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MILIA GAYOSO MANZUR

  RONDA EN LAS OLAS, 1990 - Cuentos de MILIA GAYOSO MANZUR


RONDA EN LAS OLAS, 1990 - Cuentos de MILIA GAYOSO MANZUR
RONDA EN LAS OLAS

Cuentos de MILIA GAYOSO MANZUR

Edición digital: Alicante :


N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Ñanduti Vive ;

Intercontinental Editora, 1990.




Corría el año 1962. En Villa Hayes nacía Milia Gayoso. La niña creció escuchando durante horas el canto de las aves y consustanciándose con los modelos de vida de sus compueblanos. Cuando cumplió nueve años, a la orilla del río, se sentaba a «inventar» cuentos.

El tiempo pasó. Cuando cursaba el cuarto grado, (en la Argentina) era la escribiente por encargo: «Hacé otra poesía por el día de la madre, para el acto cultural del colegio...».

Otros ámbitos mudaron su vida. La morena simpática aprendió los secretos del pueblo, desde sus más gastadas raíces, se armó de premoniciones, y sin importarle lo formal, escribió a borbotones.

Sus primeras publicaciones aparecieron en la revista universitaria Turu, editada por los estudiantes de periodismo de la Universidad Nacional, de la que es egresada como Licenciada en Ciencias de la Comunicación.

De aquí para allá, fue recogiendo leyendas y hechos concretos, creciendo con los sufrimientos de sus conciudadanos, observando tenazmente nuestra realidad, recogiendo sus compases más sutiles.

Continuó escribiendo en el suplemento femenino del diario Hoy. ¿Historias reales? ¿Cuentos? ¿Crónicas costumbristas? Inútil sería tratar de encasillarlas dentro de un género literario.

Pareciera que con el correr de la pluma (o de las teclas de la computadora), Milia hubiera intentado un ensayo sobre las verdades callejeras, las más diminutas, las más simples y triviales: nuestro color, nuestro aroma.

Sintiendo en carne viva las penurias de seres marginales, su prosa parece detenerse interminablemente en descripciones del dolor ajeno, tal vez porque le costaba conciliar el sueño, cada noche, después de una jornada de auténtica convivencia con los otros -por lo demás, sería esa intranquilidad del sueño que tienen la mayoría de las personas honradas.

Porque la honradez no se limita a la rectitud de la conducta, a la ausencia de hurto y otros comportamientos poco éticos, sino a la solidaridad con los demás, a la que mueve a la acción para transformar nuestros males en bienes, al margen de sensiblerías.

Por eso la narrativa de Milia es un gran fresco de las luchas de anónimos personajes paraguayos, hombres, mujeres y niños que acarrean sus atados de melancolías, frustraciones, nostalgias.

Ella sabe enfocar con jubilosa sencillez esos temas de la vida elemental, conociendo muy bien los giros de la fraseología paraguaya, quizás sin detenerse demasiado en aspectos estilísticos. De repente, hasta sentimos que los cuentos -por definirlos de alguna manera- pierden su característica de ficción.

Aquí están amontonados los duelos populares, los interrogantes del porvenir, en un sonoro dibujo de circunstancias variadas que, de una u otra manera, a casi todos nos toca experimentar.

Estamos todos nosotros en sus historias, con nuestra ropa doméstica y múltiple, con nuestros dolores e inseguridades, con nuestros dramas habituales... No hay victorias fáciles.

Y en este gran coro de la gente que es retratada sin máscaras, se levanta la voz de la autora rebelándose ante el sufrimiento humano, ante las injusticias.

No es una realidad que se expresa porque sí, encerrándose en la anécdota. No es la realidad como es, sino su propia sustancia, la escondida, la que está detrás de la parte adjetiva de los fenómenos cotidianos, que de tanto transitarlos, ya no los percibimos, hijos como somos de hábitos y rutinas aprendidas.

Sin alardes, sin seguir modas literarias, escueta, sencillamente, sin recetas, desde su camino de papel, Milia se acerca a los seres condenados por su propio destino, a los pobres del mundo, a los tristes que no saben ya dónde guardar sus sueños malheridos.

Y a partir de estas voces supremas de los personajes, podemos ver las carencias de nuestra colectividad, lo que nos humilla.

Es cierto que a ratos este aluvión de desdichas o de patética emotividad nos hace dejar a un lado tanta palabra húmeda. Pero... queda una duda. Retomamos la lectura en ese punto exacto de la trama que es más comunicante en sus engranajes, diría yo, impensados por la autora, espontáneos. Tampoco se puede negar que en estos desahogos, productos del contacto permanente con el sufrimiento del hermano, hay siempre como fondo una esperanza, una sugerencia de que es posible limpiar ese tape po'i del no ser al ser.

Como dijera Guillén alguna vez, aquí se unen «el mismo canto y el mismo cuento». A partir de estas narraciones se puede aprender más que en los libros de los historiadores y economistas profesionales, porque la de Milia es una prosa plena de certidumbres, eco directo de lo que sucede cada día en cada esquina.

Y lo repito: es muy importante que una joven rescate del olvido al que siempre han estado condenados, esos minuciosos quehaceres populares urbanos, contemporáneos, inadvertidos debido a su repetición sistemática.

Espero que los protagonistas de los argumentos de Milia sean también sus lectores: toda esa gente que no tiene lugar para el descanso, y que en los elementos prácticos que emplea la escritora, en sus sabias combinaciones de recursos literarios -hijas de su arandu ka'aty-, en sus imágenes dispersas y fuertes, se entreguen a su ternura desbordada. Que sus mejores interlocutores sean los miles y miles que ella ha dibujado en este libro desigual, testimonial, invadido de antihéroes, y que, estoy segura, dejará huellas que darán paso a nuevas aventuras de la palabra. 

 
 
 
 
 
EN PEDAZOS

Herminia esperó su turno. Había tres mujeres delante de ella, tres mujeres en situación idéntica, para hacer lo mismo. Dos conversaban entre sí, una le decía a la otra que estaba casi de tres meses y que tenía miedo de morir. La tercera se mantenía silenciosa, cabizbaja, encerrada en sí misma. Eran las tres de la tarde y estaba allí desde la una, no quiso llegar antes para no esperar tanto, para no sufrir mientras le llegaba su turno.
 
No quiso tocarse el vientre, no quiso pensar que allí dentro latía algo minúsculo que formaba parte de sí misma, algo diminuto que con el tiempo podía llegar a ser una personita con mirada traviesa y sonrisa contagiante. Las dos mujeres conversaban animadamente, «es la cuarta vez que hago», decía una y la otra le contestó que era su segunda vez, pero que ahora le pasó demasiado el tiempo porque no pudo conseguir la plata, «hepy etereí coanga», decía mientras volvía a contar el dinero que tenía dentro del monedero.
 
«¿Cómo hará para matarle?», pensaba Herminia. Ella tenía muy poco conocimiento sobre esas cosas, muchas veces escuchó conversar a algunas amigas sobre eso pero nadie había ahondado en detalles, sólo decían que se «quitó» y punto.
 
La tercera mujer tenía la mirada triste, era joven, como de veinte años como ella, estaba bien vestida, «será una oficinista», pensó. Comparó su pollera barata con la de la chica, comparó su sandalia roja gastada con el zapato blanco todo cerrado de la otra. Las otras mujeres estaban sencillamente vestidas, no parecían mujeres de la calle, sino simples y normales como ella.
 
Se abrió la puerta. Salió la que había entrado antes, pálida, demacrada, con los ojos hundidos y apagados. La doctora sonrió a las cuatro e invitó a pasar a la que seguía, le tocó a la chica triste, ésta miró hacia las demás y entró con cara de animal que va al matadero. Las otras dos se quedaron cuchicheando y comentaron que esa pobre mujer estaba muerta de miedo, a lo mejor es la primera vez, o tal vez no quería matar a su criatura, decían.
 
Herminia las miró, le costaba creer que ambas ya lo habían hecho muchas veces y estaban allí tranquilamente y no pensaban en esa cosita que iban a eliminar, una de ellas dijo que tenía miedo de morir, pero no mencionó que no quería matarlo. Herminia no quería matar al bebé, y durante muchas noches pensó en la situación, en la posibilidad de tenerlo, de enfrentarse a todo con tal de que viva, pero al final primó la inseguridad de encontrarse sola, el temor a perder el trabajo, a no tener con qué mantenerlo, a lo que iba a decir su familia, a todo.
 
Habló de su problema sólo con dos amigas, y ambas coincidieron en que la solución era ésa y ninguna otra.
 
De repente se animó. «¿Cómo hace la doctora para matarlo y sacarlo de allí?», les preguntó a las dos mujeres. «Sencillo», le dijo una. «Lo saca en pedazos después de matarlo con la inyección». Se quedó helada, «en pedazos», pensó. Lo imaginó apenas un bultito pero herido y cercenado, sin defensa, sin posibilidad de dar un último latido cuando la aguja comenzara a pinchar su vena, lo imaginó chiquito con un montón de travesuras guardadas dentro de su pequeñez, travesuras que a su par irían creciendo con el tiempo.
 
«En pedazos», pensó Herminia, y una lágrima gruesa se deslizó despacio por el canal formado entre su pómulo y la nariz. Miró a las dos mujeres que la observaban silenciosas. «¿No querés hacer?», le preguntó la más gorda, la que lo había hecho ya varias veces, «no vas a sentir nada porque te anestesia», le dijo, pero Herminia ya no escuchó nada porque se levantó y salió a la calle dejando su turno libre para la siguiente.
 
 

 

CANCIONES SIN SENTIDO

 
Muchos me contaron que yo vagaba con ella por todos los lugares. Se nos vio por todas partes, juntas; el mercado, las avenidas, la terminal, a la salida de los cines... Dicen que ella siempre iba andrajosa, descalza, la mirada perdida, la sonrisa sin causa.
 
Cuando yo era un bebé ella me cargaba a su cintura o sobre su cuello y dicen que muchas veces yo lloraba de hambre porque como ella no se alimentaba, no tenía leche para amamantarme. Cuando ya fui un poco más grande chupaba durante horas algún trozo de cáscara de naranja o cualquier otra cosa que me daban por ahí.
 
Algunas veces vivíamos en el hospital. Me cuentan que por lo menos allí las dos comíamos un poco mejor que cuando vagábamos por las calles, a ella no le gustaba estar en el hospital, quería estar libre, caminar, que no la encerraran.
 
Cuentan que fue una chica feliz, que vino de la campaña para trabajar en una casa de familia, pero allí la maltrataban, le daban poca comida, trabajaba en exceso, dormía poco y tenía nostalgias. Trabajó tres años en diferentes lugares, uno peor que otro, la trataban como si fuera una esclava.
 
Los domingos tenía ganas de salir a pasear pero no la dejaban, se quedaba a limpiar todo lo que ensuciaban las visitas.
 
Un día se fue al mercado a comprar verduras y no volvió, se extravió por los recovecos del camino, colgó el bolso del brazo y vagó sin rumbo. Se fue ensuciando lentamente su vestido, se gastaron sus zapatos, se le ensució el cabello y su cara morena se manchó del jugo de las naranjas que comía y del piso sucio que utilizaba como cama por las noches. Se sumó a los habitantes sin rumbo de la ciudad, compartió trozos de tortillas o el calor de una manta agujereada de algún mendigo o de otra mujer enajenada.
 
En una de esas noches, en la oscuridad de las esquinas, alguien la poseyó salvajemente. Su vientre se volvió mi hogar y fui parte de ella misma. Me dijeron que entonces algunas personas la internaron en el hospital y cuando nací ella me miraba sin entender muy bien lo que había ocurrido. Como el portón estaba abierto, nos fuimos a explorar la vida. A veces nos volvían a traer y otra vez ella me cargaba y salíamos de nuevo.
 
Me dicen que ella me quería, que me daba mil besos y me acunaba entre sus brazos sucios, me cantaba canciones que ni ella conocía. Eran canciones dulces aunque no tuvieran sentido.
 
Después, nos separaron. Personas preocupadas por mí me sacaron de sus brazos, me llevaron a un hogar infantil y a ella la dejaron vagando por las calles. Yo guardaba recuerdos de su cara sonriente, pero crecí con prisa y dejé de pensar en ella. Pero en estos días, de compras por la calle, vi a una anciana harapienta, que reía sin causa, entonces descubrí en sus facciones ajadas la forma de mi cara, mis ojos, mi sonrisa. Ella miró hacia mí y salió corriendo, se perdió entre la gente. La seguí cuatro cuadras y no pude alcanzarla, pero la buscaré. Quiero sentarme a su lado para que me cante canciones sin sentido.
 

 

UNA IMAGEN TRISTE

Tuve que fingir, no hubo más remedio. Me puse un luto completo desde los zapatos hasta la cabeza, me puse medias negras a pesar del calor, me quité los aros con coral y me puse una perla, me até el cabello con un trozo de la gabardina que sobró de la pollera y lloré.
 
Dos días duró la farsa, desde que murió hasta después del entierro. Al velorio vinieron sus familiares y sus amigos, con ellos disimulé, tuve que llorar, poner cara triste y desvalida, con mis familiares no fue necesario porque ellos conocían mi suplicio. Me inventé una imagen de viuda triste para las apariencias, porque no podía mostrar la cara contenta, no podía ponerme un vestido floreado, pintarme como para ir a una fiesta y decirles a todos que por primera vez en quince años me sentía feliz. No quiero imaginar la cara de la gente si hubiera hecho eso, hubieran dicho que era una mala mujer, que sólo esperaba su muerte para darme a la vida libertina, que él era un pobre hombre, buen marido, trabajador y ejemplar que siempre me dio todos los gustos y aguantó mis infidelidades, ni más ni menos.
 
Este vestido negro me sofoca. Pensar que tengo que llevarlo puesto por lo menos hasta que termine la novena, yo quería hacer un triduo de misas, pero mi suegra insistió con la novena y encima en mi casa, pero creo que el alma de ése no se salva ni con mil novenas seguidas. Voy a empaquetar toda su ropa y voy a regalarla a cualquiera, no quiero en esta casa ni siquiera un pañuelo que le haya pertenecido, nada que le recuerde, nada que me recuerde esos años de tristeza.
 
Cuando sean las siete y comience a llegar la gente tendré que ponerme otra vez la careta de sentida y seguir fingiendo un poco más. Nadie imagina que debajo de mi aparente dolor existe un alivio inmenso, una suerte de liberación inexplicable, unas ganas nacientes de empezar una vida nueva, en la que yo sea una verdadera persona y no una esclava, una autómata que se movía por toda la casa limpiando, lavando y preparando la comida que luego él me tiraba por la cara cuando no le gustaba. No quiero volver a ser el objeto sobre quien descargaba toda su furia y su frustración cuando no le salían bien las casas que ideaba su mente enferma. No quiero volver a sentir en mi cara su aliento a alcohol, cuando por las noches me obligaba a estar con él.
 
Esa gente que me pasa la mano y me da los pésames no se imagina mis años de tormento, tiempo de golpes e insultos, días de no poder despertar con un proyecto alegre o noches en vela sin poder conciliar el sueño. Sólo algunas vecinas me dan un leve apretón en el brazo y me dicen con los ojos que me comprenden, porque seguramente, más de una vez han escuchado mi llanto o me han oído suplicarle que ya no le castigara a nuestro pequeño, o que dejara de golpearme tan brutalmente como lo hacía. Sólo ellas me comprenden, porque hay más de una soportando lo que yo pasé.
 
Cuando acabe esta novena, no me importa lo que digan, voy a ponerme un vestido alegre y voy a salir a buscar un trabajo, y mi hijito y yo nos mudaremos para intentar encontrar una sonrisa en todas las cosas.

 
 
 

ESTÁ MUY OSCURO LA PIEZA

Te estoy llamando, Aurora, ¿acaso no me escuchás?, hace como una hora que te grito, que te llamo. ¿Dónde te has metido?, tengo frío, no siento los dedos del pie izquierdo, me duele en medio de la cabeza, me duelen las rodillas...
 
Seguramente estás ya otra vez en el portón afilando con cualquier soldadito que pasa o mirando esa novela que no entiendo o con la radio como en fiesta patronal. Pasame la frazada, ésa con dos tigres que me regalaron en mi cumpleaños, o ¿era en el día de la madre? Quiero ir al baño, Aurora, ¿dónde estás?
 
Pero... me parece que no me escuchás, ¿hablo despacio o no hablo?, creo que te estoy llamando solo con la mente, con el pensamiento, siento dura la mandíbula, no puedo hablar, me ahogo...
 
Me ahogo de vieja, me ahogo en la tristeza. Aurora, no me mires así con tanta pena. Cuántos años hace que estás conmigo, ¿cuántos años tenés?; tu cara es como de criatura, regordeta y morena, pero no me gusta tu cabello tan lacio y negro, parecés una maká recién levantada, no te parecés a mi Isabel que tiene el cabello siempre enrulado y brillante, especialmente cuando va a irse a una de esas fiestas elegantes con su marido. Isabel siempre está hermosa y bien vestida y perfumada y tiene muchas amigas y siempre salía en el diario, en fotos en colores, no sé ahora, porque hace mucho que yo no miro los diarios y ella siempre viaja y da todita la vuelta al mundo y antes me enviaba postales con playas largas y blancas, llenas de gente, iglesias enormes y a veces escribía cosas cariñosas: mamá me acordé de vos y te envío ésta; con esa su letra llena de firuletes que la alargaban demasiado.
 
Aurora, ¿dónde estará Isabel ahora?, la quiero ver, la extraño, hace demasiado tiempo que no me visita, que no me da un beso, ha de ser ya otra vez ese ogro de su marido que siempre la tiene ocupada de fiesta en fiesta y por eso no tiene tiempo de visitarme. Vos Aurora no vayas a dejarme, por favor, no me importa que afiles todo el día y no limpies nada y que nunca vengas enseguida cuando te llamo, porque aunque sea estás por ahí y me gusta escuchar cuando hacés ruido y así no tengo miedo de esta soledad que cada día es más completa.
 
¿Te acordás que antes venía ña Carmen a jugar conmigo baraja?, ¿por qué no viene más, o será que también le duelen las rodillas y no puede caminar o será que se mudó y no quiso despedirse para entristecerme?
 
Yo tampoco puedo caminar pero tengo esta silla de ruedas toda acolchada, tan linda, que me compró Isabel y mi ropa llena de encajes y tengo lindos zapatos, pero para qué si ya no puedo salir ni a la vereda.
 
Isa dijo que un día me iba a sacar a pasear por la ciudad con las criaturas, y estoy esperando, pero no les manda ni a mis nietitos a verme y yo quiero salir un poco para ver el color de las cosas nuevas antes de que mis ojos bajen la cortina. Quiero ponerme uno de esos zapatos que me compró mi hija no sé dónde, pero seguro que va a hacerme doler los pies porque nunca me los puse todavía, para qué si de la pieza no salgo, a no ser que me los ponga para ir al patio, bajo el mango cuando vos amanecés servicial y me paseás un poco con la silla, y a veces hasta conversás un poco conmigo.
 
Aurora, prendé la luz porque está demasiado oscuro en la pieza, no sé si ya es de noche o va caer tormenta, o mis ojos ven cada vez menos. Tengo frío, Aurora, siento como que estoy mojada...

 
 
 

HACE FRÍO PARA COBRAR


Tengo frío. Cómo quiero volver a casa y tomar un tazón caliente de cocido con galleta y acostarme a dormir. Pero no puedo, apenas tengo seiscientos guaraníes y ya es tarde.
 
Voy a probar sobre Azara, a lo mejor ésos que salen de su colegio cuera o de la facultá me dan algo, algunos son maloitereí, cuando me acerco a pedirles cien-í para comprar pan me dicen: «Andate a trabajar che ra-á», y yo tengo ganas de contestarles «y este ningo es mi trabajo nde vyro», ¿qué mbae pico creen , que da gusto andar por la calle con este frío? en pantaloncito shalai por donde entra todo el viento, con camisita sin botón, sin champiún, ni zapatilla japoneza aunque sea y con un hambre bárbaro. Tengo más hambre que los siete enanitos juntos.
 
Allá en la otra cuadra está cruzando un grupo de chicas con cuadernos, voy a pedirles a ellas, las mujeres son más buenas, algunas hasta me acarician mi cabeza sucia y me preguntan dónde vivo y por qué pido limosna, ¿y por qué pico va a ser?, porque tengo hambre ningo, porque tengo hambre y porque en casa me exigen que tengo que llevar aunque sea mil guaraní por día, porque si llevo menos, shaque cinto , encima con el frío que hace duele itereí ligar.
 
Ya hubiera completado ochocientos, pero tenía tanta hambre y esas empanadas que vende ña Agripina tenían tan lindo olor que compré dos luego. Ella es buena y me rebaja cincuenta guaraníes cada empanada y encima me regala un pancito porque dice que hay que almuerzar bien porque me voy a denutrir, dice. No sé qué quiere decir dentrar, pero ha de ser que me puedo morir, y bueno, mejor eso, ya nda igustoveima mbaevé.
 
Allá viene un señor pintón, «señor qué hora tené», «no tené cien-í para mi empanada», «dálena, cien-í nomás quiero», «gracias karaí». Uf, le tuve que seguir media cuadra para convencerle, pero me dio, seteciento ma hina.
 
Bruja pandilla, ninguna de esa estudiante me dio ni un guaraní, encima peteí se rió y dijo quien pa a ella le da para su pasaje, qué me importa, que camine como yo. Yo camino todo el día, me levanto tempranito, tomo mi cocido, a veces solo porque no hay galleta y empiezo a recorrer. No me limpio ni nada porque mi mamá dice que así es mejor, que me van a tener lástima y me van a dar más plata, pero a veces tengo vergüenza, porque hay muchos mitaí limpito que van de la mano de su mamá y yo ando como un cure-í por la calle pidiendo dinero, shaquecó nadie quiere dar plata, cada día hay más cure-í como yo también, y si somos muchos si que menos vamos a poder juntar.
 
Algunas mitacuñaí vienen luego con su hermanito llorón por su cintura, entonces esas ligan más plata porque la gente siente pena por el mitaícito . Me parece que voy a conseguir un hermanito gua-ú que sea livianito para traerle upa, porque mis hermanitos cuera ya tienen cuatro años para arriba y no se les puede andar alzando cuadras y cuadras. Si no, le voy a pedir a mamá que haga otro mita-í, pero mita-í, porque no voy a andar trayendo una mitacuña-í shió conmigo.
 
¡Ah!, qué suerte, una rubia linda me dio otro cien, ochociento a completá compañero. Quiroité entrar en ese bar y comprar una hamburguesa grande como un plato y comer yo solito, una hamburguesa con queso, lechuguita, carne, huevito, pan feroz, para mi añoité . ¡Ah, me da todo piel de gallina y mi estómago habla como un loro! Un día de estos junto mil y me doy el gusto, no importa que después llegue a casa y ligue quinientos cintarazos. Doscientos nomás ya me falta, voy a seguir pidiendo porque hace demasiado frío para cobrar esta noche.
 
 
 
 


ÍNDICE DE CUENTOS
  • En pedazos// Canciones sin sentido// Una imagen triste// Está muy oscuro en la pieza// Hace frío para cobrar// Ronda en las olas// Para espantar las sombras// Tiene el corazón noble// Sólo la misma edad// Tus montecitos de callos// Para ensayar sonrisas// Luces en el jardín// El collar de perlas// El motivo// Mientras espera// Buena noticia// La injusticia// Como una golondrina en el tejado// Tomate// Como las flores de lapacho// Concierto de trinos para Melissa// La vuelta solitaria// Tenía una remera amarilla.
 
 
 
 
 

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