SOLANO LOPEZ y TAMOI
Poesías de JUAN NATALICIO GONZÁLEZ
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SOLANO LOPEZ
Mariscal: ya no ladran furiosos los lebreles
irrumpiendo en tu bosque de mirtos y laureles.
Tu espada, en la noche de espanto y de dolor,
fulge como un cometa de extraño resplandor.
La luna, por una nube en su centro horadada,
cual corona astrológica se levanta pausada
hacia el cenit oscuro para alcanzar tu alteza
y entre un coro de estrellas ceñirse a tu cabeza.
En tierra guaraní tú fuiste el nuevo Atrida
que probó los conflictos fatales de la Vida
al sentir la antinomia del deber y el afecto
batirse bajo un rostro sombrío y circunspecto.
Y como Agamenón, que torturado advino
a sacrificar su hija al sediento destino
cuando a tu vez pusiste tu poderosa mano
sobre el antiguo amigo y sobre el propio hermano
¡ninguno supo qué ácido dolor te torturaba
y como negro buitre tu pecho devoraba!
Inflexible y severo, envuelto en la tormenta,
tu incandescente espíritu al mundo se presenta
totalmente desnudo del egoísmo humano,
de todo lo anecdótico, lo personal y vano,
y así, con tu ideal por única coraza,
te yergues como símbolo eterno de la Raza.
Por eso, Mariscal, tu torturado nombre
no evoca la mortal carnadura del Hombre,
sino que incorporado a mitos seculares
integraste del pueblo los dioses tutelares
después de recorrer tu glorioso camino
dejando como rastro un resplandor divino.
Al sucumbir lidiando en la empinada Sierra,
encarnabas el alma pertinaz de tu tierra,
y en la noche de espanto, de dolo, de cruel
vilipendio ¡tú fuiste el mirto y el laurel!
TAMOI
Le llamaban "Tamoi", voz que designa abuelo
en el guaraní autóctono, con sugestiones vagas
de árbol nudoso de años, que eleva sobre el suelo
la copa poderosa en que el viento divaga
agitando el ramaje henchido de murmullos.
Y como un árbol era, la testa toda blanca
cual copudo samuhú cubierto de capullos;
y tal como a los árboles, fuerte raíz que arranca
de los profundos suelos, atábale a la tierra
que de los ascendientes la humilde huesa encierra;
y semejante al árbol, callado y sin bochorno
veía crecer la prole robusta a su contorno.
Estaba en la mañana fresca y estremecida,
bajo un cielo azulado, envuelto en la encendida
atmósfera, silente, abstraído y divino
como un silvestre genio protector de sembrados,
con la mirada fija en los rojos caminos.
Iban por ellos, lentos, paisanos y soldados,
encendida de orgullo la mirada avizora,
alguna querendona guitarra bajo el brazo
y una canción de amor en la boca sonora.
La guerra los llevaba. Con ingenio donaire
las muchachas sembraban de sonrisas sus pasos
y trazaban las madres una cruz en el aire.
Erguido en la eminencia de blanca senectud
los miró el "Tamoi" como desde nevada sierra,
y evocó gravemente la extinta juventud,
los días ya remotos de otra furente guerra
en que vio su nación mutilada y vencida
y florecer el cuerpo en múltiples heridas.
De sus hombros colgaba el poncho como un manto.
Como sonantes aguas que mana piedra inerte
brotó la bronca voz que disimula el llanto
que es deshonra en el duro rostro del varón fuerte,
y conminó a la prole, –a las esbeltas hembras
que signaban adioses al novio o al vecino
desde el borde florido del antiguo camino–
a darse a la rural tarea de la siembra.
Como bajo el imperio de inmemoriales leyes
las mujeres sumisas, con la mano rotunda
unas guiaron el tardo transitar de los bueyes,
otras empuñaron la esteva del arado
y éstas sembraron granos en la tierra fecunda
con gesto rico en ritmos, hierático y pausado.
Removían la tierra, preparaban las eras,
mientras cantando al son de sus pardas guitarras
rompían ardorosos la marcha a las fronteras
los varones del valle en legiones bizarras.
Porque para la patria conquistarán victorias
los que hacen granar espigas en las eras,
al par de los que dan sus vidas transitorias
y sus épicos bustos yerguen en las fronteras.
Crecía el sol poniente, al tiempo que un concierto
de melodiosas aves alzaba sus canciones.
El Abuelo y la prole, de pie en el surco abierto
a Tupang elevaron sus blancas oraciones.
Y dijo el "Tamoi", con orgulloso acento:
– ¡Mis hijas, alegraos! ¡Compartid mi contento!
De siete hermanos vuestros presencié la partida;
a ofrendar van los siete a la patria sus vidas.
Y destacando el busto sobre el ocaso rojo
alzó la parda mano, temblorosa e inquieta,
y enjugó con el dorso los fatigados ojos.
–¿Pero tú lloras, padre?, interrogó la nieta.
–¿Llorar? Si es el sudor que me seco en la frente.
Y las dulces mujeres, en la tarde silente
pusiéronse radiantes, alegres y canoras:
al valiente que muere, se envidia y no se llora.
(De: Antología Poética, 1984)
Fuente: ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA PARAGUAYA, 3ra. Edición
Autora: TERESA MÉNDEZ-FAITH
Editorial y Librería EL LECTOR, Asunción-Paraguay , 2004
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