente espontáneo. Hacer arte es lo mismo que darse cuenta de que se lo está haciendo; de otro modo sería juego o cualquier otra cosa. El artista sabe para qué lo es aunque generalmente no sepa por qué.

 

ARTE Y VALOR

Los valores son esencias intemporales que otorgan sentido a la conducta humana. Realizamos actos para entretener la vida; para dignificarla y cumplir nuestro destino dentro de un sistema de normas; para embelle­cer la existencia con la ejecución o contemplación de obras que desinteresadamente nos producen un gozo inefable; para determinar las concordancias entre el ser y el pensar; y, finalmente, para establecer una relación de dependencia con el Ser Supremo, Alfa y Omega de toda realidad.

Estos actos no son producidos al acaso, con ciega espontaneidad, sino que presuponen una finalidad por cumplir, que son los valores. Pueden ser estos vita­les, utilitarios, éticos, lógicos, estéticos y religiosos, los cuales no pueden ser indiferentes a la elaboración de nuestro destino singular.

Los valores confieren sentido y dirección al obrar humano. Su consistencia ontológica se reduce al valer: no son sino valen. Su realización práctica se traduce en otras tantas disciplinas: la Economía, la Ética, la Cien­cia, la Filosofía, la Estética y la Religión, comparti­mientos que contienen en potencia lo que es o puede ser una vida. El valor estético apunta hacia la belleza en todas sus gradaciones, hasta incluir su negación, o sea, lo feo. Si pretendemos ampliar su órbita debe­mos incluir lo expresivo. El arte realiza o cuando menos pretende realizar lo bello o expresivo, a expen­sas de los diversos medios humanos y naturales adecua­dos.

El origen psicológico del arte, según los tratadistas de la materia, se hallaría en dos hechos: la necesidad de evasión y la actitud contemplativa. Evasión que no es tanto como una huida de la existencia sino una tentativa de crear un orbe paralelo con sus vigencias propias y un sentido eminentemente espiritual y desinteresado. La contemplación del mundo en torno dá al artista ocasión de extraer motivaciones e incenti­vos para tentar la noble faena de superar lo real por los caminos de la belleza. Se podría agregar también que el arte se genera en un afán de singularización que hace posible poner de manifiesto nuestras más auténticas vivencias desde el centro espiritual de nuestro ser. Digamos, finalmente, que el arte es un modo de inser­ción en el complejo de la vida.

 

ARTE Y TRANSCENDENCIA

En su aspecto subjetivo, vivencial, el arte es intui­ción; en el externo expresión. Con otras palabras, con­tenido y forma. Un elemento inscripto en la dimensión espiritual del agente y otro de naturaleza sensible. Por más valioso que sea el elemento interno -visto desde el propio creador- mientras no se incorpore al mundo de

y cobre expresividad al través de la forma, no es aúnobra de arte, sino apenas una potencia que busca el acto para cumplir un ciclo ontológico.

El problema con que se enfrenta el artista en la coyuntura de la creación, es hallar los elementos sensibles adecuados en qué verter las resonancias armoniosas que vibran en su interioridad; cómo salir al encuentro de la objetividad. Este salto hacia lo exterior lo realiza el artista por medio de la trascendencia. Esta hará que lo que ha intuido, forjado en el cristol de su laboratorio interior, cobre entidad independiente, saliendo de sí mismo, desprendiéndose du sus adherencias para afirmarse como objeto del mundo de la cultura. La trascendencia es la salida o proyección del ser, la rotura del cerco de la inmanen­cia en un derramarse hacia afuera. O como dice Heidegger: "Es trascendente lo que permanece al tiempo que transpasa". Apunta a este propósito Francisco Romero: "La trascendencia es como un ímpetu que se difunde en todo sentido, que acaso se realiza en largos trayectos de manera seguida y conti­nua, pero sin que esta continuidad constituya para ella la ley'" (Programa para una Filosofía). Este pensador afirma que toda la realidad se halla penetrada de trascendencia, pero de todos modos, es en el ámbito del espíritu donde adquiere mayor intensidad. La cultura misma, como espíritu objetivo que es, se constituye en la máxima manifestación de la tras­cendencia en la esfera de lo humano, porque ella ha surgido del hombre y lo rodea con una tupida malla de presencias.

El arte, como producto cultural, es asimismo, trascendencia. Y expresa el mismo Romero, al establecer las relaciones entre trascendencia y valor:

"El trascender llega a su pureza y perfección en cuanto trascender hacia los valores, en cuanto limpio y veraz reconocimiento y ejecución de lo que debe ser". Quiere ello decir que el fenómeno de la trascendencia adquiere su más egregia altitud al servir de vehículo que conduce a la constelación inmaterial de los valores.

 

 

ARTE Y EMOCIÓN

 

El arte se revela por la emoción que suscita, tanto en el creador como en el contemplador. Viene a ser esto su verdadero fin, la instancia última en que se resuelve la intencionalidad estética. En esta forma la intuición -fenómeno que subyace en el artista antes de su manifestación- se transforma en emoción, reba­sando el círculo de inmanencia en que se origina y orientándose hacia el contemplador.

Los estados afectivos, al cargarse de intensidad anímica, devienen emoción, momento culminante del acaecer psíquico. Se caracteriza la emoción esté­tica por no ser referible a ningún móvil utilitario, por su gratuidad triunfante, libre de preocupaciones e intereses. Es en ese sentido como Kant considera el arte como "una finalidad sin fin", sin implicaciones extra-estéticas. Denominamos "pura" a esta ausencia de motivaciones utilitarias o vitales, como cualifica­ción de la emoción estética. Una pura emoción, entonces, conduce la vivencia estética hacia sus destinatarios, emoción específica, inconfundible con las de diverso signo.

La emoción, o por mejor decir, la "pura" emoción es la nota diferencial que determina el arte verdadero, la obra lograda. Si ella llegare a faltar, estaríamos ante un emprendimiento incompleto, frustráneo, mera acti­vidad lúdica o intelectualista, destituida de un esencial elemento de comunicación. Expresa Camilo Mauclair que "el arte es la pasión", recalcando el momento emocional del hecho estético, y escuelas filosóficas hay que reducen el arte a este componente psíquico, (Lessing). Entre otros, Max Scheler representa el rechazo decidido de toda interpretación intelectualista en la captación de los valores. Para él los valores están "totalmente cerrados para el entendimiento", actitud que juzgamos extrema y unilateral, habida cuenta que en todo arte genuino hay emoción e inteligibilidad.

 

ARTE E IDEA

Digamos también que no existe propiamente emoción sin referencia a una causa determinante, causa necesariamente inteligible, comprensible, signi­ficativa, (aunque no siempre racional) ubicable en el tiempo o en el espacio. Una emoción sin causa vendría a constituir una verdadera anomalía psíquica, un estado de carencia patológica. Puesto el contemplador ante la obra, para que se produzca la fruición estética, la comprensión y aún la comunión, es menester que capte los elementos intencionales de naturaleza intelectual.

Por la significación se llega a la interpretación, al reconocimiento de lo bello y expresivo, lo que a su vez, conduce al estado de satisfacción desinteresada que todo arte promueve. El arte no tiene por finalidad causar estupor, extrañeza, perplejidad, al través de esoterismos intencionados, sino provocar una emoción inteligible, causada, motivada. En todos los casos es posible determinar y aislar estos elementos causales que invitan al trance estético, los cuales requieren de ingredientes intelectuales para ser plenamente comprendidos.

Diremos también que inteligencia y emoción -en ese orden- son dos momentos sucesivos del proceso de receptividad estética. Primero la comprensión y luego el gozo festival con que culmina aquí.

Idea, etimológicamente hablando, vale tanto como visión, contemplación, enfrentamiento del sujeto al objeto. En este caso la contemplación recae sobre la belleza que el sujeto percibe en su experiencia interna, y que muy luego ha de aflorar en la forma sensible. La idea viene a cubrir los signos expresivos con que ha de manifestarse lo bello para que adquiera viabilidad en el mundo de las configuraciones de sentido, inte­grado por los objetos culturales. Ella complementa la vivencia originaría para posibilitar y facilitar la contemplación de su contenido, que siempre ha de ser bello, valioso, expresivo.

En nuestra definición connotamos el concepto dc; ennoblecida, palabra que debemos considerar en acepción prístina, como lo mejor en su tipo, como una categoría valiosa. De modo que, referida a la idea, ella representa un matiz diferencial y estima­tivo que limita la latitud de la emoción. Entonces esta no ha de ser una emoción cualquiera, indiscrimi­nada, genérica, sino cualificada y calificada por lo mejor.

 

EPITOME FINAL

El Arte es voluntad porque consiste en un acto intencional que puede ser inhibido y no realizado; de trascendencia, porque no se perfecciona en un momento íntimo, en la subjetividad del artista, sino que asoma al exterior en una forma sensible, rompiendo la inmanencia del ser; al través de una pura emoción, porque ésta conduce a la plena contemplación e interpretación de lo bello o expre­sivo (pura emoción significa para nosotros una emoción desinteresada: la emoción de lo bello); ennoblecida por la idea, lo cual implica que admiti­mos en el acto estético un elemento intelectual referible a la idea (Hoenecker).


 

EL ARTE DE LA CARICATURA

Creemos nosotros que la caricatura no sólo existe en el arte sino que también en los individuos, en las colectividades, en las cosas y en las situaciones, que pueden servir ocasionalmente de materia al artista para sus creaciones. Se trata de personas, cosas o situaciones caricaturescas, que intrínsecamente nada tienen que ver con el arte de la caricatura propiamente dicha. Porque lo que caracteriza a este arte son tres elementos esenciales: la exageración, la deformación y la simplificación de los rasgos físicos y por esa vía de los correlativos aspectos morales, sociales, psicológicos, etc. Ellos deben asentarse en una neta connotación: ser ridículos, provocar la risa, suscitar un estado de espíritu de hilaridad, a su vez sustentado en una posición de superioridad del con­templador respecto del ente caricaturesco o caricatu­rizable. Los elementos objetivos son los rasgos físicos, psicológicos y morales que escapan a lo corriente, a lo que damos en denominar "lo normal", lo común­mente aceptado como un promedio general en cuanto a aspectos físicos, psicológicos y morales. Como dice un autor: "Hay caras que llevan en sí mis­mas, su propia. caricatura". Ello se puede extender a las cosas y a las situaciones, a las coyunturas y cir­cunstancias. El elemento subjetivo está dado por el hecho de que tales deformaciones y aspectos anties­téticos y aun aberrantes, provoquen o propicien la risa, es decir, que sean ridículos (de ridere: reir).

Esos seres y situaciones que por sí mismos son ridículos constituyen la mejor argamasa del arte de la caricatura; pero también ésta puede intencional­mente llegar a los mismos resultados (la exageración y deformación de los trazos y la obtención del ridícu­lo) por la vía de la habilidad técnica; la intuición esté­tica. Es decir, obtener intencional y voluntariamente aquello que se da espontáneamente en el hombre, la sociedad o en la naturaleza. Y en eso consiste precisa­mente el arte de la caricatura, pues lo anómalo puede ser real o logrado intencionalmente. Pero hay que hacer la resalva de que -como expresa un pensador­"algunas deformidades tiran a lo ridículo por natura­leza, mientras que otras no".

Bergson ha afirmado "lo cómico oscila entre el arte y la vida", y que "la misma Naturaleza es una hábil caricaturista". En efecto, así como existe una Teratología de lo orgánico, que estudia sus anorma­lidades y monstruosidades, creemos que tal vez en forma traslaticia sea pertinente hablar de una Teratología social y espiritual, ya que lo monstruoso y deforme se da con indeseable frecuencia en lo social y en lo anímico. La Naturaleza, adolece de sus propias aberraciones, sus deformidades, sus conformaciones patológicas. Se podría -entonces- afirmar que la Naturaleza ofrece algunas de sus propias criaturas como modelos a la obra intencionada del hombre. Los gigantes, los enanos, los inválidos, los acromegáli­cos, los micro y macrocéfalos, los patizambos, los corcovados y toda la gama de la deformación física, son típicas manifestaciones de lo que podríamos denominar metafóricamente el poder irónico, sarcásti­co o burlesco de la naturaleza, ya que es capaz de producir ciertos especímenes que se alejan del patrón normal a que se conforma el hombre en general. Otro tanto se puede decir en cuanto a la amplia gradación de las afecciones mentales. El primer modelo de la caricatura se halla, pues, en la propia Naturaleza. Y tales infelices se adecuan a las primarias exigencias de la caricatura: la exageración y la deformidad en lo objetivo o visible; y en lo subjetivo lo ridículo o risible (aunque esta tendencia se halle morigerada o contra­balanceada de algún modo por sentimientos de caridad y conmiseración).

También podría sostenerse como la génesis de este arte admirable, el error inadvertido o inconsciente en que podrían haber incurrido ciertos artistas pictóricos o plásticos en la confección de su obra, con el resulta­do de que lo obtenido ofreciera un contenido humo­rístico o mordaz, al través del o de los rasgos mal traza­dos. Esto mismo, hecho ya con un, designio preconce­bido, podría ser el punto de arranque de este tipo de creación tan en boga. La casualidad -como en el caso de la ciencia- es también una gran maestra.

La caricatura rebasa ampliamente, en un sentido general, lo que entendemos hoy por tal, es decir, el dibujo con las características ya anotadas. Se proyecta en las demás artes, señaladamente en la literatura, en la escultura, en la pintura y aun en la música. En la literatura tenemos numerosos ejemplos de caricaturas en Quevedo, Cervantes, López de Vega, Villaviciosa, Valle Inclán, hasta en Miguel Angel Asturias; y toda la pléyade de humoristas y escritores satíricos de todos los tiempos. En cuyas obras se pintan a los personajes, vio como veros(milmente pudieran ser, sino de un modo particular y picante, que hace resaltar ciertas modalidades o aspectos de su figura corporal o de su carácter, de modo a incitar a la risa. a la burla o el desatado humor, explotando las debilidades de tales personajes, sus vicios, sus manías, sus pasiones, sus trazos individuales de inferioridad o extravagancia.

En la escultura, en la pintura y el grabado también tenemos altos y calificados exponentes de la carica­tura; sobre todo en estos últimos. En este sentido, según Francisco Guicciardini, historiador florentino del siglo XVI, Jerónimo Bosch, llamado también "El Bosco" por la posteridad, fue un "notable y asombroso creador de lo fantástico y lo grotesco"; Goya, en 1799, inicia el primero de sus admirables grupos, a los que denominó "Caprichos", y en los cartones para la real fábrica de tapices de Santa Bárbara, donde su genio, su irrefrenable imaginación y su vena humorística, se solazan y expanden en expresiones que son propias de un espíritu juguetón inclinado a la parodia. Por último nos referimos a Honorato Daumier, gran observador de las costumbres populares, descubridor de aspectos y matices ignorados o inadvertidos por los espíritus superficiales. Se lo considera como el más grande dibujante del siglo diez y nueve. Según un crítico se complacía en volcar en sus creaciones, "mordacidad, sátira social, lo grotes­co y extravagante".

Repitamos, pues, que hallamos tres tipos de caricatura: 1) la caricatura extra-artística, cuyos porta­dores son las personas mismas, las cosas o las circuns­tancias; 2) la caricatura inscrutada en las demás artes; y 3) por último la caricatura como género indepen­diente, tal cual hoy la conocemos.

Intentemos acercarnos y adentrarnos un poco más en el concepto y en la ontología de la caricatura, esta vez ya como arte independiente o autónomo. Tome­mos una definición para arrancar hacia nuestro nuevo derrotero. El maestro don Lucio Mendieta y Núñez, en su muy bien lograda SOCIOLOGIA DEL ARTE caracteriza la caricatura como "la exageración de ciertos aspectos físicos y morales de personas determi­nadas, de costumbres y actos, o bien en la pura inten­ción satírica o burlesca". Esta definición se funda en la determinación de los medios y de los fines de este tipo de arte: los medios son la exageración, la deformación, la estilización, la distorsión, la inversión, de ciertos rasgos del modelo. Este modelo, según ha dicho él, serían "personas determinadas", "costumbres" y "actos", o bien la pura intención satírica. Sin embargo, según un consenso más general, la caricatura no precisa reflejar a una persona indeterminada; antes bien pu­diendo ser ésta una individualidad determinada y cons­tituir un tipo social, una categoría humana, un símbo­lo social, cultural o político. Entonces la identidad del modelo carece en verdad de importancia. Puede existir tan solamente en la imaginación del creador. Se carica­turizan también las costumbres con fines críticos o satíricos (Castigat rídendo mores), determinados actos de individuos o grupos humanos, y por último se cari­caturiza en abstracto, al través de la fantasía "en la pura intención satírica o burlesca". Esta definición pasa por alto el hecho de que la caricatura en todos sus sentidos embebe el ridículo, que es una nota espe­cífica en ella. El ridículo o lo feo al servicio del arte -se podría decir- es el pórtico que abre las puertas la caricatura para ser considerada como un objeto estético e ingresar en la constelación de los valores de la axiología, por más que prima facie se nos aparezca corno un anti-valor, al oponerse a lo bello y aún a lo sublime. Esta cuestión nos obliga a efectuar una breve interpolación en nuestro itinerario.

De antiguo se considera que el objeto y el fin del arte son, respectivamente, lo bello y el goce estético; más modernamente se ha incluido lo expresivo, lo significativo o lo representativo como contenido de lo estético. Es evidente, pues, que el quehacer artístico - rio se centra tan solamente en los objetos bellos, sean éstos pertenecientes a la naturaleza o al hombre, sino que también toma como materia o inspiración lo feo y lo ridículo. La relación entre lo feo y lo bello, o entre lo ridículo y lo sublime -como quieren ciertos tratadistas- es la de contrariedad y oposición, tanto se los considere en la esfera objetiva como en la subje­tiva. Ahora bien, lo bello, esté o no incorporado a la obra artística, siempre será bello, ni más ni menos. Un hermoso panorama de la Naturaleza o un rostro humano de notable perfección y simpatía, continúan siéndolo aunque no hayan merecido ser trasladados al lienzo, al mármol o a una página literaria. En cuanto a lo feo y ridículo no ocurre lo mismo; al constituirse en objeto temático de la obra artística lograda y de méritos intrínsecos, sufre una suerte de transfiguración o metamorfosis; y de lo feo o ridículo que era originariamente inserto en la realidad y des­vinculado de la obra, se torna de pronto y por un pro­digio del espíritu creador en un objeto estéticamente valioso. Si bien carece de relevancia estética, en su nuda inmanencia, considerado a sí mismo, en su condición escuetamente presencial, ello no obstante despierta un estado emocional de gracia y de suprema adhesión simpática, plena de un nuevo sentido, otor­gado por la obra de arte. De modo que al través del arte lo ridículo y lo bello funden su oposición en la unidad del goce estético. De consiguiente, lo feo o lo ridículo no son propiamente antivalores, pues lo serían si en todos los casos estuviesen en contraposi­ción de lo bello, lo cual como estamos viendo, no ocurre. Lo ridículo o cómico, aunque se afinque en lo feo, con respecto a lo bello viene a ser un complemento de valor y toda vez que se halle estructurado como objeto estético. En cambio, entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, si se establece una rela­ción negativa de oposición entre valor y antivalor, pues ninguno de ellos puede ser subsumido en sus contrarios como ocurre con lo feo y lo ridículo respec­to de lo bello y lo sublime. Resulta, no obstante, un tanto sorprendente e insólito desde un punto de vista estrictamente lógico, que lo feo o ridículo se constituya en materia o capítulo de la Estética, teniendo presente que el objeto específico de esta disciplina sea lo bello. Lo que pasa es que, como ya se dijo, al integrarse lo feo o ridículo en la obra artís­tica, se opera una verdadera transubstanciación, una reversión y atenuación de sus rasgos ingratos connota­tivos, por la presión formativa y catártica del arte.

De lo que resulta el corolario de que en materia artística no existen criaturas feas; las que lo fueron originariamente dejan de serlo cuando son arropadas con la veste taumatúrgica del verbo, o trasladadas al milagro del mimetismo pictórico, o esculpidas en las proteiforme virtualidad del bloque marmóreo. Piénsese en los personajes grotescos y deformes que se perennizaron en la pintura de Velázquez, Murillo, del Bosco y del mismo Goya, éste, con sus modelos alucinantes de uta submundo fantasioso; de los ambientes sociales sórdicos y repugnantes descritos con fría premeditación y designio experimental y naturalista por Emilio Zola y sus secuaces. El vicio, la enfermedad, los grados ínfimos de la miseria, la degradación moral en todas sus faces, la figura humana disforme y contrahecha, los tonos y timbres musicales ásperos y disonantes; todo estos elementos, al pasar por el tamiz del esfuer­zo creador del verdadero artista, cambian de signo hasta el grado de merecer nuestra apasionada aprobación.

Volvamos de esta digresión por los caminos ya trazados. Y volvamos también a la última parte de la definición preinserta. En ésta se mienta como un elemento psicológico del caricaturista, la "pura intención satírica o burlesca" que puede muy bien quedarse en la mera intención, de no conseguir en­carnar lo substante de la caricatura, su vértebra in­tencional, que es, como ya se dijo y es conocido, provocar el ridículo, en un gesto premeditado cargado de sentido.

La exageración, la deformación, la simplificación y la estilización que informan la técnica del caricatu­rista son específicas. Lo que quiere decir que no toda exageración, deformación, simplificación o estiliza­ción a que se someta un modelo real, imaginario o meramente simbólico, conducen a la caricatura. No es posible extender un recetario o vade-mecum de los modos, procedimientos o técnicas con que e verdadero arista procede, ni enseñarse o improvisarse la capacidad intuitiva que el artista posee para llegar a su objeto, puesto que esto requiere el talento, la capacidad técnica, el ojo avizor que descubre los puntos óptimos del modelo, que deben ser modifica­dos, suprimidos, amplificados o destacados. El cari­caturista tiene "ojo clínico" para captar los objetos, situaciones o personas susceptibles de ser caricaturi­zados con éxito; no todo modelo sirve al propósito, malogrado el talento del artista; ciertas expresiones o rasgos no se prestan en absoluto a desatar la imagina­ción creadora, mientras que otros sí, y en diverso grado e intensidad. En suma, en éste como en todo arte, el artista debe poseer al par que el dominio del oficio, el talento, la experiencia humana y la plena vivencia de lo estético.

El parecido de la caricatura con su original es un tema controvertido. Samuel Ramos explica que lo pe­culiar de la caricatura consiste en "el parecido", pues sólo "vive mientras es relacionada con el objeto que representa". Este es un criterio más social que estético, pues el valor intrínseco de una caricatura poco tiene que ver con su modelo, y a mayor abundamiento, existen infinidad de caricaturas en que ese modelo no existe como una realidad sino como un producto de la imaginación creadora, en cuyo caso no tiene sentido hablar de "parecido". El parecido tiene un valor cir­cunstancial, transitorio, social-mundano.

Lo que confiere carácter y esencia al arte de la cari­catura es el brusco rompimiento con lo que se conside­ra normal y corriente en las personas, cosas o situacio­nes, por medio de un artificio que genera lo ridículo, deforme, exagerado, grotesco, extravagante, mordaz Es a su manera un retrato, pero malicioso e intencionado en el cual el artista se esmera en poner de relievey llamar la atención sobre determinados rasgos físicos o morales del modelo, con el claro designio de provocar la irrisión, la burla, la mengua de la responsalidad del afectado, o fustigar una categoría social, objeto del flechazo del creador. Es una forma de burla, de ironía o de escarnio, dentro de una amplia gradación de matices.

El caricaturista observa a sus víctimas o voluntarios que se ofrecen para ser trasladados a la cartulina, desde un plano superior, ya que la deformación practicada con marcada intencionalidad, es al fin de cuentas, una forma de disminuir al modelo si no en forma franca y abierta, por lo menos en el mero hecho de desencade­nar la risa o esbozar una sonrisa más o menos burlona, en el espectador, en presencia de la nueva personalidad que le adjudica el lápiz o el cincel.

Desde luego que la etimología de la palabra ya nos pone sobre aviso respecto de lo que es este tipo de arte; esta palabra proviene del italiano caricare, que significa cargar o recargar, exagerar. Y eso es propiamente lo que constituye la nota distintiva y diferencial de este arte. La caricatura, según Bosaquent "es un defecto de la armonía". Y le sobra razón, porque lo que impri­me ese sabor especial al ánimo, ese cosquilleo que invi­ta a soltar la carcajada o esbozar una discreta sonrisa de complacencia, es esa ruptura con la armonía, con la regular constitución, articulación y relación de las partes de un objeto o persona.

En la caricatura predominan dos aspectos: la imi­tación y la imaginación; se imita lo que ya existe o se tiene frente a sí, o se imprimen formas a lo que se genera en la facultad fabulatoria del artista, creando personajes y coyunturas diversas, distorsionando la realidad. Todo buen caricaturista es siempre un agudo observador de su dintorno social; es un testigo de su medio y de su tiempo, un testigo calificado por su arte y por su lenguaje oblícuo que no por ello deja de causar impacto en el público. Aristóteles consigna que "el arte es un correctivo de la Naturaleza". A la inver­sa, podemos nosotros afirmar también que el arte pue­de ser, además, un verdadero factor metamórfico, es decir, un agente deformante o transformante como acontece con este arte singular.

Si hemos de rastrear el origen psicológico de la caricatura debemos detenernos ante un hecho muy importante: parece que el hombre, por su propia na­turaleza, se halla inclinado tanto a lo dramático cuanto a lo festivo, como se revela en nuestra vida. Siente cierta proclividad en provocar contra sí mismo, el ridí­culo, es decir, caricaturizándose a parodiándose por propia voluntad y hasta con inocultable satisfacción. Una de las formas que asume esta propensión es la costumbre de disfrazarse, sea durante el Carnaval o en cualquier otra ocasión. El disfraz, llevado a los límites de lo grotesco constituye una verdadera ca­ricatura del disfrazado. Recordamos a este respecto

quehubo un tiempo aquí en esta Asunción, funda­dora y con reminiscencias aldeanas, la costumbre de realizar bailes llamados sugestivamente "de mamarra­chos”, en los cuales cada quien se afanaba en deses­merar su apariencia física con un atuendo ridículo por demás. Por lo demás, en cualquier tertulia en su etapa de plena animación, no es infrecuente que algún chistoso, cambiándose  la ropa o colocándose un aditamento cualquiera, provoque la general hilaridad, incurriendo también en la caricatura de sí mismo.

Otro tanto acontece con el contador de "chistes" que, posesionado de su papel reidero realiza imitacio­nes en el tono de la voz, en los gestos y en las actitudes pie otras personas, con el mismo fin. Pareciera ser que existe alguna ley psicológica por la cual las personas, a fuerza de repetirse a sí mismas en su carácter y temperamento, llegan a fatigarse de esa rutina y de proseguir indefinidamente el cauce pie-establecido por la profesión, situación social, costumbres y hábitos, y llegado el momento propicio, se evaden de sí mismas, de su personalidad socialmente aceptada y conocida, y tratan de convertirse sumariamente "en otro", cam­biando de personalidad, como un acto que tiene algo de aventura o de un juego por el desplazamientos hacia otros horizontes vitales y sociales. Es un momentáneo desequilibrio de la conciencia de sí mismo, que de pronto se ve solicitada por lo desusado, lo extravagan­te, lo inesperado, por todo aquello que contraría el ser normal y corriente de las cosas. Esta válvula de escape acaso tenga alguna importancia en el manteni­miento de la salud mental, pues pudiera equipararse a un procedimiento de higiene mental o de catarsis, como un descanso de la abrumadora presión que ejerce el medio socio-cultural en el carácter, actos y motiva­ciones de individuos y grupos.

 

 

ORIGEN HISTÓRICO Y EVOLUCIÓN DE LA CARICATURA

 

Como dice el maestro Mendieta y Núñez, el origen de la caricatura se remonta a tiempos prehistóricos, siguiendo en esta afirmación a Champleurary en su "Historia de la Caricatura Antigua" (París 1865). Sus manifestaciones primigenias habríanse registrado en grutas y cavernas y sobre huesos de animales. Expresa también que "en el arte griego, ciertas obras escultóricas de Mirón eran verdaderas caricaturas, y que ya aparece como un arte plenamente constituído con la escuela helénica de Alejandría, con las figuras de cerámica que representaban a los personajes popu­lares de la comedia de Menandro". Pero la caricatura propiamente dicha, la que hoy conocemos, aparece a fines del siglo XIII "a influjo de acontecimientos religiosos y políticos y del creciente desarrollo de las artes gráficas". En un principio la caricatura se con­fundía con la escultura, el dibujo y la pintura, ha­biendo evolucionado hacia su completa emancipación.

Lo que ha de apuntarse respecto de la evolución de la caricatura es que, al contrario de otras expresio­nes culturales, se cumplió en el sentido de una crecien­te simplificación de sus expresiones y procedimientos, lo que no ocurre evidentemente con las demás artes, incluso la pintura y la escultura, de las que se halla

tan próxima. Lo que caracteriza a la caricatura en su forma actual es su máxima simplificación, reducida a un mínimo irrebasable. Actualmente, bastan al artista pocos trazos para obtener la figura concebida, sin necesidad de recargar el detalle y sin ocuparse de los rasgos que se consideran irrelevantes para el logro de su empresa artística. Lo curioso o excepcional en este arte es que, aun con su máximo simplismo y economía de líneas y diseños, no da la impresión de algo incompleto o inacabado, como ocurre con la pintura, muchas de cuyas expresiones más egregias adolecen de la falta de un detallismo más minucioso de un acabamiento más perfecto, habida cuenta el modelo o tema desarrollado.

 

LA CARICATURA Y LAS COSTUMBRES

Las costumbres son fijaciones uniformizadas de la conducta social de individuos y grupos, obtenidas al través de la repetición de actos y actitudes cumplidos en la vida de relación y que son juzgados convenientes para la supervivencia, conservación y progreso de las colectividades organizadas. Su resorte psicológico es la imitación, como expresa Gabriel Tarde, y siguen la línea psicológica de la menor resistencia. La sociali­zación del individuo se cumple por medio de esas costumbres cristalizadas, cuya máxima expresión sociológica es la institución, que cuenta con la sanción y aprobación del grupo y supone la existencia de controles sociales eficaces que las hacen cumplir por medio de diversos tipos de presiones jurídicas, morales y aquél, que René Mounier denomina "sanción satírica", que es su grado menor en coerción pero no menos eficiente que las anteriores. Las costumbres son, pues, los modos de ser colectivos a los cuales el individuo debe adaptarse y adoptar para integrarse socialmente, ya que como dice Durkheim, la esencia de lo social es la presión conformadora que ejerce el conjunto societal sobre los individuos que lo inte­gran. Las costumbres son a la sociedad lo que el hábito al individuo, y éste se funda preferentemente en los reflejos condicionados (Pavlov). Toda repetición de experiencias tiende a convertirse en costumbres, en hábitos, en característica personal.

Las buenas costumbres desembocan en la virtud y las malas en el vicio, por lo que se puede decir que las costumbres son el semáforo moral de los pueblos e individuos. Su aptitud de fijar la conducta en un sentido favorable al grupo y conforme a los preceptos morales, jurídicos y de trato social, las hacen impor­tante aliado de la educación, por la vía del buen ejem­plo. Se educan al párvulo y al adulto de manera a crear artificialmente y por la repetición, uniformida­des de conducta útiles y adecuadas a la sociedad, y se complementan con la instrucción, que es la absor­ción de conocimientos, nociones y experiencias respecto de la naturaleza y del hombre. Ya dijimos, y lo repetimos ahora, que la costumbre es un impor­tante vehículo de socialización y esencial constitutivo de la realidad social.

Las sociedades perfectas sólo existen en la imagina­ción de los utopistas y jamás ha sido un hecho históri­co. Porque el hombre es un ente imperfecto; o como decía Pascal "el hombre no es angel ni bestia". Por consiguiente -estamos incursionando en lo evidente­- en la sociedad coexisten y aún conviven los buenos y los malos, las buenas y las malas costumbres. La imperfección de nuestro medio humano da pábulo a la crítica, a la detectación de sus penurias, defectos einjusticias. El hombre es un ser esencialmente crítico; sólo aprueba lo que en su conciencia y criterio encuentra aceptable como patrón de la humana vida de relación.

Toda persona con inquietudes perfeccionistas y alerta conciencia de lo justo, de lo bueno y de lo bello, tiende a ejercitar la crítica de aquello que encuentra vulnerable a su idea del deber ser colectivo, porque está en la naturaleza humana su propensión a modificar su ambiente, sea físico o social, y esta propensión cobra módulos concretos en la actitud crítica y en el obrar consiguiente. El hombre no acepta pasivamente su circunstancia sino con criterio y ánimo razonador, crítico, militante. El disconfor­mismo es el resolte de la historia, que de otra suerte se detendría, como dice Ortega, en un "gesto petre­facto". Expresa Mathew Arnold a su vez que "la más alta especie de poesía es crítica de la vida". Ello mismo puede afirmarse respecto de la caricatura, en el estadio en que actualmente se encuentra por la enorme difusión que alcanza al través de los periódicos, revis­tas y todo tipo de papel impreso en circulación más o menos amplia. Naturalmente que la caricatura que cumple este rol social no es aquella ejecutada a petición de parte para ser colgada en una pared y ser­vir de decoración y motivo de admiración o irrisión de los visitantes; sino aquella impersonal -llamémosla institucionalizada, típica o categorial- que no tiene

modelo personal sino que se traza en función de una idea, un propósito rectificador, con ánimo crítico o polémico, contra las lacras de la sociedad.

Entonces la caricatura trasciende lo meramente gráfico de su contorno material para derramarse en una simbología de amplio espectro que abarca, señalándolos, los defectos y aberraciones de los tiem­pos que corren paralelos al tempo vital del artista. A este respecto el multicitado Mendieta y Núñez enseña que la "caricatura es un arte plástico que generalmente transmite la opinión del artista sobre personas, cuestio­nes, acontecimientos, costumbres, etc.". Al mismo tiempo otro insigne mexicano, don Antonio Caso, expone: "Regularmente el autor de una obra de arte no reflexiona u opina sobre la vida: la refleja, no dog­matiza: canta; no critica: expone. En cambio, el cari­caturista difiere del pintor en un sólo aspecto; pero decisivo, fundamental. No solamente ve, sino que opina sobre lo que mira".

En definitiva, el caricaturista con sensibilidad social es un formidable libelista, con una eficacia a veces mucho mayor que un escritor, pues su mensaje se des­prende al instante, con sólo correr sobre el papel la mirada, en tanto que para leer y comprender un texto escrito hacen falta tiempo y una mayor capacidad de comprensión. De ahí su enorme importancia, sobre todo en estos tiempos de vida agitada en el que todo el mundo es avaro de su tiempo y quiere asimilar las cosas de su contorno personal y social del modo más rápido y con la mayor economía de esfuerzos, condi­ciones éstas que encuentra en la obra caricaturesca. Por privar esta intención crítica, satírica y mordaz, el autor últimamente citado ubica a la caricatura entre las artes '"impuras", ya que son menos los que recurren a la caricatura por un afán puro y desinteresado de hacer arte, de crear belleza por la belleza misma, para satisfacer una interna necesidad de expresión estética, de evasión o de pura y desinteresada elación hacia estados de ánimos propicios a la plenitud del espíritu y a la satisfacción del íntimo escozor que la voluntad creadora del artista experimenta en algún momento de su cotidiano existir.

Esa predisposición del arte de la caricatura por la crítica social, cultural, política y de las costumbres en general, es el factor dinamógeno de su enorme difusión y de la importancia que en la hora presente se le asigna. Porque como dice Fred Prieberg "el arte no prospera en el vacío. Es una declaración sobre la esencia del ser humano, un espejo de su estado". Y termina diciendo que "el arte constituye el testamento de una época". En ese sentido podemos parafrasearlo diciendo que efectivamente, dado el auge presente de la caricatura, ella forma parte integral del "testamento de nuestra época".

Este tipo de caricatura moralizante, crítica, testi­monial o lo que reducido a un término actual sería un aspecto del "arte comprometido", es decir, aquél que desborda el marco estético para difundir una ideología, fustigar los vicios y corruptelas de individuos, grupos e instituciones por medio de la obra de arte, es el que predomina en nuestro tiempo, época eminentemente crítica en sí misma, en que la humanidad pareciera no hallar su centro de equilibrio como protagonista de la historia, y creadora, disfrutadora y por cruel paradoja, padecedora de la cultura que, al objetivarse y devenir civilización y técnica, revierte contra su creador esca­pando a su control y suscitando los graves problemas que enfrenta el hombre en esta hora incierta de su des­tino.

Esta crisis tiene como soporte precisamente la des­orientación y pérdida de un rumbo predeterminado por los valores compartidos por todos los hombres y pueblos, los cuales valores tienden a ser relativizados al ser objeto de confrontaciones, intentos de revisión, o meramente negados por las corrientes materialistas de la filosofía, que reducen al hombre a la condición de un hacedor de la técnica y a su vez un medio técnico para ser sometido a un orden social, político y cultu­ral, que desdeña los intereses del espíritu como por­tador y generador de valores éticos, estéticos y reli­giosos.

De donde nacen las radicales discrepancias que se­paran al mundo en dos bloques antagónicos y contra­dictorios, y dentro de ellos se ramifican infinidad de vías secundarias que sostienen cada cual una cosmovi­sión distinta y discontinua con respecto a las tradicio­nes vigentes, que se consideran periclitadas. En esta crisis moral, social, económica, política y hasta religio­sa, el periodismo va registrando en sus páginas como en una gráfica o una gigantesca computadora, los su­cesos, las inconsecuencias entre los ideales humanos y la flaca realidad que vivimos, las peripecias insignifican­tes o significativas que dan el tono a nuestro tiempo, por lo cual viene a constituir un reflejo, un calco o tra­sunto de esa crisis en que nos debatimos tirios y tro­yanos.

En sus páginas estamos escribiendo el acontecer ,actual que mañana devendrá historia, por lo que se le ha dado en llamar "la historia del presente"", y en esas páginas donde cada pensador, ideólogo, reformador, político o simple espectador impactado por las urgen­cias, paradojas e incongruencias que observa en este mundo que vivimos, también junto al periodista profe­sional u ocasional, está presente el caricaturista. Quien formula su propia filosofía en términos de su peculiar grafía estética ridiculizando personas, instituciones, costumbres e imperfecciones que a cada momento le salen al paso solicitando su atención y el despliegue de su habilidad técnica y del soplo inspirador que provie­ne de su condición de artista, en singular simbiosis. O bien, se reduce a “ilustrar" con una muestra de su in­genio, las ideas ajenas, tornándolas más concretas, tan­gibles y accesibles a la mayoría indocta, como una es­pecie de "lección de cosas'" al lado o por debajo del nivel doctrinario o filosófico del autor de la crítica social.

El caricaturista-periodista requiere facultades de observación poco comunes para captar lo esencial y lo actual que lo circunda y darles formas artísticas para consumo popular, y anda, al igual que el reportero, fo­tógrafos, cronistas, columnistas, editorialistas, en afa­nosa pesca de lo que es "noticia", de lo que ha de des­pertar el interés de todo tipo de lector, cada cual des­de su ángulo de visualización. Todos los que andamos embadurnados con la tinta, el engrudo y la tijera, en las redacciones de los periódicos, sabemos cuan difícil es hallar el tema adecuado al interés común y a nues­tras personales disposiciones intelectuales, emocionales e idiosincrásticas.

A veces nos sobreviene una especie de vacío inte­rior al través del cual miramos las cosas sin verlas y pa­samos de largo ante un hecho que pudiere ser nuestra áncora de salvación. Y entonces recurrimos al infalta­ble lugar común, a los tópicos, a lo manido, resobado y repetido, en una suerte de caída ocasional, de la cual otro momento creador nos levanta para justificar nues­tro "oficio" y nuestra vocación de periodistas.

Ello acontece también con el caricaturista, que a veces se muestra perplejo ante los hechos que dibujan su circunstancia y no puede hallar ese hilo conductor que lo acerque al verdadero tema que se insinúa en el ambiente y que no debe pasar inadvertido para el gran público al que sirve con su arte y maestría. Todo esto, naturalmente, referido al periodista medio y al carica­turista medio, y no al genio o al poderoso talento, a quienes los temas le salen al encuentro en multitudina­ria algarabía, y no tiene otro pro problema que escoger el que mejor le plazca, como el cabure-í que elige su presa de entre una docena de pájaros despavoridos pero que no pueden escapar del magnetismo ejercido por la pequeña ave carnicera.


POESÍA SOCIAL

 

Las artes en general constituyen un fenómeno so­cial al ser condicionadas por factores e ingredientes so­ciales. La sociedad, con su creciente complejidad y como fuente inexhausta de experiencias, ofrece al ar­tista un repertorio prácticamente inagotable de temas, ambientes y sugestiones.

La obra artística es un hecho genéticamente dual; por una parte es creación de una persona, en seguimiento de una vocación de belleza, expresión y pleni­tud; por otra supone la presencia y preexistencia de la sociedad y de una tradición cultural vigente. La socie­dad es continente de la creación artística, sin la cual ésta carecería de sentido teniendo presente que toda obra obedece a un impulso transcendente del artista y que su entidad se completa con la recepción aprobato­ria o negatoria del público, que es una neta categoría social. El artista es la primera voz de un diálogo pro­puesto a sus coetáneos y a la posteridad. El monólogo, por lo contrario, hermetiza e inmanentiza al arte, vale decir, lo amputa de un miembro apodícticamente ne­cesario.

En otra ocasión me he permitido definir el arte como "voluntad de trascendencia al través de una pura emoción ennoblecida por la idea". (Discurso de recepción en la Academia Colombiana de la Lengua). El ar­tista, no solamente pretende que su obra acceda al pú­blico y sea comprendida y aceptada, sino que busca con empecinado afán que ella alcance universalidad, superando la angostura de todo localismo particulari­zante. A este propósito consignaba Remy de Gour­mont: "Todo el esfuerzo del hombre sincero es erigir sus ímpetus personales en leyes universales'". Lo que viene a entroncar con el pensamiento estético de Kant, sintetizado en sus famosas cuatro leyes calológicas. Quien puede conceder universalidad a la obra es la so­ciedad.

Si la poesía se orienta hacia la "crítica de la vida", y si así la consideramos ha de asentarse en la vida co­lectiva, en hechos cuya génesis arranque de una situa­ción injusta o conflictiva. Claro está que el arte no ob­tiene sus temas tan solamente de la sociedad, del hom­bre en general sino que también de la naturaleza, pero vista ésta al través de una vivencia o perspectiva que la humaniza.

Tocante a la poesía podemos decir en un sentido amplio e inespecífico, que toda ella es social; se dirige siempre a la sociedad. Los elementos de que dispone, como son la palabra, las ideas, los símbolos e imáge­nes, son sociales en el sentido de que pueden ser com­prendidos por los miembros de la sociedad y su raíz emerge de un acervo comunitario y específico. De otra suerte la obra poética carecería de virtualidad trascen­dente y de entidad estética. Lo que no es óbice para considerar una obra poética como fruto de la esponta­neidad creadora de un individuo, que al entrar en con­tacto conel público, completa su entidad a la manera de una entelequia aristotélica.

No obstante lo apuntado someramente cabe con­siderar un tipo de poesía que en un sentido más circunscrito se denomina "social". Es aquella que sirve de vehículo a protestas, críticas, alegatos y testimonios contralas injusticias sociales, con especialidad las surgidas en el ámbito económico y jurídico respecto de los desheredados de la fortuna y de los atentados a los derechoshumanos.

Si la poesía -como el arte en general- ha de ser una "impresión que se transforma en expresión", como loentiende Spranger, es lógico que el poeta, frente al impacto que le provocan las tensiones sociales, las in­justicias, la falta de libertad y garantías, la inopia y su séquito de penurias, reaccione promovido por su nu­men creador, con una obra que trasunte su temple de insatisfacción y de rebeldía. Crítica, alegato, denuncia, testimonio, protesta, apóstrofe, son otros tantos cauces por donde pueden discurrir la emoción y los afanes del poeta, señalando rumbos y fines a los responsables de la situación aflictiva.

Es legítimo que el lirida, inmerso en su circunstan­cia histórica, en forma condigna tome posición ante las miserias que se ofrecen a su paso como alerta concien­cia que es, de los destinos humanos. Y esto porque es el artista el espécimen más sensible a las solicitaciones del mundo en torno, abierto a la sugestión del ideal y predispuesto a las radicales rebeldías. "Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno" proclamaba el ínclito Terencio reivindicando la dimensión del hombre como medida del pensar y el obrar. Por humano y solidario con tal condición el poeta no puede -ni debe- perma­necer ajeno a las peripecias del tiempo, a los requeri­mientos de la realidad. Ha de romper el hermetismo de la torre de marfil para integrarse en la activa milicia de la vida, portando su celeste oriflama henchido a todos los vientos. Propiciar que soslaye aquello que su condición de hombre le señala con índice de fuego, sería invitarle a la deserción, a ignorar la problemática esencial que atosiga al hombre, a rehuir su auténtico destino, a mutilar una prominente dimensión de su espíritu.

Si por poesía social, civil o comprometida hemos de entender el fruto de un generoso y hondo idealismo y de la entrañable autenticidad del poeta, y no faena desempeñada a destajo al servicio de intereses de sec­ta o de facción, comprendemos que ese arte es superla­tivamente respetable y que tiene su honda razón de ser.

La poesía es un tipo de lenguaje, de comunicación y de comunión, una respuesta personal y genuina a la presión del ambiente social y natural. Si lo social, o por mejor decir, la cuestión social, por capilaridad se introduce en el recinto espiritual y lo remueve hasta suscitar una emoción creadora, motor de toda activi­dad artística verdadera, impulsión hacia las elevadas cimas de la belleza y la expresión, claro está que el poeta ha sido congruente y fiel a sí mismo, a su com­promiso como hombre de su tiempo.

La poesía social debe afirmarse en la sinceridad de la palabra del aedo; emerger con meridiana espontanei­dad, con tanto calor como se exprime en las profundi­dades anímicas del creador. Lo que importa verdade­ramente es que la obra sea ante todo, poesía, recep­táculo de sentimiento, imaginación, símbolos e ínti­mas latencias.

Sin duda y en un sentido estricto el arte es un acto de voluntad individual y no la sujeción inerte a un mandato exógeno que se padece. Obviamente, a quien no quiere en un momento dado hacer poesía, nadie puede obligarlo, salvo en casos extremos que rebasan la consideración estética y que ingresan en la órbita jurídica y política. Entonces, si no es un acto de com­pulsión externa oriunda de fuerzas físicas o morales irrefragables, el poeta se halla ante su posibilidad crea­tiva en aptittud de llevarla o no adelante, es decir, de decidir.

Ahora bien; podemos preguntarnos si esta volición, esta decisión, esta plena determinación del ánimo, es en sí completamente libre o por lo contrario, ciertas fuerzas, motivaciones, sentimientos o hechos psíqui­cos genéricos preparan, propician, inclinan esa activa propensión que tiene el poeta por expresarse en el con­tinente del verso, y que condicionan el trance creador. Indudablemente que este acto de voluntad, si bien libre en cuanto que carece de una causa externa coactiva, no lo es si consideramos que obedece a una disposición interna que invita y en cierto modo fuerza a que el poe­ta se realice, exprese y manifieste su inquietud interior.

Y esa disposición interna se hace presente cada vez que un tema, asunto o solicitud ingresa en la conciencia del poeta. Evidentemente esta solicitación exterior se ori­gina o puede originarse en el ambiente social, familiar y cultural en que vive el poeta. Nada hay en el mundo del poeta que emerja por generación espontánea; ese mundo está articulado por sus experiencias, su imagi­nación creadora y combinadora, sus preferencias y re­pulsiones, y sobre todo por la actualización permanen­te de todo cuanto existe o ha existido en el mundo ex­terior.

De ese mundo externo, con sus miles de implica­ciones y conexiones, que informa su circunstancia o contexto existencial, el poeta extrae las motivaciones que han de plasmarse en el verso conforme su peculiar visión de ese mundo, y consecuentemente, su vocación personal, que en todo caso ha de fundarse en una pre­ferencia, en una actitud selectiva.

La vocación y la actitud selectiva ante el mundo ejercen un tipo de coacción en el poeta respecto de los temas y del momento creador. En verdad ocurre que el poeta, por así decirlo, va llenando su espíritu de ex­periencias, sentimientos e imágenes que le suscita el tráfico con su ambiente o el ensimismamiento, hasta llegar un momento de plétora, en que estos elementos anímicos pugnan por manifestarse, por rebasar la in­manencia del ser, por cobrar forma sensible e inteligi­ble y salir al encuentro de la comprensión ajena. Esta carga anímica que busca explicitarse actúa como una presión interna que si bien no obliga propiamente, sí induce, allana e invita al acto de creación. Se trata, pues, de un tipo especial de coerción, en cierto modo semejante al que ejercen la norma moral y jurídica y los valores. En todo caso el artista deberá contar velis nolis con el mundo que lo rodea.

Las ideas morales y religiosas, el sentimiento inve­terado de la justicia, la contemplación y el conoci­miento cierto de las situaciones que padecen grandes sectores de la población en lo que atañe a crónicas pe­nurias económicas y a tratamiento injusto por parte de grupos económicos poderosos y del poder público, crean en la mente y en el espíritu del poeta -que al fin es miembro de la sociedad y hombre de su tiempo ­un convencimiento profundo de la necesidad de acudir en ayuda de esa gente, aunque más no fuera con la afirmación de solidaridad, el testimonio y la apelación a los correctivos necesarios para rectificar tal estado de cosas.

No todos los poetas, indudablemente, tienen la misma porosidad sensitiva en materia social, el mismo espíritu de justicia ni el mismo temperamento para salir a la liza en defensa de su verdad. Muchos se escu­dan en su condición de tales para soslayar cómodamen­te los aspectos ingratos y deplorables de la sociedad y de la condición humana, abroquelándose en su viven­cia estética y en la gratificación que la actividad crea­dora les produce. Otros, sí, se sienten poderosamente atraídos por la cuestión social, desde una humanidad pródiga y generosa, hasta el punto de que verdadera­mente viven esos problemas, que se incorporan a su sustancia espiritual por transferencia simpática. Es decir compadecen a los sufrientes y desvalidos y a los que soportan un tratamiento socialmente injusto. No pue­den eludir tratar tales temas porque éstos están inser­tos en su propio ámbito espiritual; es más, son parte de sí mismos, refracción de su vida interior.

La poesía que así crean es auténtica poesía social porque social es su inspiración, su fuente temática y la convicción de que dimanan. Es o debe ser ajena a toda doctrina o postura política porque obedece a una radi­cal actitud humanística, ética y justiciera y se halla más allá de particularismos de secta o facción. El ideal por un mundo mejor es el resorte intencional de tales productos del ingenio, y el poeta un genuino militante de ese ideal.

El verdadero poeta social -no el filisteo y el opor­tunista- no supedita lo estético al servicio de lo reivin­dicatorio social. Por lo contrario, lo social no es un ob­jeto exclusivo en él sino ocasión para producirse en su más plenaria latitud. Está él saturado de presencias so­ciales y morales que dejan escaso margen para que otro tipo de solicitación hegemonice su estro creador. Casi siempre el gran poeta social es de una sola cuerda, poco versátil, encendido en la pura flama de un ideal ecu­ménico.


EL SIGNO DE NUESTRO TIEMPO: LA INCOMUNICACIÓN

La comunicación es una necesidad ineludible de la condición humana. Al mentar este hecho nos referi­mos implícitamente a una comunicación total, sincera, como actitud de amplia abertura hacia el mundo exter­no, que busca la comprensión de los demás hombres en función relacionar.

Hablar, escribir, realizar gestos y ademanes inten­cionales, es la manera más simple y directa de transmi­tir estados espirituales. La máxima virtualidad que al­canzan estos medios expresivos reside en su inteligibi­lidad, es decir, su aptitud de reflejar cumplidamente cuanto se quiere, piense o siente. Al adelantar en nues­tras reflexiones caemos en la cuenta de que el arte no es otra cosa que prolongación o extensión del lenguaje común, originado también como éste, en una profunda necesidad específica que al rebasar los límites fijados por la naturaleza circunscripta del lenguaje común, ori­ginado también como ésta, en una profunda necesidad específica que al rebasar los límites fijados por la na­turaleza circunscripta del lenguaje, viene a conformar una manera propia con que el sujeto enfrenta a su mundo o circunstancia. El arte es, en esencia, comuni­cación, expresión, manifestación plenaria de urgencias interiores que por su propia necesidad tienden a aflorar hacia lo exterior al través de la forma y un elemen­to sensible.

El lenguaje hablado, escrito o mímico, tiene una función utilitaria, inserta en la economía vital y espi­ritual; cumple objetivos sociales y culturales orienta­dos hacia la conservación y perfeccionamiento de la es­pecie. Cuando este medio de expresión y comunicación se emancipa o va más allá de su función utilitaria para transvasar contenidos y solicitaciones oriundos de una capa más profunda y entrañable de la espiritualidad, deviene obra artística, fenómeno estético.

Con esto no se agota el afán expresivo y trascen­dente del hombre; otras vertientes de las honduras de su intimidad pugnan, a su vez, por cobrar dimensión objetiva. Emergen así la escultura, la pintura, la músi­ca, la arquitectura y las artes menores.

Hallar la raíz psicológica y metafísica del impulso de trascendencia que singulariza al hombre y que con­lleva el fenómeno estético, es tema acuciante que han abordado con autoridad pensadores y estetas de todos los tiempos, sin que se haya arribado, empero, a con­clusiones coincidentes y definitivas. Pero el hecho está ahí, y esa propensión es cierta.

Al analizar el hecho estético al través de la expe­riencia histórica e inmediata, comprobamos con carac­teres de una intuición evidente que el artista, al reali­zarse en su obra, da por supuesto la comprensión de aquellos a quienes va dirigida. Estos se hallan capacitadospara recibir en la obra el elemento estético que la constituye en objeto artístico: la belleza, al convertirse un referencia sobre la cual aplicar la receptividad. So­lamente quienes carecen de esa aptitud receptiva, o sea lo que se ha dado en llamar "el buen gusto", la capacidad de percibir la belleza en la naturaleza o en el arte, es decir, los que padecen una amputación de esa noble facultad del alma, permanecen indemnes a lo que podríamos denominar "contagio estético", que los psicólogos denominan "introafección sentimental", empatía, con naturalidad (Maritain), estado del ánimo que anega al ser en contacto con la obra artística.

La participación (metaxis) y la simpatía unifica­dora de parte del percipiente, vienen a completar la ecuación estética creador - receptor- a modo de puente de conexión y hasta de comunidad entre los términos de la relación así establecida.

En la génesis del hecho artístico cuenta de manera determinante la comprensión ajena, porque el arte es por principio y esencia, relación, o mejor, correlación. La obra existe para ser comprendida, estimada, inter­pretada. Sin lo cual carece, en puridad, de existencia estética. Una obra literaria, pictórica o musical total­mente incomprensible, carece de entidad en la conste­lación de los valores, pues toda valoración implica una actitud judicativa, la cual a su vez se asienta en la per­cepción de un valor o antivalor. Si la obra no es enten­dida o comprendida mal podría ejercitarse esa función estimativa y atributiva.

En este caso el esfuerzo creador resulta estéril, frustráneo, írrito. Porque el arte cobra plenitud ontológica al constituirse en diálogo, en una proyección vivencial hacia un contorno humano, en un salirse al encuentro de otras sensibilidades.

El hombre es un animal social; si viviese aislado no se registrarían en su personal experiencia fenómenos propiamente humanos. El arte, por ser constitutiva­mente humano, es social, relacional, coincidencial.

Como ser prospectivo y teleológico, el hombre proyecta su vida hacia el futuro y concibe finalidades que dan sentido y orientan su vocación personal. El principio lógico y ontológico de la razón suficiente ejerce sobre su conducta poderosa acción conformante y determinista. Hasta el juego, ese "lujo vital", tiene su razón de ser, su interna motivación. Por lo mismo, el quehacer artístico no podemos reducir a algo entera­mente gratuito, exento de objetivos y finalidades, ins­cripto en una peculiar inmanencia.

Por otra parte advertimos, con la psicología pro­funda, que hasta los hechos al parecer más nimios e in­significantes, son reveladores de ocultas realidades que yacen en el subconsciente y en el inconsciente con su radical razón de ser.

Una vez establecida la correlación entre el acto creador, los fines a que se endereza, y la necesidad de que ese acto y su producto se proyecten hacia un des­tinatario, podremos avanzar en nuestra intención. Con­cluyamos por interrogarnos acerca de la finalidad que persigue el homo steticus en su condición de tal. Y se nos ocurre que la respuesta no puede ser otra de que con ello se pretende crear la belleza en lo objetivo y suscitar un estado espiritual de goce estético, en lo sub­jetivo. Al menos es ese el sentido tradicional que se le atribuye. Por lo demás, no creemos pertinente sentar juicio sobre las innúmeras definiciones que han tratado de acotar conceptualmente lo que es la belleza, pues todos la intuimos con mayor o menor claridad.

La fenomenología de la percepción de lo bello nos pone al descubierto que está aquí en inescindible rela­ción con dos hechos psicológicos fundamentales: la sensibilidad, expresada como emoción o placer, y la causa de ese estado anímico, o sea, la contemplación de la obra y su ulterior comprensión. Esta, a su vez, su­pone la interpretación de los signos o símbolos con los cuales la obra cobra presencia estética. El acto recepti­vo no consiste en una pura emoción no afirmada pre­viamente en la comprensión; tampoco un mero fenó­meno de intelección.

Consiste la comprensión de una obra en hallar su sentido subyacente o manifiesto, en conocer aquello de que se trata proyectando sobre él los módulos uni­versales de la razón humana, en captar las motivacio­nes objetivas y subjetivas del creador. Y este esclareci­miento de índole intelectual abre las compuertas del espíritu a las fluencias emocionales o sensitivas con­gruentes.

Es la totalidad del hombre la que se impregna de la obra y reacciona ante el impacto estético. Una obra de arte no es, ni para el creador ni para quien la recibe, un acto de mera inteligibilidad o sensibilidad; se funda en toda la gama de la espiritualidad humana, más allá de lo sensorial, que en todo caso sería apenas un aspec­to inferior de la receptividad, como apunta Mario Pilo al establecer los grados de la belleza. Esto nos está in­dicando que una obra que solamente promueva nues­tra reacción sensoria no es verdadera obra de arte.

Es a esto lo que Ortega llamó un arte que se mira pero que no se ve, que se toca, pero que no se siente. Y es ésta acaso la gran tragedia del arte contemporá­neo, un arte que nace para morir, gen letal como dirían los psicoliguistas, donde por primera vez no se cumple la grande y perpetua aspiración del arte, que para Ro­land Barthes, ha sido siempre perpetuar una forma sin herencia.

El interrogante que se abre es saber hasta qué pun­to el arte hermético es arte auténtico, anti-arte, o una nueva categoría que pretende hallar legítima ubicación en el vasto dominio de la cultura. El tiempo lo dirá a su manera.


EL HOMBRE: SER ACUMULATIVO

La idea del hombre nos ofrece dos maneras de aproximación a ese objeto que es a su vez sujeto de la relación cognoscitiva: por una parte la definición, y por la otra la enumeración taxativa o enumerativa de sus notas cualificantes, cuya integración ha de brindar­nos una imagen veraz de lo que implica la esencia (so­sein) y existencia (dasein) propiamente humanas, Fue­ra del problema teológico, estrato superior de toda Me­tafísica auténtica, el de la determinación ontológica del ser humano se nos presenta como el más arduo en lo que tiene de complicado y difícil, y en razón del pe­culiar modo de estar el hombre incluido en el mundo como portador de tres instancias gradativas e irreduc­tibles: vida, psiquismo y espíritu (Max Sheler), y por ser al mismo tiempo "el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía" (Unamuno).

Este ensayo se endereza a poner de manifiesto uno de los rasgos que tipifican y otorgan entidad a lo que se ha dado en llamar la "naturaleza humana", o, como lo expresan los escritores de la "Revista de Occidente", su "consistencia": el hombre como ser acumulativo.

Adelantamos desde ya, que, al destacar, o poner entre paréntesis (epojé) la acumulatividad como di­mensión esencial de lo humano, no estamos compartiendo la doctrina de la atomicidad de las funciones y contenidos del psiquismo y de la personalidad (asocia­cionismo). Se trata más bien de poner de resalto que dichos ingredientes del todo humano concurren a la integración de una "estructura", como partes de una unidad indivisible y funcional, que no se agota en una suma sino que se revela como una entidad a la vez or­gánica, anímica y espiritual.

Toda definición, como apunta Alejandro Korn, pretende reflejar una igualdad entre ella y lo definido. Pero, al patentizar lo "esencial" del objeto, esto es, aquello que hace que sea lo que es, deja fuera del ám­bito de la mención intelectual, los demás aspectos o notas que contribuyen también a delimitar -cada una desde su centro focal significativo- dentro de la totali­dad existencial, al objeto definido. De ahí que el se­gundo procedimiento mencionado más arriba, el enu­merativo, venga a ser complemento valedero de la mera y escueta definición, y por ahí resulte útil para enri­quecer conceptos, disipar equívocos y superar insufi­ciencias.

Cuando nos atenemos al procedimiento lógico de definir una cosa por el género próximo y la diferencia específica, aquél funciona perfectamente dentro del mundo material y orgánico, pero resulta insuficiente y hasta ambigüo al pretender con él abarcar el ser del hombre. Nadie podría desconocer la eficiencia lógica y gnoseológica de la clásica definición que hace del hombre un "animal racional", toda vez que se parta del supuesto de que esa nota específica de racionalidad sea la única, y además, inobjetable y con general asen­so en la Filosofía.

El caso es que si bien ninguna corriente del pensa­miento especulativo niega al hombre su esfera de ra­cionalidad, no todas -y sobre todo en los últimos tiempos con el auge de las posturas vitalistas, escépticas como el positivismo en general, e irracionalistas- le ;atribuyen el carácter de nota específica, definitoria, diferencial y exclusiva, al admitir que también se dan otros atributos como el sentimiento, la voluntad y el instinto o fuerza vital, en los que también puede fun­darse válidamente la especificidad humana.

Porque si bien se mira, el hombre aún cuando sea racional, no lo es en todos los casos ni con caracteres de radicalidad; junto a lo racional, instrumento de ob­jetividad y universalidad, se manifiesta lo irracional, instintivo, emocional y volitivo, cuyo rango ontológi­co defienden con denuedo ciertas doctrinas para con­traponerlos a la ratio, y alcanzar de esa guisa, una ima­gen diferente del ente humano. Por ello consideramos útil esta indagación ontológica, siquiera sea con mero valor indicativo.

Es el hombre un ser poliédrico por antonomasia, cada una de cuyas facetas se asienta y afirma en diver­sos aspectos de una misma realidad: la persona inserta en el tiempo y en el espacio, con su íntima vocación, su dinamismo trascendente y su dependencia terrena y escatológica. Un ser concreto, histórico y finito. Dis­curre su existencia -ámbito del proceso de su realiza­ción, que a su vez supone un tránsito desde un ser vir­tual hasta un ser actual- en dos planos ontológicos: lo real y lo ideal. El uno es el imperio de lo que es y como es, el mundo como horizonte vital y dentro de él la creatura humana como se nos muestra en su presencia práctica y concreta; argamasa de la Historia y creado­ra de la Cultura, objeto de las ciencias positivas; el otro encarna el orden de lo perfecto o relativamente perfecto as( como lo deseable, emanación o correlato del eidos platónico, una estructura elaborada por la pura razón, y por lo mismo, cada uno de cuyos elemen­tos o eslabones ostenta su razón de ser, donde lo desti­tuido de razón no tiene ubicación y en todo caso en­traña una mengua del ser. En suma, un orden más o menos perfecto fundado en la idea en oposición a lo imperfecto, contingente y limitado que otorga fisono­mía al hombre y sus obras.

De que sea posible la absoluta coincidencia de estos dos órdenes es cuestión que rebasa notoriamente la capacidad profética de la inteligencia, y aunque dicha perfecta adecuación se produjere en algún tiempo y lugar, surgirían otros arquetipos a la manera de un ho­rizonte huidizo con lo cual se mantendría indefinida­mente esta irreductible dicotomía ontológica. Tal es la propensión humana.

El contacto entre estos dos mundos, que supone mudanza, cambio y desplazamiento, es posible gracias a la innata vocación humana hacia el perfeccionamien­to propio e igualmente del contorno físico y social. Ese tránsito intérmino, del ser al deber ser, de lo potencial a lo actual, de lo menos a lo más perfecto sirve de patrón para medir el progreso y cotejar épocas, hom­bres e instituciones.

Abarcar la compleja urdimbre de lo humano, su dimensión total, es tarea que exige múltiples enfoques, cautelosos atisbos, conceptuaciones provenientes de diversos campos del saber. Y aún procediendo con limito, resulta sobremanera difícil obtener una repre­sentación mental omnicomprensiva. Cada época, con su correspondiente cosmovisión, con su propia cons­telación y jerarquía de valores y sus preocupaciones y prejuicios arraigados, ha solido registrar con énfa­sis afirmativo tan sólo ciertos aspectos de lo huma­no en desmedro de otros, fenómeno que debemos atribuir -en algunos casos- a incompetencia de los instrumentos cognoscitivos, y -en otros- al delibe­rado propósito de destacar algunos rasgos a objeto de tornarlos en soporte dialéctico de doctrinas, teo­rías y dogmas.

El racionalismo gnosealógico y metafísico afir­ma la constitución racional del Universo y del Hom­bre: es en la razón donde hay que indagar la fuente de toda verdad, el fundamento de toda realidad. El saber metafísico es necesariamente de carácter ra­cional malgrado los intentos de la metafísica induc­tiva (Wundt). Deja así el -racionalismo fuera de la órbita del objeto metafísico otras dimensiones de lo humano así como diversas fuerzas actuantes que también contribuyen a dotar la realidad. No niega propiamente la existencia de estructuras infrarracio­nales sino que las engloba en una unidad sin rango metafísico.

El filósofo, puesto a elaborar su sistema, no siem­pre se muestra fidedigno con la realidad que enfren­ta; en veces sucumbe a la muy humana tentación de forzarla para adecuarla a los moldes preestable­cidos de sus principios cardinales y así salvar la uni­dad sistemática en que se halla empeñado.

Frente a la doctrina a que nos hemos estado refirien­do se alzan las variadas corrientes irracionalistas, existen­cialistas, realistas, voluntaristas, que prestan su colorido al pensamiento contemporáneo. Según las que prevalece en el hombre su fondo elemental, con el primado de oscuras e incoercibles fuerzas de su naturaleza, psicoló­gicas y orgánicas, al través de las cuales manifiesta su esencia y toma posición ante el universo físico y cultu­ral. Es evidente que para este tipo de concepción antro­pológica no ha de valer, en su amplitud e implicaciones, la clásica definición a que nos hemos referido, sin que ello suponga, como ya se apuntó, que tales doctrinas nieguen la vigencia de la razón. Simplemente no le otor­gan el carácter de predominio exclusivo con que se nos presenta en las posiciones racionalistas, a partir de Des­cartes, para quien el hombres es "una cosa que piensa".

Las ciencias particulares del hombre contribuyen también por su parte a mutilar la idea total que lo ex­prese a cabalidad. Ellas, aún cuando su materia sea idéntica, como objeto formal enfocan al hombre desde diversas perspectivas o planos inteligibles, parcelando así aquella unidad viviente y unitaria. Al cercenar al hombre total surgen entes abstractos que sólo sirven para las conclusiones de determinada ciencia, y que a veces son francamente incompatibles entre sí. Valga como ejemplo de las ostensibles discrepancias que se ofrecen en estas abstracciones, la que hallamos entre el "homo credulus", el hombre en su condición de portador de la fe en lo, sobrenatural y en las instancias divinas que gobiernan al mundo y le fijan su destino trascendente, cuya conducta es gobernada por los valo­res coincidentes con su actitud radical; y el "homo economicus", cuyas motivaciones debemos buscarlas en el principio utilitario hedonista del máximo provecho con el mínimo de esfuerzo. Estos entes abstractos con clon; se pretende sustituir al hombre concreto, histórico y vigente, no vienen a ser otra cosa que otros tantos rótulos, símbolos y categorías mentales que designan aspectos parciales y funcionales de un mismo ser. No realidades en sí mismas. Un recurso metodológico, en suma.

Arbitrario y anticientífico sería tomar la parte por cal todo, y tratar de acuñar una definición tomando como nota diferencial cualquiera de las abstracciones cualificativas con que se ha pretendido suplantar la verdadera entidad humana. En cambio, la noción re­sultante de la adición y articulación de estos aspectos fragmentarios sería indudablemente más rica para ofrecer una réplica mental de lo que el hombre es.

Ortega y Gasset ha obtenido una excelente y clara visión del relieve ontológico de la vida humana. Esta no se reduce, en su concepto, a la existencia biológica sino a su versión biográfica, no individual sino personal. La vida de cada cual desde su propia perspectiva y función. Serían sus notas capitales: la conciencia de sí misma, el darse cuenta de lo que acontece en su propia órbita; integración entre un sujeto y un mundo de obje­tos en inescindible compresencia y correlación (decía: "Yo soy yo y mi circunstancia"; un hacerse a sí misma; libertad de elección entre posibilidades abiertas; el quehacer humano responde a motivos y se encamina hacia fines; la vida implica una sucesión ininterrumpida de estimaciones y opciones; la vida viene a ser la realidad fundamental y radical, el verdadero objeto metafísico en que se dan las demás realidades, con lo que pretende superar el maestro español la milenaria oposición entre idealismo y realismo, entre sujeto y objeto.

Por nuestra parte hemos querido señalar un nuevo ingrediente en la caracterización de lo esencial humano, tan certeramente estudiado por el filósofo últimamente mencionado. Nuestras observaciones y reflexiones nos han conducido hasta la idea de acumulatividad como función específica y esencialmente humana.

Se descubre esa nota al encarar la estructura y fun­ción que enmarcan la condición humana: el vivir, el convivir y la forja de la personalidad. El ser del hombre es un contínuo hacerse, y este hacerse consiste en la acumulación de bienes morales, intelectuales, afectivos y materiales.

La máxima categoría humana es la eticidad; el ingreso en ésta presupone el "descubrimiento" del mundo moral, estructura normativa que apunta hacia la realización del Bien. Pero la eticidad no se incorpora a la persona con la mera intuición de sus valores sino con praxis". Y la conciencia de sentirse inmerso en un orbe de carácter moral conlleva un acrecimiento de la personalidad, una profunda modificación de las actitudes y conductas por la adición de un nuevo ingrediente que enriquece el ámbito espiritual.

El hombre es el ser más desvalido de la creación; su fuerza y resistencia físicas son notoriamente impro­pias para su pervivencia. Pero su inteligencia diferencia­ da viene a ser un verdadero órgano de compensación que le ayuda a superar su nativa debilidad para vivir y convivir, y al propio tiempo mejorar sus condiciones de existencia. La adaptación y ajuste del individuo a su medio natural y social es resultado de la inteligencia. Ensu valor funcional ella es la facultad habilitada para solucionar las situaciones nuevas por las que atraviesa el hombre en su peripecia vital. En los primeros tramos de la existencia ella se nos presenta con muy escasos contenidos, con una realidad más virtual que actual. Con las noticias, nociones y conocimientos que va adquiriendo respecto de su mundo circundante y de su propio yo, se va perfeccionando para cumplir su función específica. Hallamos en ella un ingrediente valioso e insustituible, sin el cual sería el hombre incapaz de cumplir la función de conservación y perfeccionamiento que le atañe.

En todas las operaciones del entendimiento halla­mos la memoria, ausente la cual los mecanismos menta­les por los que se realiza la función de juzgar, entender, discriminar y determinar la intención, quedarían prácti­camente nulificados. Pensar es relacionar; la actividad mental que se posa en un sólo objeto presente en su dispositivo anímico, con prescindencia de los demás, no es pensamiento sino idea, noción, noticia. Y rela­cionar significa justamente conectar ideas, lo que sólo puede verificarse cuando la mente tiene a su disposición dichas ideas, es decir, al alcance de la intelección. Estas deben ser acumuladas y conservadas, y dicha función corresponde a la memoria.

Otro tanto acontece con los fenómenos del racio­cinio, inducción e inferencia, combinaciones que exigen la preexistencia de juicios para ser manejados conforme las normas de la lógica.

La adaptación al medio físico y social se produce por una serie de tanteos, repeticiones, rectificaciones y evitaciones. Ello induce al hombre a modificarse a sí mismo en todo aquello que resulte incompatible con las características del medio, en la medida que lo permi­tan los factores genotípicos. La adaptación, a su vez, supone la experiencia, que en puridad no es otra cosa que una acumulación de hechos presentes en la memoria e interpretados por la inteligencia. Ferrater Mora define la experiencia como "el hecho y el resultado de sentir, de experimentar, de sufrir o recibir alguna cosa que me incorpora al conjunto de experiencias anteriores". Noso­tros propondríamos en vez de la expresión "experiencias anteriores", vivencias anteriores. En definitiva, experien­cia es acumulación e interpretación, dentro de la econo­mía humana, de hechos presentes en la memoria.

La experiencia se manifiesta como elección de medios y como perfeccionamiento de los procedimien­tos con que se pretende alcanzar ciertos resultados vital o espiritualmente valiosos para el individuo. Quien no haya acumulado experiencias no podrá obviamente, adaptarse a los factores mesológicos porque, aún cuando se haya enfrentado infinidad de veces con los mismos hechos o situaciones, en cada ocasión éstos le serán en­teramente nuevos, extraños, ajenos a su intuición. Por la memoria los hechos enfrentados o las situaciones por las que se ha pasado, se tornan experiencias.

El hombre es un verdadero acumulador de tiempo; la vida humana se extiende sobre el cordaje del tiempo, que es una de sus coordenadas, canalículo dentro del cual se van produciendo acontecimientos, ocurrencias y peripecias. Este tempo interior, subjetivo y personal, no es el mismo que el matemático, homogéneo y regu­lar, que tiene una vigencia objetiva; comienza aquél a computarse desde el momento en que en el hombre despunta la conciencia y aparece la memoria, y termina aun el fenecimiento del yo, que puede ocurrir sin que sincrónicamente se extinga la vida porque el tiempo interior es conciencia. Más aún, se puede decir que ella (la vida) lo segrega como un fluido sutil e inmaterial. La vida es temporalidad; su duración es conjunción y acumulación del tiempo matemático y el tiempo perso­nal, íntimo e incanjeable. La vida es yuxtaposición de actividades físicas y espirituales, que se promueven en el tiempo, experiencia y memoria son tiempo cristalizado.

Al considerar al hombre en sus obras, en las objetiva­ciones intencionales que manifiestan su esencia espiri­tual, o sea, en la Cultura, vemos que ésta también consis­te en acumulación de obras, normas y principios, con los cuales el hombre va cumpliendo su periplo. El hom­bre viene a ser tal en consideración a que es capaz de proyectarse objetivamente en su pensamiento, emocio­nes y apetencias, de explicitar su propia espiritualidad. Toda objetivación humana es cultura; todo lo que lleva en sí un signo de intencionalidad de signo oxiológico.

En un sentido sociológico se entiende por Cultura la "herencia social", vasto patrimonio que se va trans­firiendo de generación en generación, y con la cual el individuo se enfrenta al tomar conciencia de su yo y de su contorno social, conjunto que debe asimilar para su propio ajuste social y su definición personal. La cultura no es otra cosa que acumulación y cristalización de esta­dos de espíritu individuales y colectivos, o como enseña Recasens Siches "vida humana objetivada".

El contacto y disfrute de esa "herencia social", por parte del individuo, no son, en modo alguno, gratuitos; se requiere poseer los instrumentos espirituales adecua­dos y afinados para una faena que nunca se acaba. En todo caso, la fugacidad de la vida establece la radical imposibilidad de apoderarse de todo ese multiforme caudal que viene del pasado y se orienta hacia lo porve­nir. Nadie es capaz de abarcar todo el saber acumulado por la Humanidad en su tránsito de siglos; de modo que cada cual acota de ese vasto material todo aquello que más en consonancia esté con su vocación e intereses, produciéndose en esa forma el fenómeno de la especiali­zación, característico de los nuevos tiempos. ¿Y cuál es el vehículo capaz de introducirnos en ese mundo cristali­zado de presencias? Pues el hombre mismo, con sus capacidades en potencia, que deben actualizarse como proceso educativo. Este proceso arranca de los conoci­mientos y noticias más elementales y simples acerca del hombre, la naturaleza y cuanto se constituye en objeto de la actividad inteligente, para ir elevándose hasta las nociones más complejas y difíciles. Este proceso se nutre de la recopilación de datos, hechos, conocimientos y noticias sobre el vasto material de lo existente.

El medio propiamente humano es la sociedad; el medio natural lo comparte con los animales y vegetales. La sociedad es la coexistencia humana organizada para el cumplimiento de sus fines. Y decimos organizada porque la ciencia actual se pronuncia categóricamente contra el mito del "estado de naturaleza" o presocieta­rio, tan caro a los pensadores de inspiración romántica. La sociedad es acumulación de hombres, de funciones, de normas, y finalidades. Aquí volvemos a hallar como constante de humanidad el hecho de la acumulación.

El hombre es un animal político según reza la clási­ca nominación aristotélica; en él hallamos una irresisti­ble inclinación hacia la vida en común con sus semejan­tes. Esta se halla in nucé en cada individuo. Un mismo impulso de solidaridad o de autodefensa ha debido ser el fundamento y causa eficiente del hecho social y de la aparición histórica de los grupos humanos.

Acumulando y organizando las fuerzas de individuos inermes, librados a su propia espontaneidad y a la hosti­lidad del ambiente, debió de tejerse la urdimbre de los grupos primigenios, que, tras sucesivas modificaciones estructurales y funcionales, llegarían a constituir la for­midable y complicada textura de la sociedad actual.

El hombre adquiere plenitud en el uso y goce de sus atributos específicos de orden espiritual y material al través de la sociedad, la cual le brinda los elementos que por su disposición y organización están a su alcance para promover su conservación y su perfeccionamien­to. Tiene así acceso a los bienes culturales y económi­cos, que están ahí precisamente por haber sido creados por las sucesivas generaciones en un esfuerzo constante y laborioso. La previsión humana se despliega en la provisión de bienes de valor económico para entretener la vida orgánica. En un sentido más elevado y noble, acumula experiencia y saber para proseguir sin tregua el lento proceso de la humanización del hombre por el espíritu en sus valores más eminentes.


DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA

El punto gordiano de la cuestión que estamos plan­teando, es el proceso que anticipa, condiciona y actuali­za la creación en el artista. El arte es la proyección de contenidos espirituales: ideas, emociones, juicios de valor y existenciales, anhelos, ensueños, que el artista objetiva directa o indirectamente.

Comúnmente se considera que el acto creacional se halla condicionado por lo que damos en llamar "inspira­ción", una especie de trance espiritual en que todas las facultades anímicas cobran máxima intensidad y faci­litan al par la expresión de los contenidos subjetivos del artista. Muchos estudiosos riegan esta entidad patro­cinadora de la labor creativa, entre ellos numerosos escritores y poetas, que no creen en este "demonio" interior capaz de suscitar una conmoción al través de la cual la comunicación resulta estimulada, fácil y fluida. En todo caso, se podría arguir que también el pensador, el científico, el hombre de estado, el místico, sienten en un momento dado cierta exaltación de sus facultades y se muestran dueños de potencias a menudo adorme­cidas por el tráfago diario de actividades y preocupacio­nes. No creemos, pues, que la inspiración sea algo exclu­sivo del artista.

Lo que pasa en este momento de la creación es que el artista se siente perentoriamente impelido por sus urgencias interiores, a salir al exterior para modular su evangelio estético, sus buenas nuevas, que colman su ánfora de ingenio y libérrimas se derraman por los canales de la forma, la expresión, la comunicación, porque como dice Eduardo Mallea "el arte es una gran­de, una terrible demanda de contestación".

La obra de arte viene a ser el precipitado final de un proceso germinativo que prospera en los hondos mean­dros del espíritu, donde tienen cabida las experiencias, los conocimientos, las íntimas propensiones, aficiones y repelencias del artista, su propia concepción del mundo y de la vida, sus deseos y esperanzas, sus frustraciones y aciertos, su generosidad en prodigarse a los demás con un mensaje lleno de sentido y calidez humana.

La obra no nace cual Minerva armada del cerebro de Júpiter, como un hecho subitáneo; es la culminación de un largo trabajo de sedimentación y condensación en el que está comprometido todo el ser del artista. Por­que el arte no surge de una dimensión única o comparti­miento estanco del hombre, sino de todo él, como respuesta integral, global y unitaria a las solicitaciones del mundo y de sí mismo.

Un poema no surge de la noche a la mañana aunque pueda serlo su redacción o escritura; ese poema ha esta­do con el poeta quizá largo tiempo en estado larvario, en potencia, informulado, pero sin el elemento forma­dor, nutricio, matriz de la creación, del cual bien quede el poeta no estar consciente, no son posibles el logro y el acierto.

La riqueza creadora de muchos artistas como López de Vega, Quevedo, Honorato de Balzac, Benito Pérez Galdós y otros tanto autores prolíficos, obedece cierta­mente al hecho de su fabulosa riqueza interior en ideas, sentimientos, símbolos, intuiciones y observaciones. Y no a que hayan sido visitados asiduamente por "doña inspiración". A lo menos tratándose de obras genuinas, auténticas, medularmente artísticas, y no el ensayo inmaduro de laboriosa artesanía, de alardes téc­nicos, de insinceridad artística. No hay habilidad ni téc­nica que pueda suplantar al noble metal del talento.

El arte genuino es trabajo. Decía Goethe que "el genio es una larga paciencia". Sin ese proceso laborioso de la gestación artística se puede tal vez, deslumbrar, desorientar, crear perplejidades, sugestionar, alucinar momentáneamente, pero creemos que jamás alcanzar a crear una obra que desafía la lenta pero inexorable erosión del tiempo y el juicio crítico afincado en los aspectos esenciales e intemporales del arte.

Al decir de Heidegger "la esencia de la obra artística reside en que revela un mundo histórico cultural como esfera de acción existencial de un pueblo".


LA DANZA

Debo confesar que la danza es entre las artes una por la que siento irresistible predilección. Y los espectá­culos coreográficos que me fueron dables disfrutar han colmado con creces mis expectativas estéticas tal vez porque la danza encierra componentes biológicos que comprometen a todo el ser del hombre, más allá de lo netamente estético; elementos que hacen de ella más "vital" y más "participativa" por una ley de afini­dad a la vez espiritual que física, y más que física, fisiológica y dinámica en todas sus faces. Si la vida se define primordialmente por el movimiento, la danza es vida, es expresión fáustica y dionisíaca, elemental al par que fina, sutil y delicada según sus modalidades diversas y sus esenciales motivaciones.

Cuando de verdad se disfruta de un espectáculo de danzas él nos invade por todos los poros de nuestra sensibilidad, instalándose en ella, haciéndonos en cierto modo movernos simpáticamente a su ritmo llevados por sus líneas, figuras y múltiples combinaciones eurítmicas. El erudito y brillante humanista y musicólogo espa­ñol don Adolfo Salazar nos adelanta una definición que a su concisión une la propiedad: "Consiste la danza en una coordinación estética de movimientos corpora­les". El medio de que se vale es físico en tanto que su télesis puede ser eminentemente espiritual, apuntando a la belleza, al armónico dinamismo de las formas. Es el ser humano en su integridad hilemórfica quien se halla comprometido en tan egregia faena, por lo que bien podríamos denominarla hol ística, integradora, compre­hensiva. Toda danza se despliega en una combinación de ritmos y figuras, simbolismos latentes o manifiestos, alegorías que expresan un profundo paralelismo con urgentes requerimientos de comunicación como arte que es.

Viene a ser la danza una creación independiente que se apoya primariamente en el sujeto, autogenerada y autosuficiente al igual que el canto pues no exige en su génesis elementos externos al hombre mismo: artefac­tos, mecanismos, materiales físicos, para su prístina expresión. En puridad el instrumento de la danza es el hombre mismo. No depende necesariamente de otro medio exterior que condicione la producción de ese milagro del movimiento armonioso, de las plásticas ca­dencias, de la brillante sugestión cromática. La música y el decorado, la luminotecnia, la adecuada ambienta­ción, vendrán después con otros tantos accesorios en una etapa de mayor evolución y perfeccionamiento.

En los primordios la danza es sólo eso: danza. Ella misma "inventa", propone e impone el ritmo, y en etapas posteriores un fondo musical complementario.

Se percibe una notable afinidad entre música y danza, y en alguna medida podríamos afirmar que

tirabas se interpenetran obedeciendo a un principio de correspondencia cuyo fundamento habrá que reconocer corno de orden natural y que podemos asimismo descu­brir en otros géneros artísticos.

Su génesis habrá que rastrearla en hábitos rituales vinculados con la religión, el trabajo colectivo, factores psicológicos que condicionan descargas emocionales a los que se busca dar salida al través de gestos, posturas y ademanes de intención catártica. O simplemente podría haber nacido del mecanismo fisiológico de la locomoción, de la marcha, del andar, de un instinto diferenciado. Sería, pues, connatural al hombre como atributo entitativo y necesario.

Según Platón la danza provendría de la alegría. En todo caso la danza acompaña los estados de ánimo y obedece a una lógica vital. Un movimiento rápido, nervioso, festivo, no podría traducir de manera alguna la tristeza, el encogimiento del alma, la melancolía endógena. Ni desplazamientos perezosos, morosos y a cámara lenta trasuntar o inocular alegría, contento, trances de plétora emocional. Volviendo a la afinidad música-danza podríamos reconocer que al danzar, aun­que sea en silencio, la imaginación en función sustitutiva propone una música de acompañamiento condicionante de esos juegos corporales. Y a la inversa, el escuchar un trozo de música nos hace entrever creativamente movi­mientos coreográficos, siquiera en forma crepuscular cual vaga reminiscencia invertebrada. "Toda música tiende a la danza". Y se podría afirmar también que toda danza, a su vez, tiende a la música.

"El Cisne" que pertenece a una composición de cá­mara de Camilo Sant Saens "El Carnaval de los Anima­les" es una danza que pone a prueba a los mejores intér­pretes. Tuve la inmensa satisfacción de asistir en nuestro viejo Teatro Municipal, hace tiempo, hace mucho tiem­po -como rezaría un cuento infantil- a un recital de la celebrada Tamara Toumanova donde danzó -como deben de hacerlo las diosas - con el fondo de ese trozo musical. Jamás lo olvidaré.


FUTURISMO MUSICAL

Antes que nada quiero llamar la atención sobre un hecho enteralmente inadvertido: la música se adelanta con mayor rapidez que la poesía y las artes plásticas, a la capacidad de comprensión e interpretación del prome­dio general del gran público, es decir, de la gente de una cultura más o menos elemental y básica. En efecto; son muchos todavía los que experimentan más bien desagra­do al escuchar a compositores de hace dos o más siglos, por la simple razón de que no los entienden. Un Monte­verdi, un Haydn, un Mozart, un Wagner -por citar a unos pocos- produjeron música poco complicada, melódica y armónicamente accesibles para un oído medianamente educado, y aún así vastos sectores de la sociedad se les muestran renuentes. Y ni qué decir en lo que se refiere a los compositores del presente siglo: Stravinski, Ravel, Berg, Honneger, Hindemith, Bartók y Katchaturian y otros más actuales. La incapacidad de comprensión de ese público resulta casi absoluta cuando se trata de la música concreta, la música electrónica y otras direcciones que configuran lo que se da en llamar "futurismo musical". El señalado fenómeno tocante al retraso en la captación de cierto tipo de música de parte del público podría tener su razón de ser en la mayor dis­posición de ese público para sentir e interpretar la poe­sía y las artes plásticas, en tanto que la música requeriría para lo mismo, una cultura superior o un especializado conocimiento previo.

En cuanto a la poesía se puede decir que se halló al alcance de ese público "típico" -por así decir- has­ta hace relativamente poco tiempo, antes de verse in­vadida por ciertos movimientos literarios revoluciona­rios, ávidos de abrirse paso hacia inholladas fuentes de creación, sobre todo en sus módulos formales, y que en cierto modo han preparado la bifurcación entre la palabra y su contenido semántico, cayendo en herme­tismos más o menos caprichosos y desatando una desaforada carrera por ganar originalidad a todo tran­ce. Esta poesía es difícil de desentrañar hasta para la gente avezada, sobre todo si no se tiene a mano ciertas claves orientadoras; en todo caso demanda un esfuer­zo de hermenéutica, una especial disposición que sin­toniza la frecuencia en que se dispara la carga inten­cional del creador. En tanto que los poemas que en­carnan en el clasicismo, el romanticismo, el modernis­mo y otras corrientes que se sitúan antes del vigente vanguardismo, por su mayor inteligibilidad y su es­tructura más o menos accesible, han estado siempre al alcance del hombre común, con la resalva, tal vez, del conceptísmo y el culteranismo. Aquellas tenden­cias estéticas se conformaban al designio unilineal de acceder a la belleza, en cuya virtud comprometían todas las potencias de su numen. Por lo contrario la poesía hoy en boga es más un compromiso hacia la libre autoexpresión que impulso formador articulado en función de la belleza y de la propicia emoción tras­láticia.

En cuanto a la pintura y la escultura, ellas estuvie­ron al alcance dei paladar del "hombre común", hasta que dejaron de ser "figurativas", o sea inteligibles en su escueta simbología. El abstraccionismo en general, el cubismo y ciertas tendencias actuales, junto a la incor­poración de nuevos materiales y deshechos con que se da consistencia a sus obras pusieron "fuera de orbita" a mucha gente, y no toda ella ignara.

La música actual transita sendas jamás holladas ni presentidas por los grandes maestros del pasado. El compositor actual más se asemeja a un científico de la­ borratorio que a un creador artístico. En su afán por ceñirse a las coordenadas de la época recurre a proce­dimientos insólitos y audaces, descontento con todo lo que se ha producido hasta aquí.

Ha sido siempre preocupación del arte reflejar, o por lo menos recibir en mayor o menor grado las in­fluencias oriundas de la sociedad y de la cultura, como quiera que es una de las manifestaciones más sensibles a los cambios sociales y a las mudanzas del pensamien­to y la sensibilidad. Cada época tiene su propia cos­movisión estética, su modo de conexión con los valo­res del presente.

Nuestro tiempo, al igual que los precedentes his­tóricos, ha de caracterizarse por algún aspecto relevar: te, algún factor diferencial, la presencia de algunas va­riables que fijan su connotación a este periodo que nos toca vivir. El sustrato conformador de nuestro tiempo es la técnica y ésta ha determinado la emergencia de un nuevo tipo de música, cuyos resortes expresivos vienen a ser el maquinismo, el ruidismo y el electronícis­mo, tendencias derivadas de una filosofía materialista y pragmática, opuesta por modo radical a todo tradi­cionalismo, a toda visión esteticista del universo. Lo característico de esta música es que ya no es tributaria del sonido tal como la hemos conocido en los diversos instrumentos, la orquesta o en la voz humana, sino que apela a otras fuentes generadores de sensaciones acús­ticas con las que pretende insuflar vida a sus productos.

Ferruccio Busoni, fungiendo de profeta había anunciado ya en el año de 1907, que la evolución de la música se vería afectada y aún costreñida a procurar nuevos rumbos por la indigencia expresiva de los ins­trumentos musicales tradicionales. Poco después E. T. Marinetti lanzaba su proclama "futurista", cuyo epi­centro son justamente el maquinismo, la rendida adora­ción de las estridencias callejeras producidas por los motores y otros agentes mecánicos y por la errátil pu­lulación de multitudes, el informe rumor de arsenales, ferrocarriles, construcciones y otras manifestaciones del proteico dinamismo moderno.

La música maquinista es un engendro de ese espí­ritu, de esa matriz incubada por la técnica, postrada ante esa deidad maravillosa y munificente, oriflama del progreso y de la marcha ascensional de la huma­nidad.

Honneger compuso su Pacific 231, dentro ya de ese espíritu que asume la rectoría de un nuevo impulso irreversible.

Para obtener los efectos apetecidos eran menester nuevos instrumentos -o artefactos-, o cuando menos

la adaptación de algunos de los ya existentes para nue­vas experiencias de sonidos, timbre y altura. John Cage inventó o readaptó el "piano preparado"; y otros ins­trumentos fueron naciendo al imperio de las necesida­des creadas por este movimiento reformador, insumiso a los cánones del pasado ya pericilitado.

Casi ocioso es decir que los instrumentos de percu­sión fueron rescatados de sus funciones habituales de partiquinos de la orquesta para ser traídos a un primer plano protagónico ante las candilejas por obra y gracia de esta fiebre explosiva y eufórica. Nace así un nuevo tipo de música imitativa, más que realista, verista, pero no ya al través de la orquesta común, cuyos resabios sentimentales repugnan a las nuevas tendencias, sino con el concurso de "efectos vivos", de primera mano, como lo son los ruidos en turbamulta originados en la ciudad vociferante, estridente y torrencial. Los materiales de esta "música" serán crujidos, estampidos, silbidos, si­seos, murmullos, susurros, chirridos, golpes, voces de animales y de seres humanos. Este registro de amplio espectro acústico pudo ser apresado en un instrumento inventado por Luigi Russolo, llamado intonarumore. Aparecieron también el "botellófono", el piano percu­tido, las bocinas, los dínamos, las sirenas, las maracas, los platillos frotados, etc., etc.

"La Escuela de París", con Pierre Schaeffer y Pie­rre Henry a la cabeza, después de 1945 realizó intentos experimentales en el mismo sentido por medio de la deformación electroacústica y la producción de ruidos y sonidos naturales y artificiales. Esta música fue no­minada "música concreta o magnetofónica", cuya esencia es la emancipación del ruido como tal para in­corporarse a una obra artística, o lo que sea.

Oliver introdujo en una obra un coral de ruidos de chasquidos y silbidos; por su parte Isidoro Isou intentó un acoplamiento de música y poesía, echando mano a efectos puramente fonéticos e ininteligibles que se al­canzan al través de los órganos de fonación, inspirando, espirando, ceceando, exhalando, gruñendo, sollozando, roncando, eructando, tosiendo, estornudando, besan­do, silbando... A esto denominó su autor "ruido poé­tico".

Por su parte la música electrónica se fue constitu­yendo con un campo de experimentación mucho más amplio y prometedor. Do Forest y Von Lieben inven­taron el tubo electrónico; Theramin creó un aparato electrónico a base de ondas, que lleva su nombre. En esta renovación abrupta parece que lo más importan­te fue la creación de las ondas electrónicas, cuyo autor es Mauricio Martenot. El trautonium, también de esta familia, fue ideado por Friedrich Trautwein. Se adap­taron con fines musicales, por el citado John Cage, os­ciladores electrónicos, zumbadores, gongs, latas de con­serva, generadores de aullidos, pizzicato de resortes.

La Escuela de Colonia, también interesada en este movimiento, realizó experimentos en materia electró­nica bajo la influencia de Anton Weban. A ella se debe el ultrasonido. Muchos importantes compositores adoptaron estos instrumentos electrónicos para algunas de sus obras como Honnerger, Milhaud y Jovilet.

 

EL MICROTONALISMO

La fisión o desintegración del átomo tiene su co­rrelato en el mundo de la música en el microtonalis­

mo, que a su vez significa el esfuerzo por descomponer el átomo sonoro -el tono- en sus elementos prima­rios. Lo que realiza el microtonalismo es hallar sonidos intermedios entre los tonos para fundar otro tipo de música, totalmente distinto a lo que se halla acostum­brado "el oído natural”. Este empeño no es cosa nue­va y tiene ilustres antecedentes en el siglo XV. Niccolo Vicentino dividió el tono en cinco partes; Anthoine de Bertrand consiguió aislar cuartos de tono. El mexicano Julián Carrillo, por su parte, en 1926 exhibió en Nue­va York la octavina, instrumento que obtenía octavos de tono, y el arpa citera, para dieciseisavas partes de tono. Alois Haba compuso una ópera para cuartos de tono y Hans Barth un concierto para piano también en cuartos de tono.

Todos estos intentos son de base experimental para señalar nuevos caminos a la evolución de la música, y su problema consiste en comprobar hasta qué punto tales hallazgos irán a satisfacer el gusto del público, es decir, si llegará o no a ser asimilados y comprendidos por el hombre común, base insustituible del público aficionado. Ello será un tanto difícil porque se trata de algo extraño y desacostumbrado. Tal vez con el tiem­po y la insistencia constante el gusto musical pueda evolucionar en esa dirección, con lo que se abrirá al arte musical amplias posibilidades de incursionar en objetivos cada vez más audaces.

 

EL PORQUE DE ESTA NUEVA MÚSICA

Los pioneros de esta especie de "antimúsica" se hallan al parecer saturados de la música convencional

que conocemos, considerando que con la estética tra­dicional y los recursos instrumentales y tonales que le son inherentes, ya no es posible avanzar hacia metas de firme superación, por lo cual exigen una renovación total del equipo convencional del arte musical. En este sentido pretenden que el recurrir a ruidos y otros agen­tes acústicos es una manera de orientar la música hacia las fuentes de la naturaleza, de la vida y de la técnica, que han tomado un rumbo y un dinamismo que el arte deberá incorporar, so pena de quedar atrás o mar­ginado de lo tiempos que corren.

Esta evolución musical mucho se parece a la revo­lución cultural y social aparejada por el auge científi­co, la creciente industrialización masiva y el progreso alucinante de la técnica; que creó nuevas estructuras sociales, una moral utilitaria y acomodaticia, y la alie­nación del hombre de esta estructura por él creada y que absurdamente le impone condiciones de vida y de pensamiento tal vez no previstos ni deseados.

El signo de la tecnificación de la existencia, de la preocupación económica, de la angustia generada por una radical inseguridad que aplasta al hombre y le ha­ce concebir la vida misma como un entrecruce de fuer­zas y antagonismos, manifestación ciega de la pura ma­teria; constituye el tema acuciante que se transvasa en formas y contenidos artísticos. Esta postura del hom­bre frente a su dintorno natural y social, lo conduce hacia un neorrealismo mecánico y deshumanizado, tes­timonio de lancinante preocupación y no impulso ideal que se complace en superar la vida como tal, en el efugio, en la transcendencia, en la sublimación de la angustia por los caminos siempre expeditos de la be­lleza.

 

LA MUSICOTERAPIA

En los tiempos primitivos tuvo la música, al igual que la mayoría de las artes, una función ritual y social, aquella destinada al culto religioso para conjurar la vo­luntad de los dioses o fuerzas sobrenaturales, en la inten­ción de hacerlos propicios a los grupos que los invoca­ban. Esta acompañaba con sus ritmos e incipientes me­lodías las actividades diversas relacionadas con la vida cotidiana de la comunidad, como el trabajo y otros em­prendimientos relativos a la supervivencia y dominio del "habitat". La música era tenida por un elemento mági­co, capaz de influir en las leyes de la naturaleza y con­ducirlas hacia resultados favorables al hombre, sobre to­do en cuanto a sus emociones y afectos. Criterio que perdura, mutatis mutantis y en alguna medida hasta nuestros días y dentro de las estructuras culturales en que se halla inserto el hombre actual.

Según la tradición griega la palabra "música" deriva de Musas, y así ese vocablo involucraba una serie de dis­ciplinas, las que conjuntamente con la gimnasia integra­ban el proceso educativo y encaminado a obtener el jus­to equilibrio entre lo corporal y lo espiritual, lo que era denominado "Kalokagathia" en la lengua heléníca. Se consideraba que los dioses fueron los creadores de los instrumentos. Así se atribuía a Hermes la creación de la lira, fabricada de una caparazón de tortuga o intestinos de cordero, y también la de la siringa. Por su parte, Palas Atenea habría sido la inventora de la trompeta y del au­los, instrumentos de viento. El culto apolíneo se expre­saba preferentemente en los instrumentos de cuerda, en tanto que el dionisiáco en los de viento. De ahí Nietsz­che contrapone ambos cultos y les otorga la tipicidad consiguiente: lo apolíneo y lo dionisiáco, cada uno con su connotación propia.

El mito de Orfeo es ampliamente revelador del papel que la música desempeñaba en la cultura griega. A Or­feo se le reconocían cualidades mágicas al través de su música, tanto que pudo descender a los infiernos y res­catar a su amada esposa Eurídice del poder de Plutón. Observando los resultados que en el hombre suscita la música los discípulos de Pitágoras hallaron o preten­dieron hallar, relaciones perceptibles entre la música y la medicina, sobre todo en el proceso de catarsis (purifica­ción) sobre los estados afectivos y la disposición psíqui­ca en general. Consigna a este respecto el Dr. Lukas Richter: "Para esta teoría psico-terapéutica de la música se buscaron fundamentos en las ciencias filosóficas y na­turales, viendo un paralelismo entre la armonía numéri­ca en el cosmos (armonía de las esferas) y los sistemas tonales griegos". Aristóteles acogió esta relación con la conceptuación de "música como recreación en el ocio del ciudadano libre". Habrá que recordar también a este propósito una anécdota relatada por Boecio en estos tér­minos: "Todos sabemos que Pitágoras restituyó el domi­nio sobre sí mismo a un joven borracho que, escuchando algo en modo Frigio, se había enfurecido. Pitágoras lo curó cantándole un Spondeo. . .­

En correspondencia de cuanto venimos expresando sobre estos antecedentes, nadie podría negar los efectos que cierto tipo de música ejerce en los enfermos de al­gunas neurosis y aún psicosis, que en efecto es aprove­chado como complemento terapéutico. Hay músicas que provocan euforia, alegría, contento, satisfacción, dina­mismo; otras fungen de sedantes, aquietando el ánimo, restringiendo el equilibrio perdido. Unas como la músi­ca militar con base en los instrumentos de viento y de percusión, desatan en el sujeto el ímpetu de lucha, retem­plan el espíritu promoviendo confianza en sí mismo y asimismo avivan las ansias de lanzarse a la batalla o a las empresas arriesgadas y temerarias, como se demuestra en las campañas guerreras. El "Campamento Cerro León", escuchado por nuestros bravos del Chaco, infundía tre­menda fuerza anímica a los combatientes, que reduplica­ban sus energías orgánicas. Otras, como la religiosa, des­pierta o actualiza en el hombre de fe su conciencia de dependencia de Dios y le remite a su condición de criatura ávida de la asistencia divina, haciéndole olvidar en el peor de los casos, cuando menos por algún tiempo, las vanidades y miserias que entretejen el cañamazo de nuestra existencia. Músicas hay que invitan a la sereni­dad, a la reflexión, a la ataraxia, al adormecimiento de las pasiones negativas, a las actividades cogitativas respecto de los problemas del mundo y del destino final del hombre. No falta, por supuesto, la música frívola que sólo induce el deseo de bailar, de moverse a su ritmo por su virtud kinética como tampoco la música popular y folklórica que afirma los sentimientos de identidad na­cional o regional, de amor a la tierruca, de solidaridad con el grupo social de que se es parte.

En los casos de la ansiedad, !a depresión, los estados de confusión mental, la alienación, las fobias de diversas etiologías, las manías y otros cuadros clínicos -y así se ha experimentado en varios Centros de Salud-, se puede recurrir a la música para coadyuvar a la terapéutica ana­lítica y la medicamentosa a base de productos químicos, para paliar, siquiera en mínima porción, las enfermeda­des del psiquismo, que proliferan en ritmo abrumador en los tiempos que corren, al filo de los tremendos pro­blemas que el hombre de hoy debe afrontar a pie fir­me si no quiere hundirse en el anonadamiento y mar­ginación definitiva. En el peor de los casos, un trata­miento musical siempre será agradable y placentero. Na­turalmente que excluimos cierta música actualmente en boga, estridente y monótona, un ringorongo de nulo sentido estético, que más que música es ruido, y no de los mejores, que embota la sensibilidad y hace aflorar a la periferia de la personalidad los contenidos puramente biológicos y elementales del inconsciente, sin ninguna posibilidad de ennoblecer a quienes la gozan o la sopor­tan.

 

VIRTUOSISMO Y DESHUMANIZACIÓN

Escuchando a un famoso intérprete del violín se nos ocurrieron algunas ideas adelantadas ya en el título de esta nota, cuyo dos miembros juegan una dialéctica en la relación de hombre-instrumentista. Envueltos en la ma­gia de la música -erizada de dificultades técnicas- y al considerar el absoluto dominio que el intérprete ejercía sobre su instrumento se nos antojaba que rebasaba ya aquel punto ideal de equilibrio en el cual el oyente per­cibe y capta los esfuerzos que realiza el artista para obte­ner una interpretación satisfactoria, y en cuyos esfuer­zos y tensiones se nos revela lo puramente humano de la proeza interpretativa, y más allá de los cuales nos to­pamos con cierta deshumanización operada precisamen­te por el predominio de los factores técnico-mecánicos que más que agonía, lucha, enfrentamiento del artista con las dificultades de la obra, se nos aparece como el triunfo absoluto del tecnicismo en desmedro de lo espe­cífico humano.

A nuestro entender en aquella lucha, el encuentro con las dificultades que percibimos en el intérprete, es donde aparece la máxima expresión estética, su punto más alto, su auténtica coloración humana. Es decir, en esa afanosa pugna por sortear dificultades planteadas por la pieza musical frente a las facultades humanas en sus máximas posibilidades, el artista accede a su verdade­ro ámbito.

Rebasada esta línea imaginaria ya se entra en el do­minio del puro tecnicismo, del mero acaecer físico, del maquinismo deshumanizante. El virtuoso en trance de deshumanización por esta vía tiende a tornarse en un "robot" que nos ofrece su música como algo acabado y seco, sin posibilidades de perfeccionamiento, ya que lo perfecto está más allá o más acá del arte genuino. En esa forma vemos esfumarse el aliento creador que insufla vi­da y espíritu a la obra para ser reemplazado por el arti­ficio de lo mecánico.

El alarde de perfección técnica muy bien puede desplazar en el oyente elementos espirituales caracterís­ticos de la percepción estética que son médula y epicen­tro del arte. Con ello la función interpretativa, si bien bajo el punto de vista estrictamente técnico puede no dar óbice a la objeción o crítica -ya que al través de ella se extraen exhaustivamente del pentagrama los elemen­tos sonoros y rítmicos constitutivos de la obra- colo­cándonos en un vértice de plenitud humana las cosas cambian.

En efecto, el reclamo subjetivo ante una interpreta­ción es que el momento musical "llene", por así decirlo, nuestra entidad anímica, suscitando un estado fruitivo sui géneris y desalojando toda otra vivencia que preten­de preterirlo. Así colocada la música en el centro de gra­vedad de la conciencia receptiva y sostenida por una pulsión emocional congruente, es como cobra su mayor in­tensidad comunicativa. Lo que indudablemente no ocu­rre cuando aquella interpretación descansa preponderantemente en sus aspectos técnicos y mecánicos. Estos incluso pueden tener méritos indiscutibles y plausibles, pe­ro no obstante resbalan en la periferia sensible sin desper­tar otra reacción que un estado admirativo, que sin duda no es el placer estético propiamente dicho, caracterizado por encaminarse en distinta dirección y sentido.

El dejarse dominar unilateralmente por la técnica es un peligro que acecha a los virtuosos en desmedro de los demás valores y exigencias de la interpretación musical. Una vez dentro del brete mecanicista el virtuoso sólo vive para vencer dificultades técnicas de ejecución hasta culminar en una verdadera manía o poco menos, que le impide incursionar y penetrar en las profundidades intencionales del autor de la obra, ausente el soplo espiritual que ha de animarle para que se constituya en activo vehículo de comunicación y trascendencia.

En estos casos la técnica deja de ser función subalterna y complementaria para asumir la condición de fin en sí mismo dentro de un proceso de inversión de valores. Lo adjetivo tómase sustantivo trastrocando la misión del arte, la cual en lo principal es movimiento espiritual y en lo accesorio fenómeno físico transitivo.

La ortodoxia interpretativa en el arte de la ejecución instrumentística deberá consistir en una perfecta ade­cuación de los medios a los fines, conciliando los térmi­nos interdependientes y complementarios de técnica de ejecución y la asunción del espíritu, intención y mensaje del autor de la obra al través de una síntesis creadora.


LA CHARLA COMO ARTE

Hay charlas y hay charlas. Perdóneseme la tautolo­gía, pero de alguna manera tenía que comenzar esta no­ta falto como estoy de un tema suficientemente madura­do como para tentar la siempre difícil tarea de llenar un espacio literario con algo que no sea tan ñoño e intras­cendente de modo a no caer en la tentación del silencio que, bien administrado, puede suplir con ventaja a la va­cua bachillería. Y hay gentes que han elevado la charla a un nivel artístico apreciable como fuente del deleite es­tético, acicate de la imaginación, calificado agente de la reflexión, en fin, un medio de evadirse del contorno co­tidiano y sus prosaicos envoltorios de rutina, tedio y cierto cansancio que producen las cosas repetidas que encallecen nuestra receptividad.

Al hablar de charla no estoy mentando la conversa­ción; aquélla tiene como soporte y animador a una sola persona en tanto que ésta presupone por lo menos dos interlocutores que ejercitan su esgrima verbal, ya para discrepar, ya para coincidir en ideas, opiniones, estima­ciones y sentimientos. El auténtico charlista es un solita­rio, una "mónada" personal que, al contrario de las in­tuidas por Leibnitz, sí tiene ventanas y bien abiertas por cierto.

He conocido charlistas de talla, verdaderos manan­tiales de ingenio y de gracia, que jamás llegan a fatigar a su audiencia y tienen a flor de labios la frase exacta, el matiz requerido, la inflexión vocal adecuada, la idea cla­ra y distinta y el razonamiento diáfano y contundente. Tengo para mí que fue don Federico García Sánchiz, si no el fundador del género, por lo menos uno de sus cultores más ilustres y conocidos pues recorrió Europa y América dando muestras de su facundia y amplia ver­sación, sobre todo en materia de literatura, arte, tradi­ciones, recuerdos y testimonios de viajes.

Chispeante, incisivo, torrencial, poseía el don de apoderarse de la sostenida atención de sus oyentes hasta el grado de constituirse por sí solo en todo un es­pectáculo de alto nivel, motivo de distensión anímica, de fruicción intelectual y de alta y noble recreación. Otro charlista excepcional es sin duda alguna el es­critor y ensayista mexicano Juan José Arreola, con cuya amistad me honro, quien durante mucho tiempo tuvo a su cargo un programa unipersonal en la televisión con el auspicio de la Universidad Autónoma de México. Auto­didacto de alto coturno y de formidable erudición hu­manística, novelista de primera fila, humorista fino y diestro, y cultor asimismo, de la miscelánea literaria. Res­pecto de su condición de charlista debo apuntar que ha recogido parte de su obra en dos libros que tuvo a bien hacerme llegar: "La palabra Educación" y "Y ahora la mujer...". Recordemos también su novela "La feria", una suerte de biografía de una ciudad; "Bestiario",

"Confabulario", "Prosodia", "Varia invención" y el ju­guete cómico "Hora de Todos".

No podemos olvidar tampoco a otro amigo, ya des­aparecido, el periodista argentino don Juan José de Zoi­za y Reilly, quien mantuvo por largo tiempo originales programas radiofónicos en Buenos Aires. Poseía -entre otras virtudes poco comunes- un anecdotario práctica­mente inagotable que desplegaba con derroche de sal y condimento ante la atención y simpatía de los que per­manente u ocasionalmente lo escuchaban.

El charlista genuino lejos está de emparentarse con los charlatanes de feria o de café que proliferan por do­quiera. Estos -por lo general- apenas pueden alcanzar el rango de poco afortunados parodistas del charlista de verdad, henchido éste de autenticidad, inteligencia, su­mo dominio del idioma, tórrida imaginación. Y mucho menos de ser confundido con el latoso, el incontinente de la palabra que más se escucha a sí mismo que dejarse escuchar de los demás. Entre charlistas y charlatanes media sideral distancia.


EL ARTE AUTÉNTICO ES LIBERTAD

Por arte auténtico hemos de entender aquél que transvasa en la forma los contenidos más entrañables de la interioridad espiritual en un gesto de soberana espon­taneidad, de sincera entrega a las motivaciones estéticas. Un modular de voz a plenitud, sin falsetes ni distorsión alguna. Viene a ser algo así como un río subterráneo que, siguiendo su curso sin violencia y sin abandonar su cauce, se desplaza luego hacia la periferia para incorpo­rarse al paisaje. El arte es entrega de algo personal que se objetiva en la exterioridad del mundo sensible como re­flejo o función de valores culturales de consistencia es­tética. La télesis del arte apunta hacia la receptividad de sus destinatarios; su fin es despertar en éstos un estado de espíritu congruente con la intención del autor o por lo menos afín.

El arte posee un lenguaje propio, específico e inalie­nable; adulterado este lenguaje o manera propia de tras­cendencia humana, pierde su condición axiológica y se confunde con otros medios de que se vale el hombre pa­ra manifestarse y deja por lo tanto de ser arte auténtico, y eventualmente puede convertirse en su negación, en el anti-arte, en mera artesanía o intento frustrado sin posi­bilidad de redención.

El arte auténtico se genera en la intención del artista en el sentido de "hacer arte", conformar un objeto esté­ticamente valioso en respuesta a una inquietud creadora, a un profundo impulso de autoexpresión, revelador de un afán nunca totalmente satisfecho de comunicación, de contacto, de vinculación con los demás. No admite -o no debería admitir- mediatizaciones al servicio de otros ideales o intereses ajenos a su esencia pura y desin­teresada, los cuales pueden ser satisfechos y servidos por otros canales de comunicación. Si la obra concebida y creada dentro de estos cánonces desborda su finalidad estética y se proyecta hacia otros valores o meridianos estimativos, como los de índole social, humanitario o re­ligioso, ello no empece a su prístina autenticidad, toda vez que la motivación primaria, determinante, su causa eficiente, se enmarque en lo estético.

Lo que resulta poco convincente en esta materia es que el artista utilice su arte y quebrante su vocación en objetivos y finalidades extrañas a lo que rigurosamente debe entenderse por arte, conforme vieja tradición y las prescripciones teóricas clásicas o por lo menos tenidas por canónicas. El arte genuino no admite, sin sufrir ries­gos y quebrantos, aleaciones dudosas dimariantes de in­tenciones que no se compadecen con su verdadera esen­cia.

El llamado "arte comprometido" pretende servirse del arte para alcanzar metas de orden político y social.

Estos fines pueden ser acometidos -y deben, conforme a una ética de la expresión artística- por otros medios ajenos al arte en sí. El artista verdadero no tiene más compromiso que el arte mismo, y éste no es el instru­mento más idóneo para cambiar la sociedad o perfeccio­narla de algún modo. No quiere esto significar que el ar­tista deba sustraerse de este tipo de actividades si éstas lo convocan bajo sus banderas: el artista es un ciudada­no y como tal tiene todos los derechos a manifestarse en tal carácter. Lo discutible es si tiene franquía para utili­zar el arte como pretexto de hacer valer posiciones per­sonales enderezadas hacia finalidades intrínsecamente ajenas. Tal vez en el fondo de esta indebida identifica­ción entre arte y postura política se agazape una forma encubierta de cobardía moral o de mimetismo social.

Parece ser que el arte auténtico no admite este trata­miento mediatizador; tan es así que muy pocas veces el artista politizado llega con sus obras de intención extra­ estética, a alcanzar los grados de perfección y logros que obtiene cuando está motivado predominantemente por los valores estéticos. Esto se hace evidente si nos pone­mos a comparar las obras de intención política con otras de puro aliento estético, producidas por un mismo au­tor. Lo político arrastra en su caída los valores estéticos produciéndose una mixtura que no llega a satisfacer a ninguno de los dos polos indebidamente identificados.

De ahí debe inferirse que el arte exige una completa libertad para una entrega total. Las dependencias ideoló­gicas comprimen el vuelo de la imaginación y de la espontaneidad creadora, indispensables en la elaboración del objeto artístico. El arte tiene sus leyes y principios, que son celosos y no admiten un tratamiento que entur­bien las puras y corrientes linfas que sirven de primaria motivación al artista de verdad. Todo desdoblamiento en esta materia es perjudicial y revierte inexorablemen­te contra los que se levantan contra la ley de la especi­ficídad del arte. Yendo más allá o más acá del arte se ubica el creador en tierra de nadie. El arte tiene su cir­cuito irrebasable, fuera del cual deja de ser arte para convertirse en otra cosa, malgrado el talento y las bue­nas intenciones de quienes lo intentan. Al fin de cuen­tas, la politización del arte no es sino una moda que al­guna vez ha de desaparecer para mayor gloria de la cul­tura.


ELEMENTOS PSICOLÓGICOS DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA

El hombre halla encarnada la belleza en la Naturale­za pero bien pronto no se satisface ya con la mera con­templación pasiva e inerte. Entonces pugna por crear él mismo lo bello por medio de su habilidad y talento al través de procedimientos que va descubriendo paulatina­mente por vía del ensayo, del acierto y el error, hasta lo­grar una expresión satisfactoria, una forma adecuada a su intuición.

El hombre escucha el trino de las aves, el eco canta­rino e insinuante de ríos y arroyuelos, el rumor caden­cioso de frondas acariciadas por el viento. Percibe el rit­mo en los ciclos astronómicos y la órbita de los cuerpos celestes así como en los latidos de su pulso y en sus mo­vimientos corporales; halla en la palabra, voces y gritos el germen de posibles líneas melódicas que no se refieren ya a la necesidad de comunicación intelectual sino que fluyen de modo libre y espontáneo, por así decirlo, gra­tuitamente, separándose de una motivación práctica o vital. Descubre la propiedad sonora de ciertos cuerpos sometidos a percusión para luego inventar otros suscepti­bles de brindar sonidos como cuerdas, tubos y demás ar­tefactos afines, que va creando por medio de su imagina­ción e industria. Así debió surgir la música en sus rudi­mentos, primero vocal y luego instrumental.

El hombre observa solícito el cielo nocturno en el cintilar trémulo de las estrellas con la oscura bóveda ce­leste a modo de un telón de fondo que sirve de contraste a la luminosidad claudicante o firme de los astros; perci­be también ese mismo cielo bañado por la claridad diur­na al beso del sol; el límpido azul que regala la vista con su mágica pureza; los celajes impolutos que inventan fi­guras caprichosas y se desplazan en el espacio con demo­rado gesto; el rico colorido de las selvas, bosques, mares y montañas; la agreste politonía cromática de paisajes nemorosos o los caldeados desiertos ganados por la ca­nígene; vastos eriales castrados de vegetación y vida. Re­conoce el contemplador demoradamente las formas, lí­neas y contornos del cuerpo humano y de la multitud de especies zoológicas, verificando la gracia, la elegancia y armonía de algunos en contraposición a lo deforme, gro­tesco y ofensivo de otros. Visualiza los fenómenos de la naturaleza, los meteoros luminosos, los resplandores cambiantes del amanecer y del crepúsculo, el festival óp­tico que promueven el arco iris y otros portentos que se suceden en el vasto dominio del universo físico. Aprecia el efecto placentero de las veleidosas combinaciones de coloratura en todo cuanto alcanza con su rayo visor. Discrimina las relaciones de distancia entre los objetos; ubica los centros focales y capta la distribución de luces y sombras. Toma conciencia del volumen aparente de las cosas en razón inversa a la distancia que lo separa del ob­servador.

En este enfrentarse el hombre a un mundo de color, formas, escorzos y perspectivas, se va generando el anhe­lo de un mejor conocimiento de todo ello. Por otra parte la urgencia de aterrorizara sus enemigos, agradara las mujeres y propiciar a los dioses, acucia al hombre pri­mitivo -que en definitiva de él estamos hablando en es­ta parte de nuestra exposición- a apelar al recurso del tatuaje y el teñido corporal que, necesariamente por la experiencia visual, debían de tener por punto de referen­cia, líneas, figuras, trazos y colores familiares a su hábi­tat. Habrá que tenerse presente, además, que el hombre primitivo en su diario contacto con diversas sustancias vegetales y minerales debió de ir hallando en ellos diver­sos tintes con los cuales trazar a punta de palo o con los dedos sobre superficies más o menos lisas, líneas, puntos, rasgos, figuras y otras combinaciones varias, sin objeti­vo definido, como pasatiempo o manera de descargar tensiones anímicas.

En posterior etapa esos rudimentos toscos y grose­ros, acaso por pura casualidad acusen algún parecido, si­quiera remoto, con personas, animales u otros objetos conocidos, lo que daría pábulo a que el hombre –ya cons­cientemente y con intención- intente una reproducción o copia de modelos elegidos. Esto constituiría un proce­so milenario de perfeccionamiento incesante hasta des­embocar propiamente en el arte pictórico, el del diseño y del grabado.

Algo parecido debió de operarse en cuanto a la escultura, esta vez con la manipulación de materiales blandos aptos para el cambio de forma, como el barro, la cera y otras plastas. En sus orígenes las artes plásticas debieron de ser eminentemente imitativas, fieles a los detalles del natural, con contenidos netamente repro­ductivos y no imaginativos.

La poesía es el tipo de lenguaje más antiguo del hombre y puede decirse, en consecuencia, que ha nacido

con el hombre mismo desde que éste asumió la palabra como medio de comunicación. Musicalidad, ritmo, imi­tación, efusión espiritual; alquitarados sentimientos so­bre los dioses, la naturaleza, la vida, el amor, la lucha y la muerte, son algunos de los elementos que nutren a la poesía. Y siendo la percepción de lo bello un hecho con­natural al hombre, no es sino lógico que éste haya tenta­do recurrir a la palabra rítmica buscando consonancias y combinaciones gratas al oído, ciñéndose a una caden­cia determinada, objetivando estados de espíritu, emo­ciones, alegrías y tristezas, perfeccionando así el len­guaje poético en el verso sonoro y musical para mayor gloria de la especie humana. La épica arranca de los relatos circunstanciales y coloquiales en los círculos fa­miliares e íntimos, para luego ensanchar su círculo y abarcar a toda la comunidad, con los cuentos, consejas, mitos, leyendas, invocaciones religiosas, etc.

El teatro nace de los ritos y ceremonias litúrgicos con la eventual y casual intervención del público en el decurso de los mismos. La oratoria era uno de los medios con que los candidatos a jefes de los grupos hu­manos primitivos se imponían a sus oponentes, exaltan­do el espíritu de lucha y de sacrificio y las virtudes va­roniles, con lo que su ejercicio venía a ser una necesidad y un complemento valioso de la educación. El punto de partida psicológico de la oratoria es el afán de influir en los demás por medio de la persuación y el convencimien­to.


EL ARTE ES LUCHA

La vida humana en sus expresiones más calificadas -entre ellas el arte- es lucha por lo mejor, lo más logra­do, por la plenitud ideal que se vislumbra en su hori­zonte. Por encima de la materia y sus requerimientos cabalga airosamente el espíritu con sus exigencias espe­cíficas. En el arte -como producto humano que e­se percibe también aquella lucha, el esfuerzo tenaz y sostenido por plasmar en la forma bella o simplemente expresiva, los contenidos interiores del artista, sus pulsaciones más profundas y reveladoras de su "ethos".

El arte es "pólemos", una brega del hombre consigo mismo y con su medio para vencer deficiencias y penu­rias logrando así pergeñar un mensaje, dejar patente sus inquietudes creadoras dentro de la obra que corona sus esfuerzos y que irá a golpear la sensibilidad ajena en sus centros más receptivos.

El hombre es y se reconoce un ser limitado e imper­fecto. Sin embargo es capaz de abarcar e intuir con las luces de su entendimiento, lo ilimitado, lo infinito, lo perfecto e inclaudicable. Es decir construye o es capaz de construir el mundo de lo ideal, paralelo a su morada terrena, a sus cotidianas experiencias, pero lejano y huidizo. En puridad; junto a lo real, que palpa y contempla en su desnudez e inmanencia, levanta la estructura de lo ideal, de lo que debiera o pudiera ser, de lo deseable y pleno en su entidad.

De ahí resulta que el hombre es el gran disconforme en su máxima radicalidad; el ser que no se aviene a aceptar pasivamente las condiciones de su medio, la configuración y temple de su mundo existencial. Pugna por rebasarlo, ir más allá, trascenderlo, levantar su vuelo por las constelaciones que es capaz de percibir pero que no están a su alcance inmediato.

El hombre, pues, es un perpetuo impulso de trascen­dencia y liberación de sus ataduras y condicionamientos impuestos por la realidad en que se ve inmerso. Y en ese contexto o tesitura el arte no viene a ser otra cosa que una forma que asume esa vocación hacia lo alto, al igual que la ciencia, la filosofía, la religión, la moral y el derecho, que son los constitutivos vertebrales de la cultura. El arte surge del entrechoque de la realidad que golpea al hombre con su carga de sinsabores y falencias, con los modelos arquetípicos que se generan en los profundos meandros de su espíritu inconforme, o mejor, inconformista. El artista busca dar formas y contenidos a lo que halla en su personal experiencia, e igualmente a aquello que no tiene acceso por la mera contemplación visual o intelectual de los objetos que lo rodean y le son familiares. Así hasta el retrato, el paisaje, la pintura figurativa, la literatura realista, la música imitativa y otras tantas expresiones estéticas que se inspiran en lo inmediato y tangible, poseen una dimensión extraña a esas presencias reales, y es por esa dimensión precisamente por donde discurre el arte.

El artista es el ángel rebelde; es Prometeo en trance de robar el fuego de la vida a los dioses custodios del

Olimpo; es la reencarnación de Sísifo que levanta su pesada mole para verla luego caer, todo dentro de un ciclo inacabable, uncido a una fatalidad inexorable. Porque la obra del artista nunca acaba en virtud de que su urgencia de expresión lo acompaña la vida toda y no se da tregua en la generosa dación de sí mismo.

El artista tiene una respuesta propia y única a todas las solicitaciones de su entorno; se comporta como un microcosmos que refleja, cual mónada solitaria, las reberberaciones multiformes de hechos y cosas que ante él ensayan su eterna contradanza. Si como dice Ortega la pregunta es el gesto del filósofo, también el artista cabal interroga seres y fenómenos para luego disparar la saeta luminosa de una congrua respuesta, de la que es sustancia él mismo, su porción espiritual más auténtica. Calificados pensadores sostienen que el arte posee la llave maestra capaz de abrir las puertas de las incógnitas inaccesibles a la ciencia y a la filosofía.

Dígase lo que se diga el arte es un esencial ingre­diente de la textura humana y social; ella estará por siempre entre los hombres como un aura sutil y ubícua que todo lo penetra, atemperando la sordidez de la burda materia y la nuda utilidad, con su dejo de ideal, de raigal poesía y alquitarado sentimiento de lo bello, característico o expresivo. Sin arte o sin artistas el hombre viviría en pleno nivel cibernético y barbarie tecnológica. Felizmente parece ello imposible puesto que si el arte es expulsado por la puerta retorna por la ventana colándose de rondón. Porque el arte es en alguna medida el hombre mismo, un rasgo indesplazable de su conformación entitativa. Una manera estilizada de manifestarse el instinto de la lucha, la necesidad de autoperfeccionamiento, el impulso incoercible hacia una interpretación del mundo y del hombre mismo.


LA ORIGINALIDAD

La originalidad es una manera en que el hombre impone o afirma su personalidad, su carácter, su primaria actitud ante el mundo, la vida y la sociedad. Se es original en la medida en que se vive, se piensa, se siente diferentemente de los demás, cultivando y externando lo que la persona tiene de propio e intrans­ferible y no es compartido por nadie. La originalidad emerge de las facultades creadoras del hombre, de su inventiva, de su imaginación, de una vocación que le hace rechazar lo común, lo manido, lo adocenado, en suma lo que encuentra a mano en su entorno, buscando de rechazo nuevas vías de autoexpresión.

La originalidad ofrece un amplio espectro en cuanto a los modos como se hace presente en la vida del individuo dotado de esta infrecuente cualidad. Nos estamos refiriendo -claro está- a la originalidad autén­tia y no a la afectación caprichosa de modalidades y recursos sin arraigo en las íntimas profundidades del alma, en cuyo caso se confunde con la excentricidad, el ridículo, la impostura y otros arbitrios a que se apela para simular lo que no se tiene, induciendo a que la gente confunda el oro del talento con el espurio abalo­rio de lo falso y artificioso.

Se puede ser original en las ideas; en las reacciones ante las circunstancias varias que se presentan en el tracto vital y social; en el lenguaje, gestos y atuendo; en los hábitos individuales; en fin en todas las formas en que se manifiesta la espontaneidad del sujeto que sigue sus propios diseños o líneas de pensamiento y acción. Pero la originalidad por excelencia es aquella que se expresa en la filosofía y la especulación en general, la ciencia y el arte, sobre todo en este último valor porque es el que mayor amplitud ofrece a la humana inquietud creadora puesto que su repertorio es prácticamente inagotable; en menos grado la filosofía, y con una restricción específica la ciencia.

Ortega al referirse a Goya nos decía: "Es un pro­totipo del extraño fenómeno que es la "originalidad", y ésta nos produce siempre un efecto de azoramiento, porque no conseguimos explicarnos cómo un hombre puede escapar a las tradiciones y poner su planta repentinamente en costas que no preexistían". En efecto, la originalidad causa un tipo especial de sorpresa y admiración en nuestro ánimo al enfrentarnos con algo nuevo en nuestra experiencia, algo que no se asemeja a nada de cuanto conocimos o sentimos alguna vez y que aparece cercado de una soledad que no admite compa­ñías y se sostiene victoriosa por sí misma sin andaderas de ninguna laya como una isla que asoma su faz sobre la inmensidad del océano.

Lo que sí parece como algo inconcuso es que la originalidad no consiste en un acto de voluntad, por

poderosa que ella sea, y sí un patrimonio con el que se nace y forma parte indisoluble con la estructura total del espíritu humano. No es original el que quiere sino cal que puede. El intentar quebrantar esta ley de hierro inevitablemente conduce a los extravíos de la falsifica­ción, del fariseismo intelectual o estético, o como ya se dijo, a la excentricidad, a lo grotesco, a la burda parodia.

La originalidad se nutre de sí misma y en tal sentido el hombre original en su vida y obras tal vez ni tome conciencia de esta aptitud creativa de modelos irrepeti­bles. Se es original con soberana naturalidad, sin for­cejeos heroicos, sin violencias sobre sí mismo para extraer alguna cosa que es ajena a quien lo intenta.

Se nos antoja el escritor o el artista original un explorador que descubre un mundo hasta ahí ignorado ejerciendo el derecho de primer ocupante. Ese mundo descubierto bien pronto se puebla de habitantes que en él encuentran su sustento como seguidores o secuaces. Estos aprovechan las intuiciones y formulaciones del creador original, dentro de una vasta escala que va desde algún tipo de influencia e inspiración hasta la descarada copia, imitación o reproducción de las obras consagra­das, faltos del élan que insufla aliento al auténtico creador original. En cierto modo la imitación al genio es un homenaje que le- brindan los menos dotados, pero a la vez constituye una rémora conformista que impide a quienes así proceden abrir nuevos rumbos en la disciplina que cultivan, en detrimento de la cultura que, por su misma naturaleza, debe ser expansiva al través de nuevos cauces expresivos.

Una de las formas que asume la voluntad de la propia superación empuja a escritores y artistas a la búsqueda insomne de la originalidad, lo nuevo e inédito, que las más de las veces se muestran renuentes a los afanes y tensiones de quienes pretenden su logro. La verdad es que muchos son los llamados pero pocos los elegidos.


EL ALBORAR DE LA CULTURA

El hombre, en persecución de los valores realiza obras y adopta conductas formando una estructura exterior a él, la cual recibe la denominación de "cul­tura". Estos valores con los religiosos, éticos, lógicos, jurídicos, utilitarios, sociales, políticos, etc., que dan lugar a la aparición de otros tantos productos como la religión, la ciencia, la filosofía, la moral, el Estado y el Derecho, la economía y otros conexos. Es el espí­ritu humano la fuente de ese complejo de realizaciones, actos y normas que, al objetivarse fuera del hombre, configura la cultura, la cual también comprende la civi­lización. Como bien enseña Hegel "la cultura es el es­píritu objetivo", o como asientan los discípulos de Ortega "vida humana objetivada".

Estos valores cuya objetivación se opera por medio de la cultura responden a una primaria actitud humana; la necesidad del hombre de salirse de sí mismo, proyec­tándose en los objetos que crea, por medio de la tras­cendencia. Sólo en el hombre se produce este fenómeno; los demás seres de la creación tienen una existencia "inmanente", su ser es incapaz de crear estructuras independientes de él, rebasando su ámbito real; por eso no tienen historia propiamente dicha. No pueden -como el hombre- rebelarse contra la naturaleza, que le fija límites infranqueables, no así el hombre, que es un insumiso radical contra su ámbito vital y social al cual modifica conforme aquellos valores que hemos mencio­nado, sus intereses, anhelos y las decisiones de su volun­tad.

Francisco Romero, para diferenciar tajantemente los productos culturales de su creador, denomina al hombre "espíritu subjetivo" y a la cultura, al igual que Hegel "espíritu objetivo". Conviene reparar que el hombre es esencialmente un ser insatisfecho con las realidades que encuentra al asomar a su mundo; tiende por un pri­mario impulso a superar su propio marco existencial.

Esta actitud o tendencia fundamental hacia el inconformismo tal vez sea el origen de toda obra cultu­ral. Empero, se presenta ella con su matiz característico en cada uno de los compartimientos de la cultura.

La conciencia que acompaña al hombre en el sentido de sentirse abandonado en un mundo que no ha creado ni inventado y que le es impuesto por insuperable fata­lidad metafísica, junto con la necesidad de atribuir a un principio superior de poder creador y ordenador el origen y gobierno del mundo, le hace concebir la exis­tencia de un Ser Supremo, causa y primer motor del Universo al través de sus atributos de omnipotencia, omniciencia y omnipresencia. Así el hombre descubre a Dios como primer principio de existencia y de esencia. Sobre estos fundamentos se constituyen las varias reli­giones, cada una con sus éticas, dogmas, ritos y pre­ceptos. Las raíces anímicas de la religión debemos ubi­carlas en aquella sensación de angustia, de insuperable inseguridad, de temor, de abandono que experimenta el hombre librado a sus propias fuerzas y limitaciones. La ciencia se origina en el hecho mental de la curio­sidad, la necesidad de descubrir el por qué de las cosas, las leyes causales que las gobiernan por cuanto-como asienta Bacon-"para dominar a la naturaleza hay que seguir sus leyes". Es perentorio imperativo para el hombre, so pena de sucumbir, el conocimiento, el saber acerca de las cosas, acerca de sí mismo y de la Natura­leza que lo rodea. Entonces investiga esos objetos, expe­rimenta, compara, describe, ordena, y va develando los secretos de ese mundo, que a menudo se le presenta como hostil. Así se va integrando la ciencia, tanto como saber teórico como saber práctico, y este último se va articulando en los principios pragmáticos de la técnica, que se endereza primariamente al dominio factual de la naturaleza.

Aristóteles y otros filósofos connotados atribuyen al "asombro" el fundamento psicológico de la actitud filosofante: el hombre azorado ante el misterio de la Creación, de la vida, de la muerte, del origen y destino del hombre y de otras cuestiones últimas que lo remiten a una interrogación global acerca de los problemas planteados y su respuesta teórica congruente. Aristóte­les considera a la filosofía como la ciencia de las causas primeras y de los primeros principios; la ciencia de las ciencias. Julián Marías le atribuye la condición de ser una tentativa del hombre que lo ayuda a "saber a qué atenerse" respecto de su circunstancia y de su mundo.

Podemos afirmar, sin excluir otros factores, que el asombro y la necesidad de saber a qué atenerse consti­tuyen las bases psicológicas de la Filosofía.

La moral se origina en el innato sentido humano respecto de la existencia y la necesidad de practicar el bien para alcanzar una óptima convivencia social. La palabra misma, que deriva del latín "mores", cos­tumbres, nos está indicando que esa disciplina nace de los hábitos, usos y comportamientos socialmente condicionados.

La economía responde a una imperiosa necesidad que tiene el ser vivo de proveerse de útiles y elementos necesarios a la existencia, cuya última raíz hallamos en el impulso trófico, en el requerimiento de alimentarse, de nutrirse para pervivir. La economía responde a los valores vi-tales y utilitarios que debe alcanzar el hombre para su propia subsistencia.

El derecho tiene su causa final en la idea de justicia, en la convicción de que la convivencia humana debe ser reglada y armonizada por ciertas normas obligatorias instituidas por la sociedad para su ordenamiento y la evitación de conductas individuales o colectivas perju­diciales para el desenvolvimiento y progreso social.

Originariamente el derecho se identifica con el concepto del "tabú", palabra polinésica que significa "lo vedado, lo prohibido. El Derecho fija el ámbito de lo que está permitido hacer y lo que no está. Es el marco normal de la convivencia, sin el cual la sociedad misma desaparecería en el caos y la anarquía.

¿Por qué el hombre realiza obras de arte? He aquí un tema apasionante. Indudablemente es el arte un medio a que echa mano el hombre para rebasar, superar, sublimar, evadir, mejorar, idealizar ese mundo que le toca en suerte habitar, apelando a específicas disposicio­nes anímicas, a facultades y funciones que le son inhe­rentes, como la imaginación, la idealización, la imitación perfeccionadora de lo imitado, la fabulación libre, la comparación, y otras operaciones con las cuales forja un universo estético que, sin desvincularse total­mente de la realidad, sin embargo, la supera o difiere de ella en algún aspecto aunque pretenda la obra ceñirse escrupulosamente a esa realidad.


"LA TRADICIÓN ETERNA"

"Hay una tradición eterna, legado de los siglos, de la ciencia y el arte universales y eternos: he aquí una verdad que hemos dejado morir en nosotros repitiéndola como el Padre nuestro". Son palabras del españolísimo y al par universal don Miguel de Unamuno, insertas en su ensayo "En torno al casticismo". Todavía nos dice: "La tradición eterna es el fondo del ser del hombre mismo". Y aún: "La tradición es la sustancia de la his­toria' .

Estas palabras se enderezan a reivindicar raigalmente lo esencial humano, lo permanente y vertebral en que se descubre su ontología y a la vez su historia, rescatándolo de la anécdota, de la moda, de las pasajeras veleidades con que individuos y grupos caen en la banalidad que gobierna en gran medida el destino del hombre y se complacen en suplantar lo sustancial con lo accesorio y adventicio en un proceso de empobrecimiento del acervo entitativo de nuestra especie.

En este contexto de aproximación unamunesca habrá que distinguir entre la tradición, así en singular, y las tradiciones; entre lo genérico y específico; entre lo que mantiene su unicidad ideal, y su manifestación histórica en la diversidad.

Las tradiciones son fruto de espíritu de los pueblos de su poder creativo y asimilativo, que revelan lo propio y rnanifestativo que poseen como sello original, indivi­dualizador, idiosincrásico. Se sostienen en los hábitos, costumbres y modalidades vitales, revelando las particu­laridades de sus respectivas culturas, sujetas -estas a condiciones de tiempo y espacio. Son relativas en cuanto a los valores locales que representan mientras que la tradición eterna pretende cierta absolutez no precisa­mente metafísica sino humana, puesto que se la vislum­bra desde y para el hombre.

Ninguna etapa cultural e histórica puede nacer por sí misma del ejercicio de una suerte de dinamismo autó­geno y suficiente sin dependencia vincular con la tra­dición eterna, ese trasfondo anclado en el pasado bien que ejerciendo diversas influencias y en diferentes grados sobre las generaciones sucesivas. Herencia social y cultural que define en una unidad comprensiva y sinteti­zadora las diversidades regionales y locales que se suce­den en nuestro vasto y heteróclito mundo. En tal senti­do la tradición eterna vendría a significar la suma presencia del hombre en el contexto histórico y la huella perdurable que así revela su plenitud entitativa, sus máximos atributos.

En esta doctrina, a nuestro modesto juicio, se po­drían detectar lejanos ecos platónicos, aunque más no sea en un orden puramente analógico en lo que con­cierne a la teoría de las ideas: el individuo considerado en sí mismo, en su biografía, en su desnuda inmanencia, vendría a corresponder a la imagen o copia desvaída y crepuscular de su correlato en el orbe de las ideas, en el topos uranus. Sería algo así como un tipo que se corresponde con el arquetipo que postula el "eidos" platónico, el que, dentro del esquema unamuniano vendría a constituir "el fondo del ser del hombre mismo", revelado precisamente por la tradición eterna.

La cultura es expresión histórica de funciones y requerimientos permanentes e irrenunciables de la con­dición humana. Los modos de ejercerlos y ponerlos en práctica se modifican sensiblemente con el correr del tiempo, aunque tales funciones y requerimientos siguen inamovibles a despecho de la historicidad humana. Así mismo los ideales experimentan mutaciones mien­tras que el primario impulso que los formula es siempre el mismo al través de la tensión dialéctica que se opera entre el ser y el deber ser. Se forjan mundos ideales por encima de la rampante realidad o a su vera, por imperio de los mejores pensamientos y la tendencia a buscar -con pertinaz afán- lo mejor y más perfecto con que colmar la ínsita menesterosidad de la criatura humana. El idealismo así entendido, como representación mental de modelos desiderativos se entroncaría con la tradi­ción eterna, donde se columbra lo mejor y a la vez lo esencial del hombre y sus obras.

 

 

 

 

 

 

 

 

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