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RENÉE FERRER

  VAGOS SIN TIERRA, 1999 - Novela de RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA


VAGOS SIN TIERRA, 1999 - Novela de RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA

VAGOS SIN TIERRA, 1999

Novela de RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA

Prólogo de José Vicente Peiró

 

Edición digital: 

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción, Expolibro, 1999.

 

 

- 1 -

 

     Guau, guauu, guau. La luna se ha levantado con su camisón de plata, mientras se atropellan los hombres en desbandada. Guau, guau. Otra vez los milicianos andan despellejando perros. Seguramente algún cachorro desatinado interpuso las ancas famélicas entre el apresuramiento de los urbanos y la resignación de la gente que partirá, al despuntar la amanecida, con destino a la frontera a poblar los campos de nadie; allá donde la tierra se resbala del horizonte sin saber a quien pertenece, y dicen que emite gritos extraños.

     El Gobernador había dispuesto que los Oficiales y la tropa remontasen el río hasta encontrar un lugar aparente que, cubriendo las poblaciones norteñas, pudiera servir de antemural contra las usurpaciones portuguesas; en tanto los futuros pobladores enfilaran por el Camino Real con su largo o escaso familiaje, más los animales requisados a los vecinos pudientes. Gente forzada, maliciaban algunos. Voluntarios, aseveraba la superioridad. De cualquier manera se les vería partir de aquí a poco agobiados por el peso de sus bártulos y empobrecidos por la tristeza de las despedidas.

     En la Provincia del Paraguay, todos sabían que ir al Norte era meterse en la boca misma de la muerte, con las penurias apretadas entre los dientes a lo largo de esos parajes desalentados por el abandono. A Chopeo, sin embargo, el enganche se le antojó el regalo que nunca le habían dado, y ya no se esperaba.

     Guau. Guau. El acoso, como un tigre al acecho, ojea, aguarda, se precipita. Hay una alternativa de ruidos y silencio al amparo de la oscuridad. Un hombre, a quien se le soltó la respiración, está tratando de ganar el monte; choca con los troncos que interrumpen su fuga, con el riesgo de caer en la celada, con el miedo que le envara los músculos. El negro noche del cielo, en el entretanto, se vuelve una lejía azul donde navegan los guiños indecisos de las estrellas.

     La noticia de la leva había llegado varios meses atrás, precedida por el encono de los cabildantes y la diligencia de un gobernador visionario. Bajo la resolana que achicharraba los naranjos en el cuadro de la plaza, se oyó la sorpresa del gentío contrastando con el pregón del bando. Las cabezas meneando una aceptación aparente. La remolona dispersión del vecindario desconcertado ante los preparativos imprevistos.

     Ahora, sólo se escuchan el sigilo, los aúllos lastimeros y, otra vez, el silencio. La dotación rebusca por las capueras; husmea en los ranchos, sacudiendo el descanso de unos y el insomnio de otros; extiende una nube de zozobra a lo anchoclaro del descampado.

     Súbitamente, una musitación extraña baja desde lo alto como una garúa pertinaz, como una conseja de anciana sabedora, proveniente del reverso impenetrable de la luna. Los hombres callan. Las mujeres rezan.

     Guau. Guau. ¿Por qué tendrá la milicia que destartalar a los perros con la culata irritada de sus fusiles? Como si ellos tuvieran la culpa de la deserción. Guau. Un estampido se prolonga sobre el sereno que argenta los pastos cuando casi es madrugada. Paulina, inquieta hasta hace un rato, duerme al lado de su marido dándole la espalda. Está lejos, perdida dentro del sueño, ajena al resuello de su hombre y a la angustia que trajina afuera. Su respiración remata, de tanto en tanto, en un suspiro que sumerge la estancia en una complacencia ficticia y transitoria. Lejos, un fogonazo estalla y se diluye en las sombras. Cerca, el ala de cuervo de su pelo ondula sobre las lomas del pecho.

     A Chopeo el vientre de su mujer le recuerda una sandía madura, que él se complace en golpear levemente, soltando el índice desde el pulgar para comprobar si está a punto. Ese presagio de rajadura le encabrita la sangre, donde empuja con más vigor que nunca la decisión de llevarla. La quiere. La quiso desde que la vio, inmóvil como un poste vestido de azul, y no era sino un par de ojos enormes contemplándolo con curiosidad frente a la iglesia. Cómo se reía entonces desde su distanciamiento precario, cuando él calzaba la bola en el balero, presumiendo de una habilidad infalible. Ahora se deleita con ese plin plin de la uña contra la piel tirante; sobre todo cuando ella se escurre fastidiada de su juego y de tanta espera. Insiste, sin embargo con placer en el redoble, seguro de que lleva adentro algo suyo que a nadie más pertenece, y que nadie le podrá arrebatar.

     Distante, la luna parece el ojo de un oráculo escrutando el sentimiento de los hombres. Los tropezones del fugitivo, el forcejeo, el aullido de los perros, son tarea cumplida, noche vacía. Pero ella, tan inmersa en su aislamiento, tan ajena a su suerte, continúa perdida por las picadas del sueño.

     El destino es el Norte, repetían los varones ansiosos de intentar nuevos destinos. Como si conservaran en los pies el resabio del vagabundeo de sus ancestros; aquellas ansias de perderse y encontrarse aligerados del ayer y enriquecidos por inciertas contingencias. El norte es el destino, se oía murmurar a las mujeres con azoramiento. Es hermoso confiar en la ignorancia de la propia estrella, aunque ya esté guardada en la bitácora de algún dios improbable. Paulina no sospechaba que la habían enrolado para ir a poblar; allá donde los campos se caen de las pupilas de tan largos.

     El entusiasmo zapateaba por doquier. Pero ella escuchaba la euforia que el reclutamiento había encendido en Chopeo sin concederle ni un poquito de atención, porque conocía la facilidad con que se alucinaba frente a las empresas más dispares, que al inicio se mostraban una maravilla imposible, y con el correr de los meses se iban quedando en el puro esqueleto de la ilusión.

     -Hay tierra para todos, Paulina, y para mí también, para nosotros, para nuestro hijo. Extensiones realengas que buscan dueño. Algún día me llamarán Don, Paulina, y dejaremos de ser unos vagos sin tierra, malentretenidos desparramados por terrenos ajenos.

     Ella lo miraba con la conformidad de los incrédulos, sin replicar. ¿Acaso no sabían que a los pobres se les llamaba la carcoma de la Provincia, y que se los usaba donde hiciera falta?

     -Nos prometen la tierra, Paulina, ¿te das cuenta? Tierra para chácara y para puesto de estancia, y hasta un solar para vivienda-habitación en la villa. Ya no vamos a ser la sobra de nadie. Las argumentaciones de Chopeo se inflamaban como incendios espontáneos, sobrepasando el son del mazo y el aletear de las gallinas sobre los granos esparcidos.

     La oposición de la mujer enrojecía. Zorro y previsor, él decidió no alertarla hasta que la marcha fuera inminente, porfiando que ella haría al final lo que él quisiera, porque él era su hombre, y para eso fue el trato. Ya se va ir anoticiando cuando casi estemos saliendo, cumplida la convocatoria de rigor y la última lectura del bando en el atrio. Entre tanto el pueblo fabulaba: que los destinados a la frontera desaparecen montados sobre jaguares voladores en las noches de luna llena; que se los roban los indios del Chaco para servirse de ellos como esclavos; que las víboras se tragan entero al semejante cuando hay amenazo. Y las cabelleras de los sacrificados quedan ondeando frente a las tiendas de los idólatras. Paulina le repetía estos casos con temor de que la boca se le diera vuelta.

     -Agüerías de vieja que no vale tener en cuenta -mascullaba él, más resuelto que nunca a beneficiarse con el repartimiento.

     -Chopeo, haceme caso. Tenés que llevar en cuenta lo que se murmura.

     -¿Cómo podés creer tales patrañas? Yo quiero algo mío, y no va ser la tembladera de mi mujer el candado de esa esperanza. Cuando me den mi lote, y me afinque en mi propiedad, ya no voy a ser un arriero de mala muerte, un arrendatario miserable de los pueblos de indios o un conchabado de los poderosos. Voy a cercar la parcela que me toque como hacen los principales, y plantaré muchos liños de mandioca y de maíz para que nuestra olla nunca esté vacía. No hay que creer lo que se inventa, Paulina.

     Ella rezongaba, discutía, sollozaba, por último, enmudecía. Él, taimado, guardó el secreto hasta el fin, evitando de esa forma el llanterío prematuro de la separación, la alharaca de la mudanza, los plagueos de la parentela. Pero hay un punto en que las decisiones sólo pueden cuajar o dejan de ser. Este día, no bien se despertara, tenía que contarle que se apuntaron para ocupar las leguas dejadas por los mbayaes después de las últimas expediciones punitivas de los criollos. Esa tierra ávida de cerco y sementera, disputada palmo a palmo al infiel.



- 2 -

     Bernarda tenía unos ojos inmensos que hurgaban en el mismísimo fondo de cualquiera que lograra atajárselos; una manera desconcertante de dejar el cuerpo como al desgaire, mientras se perdía en los laberintos de la imaginación, abismándose en ese conocimiento inquietante, que todos ignoraban dónde comenzaba y hasta cuándo podía durar. Porque Bernarda percibía las cosas mucho antes que sucedieran; antes que fuesen siquiera un designio en las agujas del tiempo. Seria, sin cobardía, con una precisión infalible, anunciaba el futuro, no obstante el azoramiento o la repulsa de los demás. Así sucedió con las langostas que se comieron chirichirí chirichirí las matas del mandiocal hasta semidesenterrar los tubérculos; así con la epidemia de viruela, que empezó con una señal extraña y terminó con la mitad del vecindario; así con el hijo de Celsa, que vino al mundo con la cabeza desproporcionada y una sonrisa boba prendida a los ojos de la madre.

     La noche en que nació, el viaje llevaba apenas unos días de estrenado. A poblar era la consigna. A poblar los territorios vírgenes y despoblar los maltrechos. Entre jubilosa y taciturna principió la partida, con el caserío indolente rematando las miradas al filo del amanecer, y el Real por delante. El aire, resquebrajado por el rechinar de las carretas, se llenó de expectativa como si estuviera por parir. Un loro de ojos fijos escupía una sentencia indescifrable prendido a un aro que oscilaba como un péndulo. Algunos niños reían sin entender nada, otros lloraban soñolientos. No faltaron las voces plañideras y la bendición del Cura. Los picadores azuzando la pachorra de los bueyes, movieron finalmente la caravana. Adiós, adiós. A Dios, ¿le importarían los hombres que buscan tierra? Paulina, presa del resentimiento, se dejaba zarandear de un lado a otro, sin hacer el menor esfuerzo por mantenerse derecha sobre la tabla que le servía de asiento. Si alguna vez tuvo el adorno de la fe, ahora sólo le quedaba el despojo de la desesperanza.

     Una vez atrás las últimas compañías desvencijadas por la miseria, se irguió el monte como una catedral de sombra. El carretaje, vacilando al borde de los zanjones abiertos por los raudales, se adentró lentamente en el sendero de la costumbre.

     Al punto comienza el destronque, tum, tum, tum, arremetiendo contra el corazón de la selva.

     -Hay que tirar una picada ancha lo suficiente como para que pasen los bueyes -ordena el Sargento Mayor, caracoleando sobre su alazán requemado. Desvirgar la espesura es tarea formal incluso para los hombres más forzudos. Se trabaja con morosidad: el machete contra la maraña y ningún comentario. Ojó, ojó, ojó, se golpea el lomo de las bestias evitando que las gane el sopor del anochecer. El yugo se tensa hasta arrancar las ruedas del lodazal, enderezando los ejes inclinados por el peso de la chicuelada, del mujerío y de los bártulos.

     -Kachá kachá -los hombres picanean las mulas que siguen el tranco cansino de la expedición. Yacaré ladra al lado de Chopeo, se adelanta, olisquea, resiste el temporal, que se instala definitivamente en la noche. El avance es laborioso; el parto inminente.

     Los gemidos de Paulina mueren contra el toldo de cuero, alertando al grupito que dormita sobre el plan del carro. Tan pronto como se percata de los dolores de su mujer, Chopeo corre en busca de Cayetana, que se acerca como si la lluvia no pudiese tocarla, consciente de que no sirve dejar sola a una parturienta en ese trance.

     Mientras las horas se demoran nada se puede hacer salvo esperar.

     La voluntad empuja la multitud hasta el claro del bosque, donde finalmente se levanta el campamento: la animalada, contra el perfil de los árboles; en el centro, un fuego que se empecina en pervivir; en cada pecho, la incertidumbre.

     Cuando el cielo dejó escurrir las últimas gotas, un alarido anunció el término del dolor. El follaje se emblanqueció de repente y un destello certero como un puñal penetró hasta donde jadeaba aún la madre primeriza, cortando el cordón umbilical antes que la comadrona atinara a liberar una vida de la otra.

     -Kuñá-grazna la mujer, espantada ante el suceso, en tanto Paulina se deja resbalar hacia el entresueño.

     -Kuñá, kuñá -repite el loro con un dejo de malagüero en su voz de lata. Con la mirada desalentada puesta en el sexo rosadito de la niña Chopeo patea al perro, que empieza a aullar largo como si buscara dueño. En la frente de la recién nacida se colorea en ese instante una mancha, que se ramifica igual que un manojo de lagartijas, ensombreciéndole el ceño. El miedo abre una brecha en el ánimo de los presentes. Una misteriosa admonición invade la intemperie:

     -Un galope siniestro avanza desde el horizonte. Desde el confín tramonta la desgracia. La desgracia arrebata la simiente. La simiente vegeta en el territorio de la desgracia. Han nacido los ojos de la noche. La lechuza abre los ojos. La lechuza pernocta en el lecho de la noche.

     Nunca se supo si aquel anuncio surgió de la frondosidad o bajó del firmamento, y mucho menos si fue una malavisión, que llegó rebotando desde los círculos del infierno. Pero congeló el ánimo de Cayetana, que limpiaba los vestigios del parto, azorando la paternidad de Chopeo y los intentos de Paulina por acallar a la criatura.

     Tres veces se repitió la letanía, hasta que la luna se cubrió la cara con un velo de nubes, como avergonzada del vaticinio.

     -Te vas a llamar Bernardita -decidió la madre, con los labios pegados a la mejilla de su hija, que le buscaba ansiosamente el pezón.



- 3 -

     Sobre aquella pura piedra que le asignaron en el repartimiento, Chopeo levantó su tapera amparada por la soledad. Antes del ocaso, se podía ver el humo del fogón deshilachándose en el cielo como una rúbrica de vida que se resistía al desvanecimiento. En un catre de trama dormía la niña; sobre un cuero de vaca se echarían ellos dos.

     Paulina rumiaba su encono mientras hervía el resto de la provista traída desde la Cordillera, donde antes tuvo vivienda y enramada, chacra linda, sus muchas primas, y quebrantos atenuados por la alegría de encontrarse juntas. La jarana, las idas al arroyo y el cotorreo sobre las intenciones de cada quien, eran la diversión habitual.

     -¿Por qué nos tuvo que tocar esta tierra seca como charque, donde ni una mata de alivio va prender? -rezongaba pensando en la arenisca que resbalaba hacia el fondo de los surcos. Chopeo nunca había mostrado habilidad para conseguir las cosas. Se achicaba frente a los agentes del Gobernador ¡igual que un perro apaleado, tanto como se alucinaba con proyectos que le sorbían el cerebro, haciéndole creer que ya eran realidad tangible entre sus dedos. Imprevisor, maniabierta, novelero, así era Chopeo. Pero porfiado como ninguno, porque en lo referente al viaje no cejó un ápice en su propósito de partir. Hombre terco, mujer sumisa, debe desposar.

     -¿Cómo vamos a tener algo si no nos arriesgamos a dejar lo que tenemos? No entendés. ¿Y qué es lo que tanto vamos a perder, si ni siquiera nos alcanza para pagar el canon del arrendamiento?

     -Ni nunca para dejar el valle donde nací -le retrucaba ella, desafiando sus ojos arrebolados por el espejismo. Ahora, los plagueos eran lataparará en sus labios, porque cuando las cosas ya están resueltas es mejor no gastarse la lengua.

     Aceptaron la tierra creyendo que estaba cerca, sin que se les ocurriese contradecir a la autoridad. Bastó mirarle la cara para confirmar que era un erial. Cuando se quejaron, el Comandante, tragando leguas con los ojos, les cortó de plano:

     -Conque no les gusta, eh. Sepan que los solares que trazan la plaza son para la Iglesia, la Casa Parroquial y la Comandancia, y los otros ya están reservados para quien tenga la capacidad de levantar una vivienda de alguna proporción. Las peonías aledañas son para personas de mucho merecimiento.

     ¿Tengo yo algún merecimiento? se preguntó Chopeo, minimizándose en tanto se encrespaba el vozarrón.

     -Así que por esos lados nomás sobra la tierra. Y agradezcan que les toca una porción avaluada en reales por la mucha distancia y la flaca calidad del suelo, que si fuera en pesos plata ni el impuesto iban a poder pagar.

     El Comandante soltó la arenga sin una pizca de sangre en la cara, golpeándose las botas con el rebenque de mango enchapado, como si no supiera que a todos debía tocarles, por igual, parte de lo más bueno y de lo peor, según mandaban las Leyes de Indias.

     Entonces se enteraron de que debían abonar la media annata antes del otorgamiento de la Merced Real, la cual requería, para más trámites, la confirmación de la Corona. Chopeo no podía con el abatimiento. En resumidas cuentas la propiedad no pasaba de ser una simple asignación verbal, precariamente amojonada después de unas mensuras inciertas. Amilanado por el tono del Jefe Político, agachó la cabeza. Estaba cantado que este hombre anotaría en el agua las peticiones del pobrerío. Paulina, en cambio, le acertó la mirada con el dardo de sus ojos, iniciando un duelo que, mucho tiempo después, no tendría trazas de amenguar.

     Le daba rabia. ¿A quién iba a engañar con su discurso? ¿Acaso los militares y los hacendados de caudal no se quedaron con las mejores tierras? ¿Y tanta como se les antojó? Ellos sí consiguieron leguas largas para puesto de estancia, lotes para chácara en varios sitios, y solares de muchas varas en el cuadro de la plazoleta, sin requisitos ni restricciones. Para ellos no faltó tierra linda, grandegrande, cercana a la aldea, con aguadas, monte al fondo. Paulina no podía conformarse de haber dejado sus cositas por aquella cantera desamparada de Dios y de toda civilidad; protegida nada más por el olvido.

     La noche en que llegaron con sus pocos utensilios y sus múltiples afanes, los lloros de Paulina regaron la ciega inmensidad, la campiña, el recuadro mínimo donde amontonaron sus pertenencias. Entre que ella improvisaba el lecho, Chopeo contemplaba la luna a punto de caer en las fauces de unas nubes tronadoras, sununú por el norte, sununú por el sur. A lo lejos, las sombras. A la vista, ningún candil. A unos pasos, la llama evasiva, que mantuvieron para defenderse de las fieras, evitando de esa forma quedarse enteramente dentro de la incertidumbre.

     De pronto, Yacaré se precipitó al centro de la noche. Un aullido gris se elevó lentísimamente hacia la luna aureolada de lluvia. Desde la floresta les llegó un eco ininteligible parecido a un coro de sombras, que se fue aclarando hasta adquirir una precisión escalofriante.

     -La soledad avanza desde el horizonte; se desparrama y cae sobre los hombres. La soledad circunda el fuego. En el fuego arde la mata. La mata muere en la piedra. La piedra vive en el alma. La desgracia seca la simiente. La simiente vegeta en el territorio de la desgracia. Los ojos de la lechuza se abren en la noche. La lechuza pernocta en el lecho de las tinieblas.

     De improviso a Paulina se le agrandó la voz. El grito desbordó el terror, abarcando el terreno pelado, la fogata, el malezal; por último el cielo, que se había cargado de borrasca sin que se dieran cuenta. Bajo la furtiva claridad de los relámpagos Chopeo llegó a trompicones hasta el resguardo: un horcón y dos tapias todavía sin techar. Sununú por el norte, sununú por el sur. En una esquina vio a su hija durmiendo sobre un lienzo blanco, y, encorvada sobre el cuerpito, la desesperación de su mujer.

     -Agua, Paulina. Hay que tirarle agua, no sea que le suceda lo que al angelito de Cañada Aldana.

     -Agua, Chopeo, agua -coreó ella en el colmo del desatino-. Un reguero de hormigas negras cubría las piernas y los brazos de la inocente, dejando al aire escasos lamparones rosados. Por algún sitio debe haber agua, pensó, gritó, imploró, acordándose finalmente del manantial, que rumoreaba a varias cuerdas.

     Los agoreros proclaman que nada es fortuito o singular; que los hechos por unívocos que parezcan se reiteran cada cierto tiempo para que los hombres, ignorantes de su suerte o de su desdicha, los corrijan o los disfruten como si fuesen nuevos. Aquella atardecida se repitió un hecho que más de un escribiente contaría al compás de los siglos en un país con nostalgia de mar.

     Hacia una Compañía tributaria de los Altos o tal vez sobre la ribera del Tebicuary, en un lustro que ya nadie se atrevía a precisar, las hormigas negras terminaron con un párvulo en menos de media hora, mientras los padres mascaban el tasajo de la cena. En puro hueso le dejaron, excepto la cara que le quedó enterita, con las mejillas sonriendo como dos mangos rosa debajo de las órbitas. Le vistieron de celeste, igual que la Virgen, con una cruz de palma y un lirio entre las manos. Tendido en la caja blanca, y rodeado de ilusión, parecía como si el mismo Niño Dios se hubiera muerto contradiciendo el Catecismo de San Alberto. Al poco tiempo le crecieron alas a la fe y comenzaron a verse hileras de peregrinantes trayendo ofrendas al Kuruzú Infante, a todas las cruces que empezaron a surgir en distintos parajes.

     Aquella noche, mientras se desplomaba el cielo, Chopeo y Paulina velaron la historia de aquel niño muerto, abanicando agradecidos el sueño de su hija.



- 4 -

     Era tal vez la primera quincena de diciembre, porque los melones ya aromaban sonando como tambores antes que los rajara el verano. Entonces Paulina cayó en la cuenta de que no faltaba nada para Navidad. Con razón le empezaban a picar las ansias del regreso.

     Allá en Celador quedaron su madre, soberana en la pobreza, la tumba del hombre al que llamó Paíno, quien había dejado el pellejo en la defensa de Arekutakuá cuando los indios chaqueños asolaron el valle entero. Y sus primas, sus muchas primas. La menora matrimoniada en cuanto la sacaron de los yuyales después de la desaparición del rancho lindolindo, donde los malvones colorados reventaban entre las hojas gordas. La abuela se lamentó a los cielos cuando la nieta se perdió, poniendo a Paulina como ejemplo, porque había salido bien de su casa y conservaba su capuera aprolijada.

     -Para qué me dio Dios lo que tengo si no es para mi deleite -se atrevió a protestar la muchacha cuando la vieja arremetió a guachazos contra ella, enrostrándole su atrevimiento-. Zafada imposible, mientras yo viva no vas a andar por tu cabeza -le gritó zarandeándola del pelo. Pero la chica hacía tiempo que andaba a su gusto y paladar según le trinaran las ganas.

     Fue entonces que a Chopeo le empezaron las alucinaciones. A veces de madrugada, otras a pleno sol. Principió a soñar que llevaba unas botas de caño largo y que lo llamaban Don, y cuando se despertaba del susto le salía del pecho un ronquido que terminaba por ramificarse en un hipo atropellado y sin consuelo; porque ciertamente aquellas cosas sólo podían sucederle en el sueño; en el sueño que los demonios le ayudaban a soñar.

     La regularidad con que el administrador se presentaba a cobrarles el canon; la manera que tenía de desensillar el montado, como si hasta el cántaro del corredor le perteneciera, le ponía los dientes como un puerco del monte. Cuando eso sucedía; tan pronto como reconocía la cabalgadura manchando el horizonte, agarraba la limeta de aguardiente y, dejando que ella lidiara con el recaudador, se largaba hacia los fondos: no fuese a escucharle rezongar, y arrease nuevamente con él, doblándole el servicio militar en obras públicas, sin importarle que hiciera unos meses de su licenciamiento.

     Aplacada la polvareda, recrudecían las quejas.

     -No echas de ver cómo abusan de nosotros. Nos juegan sucio, Paulina. La autoridad siempre le juega sucio a quienes están jodidos por la miseria. Todo les tenemos que dar: para la Iglesia el diezmo, el grueso para la Administración, los frutos en su punto para el patrón. No importa cómo se llame: cura, oficial o encomendero. Y a nosotros sólo nos quedan las sobras. Demasiado pesada se está volviendo esta vida, Paulina.

     Ella oía su protesta superpuesta al pom, pom, pi, pom del mortero, entendiendo que era inútil contradecirle.

     -Escúchame, Paulina. Tenemos que dejar este valle. Nos van a repartir la tierra. Nos van a ubicar en una extensión el doble de grande de la que alquilamos acá. Voy a ser mi propio dueño, Paulina, ya vas a ver. -Aunque se le vidriaban los ojos, ella no estaba tan segura como para seguirle el tranco a su ilusión. Pom, pom, pi, pom.

     -Vamos a ser dueños de un solar para vivienda y otro para chácara, y tal vez un puestito de estancia, si nos va bien. No importa dónde, Paulina. Un lance de techo pajizo te voy hacer, mi reina. Creeme, por favor.

     Cuando la dádiva se presenta demasiado buena es cuando hay que desconfiar. Paulina tenía demasiado pruebas de la versatilidad con que proliferaban las fantasías en la cabeza de su marido. Sabía también que estaba harto de ser un desheredado, y eso lo podía entender. Harto de ver cómo el sustento se les escurría por el embudo del arrendador; harto de hincar la horqueta en el surco para que otros se aprovecharan del producto de sus sementeras. Y de correr en defensa de los pasos a su costa y minción cada vez que se desataba la voz de alarma, para después volver a cosechar la tierra otros. Y de sacudirse la indigencia con esa naturalidad sabida, como si fuera una zoncera sin importancia pasarse la vida trabajando para los demás. Pero la vida no es tan verosímil como los sueños. Eso Paulina lo comprobó también. Y cuando uno ya tiene su comodidad, aunque sea en predio ajeno, pensaba, el desprendimiento es difícil.

     Chopeo comenzó a desvariar desde que se leyó la convocatoria frente a la iglesia. Se le dio por remedar el silbo del chogüí, levantando una pierna y agitando los brazos como si fuera a emprender vuelo. Cuando Paulina escuchó aquel anuncio se le enfriaron los huesos y trató de no pensar. Pero no pudo dejar de reír ante la gracia de su marido, porque realmente la semejanza era impagable. Chogüí, chogüí. Aunque la mayoría de los vecinos se resistía al traslado, considerando que la empresa era una locura, Chopeo intentó vencer la repugnancia de su mujer con sus remedos y sus arremetidas de varón. Lástima que les dieron aquel pedregal, después de tanto empeño parodiando a los pájaros.

     Como ahora, el viento norte golpeteaba los postigos sin atrancar. Paulina rememoró el entusiasmo de su marido saltiteando, pororó pororó, a su alrededor, y tuvo rabia. La cercanía de la Nochebuena le soliviantaba los recuerdos. Desde el matorral llegaban los silbidos solitarios del chogüí, reavivando los días previos a la partida, las siestas pleiteando sobre los inconvenientes del cambio, las vigilias con el rosario en la mano, intentando que el Santísimo se pusiera de su lado.

     Chopeo hizo cuanto pudo para convencerla de que tenía razón. Trató inicialmente por la vía de la ternura. Qué gusto da escuchar que le rueguen a una: Por favor, Paulina, aceptá lo que te pido; no vale desperdiciar esta oportunidad. Yo no quiero morir en tierra extraña. Pom, pom, pi, pom respondía el mortero. Al rato volvía a la carga con insistencia. No voy a terminar sin un papel que diga que el suelo donde vivo es mío. Sé buena, Paulina, por favor; no sirve que me trates así. Pom, pom, pi, pom. Su intransigencia le enfurecía, pero qué se cree esta mujer para contrariarme, maldecía, sobre todo cuando se quedaba impávida como si sus palabras no la tocaran. Entonces se enfureció, amenazándola que si él quería iban a ir, porque era su mujer y ella no le iba a decir lo que tenían que hacer.

     -Vos sos la que me sirve y tenés que llevar en cuenta lo que yo digo. Necesito urgente mi tierra, y nadie me va atajar. -Cuando recurrió al desamor, Paulina transigió.

     Ahora, con las fiestas próximas y los frutos perfumando la resolana, aquel conflicto escasamente apaciguado se había convertido en una iguana vengativa que amenazaba con deglutirla salpicando la tarde de ponzoña.

     Le daba inquina pensar en su pueblo, donde sus amigas muy pronto iban a poner el pesebre. Aprovechando el calor de la siesta y la modorra de las viejas, se internarían en los matorrales aledaños para tronzar los gajos de hojas brillantes. Por delante, las muy pícaras. Los mancebos, con los machetes cantando y las manos atrevidas, por detrás. Volverían al atardecer, con la luna grandegrande suplantando al sol: las risas desgranándose en las bocas como mazorcas maduras; los cachetes enrojecidos frente a la ansiedad que su tardanza había provocado. ¡Cómo si no se supiera de dónde venían! Al rato estaría lista la gruta para albergar al cándido San José, a la Virgen amantísima ante los Reyes Magos, y a las manitas del Niño, extendidas entre los dos. Una estrella de latón sobre el follaje, y en la arena los pastores con su rebaño distraído. No faltarían las constelaciones de papel y los huevos pintados, además de un ángel con su trompeta de barro en las alturas. Mangos, uvas negras y piñas en los canastos cargarían el patio de fragancias contradictorias. Un burro, una vaca y un espejo simulando un lago completarían el nacimiento. Y ella aquí, afuera de esa algarabía.

     Paulina miró hacia atrás, centrando el pensamiento en aquel trozo de vidrio, como si el iris de sus ojos fuese el reflejo de un agua negra, de un presentimiento tardío. Escudriñó el pasado ingresando por esa puerta de plata a un después lleno de inquisiciones y de vagas esperanzas, sin calcular cuánto aguante le demandarían las circunstancias. Su antiguo mundo estaba allí, como si pudiera tocarlo. Se le achicó el corazón al recordar el aroma de la sopa Paraguay, impregnando la tarde con el anticipo de su sabor dichoso. Las gallinas, adobadas con ajo, comino y limón, esperando turno para dorarse en el horno de barro, y aquel está muy lindo tu pesebre, que repetían las vecinas en su recorrida por las casas adornadas de flor de coco, eran escupitajos de un ayer entrampado. Ahora, el tatakuá, con su bóveda de adobe, ya no era el refugio de sus zafarranchos infantiles, ni el nido gigante de hornero presto a cocer los manjares de las fiestas. No. Ahora aquella soledad sin cercos, donde hasta los pájaros cantaban sollozando, le amargaban el paladar con un gusto a tabaco demasiado mascado.

     ¡Qué importaba que la tierra fuera de ellos si andaba reseca como una lechera sin cría! ¿Qué sentido tenía haberse mudado tan lejos para triturar cal entre las muelas? Cuando la resignación se vuelve una segunda piel es inútil pleitear contra el destino, de modo que Paulina, con la repetición de las estaciones, se fue acomodando a la idea de que así nomás tenían que ser las cosas, y volvió a sonreír.

     El desencanto no pudo con la porfía de Chopeo, quien se empecinó en conseguir un folio con su nombre y el sello del Gobernador, que atestiguara su legítima propiedad sobre aquella tierra desprometida.

     En fin, cada hombre tiene su manojito de virtud. Imprevisible, versátil y negligente ante los esfuerzos largos; novelero frente a los emprendimientos insólitos, había sido siempre, aunque avezado en la cama y galante, como son habitualmente aquellos que aligeran en unos minutos el peso de cualquier defecto. Nunca se negó a hacerle el amor por la siesta, o a marchar a la misa del gallo sin mucha unción pero con el ánimo jocundo, así tuvieran que caminar varias leguas hasta el Oratorio, y mucho menos a frecuentar las tómbolas que se instalaban en las compañías cercanas durante las festividades religiosas: el sombrero pirí dando vuelta en las manos y la tentación de meterse en las corridas saltando las vallas de los torines. En cambio, en lo referente al enrolamiento, se agenció para salirse con la suya, repitiendo que él quería sin falta su papel; un documento oficial que me ate a los cercados, y ya no me los puedan quitar. Ella no logró convencerle de que los papeles, aunque llevasen firma y rúbrica, sólo servían para prender fuego si contradecían el capricho de la autoridad.

     Mientras aguardaba su regreso, Paulina revolvió en el karameguá de los recuerdos. Rebuscó con detenimiento en el fondo del viejo baúl; desapilonó los trapos que olían a pacholí ; desdobló las ropitas de Bernarda, un escapulario de su madre, el jazmín mango de su ramo de novia, encontrando finalmente el atado minúsculo. Lo sostuvo cuidadosamente y lo contempló con fervor. La bayeta desteñida emanaba un perfume triste, un dulzor parecido a la parralera que se quedó sin frutecer en el patio de atrás de su memoria. Desenrollando el género impregnado de humedad, contempló la figura de greda, los deditos quebrados en las manos sueltas, la sonrisa de los dioses que se encarnan para amar. Lenta, acompasadamente, la congoja comenzó a fluir de aquellas curuvicas mientras ella iba recomponiendo sobre una tabla que oficiaba de repisa el cuerpo de aquel niño que había salvado al mundo.



- 5 -

     Al poco tiempo de levantados los primeros lances, las relaciones entre los indios mbayaes y los nuevos colonos comenzaron a enturbiarse. A los ataques sorpresivos seguían las persecuciones implacables. Al latrocinio y al acoso, la defensa y el escarmiento. Las bandas avestruceras, que se fueron retirando de a poco pero inexorablemente de sus asientos primitivos hacia los presidios portugueses, pendulaban entre los desalojos sorpresivos y las visitas rapiñeras, desde la depredación a la masacre. Las ansias de dominio de la Corona trastornaron la prudencia de los súbditos. Incitados por ocultos propósitos, los lusitanos pactaron con el peligro y durmieron con el beneficio. Con hierro y espejos, plata y abalorios, seducían el ánimo de los idólatras, hostigándolos contra los españoles, que, ladinos, también sacaban su provecho. Si al inicio buscaron el trueque de hachas y telas, más tarde exigieron armas de fuego y parte de su hacienda como garantía de una pacificación que portaba en sí misma el germen de una arrogancia visceral.

     El interés suele embozarse en una piel de asno. De tanto en tanto arribaba a la Villa algún macatero de Albuquerque, obsequioso y sagaz, quien con el pretexto de comerciar pólvora olfateaba el movimiento de la tropa. Ojos en las espaldas y orejas en los pies. Entre rondas de caña blanca y partidas de naipes se apropiaba de los secretos de la población desguarnecida. No pasaba una semana del cazurro merodeo sin que aparecieran los salvajes imponiendo el cautiverio y la desolación.

     Nadie tuvo sosiego en los años iniciales y mucho menos después. Las treguas y las contiendas se produjeron con la regularidad de los sucesos corrientes. El ataque o la defensa era casi un juego al que se iba alegremente para perder la vida o ganar un potro.

     Luego del último contraataque, todos temían en Rincón de Luna que la venganza no se haría de rogar. La estrella caduvea fosforeció al poco tiempo con su fulgor de muerte.

     Aún flotaba en el aire la humareda de la devastación cuando un lenguaraz esparció la noticia: no más paces con los blancos ni tratos con los militares doble cara. No más pactos con el Comandante traicionero, como cuando se levantaron las chozas iniciales, ni permutas de chacareo para asegurar la angustiosa tranquilidad. Tampoco la exigencia de un tributo en vez de la depredación, ni la complacencia en las dádivas, y mucho menos el rescate de bagatelas. Nada. Ni acuerdos con los criollos, ni misericordia. Sólo muerte y más muerte sobre muerte, pregonaban los oradores enarbolando las mazas emplumadas.

     La luna se levantó azulada con su camisón de plata como acudiendo al llamado largo de los perros. Desde los poblamientos colindantes con el infiel se escuchaba el trajinar de las mujeres en torno a los fogones. Y en la casa de las plegarias, las voces viriles entonaban himnos sangrientos. Guerra al salvaje blanco. Guerra al extranjero robador, guerra al que descuartizó nuestros cuerpos, los cuerpos de nuestros muertos, el hálito manando de nuestros cuerpos. Guerra y esclavitud a sus mujeres; contentamiento en la íntima humedad de sus mujeres.

     Los chamanes en estado de trance profetizaban el encarnizamiento y el rapto, la embriaguez para olvidar. Guerra y suplicio al extranjero que dejó a la deriva las almas externadas de nuestros muertos. Vagando por los cementerios comunales el hálito de los muertos. No pudiendo llevarse la tierra que los criollos les quitaron con engaño, dejarían sus despojos oreándose al sol para banquete de los cuervos. Sus hijos serían esclavos de los caprichos de sus hijos, con el bastón de la obediencia insertado en el cuerpo, vivirían aborrecidos por la tribu.

     A dos meses del desalojo de sus campos de Agaguigó ya estaban los mbayaes sacudiendo el aire con sus gritos de guerra. No era un malón, ni un puñado de lanzas, ni una parcialidad aislada, sino la nación entera arrasando la campiña desde la otra orilla del río Paraguay. El entrevero de voces y de cascos galopando no dejó un potrero sin saquear, un solar libre del fuego, una familia sin duelo. Los parajes de Netaqueja, Naranjaty y el Saladillo, y hasta el propio distrito de la villa, temblaron a merced del invasor.

     Como lo habían vaticinado los hechiceros, los mbayaes dejaron los campos desmochados, desbaratando la colonización a lo largo del Aquidabán. Ningún mugido en las dehesas, ninguna fogonera encendida en las estancias enhebradas a los caminos, ningún torín colorido ceñido de risotadas; sólo el canto de un pájaro resucitando el susto cada vez que se aproximaba la cerrazón.



- 6 -

     ¿Cómo podría borrarla de su recordación, pensarla del revés, o no pensarla, con aquel gesto entre asombrado y absorto, ya del todo irrevocable, el día en que olfateó la inminencia de la invasión de langostas? ¿Cómo salirse del pavor que lo encapsuló al verla caer en la clarividencia? Chopeo conocía demasiado los indicios temibles en el rostro de su hija. Cuando Bernarda tenía una premonición, cuando empezaba a echar raíces en el ojo de la frente, sus mejillas adquirían una palidez lunar y las pupilas un resplandor de orate.

     Poco antes del despertar de las cigarras, pero bastante más acá del atardecer, lo recordaba claramente, Bernardita, prisionera de una compulsión inexplicable, empezó a caminar de un extremo a otro de la capuera que ya enseñaba unas hileras novicias. Anduvo entre las plantas de maíz. Indagó con los ojos ciegos de tanto ver; husmeó en las nervaduras de las hojas y en la intimidad de las chalas, internándose entre las melgas como quien entra al enigma. Cierto sonido empezó a crecer hasta abarcar la totalidad de la tarde, corroborando la ambigua certeza de algo que les caería encima; algo que palpitaba en la cara del sol y la entresombra, saturando el aire de un olor genésico y destructivo al mismo tiempo. Chopeo lo sentía en el pecho, y en el quejido de las cortezas que el calor resquebrajaba, sin acertar la dirección. Antes que Bernarda pronunciara una palabra, percibió en las aletas de su nariz un temblor que adelantaba la gravidez de la naturaleza; un amenazo que no provenía de lo alto, ni presagiaba tormenta, pero se advertía en la hinchazón enrojecida del poniente, en los tumbos que la angustia le daba en el corazón. Cuando la niña se desbarrancó hacia el porvenir, su padre se encaró con el miedo. Era evidente que los hechos se oreaban antes de suceder.

     -Una nube verde lino tramonta la distancia llegando hasta nosotros. Una nube zumbadora se acerca con la avidez de una fiera. Se estaciona sobre las plantaciones vacilantes. La virazón se cierne sobre las siembras. Un hambre se avecina precedido de cachetadas verdes. Chas Chas. El hambre, sobre unas patas quebradas, salta el monte y se queda entre nosotros.

     Monocorde y obsesa, Bernardita repetía la misma sinrazón sin que nadie le rastreara el sentido, salvo Chopeo que escudriñaba el firmamento sospechando que el peligro estaba cerca. Chas. Chas. Chas. Terminado de pensar, ya estaba sucediendo.

     -Langosta, langosta -comenzó a gritar la chicuelada. Golpeteando la perezosa floración de las capueras se amplificó el ruido de las alas contra el viento, el incansable chirichirí de las mandíbulas devorando los brotos hasta dejar los troncos esqueléticos. Liño a liño, las verdesperanza arrasaron con el maizal, tirando a ras del suelo los ojos desahuciados de la gente. El aroma a savia y la prolija masticación de la plaga se entremezcló con la letanía que Bernardita no paraba de barbotar.

     -Algo me tritura los párpados. No puedo ver, pero veo. No puedo oír, pero escucho. Oigo el mordisqueo que aniquila las mazorcas. Chas. Chas. Chas. Vuelan. Vuelan.

     -Langosta, langosta, que viene la langosta -chillaban los párvulos, entre divertidos y asustados, haciendo saltar la advertencia de chacra en chacra, mientras seguían el curso de sus vuelos desparejos.

     Durante horas, los labradores salieron en bandadas a defender sus sementeras a golpes de palas y trapos mojados. Los insectos caían a millares, y a millares volvían a aparecer, hasta que voltearon de rumbo con sus cuerpos repletos, y el desbande se quedó preso en los ojos desquiciados del pobrerío.

     Nadie durmió en Rincón de Luna aquella noche. Algunos maldecían su suerte perra, otros sollozaban en silencio; la mayoría, labio contra labio, apretaba la impotencia frente a los cultivos mutilados.

     Cuentan que Bernarda, como regresando de una pesadilla, quedó postrada en los brazos de la madre por el impacto de su sabiduría. Y al amanecer, el lucero del alba -pupila inmensa de la noche- encontró a las familias velando la tierra baldía.



- 7 -

     El tiempo cuando se lo está mirando simula que no transcurre. Como un sabueso que pretende estar muerto se queda quieto. Nos engaña.

     Hacía días que Paulina lo aguardaba. Un poco frente al mortero, machacando junto con la cecina ese resto de esperanza que la vida le concede a quien ha perdido hasta el hábito de quejarse; otro, rumbeando hacia la isleta para avistar con mayor precisión el horizonte, sabiendo que cuanto más se alejara del rancho más cerca estaría de verlo llegar con la noticia. La confianza les renació después del pago parcial de la media annata en la última prórroga concedida por la autoridad.

     Paulina amaneció sin dormir. Ahora, entrada la mañana, con los quehaceres espantando de a ratos la preocupación de la tardanza, escuchó los cascos de Centrella costeando el potrerito. Al paso, al paso, al trote, al trote, al galope, al galope, al galope. Corrió a su encuentro; buscó dentro de la ceguera que imponía el sol la figura compañera, y retornó cabizbaja. Me equivoqué, con las ganas que tengo de que vuelva. Yacaré la oyó parando las orejas. Era obvio que la impaciencia la había traicionado materializando por un instante su deseo. Al galope, al galope, al trote, al paso. Ningún hombre a la vista. Nadie. Sólo el silencio cabalgaba hacia el silencio.

     En aquel instante y en otra latitud, emergiendo de la resaca del festejo, Chopeo se aprontaba a volver. Chogüí, Chogüí, silbó como el pájaro levantando una pierna y agitando los brazos con tal donaire que hasta plumas le hubieran podido crecer en los codos. No quería creer que aquella mañana oliera como cualquier otra, con el mismo viento chicoteándole los ojos desde el norte, porque ése era el día en que llevaba dobladito sobre el pecho su título de propiedad. Una letra atestiguando que un analfabeto como él era el legítimo dueño de sus sembradíos.

     El perro olisqueó en los pasos de Paulina el resabio de antiguas esperas. Quiso arrimarse, pero se contuvo. Desapareció después prudentemente, para volver al cabo a lengüetearle las piernas en señal de compañía, justo en el momento en que ella se quedaba inmóvil frente a un rosal siete hermanas, con la sonrisa enmarcada entre las palmas, porque un picaflor batía el aire introduciendo la aguja de su pico en los pimpollos. Alabado sea Dios, bendito sea, exclamó celebrando la presencia del sagrado emisario, mientras sus ojos se ponían a bailar.

     Disipadas las dudas sobre su suerte, supo lo que debía hacer. Pronto, Paulina, pronto, que el mensajero de la bienaventuranza se detuvo en tu jardín. Hay que preparar la sopa. Festejo grande tiene que haber. El maíz en el mortero, la leña en el tatakuá, en el cedazo la harina, los huevos en la batea. El queso desmenuzado, la cebolla transparente. Las brasas fuera del horno, la asadera en su interior. Ahora aún faltaba esperar el resultado de la diligencia, que sólo podía ser propicio, pues un colibrí había bendecido su rancho con el molinete de sus alas.

     Chogüí, chogüí, chogüí, trinaba la alegría. Demasiado esperó Chopeo esta ocasión pleiteando detrás del formulario, que ahora por fin tenía en sus manos. Inicialmente lo postergó la pobreza, las depredaciones de los infieles, después. Cuántas veces le aseguró a su mujer que con la plata de esa cosecha iba a pagar el gravamen, para que la tierra sea mía, sólo mía, Paulina. Cuando me veas aparecer con el oficio me vas a creer, descreída. Pero las monedas, como si le quemaran en las manos, se resistían a entrar en sus faltriqueras o se apresuraban a salir. Paulina ya no se fiaba de las rachas promisorias ni de las palabras tontas. Algún acontecimiento entrometido le desvalijaba siempre las esperanzas. No te preocupes, ahora nomás va cambiar el viento, le aseguraba él. En espera de ese viraje se sucedieron los espejismos: el mineral de yerba con sus fiados robadores, las marcaciones por las estancias seguidas de carreras cuadreras y aguardiente, y aquellos vagabundeos que le contagiaban la sensación de libertad que le oprimía el pecho hasta obligarlo a partir. Más las cargas públicas. Y la guarda de los pasos cuando la seca agotaba los pantanos dejando la cancha libre a los malones. Y los trabajos forzados por períodos más largos de los que mandaba la ley.

     La Ley. ¿Para qué sirve la ley? Ya se sabe que donde manda el Gobernador, los oficiales reales, o el Comandante -más aún si se encapricha en levantarle las polleras a tu mujer- poco importa la ley.

     Paulina comenzó a preguntarse si alguna vez llegaría una tardecita en que pudiera sentarse a matear oliendo a resedá y a descanso.

     Los años se fueron llenando de agujeros por donde se escurrió más de una vez la tinta del documento. Y ahora, ahora que Chopeo había conseguido el folio firmado; ahora que su nombre figuraba en el papel, y era el propietario indiscutido de sus labranzas, despierto ya de la curda soberana que lo tumbó, sólo quería volver a su rancho para entregarle a Paulina aquella hoja con el sello de la Gobernación, por la cual la había arrancado de su querencia siete años atrás.

     Los hurras de los favorecidos le sonaban todavía en la cabeza, entreverados con los residuos que dejan las esperas demasiado largas. Entonces se levantó, haciendo lo imposible para que no se le notara la borrachera. Ensilló su mulita; montó serio, y se despidió sonriendo, enfilando hacia los poblados de Costa Arriba, con un gesto de Don en el ala del sombrero, y un chiflido entonadizo, que se deformaba y se volvía a unir en sus labios según el sesgo que tomara el viento.

     Las acciones simultáneas que ocurren en localidades distantes generalmente no convergen, pero se anuncian por el tamborileo del sentimiento. Mientras Chopeo espolea su montado, Paulina canta. En tanto él canturrea, ella sancocha. No se ven, pero ambos presienten que están trayendo y esperando una misma alegría. Yacaré sabe también que si el horno aroma es porque habrá contentamiento y sobras abundantes para él. La cola le bailotea en el arranque de las ancas queriendo hablar. De pronto todo el rancho se destaca como recién salido de una luz más clara. Y es Paulina. Paulina con su risa dadivosa y los jazmines en el pelo y su vestido limpio, quien le pone semejante galanura a la mañana.

     -Ya vengo, ya estoy llegando. El anuncio repica entre las piedras.

     -Ya viene, ya está volviendo. Paulina le sale al paso con la guampa en la mano.

     Chopeo desmonta con lentitud, palmotea las ancas de Centrella, se enjuga la frente tirándose el sombrero para atrás, y con una dignidad reciente le extiende el pliego.

     -Paulina, aquí está mi papel.

     La Merced Real había sido concedida.



- 8 -

     Las mañanas que siempre fueron alegres para mí, durante la enfermedad de Bernardita, se volvieron una llovizna de melancolía. Me quedaba como apaleado entre las patas de la mesa sin prestarle atención a las guineas, o me iba a buscarle el lado a los guayabos con aburrimiento para volver después más liviano pero igual de triste. La escucho llorar desde mi cucha, y no sé dónde esconder las orejas. Los ojos se me cierran para no verla, y me entran chuchos cuando me acerco a oler el alcanfor que Paulina le colgó al cuello. Quiero saltar a su alrededor, pero me alejo notando que difícilmente se sostiene cuando la paran en la latona para los baños. Su cuerpo se está volviendo cada vez más ligero, más poquita cosa, como si fuera a desbaratarse al menor soplo. Penosamente tantalea y tengo miedo de que al despertarme se vuelva transparente, desapareciendo como las moscas cuando meneo la cola. Desde que le salieron aquellas manchas blancas, ya no come; sólo llora y se sacude como yo cuando no puedo salirme de un mal sueño. Casi no duerme, sólo tiembla. Delira, dice Paulina, con preocupación, pero yo no entiendo de alucinaciones, y me quedo dormido. Súbitamente sus gritos me hacen saltar. Abre los ojos desmesuradamente tapándose los oídos, y yo me asusto.

     -Alguien me lleva. Alguien estironea mi cuerpo. Alguien me espía desde atrás. Yo no le entiendo, pero sospecho que ve sombras entre las tacuaras, donde pasamos las siestas jugando a desaparecer. Se queja tanto que empiezo a creer que desaparecí también, como en el juego, porque no me ve.

     -Ayudame, mamita. Un silbido me persigue. Un silbido me apuñala. Se para detrás de mí. Me atraviesa la nuca. No me puedo mover. Me lastima cuando la oigo gritar y desfallece, apavorada. El silbido está cada vez más cerca, más cerca, más cerca. Se desgañita mientras yo me escapo con el miedo entre las patas, porque no quiero ver su cara deformada, como si estuviera loca.

     -¿Quién me mira desde el tacuaral? No me puedo dar vuelta. Ni mis ojos puedo mover. Alguien silba y me persigue. Alguien me persigue y silba. El terror la atenaza como si realmente alguien le estuviera apretando la garganta.

     Paulina, pálida como una muerta, se pone la mano en una oreja para recoger los rumores de la siesta. El enano rubio está por aquí, susurra con temor. Chopeo sale al patio, escupe lejos una maldición, y vuelve a entrar. Le pide que se tranquilice porque ni rastros del Yacy Yateré hay por afuera. Pero yo sé que el astuto se esconde donde menos se piensa, apoyado en ese bastón que me ciega cuando le ladro.

     Guau, guau. Mis aullidos se confunden con los gritos de la enferma. Se me rompen los tímpanos y me entra un temblequeo, porque temo que el señor de la siesta se la lleve si Paulina se descuida. Bernardita enronquece no bien la arropan con un poncho para hacerla transpirar, entonces se apacigua cerrando los ojos. Yo dormito también, hasta que un ruido cualquiera me sacude, y ya estoy nuevamente persiguiéndome el rabo.

     Cuando la rutina comienza a fastidiar es porque algo inesperado está por suceder. Es como si la calma se volviera más densa anunciando la desgracia, para que una vez desbaratada se deplore haberla perdido. El día en que le comenzó la dolencia, yo tenía unas ganas locas de largarme a perseguir hembras en celo. Guauu, guauu. El tiempo empieza para mí cuando me despierto, pero entiendo la diferencia entre la dicha y la infelicidad; porque unas veces se me mueve la cola irguiéndose oronda, y otras se me desalienta entre las piernas. No sé cuándo fue, pero Bernarda se puso colorada a más no poder, y yo creí que aquel sonrojo no era sino una secuela de nuestra escapada hacia el campichuelo de los Mareco, por el lado donde comienza a abuenarse la tierra. Solíamos escaparnos los dos detrás de una partida de lagartijas, volviendo después del mediodía con la lengua afuera. Ella, muerta de risa, y yo con la idea de seguir corriendo. Esa vez llegó rendida, como si todo el aire no le alcanzara. Paulina la acomodó en la silleta, porque el mareo amenazaba con tirarla al suelo. Fue entonces que le vio aquellos redondeles sobre la barriga. La acostó enseguida para que no le soplara el viento sobre aquella su enfermedad; le alcanzó un tazón humeante, plantificándole de inmediato una cataplasma sobre el pecho, para que no te pasmes, le dijo. Siempre quise saber qué se siente con esa cosa caliente sobre la piel, pero nadie me cura cuando me enfermo, o tal vez ni se dan cuenta.

     -Tenés que sudar para que te pase la alteración -le explicó Paulina, porque la fiebre se le había subido a la cabeza. Sólo cuando empezó a vociferar que se la llevaban los indios, socorro, mamá, no dejes que me arreen, Paulina se dio cuenta de que no podía con semejante desvarío. Entonces Chopeo fue a llamar a la curandera de Tranquera de Loreto, para que sobre la horchata de semilla de sandía que le habían dado le rezara una oración a ver si se curaba con palabras. Pero las imágenes seguían aterrándola como si las plegarias de la médica no sirvieran de nada. Yo la oía, impotente, desde afuera, sin saber qué hacer con las orejas.

     Paulina y Chopeo tuvieron que vender el maíz maduro para comprar el lienzo del tratamiento. Cada mañana la liaban con la tela empapada en agua puesta a enserenar, hasta arrancarle del cuerpo unas emanaciones pestilentes. De pie en la batea, Bernardita se dejaba ceñir el torso, las nalgas, las rodillas, mientras se desaforaba al contacto helado del tejido. En la pared, las sombras proyectadas por el fuego semejaban una contienda de encapuchados. El cuarto se llenaba entonces de vapores, de un olor a sucio, en tanto ella luchaba con las fuerzas menguadas, resistiendo, gimiendo, entregándose al fin. A las pocas horas el delirio recomenzaba ensañándose con ella hasta la madrugada, cuando Chopeo la envolvía otra vez con esa especie de mortaja salvadora.

     Yo no sé si prefería los rezongos de su duermevela o los chillidos que le arrancaban aquellos fríos implacables; lo cierto es que no me hallaba en ninguna parte, y a mis deseos de saltar se le fueron yendo las energías. Escuché su vigilia. Día tras día la sentí suplicar que no le hicieran más eso porque me quema, por favor, mamá, me muero. ¿Cuánto tiempo me mantuve alejado del plato donde Paulina se olvidaba de ponerme las sobras? No sé. Aunque eso no me importaba porque no tenía hambre. Me sentí huérfano. La luna en mengua me desataba las ganas de llorar. Finalmente, ovillado en mi saco de huesos, me acostumbré a la soledad.

     Cuando la fiebre fue recuerdo, Bernardita se levantó tanteando el aire: el pellejo tirante sobre el esqueleto, la cabeza brillando como un melón después de la pérdida del pelo. Me miró con sus ojos recién salidos de la muerte, como si no me conociera; como si no hubiéramos compartido tanta madriguera secreta, tantos huevos de perdiz, tanto vaivén de risa y ladridos bajo el solazo.



- 9 -

     Si alguna vez dejé de ser la hija que mi madre merecía y olvidé socorrerla en su desgracia; si fui maliciosa y en mis sueños me contentaba con mis malos pensamientos; si le falté a mi marido porque me tentó el demonio haciéndome desear cosas prohibidas; si me quejé de mi suerte negra como la boca de la cueva donde se esconden los malos espíritus: que me perdones te pido, Señor, y que sanes a mi hija.

     Si tiene que aplastarme el peso de la tribulación; si la lluvia se burla de nosotros cuando principian las siembras; si los salvajes se llevan nuestro último bocado y la aguada debe volverse hedionda y se mueren todos los peces: que se cumpla tu voluntad, Señor, pero te pido que sanes a mi hija.

     Si la ausencia se tiene que volver mi compañía y tengo que acostarme en la misma cama con el abandono; si no cuento con más brazos que los míos para laborar la tierra y mi pareja se retira de mi casa durante incontables meses; si la estación del frío me toma sin abrigo: todo te acepto, Señor, con tal de que sanes a mi hija.

     Si me veo obligada a hacer tratos contigo y a darte mi bienestar por verle alegre, si se me tienen que romper las piernas y se me agusana la lengua: todo lo acato, Señor, por la salud de mi hija. Así conversaba Paulina con el Santísimo, implorando clemencia para Bernardita, cada vez más enredada en sus propias incoherencias.

     ¿Cómo iban a entenderle cuando se arrancaba la ropa y gritaba que vendría un hombre rubio, de labios desbordados y botas altas, a gobernar el país y a cruzarles la cara con un alambre trenzado? ¿Qué quería decir cuando se desgañitaba pidiendo que no la metieran más en la pileta?, mientras encorvaba la columna vertebral igual que un gato al cual un rayo le hubiera partido el lomo. Nadie podía comprender por qué se miraba las puntas de los dedos repitiendo ¿dónde están las uñas de mis manos, dónde están, dónde están? Los delirios de la fiebre se confunden fácilmente con las monstruosidades del futuro, pero ¿quién hubiera pensado entonces en Rincón de Luna que Bernardita estaba anticipando la treintenaria noche que envolvería al país mucho después de que sus huesos fueran polvo?

     Con el retorno de las chicharras, volvió la bonanza. Temblequeando entre Paulina y su padre, la niña se levantó como una sombra que hubiera perdido esa consistencia inasible de las sombras. Cuarenta días se había debatido entre el fuego y la escarcha. Yacaré la miraba vacilar, enceguecida por el resplandor de la mañana, la cabeza reluciente como un sol de mediodía, los ojos abiertos hacia la salud recobrada. Sentado sobre sus patas traseras seguía los movimientos de los tres. Paulina arrastrando el cuerpo basculante de la convaleciente; Chopeo sosteniendo aquellas manos, temeroso de que se desintegraran al tocarlas, como esas ramas de ceniza que se forman después de los incendios y se disipan en el aire al menor roce; Bernardita alargando los labios para sorber el agua del jarro que la madre le tendía.

     La escena estática en las pupilas del perro repentinamente se echa a andar. Chopeo acaricia el cráneo de su hija, saca un cortaplumas del bolsillo y bordeando cuidadosamente las yemas de los dedos le corta las uñas, que durante la enfermedad le habían crecido como garfios. Ya está. Las uñas brincan, se desparraman, caen, salpicando la arena de lunitas negras. Yacaré se asusta, salta, y se larga aullando hacia el tajamar, porque cree que una partida de escorpiones le clavará en el rabo su aguijón certero.



- 10 -

     ¿Qué es lo que Chopeo carga sobre los hombros? Lo vio venir bamboleándose con aquel bulto que brillaba detrás de la espalda. Algo grande y cilíndrico que sus ojos no conseguían discernir. ¿Qué será aquello que trae como si no le pesara? Paulina lo miraba avanzar mientras la curiosidad se le salía de madre y el sol rebotaba en aquella cosa, poniéndose a bailar sobre el follaje, más abajo y más arriba, de acuerdo al entusiasmo del portador. ¿Qué va a decir Paulina cuando me vea?, conjeturaba él, riéndose por anticipado de su asombro, porque ella notaba a la legua cuando regresaba contento, y, aunque no le distinguiera la cara desde tan lejos, le adivinaría el talante por la manera de inclinar la cabeza como si conversara con su propia satisfacción.

     Chopeo se había marchado al alba sin disipar el enfado de su mujer ni darse vuelta a mirarla. Se distanció troteando por el callejón con el pálpito de un disgusto que traería cola. Ceñida por el vestido gastado, la figura de Paulina se quedó cada vez más atrás, más triste, más remota. Como la permanencia a su lado, postergada nuevamente para una estación más propicia. El desamparo se había vuelto una costumbre, acaso un requisito indispensable de la supervivencia.

     Que los yerbales eran la tumba del hombraje de la Provincia y que nadie volvía con un real en el bolsillo porque las acreencias prohijaban otras, cebándose sobre las ilusiones harapientas de los peones, era la murmuración corriente.

     -Para qué luego te vas a ir, si los mensús entran al mineral endeudados por más de un año, y sin esperanza de progresar nunca. La voz de su mujer zumbaba como un moscardón empecinado en molestarlo. Pero el oído es una lápida que clausura el entendimiento si el capricho decide salirse con la suya.

     -No creas todo lo que se dice por ahí. No seas tonta. ¿Cómo va a ser cierto que el peonaje vive enhambreado si todo el mundo quiere irse para allá? A según le va a cada cual nomás se cuentan las cosas.

     Chopeo le prometió volver al cumplirse el plazo de seis meses, recalcando que los yerbales eran la única chance que tenían de adelantar en esta vida. Paulina, enfurecida, le dio la espalda.

     -Vení conmigo, no seas así -trató de amansarla, llevándola al catre. Pero las caricias no son un argumento eficaz si preludian el distanciamiento.

     -Mentira, no vas a volver. Te estás burlando de mí como siempre. Me dijiste que íbamos a estar mejor por estos lados, y ahora te vas. Paulina se resistió cuanto pudo, hasta que él terminó gritándole que acabara de una vez con sus anuncios de mal agüero y abriera las piernas.

     La escuchó sollozar, la dejó gritar sobre las lágrimas inservibles, la sintió maldecir. No le importó. La fiebre de las minas se le había metido bajo las uñas, entre las cejas, debajo de la piel, y ya no existía un razonamiento capaz de disuadirle. A esta altura de su determinación, los enfurruñamientos eran las virutas de una resistencia inane. Chopeo había bajado a la Villa a firmar la contrata, y ahora estaba ahí, con aquel aire de mercachifle inusitado.

     -Paulina, Paulina, che ama, vení para acá. Mirá lo que te traigo.

     Ella puso los ojos sobre la repisa del santo y, persistiendo en su enojo, trató de no hacerle caso. La artimaña de la indiferencia no progresó. ¿Cómo aguantarse el impulso de saltar sobre aquella novedad? ¿En que horcón atarse los pies para no salir corriendo a su encuentro? Apenas reiteró el llamado, se abalanzó alborozada sin dar crédito a su felicidad. Su marido estaba ahí con aquella cosa que no sabía... Lo contempló con admiración. La cara se le llenó de sonrisa, y la vista de agua clara, porque acababa de topetarse con un ángel resplandeciente.

     De pronto, aquella compra le confirió un prestigio inusual. Entre su mujer que abría una boca tan grande como el mismo campo, Bernardita haciendo girar el índice sobre el utensilio sin despegar los labios y Yacaré empeñado en ladrar, Chopeo se sintió el más hermoso de los hombres.

     Solícita, Paulina le ayudó a desatar la trinca que sujetaba las asas, y una vez que la olla estuvo en tierra, la examinó embelesada. Dio tres vueltas en derredor, tanteó el diámetro y el grosor, y le pareció de buen porte; tan insólita frente al cobertizo donde humeaba el fogón, que no atinó a balbucir una bienvenida.

     -¿No te gusta? -le increpó él más ofendido que desconcertado por la callada.

     -Pero cómo no me va a gustar, por Dios. Demasiado me gusta si que.

     Paulina tomó la olla; la abrazó con ternura, volviéndola a colocar en el suelo para apreciarla mejor, y antes de llevársela para dentro le preguntó, incrédula:

     -¿Es para mí? ¿Para mí sola? -Después, con la cara seria, agregó- ¿Y cómo vamos a hacer para llenarla?

     Sin fijar la vista en ningún punto, Chopeo rogó que alguna contestación se le soltara de la garganta, mientras la miraba remover en silencio los rescoldos menguados. Del atadito donde tenía las provisiones recientemente adquiridas sacó un puñado de habillas secas y, buscando las palmas de su mujer, se lo entregó como si fuera un tesoro. [68]

     A la atardecida, con Bernardita apoltronada entre los dos y la impaciencia de Yacaré frente a la llama, aguardaron frente al caldero hirviente a que se espesara el caldo. Más tarde, arrebolados por el placer del estómago lleno, revolcaron en el lecho la desesperación de la despedida.



- 11 -

     ¿Cuándo empezó Bernarda a manifestar aquellos signos incomprensibles? ¿Cuándo se le abrieron por primera vez tamaños ojos? Eso es lo que Paulina no se acordaba. Pero habría tenido alrededor de seis años la tarde en que espantó a los habitantes del paraje de Rincón de Luna durante las festividades de la Asunción. Todo era jolgorio en el torín. Una muchedumbre multicolor se había acercado a la Iglesia, al costado de la cual se jugaba a las cartas y se tiraban los dados bajo una carpa de lona. Ni que decir de los olores a fritanga de los pasteles de mandioca y el payaguá mascada. Los jóvenes jugaban a la sortija mientras se esperaban las carreras de embolsados, comiendo mbeyú mestizo y chipá asador. De pronto sucedió: a Bernardita se le escapó la voz, abriéndose a los vientos como una flor sonora. Gritó largo durante un buen rato, en un tono que recordaba a los loros centenarios.

     -Un caballo viene volando. Un caballo atraviesa el cielo. Que se aparten los presentes, que corran y se protejan. Galopa sobre las nubes un jinete sanguinario. Un jinete sanguinario masacrará a las mujeres. Las lanzas de sus esbirros les quebrarán las costillas. Entre la gente decente clavan la carne inocente. Anillos siete ramales les arrancan de los dedos, zarcillos de las orejas y rosarios de las manos. Un toro de sangre negra alanceará a las traidoras. ¿Quién dijo que son traidoras? Arreadas por el abyecto que las embiste van caminando a la muerte.

     Nadie le entendió una palabra y Paulina intentó hacerla callar. Súbitamente, el crujido de la madera provocó los alaridos de la muchedumbre. Corrida y susto. Un potrillo se desprendió de la calesita, dando vueltas por los aires hasta derribar a un borracho que de todas formas no tenía visos de mantenerse en pie. El incidente se festejó con risotadas y rondas de aguardiente, la alharaca de las mujeres y el descontrol de los niños.

     Con el correr de los años aquellas predicciones fueron variando. Tres días antes que aparecieran las primeras pústulas Bernardita lo supo. Vaticinó la mortandad con la misma firmeza que antes la invasión de langostas.

     No bien lo constató se largó por la Tranquera de Loreto hasta la capilleja, buscando al Teniente Cura, que como de costumbre no estaba. Indagó sin éxito en las casas que cerraban el perímetro de la plaza; en la Comandancia, primero, en la Iglesia y en los solares desmamantados del casco de la villa, después; llegando hasta el retiro de la Estancia del Rey y los ranchos solitarios que se alzaban como vigías de las capueras. Reculando de nuevo hacia el poblado, lo encontró finalmente en el tendejón de Leocadio, jugando a la escoba de quince, frente a una botija de vino tinto, recién llegado de unas pendencias inciertas.

     Allí, con una hilacha de voz le dijo que se había despertado con un forúnculo en el brazo, y que cuando quiso mostrárselo a su madre ni la aureola encontró.

     -Desaparecido entero. Ni rastro quedó por ningún lado, Pa'i-afirmaba la niña, mostrando la piel sin la menor marca que atestiguara a su favor.

     Las palabrotas se volvieron culebras en la boca del párroco. Con los ojos refulgentes y las manazas peludas, zamarreó a Bernarda como si fuera un sobornal vacío, amenazándola con las llamas del infierno, el cepo y la excomunión, si no se desdecía de tamaña mentira.

     -No vayas que a inventar cuentos, chiquilina embustera. No me vengas con historias de desgracia, bruja blanca. Hasta le mentó la hoguera, el puño en alto y la paciencia destemplada. Pero Bernarda se entercó en su verdad.

     -Pecado contra la bondad del Todopoderoso es hablar de esta manera. Sacrilegio contra el Santísimo. ¿No te da vergüenza? -vociferaba el sacerdote, pero a ella no le daba ninguna vergüenza, y seguía porfiando en su versión.

     -Yo no soy una mentirosa, Pa'i. De balde me pegás porque voy a seguir diciendo que amenecí con un grano en el brazo y que desapareció después.

     -Payé, seguramente -conjeturó la mujer del cura con un aire feroz. Viva Jesús, muera el pecado. Bernarda repitió una y otra vez el sucedido, con una seguridad que encrespaba la carne de todo aquel que se acercó a escucharla.

     -Aquí supuraba, aquí me dolía. Demasiado segura estoy de eso. Era un susu'a así de grande, amarillo y maduro -insistía con voz pequeña y una enorme voluntad, enseñando el antebrazo. Ni un tinte rosáceo perduraba como huella de aquel dolor que poco antes le tiraba la mano hacia el suelo. Los coscorrones del párroco se estrellaron contra el coraje de la niña.

     -Callar la verdad, ni nunca. Aquí estaba por reventar -afirmaba Bernarda que se iba resbalando lentamente hacia la inconsciencia, mientras el hombre la abofeteaba y el presagio le empujaba la voz. La muchedumbre espantada retrocedía y avanzaba, incapaz de desprenderse del prodigio.

     -La enfermedad avanza. La enfermedad no perdona. No tiene misericordia. Cubre los pueblos de mortajas. Los ojos se llenan de agua, queresa maloliente y pegajosa. La enfermedad es una sombra que se cierne sobre los ranchos, se adelgaza y entra por las rendijas, avanza y se introduce por los orificios del cuerpo. La sangre se calienta en el brasero de la fiebre. La enfermedad se acerca, la enfermedad no perdona. Ay, ay, ay.

     Nadie entendía el soliloquio, pero Bernarda seguía insistiendo en lo mismo con esa voz monocorde que algunos ya le conocían. Los ojos en blanco, las mejillas ardiendo y los brazos extendidos como si estuviera palpando el futuro. Temerosa del Maligno, la turba se arracimaba con azoramiento a oírla desvariar. Cruz, diablo, repetían los hombres salivando lejos al besar la uña del pulgar. En el nombre del Padre, se santiguaban las viejas.

     -El Pa'i no ve la muerte, el Pa'i no va a espantarla con rezos. La misericordia divina no se deja sobornar. Ay, ay, ay. La muerte no se asusta de los padrenuestros de las concubinas con escapulario. Ningún ruego nos salvará. La enfermedad avanza. Un ovillo de pus crece en la noche. Desde el huevo de la noche se agranda la desgracia. Grandegrande se extiende la desgracia, liberando la maldición que lleva adentro. Ay, ay, ay. La muerte reaparece por doquier. Como un ladrón se mimetiza entre los vivos. Muerde la existencia y huye.

     Su voz no era su voz y sus palabras tampoco.

     Al comienzo el vecindario creyó que la chica había enloquecido. Incluso Cayetana, que conocía las misteriosas circunstancias de su nacimiento, pregonó a los cielos que andaba mal del sentido. Perdió el juicio, decían. Se le enturbió la razón, maldecían.

     Cuando la melopea se tornó insoportable, Bernarda fue corrida a golpes de la sacristía. Entre las ramas de los árboles una luna de sangre la siguió hasta el rancho.



- 12 -

     Cuando Paulina la vio la acogió entre sus brazos, le limpió los rasguños y la metió en la cama, junto a la muñeca de trapo con dos botones retintos en el lugar de los ojos y una barriga de paja aflorando por debajo del sayal. Bernardita solía acostarla debajo de la almohada hasta que su madre apagara el candil. Entonces la sacaba con cuidado y, poniéndosela sobre el pecho, le narraba sus andanzas por el pirizal, con Yacaré detrás ladrándole a las tortolitas. La oscuridad era una hamaquera sin respaldo, donde le gustaba mecerse. Entonces tenía las piernas fuertes y una habilidad sin igual para trepar a los guayabos, con la muñeca a horcajadas.

     El pensamiento de Paulina trastrabilló.

     -Por favor, mamá, no te miento. El Pa'i no ve la muerte, pero está aquí.

     Al oírla debatirse entre tales incongruencias, Paulina rememoró la víspera de Reyes en que se levantó, buscando a tientas el vano de la puerta. Sin despertar a Chopeo, sacó del arcón la muñeca que había cosido a escondidas, y la puso sobre el catre para que su hija se topetase con ella al abrir los ojos. Ya vas a ver, mi hija, que existen los Reyes Magos. Más tarde, bajo el tamiz de la luna, llegó hasta la latona y los mazos de paja que esa nochecita había preparado en espera de los camellos -esos animales de gibas enormes que conocía por las estampas de la Sacristía-; volcó el agua de la palangana, se deshizo de los pastos secos y marcó con el talón las huellas de las bestias. Oficiado el rito mágico de la infancia, se acostó de nuevo con esa sensación de plenitud que se siente cuando se fabrica la felicidad de los que se ama.

     -Miramina, mamá, lo que me trajeron los Reyes -fue lo primero que dijo Bernardita al levantarse.

     Los desvaríos de su hija no le impidieron sonreír ante ese retazo de alegría

     A estas alturas de la premonición, aquel episodio fue para Paulina una bocanada de frescura que se metió en su cuarto para alivíarle las incertidumbres de la certeza.



- 13 -

     Cuando empezaron a morir los primeros apestados, Bernardita fue llevada a rastras a la Iglesia. Vanas fueron las súplicas de Paulina y la precaria defensa de Chopeo: el pobrerío entero estaba en su contra, y los vecinos principales también. Todo el mundo opinaba que semejantes veleidades merecían un correctivo ejemplar. Dicho y hecho. Le aplicaron el castigo de azotes, como prueba de la magnanimidad del prelado, porque si hubieran sido rigurosos le hubieran ajustado las prisiones. La arrastraron de los pelos sin ponderar su corta edad ni el gesto obediente, que ocultaba una voluntad de quebracho. Le hicieron besar los pies del cura y lamer los bordes de la sotana. Y hasta comer piedras delante de la Virgen, ordenándole que los librara del mal. El cepo fue lo último.

     Las acusaciones se volvieron agujas incapaces de coserle la boca. Que desató las fuerzas ocultas convocando al demonio con aquella su predicción, que las historias inventadas se vuelven realidad en boca de las mentirosas, que la videncia es el sello de las brujas, eran los cargos más leves. Hasta se llegó a decir que tuvo pactos carnales con los espíritus externados que vagaban por los cementerios comunitarios de las tribus trashumantes. Mala mujer con cuerpo de infante. Hechicera maldita, empayenadora formal, por tu culpa nos estamos muriendo, chillaba el mujerío. Ni la amenaza de la Inquisición, que nunca se había aplicado en la Provincia, pudo con su temple.

     Bernardita, sin embargo, sollozaba. Hincada frente al Padre-cura, reiteró que no podía librarles del mal. No es posible torcer el rumbo de la fatalidad ni hacer tratos con el Altísimo. Simplemente la revelación me atravesó la frente, poniéndome ante los ojos la defunción de toda la comarca. Pero no podía entrever cuánto duraría la epidemia, o si terminaría alguna vez, o si alguien sobreviviría.

     A pesar de las golpizas que por turno le propinaron el párroco y el Jefe Político, Bernarda ratificó que carecía de poderes para espantar la gran peste. Sólo advirtió la señal poco antes que aparecieran las primeras úlceras en la pierna de Rigoberta. Ante la repulsa y la incredulidad general, se le soltaban los ojos como arroyos desmadrados.

     Durante los estragos iniciales, la mantuvieron aislada en una celda junto a la Comandancia, sin agua, ni mandioca, ni el consuelo de los arrimados a la Casa Parroquial. Desde el cuartucho enrejado, Bernarda podía seguir los altibajos de los dolientes, superpuestos al murmullo sentencioso de la luna y el morado aullar de los perros.

     Al Juez no le valieron en la ocasión sus mentadas prerrogativas. Encerrado en un puesto de estancia, burló mal que mal el manoseo de la muerte, que le dejó la cara poceada y las piernas tembleques. Los párvulos, rasguñando la vida con sus pocos años, iban falleciendo uno tras otro. De los primeros pobladores sobrevivieron veinte, y a las hermanas Arévalo se les pegó el hábito de los ensalmos y la ocurrencia de deambular por las noches sin que nadie pudiera detenerlas. Trajinaban como almas en pena hasta el amanecer, rociando los campos comunales con pócimas inciertas. Proliferaron los lobos y escasearon las ofrendas.

     Cuando la villa no fue más que una campana de silencio, cuando los techos en vez de humo despedían plegarias, el Comandante y el Cura, previo intercambio de impotencias, pusieron a Bernarda al cuidado de los enfermos con la rencorosa esperanza de que se contagiara, acabando de esa forma con ella y con la maldita fetidez. ¡Qué se creía esta infeliz para alterar el ritmo placentero de la existencia! Mucho se lloró por aquel entonces con las persianas atrancadas y las velas encendidas. Cuando vieron que era inútil retenerla, la soltaron para que se fuera lejos, llevándose consigo la magiacabra de su palabra. Corrida como un perro al cual todos hubieran preferido colgar de un árbol, Bernarda escapó hacia su rancho con el presagio entre las piernas.

     Nadie duda de que la subsistencia es un combate entre el anverso y el reverso de las cosas; esos contrarios que alternan irrevocablemente para que los hombres no terminen suicidándose antes de morir. No fue raro, por lo tanto, que a la desdicha sucediese la bonanza, y a las defunciones, un rabioso afán de vivir. Concluidos los novenarios, los hombres reiniciaron las partidas de truco con la soberbia propia de los elegidos y unas carcajadas que parecían repetir: no me morí, no me morí. El aguardiente convocaba, por su parte, a una piadosa amnesia. Algunos reabrían los postigos tímidamente, otros sonreían sin ton ni son. Y los comerciantes y foráneos, que habían preferido las asechanzas de los ka'inguá y la mordedura de las víboras al aliento pestilente de la muerte, retornaron poco a poco con más angurria que nunca. Por esa época se inauguró el cementerio con la solemnidad innecesaria de la autoridad y la tristeza irremediable de los deudos.

     Nada más que sencillo que echar cenizas sobre lo que se quiere olvidar. El día en que las costras se ennegrecieron sin convertirse en ataúdes, se palpó en el ambiente un hálito jocundo, que nadie se animaba a consentir por miedo a las trampas de la ilusión.

     Los ojos pararon de llorar espeso, volviéndose hacia el cielo agradecidos. El comercio recobró su fuerza, y en las chacras los brotos rompían el surco como riéndose de la desidia en que la enfermedad los había sumido. En el mercado las burreras y el terneraje en los ejidos cargaron el aire de una cotidianeidad, que de tan lejana parecía un sueño. El retorno de los soles largos se festejó por doquier. No faltaron la talla y la promiscuidad del arrieraje que, aprovechando el aflojamiento de las costumbres, metía las manos entre las carnes apretadas con gran contento de las elegidas e indignación de las otras. Aroma a mosto y a chacolí sazonaron la algazara general, y en los bailongos las parejas danzaban en cadena al son de una vihuela solitaria.

     La gente se había instalado nuevamente en la vida.



- 14 -

     Con la salud llegó la garandumba y la concentración del pueblo en el muelle, y el descenso de una partida de mujeres de mala vida que habían sido destinadas extemporáneamente a la Villa de Curuguaty. Establecidas en las afueras mantuvieron una bujía velada con un lienzo carmesí que le daba a la estancia esa atmósfera de los lugares prohibidos. Se tomaba con largueza y se reía con satisfacción. No tardaron las mujeres en llegar en procesión enarbolando las protestas de la afrenta para volverse a sus casas corridas por la burla de las rameras. Coincidió con el jolgorio la aparición de un ser misterioso que, mientras los maridos se derramaban en el quilombo, se colaba por las ventanas dejando unas huellas que nadie se atrevía a precisar, pero ellas reconocían con insistencia como de gato montés. Al cuchicheo diario seguían los exacerbados temores y la curiosa desatención de las trancas.

     No bien enfilaba el hombraje hacia la apartada esquina del placer, se aderezaban los ventanucos con platos de mazamorra, se escuchaban tonaditas invitantes y ajetreos maliciosos. Aunque los rastros proliferaron como babas de araña, el felino no se dejaba ver; sólo las sobras aparecían desperdigadas por el suelo entre el festejo del mujerío y la extrañeza varonil. Entre la excitación del misterio y el poco miedo que causaba el intruso, nadie se preocupó en entramparlo.

     Se volvió una costumbre el ritual de la espera. Al poco tiempo una epidemia de embarazos mantuvo ocupada a la mitad de la población y abochornada a la otra. Se habló de concepciones milagrosas, de bizarros personajes mitológicos, pero ningún niño nació con rabo de gato montés para justificar las conjeturas.



- 15 -

     Cuando se estaban acostumbrando a la felicidad, una nueva avanzada de mbayaes obligó a las mujeres del Partido de Rincón de Luna, sitio de mortalidad formal durante la viruela, a desparramarse por las campañas dejando desamparada su población. Disminuidas por el desaliento transitaban en hileras por la playada, arrastrando hacia el valle de La Horqueta sus pocas pertenencias. El éxodo se movía a tranco lento, seguido por las ovejas que despreciaban los indios y el apremio del terror. No faltó un loro azul, y sobraban los perros.

     Una niebla de apatía se acostó sobre la paja de los techos para elevarse a la media mañana como un pañuelo agitando un adiós. El escape del hembraje, precipitado al inicio, se fue volviendo cansino, más silencioso, más triste, a medida que la fatiga agachaba los hombros.

     Tal vez nunca se llegase a dilucidar cómo surgió la idea, y mucho menos quién dio la orden, pero la agresividad imposible de los salvajes requería una drástica solución. Algunos no se atrevieron jamás a hablar del caso; otros, sin levantar la voz por recelo a las represalias del diablo, afirmaban que el asunto se precipitó cuando empezaron a rezagarse los párvulos, y las madres tuvieron que dejarlos a resguardo del monte porque no podían con ellos. Pero todos aseguraban que fue Bernarda quien especuló con una mezcla de astucia y de paciencia sobre las conveniencias del plan. Lo propuso despacio, para no asustar con su crudeza el sentimiento de los vecinos, que manifestaron su acuerdo con una celeridad sorprendente. El sufrimiento es el antídoto más eficaz contra la conmiseración.

     Ahíto de tanta muerte, el vecindario acordó devolver muerte por muerte. Esa madrugada, con el sigilo propio del pombero, sin lloros ni despedida, fue transportado en angarillas hasta los toldos más próximos un viejo infectado de viruela que no acababa de morir. Bernarda, que conocía de distancias tanto como de aves canoras, amenazó al verlo partir:

     -Para que se les mude la enfermedad y tengan que retirarse de una vez por todas al país de los portugueses. Prontopronto van a conocer lo que es la peste. ¿No es acaso el candor el camino más directo hacia la perversidad? Tanto como la crueldad es el último recurso de la defensa.

     El efecto fue fulminante. El dolor, la fiebre y los enterramientos se sucedieron con la celeridad de los cometas maléficos. Tal como estaba previsto, la epidemia desalentó la bravura de los indios que, atareados en el cuidado de los enfermos, pospusieron las represalias. En torno a las fogatas esperaban el hurto de las almas para que descansaran los cuerpos. Y en la casa de oraciones se entonaban cánticos suplicando protección contra aquellos escarabajos negros que les caminaban sobre la piel sin mostrar las patas. La astucia de los criollos cercó las tolderías de cementerios, donde los espíritus de los moribundos vagaban ensuciando de venganza la sangre de los sobrevivientes. La mortandad se convirtió en un cataclismo comparable al desplome total de las estrellas. El éxodo en una calamidad tan nefasta como el incendio de las isletas de palmas. A las dos semanas en los campos baldíos sólo habitaba el silencio.

     Inermes al flagelo, los mbayaes aguardaban la destrucción del mundo sin comprender la ineficacia de sus rituales, la inutilidad de los brebajes y la insólita impotencia de los chamanes.

     La peste se extendió desde los bohíos más remotos a las tiendas de los caciques. Al desvarío de los desahuciados se mezclaron los ceremoniales de los hombres y el monótono lamento de las viejas. No quedaron mujeres para recoger los cocos desperdigados bajo los palmerales desiertos, ni guerreros proveedores de carne, ni pupilas para llorar.

     La hambruna cavó un agujero sin fondo que la sequía ayudó a dilatar. Los que sobrevivían a la pestilencia fallecían de inanición. Los que conseguían comer algo, alimentaban a la muerte. Aniquilados por una desgracia que se burlaba de sus danzas sagradas, los mbayaes se replegaron hacia el otro lado de la frontera, llevando sobre la espalda su bravura empequeñecida.

     Era un alivio verlos partir bajo la luz cómplice de la luna con sus enfermos casi muertos, arrastrándolos antes que la rigidez acabara con el último gesto de sus labios. Grises como sentencias irrevocables, las tolvaneras de diciembre aneblinaron las fogatas esparcidas, el repliegue total, la marcha hacia la nada.

     La protección de los lusos no se hizo de rogar, abonando la inquina con promesas falaces. El resentimiento clavó las uñas en aquel ánimo maltrecho, caldo propicio donde borbotaba el desquite. Al duelo devastador siguió el asalto. A la declinación el levantamiento. Cincuenta estancias asoladas al norte del Aquidabán atestiguaban la permanencia de su nación indómita. Y aunque los pastos quedaron realengos para nuevos repartimientos y nadie se atrevió a ingresar a esos desiertos plagados de espectros errabundos, el desalojo les dio un respiro.

     Desde entonces las anunciaciones de Bernarda fueron consideradas santa palabra. Se le hablaba con respeto, se le consultaba con veneración. Y comenzaron a verle en torno a la cabeza una aureola que competía con la luna en las fases del plenilunio.



- 16 -

     Desde mi órbita miro hacia el mundo que da vueltas en un punto indistinto del universo. El transcurso de los siglos sobre los rostros es una carta donde pueden descifrarse las biografías inconclusas. Una mancha perfuma las cuestas, tapizando de rosa la sombra de los árboles. Lloviznan flores. Me sorprende una niña gritando frases inconexas bajo la luz que disemino. El tiempo es un buril que cincela los días, como si fuera un gigantesco corazón que gira. Pero ella, indefensa y ausente no lo intuye. Sólo desde la altura se percibe el tiempo que late sin haber empezado a transcurrir.

     Abortada la fuga, las pobladoras de Rincón de Luna son obligadas a reinstalarse en sus taperas. La niña lee con el ojo de la frente las páginas de un libro que aún no se ha escrito.

     -Una bestia nos arrea a través del estero. Nos apura con un látigo de puntas ponzoñosas como serpientes. El jefe en derrota avanza hacia la muerte. En un carromato la extranjera y sus hijos y los seguidores y los abyectos. Donde falta el coraje sobran los abyectos. Un toro bravo llega hasta la Villa cortando la garganta de las mujeres. Los lanceros buscan venganza en la sangre inocente. Las rameras, baja ralea, les adornan la cabeza con flores frescas.

     La mujer, a lo lejos, trata de sosegar el delirio de la niña, sin entender que describe unas imágenes que no han entrado en la historia.

     -El éxodo es una fiera que gime y gime; una ola que se desarma y rehace con la persistencia de un estigma. ¿De dónde nos viene el estigma, mamita linda? La muchedumbre avanza hacia su final. ¿Hacia dónde van las mujeres impedidas por las prisiones? ¿Son fantasmas cercados por hombres de armas, o cuerpos despojados de su ser por las armas? Jirones palpitantes caminan y caen, se levantan y siguen deshabitando el mundo. El éxodo es una llaga que pesa sobre nuestro pueblo. Un oleaje de espaldas vencidas. Una danza de cuervos en lo alto. Mamita, tengo miedo, me quieren comer los ojos.

     Desde esta soledad donde alumbro le pongo una sonrisa triste a la noche. Una muchedumbre, allá abajo, se resiste a morir. El avance es jadeante, el retroceso, impensable. Los tiranos son dioses sanguinarios que la sumisión alienta. Desde estas coordenadas todo se ve diferente. Lo que fue, lo que será, lo que no ha sido.



- 17 -

     Paulina teme que Bernarda no se restablezca nunca, y hasta empieza a creer que esas alucinaciones le vienen desde una lejanía que rebasa su existencia. ¡Es tanto el fuego de sus ojos cuando describe la tropilla de sombras! No entiende que cuanto más indague en el desquicio de su hija menos comprenderá. El monólogo se intensifica con la declinación de la tarde. En el aire resuenan las flautas de los pájaros.

     De pronto Bernarda siente que irrumpe una jauría de mujeres. Las arrastran al norte desde las ciudades asoladas por los kambá, esos negros libertos que ensartan con sus lanzas la patria deshabitada. El tirano vacía las compañías hasta el último rancho, se lleva toda la gente para que los brasileños no la encuentren. Bernardita continúa gritando cómo la persiguen las sombras que deambulan y sobreviven al miedo. Las destinadas orillan sus cambiantes destinos. El destino final burla los mapas. Las mujeres tratan de mimetizarse en el malezal. El terror se orea a la intemperie. ¿Esa fiera de ojos relucientes es hombre o animal? Causa pavor mirarle. Las mujeres se retrasan para evitar ser lanceadas, se dispersan con sigilo en busca del enemigo. El Todopoderoso todo lo puede. Los poderosos siempre lo pueden todo.

     Paulina procura atajar los brazos de su hija que se ha puesto a girar como si estuviera en el interior de un corro de rostros crispados.

     -Me desgarran la carne, mamá. El todopoderoso ya firmó la condena. Bernarda calla y recomienza a decir que se cobijen bajo el toldo de cuero mientras las viejas hacen el rebusque por las maciegas. Que se escondan. Paulina acaricia la frente de su hija suplicándole que no se deje vencer.

     En los ojos de la enferma el éxodo a contracorriente de la disparada se vuelca sobre el paisaje de Rincón de Luna. La hambruna ha convertido a las mujeres en ratas de albañal. Por un garrón se sacan los ojos. Una alhaja enterrada compra la última raíz.

     -Dejame ir, mamá. Paulina sacude los hombros de Bernarda tratando de que se desprenda de tamaños desvaríos, pero la niña, zafándose sale corriendo y chilla.

     -Que venga el enemigo, que nos alcance y nos salve. Nada puede libertarnos de los soldados cuando nos insertan sus bayonetas hasta el hueso.

     Paulina intenta desenmarañar aquel soliloquio incongruente. Llora o reza, le alcanza un tazón, le seca el sudor, comprendiendo al fin que su hija camina en una latitud a la cual nadie tiene acceso, salvo los no nacidos.

     Desde su mirador planetario, la luna abarca el tiempo donde se minimizan las figuras para volver a nacer, como si fueran una copia de sí mismas.

     El éxodo se ha derramado entre dos ríos internándose por las cañadas solitarias. A la espalda, el aniquilamiento de una nación que no protesta. Adelante, la marcha de un jefe en derrota que busca un corral de cerros para justificar su historia; las cuatro fauces de una mujer que engulle la tierra arada con los omóplatos de las bestias desde el tiempo de las asignaciones, la tierra por la cual se destrozan las naciones.

     Bajo el imperio del látigo continúa la peregrinación. Un fogonazo de alegría ilumina un naranjal imprevisto. Se comen viandas insólitas, dudosas pastas. El desvelo y la oscuridad se encuentran cara a cara. La delación es una telaraña que las atrapa, y las enfrenta con los lanceamientos y los entierros. Una fogata indecisa se destaca bajo un cielo taciturno.

     Temerosa ante los vaticinios infalibles de su hija, con cariño, lentamente, la madre envuelve a Bernardita en un rebozo, como si la trajera de vuelta de futuros exilios.

     -Necesita, Señor, de redención el Paraguay -fue lo último que vocifera la desjuiciada antes de caer al suelo sin sentido.

     La luna entre tanto entorna los párpados para cancelar las sombras.



- 18 -

     Cerca de aquel momento, o tal vez demasiado lejos de él -el tiempo había perdido para Paulina su carácter sucesivo-, la polvareda comenzó a tiznar el cielo con una potencia atronadora. Los gritos avanzaron tan de repente que Paulina casi no acertó a correr hacia la culata del rancho, advirtiéndole a Bernarda que hiciera lo mismo. La horda estaba ahí sustentada en su clamor guerrero. ¿Cómo zafarse de la fatalidad cuando ésta se afinca sin aviso en el predio intransferible de la existencia? ¿Cómo perderse de un recuerdo cuando la realidad nos encuentra sin remedio? Ahora que Chopeo había vuelto, Paulina no encontraba dónde acomodar las consecuencias de aquel hecho que no dejaría de pertenecerle.

     Todo ocurrió en el mismo instante, como acontecen las tragedias, las cuales si bien se gestan paso a paso llegan de golpe, como montañas que se desploman dentro del tiempo para aplastarnos. Paulina nunca pudo deslindar el antes y el después: ¿Fue la turba de indios rodeando el rancho o ella atrancando la puerta? ¿Fue el sonido de los cascos, tororó tororó, o su hija escabulléndose hacia un rincón del cuarto? ¿Las tolvaneras desmelenadas o el miedo clariviendo? Todo quedó fijo en un presente sin retorno como en la mente de los testigos irracionales.

     Yacaré se esconde en la maciega. Bernarda escucha el tropel. Un cántaro se quiebra. Las mazorcas se esparcen. Una gallina se atolondra cacareando de susto. La grita sofrena los caballos que piafan y olisquean el techo pajizo. El peligro tensa el aire con un filo de inminencia. Las dos mujeres seminimizan como si el terror fuera un látigo que no restalla. Confinadas a la penumbra atisban el ajetreo de los hombres relucientes de sudor. Un mazazo desprende de cuajo las alcayatas del marco. El picaporte bailotea en el aire dando contra una banqueta. Adentro de la pieza se desparrama el sol.

     Mientras la indiada circunda el corral esparciéndose y reatándose junto a la tapera, el guerrero avanza desde un antes ensombrecido por el rencor, vociferando en una lengua que no es la Castilla en la cual se leen los bandos de la autoridad, ni el idioma del amor y las disputas con que se entiende el pueblo. Su boca escupe blasfemias, sangra inquina, reclama la muerte sembrada en las tolderías por los hombres de rostro barbado y corazón codicioso.

     Sin que Paulina pueda defenderse, la zarandea; la echa hacia atrás de un empujón; le aferra una muñeca; la tira contra el catre. Las piernas juntas apretan la desesperación. Una lucha horizontal trenza los cuerpos que basculan en el pánico, en el forcejeo untuoso, en el odio que se transforma en un duelo desparejo y brutal. La mujer se debate, arremete el varón; la mujer muerde, el hombre estruja; la mujer araña, aplasta el macho, sometiendo el culebreo de los muslos, finalmente inmóviles frente a la furiosa embestida del deseo. Una candente avidez de mujer blanca pugna por derramarse en ella. Las manos ciegas palpan la carne, buscan el borde de la falda, separan las rodillas claudicantes, crucifican los brazos entre los cuales se estremecen los pechos bajo el torso pintado de urucú, los dedos hurgan la hendidura humedecida hasta conseguir un resquicio por donde irrumpe el miembro soberano.

     Sólo entonces Paulina lo vio ingresar al círculo desorbitado de su mirada. Era duro y altanero como los de su raza. Cuando terminó con ella, sin derroche de fuerza tomó el bracito de Bernarda que los miraba desde un afuera empavorecido, la tumbó sobre el suelo apisonado y la penetró sin esfuerzo.

     Al final de aquella jornada, la niña cumplió con los rituales reservados a las mujeres arreadas como botín hasta la tribu. Desde lejos llegaba hasta los caseríos asolados una monótona melopea, el resplandor mortecino de los fogones, un golpeteo de sonajas eufóricas que se fue disolviendo en el silencio como la negrura en el amanecer.

     Los mbayaes volvieron varias veces con el orgullo alzado al ver tantas mujeres imposibilitadas de oponer resistencia. Antes que el viento norte anunciara el arribo de la primavera, tororó, tororó, ju, tororó ju, les caían aprovechando la ausencia de los hombres que cautivos de la codicia o de la esperanza se habían marchado a los yerbales, dejándoles la cancha libre para enseñorearse a su antojo sin que se los pudiera atajar.

     Una nube se estacionó sobre la aldea y sus alrededores con la puntualidad de los cataclismos recurrentes. Envalentonados por tanto familiaje sin amparo, con la animosidad acrecentada después del descuartizamiento de los prisioneros en los campos de Agaguigó, se ensañaban con las indefensas, exigiendo una especie de tributo sobre los chacareos y las reses, como si ellos fueran los señores de la zona, y no el Jefe Político.

     Paulina nunca pudo limpiarse de los ojos aquella devastación, ni el pataleo de Bernardita sobre la grupa del caballo teñido de rojo, ni la hebra de su voz, que ahora se soltaba desde más allá del riachuelo para zurcirle la boca.



- 19 -

     Luego de su retorno del yerbal Chopeo se quedaba mirando las nubes que se perseguían unas o otras cambiando de forma; aunque no podía moverse sin dolores y prefería mantener el cuerpo tendido, dejaba trotar los ojos deteniéndolos en los balanceos del viento, en el vuelo inmóvil de los abejorros, o en el jazmín mango que en esa época tachonaba el follaje de ramos blancos.

     La silueta de Paulina le salía al encuentro detrás de esas flores de olor lánguido, que ella aferraba dulcemente con ambas manos sobre la cintura dilatada, camino de la iglesia. El día de la boda, frente al cura, con aquella sonrisa que ocultaba sabiamente lo que nadie sospechaba todavía, ella le pareció la misma Virgen apeada del altar, ofreciéndole el niño que llevaba adentro. De aquellas corolas indolentes, que el viento sacudía a veces, se desprendían los augurios dichosos de aquel entonces; el vozarrón de sus amigos palmoteándole la espalda, porque se había casado con una mujer de primera; el cuchicheo de las primas. Y la caminata que iniciaron bajo el sol, y se fue oscureciendo de borrasca a medida que avanzaban por el sendero hacia la compañía donde levantaron rancho aparte.

     En un santiamén se arrebató el cielo, obligándolos a guarecerse debajo de un bananal enano; y en la intimidad cómplice de aquellas galerías penumbrosas dieron rienda suelta al deseo, mientras las gotas piquipitiplí resbalaban hasta la tierra.

    Ahora aquellos manojos de flores, que adornaban la sequía del verano, eran sombrillas perfumadas donde Chopeo se guarecía de sus recientes miserias.


 

- 20 -

     En el instante en que Paulina se dio cuenta de que sus atrasos sólo conducían a una salida, decidió buscar otra. Ella no iba a cargar con la cría de un salvaje. Traspuesta la valla de la conciencia, se aprontó con la aurora. Tal vez si tenía suerte por el camino nomás se desobligaba, considerando que hasta la compañía de Cayetana mediaban varias leguas de terreno fragoroso. No fue así. Paulina era demasiado fuerte para que una simple caminata le solucionara el problema, y demasiado incauta como para imaginarse que la comadrona se rehusaría a practicarle el aborto.

     -Ni nunca para hacer eso por vos. Acordate, Paulina, cuando pariste tu hija; la lengua de la luna llegó hasta tu cuerpo para cortar el cordón umbilical. Demasiado miedo tengo del Maligno.

     La mujer guardaba aún frescas las extrañas circunstancias del nacimiento de la niña, manteniendo oculta en su corazón la certeza de que aquella noche había cometido un sacrilegio.

     -Ni soñando para volver a hacer.

     Paulina le lloró, le rogó, maldijo la complicidad de la vieja con la fatalidad. La acusó de condenarla a parir un hijo del rencor.

     -Tu estrella te condenó, no yo -fue la última palabra.

     En vista de la negativa, sólo le quedaba el recurso de actuar por su cuenta sin la garantía del vaciamiento. Se negaba a aceptar al intruso que actualizaba permanentemente en su memoria el momento de la penetración. Ella no quería el hijo de un indio, ni le prestaría sus entrañas al vástago del idólatra que la violentó. Tenía que encontrar el modo de desembarazarse de él, sin esperar a que naciese para matarlo.

     Esa misma tarde se preparó la infusión: una doble cantidad de verbena y una linda dosis de ajenjo, para que las hierbas estrangularan al infeliz. No resultó. Tampoco la corteza del quebracho blanco, a pesar de que la pócima le curtió la garganta, ni las plegarias con los puños apretados, ni las malas palabras, le sirvieron.

     La angustia siguió engordando a la par de su cintura. Finalmente comprendió que no había manera de doblegar al retoño del infiel. Entonces le dio por internarse en los esteros apartados, alimentando la esperanza de topetarse con una estampida de hacienda cimarrona, de la mucha que quedaba por ahí como acicate de los encomenderos angurrientos. Lo único que consiguió fue la risita del Comandante, que no dejaba de rondarla; porque cuando empezó a echar vientre fue cuando más linda se puso.

     -Te deseo mucho -le dijo un día rozándole los labios-. Ahora estás servida, pero me debés para después del parto -terminaba amenazándola con una sonrisa sobradora.

     Desde que el niño nació, Paulina lo dejó chillar con el propósito de que se muriera de hambre. Sólo cuando los pechos se le cuartearon y la leche sanguinolenta le empapó la ropa, le acercó el pezón. Entre el desafecto y los lloros, el niño fue creciendo con la mala estrella de los innominados.

     Porque Paulina no lo bautizó, ni le ató a la muñeca la cinta roja que espantaba al diablo, ni le colgó al cuello el relicario para la buena suerte, y mucho menos se tomó el trabajo de coronar el dintel con una cruz de palma. Nada. Si la muerte lo quería, que se lo llevase sin lucha. Si no, que viviese como un bruto; que lo raptara el demonio; que el tigre le sorbiera el ánima al quedarse dormido. Cualquier cosa. Pero que falleciera antes del regreso de Chopeo. Eso era lo único que ella le suplicaba al santísimo.

     Entre tanto el Comandante dejaba correr los días como si ambos fueran inmortales.



- 21 -

     Desconsolado al principio, asustadizo después, el niño contemplaba a la madre desde su corral de ausencia. Cuando empezó a moverse, Paulina lo dejó gatear a su antojo, a ver si el llamado de la selva lo estiraba tanto como para borrarlo de su vista. Pero la criatura creció sana y agreste, sin desprenderse de ella. Mucho antes, como comienzan los hábitos que no se enmiendan, se había iniciado para la cría del mbayá la costumbre de manejarse con los ojos. De la inquina materna le brotó el arte de la obstinación. De su connubio con la soledad, la habilidad de tocar los pensamientos. Más tarde se amañó en descifrar el reverso de los gestos, la elocuencia de los labios comprimidos. Había más astucia que maldad en sus destrozos; más impotencia que odio en los puñetazos que le propinaba a Yacaré cuando la opresión del silencio se tornaba insoportable.

     Desde que lo tuvo en el vientre Paulina decidió no quererlo. No obstante, ni la borra del tanino, ni su rabia negra, ni la calaguala ingerida con regularidad solar consiguieron amedrentar aquella cosa germinada a punta de lanza. La criatura se prendió a sus vísceras, fuerte como un algarrobo. Cuando por fin se desobligó de la carga, Paulina expulsó la humillación del ultraje. En lugar de gemidos profirió maldiciones. Yacaré aulló también como si temiera que alguien la estuviera matando. Nadie se acercó a socorrerla, ni ella pidió ayuda. Una fuerza independiente de su voluntad la obligó a parir sentada y sola, como las mujeres de los bárbaros.

     Paulina supo vengarse. ¿Acaso no decían los agoreros que los hijos de la tribu venían cargados de una cólera gestada mucho antes de nacer? ¿Que la imposición del nombre les concedía el dominio de las pasiones empozadas en los orígenes de la especie, logrando en consecuencia el desalojo del mal? El hombre es una porción de las palabras-almas. La palabra custodia el origen divino de las almas. Los niños sin un apelativo que los distinga son como alimañas donde persevera el infortunio. Clavando su ira en tales creencias, Paulina decidió condenarlo. Sin nombre ni marcante, para ella y el resto de la colonia, el bastardo sería siempre la cría del mbayá.



- 22 -

     Lo vio emerger como una mota negra en lontananza, costeando los restos moribundos de la capuera. Lo vio crecer desde los potreros del Comandante, flacos también después de la seca. Lo miró acercarse desbaratándose delante de su sombra, como si el cansancio le hubiera descuajado junto con la esperanza las piernas y los brazos. El mentón enterrado en el pecho, el contorno sin rostro aún, resaltando contra el pleno sol, la línea de los ojos abatidos, las mejillas entecas, finalmente la boca. Al llegar al portalón se desplegó la imagen total, conocida y compañera. Compañera de ausencias, pues eso eran los hombres por este lado de la frontera: pura ausencia.

     A qué pensar en aquello ahora que estaba volviendo. ¿Acaso no era voz corriente que en la Provincia del Paraguay al resonar la alarma general ya estaban los hombres con el fusil cargado para defender los valles por donde se derramaba la indiada? ¿Se salvaba por azar la juventud de encanecer trabajando en obras públicas, cerrando accesos y abriendo sendas por estos páramos olvidados de Dios? Tururú turú de mañana. Tururú al atardecer. Cuando no estaban marchando hacia los beneficios de yerba a recibir la mordedura de la codicia entre los vahos esquivos del ensueño.

     Chopeo se despidió con la algazara que prestan las cosas nuevas cuando se compran en masa: el cuchillo de mango grueso a la cintura, un machete fuertelindo terciado sobre la espalda, el sombrero cubriéndole el primer surco de la frente, el pantalón de bramante azul y la camisa de lienzo, quemándole la piel. Como si aquellas prendas flamantes fueran un horno de barro la costra donde se le dorase el cuerpo igual que a las chipás la costra olorosa. Se quema la chipá, pensó Paulina al verlo, acordándose de cómo se tentaban las primas entre sí cuando estrenaban un vestido: se quema la chipá, se quema la chipá -gritaban, escapándose entre risas unas de otras, como si las quemara el apresto del percal celeste.

     Ahora, la proximidad de su hombre, tan chusco, con su ropa nueva y la olla al hombro, la abrasaba como entonces. Parecía un mercader de pies descalzos. La bolsa de bastimentos golpeando contra la cadera izquierda, un atado desteñido por detrás, las herramientas colgando, y sujeta a un cordel aquella pavita de latón, que estallaba en reflejos cada vez que daba un paso, y a ella le hubiera gustado conservar para sí.

     -Mirá, Paulina, para matear mientras levantamos los ranchos en la limpiada -le dijo con orgullo calculando el chorro.

     Varios puños de sal, un sobornal de yerba para el comienzo del laboreo y una porción de porotos, completaban la adquisición. Además de algunas naderías para su mujer -no fuese a faltarle qué comer durante su ausencia.

     No bien firmaron la contrata, los hombres se retiraron de la tienda del administrador con las herramientas y utensilios varios al fiado; cada cosa registrada meticulosamente en una cuenta que desde entonces se le abría a cada cual, y empezaba a crecer desde ese instante como una pústula en el porvenir de la peonada. ¿Pero quién barruntaría las secuelas de aquellos adelantos? Cuando terminó de desplegar tantos trastos como nunca habían visto juntos, Chopeo desató lentamente un envoltorio menudo, donde traía un género estampado con flores amarillas que le mostró extendiendo los brazos.

     -Son tres varas, para que te hagas un vestido y te pongas para cuando yo vuelva -musitó abochornado mientras se lo alcanzaba con esa ternura incierta que tienen los hombres torpes cuando quieren agradar.

     La licencia del beneficiador era por seis meses, mas habían pasado tres años desde aquella mañana. Ahora, Paulina no podía creer que se acercara con las manos vencidas, como si la alegría de la partida se le hubiera vuelto de tabla en la cara.

     Lento y cabizbajo, se plantó frente a ella con una grieta partiéndole la frente, los pómulos angulosos en las mejillas menguadas y en la boca una mueca donde se destacaba el hueco de los dientes perdidos. La mujer se quedó en el espacio vacío de esa semisonrisa, con los ojos fijos en aquella caverna, sin encontrar las palabras que hicieran frente a su saludo desdentado. Por aquel boquete se le humedecieron los recuerdos. Ni un músculo se le movió al desmoronarse en la contemplación de esos labios que languidecían para rehacerse con esfuerzo.

     Paulina fue repasando el inventario de los inviernos sin él, las sementeras agonizantes, los malones. Y ese ir y venir todas las noches de la cocina a la cama, de la vigilia al cántaro, como un ánima errante que no consigue mitigar la culpa de haber nacido. Ahora mientras observaba a su marido dentro de esa precaria estabilidad, trató de salirse de aquellas reminiscencias, aguardando la frase que zanjara el silencio provocado por la recíproca compasión; si es que se puede balbucir algo cuando la fatalidad ya dictó su sentencia.

     El sol coronaba entre tanto un tayí solitario.



- 23 -

     Como una anciana cuya cabellera le cubre el rostro mientras observa el planeta, dejando que la tristeza pula sus mejillas, y siente la desesperación de un hombre ante la muerte de otro, así la luna lo miraba desde la negrura perforada por las estrellas.

     En un claro del monte, ni tan lejos de los galpones, ni tan próximo a los piquetes que resguardaban el establecimiento de las argucias de los indómitos nativos, permanecía junto al cadáver, la cabeza enterrada entre los hombros, el pelo pegoteado y las manos vencidas. Habían trabajado en pareja desde el principio del laboreo, compartiendo las jornadas de veinte horas, el escuálido caldo del día y el miedo; ese miedo que se les montaba con el alba y no se apeaba ni siquiera al anochecer. Solía despertarlo con un puntapié mucho antes que la amanecida empezara a gorjear. Se frotaban los ojos y se iban juntos sin decir nada hasta el lugar de trabajo, luego de sorber la infusión de cada día.

     Ahora, miraba a su compañero como si se hubiera llevado a la muerte lo poco que quedaba del mundo, y a él ya no le fuera posible desmalezar el monte sin su ayuda. Abatir los troncales tiernos, quemar los gajos, desbandara los indios si aparecían por el campamento, formaba parte de una rutina que se cerraba al sentarse a silenciar las penas; las penas de los otros, que eran las propias y las de todos los hombres.

     Sin decidirse a volver, Chopeo contemplaba el cuerpo de Eulalio: la espalda acribillada, las piernas sueltas para siempre en el territorio del sueño definitivo; las palmas hacia arriba como mendigando la vida, aunque fuese un poquito de vida, para no morirse por detrás con el gualí de loneta entre los brazos y la yerba derramada por el ojal, a tan pocas varas de la libertad que daba pena pensarlo. Se estremeció. En el yerbal todos sabían que tratar de evadirse del campamento era adelantar el encuentro con la muerte. Aunque cualquier hombre asume que nace condenado a morir, Chopeo no podía conformarse. La libertad es ser capaz de decirle a los otros que uno puede irse, aflojando las amarras cuando al ánimo se le ocurre; es vagar al antojo de la suerte reinventando la propia biografía.

     No era la primera vez que Eulalio intentaba la fuga, pero sí la última.

     -No te preocupes, hermano, no te voy a delatar -lo tranquilizó al despedirse. Faltaría más que le descubriese con lo mucho que le socorrió cuando estuvo enfermo. Siempre se piensa que alguien que no es uno, pero que es como si fuera uno, va a lograr lo que nadie alcanzó, redimiendo con un acto solitario a la totalidad de los escarnecidos. Chopeo creyó ingenuamente que Eulalio se saldría con la suya.

     Recordó la primera vez que se vieron el día del enrolamiento en la fonda de Leocadio. Una multitud se había acercado desde las compañías comarcanas atestando la puerta de la administración, donde los mensús recibían el adelanto de sus sueldos en especies, anotado prolijamente en un debe y un haber, que a partir de entonces los perseguiría hasta la muerte. Eulalio salía de signar el acuerdo sonriendo con un talego en la mano.

     Al cruzarse se miraron con estupor como si se reconocieran.

     Era largo de cuerpo, enjuto, con el torso bailándole dentro de la ballesta, los ojos puntiagudos de tanto brillo y uñas de guitarrero. Llevaba el pantalón atado a la cintura con una cuerda e iba descalzo como buen hijo de la tierra. Chopeo lo midió con los ojos. Tenía colgada de la comisura de los labios una expresión calculadora, como de regreso. Con el tiempo se percató de que Eulalio conservaba la sangre fría en las situaciones riesgosas o se echaba sobre cualquiera que intentase embromarlo, con la misma facilidad con que cubría a la mujer que le gustara, sin que ésta opusiese resistencia. Una pequeña navaja le acompañaba siempre. Sabía mandar. Y también mirar a las estrellas hasta que se dormía acurrucado como un nonato.

     Era firme pero no duro, astuto pero no agresivo, salvo los días de entrega. Entonces volvía puteando, como si la yerba en vez de asegurarle el sustento apeligrase su futuro, y el trabajo de un mes no fuera más que un simulacro del verdadero trabajo; ese que le alcanzaría para saldar finalmente las acreencias, posibilitando alguna vez su escape de aquella pesadilla insoportable.

     Como al resto de la peonada, a Eulalio no le sobraba nada por cobrar. Entre el tasajo, la churas, si las había, y cualquier trapo para cubrirse las partes, se le iba el jornal completo. Era entonces cuando el cobertizo se llenaba de palabrotas contra la sombra negra que le impulsó a conchabarse con esta manga de explotadores. La furia le crecía como una burbuja de sangre hinchándole el glóbulo de los ojos, hasta que lentamente se sosegaba, porque igual lo hubieran arreado a los presidios fronterizos, o cuando menos a cumplir el servicio en las milicias de urbanos, sin importarles cuantas veces lo hubiera repetido. ¿Cuántos años tendría? Nadie le supo calcular la edad, pero cuando estaba serio, parecía que el tiempo se le hubiera entrado en la cara. Le gustaba silbar, y algunos decían que antes de convertirse en un minero asalariado bailaba, toreando el ñandutí de las polleras con un cuchillo de hoja corta que le sacaba chispas al suelo y presagiaba unas montas apasionadas con las mejores mujeres.

     Las pocas veces que terminaban la quema antes de lo habitual, y el deseo derrotaba al cansancio, Eulalio solía acercarse a la choza de las putas, con una sonrisa sesgada que prometía mucho sin alardes innecesarios. Volvía riéndose como si fuera otra persona, con una felicidad que le duraba lo que un fuego fatuo, como si el orgasmo hubiera sido un túnel por donde mirar más de cerca la realidad. No se quejaba nunca, pero de cuando en cuando lloraba en sueños, no faltando las noches en que se le escuchaba llamar por lo bajo: Mamá, mamita, no seas mala, no vayas a dejarme solo otra vez. Entonces Chopeo le sacudía un hombro para que no siguiera extrañándola.

     ¿Por qué se tiene que morir un tipo como Eulalio en vez de esos infelices que aplastan con las botas la cabeza del prójimo? Guapo siempre fue, como derecho en los tratos. Cuando había que cargar los haces, Eulalio era el primero en tomar el suyo. No hacía de menos a nadie, ni ponderaba para decir lo que pensaba. Tampoco tenía fama de creído o hablador. Por el contrario, le interesaba aprender, de modo que si alguien se ponía a contar un caso, aguzaba la curiosidad por si tuviera alguna relación con sus correrías anteriores.

     En ese entonces, el muerto ignoraba aún que el antes y el después son meras distracciones de la fatalidad. Sólo cuando se internaba en el arroyo, desnudo como los indios y elástico como un felino, se le oía canturrear hasta que, de repente, se quedaba callado como si algún mal presagio le cercenara la voz. Padre no tenía, ni le hacía falta. Pero de la madre se acordaba a menudo, sobre todo cuando se cumplía el mes, y acudía a la barraca del caporal a liquidar sus cuentas junto con los demás mensualeros, de quienes se separaba esperanzado, porque creía que ya estaba libre y pronto dejaría el yerbal para decirle: Aquí tenés para tu vestido, mamita linda. Pero aquellas palabras se quedaron sin el remate de la realidad, porque Eulalio ya se había bebido el último trago de vida.

     -¿Por qué tiene que acobardarnos algo que estamos seguros de que nos va a suceder? -solía repetir si el capataz les daba a limpiar las carabinas cuando olía la proximidad de una fuga.



- 24 -

     La risa comenzó de a poquito entre el peonaje, porque si bien en el campamento la pasaban mal, siempre se colaba entre las horas alguna pizca de esparcimiento. Lo primero que distrajo las caras agachadas sobre los platos de locro fue la tosecilla de Chopeo tratando de aclararse la garganta, que se le congestionó aumentándole paulatinamente las ganas de echar flema, como si se hubiera acatarrado de repente. Las miradas del machaje se estancaron en la boca, irreconocible por el esfuerzo; iban de un rostro a otro para volver al plato semivacío, donde nadaban entre los granos blancos las fibras solitarias de carne seca. Aunque Eulalio se levantó solícito a palmotearle la espalda, repitiendo San Blas, San Blas, el pobre seguía con el atoramiento, las mejillas progresivamente arreboladas y los ojos en blanco.

     -Más fuerte, más fuerte -gritaban los demás, redoblando los golpes en el lomo de Chopeo, para que expeliera aquello que amenazaba con asfixiarlo. La tos martillaba el aire imponiéndose a la gritería de los hombres, que lo rodeaban tratando de ayudarlo a respirar.

     En el cuello de Chopeo, la yugular se contoneaba como una víbora aprisionada bajo la piel, mientras las manos crispadas le sudaban un frío pegajoso, y los glóbulos de los ojos, invadidos por una redecilla de sangre, se le salían de las órbitas.

     -Más fuerte, más fuerte -coreaban los compañeros golpeando por turno la espalda del convulso, hasta que con una arcada escupió un hueso enorme.

     Eulalio se separó entonces de su amigo, reculando con la rapidez traviesa de un felino, y mirándolo con sorna le mostró sobre el suelo el objeto que le había obstruido el esófago. Poco faltó para que Chopeo se cayera del asombro, porque frente a él el pícaro había tirado, sin que nadie se diera cuenta, un garrón pelado, haciéndole creer que lo había arrojado por la boca.

     Ahora, ya de vuelta a su rancho, si no podía dormir, si la duda fragmentaba las horas con sus dardos, si lo acuciaba el deseo de matar, Chopeo cerraba los ojos para no ver las muecas del insomnio, rebuscando en la negrura aquellas carcajadas que festejaron su desconcierto. Trasponía entonces los linderos vengativos de su imaginación, dejándose llevar como una pluma, alejándose de su cuerpo con su maltrecha identidad a cuestas, para saborear a gusto aquel precario regocijo.



- 25 -

     Lo primero que Paulina advirtió después de reponerse del pasmo que le produjo la aparición de Chopeo fue la figura minúscula, un poco rezagada, apenas sostenida por las piernas entecas.

     Aunque en un principio no reparó en él, el chico había franqueado el portalón a la saga de su marido, costeando las tapias ennegrecidas por los incendios, mientras ellos se escrutaban mutuamente, dejando que el silencio se deslizara como un felino cauteloso entre los dos.

     -Su nombre es Teodoro, y viene conmigo -fue todo lo que se le ocurrió decir a modo de saludo después de tres años de ausencia.

     El guaino se había encariñado con Chopeo desde que lo encontró junto al peón con quien trabajaba en pareja, muerto en el intento de tramontar el yerbal. Casi saliendo de la Serranía de las Quince Puntas, burlada ya la guardia, los escolteros lo balearon por detrás, obligándole a soltar la libertad. La caza del fugitivo desmoronó la moral de la peonada, como si la liberación no fuese otra cosa que un ídolo de paja consumido en las llamas de un imposible. La libertad no tiene dueño, por eso cuando se la arrebatan a otro es como si se la cercenaran a uno mismo.

     Chopeo veló a su amigo sollozando, hasta ser descubierto por Teodoro, antes del canto de la amanecida. El muchachito le tendió una mano sin hablar, alzándolo del suelo como si fuese un niño, para conducirlo hasta la fogonera de las barracas donde podría desahogarse al calor de la lumbre. Así comenzó la complicidad. Así aquella sensación de amparo que sentía el huérfano cuando Chopeo se internaba entre los arbustos llevándolo consigo: el machete orondo y un dejo de alegría en el andar, porque aunque comían pobremente, y ambos comprendían que las deudas no se terminaban de pagar nunca, cada cual miraba al otro como si fuera el reverso de su propia cara.

     En un comienzo acaso se sentían contentos. Chopeo, por haber evadido aunque fuese una vez el oneroso servicio militar, y Teo, joven aún para milicias y malicias, por esa intimidad que nace con un hombre grande después de haberlo visto llorar. ¿No es cierto que el infortunio regala a veces los hijos que no se engendran en las mujeres propias? La ley de las compensaciones es misericordiosa. Chopeo trataba a Teo como al vástago que no tuvo, y éste desde su adolescencia esquiva se moría por ser como él. Juntos tragaban la mezcolanza de arroz y carne vieja que les servían una vez al día. Juntos doblaban el lomo bajo el sol de hierro, para luego echarse a dormir hasta el alba, hora en que proseguían con el beneficio. Juntos contaban las estrellas. Trabajando en yunta lograban cubrir diariamente una barbacoa: el menor aplicado al acarreo de la leña para chamuscar los gajos que el otro desmenuzaba meticulosamente antes de tostar, formando posteriormente el haz, rellenando el armazón de ramas plantadas en el suelo y sostenidas por guascas ajustables. Los gritos de los peones reventaban como petardos, festejando la labor cumplida, pipu, pipu, para luego reanudar la faena, apoyándose mutuamente hasta vencer la carga gigantesca del cansancio, sin detenerse un minuto por temor al látigo implacable. Teodoro ayudaba a Chopeo colocándole en la cabeza el frontón que, pasado por arriba de los hombros, sujetaba el cargamento sobre el dorso. Con el transporte de la yerba a dos viajes se ensanchó la amistad, haciéndose habitual que mientras él esperaba agachado a que el muchachito le calzara el pepú en la mitad de la frente, éste le alisaba los cabellos con ternura, prestándole el brazo para que se irguiera con aquella mole que a veces llegaba a sumar más de diez arrobas, sobrepasando su propio peso.

     Teodoro era pensativo, a trechos melancólico, a veces iracundo, pero nunca jovial. El pavor a los ataques de los indios monteses, la crueldad de los encargados, la falta absoluta de guardias para la defensa y las fieras merodeando los galpones, le dejaron en la cara una expresión troquelada y vacía, muy distinta a la de sus primeros años.

     Cuando bajaron a la Villa de la Consolación no hubo quien pudiera sonsacarle ni un gruñido ni un ademán amistoso. Pegado a su protector se confundía con su sombra: donde iba uno iba el otro, amarrados por un lazo invisible. Pero cuando se separaban, cuando el chico tenía que enfrentar la oscuridad, se debatía dentro del sueño, hasta que Paulina interrumpía con golpecitos maternales aquellos sobresaltos que lo despatarraban sobre el lecho. Aunque ella lo alimentó pacientemente cuando las fuerzas no le daban ni para acertar la boca, no consiguió vencer su reticencia a sonreír, ni aquel terror a los fantasmas que le nublaban el cerebro, ni la mirada hosca, ni las escasas palabras. Al comienzo del beneficio Chopeo hacía planes todo el tiempo, buscándole la vuelta a la ilusión.

     -Cuando estemos limpios de deudas, Teo, vamos a entregar tanta yerba como para que nos sobre algún real, entonces estaremos libres para reírnos de la moratoria y del capataz. Vamos a volver a beneficiar yerba por nuestra cuenta sin contrata ni azotes, y nos vamos a hacer ricos, solos los dos.

     Teodoro ya lo veía al frente de una changada, solamente suya, en un montecito de troncales tiernos próximo a su propiedad, donde nadie los golpeara.

     -La espalda sin marcas vas a tener, Teo, y se va a poner conmigo quien quiera atajarte por la fuerza.

     El huérfano, casi hombre, medio niño, lo miraba embelesado, enjugándose el llanto de la ilusión sobreviviente.

     -No te preocupes, Teo, yo te voy a llevar a mi rancho, y nada te va a faltar. Como a mi hijo te voy a tener hasta que te hagas grande, o yo me muera.

     Chopeo no cejaba de repetir que con el producido de la próxima carga juntaría la plata para terminar de pagar ese saldito de la Merced Real que le faltaba, de modo que mi lote sea mío verdadero, y de nadie más.

     -Ni peligro de que me saquen mi tierra no va haber porque voy a conseguir un papel de ley, para que el repartimiento no sea sólo de palabra, como al principio.

     Chopeo no se cansaba de contarle que antes eran más pobres que ahora, porque eran inquilinos de la autoridad.

     -Lo mismo nomás nos contentábamos, Teo, porque la vida es así, y es mejor ponerle buena cara para que nos quiera de verdad.

     Pronto el aporreo y la molienda, el ataquio en tercios y la conducción por etapas desde el yerbal a los centros de comercialización, les fueron descascarando aquellos ensueños, porque ya se sabe que nadie es tan pobre como aquel que se resiste a serlo.

     Pero los días de entrega, cuando el caporal seleccionaba la yerba, apartando como mala la que reservaba para sí, pesando el resto en una romana embustera; esos días en que se enteraban de que todavía debían cientos de reales, más los gastos de la venida y el adicional de la manutención, ésos eran los peores. Chopeo terminaba borracho completo, con la cuenta tan gorda como disminuidas sus esperanzas. Entonces el muchacho lo arropaba con el poncho raído, canturreándole algún tororé, como si fuera el niño que él era, mientras se empapaba la yema de los dedos con aquel llanto de hombre que se le derramaba de los ojos.



- 26 -

     Desde chico Teo había sido propenso a creer en los augurios, de tal modo que los presentimientos lo trastornaban. Las manos le ardían como si de las palmas le brotaran llamas; se le llenaban los ojos de bastones rojos, negros o dorados, según el cariz del vaticinio, haciéndole correr lagartijas sobre la piel. Cuando los escalofríos amenazaban con disolverle los huesos, constataba la proximidad de algo infalible y se quedaba esperando lo que tenía que suceder. A Chopeo el peoncito le recordaba a Bernarda, porque era ciertamente un ser especial.

     Mamasabel le habló de sus atributos cuando distaba tres cuartas del suelo. Desde entonces pudo caminar impávido entre las lianas, seguro de que hasta las fieras se alejarían de él en cuanto lo avistaran, acaso porque su cuerpo despedía unos efluvios que atraían como la miel a las lechiguanas. Le precedía el olor evocador de los velorios, no faltando la aseveración de que era visible en la oscuridad. A los seis años, Teo se prendía aún a los pezones de Mamasabel para exprimirle, junto con la leche de sus pechos lacios, su sentimiento de mujer huera. Se dan a veces necesidades mutuas que se acoplan para lograr cierta felicidad compensatoria. Agregada como estaba a la estancia de un Capitán General, Mamasabel lo recogió a sabiendas de que donde hay carne hay chura, panza llena y corazón contento. Con él anduvo trajinando de toldo en toldo, de comandancia en prostíbulo; por donde hiciera falta su oficio de comadrona, madre grande de todos los huérfanos y malentretenidos, fuesen blancos o negros, indios o mulatos, olvidados de Dios. De ella aprendió Teo que todos los hombres son iguales, sin importar sus pecados o el color de los cuerpos.

     -Todos olvidados de la Santa Providencia, Teo, todos la misma carne de rebenque relumbrando al sol.

     Llevaba sobre el pecho una tortuga de madera, con los hexágonos del caparazón pulcramente requemados, para espantar la desgracia. Un talismán que ella le había colgado al cuello, después de inaugurarlo en los secretos del sexo. Porque ¿quién mejor que una madre para enseñarle con ternura su postura de hombre ante la vida? Aquel animal diminuto brincaba sobre el torso del muchacho cuando se internaba a mariscar por las vaguadas, protegiéndolo de las asechanzas que pudieran surgir de las isletas de fronda que salpicaban los campos. Madera milagrosa. Tortuguita viajera. Escudo de sus andanzas desde la desaparición de su progenitora, gozada por los infieles ante los ojos del niño.

     Sí. Mamasabel conocía demasiado bien las historias de secuestros y niños escondidos en las carboneras de la administración, porque ella misma había visto el arreo de los párvulos, que de ahí en más se convertían en perritos obsequiosos de los indios mbayaes.

     -Nadie te va hacer daño, mi hijo. No vayas que a tener miedo porque este tu amuleto espanta cualquier mal.

     Teo inspeccionaba la tortuga del derecho y del revés mientras escuchaba que nadie lo atacaría, ni el tigre, dueño del bosque, ni el trabuco de la autoridad, ni siquiera el Maligno. El muchacho creció con el convencimiento de que ningún hombre puede contra el poder del Padre último, último Primero; ni los payaguaes, dueños del río, ni los guaicurúes, robadores de mujeres; ni toda la milicia de la Provincia, por más postergados que los tuvieran, no obstante las afirmaciones en contrario del Padre-cura.

     -Piedras con pelo le van a crecer en la lengua a quienes te quieran perjudicar -terminaba diciendo Mamasabel en un susurro, por si anduvieran cerca los ojos y los oídos del Gobernador.

     Sin temor a las flechas, con entera despreocupación frente a las bravuconadas de los Urbanos, ignorando con desdén la omnipotencia ficticia del Jefe de Frontera, y de cuantos quisieran someterlo, Teo se volvió un mozalbete temerario, que aprendió a evadirse de la adversidad, o a quien la adversidad evitaba misteriosamente. El poder no perdona a los que se distinguen del común, por eso él no se jactaba nunca mientras vagaba a su antojo.

     Cuando le dispararon en la Rinconada del Arrecife sin herirlo, no se extrañó. Tampoco le sorprendió que la bala se incrustara en un cedro que comenzó a murmurar, soltando un agua espesa con la cual se embadurnó la cara y los testículos, el pecho y las pantorrillas, tal como hacían los indios de las selvas del Mbaracayú, mientras se tendía en la gramilla, donde se quedó dormido, curándose una vigilia que ya le duraba tanto como la ausencia de su madre. No bien emergió del sueño, decidió evitar el Camino Real, tomando un pasaje infranqueable por donde se adentró en la espesura, conviviendo desde entonces con el aullido del tigre comedor de luna, los besos mortíferos de las serpientes y el canto de las perdices. Nada volvió a amedrentarlo, ni siquiera los seres misteriosos que hurtaban las almas de los vivos, y se ocultaban bajo la corteza de los árboles cuando el pájaro gigante extendía sus alas imponiendo la noche sobre la tierra.

     De ahí en más Teo anduvo por el mundo, seguro de que nadie le arrebataría ese andrajo de vida que llevaba puesto. Se aficionó a prácticas curiosas, frecuentó a los hechiceros de los cacicazgos inaccesibles, hizo amistad con los seres lampiños que se apiñaban en la Vía Láctea después de muertos, aprendiendo por añadidura a castigarse la verga contra las espinas de los cocoteros con el propósito de reafirmar sus atributos notables. A medida que penetró en la sabiduría de los himnos sagrados, se volvió impenetrable. Por desfiladeros y cañadas, algunas veces triste, contentadizo otras, llegó al yerbal de Tacurupucú, donde se amistó con Chopeo para retornar con él hasta la aldea, una vez terminado el beneficio.

     Después que la estación del frío suplantó a las cigarras, Teo desapareció. Se decía que andaba por los asentamientos indígenas desenterrando urnas funerarias a fin de transformar en flautas los huesos de sus amigos. Que bajó a la ciudad de Santa Fe conchabado como remero de una garandumba transportadora de yerba, y que habiendo perdido la carga en una mesa de tute, se desgració matando al capitán. Nadie supo si cruzó de nuevo la frontera a despecho de la guarda del Paraná, cuando la Provincia era ya República, o la forma en que burlaba la amenaza del naranjo funesto, donde caían los condenados a muerte por el Dictador. Pero quien lo conoció estaba seguro de que las carabinas del Supremo necesitarían ojos de lechuza para no errar el tiro que acabara con su vida.

     Mientras el país permanecía clausurado por los cerrojos que el Doctor Francia había impuesto al comercio y a la navegación, las fábulas sobre el paradero de Teo crecieron como larvas lozanas prendidas a las nervaduras de la fantasía. Se perdió el rastro de sus pendencias en el principio del tiempo. El mujerío afirmaba que el arribeño, cuyo nombre ya nadie recordaba, aparecía en los recodos más oscuros de los caminos, convertido en un duende montaraz. Los Delegados de gobierno perseguían su cabeza con ferocidad temiendo perder la propia, en caso de que las dilaciones reiteradas impacientaran al Dictador. Era obvio que el hombre transitaba por el país sin pases ni regresos, atribuyéndose más muertes que contiendas y el don de la ubicuidad.

     Cuando Chopeo le contaba a su mujer las versiones que circulaban por las pulperías ella lo defendía con fervor.

     -Habladurías que ponen por él -rezongaba sin importarle que sus hazañas se ensuciaran en la boca de las comadres, porque desde luego tenían que ser mentira.

     Con los años los varones de la Villa lo mentaron con admiración, el mujerío suspiraba al evocarlo, y el Cura dejó de maldecirlo desde el púlpito para evitar el ridículo, mientras Paulina comenzó a suplicarle al Santísimo que no volviera, para que fuese cierto que ese muchachito, al cual había alimentado como a un ternero guacho, recorría el firmamento montado en un jaguar resplandeciente en las noches de luna llena.



- 27 -

     Ausente la lechera mugidora, con aquel párvulo que Chopeo no conocía aferrado a sus pantorrillas, Paulina no encontraba qué palabras decirle. ¿Cómo enfrentar su mirada inquisitiva cuando la respuesta se resolvía en esa cría que no era ni bestia ni cristiano? ¿Para qué contarle que la escarcha había quemado los sembrados los dos primeros años, y la seca se los comió después? Acaso serviría confesarle que ella se ponía contenta aunque él no estuviese, cuando los chivatos comenzaban a murmurar en diciembre, y que rezaba para que lo acaecido desaconteciera: el rapto, la violación, el niño que le creció en el vientre, y la poca comida, y las muchas siestas interrumpidas por el trotecito del alazán requemado del Comandante que con la vuelta de las cigarras rumbeaba por la costa de Naranjaty hasta su rancho, para que no se le olvidara quién era él, y que ella era un pendiente que no le daba la gana de conseguir por la fuerza.

     A Chopeo los celos le alimentaban el insomnio desde la época del repartimiento. Tan pronto como le dieron aquel pedregal de irrisoria proporción con la excusa de que no se otorgaban mercedes reales sobre extensiones mayores a la capacidad de cercar de cada poblador, Chopeo desconfió que el mandamás se había encaprichado con su mujer, sin saber que la obstinación suele ser una de las caras de la fatalidad. En esta ocasión era obvio que el destino se había confabulado con el poder. El mismo que él descargaba sobre la espalda de Paulina al retornar de unas juergas que le servían de antídoto.

     -No vale que me trates así. Nunca me pillaste con nadie, ni me retiraste de abajo de ningún hombre -sollozaba ella, sin escabullirse de la guacha que le marcaba la piel, hasta que él se quedaba exhausto de furor, y de arrepentimiento, aunque no se lo dijera.

     Ahora aquellos golpes ya no le dolían; ahora sólo quedaban las sobras de una desmantelada ternura; la sombra de su desesperación en el instante de la partida con el valle de los Altos desdibujándose en las estribaciones de la Cordillera, la lamentación de las primas, como si ella ya estuviera muerta, las maldiciones reforzando la valla que los separaba desde entonces. Paulina nunca le perdonó que la hubiera sacado de su comodidad sin su consentimiento, igual que a un señuelo al cual no se pregunta si quiere guiar a la manada. La aceptación sobrevino después del alumbramiento, cuando la recién nacida empezó a sorber la leche, aminorándole junto con la inflamación de las mamas la tristeza de la marcha forzada, como si con el flujo blanco le trasvasara también la sumisión que se espera de toda mujer.

     Pero aquellas eran quejas de otro tiempo. Ahora nada más se le presentaba la ansiedad de su marido mientras aguardaba el lugar de las peonías otorgadas: el pulgar escarbando la arena de aquella población con pretensiones de villa, que habían venido a levantar para defender la colonización española contra el avance portugués y la rapiña de los indios del Chaco, en las zonas ambiguas de la fronteras. Chopeo no pudo disimular su desaliento al comprobar la mala calidad de la tierra que les tocó en aquel descampado que por poco se salía del horizonte.

     -Imposible venir hasta acá para recibir pura piedra. Pero mirá un poco lo que nos dieron -se quejaba ella recordando el limonero encorvado por el peso de los frutos en el fondo del patio abandonado.

     -Pero voy a pagar menos impuesto, Paulina, porque mi lote está avaluado en reales en lugar de pesos plata, por la lejanía de la Villa, según dice la ley.

     -¿Pero no te das cuenta que la palabra del Comandante pesa más que la ley?

     Chopeo trataba de convencerla de las ventajas de la concesión para no echarse a llorar frente a ella. Sólo entonces se enteraron de que una Merced Real se hacía efectiva luego del pago de la media annata, y no antes, y mucho menos después del plazo establecido por las normas que regían la que un día fuera Provincia Gigante de las Indias.

     -¿Cómo nos van a cobrar por tierra muerta, casi casi pegada a los salvajes?

     -De todos modos va a ser nuestra, Paulina, eso es lo que importa. Cuando pague el total me van a dar mi papel -insistía, tan conciliador como vacilante, sin recular un ápice en la decisión de plantarse en su propiedad, pensando no obstante en su adentro que aquel destino no era el canasto de la abundancia que les habían prometido al enrolarlo.

     -Imposible de injusto es lo que nos pasa.

     Sí. Realmente fue injusto que no bien se estaban acomodando a la desilusión, comenzaron los reclutamientos para ir al río Apa a levantar fortines, a costa y minción de los colonos -como era corriente en las colonias españolas-, y más tarde las redadas a fin de contener a los indios que, apañados por los portugueses asolaban las chácaras penosamente sembradas; además de poner el hombro para la defensa de las estancias en ambas márgenes del Aquidabán, por muy distantes que estuvieran de la Comandancia. Esas extensiones de pasto colmadas de vacas ajenas que debían proteger con su sangre aunque pertenecieran a la oficialidad, y sobre todo por eso. ¿O creyeron que se les iba a dar tierra porque sí?, bramaba el Comandante.

     Las temporadas no siempre fueron nefandas, a tal punto que Paulina más de una vez llegó a pensar que su marido era un visionario. Sobre todo aquella siesta en que partió hacia el yerbal, luego de convencerla de que se iba a volver con las faltriqueras llenas.

     -Me voy hacer rico, Paulina, ya vas a ver. No te asustes si me ves llegar con mucha plata -le dijo antes de sumarse a la caravana: el brazo en alto agitando el sombrero alegre, la promesa de un montón de cosas que se iban a comprar a su regreso.

     La tarde se llenó entonces de agudos pipus, reventando en las gargantas entusiastas de los viajeros, de adioses guturales, de una efervescente ilusión. Más vale que se le cumplan sus sueños, pensó Paulina mientras desandaba el camino hacia su rancho; porque le daba lástima verlo tan contento si aquello no fuera a ser verdad.

     Ahora, la evocación de aquel tropel de carretas, mensualeros conchabados y reses mugidoras se abría como un ojal en la entretela de su cerebro para prenderse a la desesperanza, y a los remiendos de alegría que ella supo coserle a la existencia. Porque Paulina, sin achicarse ante la adversidad, tenía el hábito de la risa fresca y el acomodo a lo irremediable; una aceptación valerosa que le impulsaba a empuñar la horqueta para arar tantas veces como Chopeo se ausentara.

     ¿Cómo se va a reconocer el sabor de la bonanza si no se traga primero el caldo de la desdicha? Ya se sabe que durante los días afortunados se presentan siempre horas amargas, y en las estaciones aciagas nunca falta algún motivo de contento. Demasiada verdad para no llevarla en cuenta, pensaba Paulina, mientras inventaba una y otra vez las causas de esa pretendida felicidad.



- 28 -

     El agua protesta en el brasero empañando la cara de Chopeo. Con un tronquito de yerba encendido, Paulina se afana sobre el cuerpo del marido, que se deja semiquemar las pústulas, encogiéndose cada vez que el gajo le roza la epidermis. Ella insiste sobre las aberturas por donde fluye la supuración sanguinolenta hasta extraer las uras. Esos pequeños gusanos se contonean desesperados debajo de la piel enrojecida, sin más escapatoria que buscar el orificio por donde habían entrado. Luego de una laboriosa insistencia emerge del minúsculo cráter una protuberancia blanca, gordezuela y flexible, escurriéndose con dificultad hacia la luz. El escozor cede, pero Chopeo se siente un sobornal vacío puesto bruscamente del revés, como si el pellejo agujereado no fuera otra cosa que su mismo corazón dado vuelta.

     Sobre los músculos adoloridos sólo quedan las picaduras de los insectos que no logró espantar el humo del estiércol de la torada del mantenimiento. Chopeo recuerda la avalancha de polvorines levantándose de la cara plana de los charcos como una neblina zumbadora previa al ocaso, y se rasca con desesperación. Alimañas y penurias le habían dejado cicatrices de toda laya. Cicatrices que lo atormentan de tal modo que desearía echarse arena en las orejas para no escuchar los recuerdos. Cuando no puede más, llora quedito, con vergüenza, porque le habían enseñado que los hombres no lloran, y sin embargo la vida le había mostrado lo contrario.

     Todo es presente ahora, porque se niega a retornar al ayer y no atina a imaginar el mañana. Prendidas como garrapatas las imágenes se ensañan con él, se instalan en su presente sin poder desvanecerse nunca, nunca. Entonces ya no está junto a esa mujer que lo cuida, luchando contra la sospecha de que el Comandante se la montó en su ausencia, sino pegado al barbacuá durante una quema que no termina jamás; jadeando, como si Teo estuviera todavía ajustándole el haz a la espalda, para ayudándolo enseguida a ponerse de pie con aquel cargamento que pesaba más que su propia vida.

     Los recuerdos se asilan en una caritativa nebulosa, donde es fácil recrear la jarana con las putas desdentadas de las barracas los días en que se arreglaban los pagos; los tiros de los escolteros, mbokapú, mbokapú, alertando a la peonada cuando había gresca. Ni que decir el silbido del rebenque si alguien escondía un puñado de yerba entre la ropa. Y los gritos de Eulalio luego del escape, advirtiéndole que lo estaban estaqueando con unas correas que le penetraban hasta el hueso cuando se encogían al rajasol. Recordar es sencillo, lo difícil es abolir esa añorada amnesia que se resiste a doblegarse. Entonces Chopeo no entiende si piensa o duerme o vela o sueña.

     En medio de la convalecencia, de cara al erial que comienza a recobrar su apariencia de capuera, se engrosa el silencio entre los dos. Bernardita, sentada frente a un plato inexistente es un comensal más en la mesa; los persigue con la insistencia de las ánimas que no terminan de irse del lugar donde dejaron la vida.

     Chopeo pronto comprendió que no era tan simple desandar el itinerario de la desdicha. Además, ¿de qué serviría contarle a Paulina lo sucedido, una vez finiquitado el beneficio que en cierta ocasión creyó apetecible? A esta altura de la desilusión, con el espejismo de un retorno opulento hecho trizas, ¿a santo de qué regodearse en los detalles? Nadie puede arrancharle al ayer su carozo sombrío, como tampoco trampear a la memoria. Desde la hamaca, mirando los declives del campichuelo, el obstinado pedregal, Chopeo redescubre su pulso de varón y se encariña con aquel niño agreste, que se lleva a la boca, con la yema humedecida, los gorgojos del maíz que su mujer conserva aunque esté podrido.

     Las remembranzas forman un basural que no se empoza con los años. A las disputas provocadas por la expedición fundadora se sumó la algarabía de la aventura yerbatera. A los arrebatos de furia de Paulina, la tozuda esperanza de que se avecindarían en el casco de la nueva colonia, y de que lo llamarían señor como a un hombre de verdad.

     Ahora, aquellas elucubraciones se habían vuelto pura lejía en el caldero de la obsesión. La realidad es una amante demasiado celosa para dejar que alguien se fugue de ella; y aunque él trató muchas veces de escabullirse la muy perra siempre lo encontró, haciéndole acordar de que ella era su verdad, y que no se la podía cambiar como a una camisa. Finalmente terminó aceptando que lo que existe no se puede negar, ni los liños boqueando entre las rocas como peces sentenciados, ni su hija sometida por los indios, con aquellos ojos enormes donde él ya no volvería a entrar; como tampoco esa criatura a quien la madre le negó el nombre.

     -Hasta la gracia de un hijo varón me negaste, para jactarme delante del Comandante, o aunque sea para dejarle este campito por el cual tanto estoy penado -le recriminaba al Todopoderoso cuando nadie lo escuchaba.

 

- 29 -

     En cuanto Teodoro se dio cuenta de la inquina que su protector le tenía al Comandante, ideó un plan. Fue antes de ganar a las cartas el caballo azulejo, la noche que se escabulló del rancho sin que Paulina lo notara.

     -No te quebrantes por él -la tranquilizó Chopeo rememorando sus antiguas escapadas al quilombo. Conjeturas. No sabía aún que el muchacho había salido con el propósito de torcer la suerte a su favor, aunque barruntaba que se estaría despidiendo de una adolescencia que ya le iba quedando estrecha.

     Cuando Chopeo vio el cuerpo diminuto subiendo y bajando sobre el animal en pelo, le pareció que el horizonte se empequeñecía para darle paso a aquella su nueva y exultante virilidad. El chico venía de jugar a la baraja con los arrieros de turno, y ya se sabe que las partidas de truco, cuando son a muerte, hacen casi tan hombre a los muchachos como una hora con las putas.

     Componenda y conciliábulos resumieron los días anteriores a la decisión. Chopeo aceptó finalmente la oferta del chico con orgullo paternal y gestos de desquite, riéndose por anticipado de la cara que pondría el Comandante al distinguir su estampa sobre aquel montado reluciente.

     Le costó creer que un modesto propietario, que por añadidura gozaba de la mujer que él siempre había querido, se le pusiera de contrario en las carreras cuadreras que cerraban la marcación de su propia hacienda, pero aceptó el desafío con ademán sobrador.

     El caballo contra cincuenta patacones: ese fue el trato. Demasiado bueno era el negocio, considerando que la plata y el ganado le sobraban a cacharratas, sin contar con que el colono sólo montaba una mulita de mediano andar. Dispersos los apostadores la suerte tenía la palabra.

     Apenas se hizo el llamado, apareció el alazán, espléndido como un atardecer, caracoleando entre los curiosos con elegancia, saludando de izquierda a derecha con la cabeza ceñida por las riendas llenas de argollas de plata, el freno castañeteando entre los dientes por la excitación. Venía montado por un muchachito flaco, que respondió con un pestañeo al lacónico no me vayas a fallar de su protector.

     Las piernas ya encogidas contra los flancos de Picaflor, Teo desbarató la sonrisa del militar, quien no había calculado que el jinete del parejero pudiera ser otro. A la sorpresa del oponente, siguió el silencio de la gente y, más tarde, los envites, los altercados, el picor del riesgo. Decidir entre la ganancia segura y la ilusión de derrotar al hombre que les había vencido en el justa de la vida, no fue fácil para la multitud. Chopeo les dejó discutir, debatiéndose él también en la incertidumbre. Si se pudiera evitar lo que el temor le soplaba. Porque si había algo que no quería era que Teodoro perdiera aquella cabalgadura obtenida limpiamente, dándole oportunidad al Comandante de festejar su temeridad ante todo el pueblo.

     A un disparo de pistola arrancaron los dos. Teodoro, desprovisto de la camisa a último momento, con el talismán saltándole sobre el esternón, y unas espuelitas que picaban al mirarlas, ajustadas con guascas frescas a los pies descalzos. El militar, chusco por de más dentro de su atuendo nuevo, derramando su orgullo de corredor avezado.

     El tiempo de la espera es un trozo de eternidad que no transcurre mientras se suelta el aliento, el canto de dos abismos contrapuestos.

     Chopeo miraba las ancas rezagadas de Picaflor, sus crines alejándose como una bruma enrojecida que lo envolvía de inquietantes presagios. Cerró los ojos para no ver la gritaría de los mirones; para escuchar sin ser visto a los apostadores, alentando o callando según sus posturas; para sentir con más fuerza el pip pip piiip de Teo, que le había ganado la delantera por medio cuerpo, con la fusta enhiesta, aleteando al costado de las orejas, como si le susurrara cosas lindas mientras le sacaba la lengua a los incrédulos.

     Cuando su amigo desmontó ya estaba Chopeo con la risa abierta recibiendo el abrazo de la concurrencia, los hurras de los arrieros que los levantaban en andas a los dos, porque habían apostado a la esperanza de humillar al poder, aunque más no fuese en una cancha de carreras cuadreras.


 

- 30 -

     Durante los días que siguieron al regreso del yerbal, pero mucho antes de la alegría de haber abochornado al Comandante, se sucedían los cuidados de Paulina consolándole las heridas con un trapito embebido en agua de candorosa, las tisanas para atajarle los chuchos del atardecer, el rebozo sobre los hombros y las palabras dulces. Mientras le sacaba los piques que le colgaban por racimos en la punta de los dedos, se empozaba el mutismo. Poca cosa es el pasado cuando no se puede remediar; más tarde nomás le contaría a según se mostrara su talante, pensaba Paulina. Por ahora callar se le antojaba lo más piadoso, para ella y para él. Porque ¿quién iba a ponderarle su coraje frente al indio que la penetró? Mejor dejarlo así, para más tarde. El ultraje era cosa suya, noche cerrada.

     Los ojos de ambos rodaban por aquí, se escapaban por allá, sin toparse. De todas formas al fin se lo contó, tratando de no aumentarle con pormenores la culpa de haberlas dejado solas. Lejana e imperturbable, se lo dijo, como si le hubiera sucedido a otra persona; a alguien que no tuviese nada que ver con ella o con sus sentimientos. Bien sabía que ahora cualquier protesta era lluvia preterida. Lo mejor era hacerle frente a la realidad, permitiendo que la aceptación se acomodase cuanto antes en su vida. Porque cuando no hay nada que hacer, ya no hay nada que hacer, y el silencio se vuelve lo menos perverso.

     Finalmente supo las circunstancias de aquel día por los tendejones vecinos.

     -La gente es mala o le gusta hablar -se justificaba ella, sabiendo que la talla es el peor agravio que se le puede imponer a un hombre, sobre todo si hay motivo.

     La época de marcación, cuando se reclutaba el peonaje entre los vecinos estables y los foráneos, era la más humillante. Entonces Chopeo regresaba ebrio, maltrecho de pialar terneros, y entristecido porque todo el mundo sabía que un salvaje se había derramado adentro de su mujer.

     -Eh, Chopeo, linda tu criatura -le aguijoneaba algún compueblano que se había quedado fuera de la repartición. Poca cosa era en realidad el pobrecito, puro hueso y barriga, enigmático y sin nombre. Aquellas chanzas eran tan venenosas como las tarántulas en el jergón del beneficio, o los celos irremediables.

     Si se pudiera desvivir los momentos que duran para siempre retornando a la inocencia, Chopeo hubiera salido corriendo para allá; porque no podía tolerar la carita plana del indiecito cuando le tendía la guampa , suplicándole con los ojos una mínima solidaridad, que fue creciendo inadvertidamente en contraste con el desapego de la madre.

     Chopeo casi no hablaba desde su vuelta, salvo cuando el chico se le acercaba, mientras tusaba las crines de la mula, explicándole que un caballo es para un hombre mucho más que una mujer, y que alguna vez iba a cambiar aquella montura por una de verdad. Si se encontraban juntos, sonreía. Pero cuando caían las sombras, cuando el chico no podía escucharlo, comenzaba a temblar, como si tuviera el mal de zambito hasta que Paulina lo rescataba con una sacudida.

     -Minero guapo, color ceniza se te quedó la cara peón de ley, te me fuiste hermano, puteando contra las hormigas, atado a un takurú te dejó el capataz, perro, casi casi muerto te mantuvo, carroña sobre el malezal para los buitres.

     Cuando el monólogo se volvía ininteligible Paulina le gritaba que se callara, que aquellos hombres ya se habían muerto para siempre, entonces él se refregaba los ojos, dudando si se encontraba en el yerbal o entrampado nuevamente por una pesadilla. A la mañana siguiente, recobrado el juicio, volvía a contarle al niño pasajes de su infancia, de cuando quería ir a guerrear, porque los mayores le decían hay que ser sufrido, mi hijo, para ser feliz en la vida.

     La complicidad se gesta corrientemente al amparo del desamparo. En esa vulnerabilidad que lo enternecía y en la resignación con que el inocente aguantaba la saña de la madre, Chopeo volvió a reencontrarse, aceptando la alegría de tenerlo cerca.



- 31 -

     Enterado de lo acaecido, sospechando como cierto lo que otros dejaban entrever como posible, entre rabioso y dudando sobre el comportamiento de Paulina, facón al cinto, más el odio renegrido en la funda del corazón, Chopeo bajó a la fonda, resuelto a desgraciarse si fuera necesario. Aquel día, para bien o para mal, se acabaría la ponzoña de la traición, la mordedura de la ausencia, el riesgo de que su compañera, seducida al fin, aflojara las piernas. Él no iba a permitir, por más Jefe Político que fuese, que le anduvieran rondando la mujer en su mismísima propiedad. ¿Acaso fue para eso que consiguió la Merced Real? ¿Ese papel que atestiguaba por él, haciéndole sentir alguien en este mundo? Demasiado bien sabía la gente que cuando juntara el dinero terminaría de pagar el saldo que le faltaba, y la tierra sería suya suya, como su mujer, que suya había de morir, a no ser que quisiera que él mismo la matara.

     Centrella conocía palmo a palmo los vericuetos del regreso, como él el galanteo jactancioso del oficial. Buen porte sobre su alazán requemado, malacara estrella, lindas las ancas, empuñadura de plata y nácar el cuchillo grandegrande en el talabarte, espuelas mordiendo los ojos al relumbre del sol. Y feas intenciones, a todas luces; porque cuando lo sorprendía por su casa, recogía la sonrisa, el infeliz, y con aire severo le comunicaba que andaba de recorrida, controlando si los labriegos plantaban el número de liños asignados de acuerdo a la medida de sus lotes, como mandaba la ley.

     -Porque en mi jurisdicción nadie haraganea, usted sabe -¿quién le iba a creer semejante patraña, con el brillo zorro que se le escapaba de los ojos?

     -Pase nomás, pase, pase -se amilanaba el pobre.

     ¿Que otra cosa le podía decir si ya estaba pasando? De la raya es que no quería Chopeo que se pasara.

     -Es obligación de todo propietario sembrar asegún lo acordado en las Ordenanzas del Gobernador. No vaya a faltar qué comer por estos lados, y después anden llorando miserias como los vagos sin tierra, que importunan con sus necesidades a la autoridad.

     Santo remedio. Cuando el Comandante le recordaba la contrapartida de la posesión, se le disolvía la rabia y, ensayando una sonrisa más oronda que obsecuente, le convidaba un mate, asegurándole que naturalmente había plantado los liños requeridos, tal como correspondía a todo buen vecino. Pero cuando lo veía alejarse troteando como si la cola del montado se le riera en la cara, se envalentonaba de nuevo porque se notaba a la legua que el hombre se estaba burlando de él.

     -Nunca le hice faltar nada a Paulina, para que sepa, ni tiene por qué arrastrarle el ala a mi mujer con el pretexto de controlar un carajo -maldecía a medida que menguaba la cabalgadura por la cuesta del sendero.

     Cierto. Nunca había faltado la comida en su mesa, a no ser que estuviera trabajando en obras públicas, o sirviendo en los piquetes de la frontera, o conchabado en las estancias. Aunque tal vez sí, a veces sí había faltado. Como cuando el yerbal le comió tres años de vida con el engaño del anticipo. Ni fomentos del gobierno había conseguido su mujer para subsistir hasta su regreso. Ahora entendía que un campesino como él nunca conocería el placer de tener plata junta, para mirarla con cariño y escupirle un poquito, a ver si se hallaba en su bolsillo. Mensualero endeudado, atacador zonzo, miserable minero, eso fuiste. Ni nunca para volver.

     Ahora que estaba de vuelta, ahora que por fin había dormido nuevamente sobre su almohada, le sacaban de quicio las murmuraciones. Que así luego pasa cuando el hombre se va; que su mujer le había puesto al Comandante como su sombrero; que se había acostado con ella después de procurarla en su ausencia. La duda se le metió como una cuña en la entretela del sueño, y aunque ella le rejuraba que no le dio nada, que ni caricias ni besos le dio, había que ver.

     -¿Acaso soy una puta para que me goce todo el mundo? -se defendía Paulina, repitiendo que no sabía por qué se hablaba así de injusto por ella. Para evitar el peligro de creerle, la dejaba llorando, volviendo al amanecer con unas trancas que daban miedo. Juerga y olvido son sinónimos en el diccionario de los desheredados que llevan un dardo en el corazón.

     La incertidumbre es un roedor implacable que nos curuvica el reposo y nos remueve el fabulario. Ahora que le había dejado la cara marcada otra vez, viendo cómo se desentornaban aquellos ojos tan grandes, le renació la esperanza de que no fuera cierto. Ahora debía enfrentar al desgraciado y enterarse de una buena vez si la tumbó mientras él estuvo afuera.

     Cuando Chopeo se arrimó al mostrador con aquel aire desencajado, Leocadio le estiró una medida de ron, observando cómo se la despachaba hasta ver a Cristo. Y en el preciso instante en que la puerta resonó contra la pared, dando paso a las zancadas del Comandante, supo que debía poner un vasito de caña en la repisa de San Onofre, para que esos dos no se fueran a matar.

     Tan pronto como el recién llegado ocupó la mesada con brazo militar, volcando el vaso servido, el aire empezó a quedarse quieto, dejando a conocidos y arribeños colgados de la expectativa.

     -Pare usted de acercarse a lo que es mío -le espetó con una voz que parecía de otro- y no me ronde la mujer porque es decente. -No bien pronunciadas, las palabras se pusieron a temblar.

     -Mire bien lo que está haciendo. ¿Cómo se atreve? ¿No sabe quién soy yo, o acaso no echa de ver con quién está tratando?, vagabundo de mierda -chicoteó el vozarrón.

     El rencor todavía vivo desheló el miedo recomponiendo la bravura de Chopeo que sin replicar sacó un puñal frente a la carcajada sobradora.

     -Epa, epa. Que agrandado está el señor. Cualquiera diría que volvió con plata de los beneficios. En cuanto a su mujer, quédese con ella, que yo no la quiero. Caña blanca para todos, que aquí nadie se desgracia por una pollera.

     Leocadio obedeció. Los demás recobraron su forma. A Chopeo el coraje se le fue aplacando, mermando, hasta que, lento, mínimo, discreto, quedó insertado en la vaina junto con el acero. La sospecha se desinfló mientras los parroquianos se pusieron a carcajear. Disimulando la satisfacción que tal reconocimiento público le produjo, sopesó las miradas con pretendida indiferencia, no fueran a creer que daba por sentado el entrevero de su esposa con ese tipo. Tragó como pudo las dos rondas de la invitación aquella y, sin más despedida que un ademán, se diluyó en la noche.

     Leste po'i, viento delgadito, desde el lado mismo del despertar del sol. El viento le congelaba la nuca con su lengua helada, en tanto las estrellas gordas lo abastecían de cielo, de un cielo claroazul y compañero que se desplegaba ciñéndolo como el abrazo de un dios. Leste po'i, viento delgadito, recorriéndole la espalda desde el cogote a los pies; filtrándose por los costados de la boca -pura sonrisa- hasta las encías romas; aumentándole el regusto de aquella alegría inesperada.

     Leste po'i, leste delgadito, con su filo de hielo seco y su sabor de invierno, silbándole en las orejas una antigua canción.



- 32 -

     No había terminado la noche de sacarse las últimas estrellas cuando Chopeo les escuchó. Las caballerías trotando a contrapenumbra; ancho y áspero el tono del Jefe de Urbanos preguntando por él: los subalternos, desmigajándose en derredor del rancho. Paulina sintió erguirse de sopetón la cabeza de su marido desde la tibieza de su axila: las crenchas lisas sobre los ojos, y ese aire de no entender nada que le ponía la cara tonta cuando se despertaba.

     -Hay que viene -susurró.

     Tanteando la negrura Chopeo salió al alba recién lavada y se enteró del suceder. Lo buscaban.

     Los conocía a los tres. Juntos habían guardado los esterales por donde penetraban los indios en la estación del frío; juntos anduvieron desbrozando picadas y cerrando zanjas en el Camino Real; juntos se embriagaron una semana completa a la vuelta de los yerbales, de donde trajeron tantas cosas. De los insectos, la picazón; de las víboras, el miedo; de los abusos, la astucia; de la noche, el impasible resplandor del lucero. ¿Y del tiempo? La seguridad de que no acaba nunca. ¿Y de los hombres? El ardor fraterno de la caña.

     Ahora aquellos socios estaban frente a él, agrandados por la prepotencia de la Justicia, mientras él escuchaba la orden de detención sin decir nada. Sonrió ante aquella seriedad desconocida que se les había adentrado en la cara, deseando que le hablaran con el tono conocido de la farra o del puteo.

     Que le soltaran su marcante de una vez, desmintiendo con una risa franca aquella escarcha que se había interpuesto entre ellos. Que se amistaran como antes. Esperó. Los miró suplicante. Se le adelgazó su aliento. Pero se quedaron parapetados dentro de su cometido como si no lo conocieran.

     El mandato era llevarlo engrillado a trabajar en obras públicas, previa aplicación de cincuenta azotes. Motivo: sacar arma blanca contra el representante del Gobernador. A Chopeo se le empobrecieron los ojos con las imágenes de aquel lunes del encontronazo en que volvió feliz: el ruedo de vecinos jugando a los naipes, los foráneos trateando el precio de la yerba al romaneo hasta sacar ventajas de las desventajas de los changadores, el mostrador ennegrecido por las moscas donde clareó la sonrisa forzada del pulpero mientras le tendía la raya. La entrada del rival. Los agravios fritándose en la paila del rencor. Y luego, la gloria de animarse a decir lo que pensaba, el gesto del interpelado cuando reculó, porque se dio cuenta de que la cosa iba en serio y que él estaba dispuesto a matarlo. No quiso creer en la forma desprevenida con que omitió evaluar las consecuencias.

     Cuando entendió que sus camaradas lo llevarían de todos modos, prefirió que Paulina no lo supiese, ni le viera alejarse desde el vano de la puerta, menoscabado por la cadena vil. Con una voz del todo impersonal, Chopeo les pidió que no le pusieran las prisiones, permitiéndole caminar libremente hasta tramontar el chircal, dejando atrás el paraíso gigante que se erguía con su jolgorio de pájaros a lo lejos. Así, simulando que lo requisaban para una minga cualquiera, partió entre el piafar de los caballos y el bochorno del apresamiento, los hombros gachos, la cara trastornada por el adiós.

     -Me voy para volver -le dijo pensando qué contrario formal había resultado el Comandante. Chopeo supo desde entonces, o tal vez desde antes de nacer, que el poder se prende a la respiración de los oprimidos como una cascabel, para estrujarlos y asfixiarlos y después de morder dejarlos sueltos con la ponzoña encima.

     Lo encerraron en un cuchitril que servía de casa de arresto. La casa del olvido merecía llamarse, porque además de los barrotes que impedían la huida lo encarcelaba la indiferencia; como si el guarda-cárcel y el Juez no tuvieran el menor interés en aplicarle el castigo, o el castigo fuera también tener conciencia de que afuera el tiempo transcurría para todos, salvo para él. Permaneció meses en esa celda abominable. Cuando por fin lo sacaron de allí fue para asestarle a la luz del sol los cincuenta latigazos que sosegaron el genio agraviado del Comandante.



- 33 -

     Sé lo que va a suceder, sé lo que se avecina. Es cuestión de esperar. Un rato de vagabundeo por la recova tratando de que las marchantes le tiren algo de comer, otro poco ladrando para entretenerse, y ya vendrá. Se huele en la impaciencia general, en el coraje agrandado de los mirones, en el gusto que le da a cada cual comprobar que el reo no es uno, sino otro. Ahora que lo conducen desde el fondo de la Comandancia al medio de la plazoleta, sé que apretará los párpados para que las imágenes amontonadas por el encierro no lo mareen frente a la rabiosa claridad. Caminará basculando por el peso de los hierros con las manos atrás; los ojos desatinados recorriendo el círculo expectante en busca de un rostro amigo, alguna señal de simpatía. Antes que lo amarren al poste, se detendrá frente a mí sin verme. Todos lo hacen. El corazón se me encoge de humillación y los huesos se me llenan de miedo. Sé que el arreador me dolerá en los oídos, como los petardos durante las fiestas de San Blas. Cada vez que el soldado lo azote, tendré la tentación de salir corriendo, pero me quedaré cerca para acompañarle porque siempre fue bueno conmigo. Desde que me arrimé a su rancho, su mujer se acostumbró a darme un zoquete pelado antes de pasarle la ceniza a los platos sucios del puchero. Por eso me quedé. Cuando no tenían qué comer, y yo tampoco, ella me acariciaba el lomo mirándome a los ojos como si me pidiera disculpas. La cola se me enloquecía entonces con unos vaivenes dichosos que yo no podía atajar, y terminaba lamiéndole la cara. ¿Qué otra cosa podía darle sino las caricias de mi lengua?

     Detesto los chasquidos del cuero, más aún cuando caen sobre la espalda de mi dueño, y se transforman en unos gritos que me trituran los tímpanos. Aborrezco a los vigilantes porque me clavan las ancas con sus armas si ando cerca. Cuando quieren jugar, sin embargo, me llaman: Yacaré, Yacaré, tirándome un palo a la distancia para hacerme creer que es un hueso. Yo no aprendo nunca y les vuelvo a creer. Sólo al llegar al sitio donde cayó la rama me doy cuenta de que me engañaron de nuevo, y veo que se ríen de mí. La autoridad siempre se ríe de los ingenuos, y éstos de sí mismos para que la burla no les duela tanto.

     -Para qué mandamos si no vamos a hacer lo que queremos -alardeaban mostrando el pistolón. Su mujer no es como ellos. Si no tiene restos de comida, me da unas palmaditas arriba del hocico atajándome la desilusión. Hoy no hay, Yacaré, paciencia, me dice. Bien se ve por el tono de la voz que no tiene nada para darme. Me retiro con hambre, pero contento porque sé que cuando le sobre algo lo compartirá conmigo.

     Finiquitado el suplicio, el preso se desploma, ladeándose hacia un costado del poste, las rodillas dobladas y el lomo cuarteado. Yo sé que mis ojos comenzarán a llorar al menor descuido, porque no puedo verlo así. Sé también que mañana, cuando se lo lleven a levantar palizadas donde haga falta, me iré con él. Le lameré las heridas, comeré de su plato y espantaré de su sueño los moscardones verdes.

     La luna se ha desvelado envuelta en velos de sangre, cubriendo con su destello la sombra del condenado, los avatares de la humanidad que subsiste, el perfil bifronte del mundo con sus caras inmersas en el sueño y la vigilia.

     Un murmullo se desliza desde lo alto impregnando la intemperie. La muchedumbre se dispersa indiferente. Tirado sobre un montón de paja, Chopeo se queja entredormido.



- 34 -

     Desde este silencio sideral donde estoy veo un perro que merodea con el rabo avergonzado y las orejas flojas. Se demora frente al cuerpo con la mente limpia como si acabara de nacer. El suplicio del prisionero ya no pertenece a su presente; sólo la imagen vencida lo acobarda. Ni ladra ni tuerce el cuello para mirar atrás. La muchedumbre no es más que indiferencia que se dispersa. A su espalda un remedo de hombre se entrega al deleite de un dolor que sólo puede decrecer. Los ojos de los explotados miran a través de los siglos las vejaciones de la ignominia. Con otro rostro y otra voz vuelven siempre a la misma encrucijada. Sólo el látigo es idéntico en todos lados a lo largo del tiempo.

     Un murmullo se desliza desde lo alto impregnando la intemperie de consuelo. Es la nodriza de la tierra que los acompaña velando aciertos y errores. Desde su enclave estelar sabe que las delaciones empalagarán la oreja de dictadores impúdicos; que caminarán con sigilo y traicionarán sin pudor. Amojonarán las rutas de la huida con cruces anónimas y cráneos abrillantándose al sol. Sobre un páramo en disputa se morirán de sed dejando, el esqueleto en las matas espinosas de un cañadón desértico; se destrozarán en guerras fratricidas; encenderán hogueras con los cuerpos de los adversarios que subirán al cielo humeando gritos de horror. Se reventarán los ojos y soportarán el exilio; con dádivas perversas se embadurnarán de obsecuencia; el resplandor alternará en su frente con las sombras, y seguirán buscando la tierra sin mal.

     Tirado sobre un montón de paja, Chopeo se gime adormilado, escuchando el monólogo de algún testigo invisible.



- 35 -

     El tiempo da vueltas sobre sí mismo reiterando el ciclo de las estaciones en tanto Paulina semblantea el paisaje. En cierta forma se le parecía al otro: la paja amarilleando en torno a los manchones retintos, el cielo apesadumbrado de humareda; ningún pájaro en el aire, fiero el chicote del aire en la cara. Recuerda aquella siesta cuando se escabulleron sin que nadie los viera, deslizándose entre los matorrales que gemían por la seca: las risas amortiguadas en el adentro del montecito. Como ahora, había perdido la cuenta de los días sin llover. Nadie recordaba el olor del último aguacero. Tampoco Chopeo podía seguirla por las picadas polvorientas, ni acomodarla debajo del paraíso gigante, ni quemarle el vientre con sus labios, como entonces. Igual que antes, la campiña parecía muerta como si un trapiche la hubiera convertido en bagazo. En el mientras tanto él sumaba tres meses de detención, esperando que su mujer pagara el derecho de carcelaje para salir en libertad.

     Paulina miraba la luna colorada con la certidumbre de que no podía inventar el dinero del rescate, pero decidió aguantar firme hasta que viniera el agua. Alguna vez tenían que descargarse los nubarrones; como antaño, cuando la sequía no fue para ellos sino el preludio donde se consumó el deseo.

     La fronda renació de repente. Como desprendida de la pasión, la lluvia germinó los cuerpos y los surcos resecos. Paulina no pudo creer que la campiña estallara de verdor al día siguiente de la entrega.

     Ahora, mientras la brisa peinaba los mechones del crepúsculo y, más cerca, las quemazones espontáneas, Paulina sintió nuevamente la mano del hombre rodeando sus senos; las espinillas domadas bajo el peso de los cuerpos; la arandela del beso sobre la piel. Y más tarde, el empuje reiterado, el desborde total, la gloria momentánea del encuentro.

     Casi al instante, como si la naturaleza se correspondiera con el acto genésico, unos goterones comenzaron a caer, confirmando la creencia de que cuando dos amantes se acuestan en la tierra el cielo vuelca sus cántaros sobre los campos.

     -Ahora todo el mundo va a poner por mí que dormiste conmigo.

     -Sí, ahora ya sabemos cómo acabar con la seca -le anunció él con una sonrisa de satisfacción, seguro de que el deseo cumplido atraía la lluvia.

     Ahora Paulina repasaba aquella escena como recomponiendo un espejismo, porque sabía que él no acudiría para llevarla a la espesura.



- 36 -

     Cuando observo la planicie desde esta cerrazón me empieza el deseo de desatarme sobre los sembrados que amarillean por mi ausencia. Hace meses que me resisto a caer, pero no sé por qué. Algo me detiene, sin embargo, dentro de esta pesada oscuridad. Una fuerza que me impide ser generosa con los pájaros que migraron hacia regiones más benévolas; con los hombres y sus mujeres, quienes dejaron de esperar la fructificación de las flores marchitas. Desde aquí arriba se puede contemplar los confines del cielo, los mundos que albergan humanidades trashumantes, los astros recusados por el agua, donde sólo respiran las piedras. Yo sé que los surcos no se llenan y las bocas imploran mi presencia. El parto de las nubes es inminente, pero me resisto aún, dando tumbos en el firmamento.

     Allá abajo, los montes agotaron su frescor mientras, al amparo de un árbol centenario, una pareja oficia el rito de la entrega. A medida que se enlazan, va aumentando en mí la urgencia de partir hacia las grietas que me aguardan; hacia los pastos que declinan por mi reticencia. Siento el oleaje de los cuerpos sobre el colchón de la fronda, aumentando mis ansias de soltarme, como se liberan los deseos largamente contenidos. Comienza a retumbar mi corazón, despidiendo fogonazos de impaciencia. El abrazo de los amantes acrecienta la sed de la campiña, y en el mismo momento en que estalla el placer me deshago también en aguaceros.

     La tierra calma su avidez, yo voy muriendo.



- 37 -

     Paraje de Naranjaty, Rincón de Luna. Pregonada la alerta general la zona se quedó sin hombres. Una salva de fusiles fue la consigna. Los comarcanos acudieron de inmediato en defensa de los pasajes vulnerables por donde se filtraba la indiada, disputándoles el ganado caballar en los distritos apartados a la vista indolente de la tarde. En salvaguarda de las estancias que los infieles asolaban desde la época de los repartimientos, los varones partieron desabrigando sus modestas propiedades, con la misión de proteger aquellas cuyos linderos rebasaban el horizonte.

     Por informantes que pasaron a comerciar con los portugueses se supo que se avecinaba una represalia portentosa. Resentidos por la persecución de los criollos, desalojados de un territorio que se movía cada vez más al norte con las fogatas a cuestas, los mbayaes preparaban una arremetida general, apeligrando la colonización entera. El odio había ramificado las raíces de la venganza hasta una hondura imprevisible, de tal forma que la intimidación hinchaba las arengas de los hechiceros.

     Desde el alba, los aprestos comenzaron a resonar de monte a monte. Extinguidas las rítmicas advertencias de las sonajas, estallaron las gargantas. El avance llenó de suspenso la mañana. Cada vez más cerca del otro lado del Apa; cada vez más cerca en esta ribera del río; cada vez más cerca sobre las casuchas de los villorrios, se escuchaban los cascos de los caballos robados en antiguas tropelías, la respiración guerrera, el clamoreo del rencor. Y lejos, en las tolderías paupérrimas, las guardianas del fuego con sus niños tristes confinados a la espera, musitaban una oración.

     La indiada se esparció de inmediato a lo ancholargo de la comarca, arrasando los caseríos, que navegaban como islotes en su propia soledad. Ante la proximidad del ataque, la mujerada desatendió sus poblamientos con el coraje empequeñecido, volcándose sobre el valle: los bultos sobre la cabeza, los hijos a horcajadas y el miedo picándole los talones.

     Desde la lejanía se precipitó una tropilla de caballos blancos teñidos de urucú, que parecían avanzar sin jinetes. Las crines, rojas como llamas desprendidas, enardecían el verdor de los pastos y el añil del firmamento. De pronto, cuando el tropel estaba a punto de alcanzar a la despavorida multitud, sobre los lomos brillantes se erguían los guerreros con las lanzas enhiestas, ostentando en las espaldas la emblemática estrella caduvea. Gritos y heridas se aunaron para recibir a la muerte, mientras el orgullo de los idólatras se resarcía de los despojos y la centenaria humillación.

     Las fugitivas no pudieron avanzar. Apenas recorrida unas leguas, las milicias urbanas arremetieron a guachazos contra ellas, obligándolas a retornar a sus primitivos establecimientos. Un cuajarón de pánico, subiendo de la garganta al labio, del labio a la queja, de la queja al garrote, las impulsaba a volver. El propio Gobernador de la Provincia las mandaba a la ruina en el nombre de Su Majestad, fiel a la divisa incontestable de poblar. Ningún vecino abandonará su población a riesgo de perderla, mandaban las Ordenanzas Reales. Y así tenía que ser, aunque se tuviera que enfrentar a los salvajes con la horqueta utilizada para arar. Igual que las demás Paulina reculó hasta su tapera donde permanecería de pie, como los árboles.



- 38 -

     De pie como los árboles la encontrará la luna.

     Una mancha perfuma los campos tapizando de rosa la sombra florida. Son los lapachos confundidos por los fríos tempraneros. El tiempo es un buril que cincela la vida; la vida que se calca a sí misma y se repite como si no fuera más que un gigantesco corazón que gime. El éxodo de las mujeres de Rincón de Luna es una ola que se desarma en un sitio para empezar en otro, volviendo a germinar con la persistencia de un estigma. ¿Hacia dónde van las mujeres cercadas de armas? ¿Son fantasmas desnudos o guiñapos aferrados a un cuerpo que respira? El avance es penoso, imposible el retroceso. Bajo aquellos harapos se palpa la voluntad de no dejarse vencer.

     Una jauría de pobladoras se arrastra enlutada. Las amparan los bosques. Las apremia el terror. La ambición es una diagonal sobre los sembradíos mutilados. Peregrinan huyendo en busca de su propio destino. Deshabitada, la campaña balbucea. Las sombras esqueléticas se cobijan bajo toldos de cuero; se pierden por las maciegas en el rebusque de la supervivencia; hurgan en la maleza las frutas secas, las alimañas, la piedad del ocultamiento. La precariedad de la existencia suplica una protección sorda a los ruegos. Nadie las liberta de la vigilancia de los soldados que las fuerzan a volver.

     Se llora, se reza, se camina hacia el norte. Hacia el norte retornan las mujeres, prendidas a las sobras de la naturaleza. Un reguero de cruces las precede. Sus casuchas vacías las aguardan. El mujerío se empequeñece para volver a crecer, como si regresaran de antiguos exilios. Arriba, arriba. Nadie va a demorar la marcha. Obligadas a repoblar sus tierras, las mujeres de Rincón de Luna recomienzan un éxodo que no termina, en tanto se derrama desde el espacio el resplandor impotente del astro taciturno.

     Necesita, Señor, de redención el Paraguay, había escrito el Gobernador Agustín Fernando de Pinedo, en su informe a Su Majestad el Rey de España, conociendo la pobreza de la Provincia y la opresión de los indios.



- 39 -

     Allende los confines donde se entreveraban las fronteras sin saber con certeza a qué Corona correspondían; allá donde los Oficiales Reales consiguieron tantas leguas como aliento le restara al montado después de hincarle las espuelas, pululaban los ojos llameantes, los pectorales floridos, los pómulos cubiertos de pinturas guerreras. No en balde pregonaban los chamanes que cuando Karakará hizo el reparto de los bienes terrenales adjudicó a los chanés la recolección del pindó y la servidumbre; a los carios la agricultura; la caza a los chaqueños; a los payaguaes el dominio de las corrientes, y a los mbayaes la facultad de rapiñar las sementeras de sus vecinos, arreando mujeres, animales y botín, como señores de estas tierras. No había mbayá que no se jactase de esta preferencia reverencial de los espíritus, ni jefe que dejase de arengar a su clan, reafirmando con orgullo la predilección de la divinidad.

     En la atalaya del fortín, la vigilancia se estaba volviendo insoportable. Chopeo rememoraba el asedio de Arekutakuá. El vocerío de la soldadesca acribillado por los disparos de las espingardas, el silbido de las lanzas al rajar el aire polvoriento, más la estampida de las reses que amenazaban con llevarse la mujerada por delante. Y los quejidos subiendo y bajando tal cual las olas de un mar sin escrúpulos. Como testigo, el viento. Escondido en la hendidura de una tapia que escasamente alcanzaba a cubrir sus diez años, Chopeo esperó horas presenciando aquella matanza.

     Ahora, los minutos parecían días transcurriendo sobre un filo de inminencia. Cuando estaban creyendo que no sucedería nada, el vigía alertó sobre el avance de la turba. Dar aviso, acomodarse en los puestos, apuntar, apretar el percusor sintiendo el culatazo contra el hombro, voltear de un tiro los pechos sudorosos para dejarlos mordiendo la muerte, fue un entrevero simultáneo de desesperación y valentía. A Chopeo se le durmieron los brazos de tanto gatillar.

     -Muera, pues, salvaje, robador de mujeres. -Cada jinete era el violador de su mujer, avanzando hacia la rabia púrpura de sus ojos, hasta que con ciega precisión les perforaba al tórax, donde se podía ver de inmediato un agujero por donde manaba el llanto de la muerte, como si fuera el sexo desflorado de Bernardita, o las magulladuras en el pubis de su mujer.

     Munidos de armas por los lusitanos que se amistaron con ellos para usarlos en beneficio de sus ambiciones; la venganza hirviendo en el caldero de los agravios, los mbayaes, tan embravecidos como agónicos, derribaron la palizada, retrocediendo y volviendo a entrar para forzar la victoria. Dos horas después seguían cayendo, como si acabaran de iniciar el sitio, en un tiempo que se repetía o había dejado de transcurrir.

     De pronto, la batalla se desatina, vacila entre uno y otro bando, se prolonga. El aire se unta de un olor a sangre. Se prodiga la muerte, arrecia la bravura. Desde una tronera Chopeo observa un torbellino inentendible de epítetos y audacia, que contrarrueda sobre el verde malva. Un pájaro triza el suspenso con una nota imprevista, y por un instante todo se vuelve irreal dentro de una campana de eternidad, hasta que el gorjeo cesa y la batahola recomienza. El minuto mágico se quiebra y no queda más alternativa que asumir la realidad, y seguir muriendo.

     Después de la matanza a degüello o munición; después que los sobrevivientes se adentraron en la fragosidad del monte y la persecución los arrancó del boscaje, la tropa consiguió empujarlos hasta el límite de la Villa. Casi sobre el ruedo de las primeras casas los alcanzó la dotación.

     El aliento era un hilo tirante como una cincha; el tiempo un nudo corredizo. Unos cuantos guerreros se debatían aún, irreductibles, intentando zafarse del cerco, que ya era sentencia. Cuando finalmente los oficiales lograron domeñarlos, los fugitivos vieron de antemano que el suplicio se repetiría, y que la gran incursión había sido sólo un rodeo para llegar al mismo principio.

     Inmovilizados con lianas contra los cocoteros espinosos que celaban la intemperie, los infieles observaron la preparación de la cancha con una entereza imperturbable. Los fletes piafaban; los moradores entre apavorados y anhelosos, se anticipaban a esa mezcla de horror y de placer que causa la desgracia ajena, cuando también se es desgraciado.

     La tropa se acercó a los sesenta prisioneros, que sorbían la derrota sin rastros de sometimiento. Por turno y sin apuro, les sujetaron las manos y los pies a cuatro caballos cincheros que, al sentir las espuelas, disparaban en direcciones opuestas, descuartizando los cuerpos amarrados en cruz.

     La noche se desplomó de repente como una catarata de sombra. Desde los miembros esparcidos que empapaban la arena y el silencio, se levantó un canto largo y quejumbroso impregnando la atmósfera de una lobreguez insoportable. Un sabor de abatimiento avanzó al poco rato como una araña, fecundando los rastros de esa carnicería con sus huevos de sangre.


 

- 40 -

     Cuando los vecinos acaudalados de la Provincia echaron de ver que el comercio de la yerba rendía pingües ganancias, se produjo una avalancha general hacia las zonas lindantes con los beneficios y la tierra empezó a escasear. Los nuevos terratenientes iban cayendo como abejas sobre una colmena, acaparando extensiones enteras sin intención de laborarlas ni mantener casa abierta. Por una cuerda cuadrada se llegaba a los estrados judiciales, por una peonía se sacaba el facón. No faltó un hacendado que prefirió donar una legua en contorno, para ser repartida entre los desheredados, de los muchos que seguían deambulado por la región, antes que litigar con a un poderoso contrincante.

     Aunque los funcionarios reales negaran tal insuficiencia y continuaran con la costumbre de prometer terrenos cada vez más lejanos, mintiendo sobre su excelencia, a fin de levantar un antemural efectivo contra las pretensiones portuguesas a costa de la seguridad de los incautos. Aunque los lotes que rebasaban la frontera se ofrecieran en enfiteusis, sabiendo que la permanencia en ellos era imposible, siempre había desarrapados dispuestos a ir para no volver. El gentío se aglomeró en derredor de la antigua Villa, en los valles ponderados por sus pastos, cerca de las capillejas de alguna proporción, y sobre todo en los predios que cohabitaban con la muerte, donde los indios trapicheaban menudencias por los frutos del chacareo en espera de agredirlos sin piedad.

     La piola se suelta siempre por el lado más fino. ¿Y por cuál otro se iba a soltar si no era por el de los desheredados? Para el común la existencia oscila siempre entre la fuerza del sino y el conformismo, entre la adversidad y la risa ante la propia tragedia, como si el único antídoto contra la congoja fuese restarle importancia despreocupadamente.

     Cuando las familias se fueron agrandado y los hijos de los primeros habitantes pusieron casa aparte, las chacras, cada vez más pequeñas, se volvieron insuficientes para tantas bocas. Los foráneos, que llegaban sin cesar, se rebuscaban arrimándose a las propiedades que ni los mismos dueños podían recorrer en un día de tan anchas. Para muchos la rutina era un péndulo entre la permanencia ilegal o el desalojo, entre la subsistencia miserable o el hambre.

     Esto sucedió siglos antes que los campesinos sin techo se congregaran frente a la Catedral de Asunción, exigiendo una parcela después de derrocamiento del dictador, y uno de ellos se crucificara frente al Congreso; pero después del fracaso de la última cosecha de Chopeo. Y volverá a suceder mientras la tierra le siga quedando chica a cuanto pobre le falte donde levantarse vivo.

     Fue durante el patrullaje de la Rinconada del Arrecife, en aquel período en que el Comandante y su hueste se ausentaron más de lo previsto, cuando se produjo la ocupación. Los indios de la encomienda de la Estancia del Rey, sin una voz que los alineara a favor del desinterés de Su Majestad, se dejaron seducir por la indolencia, permitiendo que cuarenta familias pordioseras se mudaran a sus predios.

     Como brotados de la niebla, una mañana apareció la pila de trastos debajo de varios cueros que atajaban la virazón. Horcones transitorios, algún carro destartalado, montoncitos de leña y ninguna provista, resumían la apropiación clandestina.

     Exaltado por esta oportunidad inesperada, Chopeo no paraba de caminar de la cocina al patio, del cántaro al fogón, argumentando más con los brazos que con la lengua.

     -Tierra linda hay en la Estancia del Rey. Tierra fértil que nadie ocupa y se muere por ser usada; no ingrata como ésta, que ya está cansada. Yo me voy a cambiar, Paulina.

     -Estás loco, Chopeo. ¿Acaso podemos desamparar nuestra propiedad? ¿No te acordás cómo nos arrearon cuando abandonamos la zona?

     -Al comienzo te vas a quedar, para que no nos saquen nuestro derecho. Yo nomás voy a entrar, Paulina, pero muy pronto te vas a mudar conmigo y vamos a progresar los dos juntos. No te vas a arrepentir.

     -Estás loco otra vez.

     -Ponés por mí que estoy loco, pero no es cierto. Yo sé lo que nos conviene. Tengo más juicio que cuando vinimos corriendo del recaudador. Esas leguas se quedaron baldías, Paulina, justo para apropiarnos de ellas. Están realengas, dicen.

     -¿Y eso qué quiere decir?

     -Que no hay nadie que las trabaje ni meta allí su ganado. No son de nadie, y yo me puedo adueñar porque están de balde, entendés. Para que entren los pobres nomás están. Nadie me puede perjudicar por eso, Paulina.

     -No te quiero creer. Demasiado veces me engañaste con tu tilinguería.

     -Despacito y por la sombra todo el mundo llega siempre a alguna parte. Cuando tenga lista mi sementera voy a venir a buscarte, y vas a ser la flor más linda entre todas. Ya vas a ver cómo crecen las matas por esos lados, Paulina. No como aquí que en vez de jugo le sale sal a la fruta. Entonces voy a poder vender para comprarme unas espuelitas brillantes para mi pie.

     -Nos vamos a quedar sin nada. Esas tierras son del Rey.

     -Esas tierras son del primero que las agarre. Nadie puede atajarme, Paulina, y mucho menos una mujer. La gente ya está entrando y dice que se va quedar. Ocupación permanente va ser, Paulina. Ni la guardia del Gobernador nos va echar. Agua, montes, pastos, todo tiene, Paulina, para ser feliz.

     Ella intentó disuadirlo, pero él salió gritando que no le discutiera más, porque era el hombre y ella tenía que obedecer.

     -Acaso sos mi contrario para decirme que no voy a conseguir la tierra.

     Sin fuerzas para enfrentar una nueva disputa, Paulina lo dejó partir. Que hiciera lo que le viniera en ganas. Ella se quedaría al pie de su tapera, con el excremento del mbayá como única compañía. El pequeño observó la ida de ese hombre por el callejón, sin comprender por qué no se largaba él también a vagabundear por las afueras, libre de ataduras y rencores.

     Medio año le tomó a los ciento cincuenta milicianos del Comandante empujar las bandas de los avestruceros más allá de la jurisdicción de la Villa. Medio año para conseguir la paz, luego de una persecución que terminó con una matanza de cautivos a golpes de macanas y de sables. Medio año para que la expedición volviera diezmada a la saga de su jefe taciturno. Bien se notaba al mirarlo que se le habían acabado las energías. Pero en cuanto se enteró de que en los potreros de la Estancia del Rey humeaban las fogatas de los sintierras, aprontó sus hombres y enfiló para allá. Porque a él nadie se le iba a reír en la cara mientras calzara el poder.

     Galope tendido, cántaros rotos, rebencazos, chillidos, llanto, el reviro por el suelo, bateas y morteros rodando, niños debajo del carro, insultos, súplicas, corridas de mujer con sus hijos en brazos, un viejo con la pierna quebrada durante el escape, los urbanos como hormigas gigantes diseminadas por las capueritas, antorchas lanzadas a los techos resecos, frutos partidos por la culata de los fusiles, un alboroto de pájaros sorprendidos, perros medrosos, relinchos, y otra vez llanto.

     Sólo Chopeo, inmune a las llamas y a las patadas de los milicianos, permanece en cuclillas sin dejar su parcela, como si defendiera un tesoro con todo su cuerpo, o fuera protegido por aquello que retenía entre los brazos. No se mueve, no se queja, no claudica. Aguanta firme el acero sobre el hombro, que se abre como una amapola chorreante. Entre las plantas rastreras se aferra al fruto maduro. Lo acaricia, le dice cosas como si fuera una doncella a punto de ser desposada. Recorre con los labios sus ranuras fraganciosas, la cáscara amarilla, acunando el producto de su cosecha, hasta que finalmente los urbanos lo arrastran a la cárcel, donde un aroma a verano se le desprende del pecho.



- 41 -

     Me gusta subir por esta cuesta, descendiendo después al hueco desde donde me llegan unos rumores parecidos a los que hace mi barriga cuando tengo hambre. Me demoro en un pozo que huele, pasándole la lengua por los bordes, a ver si encuentro algo que comer. Un perfume me llega desde arriba. Corro por una pendiente que se mueve y me escapo de los manotones que intentan espantarme. Ahora sé que es un hombre el que está sentado en el suelo con las piernas dobladas. En cuanto se descuide me volveré a trepar. La escasez me hizo más angurriento, menos selectivo. Ya no pretendo encontrar en los basurales los restos que prefiero. Me rebusco por donde sea. Me resbalo de los dedos de sus pies. Asciendo nuevamente. Me busca, pero yo me escabullo, más ágil que el puñetazo que casi me aplasta. Algo tiene en los brazos que le impide agarrarme, algo que puede apaciguar esta necesidad atroz que me devora. Veré qué es, montándome sobre su espalda. Para que no me sienta tengo que andar despacio. Pero ya sé que es inútil, porque mis patas sedosas le dan escalofríos y mis bigotes le hacen cosquillas cuando acerco el hocico tratando de roer aquello que aprisiona. Cuando llego a la nuca se da vuelta largando una trompada al aire. Pero no me ve, sólo me siente trajinando sobre su piel. Me prendo a la tela que lo cubre para que no me tire contra la pared de un movimiento brusco. No puede luchar conmigo a causa de eso que tiene entre los brazos. Sólo una mano se desprende de tanto en tanto palpando la penumbra. Recorro su hombro, me detengo para que crea que me fui y me deje avanzar sin peligro. Bajo lentamente y me topo con una fragancia redonda e inmensa. Ahora sé que es un melón lo que sostiene contra el pecho. Subo y noto en mis patas la tersura resbaladiza de la cáscara. Temo caer, pero me sostengo con pericia. Sé que si me apresuro me desplomaré(5) y tendré que volver a empezar. Despacio, sin que se percate, empiezo a mordisquear la carne olorosa. El jugo se desparrama sobre mi lengua, se me escapa por los costados de la boca, corre sobre los miembros de este hombre que solloza. No me gusta comer fruta, pero me aguanto, porque tengo una hambruna vieja que no me deja dormir. Hago un túnel en la pulpa, por el cual me introduzco al corazón de la fruta. Todo es oscuro aquí, húmedo y espeso. Me encuentro con las semillas y el zumo dulce. Ya no me entra un bocado, pero me quedaré adentro para comer hasta hartarme. Después me iré de nuevo a mordisquear las sobras por los chiqueros.

     A la mañana siguiente Chopeo se despertó con los rayos del sol en plena cara. Una rata gorda de ojitos movedizos hurgaba todavía entre los restos del melón que aferraba aún con insistencia, pero él no lo notó.



- 42 -

     Poco después que el Gobernador Velazco fuera depuesto, constatada su eficacia para salir corriendo sin arriesgar el rabo en los combates de Cerro Porteño y Tacuary, y coincidiendo con la arrogancia que la conciencia del propio valor otorga en cualquier época a los oprimidos, pero antes que el fantasma del Dictador Perpetuo apareciera en el entrecejo de sus súbditos, los moradores de los baluartes norteños se dieron cuenta de que los pobres seguían siendo pobres, sin importar quien los mandara. Sólo Chopeo apostaba aún a la esperanza con ese candor que tienen los crédulos -siempre aficionados a las fábulas que la evidencia contradice.

     Tal vez fuese ésa la razón, acaso el anhelo de vagabundeos heredado de los ancestros, quizás la sed de una mentida libertad; lo cierto era que nuevamente le trampeaba la ilusión. A esas alturas del coloniaje pensaba aún que se podía conseguir varias leguas por viento, según los méritos.

     Concluida la proclama de la leva para la fundación de una colonia de pardos libres en el paraje de Tevegó, se presentó muy contento a la Comandancia. ¿Acaso creyó que era la oportunidad de acumular los tan mentados merecimientos que nadie le reconoció jamás, y las circunstancias se encargaron de desmerecer? ¿Confió que las prebendas rebasarían, por una vez siquiera, el círculo de los privilegiados? ¿O simplemente enloqueció? De todas formas ya le estaban picando de nuevo las espuelas de la errancia.

     Para Chopeo, incapaz de rastrear las variaciones de la política virreinal, el tiempo presentaba siempre la misma cara, como si los años no cargaran con el viraje de los acontecimientos. Pensaba, o necesitaba creer que por su participación en una entrada fuera de los límites imprecisos de la Provincia le darían alguna cuerda suplementaria de satisfacción.

     Que lo mandara el Gobernador, o el Comandante -apuntando siempre a meter su prestigio debajo de las faldas de su mujer- o un jefe de varias cabezas como la Junta Superior Gubernativa, no le interesaba. El poder es siempre el poder y se nutre sólo de sí mismo. No importa quién imponga las leyes, lo mismo se debe obedecer. Ingenuo, entreveraba los rangos y las canonjías de los afortunados con sus raídas apetencias de colono fundador, las prerrogativas de los poderosos con sus ilusiones pordioseras, ignorando que en el Paraguay el pobre siempre vivió sobre las armas y bajo las botas del superior, sin más derecho que consentir el mando de la autoridad. Entre los notables y los labradores como él, sólo existía la longitud de los cercados desde el punto donde se escudriñaba el horizonte. Y las distracciones del azar. Y la posibilidad de escabullirse de los palos y del ensañamiento de la mala suerte.

     Nada hay más errado que la confianza en las concesiones de la Providencia, ni tan certero como la inmovilidad del destino. Los que deben ser ricos ya son todos ricos, y los miserables también. El que nació desheredado no tiene otra alternativa que joderle al gobierno, como un zorrino que se burla de su enemigo acostándose sobre su poncho para que se le pegue el mal olor. Porque la autoridad no hace otra cosa que embromar al pobre, y la única manera que éste tiene de vengarse de la arbitrariedad es trampeándole también. Desastrados nacieron, y así nomás tenía que ser. Pero a Chopeo los actos inamovibles se le figuraban el colmo de injustos. Él no iba a seguir batallando con aquel terrenito donde lo plantó la fatalidad, por lo menos si tenía la oportunidad de conseguir otra cosa. No se quedaría con su desdicha a esperar que terminaran de languidecer las piedras hasta que la muerte le diera el pasaporte sin regreso. No. Se presentó queriendo enmendar su historia, porque es más fácil fiarse de un espejismo, aunque tuviese que hipotecar la vida en el intento, a reconocer que vivió con una vida hipotecada. Pero ¿cómo pensar que los sucesos se pueden zafar de la rueda del tiempo si se ha empujado sin descanso la noria de la estrechez? Desde que se acordaba había sido un vago sin tierra, un ocupante precario en predio ajeno. La carcoma de la Provincia, según les llamaban los encomenderos con desprecio a los humildes. Un propietario de piedras labrantías, tan pobre como los indios de los pueblos raleados de las Misiones después de la expulsión de los Jesuitas.

     Cuando le dijo a Paulina que se iba a fundar un baluarte más arriba del Apa, ella ni se molestó en llorar. Para lo que servía entregarle a un hombre el sentimiento. ¿Acaso no trituró con el martillo de su voz las muchas rogativas que le hizo? Después de la ristra de ausencias que le había echado al cuello, ya no esperaba ese acontecimiento victorioso que le diera alguna prosperidad y una ráfaga de paz. Terminó por aceptar, como se acata la seca que sorbe los esteros y deja la cancha libre para que entren los indios.

     Antes, apenas su marido le anunciaba que bajaría a diligenciar el oficio de la Merced Real, ella, una vez agotadas las artimañas femeninas, intentaba convencerlo con palabras.

     -La falta de compañía es traicionera, no vale que le busques -le susurraba ponderando su hombría mientras le buscaba la virilidad entre las piernas, para terminar inquiriendo, más mimosa que amenazante, si no tenía miedo de dejarla sola.

     Otras veces se quejaba del páramo donde era difícil arar los surcos sin su ayuda, o dejaba de hablarle varios días. Pero la obstinación es una tapia que clausura el entendimiento, y cuando a él se le metía una idea en la cabeza, no había quién le hiciese desistir, ni siquiera la sombra del Comandante, que con el pretexto de hacer la recoluta de animales alzados se acercaba como por arte de magia justito a la hora del baño, provocando en Paulina unos apremios que daban risa.

     -¿Cómo amaneció, la patrona? -voceaba socarronamente al oír el chapoteo en la palangana, espiando desde el montado la desnudez de la mujer, que tras la tablazón se apresuraba en cubrirse la vergüenza. Las carcajadas se marchaban trotando por el sendero, como un anuncio de nuevas visitas y mayores riesgos. Ni con los años se le aligeró el camote al hombre aquel. El cuerpo de Paulina le siguió apeteciendo bajo los andrajos, como un fruto en sazón bajo la cáscara marchita. Las codicias del deseo no se rigen por los atropellos del tiempo. Como tampoco se aminora en los desposeídos la apetencia de un puñado de tierra aunque apeligren su propia mujer.

     ¿Sería posible que alguna vez voltease el viento y a su hombre se le pasaran esas ansias de penar tras lo imposible? Al principio Paulina quería creer, pero ahora ya no se quebrantaba por nada y lo dejaba hacer.

     -Me voy para venir -le dijo desde la mula, sin que ella supiera si eso significaba un mes, una hora, dos años o la vida entera.



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     Los voluntarios norteños ya estaban congregados frente a la Iglesia la mañana en que subió desde la capital el cargamento de gente destinada a poblar: pardos libres, presidiarios, mujerzuelas, malvivientes de toda laya, acollarados o sueltos según la proporción de sus delitos, porteñistas y adversarios de la Junta Superior Gubernativa, más un tumulto de niños y algún viejo, formaban el batiburrillo humano con el que se levantaría la colonia de Tevegó. No faltaban los tontos y los deformes, y hasta un mudo, de quien se decía que el pombero le había robado la lengua por mezquinarle una botija de miel silvestre.

     Chopeo, que nunca había sido mujeriego, en cuanto llegaron al lugar se encamotó con una tetona oscura de dientes incompletos. Por el iris retinto de aquellos ojos se perdió hacia el placer y hacia el olvido: esa tabla que el azar arrima al náufrago para que tome aliento y no se muera del todo antes de su propia muerte. ¿No es acaso el olvido una de las formas más llevaderas del placer? Inmerso en su nueva realidad, se evadía de tantas aspiraciones malogradas, de tan malparida ilusión, anulando en la raja del sexo de la negra las facultades de la conciencia.

     La colonia de Tevegó se convirtió al poco tiempo de su establecimiento en un reducto de aparecidos. Anegada de lluvias y falta de socorros, se fue acabando y consumiendo, mientras soportaba el arreo de las pardas de grupas abundosas, que los indios trocaban en el Fuerte Borbón por hachas, sables y menudencias varias, con gran euforia de la soldadesca, que repentinamente olvidó la pericia persecutoria.

     Una bruma pertinaz se sentó sobre las cumbreras de los techos, amortajando el poblado. Se empezó a tenerle miedo a unos aullidos imprecisos, que se materializaban echando fuego por los ojos. Se escuchaban pasos furtivos donde después se encontraban pelos. Aquellos miserables vivían aterrados por una malavisión que amagaba con meterse en sus cuerpos después de robarles el alma, dejándolos prisioneros de algún árbol caminador, de los muchos que peregrinaban por los baldíos en las noches de amenazo. Se evitaba susurrar frente al fuego por temor al Maligno. Para darse ánimos, Chopeo se burlaba de su propio julepe asustando a los demás. Pero cuando los infieles le secuestraron la compañera, terminó por correr de su propia sombra para evitar los encuentros repentinos, que ya no serían ciertamente en el lecho del placer. Después de un tiempo, intentó sobornar a la fatalidad buscando una salida por el riachuelo, sin calcular que se topetaría con la guardia, y tuvo que volver engrillado a las mismas congojas. No era sencillo zafarse de las consecuencias de una decisión engañosa.

     Entonces se acordaba de su mujer.

     Lejos, en su propia encrucijada, a Paulina se le fue enflaqueciendo la memoria. La existencia era una fruta que se cargaba de jugos germinales para despedazarse después. Entre el gajo de contento que le producía sentirse deseada por aquel hombre que caía al atardecer pidiendo pasar al patio para tomar un poco de su agua, y la mucha ponzoña que tragaba al mirar al bastardo escarbando los restos de comida, transcurrió la rutina sin que se tomara el trabajo de llevar la cuenta de los días. De Bernarda ni noticias. Y de Teodoro, sólo el rumor de unas andanzas que con el tiempo se volverían legendarias.

     ¿Para qué quiso Chopeo su pertenencia, si lo mismo se pasaba trajinando por aquellas llanuras de Dios, como los advenedizos que van y vienen siguiendo el rumbo de la cruz del sur sin descansar nunca? Chacareo errante practicaron en otros valles, mudándose de roza en roza, cuando se cansaba la tierra. Chacareo fijo, ensayaba ahora Paulina, atada a una parcela estéril, mientras él se envenenaba de ausencia con la carabina al hombro y sin la más mínima posibilidad de resarcimiento.



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     Esto sucedió varios lustros después que los mbayaes, aterrorizados por la viruela, despoblaron las márgenes del Apa para internarse en los territorios del extranjero. Como el viento que voltea de repente, sus tropelías cambiaron de rumbo. La Consolación vivió entonces una temporada jocunda, engolosinada por el adelantamiento del comercio de la yerba, la supresión de las hostilidades y los cambalacheros que se arrimaban a negociar chucherías. Tevegó, entre tanto, declinaba.

     La mirada calcárea de la luna iluminó el rostro de aquellos sentenciados, que se debatían entre la bravura de los indios y la apatía del gobierno, sorbidos por el infortunio y la orfandad, sin más alternativa que la muerte. La Comandancia, sorda. La misericordia divina, indiferente. O trazando el mapa de sus propósitos incomprensibles.

     La orden llegó al final para alivio de la misma Providencia, a quien se le echaba en cara toda suerte de calamidades. ¿Cómo podía el Altísimo desoír los ruegos de aquella turba, aceptando semejantes privaciones para sus hijos? La pregunta sobrevolaba el caserío, sin que nadie se atreviera a ensayar una respuesta, porque ya todos empezaban a creer que si las cosas andaban de ese modo Dios seguramente se había muerto.

     El día en que se desmantelaron los ranchos de Tevegó y los colonos bajaron a establecerse en la villa; mejor dicho el día después de la larga marcha que les tomó completar el trayecto desde el pueblucho incendiado hasta la Villa de la Consolación, amaneció friolento y como brotado del monte. Tanta algarabía luego del espanto era de no creer. Un sueño que sólo podía desoñarse si despertaban a contrapelo de la realidad, atrapados nuevamente entre las tapias de aquel presidio, que a estas alturas sería el retrato mismo del abandono.

     Durante toda la noche el cielo se había desmigajado en una garúa pertinaz, que a la media mañana, con el reverbero del sol en el lomo de las hojas, dejó el aire irisado y como riéndose de sí mismo.

     Melchora, pardita linda, de un tono entre el negro incierto y el guarapo espeso, piernas lustrosas como si estuvieran acabadas de mojar, sonreía divertida ante la situación. En cuanto le puso el ojo encima, Don Evaristo decidió pedirla como agregada, para atender por ella, y hacerla trabajar quedando a la mira de su conducta como mandaban las Ordenanzas Reales, solazándose de paso a la vista de sus pechos saltarines cada vez que se descuidara su mujer. Pardita clara, risa franca. Toribio se enardeció también al recorrerla con los ojos, sin pensar en nada, como si ese goce fuese a durar para siempre dentro un presente sin evocaciones ni variantes.

     Los pardos libres de la colonia desmantelada aguardaban, calmosos, la distribución. El naranjal a un costado, los cuchicheos detrás. Enfrente, los vecinos de alguna capacidad sopesando las ventajas de la mercancía. Muy juntos y en harapos los recién llegados se demoraban en el júbilo de la novedad, esperando con una escéptica despreocupación que cualquiera los eligiese para sujetarlos al trabajo. Todo era tan nuevo, tan irreal: el mujerío a los gritos; el mandamás avanzando a buen tranco desde la Jefatura, el porte intimidatorio, las botas chirriando por el placer de mandar; las matronas examinando a sus futuras sirvientas; la chusma, chanza y regocijo, sabiendo que no les tocaría nada, porque aquellos infelices eran casi tan pobres como ellos.

     Súbitamente, una ráfaga de alguaciles se detuvo sobre el corro moreno mezclándose al bullicio general. Por aquí, por allá, la luz se descompuso en diminutos arco iris al rozar las alas transparentes. La magia se echó a volar, abrillantando las pupilas de los libertos. Y la pardita, a contrasol, con los ojos montados sobre aquellos giros imprevistos, recorriendo la Comandancia, el patio, la casa-habitación del Cura, los lances pajizos, un perro atajando un guayabo con una pata trasera, y más lejos el cielo, la humareda, el nunca más.

     A la mañana le habían crecido alas con esa tremolación. El día era una fiesta. Colorido. Risas. Burlas. La chichuelada, atónita ante la repentina irrupción de las libélulas, chillaba de contento. Y la parda ceñida por la luz del mediodía. De pronto, en el pezón erguido de una de sus tetitas incipientes con claras intenciones de prosperar, se posaron dos, que prendiéndose a la tela tramaclara del vestido le hacían cosquillas con sus patas puntiagudas. Ella las dejó copular tranquilamente, fascinada por el movimiento rítmico de sus torsos traslúcidos, observando con atención la lucha y el reposo, el reposo y la lucha de la naturaleza sobre su pecho.

     Toribio nunca dejó de recordar aquella imagen cuando los ojos le amanecían repletos de aquellos insectos, y Melchora ya no quería nada con él, porque se había casado con la hija de un encomendero de influencias suficientes como para quedarse con un buen retazo de Provincia en las escarcelas.



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     Tras los días agobiados por el esplendor de la primavera siguieron las furiosas resolanas del verano. Por esa época en que el aire se inflamaba con el aliento de los cocoteros en flor y en el cielo se intensificaba la firmeza del lucero de la mañana llegó desde la capital a esa localidad olvidada de los derroteros corrientes, el Teniente-Cura de la parroquia de la Encarnación. Arribó sin mucho ruido, con la celestial prerrogativa de sacramentar bajo el signo de la cruz y la decencia las uniones de las parejas amancebadas que pululaban por doquier. Improvisado el altar, se hizo correr la voz: los casales que cohabitaban en pecado debían presentarse de inmediato a recibir la bendición de la Santa Iglesia.

     Tanto las jóvenes recientemente desfloradas como las mujeres que compartían con su hombre una vejez a contracorriente de los avatares se sintieron tocadas por un destello inusual. A un repique de campana se reunió la concurrencia frente al sacerdote, que se achicharraba debajo de la sotana de paño negro. Las novias de rosa, saliéndose de sus cuerpos de puro gusto, sonreían con engreimiento a las poco agraciadas que disfrazaban con risitas tontas el despecho de la soltería. Enfrente esperaban los mozalbetes entrelazando los dedos de los pies con impaciencia, y los viejos abochornados por una situación que sólo cambiaría los registros parroquiales, porque la vida había trazado de antemano lo que el cura pretendía inaugurar. En esa ocasión Toribio se casó, al saludo de unos petardos que llenaron el aire de estandartes sonoros. Una vez finiquitado la liturgia, la ceremonia resbaló hacia la broma, las barajas y un fandango amanecedor.

     Más que los insultos de Melchora, más que la escarcha que le brotó alrededor de los labios después de la boda, le amoscaban los rebusques que ella esgrimía para envalentonarle el deseo.

     -Huís de mí -se quejaba al pasar a su lado, y ella le respondía con un gesto tan desapartado como altivo:

     -Yo no quiero andar así. Para eso te casaste con ella. Aguantate ahora, porque si estás enamorado de otra, ni nunca para besarte otra vez.

     Se quedaba entonces con la sensación de su cuerpo furtivo entre las manos, volteando la cara para que no le vieran el enrojecimiento en las esquinas de los párpados.

     El rencor germinó en el corazón de la parda durante la celebración, de donde se retiró sin barullo, para no desbordarse por los ojos a la vista de todo el mundo; para desoír los reclamos del sentimiento que Toribio terminaba de apuñalar allá afuera. Caña blanca y clericó, gallina asada, chipá guasú y guitarra entonadiza, le contaron que hubo; pero ella se enteró de eso mucho después, porque en la tarde de aquella su tribulación, un alacrán le mordió el calcañar izquierdo, librándola momentáneamente del odio para encadenarla a los calambres. Suerte. Porque cuanto más le subía el entumecimiento de los miembros más se le aflojaban las ganas de matarlo.



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     Rara vez nos damos cuenta de que la alegría puede ser la matriz del dolor, por esa ley inexorable de los contrarios que se suceden indefectiblemente en los virajes del tiempo. Para Toribio aquellos días de la zafra refulgían tanto más gloriosos cuanto más triste le sorprendía el atardecer. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. El precepto le amargaba la vigilia y le perturbaba la ensoñación, porque en el fondo, reconocía que seguía siendo un hijo de dominio sin las agallas suficientes para desobedecer a su padre. ¿Qué razón pudo tener Don Evaristo al exigirle aquella precipitación? ¿Las leguas del consuegro extendiéndose mirada abajo? ¿Los ocultos sacudones del sexo que, con la proximidad de Melchora y el correr de las indiscreciones, se volvieron cada vez más obvios? ¿Cómo saberlo? De cualquier manera los sacramentos son una larga condena para el que quiere desatar lo que Dios ha unido.

     Don Evaristo siempre supo mandar. Ese año la orden llegó prematuramente debido a que la plantación había reventado más pronto de lo previsto, como las mujeres núbiles que dejan entrever los senos blancos antes de que las calme el varón.

     -Mañana comienza el acopio -anunció el viejo palpándose la barriga al levantarse de la mesa. Y todos comprendieron que tendrían que estar en pie a la amanecida. Con el relente vacilando aún sobre las nervaduras de las hojas, los haría marchar hacia el algodonal: por delante, su hijo; los esclavos, detrás; los domésticos y agregados apiñándose donde las órdenes resonaran menos. En hileras juiciosas recorrerían la plantación, picoteando con manos ágiles los capullos níveos.

     Amamantadas por las lluvias y urgidas por los rigores del estío, las matas habían crecido por demás superando la altura de un hombre. Parecen palomas, pensó Melchora mientras dejaba revolotear los ojos sobre las flores espumosas. Tanto párvulos como adultos repetían el mismo movimiento: hurgar entre la ramazón verdirroja, aprisionar los copos, arrancarlos del cáliz para meterlos en el lienzo que llevaban atado a la cintura a modo de bolsa, hiriéndose las manos con el filo de la fibra.

     Ella, briosa, curioseando como una corza, por lo general absorta, se afanaba sobre las plantas con la intención de quedarse más cerca de él. Un pensamiento le toreaba como el cuchillo de un bailarín que saca chispas del suelo dando vueltas en torno a su pareja mientras arrecia la música. Sé cuándo me gusta un hombre. La idea le cosquilleó en la intimidad reiterando el reclamo. Sé cuándo le gusto a un hombre, se contestaba a sí misma, y esa seguridad le tentaba a permanecer próxima, a ingresar en su retina, saliendo y volviendo a entrar, las piernas lustrosas por el sudor del trabajo. Astuta y apetecible, dejaba que aquella obsesión progresara en su interior hasta convertirse en un círculo rojo en el entrecejo del muchacho. Porque un hombre siempre descubre cuándo le gusta a una mujer.

     Desde que la vio con aquel atado de ropita en las manos, la mirada pura brasa cedida y negada al mismo tiempo, a Toribio le llamaron la atención aquellas piernas. Como columnas de cedro perdiéndose en el follaje hirsuto bajo la pollera carmesí. ¿Cómo se le iba a escapar a la muchacha tamaña palpitación? En ese tiempo, apenas se había caído de la infancia, y no era más que una mocosa prometedora en el corro de mujeres hechas. Ahora, había echado tetas, prominentes, lindas para acostarse encima, con los pezones alerta, igual que centinelas morados al costado del deseo. Demasiado sabrosos como para dejar de morder. Ahora, entre los liños, con su estampa rondando y esparciéndose cerca y lejos, Toribio se atolondraba cada vez que se agachaba embutida dentro del vestido de bombasí que dejaba entrever lo que llevaba y no llevaba puesto. Como para no enloquecer calculando dónde mismo hundir aquella urgencia. Pardita clara, parda caliente, parda.

     Aquel había sido un buen año para el algodón. Terminada de retirar la borra en un extremo de la plantación ya estaban las cápsulas reventando en la otra punta, para desesperación de los cosecheros que empezaron a dar señales de cansancio. Salvo el hijo del patrón, a quien le hubiera gustado que la cosecha durase para siempre.

     Cuando la recolección llevaba trazas de no terminar nunca, finalizó. Los plantíos despojadas de los últimos botones se quedaron hueros en el borde impreciso de la tarde. Y ella entreteniéndose, incitándole con su remolona concentración. Toribio, al acecho, con la garganta reseca por la decisión ya tomada, se le acercó sin que se diera cuenta; la tomó del brazo haciéndola girar en redondo con una suavidad imperativa que la desconcertó.

     -No tengas miedo -le animó, porque había escuchado entre el peonaje que la primera vez siempre les daba susto. Ciñó su talle, hurgó debajo de la tela, la recostó sobre la arenisca que separaba las filas esquilmadas, abriéndole la blusa. Miró sus pechos, saltándose del escote como mamones cocidos en azúcar quemada; los besó con deleite, mordisqueándolos con avidez y, lentamente, acomodó su peso entre sus muslos.

     Al rato, buscó entre el algodón desparramado la roja señal de su inocencia. Saltó como un jaguar, la sacudió con violencia, largándole a la cara el chicotazo de sus palabras.

     -Vos ya estás usada, carajo.

     Ella se quedó sola en medio del anochecer. Cuando la plantación no fue más que silencio, se enredó a la penumbra para que nadie la viese; para que no se le notara lo que se le notaría de todas formas. Demasiado precipitado para ponerse a pensar. El enojo, la brutalidad del rechazo, la rapidez en culparla de algo que no hizo. ¿Para qué tanta alharaca por una zoncera que no fue? Y aunque hubiera sido, ya no tenía remedio. La aguada, lejos, parecía una luna preñada que hubiese bajado a encarnarse en el regazo del pastizal. La muchacha, una sombra dentro de las sombras.

     Retornó al rancho mucho después que los demás. Con un balde sobre la cabeza, se acercó al manantial represado. Caminó hacia los tablones detrás de los cuales se bañaban las mujeres y, lentamente, dejó escurrir el agua sobre su cuerpo contuso. Los chorros tristes le limpiaron los rasguños, la inédita humedad del sexo, la bruma que le empañaba los ojos recién salidos de la entrega. Quiso esfumarse, borrar aquella sensación. No podía conformarse de que recién abierto su amor ya se hubiera maleado. Al entrar al cuchitril, enrojeció. Tendido en el catre, desnudo y anhelante, Toribio la miraba desde la espera.

     En lo alto se oreaban las estrellas.



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     Durante varios meses después del casamiento, Melchora siguió ensuciándose la mente con la imagen del mancebo que la hizo mujer y la hija de aquel encomendero, que reventaba caballos recorriendo las interminables leguas de su hacienda. Estanciero letrado, zorro viejo, artero formal sin ley, murmuraba el común. Porque burlando la prohibición de las Cédulas Reales, supo agenciarse una encomienda que excedía con creces las tres vidas estipuladas por la Corona; sin contar las extensiones de tierra en las localidades de Costa Arriba, tituladas todas sin afincarse en ninguna.

     En vez de mudarse al casco de la estancia de su mujer, el mozo trajo a su esposa a vivir en la suya, obligando a su amante a tragarse la humillación de mirarla cada día, matrimoniada como manda el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No como ella que vivió arrejuntada, ocultándose siempre a la vista azul de las estrellas. O en la pieza del fondo, con el candil apagado para que no la viera sin ropa, porque era tímida, en realidad, y mezquinosa de sus pechos. Le daba rabia verla pavoneándose dentro de la legalidad, después que ella claudicó ante los mandatos del deseo sin que Toribio tuviera otra consideración que poseerla.

     -No me pidas así, porque te voy a dar. -Le había rogado cuando él sostenía en el hueco de las manos sus pechos trémulos, los que le ofreció, al instante, erguidos como en puntas de pie ante la inminencia de la entrega.

     Coincidió con el casorio una malquerencia formal que, súbitamente, don Evaristo empezó a manifestar contra la parda. Tanta fue la inquina del amo, tantos los requerimientos injustos, tan multiplicados los alardes de mando, que Toribio comenzó a recelar alguna causa escondida. Aquella ojeriza no podía ser casual. Una mañana, sin más trámite, el patrón la despidió. ¿Cuál pudo ser el motivo de semejante resolución? El viejo, tan afecto a sobarle los gluteos cuando se creía a resguardo de los ojitos de su mujer, se desembarazó de ella de sopetón, sin que nadie entendiera la jugada, porque Melchora era guapa como ninguna y se aplicaba al trabajo acaso más que el negro Angola, prófugo del Brasil.

     Mulata clara, pardita linda, ¿qué habrá pasado contigo que ni alzabas los ojos para no encontrarte con la lascivia de tu señor? Caracol baboso subiendo por tu entrepierna ante la mirada furibunda de la patrona, que, no bien el marido enfilaba hacia el puesto, te propinaba una partida de azotes con el arreador empapado en salmuera, dejándote las piernas listadas de rabia y de sangre, para que aprendas, mulatita de porquería. Era entonces cuando Toribio se colaba hasta tu cuarto, desafiando la vigilancia marital, para llevarte unas hojas de guayabo que te aplicaba sobre las heridas, mientras buscaba tus labios, apretados todavía por la herida de la traición.

     Los recuerdos no se secaron con la ausencia, al contrario, fueron creciendo abonados por la nostalgia de tanta sonrisa cómplice como habían intercambiado antes de tocarse.

     -Todo se paga, mi hijo, todo se paga -le reconvino el Cura. Toribio comenzó a palpitar que aquellas palabras no eran un mero sermón de púlpito, porque empezó a sentir un escozor insoportable mientras vivía trastornado por un relampagueo de escenas perdidas y recobradas, por un soliloquio que sólo él escuchaba. Por qué te fuiste, pardita linda, no dejes de volver. Cabecita motuda, nalgas representativas, gemía. Al cumplirse la octava aún lo perseguían los primeros encuentros; la talla de los peones cuando lo pescaron camino de su cuarto, sin percatarse de que en realidad volvía; su satisfacción de gallo victorioso.

     Una roja ansiedad le atosigaba siempre. La oscura rojez de los pezones, el lienzo rojo en la grupa, la cinta roja en la frente, el rojo pasión del sexo. ¿Por qué se fue justo cuando más engolosinado andaba con aquella hendidura jugosa, donde encontraba el reposo? ¿Por qué tuvo que correrla su padre como a una malentretenida cualquiera?

     La sospecha es un roedor que se ensaña. Toribio no pudo disimular su inquietud. Volvió a comerse las uñas. Dejó de silbar. Se acostumbró a sosegar su angustia por los boliches costeros, temiendo que ella apareciera sorpresivamente. Ya no le interesaba administrar la encomienda de su suegro, ni encargarse de las ventas de algodón en la capital. Deseaba verla, sólo verla. Le importaba un comino lo que sucediera después. Si se enojaba su madre o se ponía celosa su mujer; si su padre reventaba de aquel mal de corazón. Mala suerte. No era su problema que se muriese de rabia. Por tenerla una vez más hubiera dado un brazo, la mitad de sus bienes, cualquier cosa. Él, que nunca fue creyente, se aficionó a las plegarias. Le prometió un esclavo a la Virgen de la Asunción, con tal de que su padre la reinstalara en la hacienda -como si la proximidad del fuego pudiera aplacar los incendios. Sólo para sentirla en la casa, sólo para escuchar su risa, sin tocarla, negociaba con los santos; maliciando que en cuanto estuviera cerca se arrastraría hasta su cama como un lagarto en celo.

     Ni limpia, ni guapa, ni letrada, potranca infeliz, replicaba don Evaristo cuando algún compadre le preguntaba por qué la había despachado, con tantas virtudes como tenía. Hija de negra, ladrona debe ser. Mandinga malagradecida, sinvergüenza, ratera bozal, maldecía el viejo, guardándose lo de puta redomada para no dar ninguna pista sobre su despecho; pero sin perdonarle que se hubiese resistido a sus requerimientos, cuando a su hijo le dejaba hacer cuanto quería.

     -Yo soy el que manda aquí, y quise que se vaya -replicaba cortando de cuajo las inquisiciones.

     Eso no necesitaba gritarlo, porque los curiosos ya habían adivinado que le picaba demasiado haber salido perdidoso en aquel duelo, donde el poder del dinero y la vara de la paternidad no tenían ninguna posibilidad frente al llamado del deseo. ¿Por qué iban a privarse de lo que la juventud les pedía? era la pregunta que el viejo nunca se avino a responder.



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     Nadie se percató cuándo empezaron a mermar los alguaciles, pero fue poco después del despido de la mulata. A medida que su desaparición criaba cuervos, se amortiguó el sonido quebradizo de las alas. Misteriosamente como se habían presentado, se esfumaron, dejando el aire huérfano de aquellas reverberaciones que le daban a la tarde un tinte de magia evanescente.

     Yacaré, que se había pasado jugando con ellos, fue el primero en darse cuenta, porque se quedó sin el pasatiempo de la persecución. Al anunciarse su proximidad se largaba abanicando el aire con la cola hacia el establecimiento de don Evaristo, donde se concentraba el enjambre atraído por las flores del algodonal. Tenía la costumbre de correr tras ellos, saltaquí, saltallá, atropellando baldes y palanganas, loco de entusiasmo y con la lengua hasta el piso. Le gustaba arremeter contra su vuelo sin tocarlos, para verlos remontarse por los aires, como picaflores minúsculos, y asustarlos con la posibilidad de comérselos. Ahora, los extrañaba tanto como a la parda. A ellos porque le divertía desbaratar sus giros inalcanzables; a ella, porque en cuanto se le acercaba le traspasaba las cosquillas de una oreja a otra, mientras repetía su nombre dulcemente: Yacaré. Yacaré.

     Ni las estampidas del terneraje en los rodeos, ni el acompañamiento de las carretas que se encaminaban hacia el beneficio del mate, ni las pantorrillas gordezuelas de las vecinas reunidas después de la misa, le causaban tanto desenfreno como retozar tras aquellos bichos que ya no venían.

     Melchora volvió después de mucho tiempo más hermosa que nunca, pero los alguaciles ya habían emigrado hacia otras campiñas, llevándose con ellos aquella estación dichosa en que el amor le contagiaba a las cosas el color de la felicidad.



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     Es increíble cómo quienes consiguieron todo lo deseado son a la vez los que codician con más angurria las migajas que la vida les concede a los demás.

     Unos meses después de la celebración de los casamientos comunales, volvió a trajinar por la zona un mercader que aprovisionaba a los mensualeros, quienes se sentían libres gastándose los sueldos por adelantado. Las señoras principales aprovecharon la ocasión para completar los enseres de sus casas, comprar géneros y pasear su precaria opulencia. Francisca adquirió candeleros, manteles de lino, diez varas de bramante, ciertas esencias y algunas cintas. Llegó al almacén del gachupín en un kachapé guiado por el negro bozal, con Melchora caminando atrás. Eligió cuanto quiso con el mentón empinado y ostentosa vacilación; abrió el monedero y lo volvió a cerrar, regateando frente al vecindario con la arrogancia de un bergantín, cargando por último los brazos de la agregada con mucho más de lo que podía atajar.

     -Demasiado se cree la señora -le susurró un macatero, alcanzándole una peineta con crisólitas.

     -Para que te veas más linda que tu patrona -concluyó.

     Para Melchora, que nunca había poseído nada salvo la pollera de segunda mano, las dos blusitas de remuda y el vestido dominguero, que el amo proveía anualmente por ley a sus esclavos, era como si le hubieran puesto en las manos una torreja de luna untada con miel de caña. La miró con embeleso y se la guardó en el escote. El hombre calculó los sentimientos de la muchacha y cuando estuvieron alejados lo suficiente como para que nadie los viera, dejó correr los dedos entre sus muslos hasta alcanzar la tibieza del panal. Con un gesto tan desafiante como comprador, la chica saltó hacia atrás. Demasiado sabía ella adonde llevaba el juego de las manos de los villanos.

     -Bueno, bueno -murmuró conciliador, mientras ella, segura de su poder, pretextaba indiferencia.

     Cuando Francisca vio el peinetón coronando la híspida cabeza de la sirvienta, se lo arrancó de un golpe como si su mano fuera el pico de un terotero. El grito sucedió al susto y al susto el bofetón.

     -Qué te crees para andar poniéndote alhajas por ese tu pelo imposible de feo. Una agregada no puede asemejarse a la patrona, para que sepas. Derecho para tu pieza te vas a ir, y no te hagas la señora, mulata caliente, porque te voy a romper los huesos.

     Melchora, que conocía de sobra el sabor de los azotes, se escurrió para que nadie la viese llorar, ni la escucharan implorando al Santísimo que la justicia se desplomara de una vez por todas encima de esa mujer.


 

- 50 -

     La primera vez que Melchora tuvo que lavar la ropa de su rival se envaró como si le hubieran propinado una zurra con un manojo de ortigas, a pesar de que su destino, desde que empezó a patalear en el vientre de su madre, fue siempre la obediencia. Ser la doméstica de aquella mujer, tocar las prendas que Toribio le sacaba cada noche, era un suplicio demasiado cruel. Pero una agregada hace lo que le mandan aunque se tenga que morder la lengua y envenenarse con ella, pues para eso se la entrega a un vecino pudiente que la mantenga a su amparo, quedando a la mira de su conducta. A la mira de su desdicha, sería más exacto decir, a sabiendas de que no podría perdonarle el engaño de haberse creído deseada para luego enterarse que amaba a otra.

     Los días posteriores a la ceremonia transcurrieron entre unos cuantos movimientos sin variantes. Toribio, cabizbajo, en la olería. Ella prefiriendo escabullirse antes de enfrentarse con él, porque hubiera podido matarlo con los ojos. La flamante esposa durmiendo con los postigos atrancados hasta la media mañana.

     Atrincherada en su resentimiento, la parda batía con fuerza los vestidos de la infame en la caneca, haciéndose de cuenta que le deformaba la cara, fuerte, fuerte, hasta romperle los dientes. Creída imposible, casada toda de rosa junto a las demás, riéndose alto por el colmillo de oro que le empobrecía la sonrisa. Pero los sentimientos no se disuelven con la misma facilidad con que se firman las actas matrimoniales, y aunque ella se escapaba con la habilidad de una lagartija, lo atisbaba, con un jazmín escondido entre los pliegues del typoi, esperando que el perfume delatara su presencia.

     Dolorosa es la recordación del placer al cual no se es capaz de renunciar, como profundos los cambios que se producen en el alma cuando se agota. La parda siempre fue honesta y cabal. Aunque sabrosa y dada a la jarana, nunca había tocado algo ajeno hasta aquel matrimonio repentino. Algo en ella cambió. Al mes comenzaron a pegársele bagatelas a las manos, cuya pérdida pasaba inadvertida hasta que ella misma se encargaba de denunciarla. Con el tiempo se adiestró en astucias más sutiles. Si se extraviaba una cuchara, aparecía una vez agotados los plagueos de la patrona; la ropa se le quemaba por exceso de carbón en la plancha o por falta de interés; los helechos se morían en las planteras sin el riego diario. Cuando empezó a esconder objetos debajo de su cama, el vicio se volvió irreversible: un par de zarcillos primero, el corpiño preferido de la señora después, las ropitas del hijo que ya cerraba los dos años. Hurtaba por el deleite de avinagrarle el ánimo a su rival: ladina, robadora y doble cara, como ella misma, que simulaba sumisión para ejercer mejor su rebeldía.

     Finalmente, víctima de un impulso perverso, sustrajo del baúl de Francisca un calzón, impregnado con los humores del deseo.

     -No sirve, mi hija, que hagas así por ella; historia antigua ya es lo tuyo; no vayas a penar más por él -trató de disuadirla la payesera.

     Sentada en una banqueta, con los ojos puntiagudos brillando en el medio de la telaraña de las órbitas, las piernas semiabiertas y el vestido tirante por debajo de las rodillas plegadas, Remigia era un trozo de sombra cincelado en otra sombra. Una nadita envejecida, a quien la voz le brotaba desde el agujero desdentado de la boca, como si se derramara de una bolsa estrujada por el uso y el desuso de la vida.

     -No vale ser así, mi hija. Esos trabajos sólo se hacen en caso de necesidad, no cuando nos tienta el diablo. El payé te puede salir atravesado. Entonces ni para consuelo te va a servir tu rencor. -Melchora no perdió el tiempo en sopesar razones. Más porfiada que suplicante insistió.

     -Demasiado te vas a arrepentir, mi hija. La venganza no vale más que para sufrir.

     Pero con el poder que tenía de apalabrar a los demás, venció la renuencia de la anciana. Hábilmente le sonsacó la proporción de los yuyos a enserenar, cuales uñas de animal y qué pestañas, cuánta saliva de jaguar en luna creciente, si pelo de carpincho en celo o prendas íntimas, a fin de realizar el embrujo que le hiciera pagar caro a esa ladrona haberle quitado su hombre. Todo se lo arrancó con zalamerías, además de los rezos y los pases extraños que debían acompañar la preparación del brebaje, para que éste no se volviera su contrario; porque demasiado perjuicio iba a ser sino.

     Una vez conseguido su propósito, atravesó la vegetación con aquellos secretos que aliviarían la urgencia de su venganza, y esperó.



- 51 -

     Los fríos ya estarían por menguar, porque comenzaban a florecer los lapachos y se escuchaba a las cigarras aserrando el aire con su canto.

     La desgracia entró a la casa de Toribio una siesta en que nadie sospechaba que un viraje del destino cambiaría la cara de ese tiempo supuestamente anclado en la felicidad. Francisca, tumbada en la hamaca con una alteración -el estómago hecho un fuego y las piernas laxas por un nuevo embarazo- yacía indolente, no tanto por el malestar sino por la perversa diversión de exhibir su ociosidad frente a los arrimados de la casa.

     En un segundo, que abarcó la totalidad del presente, vio cómo el inocente se acercaba al manantial remansado, inclinándose sobre la valla de troncos, y adivinó lo que iba a suceder. No pudo moverse ni gritar ni atajar con los ojos al pequeño que, vacilando sobre el brocal de tres jemes de altura, pegó un empujón contra el suelo para mirar unas piedras que espejeaban en el fondo. Encorvarse y caer fue todo uno con el grito que rebotó en el agua, salpicando a la madre de desesperación. Toribio corrió hacia el tumulto. Francisca perdió el sentido. La abuela imploraba al cielo. Los esclavos se empeñaban en el rescate. Un ajetreo endemoniado pobló la casa: la grita de las mujeres, el descenso del liberto Pascual en pos del cuerpo, los aprontes para el velorio, el arribo de la caja blanca donde acostaron a la criatura, blanca ya de tanta muerte.

     Desde aquel día Francisca no volvió a sonreír. Se tornó irascible, pálida mortal, casi siempre alzada, cuando no taciturna, y malvada si le toreaban el talante. El vientre se le vació por la tristeza, y ya no quiso escuchar acerca de su marido, rechazándolo con repugnancia.

     Cuanto más se confinó su mujer en el infortunio, más rastreaba él los pasos de la parda. Pero Melchora, asfixiada por el remordimiento, nunca pudo sacarse de la conciencia el olor del niño muerto.



- 52 -

     Era práctica en toda la Provincia del Paraguay que las familias donde hubiera un angelito, festejaran con nostalgiosa alegría el día de la Cruz. Desde que Bernarda desapareció envuelta por las tolvaneras que dejaron los mbayaes. Paulina se habituó a levantar cada tres de mayo una gruta de ramas de laurel, adornada con racimos de maní y abundantes chipás en forma de paloma.

     Nadie dudaba, sin embargo, en Rincón de Luna, que era Melchora quien preparaba los mejores homenajes. Luego que el hijo de Toribio se cayó al agua; poco después que Francisca se levantó de su postración, retiradas ya las señales del duelo, pero antes que el arrepentimiento le vendase el corazón, la chica, acaso para exorcizar la realidad o por revivirla, se aficionó a dicha costumbre. Y eso fue lo único que pudo hacer en la casa sin que Francisca se opusiera.

     Los seres cambian cuando los imponderables revierten su existencia. De nada le valieron a Toribio los ruegos y las amenazas. Asustada de un acto que le aseguraba la condenación eterna, abatida por el peso que causan los secretos a las personas que se ocultan de sí mismas, se negaba a oír el nombre de su antiguo amante. Pero dejó de robar y se encerró desde entonces a repetir unas jaculatorias interminables frente a la Virgen negra. Únicamente ante la proximidad del día de la Cruz abandonaba su mutismo para celebrar al angelito que su perfidia ayudó a perecer.

     Lejos, los días en que los pardos de Tevegó se sentaban a rememorar las fiestas anteriores al confinamiento. Lejos, la estancia jesuítica de Tabapy, de donde se reclutaron los negros para ofrecerlos como carnada a los idólatras. Lejos, las temporadas dichosas cuando pedía alguna gracia a los párvulos fallecidos sin su ayuda. Y el son de aquellos versos zafados, que ahora se agolpaban en su cabeza para recordarle que la felicidad existía aunque no la tuviera a su alcance. Cerca, el convencimiento de que la misma es voluble: se esquiva de unos, coquetea con otros, presentándose de improviso como un coro de voces jubilosas.

 

                                        

Manduví maní maní

          

 

Rosarios largos rosarios enhebrando manduví

 
 

cuelgan de un olor a sombra

 
 

como lágrimas de tierra unidas en una ronda

 
 

maní maní manduví.

 

     La parda recordaba la hilaridad de las mujeres a medida que el canturreo progresaba, sin entender hacia donde apuntaban las coplas. Las carcajadas pícaras y el aroma del maíz humeante de aquel tiempo festivo la hicieron sonreír a pesar suyo.

 

                        

Aromático secreto

          

 

despellejado maní

 
 

semillas con piel de seda

 
 

quebradiza piel sutil

 
 

tostado y casto maní.

 

     Los hombres chispeantes bromeando sobre la portentosa virilidad del héroe mitológico que a todas enardecía y no pocos envidiaban, atolondraba a las jovencitas y descostillaba de risa a las viejas.

 

                                                   

Hacia el monte un día de fiesta

          

 

hacia su entraña partí

 
 

hasta el corazón del monte voy buscando ka'avovo'i

 
 

duende benéfico ardiente sigiloso el Kurupí

 
 

me guía sin que yo lo sepa

 
 

voy buscando ka'avovo'i

 
 

hay esa verga que espanta

 
 

y en busca de ka'avovo'i.

 

     Melchora se sonrojaba aún de su inocencia ante la dupla de Baltazar y una morena oscura, trabados en una lucha que la había puesto frenética, porque creyó que se estaban por matar. Ahora el sonido de aquella música recreaba un goce triste.

 

                                            

Hacia el corazón del monte tras esas ramas partí

          

 

rosario quince misterios con sus cuentas de maní

 
 

para honrar a Jesucristo

 
 

y al genio del Kurupí.

 
 

Enjoyalado el follaje, sol moreno en el cenit

 
 

para la gruta de sombra los zarcillos de maní.

 

     Con razón aquel negro festejaba el canto, anunciando a las mujeres que había venido al mundo notablemente ataviado, y que las haría gozar como ninguno, disfrutando él también porque el placer era lo único que nadie le podía arrebatar en este mundo.

 

                                              

Maní maní manduví.

          

 

Que no se le ocurra a nadie trizar su cáscara seca

 
 

que se enoja el Kurupí,

 
 

maní maní manduví,

 
 

rescatando del terroso albergue que lo aprisiona

 
 

su delicia carmesí,

 
 

Kurupí maní maní.

 

     Mientras la letrilla seguía su camino, la parda remontaba las horas de amor, abriéndose como una rosa de carne en el pantano de las privaciones. Poco le importaban ahora las rancheadas de los mbayaes, la quema del caserío y las dádivas exigidas del chacareo, con el posible arreo de su cuerpo, porque en aquel entonces ella estaba limpia. Y cuando se [208]está libre de culpa uno se contenta con la simple aceptación del destino.

     Ahora aquellas festividades lacraban sus labios como gotas de plomo, en tanto levantaba la gruta de gajos tiernos; colocando en silencio la cruz con el paño blanco, en medio del follaje repleto de cocodrilos crocantes y cáscaras terrosas. Ahora distribuía en silencio aquellas delicias al término del ángelus entre la prole de los esclavos y los libertos.

     -Melchora, Melchora, dame otra chipá, dame otra más -le gritaban con cariño, hasta que ella se escabullía a su oratorio secreto.



- 53 -

     Cuando Toribio llegó de la capital, adonde había bajado con las fazas de algodón por encargo de su padre, se enteró de que Melchora se había ido. Tan de improviso no le pareció posible, si reciencito nomás la había dejado al servicio de su mujer. Ser vicio de alguien es lo que la parda no quiso. Le costó zafarse de la incredulidad, acariciando la alternativa de que no fuera cierto. Se le hizo duro aceptar el hecho, inventó excusas, porque la imaginación es más piadosa que la realidad.

     Cuando no tuvo otro remedio, tomó la ausencia como el símbolo de una desgracia que se avecinaba habiendo ya sucedido. Dejaba vagar la esperanza desde el alba hasta el atardecer, como si con la declinación de la luz aumentaran las posibilidades del retorno. No quería convencerse de su fuga, ni demostrar su desasosiego indagando demasiado. Prefería quedarse aguardando su silueta por si entraba como una aparecida, con la fuente de mandioca entre los brazos, la risa invitadora tras el vapor, haciendo frente a las chanzas de la peonada codiciosa; el deseo tramontando el territorio de la fantasía y de lo real sin dilucidar las fronteras.

     Cuando le soplaron que se había conchabado para ir a los yerbales no hizo ningún comentario. Como concubina de un arribeño, aseveraban los chismes más benignos. Como prostituta, maliciaban otros. La duda es casi siempre el último reducto de la desesperanza, una tabla de salvación antes del hundimiento definitivo. Quedarse en la incertidumbre como si fuera una cuna, demorándose entre las sábanas de ese no saber, era preferible a reconocerla perdida en los brazos de otro hombre.

     La agregada había dejado la casa sin que mediara una orden. Nadie sospechaba por qué. Ni en el retiro, varias leguas atrás, ni en las casuchas colindantes, ni en los rebusques de su desesperación, pudo rastrearla. Ahora que se había ido por su propio gusto, sin que nadie la corriera, la ausencia era total e inapelable. Sin apeadero fijo ya no volvería a ver tamaños ojos, a no ser en los desfiladeros del sueño. Toribio no sospechaba cuánto desfile de Eros soportaría aún su cuerpo incrédulo.

     Cuando le confirmaron que se había arrimado a un jornalero, aventurándose hacia el mineral de Takurupucú, donde los arrebatos de los indios monteses competían con la saña de los mbayaes poseedores de payé, no quiso creer. Sólo cuando la imaginó allá donde los jaguares rugían sobre las barbas del campamento por la falta de escolteros, y las mujeres no descansaban nunca de sosegar el agotamiento de los hombres, asumió la realidad. Más le valía no pensar. Porque si comenzaba a cavilar, si realmente le daba vueltas a la noria del pensamiento, no sabía hasta donde le conducirían sus pasos.

     A dos jornadas de su arribo partieron las carretas. Ojó ojó. Por esas trampas del azar, instalado en una taberna del Puerto de la Asunción, se había perdido el preparativo jocundo, las ventas generales en el almacén, las ruedas de ron de los habilitados después de alquilarse a plazo incierto. Y los pipus largos de los primeros tramos, y el jolgorio final, y la sonrisa convaleciente de las despedidas.

     Todo se le escapó debido al concurso de pulseada, y a la flojera de subir la corriente después del altercado con aquel mayoral que le peló el facón. Derecho para su valle, le advirtió el Comisario cuando lo largó. Ahora el son del mortero le reiteraba: no volverá, no volverá. Y aunque su presunción lo engañaba a cada rato, en el fondo él sabía que no era ella quien pisaba el maíz, y aquella voz que repetía: no volveré, no volveré, era el eco de su propia conciencia.

     Mucho tiempo después, cuando cayeron de regreso los primeros peones, Toribio supo que el arribeño que se la robó la vendía a los más fuertes por una changa miserable, evitando de ese modo los esfuerzos excesivos del acarreo y del ataquio. Flojo y aprovechado resultó el infeliz. Por una hora con la parda dejaba que otros compactaran la yerba en el cuartucho minúsculo hasta ponerla como piedra. Así fue como Melchora rodó entre las piernas de todo el yerbal, cumpliendo a cabalidad su trabajo de puta. Pero él nunca llegaría a saber que aquel conchabo le parecía menos humillante que ser la sirvienta de su mujer.



- 54 -

     Los vientos de independencia soplaron en toda la América del Sur a comienzos del siglo XIX, tejiendo la nueva trama de la historia.

     Atrás habían quedado los Oficiales Reales y los Gobernadores, los Virreyes en el Puerto de Buenos Aires y la lejana autoridad del Rey. La noticia de que la Provincia del Paraguay era una república independiente alteró a los habitantes norteños, no porque se hubiera roto el vasallaje con un Rey impersonal, cuya soberanía les caía por interpósito Intendente y sus celosas ramificaciones, sino porque, establecida la Junta Superior Gubernativa, la Villa tuvo por fin el Cabildo por el cual tanto habían pleiteado los vecinos, y siempre se les negó.

     El tiempo es una madeja cuyo cabo inicial nadie rastrea. Chopeo no se acordaba en qué año el nombre del Doctor Francia empezó a ensombrecer el valle, aunque tomó el timón con algunas objeciones y solitarias sospechas. Como un murciélago que penetra las rendijas de una tapia de silencio el Supremo cubrió con sus alas la totalidad del territorio, desentornando los postigos para husmear intrigas, recogiendo en los embudos sensitivos de sus subalternos el veneno de la delación y los sobresaltos del terror.

     Cuando los años se suceden como las cuentas de un rosario que no acaba de deslizarse entre los dedos, son pocos los que llevan la cuenta. Nada cambia en realidad, salvo el peso de los días que cercenan la risa, el canto y la esperanza. Hay una fosa gigantesca repleta de traiciones, de ojos sin párpados tras las paredes de las cámaras de tortura. El Dictador lo sabe todo. Olisquea el rabo de la República con las narices entrometidas de sus Delegados. No hay más autoridad que su presencia-ausencia omnipotente. En la vigilia, laborioso; en ningún instante, visible. El recelo confina a los labradores en las aldeas; invade los ranchos, el confesionario, donde fermentan las sentencias de los creyentes. Los principales se minimizan en sus haciendas tratando de pasar inadvertidos. Se inmoviliza el baile bajo un poncho de sigilo. Las iglesias clausuran la piedad. Las cuerdas de la guitarra se sueltan como las arterias de un condenado a muerte. Nadie da un paso sin preguntar al siguiente: ¿estoy vivo? Cada mirada puede ser la última. Cualquier palabra la primera hacia la ergástula. Hasta a los niños les crecen pelos en la lengua y cornetas en los oídos. Chorros de azufre se sueltan desde el corazón de los hombres y las mujeres. Los enemigos tienen vidrio en la garganta, y los amigos, silencio. Los esclavos portan la llave de la libertad de sus amos. Todo el mundo se encoge, se vuelve transparente, como fantasmas que se escurren para asestar un golpe de muerte, sin ser vistos. Un hálito de pavor sobrevuela la noche, madruga cada día con la puntualidad de una condena. La vida se vive entrecortada, como si fluyera de un pulso vencido.

     Fue una tarde de abril. La siesta comenzaba a desperezarse en los ojos de Chopeo. Paulina, en una silla recostada contra la pared, pelaba habillas. En el paraíso añoso, el despertar de los pájaros. Y en fondo del patio, una corrida de comadrejas agregaba un toque de familiaridad a la jornada.

     -Oíste, Chopeo, hay que viene.

     Los escucharon llegar antes que Yacaré adivinara su presencia. Tal vez por sus muchos años, acaso por la cautela que confiere el husmeo reiterado de la fatalidad, el perro se quedó impávido al repique de los cascos sobre las piedras. Se acercaron en tropel y parecían agrandados. El Celador por delante, levantando el sable como un dedo acusador; los soldados atrás, blandiendo las lanzas, porque las municiones se guardaban para menesteres más patrióticos. Pronto se dieron cuenta de que no eran ellos los buscados, porque venían escudriñando el patio como si se les hubiera perdido algo.

     No se trataba de una redada de cristianos. Eso estaba claro. ¿Entonces qué? Después supieron que la orden se refería a los perros. El Dictador Perpetuo mandó liquidar a todos los canes de la República por el excesivo perjuicio que acarreaba su proliferación. El jefe de la partida sacó el pliego, y, aunque se sabía el texto al dedillo, simuló una lectura meticulosa, para que con el suspenso se les fueran enfriando las rodillas. En ese instante, Yacaré, como si hubiera entendido que se trataba de su pellejo, salió disparando, perseguido por sus propios aullidos.

     -Yacaré, Yacaré -llamó Paulina, tratando de entender el desatino del animal.

     -Pronto, Yacaré, pronto, hacia el corral. -Le gritó Chopeo sin importarle que un milico le cruzara la cara de un rebencazo. El perro, como huyendo de su sombra, buscó un resquicio por donde meterse en el matorral. Guau, Guau, guau, temblaba entre el follaje, guau, guau, delante de las pisadas, guau, guau, bajo el filo del acero. El aúllo se convirtió finalmente en un gemido largo que empapó de sangre el corazón de su dueño.

     Mucho después que la tropa desapareciera del rancho para proseguir con aquella insólita persecución, persistían los sollozos de Paulina frente a la piel manchada.



- 55 -

     -No voy a dejar que me encuentren. -Del monte se desprendía un olor a mantillo acabado de mojar-. Ni nunca para dejar que me agarren. Me voy a quedar acá hasta que se vayan para burlarme de ellos hasta. Es cierto que mi vaca está infectada. Sí, señor. Las garrapatas brasileras tomaron el cuero del ganado paraguayo por su cuenta. Les chupan todita la carne. De buen porte son las muy putas, con listas de colores y hambrientas como terneros recién paridos. A mi vaquita también se le prendieron al lomo para mamarle la sangre. Sí, señor. Antes de la orden ya tenía los bultos gordos. -El Decreto y los rumores se esparcieron con la velocidad de los chasques por la vía de la Comandancia y los corrillos-. Igualito que forúnculos, pero sin boca para reventar la porquería son. Pero yo voy a esconder mi lechera para que no le vea la guardia del Karaí. Gente que bajó a la capital trajo la noticia. Que se mate todo el ganado apestado de la República, dijo el Dictador. Dice que porque chupa la riqueza de la República. Mentira. Sus Delegados sí que nos chupan hasta el karakú, y la tranquilidad y el sueño también. Garrapatas hambrientas como el gobierno han de ser. Antes de la orden yo ya tenía todo pensado en mi cabeza. Yo no voy a dejar que liquiden mi vaca linda. La plaga entró con los bueyes portugueses que entraron por Itapúa. Así dicen, yo no sé. Que se sacrifiquen y se quemen con el cuero y todo sin pelar, fue la disposición.

     El Dictador dictó el dictamen con el interdicto de salvar a ningún cuadrúpedo, pero Chopeo no iba a permitir que lo embromaran esta vez.

     -Que nadie rechiste, dijo el Karaí Guasú. Chiste le voy a hacer yo si no me encuentra. Que se revise la hacienda, ordenó. De balde nomás firmó su decreto para su consuelo, porque contra estos bichos no valen las balas. Me da risa. Nadie puede detener a fusilazos un ejército de garrapatas, ni aunque el karaí ordene que se mate el ganado sin importar de quien sea. La mía no, señor. Pero quién se va animar a discutirle en la cara su propia palabra. Mejor me escondo hasta que se vayan. Hacia el monte te voy a llevar, vaquita linda. Y que se vean ellos si no me encuentran. A mí no me van a matar mi mocha negra. Arruinadita, pero mía. Ningún esfuerzo voy a mezquinar para defenderte. Qué se cree el Supremo para suprimirte. Como excremento del diablo cayó la plaga del gobierno más negra que la garrapata brasilera. Por el camino de la yerba subió esta peste, hamacándose sobre los bueyes que bajan con la yerba hasta el Paraná. Quién iba a saber que a la vuelta nos traerían esta desgracia. Akachá kachá kachakachá. Cuando abrió sus ojos el Karaí ya estaban todas tomadas las reses gordas, y las flacas también. Por debajo del pelo se meten, las muy puercas. ¿Acaso llegan pitando para que se les oiga? Silencio entero trajeron para estos lados, calladitas nomás pusieron sus huevos por toda la República; como moscas sobre la miel. Yo no voy a esperar que vengan los soldados tata tata tata a matarme mi lechera, mochita linda. Lo que tengo desde que me dieron la tierra. No me importa si me llevan engrillado a la capital. Bigotito blanco me deja su leche recién ordeñada, ¿y le voy a perder? No, señor. No puede ser tanto perjuicio para la República mi mocha infestada. Aunque le chupen la sangre, la carne queda, como yo que lo mismo nomás vivo. Zoncera es este asunto para matar tanto animal. Akachá kachá kachá. Vamos, vamos, al monte, vieja, siga pues, que ya vienen los urbanos a cañonearte las tripas.



- 56 -

     Paulina se durmió finalmente cuando se dio cuenta de que Chopeo no volvería. Se durmió escuchando la manada de vacas gordas del Comandante, que se había multiplicado hasta una distancia inimaginable ampliando los linderos, y que acababa de romper las alambradas para desparramarse por los campos aledaños hasta llegar al potrerito de su rancho, mugiendo en estampida por la persecución. Los pastos pródigos quedaron vacíos y la sonrisa satisfecha del militar, abarcando el montecillo, las isletas y el retiro, se convirtió en una mueca de resentimiento. En el aire los mugidos superpuestos se amplificaron confundiéndose con el canto de la naturaleza, con la voz plañidera de Chopeo que emergía del útero gigante de la tierra.

     -En cuarentena se le puso a tus iguales, mi mocha linda. Por eso te traje al monte, para salvarte del rebenque. Rebenque también me esperaba a la vuelta de mis pendencias; rebenque me aplicó la autoridad siempre que pudo. Hijo de dominio, paliza nomás recibe. Vago sin tierra, cinto largo por su lomo. Ahora tengo mi lote y no voy a permitir que me saquen mi lechera. No es la primera vez que me escondo para que se olviden de mí. ¿Te acordás, Paulina? Así burlé el trabajo personal obligatorio, aunque no los azotes. Da gusto embromarle al poder, aunque te azoten después. Policía sin preso, demasiado simpático es. Cualquier cosa voy a hacer para que no me encuentren. Caparazón de armadillo por mi cara, cualquier cosa me voy a poner, hasta que se aburran de buscarme. Se equivoca grande el Dictador si cree que Paulina le va a contar dónde estoy. Ni nunca para fallarme mi mujer.

     En el camastro sudoroso Paulina daba vueltas sin poder desprenderse del recuerdo de Chopeo que, mezclado con la desbandada y el arreo de los terneros rezagados, no la dejaban dormir.

     -Se equivoca entero el Dictador cuando dice que la garrapata para reproducirse necesita estar pelo con pelo. Demasiado se equivoca si cree que se queda pegada al lomo porque no vuela. Mentira, estas sinvergüenzas si quieren echan a volar y nos hacen encima cuando dormimos.

     -¡Que no te escuche lo que pensás! -gritó Paulina, despertándose de miedo.

     Chopeo se reía de los Celadores recordando el son del río que trajo los bichos fríos mientras los Celadores celaban recelando una celada.

     -De balde nomás van a matar toda la hacienda de la República, porque la plaga no va a obedecer una orden que no entiende, y yo menos, porque entiendo. Calladitas nomás van a seguir chupando debajo de los cueros, las chanchas rengas. Ellas no tienen miedo del naranjo del Karaí. Volando con la panza llena se van a ir cuando quieran. Una a una, ta ta ta ta, se les quiere eliminar, masacrar. La lengua le quiero arrancar a ese que habla por los vecinos decentes. Akachá kachá kachá. Silencio. No vayan que a escucharte ahora. Como colador te van a dejar tu barriga si no te apurás. Ni nunca para permitir que te maten, mi reina mocha.

     Chopeo no comprendía muy bien los entretelones del poder, y Paulina tampoco, pero era sabido que el Dictador se había molestado con el Imperio del Brasil por el asunto de las garrapatas.

     -Si se enoja el Karaí, ta ta ta ta contra su contrario arremete. Cuando entraron perdió la paciencia y les fulminó con sus palabras, ta ta ta ta ta. A liquidar cuanta vaca exista, sea de quien sea. Demasiado pobre me voy a quedar.

     El Oficio fue terminante: que se sacrifiquen las reses que no se puedan expulsar del país, y como los bravos no se pueden espulgar, aunque sea en crecido número, que se maten, también.

     -Ahora sí que me voy a reír del Comandante y su hacienda baleada, ta ta ta ta ta. Ni aunque coma hasta por su oído va a tragar toda la carne antes que se vuelva hedionda. Por fin me llegó la hora de burlarme de él. Quería echarle a mi mujer, el desgraciado, pero Paulina siempre le cerró las piernas, que yo sepa. A cada rato me comisionaba, el infeliz, a componer caminos, a defender los pasos, a la prisión, a la frontera, y en el mientras tanto nomás sucedían las cosas. Con cualquier pretexto me alejaba tratando de comer mi comida. Buena mano para la cocina, cariñosa en la cama, tiene que ser. Pero no pudo con ella, ni conmigo, y ahora que se joda, que le maten todas las vacas que arrejuntó en la vida, y los caballos también. Pero a mí no me van a matar mi lechera como a él, toro caliente sobre mujer ajena. Enseguida le nombró su Delegado el Karaí. Con cualquier gobierno nomás se arreglan los ricos, donde están nomás se juntan prendidos de las tetas del poder, y que se embrome el resto. Pero lo mismo nomás se cuadran frente al Dictador, como nosotros los pobres. Que se vea ahora, con su retiro pegado a la Estancia La Patria. Ta ta ta ta ta. Hediondo va a tener que comer antes de quemar su campo y lo mismo nomás después la humareda le va echar. Hasta luego, hasta luego. Yo también me voy con mi vaca hasta el yerbal. Akachá kachá kachá. Vamos, que nos van alcanzar.

     Chopeo no tenía idea de cuantos meses estuvo en el adentro del monte, con la vista fija en aquel cuerpo pestilente. Cuando escuchó los pasos de Paulina se levantó tantaleando, ciego de tanto verde y tanta compartida soledad. La miró sin asombro deletreando algunas palabras inconexas; echó una última ojeada al montón de huesos que las fieras no tardarían en pelar, y dejando que ella le tomara dulcemente de la mano, rumbeó hacia su rancho con la cabeza gacha.

     La hecatombe había terminado.



- 57 -

     Cuando lo encontró acuclillado frente a la vaca muerta, Paulina no pudo menos que recordar las ocurrencias de su hija y su gusto por las escapadas furtivas. Se agolparon en su memoria las imágenes anteriores al rapto de los indios. La atmósfera, teñida por la aureola morada de la luna, incitaba al misterio. De pronto se dieron cuenta. Bernardita no estaba. La llamaron varias veces, la buscaron por los rincones apartados primero, en los lugares habituales, después. Él salió al patio por si se hubiera internado en el dormidero de las tórtolas -no fuera a estar defendiendo los huevos de las comadrejas robadoras-; penetró en la entresombra del tacuaral; se asomó a la inmensidad. Tampoco estaba detrás del arcón, como otras veces, entonces Yacaré ladró como si modulara su nombre: Bernarda Bernarda Bernardita.

     De las indagaciones prolijas pasaron a las corridas desparejas.

     -¿Dónde estás, mi hija, dónde estás? Por algún lado debe andar. -Paulina suplicaba a los cielos que apareciera, pensando que a esa hora era improbable que la niña se aventurase demasiado lejos. No quería pensar, pero pensaba. Debe ser el pombero. O las ánimas de los indios que vagan llenas de rabia. Los candiles temblaban en las manos desde el piquetito vacío hasta la almáciga, reuniéndose desalentados otra vez.

     Finalmente la encontraron sentada sobre una piedra, casi a una legua del rancho, contemplando la luna. Apenas se le acercaron rompió a gritar:

     -Desde aquí partirá la gente armada para desarmar al gobierno. Desde la Villa bajarán los rebeldes a desbaratar el poder. Persecución y muerte, muerte y persecución y desmembramiento y escondite y celada y delación y contienda. Muerte. Muerte. Vida y muerte hermanadas deshermanando hermanos para siempre.

     Al pasar una mano frente a los ojos de Bernarda, Paulina se dio cuenta de que estaban ciegos para el presente y aterradoramente lúcidos.

     -No sé donde estoy, me rodean los estruendos. Un trueno se desploma sobre el techo que me ampara, cuarenta y siete boquetes abrieron en la noche, cuarenta y siete agujeros de desdicha. Escucho cómo se acercan unos pájaros gigantes sobre las siembras, el entrechocar de armas acribillando a la gente.

     La madre escuchaba aterrada la descripción de los miembros esparcidos por la campaña, las cabezas sueltas mostrando los dientes, las reses con las barrigas hinchadas al sol.

     -No sé donde estoy, ni si existo, ni si me echaron de la vida. Se arrean gritos, se silencia vida, los cuerpos se desploman al barranco. Hay multitudes que escapan. No sé donde estoy. Abandonando su tierra los oprimidos bajan hacia el sur. No sé donde estoy.

     No bien empezó a serenarse, Paulina levantó a su hija con cuidado y, sabiendo que no sirve despertar a una sonámbula, se la llevó al rancho. Como ahora a Chopeo, que apenas podía tenerse en pie después de su reclusión en la selva, velando el cuerpo sin vida de su lechera.



- 58 -

     Las tolderías no son reales, pero se desplazan como si lo fueran ocupando la vigilia, ese territorio sin sueño donde se yerguen los espectros del pasado. El rapto es ya recuerdo, pero el llamado de Bernarda permanece. Los días son remiendos sobre los agujeros de la ausencia y la reiteración de los recuerdos, mas los plañidos de la madre se reiteran.

     -Que me lleven a mí, que me pinten la cara, que se sirvan de mi cuerpo, antes que verte esclava de los salvajes, eso quiero -imploraba Paulina, como si fuese fácil canjear la identidad suplantando a los otros en el estrado de la vida. Nadie puede torcer el destino asumiendo la desgracia que se deplora en los demás. Se viene al mundo con una deuda pendiente, de tal manera que los hechos que van a suceder ya están grabados en los ojos de un dios enigmático.

     Pero estas ideas no hubieran consolado a Paulina de la pérdida de su hija aunque las hubiese entendido.

     -Lindalinda, mi hija, con ese su hoyuelo de donde parecía que iba a brotar un manantial en cualquier momento. No quiero que me cuenten que ya no habla la Castilla de los principales, ni el guaraní como nosotros. ¿Por qué no vio esa vez el ojo de tu frente para salvarte de tu desgracia?

     Los gritos de Bernarda caen aún sobre Paulina como la maza de los bárbaros. ¿Qué cerrazón la guarda mientras la madre la aguarda guardándose de hacer conjeturas?

     -Te falló tu pálpito, mi hija. Maldita tu ceguera que no previó la invasión. Yo creí que nos iban a matar después de jugar por nosotras, pero te llevaron para su sierva y nadie se animó a rescatarte. Cobardes. Te trataron de bruja cuando la peste. Que nadie se atreva a faltarte el respeto otra vez. Después le mandaste la pestilencia a los infieles, para que se contagien, dijiste. Letrada sin saber escribir habías sido. Pero tu ojo sabio estuvo cerrado aquella tarde. Cerrado. Cerrado. Dicen que te vieron comiendo las vísceras que los guerreros le tiran a los perros.

     Visionaria sin el teodolito del Supremo, Bernarda andaba por cazaderos cargados de venados tiernos.

     -Yo no quiero escuchar. Dicen que no tenés hombre, pero todos te montan. Que esos tus ojos anunciadores no duermen nunca. ¿Dónde estás ahora, hija de mi alegría, tristeza de esta madre que te soñó feliz?



- 59 -

     Chopeo la sorprendió hablando sola cuando vino con la novedad. Llegó sudoroso y tartamudeando que el Supremo Dictador había firmado un tratado con el Cacique Calapá. Que se retiren con sus toldos lo más lejos posible de la frontera a fin de no importunar con sus hostilidades a los súbditos de la República, decía la letra. ¿Muerta?

     ¿Será cierto? Paulina, ocupada en su batalla personal, no lo escuchaba. Las paces siempre fueron una patraña en la boca mentirosa de la autoridad. En la tierra del extranjero y en la propia la autoridad siempre les había embaucado. Ahora dicen que la guardia va a dejar de hostigar a los indios para que paren de entrar.

     -Pero si ya entraron donde quisieron. Yo no creo en tratados ni en cláusulas vacías, y menos si prometen terminar con lo que nunca termina. Guerra y muerte siempre nomás tuvimos. Como si no se supiera que los indios van a quebrantar las paces en cuanto se dé vuelta el Dictador.

     -El acuerdo es claro, Paulina. Exige la entrega de las armas de fuego para asegurarse de que no nos maten dos veces y la devolución de la cautiva.

     -La cautiva es mi hija. Dicen que se escapa y come víboras y nunca cierra esos sus ojos que ni para su provecho supo usar.

     -No llores, che ama. Antes la hubieras cuidado.

     -Ya soy vieja para el amor, pero todavía me acusás que fue mi culpa. Por tu culpa, por tu culpa se llevaron a Bernarda, siempre me decís. ¿Acaso yo les llamé? Más culpa tiene el que me forzó y vos que me dejaste sola.

     Dicen que sólo habla ese el sinsentido con que se entienden los indios. Que no recuerda su nombre. Que le vieron caminando como animal sin dueño con el cabello enredado hasta los pies y los pechos sueltos.

     -Paulina, escuchame, por este acuerdo vamos a recuperar a nuestra hija.

     A Paulina, sin embargo, se le perdían las caras y los días.

     -No sé si va a venir o si ya vino. ¿Es un bulto, una sombra, una malavisión que se me acerca?

     -¿Es ella? ¿Será realmente ella? No, no me pregunten porque yo no sé.


 

- 60 -

     ¿Será que viene la caballada del Comandante costeando el campichuelo y tendré que levantarme antes del amanecer a recibir un nuevo mazazo de la fortuna? ¿Qué otra cosa se le exige que tolere, Señor? ¿Y qué noticia le deparan los cascos que se acercan? ¿Es la guardia del Dictador o el miedo lo que le empapa la nuca? Afuera el sereno se ha levantado como un pañuelo de niebla anunciando una jornada intransigente. Todo es gris. Coronados por una incipiente claridad progresan los árboles hacia un cielo compacto. Con pactos con el diablo es que Paulina no quiere entrar. La comitiva que se acerca le da mala espina. Centrella, en el potrero, tritura la gramilla con sus dientes parejos. Un gallo canta de vez en cuando. ¿Por qué vendrán a despertarla de madrugada? ¿Para qué sacarla de la cama con la fresca? ¿Están abriendo la tranquera o le parece no más? El temor se acerca a tranco abierto. ¿Cuándo será el momento en que él se despabile y se ocupe de ver quién viene? Visitante tempranero, mala señal. ¿Es la desgracia otra vez que se presenta con su máscara de entrampar a los tontos? ¿O tendrá que alegrarse de alguna novedad insospechada? Paulina no sabe si alguien se aproxima o ve visiones. Aunque no estén ahí, si se los escucha es como si estuvieran. Pero están, ya casi están frente al rancho. ¿Hay alguien en la puerta o está soñando? ¿Es la voz del Comandante, que llega otra vez a procurarla después de tantos años?

     Paulina se da cuenta de que son varios los que llegan y no hay más remedio que levantarse. ¿Qué trae el primer jinete atado a su montura? ¿Es un oso hormiguero, un carpincho gigante, un fardo de tabaco? Ella no sabe si se le achican los ojos o ese trasto se agranda. Una pelambre hirsuta ladra, chilla, aúlla o llora. ¿O es Paulina la que ladra dentro de su pesadilla permanente?

     Reconozco esa voz. ¿O será mi sentido que me engaña? Es mi hija, Señor, que me devuelven. ¿Por qué tienen que traerla amarrada como a una prisionera si le van a devolver su libertad? Ni me alarga los brazos, ni me mira.

     Los enviados del Dictador dejan caer la jaula desde la grupa del montado, exclamando:

     -Aquí le traemos a tu hija por orden del Supremo Dictador de la República.

     ¿Por qué se lastima la frente contra los barrotes y se agita con semejante desatino? ¿Será que está caduca o que delira? ¿A quién busca o recuerda? ¿Qué le hicieron? Misericordia, Señor. ¿Su garganta se suelta o un espectro habla por su boca? ¿Le crecieron los dientes o es la baba que le cuelga de la boca? ¿Por qué se altera y se acurruca y dice cosas? ¿Desea que la toque o me rechaza? ¿Le cortaron la lengua para que no cuente nada? ¿Es esta cosa sucia Bernardita? ¿Qué quiere, qué me pide, qué murmura?

     Mientras Paulina se enreda en sus preguntas, la cría del mbayá se acerca con un jarro en la mano, y lentamente se lo extiende. Mientras el agua marca un cauce sobre el barro seco desde la comisura de los labios al mentón, se escuchan los sorbos atropellados. Saciada la sed, el cuerpo se desmorona contra el plan de la jaula.



- 61 -

     Hace varios días que Bernarda ha vuelto. La trajeron los Urbanos en nombre del Supremo Dictador de la República. No reconoce a nadie ni pronuncia una palabra. Sólo confidencia con el hijo del mbayá en esa lengua que nadie entiende, pero se clava en los tímpanos como saetas disparadas de la boca. Ninguno ríe, aunque se tocan con los ojos. Más vieja que su propia madre, la cautiva mira a sus progenitores con su rostro de doscientos años como si fueran espectros.

     La sueltan de a ratos para que se habitúe al entorno, controlando que no se aparte demasiado. Paulina no soporta verla como sí ya se hubiera ido de su cuerpo, mirándola desde ese mundo que le engulló la memoria sin acertar quién es. Nadie tiene respuesta para esa porción de olvido que la mantiene en penumbra, y ni siquiera el silencio interroga. A veces desentorna los ojos como si quisiera asomarse a ese pasado que se le escapa, y vuelve nuevamente al hermetismo. ¿Será el infierno tan lacerante como el silencio? se pregunta Paulina buscando los saltos de Yacaré, sin recordar que los esbirros le destrozaron el espinazo. El Dictador ordenó que muera mucha gente y que regrese otra que ya está muerta, piensa Paulina en las noches de amenazo, escuchando aullar al perro como si estuviera vivo, en tanto los ojos de Bernarda permanecen atentos como dos espejos en la oscuridad.



- 62 -

     Cuando Paulina escuchó la voz que Bernarda trajo del exilio llamando a la cría del mbayá, sintió vibrar su corazón como si un badajo enorme lo hubiera tañido.

     -Caminigo, Caminigo.

     El nombre caminaba tras ella permanentemente, provocándole un tumulto de sentimientos. Sea mirando las rozas que humeaban a lo lejos, sea junto a los almácigos costeados de orégano, sea en la inmensidad de la intemperie, aquel apelativo, modulado con la ternura que Bernarda reservaba para él, hincaban en la conciencia de Paulina la uña del pecado. Todo lo que se deja de hacer y daña al prójimo es tan funesto como la maldad. Paulina empezó a calcular la magnitud de aquella omisión, que al inicio le pareció justa. Condenar a un hijo a vivir sin nombre, escamoteándole un distintivo que lo convirtiera en ser humano, no era una revancha válida, sino una irredenta perversidad.

     Agobiada por la culpa, Paulina empezó a adelgazar; se sintió miserable. Confidenciando con su propia sombra tomó el hábito de escurrirse hacia otras sombras. Al cabo de cuatro meses no pudo soportar la angustia, y decidió buscar el consuelo del confesionario.

     Si lo hubiera sabido; si hubiera sospechado siquiera las consecuencias de ese acto, no hubiese ido a la Iglesia aquella mañana en que amaneció trastornada porque la lengua le había crecido una vara durante el sueño. Muchas veces la causa y el efecto de los hechos se intrincan de tal manera que nadie llega a conectarlos entre sí.

     Al poco tiempo, los fusileros llegaron con el mandato y se fueron arreando el desconcierto. Chopeo fue llevado directamente a la cárcel de la capital por orden del Dictador. ¿Qué había hecho para merecer la detención? ¿Qué secreto terrible se filtró hasta el ceño-cepo de El Supremo? Paulina peregrinó por toda la República sin hallar indicios de su marido. Preguntó primero en la Comandancia Militar, luego en la Delegación; apalabró a un chasque para que indagase en los presidios del Apa; envió un propio a la Rinconada del Arrecife y hasta indagó en el Fuerte Borbón, adonde los hombres entraban sin fecha de retorno. Nada. Nadie sabía nada. Finalmente, acompañada de un baqueano amigo de Teodoro, descendió el río en una piragua, preguntando en la cárcel pública de Asunción y en las casas de arresto de Costa Abajo. La mayoría no sabía nada, o tenía miedo de hablar. A veces se despertaba sonando con reses muertas y cabezas arrojadas lejos de los cuerpos, y hasta llegó a escuchar partidas de soldaditos implorando agua con el fusil al hombro en alguna picada incierta. ¿Adónde? En los vericuetos de la desesperación, donde se entrelazan las agujas del tiempo. Por último Paulina regresó con la flaca alegría de que el nombre de su esposo no estuviera en las listas de los condenados a muerte.

     Pasó la estación del frío y el temor a una nueva seca y el verano tempranero desde la confesión de Paulina. Rezados los Padrenuestros, aligerada del peso de su ignominia, después de dar cien vueltas al rosario, principió a sentir el bálsamo de la redención. Coincidiendo con el alivio, los Urbanos lo vinieron a buscar, y a pesar de que le pidió que no se preocupara porque iba a volver pronto, ella barruntó algo peor. ¿Cómo no iba a crecer la cizaña en su corazón, sabiendo que el descargo de su culpa había cargado a su compañero con la saña del confinamiento? Se lo llevaron acollarado y con la barra en los pies, como a cualquier asesino sanguinario.

     La voz sedosa del sacerdote instándole a hablar, la minuciosidad del interrogatorio en el recinto sagrado, la benignidad de la penitencia, le dieron la pista sobre el motivo de la detención de su marido. Las orejas misericordiosas del cura habían recogido, junto con la confesión de su pecado, los detalles del ocultamiento de la lechera infestada de garrapatas que Chopeo había llevado al monte para salvarla de la guadaña asesina.



- 63 -

     Paulina los veía secreteando, incapaz de ingresar al círculo que cerraban cada vez que se les acercaba. Bernarda sobre el chivato tronzado, con un vestido de ella, Caminigo espulgándole la cabellera que le cubría la cara, cayéndole por los hombros, hasta rozarle las rodillas con las puntas florecidas. Peine de hueso en la mano y paciencia en el semblante, le desporraba las crenchas, aprolijándole las matas de pelo sobre la espalda, mientras ella señalaba aquí y allá con el índice, enseñándole la denominación de los objetos en la lengua de la tribu. A medida que ella los nombraba, el mundo iba animándose, cargando de sentido las errancias que hasta ahora sólo habían tenido el referente de la incomunicación.

     Las verdades más auténticas son las que se ponen antifaz. Bernarda no se acordaba dónde pasó sus primeros años, ni de su idioma inicial, ni del semblante de su madre, que ahora se le arrimaba mendigando alguna señal. El rapto, el cautiverio, el desprecio de los guerreros, habían borrado de su mente todo vestigio de infancia. Sin embargo en su humanidad andrajosa conservaba aquellos ojos inmensos, donde entraban las imágenes de un futuro que sobrevendría mucho después de su desaparición.

     Entre Bernarda y el muchacho nació una suerte de complicidad que se fue abriendo como una victoria regia en un pantano.

     -Te vas a llamar Caminigo -decidió Bernarda, imponiéndole el nombre del cacique-tigre más valiente y sanguinario de la nación de los avestruceros. Él la miró con desconcierto, descubriendo que podía sonreír, y, golpeándose el pecho con los puños cerrados, le manifestaba la felicidad de encontrarse a sí mismo dentro de ese cuerpo que lo había acompañado desde su nacimiento sin que supiera designarlo.

     Desde entonces la cría del mbayá se irguió sobre sus pies como los árboles que crecen buscando el firmamento. Los dibujos de las tiaras emplumadas, de las sonajas y de las constelaciones, le ayudaron a comprender los festivales de la victoria y las escaramuzas sangrientas. La arrogancia de una raza que se sentía dueña de su ser y de la hacienda de los criollos, lo encandiló, contagiándole el deseo de cacerías errabundas, de cautivas, de acercamientos a la tienda del cacique principal, donde él mismo, alguna vez, sería el jefe.

     Cuando la intimidad encontró su pulso, paralelas a las conversaciones secretas corrieron las escapadas montaraces. Así comprendió Caminigo las mudanzas de su tribu; así se enteró de ser el hijo del guerrero con más cabelleras arrancadas al enemigo. Así aprendió cómo acrecentar el prestigio frente a los suyos, y asegurar el pánico entre los blancos. Gracias a Bernarda valoró la consigna incontestable de su sangre: salud, victoria y hartura. Supo de las prerrogativas que el carancho omnipotente Karakará les concedió a los señores de estas tierras, en el instante de la creación del mundo.

     -Chaquetilla de piel de tigre te voy a hacer -le prometía Bernarda al contarle que los capitanes de su raza viajaban a través de las estrellas, dando vueltas en torno al desvelo de la luna.

     Con el mismo ánimo agresivo Caminigo empezó a desear sus propios cazaderos. Añoró los caballos blancos pintados de urucú, los ataques victoriosos, la trepanación de los cráneos y las cacerías, las piezas donde clavar la última flecha asegurando el derecho sobre la carne fresca y chorreante. Chaquetilla de piel de tigre quería tener. Agarrador de botín y flechador certero, hombre de guerra con vasallos, para no tener que cargar con la deshonra del trabajo, eso quería ser.

     Con el porte violento y la conciencia alzada, Caminigo supo que nunca más se sentiría el excremento de un halcón sagrado. Nunca volvería a empuñar la horqueta para roturar la tierra. Con la imposición del nombre le nació la dignidad. Sólo pensaba en el reencuentro con los suyos, en las arengas guerreras al son de las flautas y del tamboril, en la gran casa para albergar a su gentío, con arrimados mendigando protección, y siervos obsecuentes. Una multitud atenta a su palabra, más cuadrillas sanguinarias que exigirían hierro para las puntas de las lanzas y abalorios para las ceremonias sagradas. Matanza y cautiverio vengarían la condena de su madre. No más conchabos por las estancias comarcanas, ni sobras en los platos sucios; sólo adornos de plata traídos de la montaña de los chamanes, para que las bandas de los avestruceros lo acataran con veneración.

     Cuando la conciencia del verdadero ser empezó a arder en su pecho, Caminigo se distanció buscando los algarrobales de la mano de Bernarda, seguro de encontrar un asiento de los muchos que perduraban más allá de los presidios del Apa. Los ojos de Bernarda y el mazo de plumas de avestruz consiguieron la protección de los espíritus. Mariscando el sustento de cazadero en cazadero, recolectando los cocos de los palmares, llegaron a las márgenes del gran río. Atrás quedaron los campos de Agaguigó, donde vagaban las almas de los guerreros sacrificados; atrás las faenas humillantes y la indiferencia materna.

     Con el tiempo el hijo de Paulina vería inclinarse ante su arrojo a las parcialidades más lejanas, como si el ánima de su padre se le hubiera metido en el cuerpo para convertirlo en el jefe más indómito que se recuerde.



- 64 -

     Frente al tajamar, Bernarda suele quedarse absorta, mientras Caminigo le escucha la sangre, tun, tun, tun, tun, acelerándose en sus sienes, a medida que la concentración crece, tun, tun, tun tun. Las pupilas se le agrandan como antaño, crispa los puños y retarda la respiración, mientras mira el agua quieta que espejea de una manera misteriosa, llenándose de círculos concéntricos donde se amplifican las imágenes.

     Un mundo desquiciado se abalanza hacia Bernarda, impulsándola a caminar por la orilla con las manos desplegadas y los ojos fijos en aquellas ondas.

     -Caminigo, los ves, en el polvo, en un desierto, en la maraña espinosa. Un pájaro enorme los persigue, los aterra y los alcanza. Un pájaro que escupe fuego, atrona el aire y se aleja de los cuerpos destrozados.

     Caminigo lanza una piedra al agua y el espejismo se resquebraja para volver a empezar. Bernardita busca los redondeles que se hamacan en la superficie de la laguna, y grita:

     -Ya se acercan, Caminigo. Es un carro con luces amarillas que avanza sin bueyes por caminos polvorientos. La soledad reseca el aire. Un cuerno aturde la siesta avisando su llegada. Hombres verdes se multiplican entre los arbustos que se abren como manos gigantes implorando perdón. Festejan el agua, se empujan, se precipitan, derraman el líquido y se quedan con las lenguas colgando. Algunos se desvanecen, otros sollozan. Caminigo arroja otra piedra y en los círculos de la laguna se hunden las caras, los cuerpos, los fusiles.

     Bernarda corre desahuciada escapando de la explosión que deshace las figuras en el agua, hasta que él la retiene, calmándola poco a poco con sus caricias. Cuando el horizonte enrojece la carga en los brazos hasta el rancho.

     Ésa fue la última vez que Bernarda tuvo visiones sangrientas. Días después ambos desaparecieron definitivamente, acudiendo a un llamado secreto.



- 65 -

     La luna se lava el rostro con el relente del alba. Una canoa surca a tranco lento el pardo oleaje del río. La silueta de Caminigo con la pértiga en las manos y la tiara emplumada se destaca sobre el rojo fuego del sol. Bernarda escudriña el norte, sin demorarse en las barrancas coloradas. Plas, plas, plas, plas, plas, plas, las olas cachetean la madera fragante, dejándole en los bordes festones de espuma. Desde la costa les llega la conversación de los pájaros, los arrullos del follaje, los bostezos de las fieras. Un canto cósmico emerge de la selva, voces que se sueltan abrevando en las fuentes de la naturaleza íntima, la lluvia se confiesa. La luna promulga sus sentencias milenarias. Se contradicen los pájaros. El coloquio de las ranas despabila los charcos. Las serpientes se deslizan sobre sus pieles de seda. Sacude la fronda su diversa sonoridad. La brisa silba en el reverso de las hojas serenando la sangre de los viajantes.

     Bien se ve que los ojos de Bernarda son un espejo por donde transita la fugacidad. Su rostro lleva el sello de la placidez y su torso la solemne aceptación de los signos. Una música inefable los envuelven, de cuyos acordes se desgranan días que sonríen. Los árboles chorrean miel, pródigos los frutos ruedan hacia la orilla como dádivas de un paraíso que se recobra. De la inmensa vasija de la tierra se derraman los sabores preciados, los zumos fragantes de la siembra, los himnos cantados sin rencor. El río es un amplio camino de agua que los aparta de las proximidades conocidas para recobrar los misterios postergados. El casal se pierde cauce arriba con los ojos esplendentes; la canoa se sale de madre para navegar los cauces de la dicha; rumbeando hacia el Cerro Blanco, hacia la posada radiante, donde moran los espíritus bienhechores, que adornan la conciencia de los hombres, de las mujeres y de los niños. Todo es luz allá lejos donde no existe el mal.

     Bernarda y Caminigo se contemplan sin saber que están escabulléndose de la realidad en busca de la perdida memoria de placer. El bote asciende las laderas de la montaña resplandeciente, flotando en la niebla que los envuelve como un mantillón de nata. Al llegar a la cumbre abandonan el útero mineral que los alberga y se sueltan, remando hacia las nubes, hacia el camino de las estrellas. El mundo es un punto suspendido en la inmensidad del universo. El espacio, la carta de una travesía inconclusa.

     Bernardita y Caminigo viajan hacia la libertad, inmunes a la escasez y a los esfuerzos, exentos de la necesidad y del dolor. La armonía universal resuena en cada ser viviente, en cada piedra, en el jadeo apacible de los astros. Bogando hacia el reencuentro con la satisfacción plena, alcanzan la comunión con lo absoluto y desaparecen en el firmamento.



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     Cuando llegó el anuncio de la defunción, nadie creyó que el Karaí Francia hubiera muerto. La idea de su indestructibilidad no se conciliaba con el acto irrevocable del fallecimiento. Como nadie, o casi, se atreve a suponer la muerte de Dios, así los oriundos del Paraguay se apartaban de cualquier idea relacionada con la desaparición del omnipotente patrón de la República. Los ojos de la lechuza se habían adentrado de tal suerte en los rincones del territorio nacional que hasta el esqueleto de los perros parecía una confesión de castañuelas al son de sus decretos.

     En Rincón de Luna los anuncios sobre un nuevo gobierno, compitieron con cierta fábula sobre la desaparición del cadáver. Poco importaba realmente que se extraviara o no el cuerpo del poder, porque el vecindario de todas formas estaba inmovilizado por la aprensión.

     Pero esto sucedió antes que falleciera el Dictador, y se discutiera sobre el paradero de sus huesos.

     Chopeo ni se imaginó las consecuencias de aquel decreto con piel de asno. La orden exigía la presentación inmediata de todos los títulos de propiedad expedidos desde la época de la colonia.¿A quién se le podía ocurrir poner en duda su derecho para sacarle lo que era suyo? ¿A quién sino al Supremo Dictador? Ni siquiera el Comandante intentó nunca expropiarle su campo. Pero las cosas habían cambiado. Se rumoreaba que con las superficies confiscadas se levantarían unas estancias que de tan grandes se llamarían La Patria. Nadie quería creer que fuera cierto. Cuando Chopeo se enteró de semejante requisito volvió acribillando al cielo con sus improperios.

     -Paulina, Paulina. -Paulina largó el cedazo y corrió hacia el sendero con la interrogación en la cara, porque cuando su marido vociferaba en esa forma le daba mala espina.

     -¿Qué pasa?

     -¡Qué va a pasar! Tenés que buscar el papel inmediatamente.

     -Pero por qué venís gritando así, decíme un poco, che karaí. -Paulina, que lo vio alterado, trató de hacerlo sentir el señor de su rancho.

     -Ya te dije, tenés que encontrar el papel.

     -¿Qué papel?

     -El mío, Paulina. El oficio de la Merced Real donde dice que este terreno me pertenece. El papel donde consta el pago del impuesto que me acredita como dueño completo de lo mío.

     -Pero ¿por qué? ¿Qué sucede?

     -Tenés que encontrar el documento, te digo. Ahora mismo. Esta tierra es mía, yo pagué por ella con mi sudor y mi plata, no me la dieron de balde. -Chopeo recordó la primera corpida, sacándole chispas a las piedras-. Tenés que darme ese papel, Paulina. Si no presento mi hoja, ellos me van a sacar la tierra. El Dictador reclama los títulos de propiedad bajo riesgo de confiscación. Arrendatarios del Gobierno vamos a ser otra vez si no buscás lo que te pido.

     -Ese papel no existe.

     -Qué estás diciendo, infeliz.

     -Ni para consuelo existe ninguna hoja donde conste que nos dieron nada.

     -No puede ser. A mí me dieron por escrito este lugar ¿ya no te acordás? -repetía incrédulo Chopeo, como si hiciera falta una escritura para constatar lo que se pleiteaba por una fracción.

     -Un lote completo para chácara me tocó en el repartimiento, Paulina. El documento tiene que estar. No puede ser que me trampees así. Yo te entregué la hoja con la firma y el sello del Gobernador, para que guardes con candado, te dije. En tu misma mano te di. Imposible que ahora no esté.

     -Pero te digo que no está. Hace tiempo que esos documentos se quemaron, Chopeo. Ni para remedio quedan las cenizas. Todo se quemó cuando la invasión. Destruyeron todo cuando vinieron a jugar por nosotras.

     -Con su lanza punta húmeda te clavó el desgraciado.

     -¿Por qué me pegás? ¿Acaso yo tengo la culpa si me tumbó un salvaje contra mi voluntad?

     -Contra mi cama, si que. ¿Adónde está mi papel?

     -Arrasaron con todo, Chopeo, y ahora me querés culpar de mi propia desgracia.

     -Ramera.

     -Fue por la fuerza, para que sepas. Nos violentaron a las dos. A tu hija y a mí.

     -Mentira. -Al insulto se sumó la bofetada y al garrote el salivazo.

     -Prendieron fuego al rancho, a los corrales, ¿cómo se iba a salvar tu documento?

     -Bandida de porquería.

     -Se llevaron a mi hija, nos incendiaron la casa, se abusaron de mí, y me venís a reclamar un papel.

     -No fuiste capaz de defender mi derecho. Y ahora no tengo el documento que acredite por mí.

     -¿Qué podía hacer yo, si vos no estabas?

     -Vos le dejaste. Te comió a su gusto en mi propio plato, y se llevó a mi hija para más. Seguro que le diste el papel.

     -Pero ¿qué estás diciendo? Cómo podés... Acaso a un indio le va a importar una firma. ¿Para qué le va a servir la Merced Real. Sin papel nomás se le sacó a ellos también la tierra cuando llegaron los oficiales, y a nadie le importó.

     -Maldita.

     -Demasiado tiempo hace que se quemó, para que ahora pongas por mí que por mi culpa se perdió.

     -¿Por qué no me contaste?

     -¿Para que me pegues como ahora? De balde contarte nada, lo mismo nomás te ibas a enojar. De qué sirve que me maltrates ahora, si la desgracia ya me maltrató.

     Nada se puede hacer contra el destino.

     -Cierto, nuestro contrario siempre fue. Pero vos sabés que no vale engañar al marido. Ahora mismo me buscás ese papel hasta que aparezca, porque yo no voy a ser un vago sin tierra otra vez. Es mejor que lo encuentres porque demasiado te voy a pegar sino.

     -Arrasaron con todo, ¿no entendés?

     -Y te gozaron como a una cualquiera también. Te dejaste hacer un hijo, ni nombre le pusiste al inocente, como si fuera su culpa haber nacido.

     -Se llevaron todo, mi hija, la cosecha.

     -Mentirosa.

     -Ya no tenemos papel.

     -Te voy a matar.

     -Si te sirve, hacé. Yo no tengo nada, Chopeo, nada.

     -Pero el Dictador pide los títulos en el término de un mes. Dice que si no presento la prueba que acredite el pago de la media annata, esta tierra va a dejar de ser mía. El Dictador no espera, Paulina. Tenemos que presentar el título o salir de nuestra pertenencia.

     El Decreto era claro en cuanto a la exigencia. Todo aquel que no acreditase suficientemente su propiedad perdería el derecho a la misma y la tierra pasaría nuevamente a poder del Estado.

     Chopeo se resistía desesperadamente a que su tierra engordase las parcelas del gobierno. Perpetuamente se había aprovechado de ellos. Ahora el Dictador quería quedarse con las estanzuelas sin dueño ¿sin dueño? para formar las estancias La Patria. ¿No es acaso la patria la madre de los desheredados? ¿Cómo se entiende que una madre se alimente de sus hijos?, se preguntaba Chopeo sin dar crédito a la noticia de que las Estancias La Patria servirían para proveer a la tropa que defiende la independencia y la integridad territorial de la República.

     -Arrendatario sin tierra no quiero volver a ser. Paulina, por favor, tenés que encontrar mi papel, buscá hasta que aparezca, Paulina, por favor. No sé qué voy hacer, por favor. Entendeme, Paulina, no sé qué voy hacer.

     La voz de Chopeo se fue achicando como el rugido de un felino que se desangra, para volver a crecer, terminando en una súplica más pequeña, casi inaudible.

     Concluida la discusión, Chopeo aceptó acostarse de cara a la pared, y finalmente se quedó dormido.



- 67 -

     Tan pronto como Chopeo se repuso del ataque producido por la pérdida del certificado de propiedad, llegó hasta el lotecito un enviado del Dictador con el propósito de comunicarle la urgencia de cumplir con el requisito legal de la presentación de la Merced Real. La protesta se levantó como una taimada cerrazón, pero no traspuso su garganta hasta que el vocero estuvo lejos.

     -Yo no me voy a quedar acá, Paulina. Yo no voy a volver a ser un vago, un arrendatario miserable del Supremo en mi propio dominio. Yo no voy a pagar nada por una cosa que es mía, sólo porque los salvajes quemaron mi papel. Ni nunca para aceptar ser el sirviente de nadie. No me van a obligar a pagar por algo que ya pagué con el sudor de este suelo tan cansado como yo. No, yo no me voy a volver inquilino de mi propia tierra, no soy gente sobrante para que me echen de mi puesto. No me voy agachar más ante nadie, ni voy a dormir bajo este techo si tengo que abonar un canon otra vez. Cuando se es propietario en cualquier parte uno se puede rebuscar, pero un vago sin tierra no tiene dónde caerse muerto. Yo no quiero vivir, Paulina, ni un poquito quiero vivir si tengo que conchabarme en una estancia de la patria.

     Paulina ni siquiera intentaba calmarlo, apilonando sus palabras en el estante de la resignación.

     -Yo no quiero proveer al ejército, no quiero ningún ejército que me defienda. ¿Dónde se ha visto que le roben al pobre para defenderle? Quieren comerme mi tierra para darme de comer. ¿Quién me va a proteger de los comedores de tierra? No pueden tirarme afuera porque se perdió mi papel. Por eso me voy de acá, Paulina. Regreso al valle donde me sentí, y vos venís conmigo, porque la mujer por la cintura del marido nomás tiene que andar. Ni nunca para quedarme donde antes fui dueño.

     Chopeo volcó de un manotazo el mate que Paulina le tendió y siguió hablando.

     -Peón de la patria quieren que sea. La patria me chupó la sangre, y el recaudador también. El Estado te come la vida, y el arrendador la siembra. ¿Te acordás, Paulina cómo me decían? Don me llamaban algunos, Paulina. Esos que se quedaron afuera de los repartimientos, siempre me llamaron Don. Yo era un señor para ellos, propietario orgulloso de mis piedras, amo de mi chacareo y de la sequía también. Yo no voy a ser un vago sin tierra otra vez, no en mi propio terreno.

     Chopeo decidió dejar Rincón de Luna con las manos vacías, como dueño absoluto de su pobreza, dispuesto a no agacharse aunque le mataran de nuevo esa fiera ilusión que defendió en la vida.



- 68 -

     El lóbrego ulular de un pájaro ultrajaba el silencio de la amanecida. La oscuridad se había puesto a llorar estrellas sobre los bultos amontonados bajo la enramada. En el catre el desvelo de Chopeo. Los hipos de Paulina en el larguero.

     No tenían un carro, ni un buey para estirarlo, ni la mula para cargar los bártulos. Hacía tiempo que Centrella había sido requisada por el ejército del Dictador Perpetuo, con miras a defender la soberanía nacional de las fauces codiciosas de los países vecinos.

     En cuanto clareara emprenderían el camino de regreso a la Cordillera. Él, por delante, macheteando los gajos de los matorrales que cerraban el sendero; ella, rezagada, con el atadito de la ropa sobre la cabeza.

     Los gallos cantaban cuando partieron en silencio. En el tazón de los Altos les esperaba el valle espléndido rodeado de cerros, el vecindario desconocido, el exilio de nuevo. Chopeo encaneció de golpe durante el primer día, y sus ojos empezaron a llorar un llanto manso, que no paró de fluir ni siquiera cuando cerraron el cajón para enterrarlo. Paulina, erguida sobre sus muchos años, arrastrando el resto de coraje que le quedaba, avanzaba con solemne naturalidad de los desposeídos.

     De la fronda se desprendió una neblina que adormecía la copa de los árboles, prestándoles cierta apariencia fantasmagórica. Una ráfaga gélida golpeteó a sus espaldas la puerta del rancho que quedó sin atrancar. Por el callejón se fueron yendo hasta empalmar con el Camino Real, atravesando el monte, el campo raso, el descampado, hacia el viejo arrendamiento. Desde lejos se veían las cruces velando cada legua de la ruta que los acercaba a su destino.

     El viento del este les partía la cara con su sabor de invierno, aumentando el desgarro del abandono. Leste po'i, viento delgadito, enfriándoles los huesos durante todo el trayecto. Taladrando sus oídos con un silbo de hielo. Susurrando recuerdos y acechanzas. Leste po'i, viento penetrante, lacerando los pómulos con su navaja helada. Leste po'i, escarcha menuda, lamiéndoles la nuca desde el despertar del sol.


 

GLOSARIO

     Aclaración: Las palabras en guaraní han sido escritas siguiendo un criterio fonético para facilitar la lectura.

     Akachá kachá: Grito con que se arrea el ganado.

     Barbacuá: Entramado de ramas donde se tostaba la yerba en la época colonial.

     Caduveo: Etnia del Chaco paraguayo.

     Centrella: Deformación de centella.

     Chané: Etnia de la región oriental.

     Che ama: Mi ama, mi querida.

     Che karaí: Mi señor, mi esposo.

     Chirichirí: Ruido onomatopéyico de la masticación de las langostas.

     Chipá mestizo: Pan de harina de maíz, almidón y queso.

     Chipá guasú: Torta grande de maíz tierno.

     Chogüí: Pájaro de canto quejumbroso.

     Guaino: Menor que se empleaba en los yerbales.

     Gualí: Especie de bolsa fina con un agujero transversal para llevar la guampa, yerba o provisiones.

     Guaicurú: Nombre de familia lingüística chaqueña.

     Guampa: Recipiente hecho del cuerno de la vaca usado para tomar tereré o mate.

     Guasú: Grande.

     Ka'avovo'i: Arbusto de hojas brillantes.

     Ka'inguá: Indios de la etnia guaraní, llamados monteses por no haber sido sojuzgados.

     Kachá: Tambalearse. Bambolearse. Vocablo que repetido se usa para arrear el ganado.

     Kachapé: Carro de cuatro ruedas.

     Kambá: Negro. Nombre dado a los soldados brasileños de raza negra durante la Guerra de la Triple Alianza.

     Karakú: Tuétano, médula.

     Karakará: Carancho. Pájaro mitológico que repartió los dones entre las distintas etnias.

     Karaí: Señor. Se utilizaba en privado para referirse al Dictador Francia.

     Karaí Guasú: Gran señor. Se utilizaba para referirse al Dictador Francia.

     Karameguá: Baúl, arcón.

     Kuñá: Mujer, hembra.

     Kurupí: Héroe legendario sucio y lascivo, famoso por la longitud de su miembro viril.

     Kuruzú: Cruz.

     Lataparará: Sonido onomatopéyico de las latas que se caen o golpean.

     Leste: Viento del este, generalmente muy frío

     Macatero: Comerciante ambulante.

     Manduví: Cacahuete, fruto del maní.

     Mariscar: Salir de caza.

     Mate: Líquido que se obtiene de cebar la yerba mate con agua caliente.

     Mensú: Obrero de los yerbales. Abreviación de mensualero.

     Miramina: Forma cariñosa de pedirle a una persona que mire algo.

     Mbayá/es: Indios chaqueños de la familia lingüística guaicurú, famosos por su bravura.

     Mbeyú: Torta de almidón.

     Mbeyú mestizo: Torta de almidón mezclada con harina de maíz.

     Mbokapú: Tiroteo, sonido de los tiros.

     Ñandutí: Encaje.

     Ojó ojó: Grito con que se arrea el ganado. Significa se va, se va.

     Pacholí: Planta cuya flor olorosa se usa para perfumar la ropa.

     Paíno: Contracción de padrino.

     Pa'i: Cura, sacerdote.

     Panambí: Mariposa.

     Payé: Hechizo, brujería, encantamiento.

     Payesera: Hechicera, mujer que hace un embrujo.

     Parará: Ruido onomatopéyico de latas que se entrechocan o caen.

     Payaguá/es: Indios chaqueños pertenecientes a la familia lingüística guaicurú, vivían surcando el río Paraguay.

     Payaguá mascada: Lampreado. Tortas pequeñas de carne pisada con mandioca que se cocinan en aceite.

     Pepú: Frontón. Tira que se colocaba en la frente del peón para ajustar una carga de yerba.

     Pipu: Grito de alegría.

     Pip pip pip: Grito de alegría.

     Pirí: Planta de cuya fibra se hacen sombreros.

     Plagueos: Rezongos, quejas.

     Plin plin: Ruido onomatopéyico.

     Po'i: Delgado, fino.

     Pombero: Duende de la superstición popular, maléfico y ruin.

     Pora: Duende, fantasma.

     Pororó: Rosetas de maíz.

     Reviro: Resto de comida que se guarda para repetir a la noche o al día siguiente.

     Sununú: Revuelta, asonada. En la novela se usa como ruido onomatopéyico del trueno.

     Susu'a: Grano con pus.

     Talla: Burla.

     Takurú: Hormiguero en forma de montículo.

     Tatakuá: Horno de barro de forma abovedada semejante a un iglú.

     Ta ta ta: Ruido onomatopéyico de los tiros.

     Tayí: Lapacho. Árbol característico del Paraguay con flores rosas, blancas o amarillas. Según la creencia popular anuncia el término del invierno.

     Tereré: Líquido que se obtiene de cebar la yerba mate con agua fría.

     Typoi: Blusa. Camisola con encaje en el escote y las mangas.

     Tororé: Balancearse en la cuna. Por extensión canción de cuna.

     Tororó: Borbotar. Voz utilizada con sentido onomatopéyico.

     Turú: Cornetín de asta vacuna. Utilizado con sentido onomatopéyico.

     Urucú: Tinte de color rojo extraído del árbol de ese nombre, utilizado por los indios en las pinturas ceremoniales.

     Yacaré: Forma castellanizada de jakare, cuyo significado es caimán.

     Yacy Yateré: Duende rubio que aparece por la siesta.

     Yu'i: Rana. Sonido utilizado con sentido onomatopéyico.

 

NOTAS

1.       Fernando BURGOS, edit.: El cuento hispanoamericano del siglo XX. Madrid, Editorial Castalia, tomo III, 1997. El cuento seleccionado fue «La colección de relojes».

2.       Narrativa paraguaya (1890-1990). Asunción, Don Bosco, 1992.

3.       Gloria DA CUNHA-GIABBAI: La cuentística de Renée Ferrer: continuidad y cambio de nuestra expresión. Asunción, Arandurâ, 1997.

4.       Creemos que ambas características sirven para definir si una novela es histórica o no. Seymour Menton, en su trabajo La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992 (México, Fondo de Cultura Económica, 1993) distingue la novela histórica de otras vertientes basándose en que los personajes históricos se ubiquen en una época que el autor no haya vivido. Ateniéndonos a aspectos de la recepción, nosotros añadimos a esta razón el que ha de haber sensación de lejanía con la materia tratada para el lector: de extrañeza espacial y temporal. El lector ha de conocer la época, puesto que el lector de novela histórica suele ser atraído por la época, el personaje o la historia que se narra, con lo que suele tener bastante competencia cultural y conoce aspectos de los mismos ya sea profunda o superficialmente.

5.       [«pesplomaré» en el original (N. del E.)]

 

 

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“VAGOS SIN TIERRA”. Novela de RENÉE FERRER

 Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay 2007

 

 

 

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