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ALCIBÍADES GONZÁLEZ DELVALLE

  CORRER TRAS EL VIENTO - Cuento de ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE


CORRER TRAS EL VIENTO - Cuento de ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE

CORRER TRAS EL VIENTO

Cuento de ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE

 

 

CORRER TRAS EL VIENTO (LA PEREZA)
 
La particularidad de mi carácter es el desapego de las cosas materiales. No las rehuso totalmente, sino que en mí escala de valores persigo otras necesidades que me protejan del materialismo brutal. No entiendo que puedan dejarse jirones de la vida en busca de algo que, al final, no será sino la ilusión del placer. ¿No es un sueño correr tras un deseo en la creencia de que alcanzaremos la dicha? La mayor de las veces los objetos que ambicionamos causan nuestra ruina, porque nos aferramos a ellos con olvido del auténtico deleite de la vida.

Sufro al ver a las personas que procuran llenar el vacío de sus vidas haciendo mil cosas extravagantes. Veo en ellas el animoso intento de ganar la felicidad rodeándose de objetos innecesarios. En esta fantasía se les van los mejores momentos de su breve existencia.

Soy católico, no de misa diaria porque la iglesia está un poco distante de mi casa, como a cinco cuadras. Eso sí, leo la Biblia con fervor en la placidez de mi cama. Sus enseñanzas inundan de luz mi espíritu. Muchos capítulos puedo recitarlos de memoria, para asombro de mi madre que me tiene por inútil.

Ahora mismo me acuerdo del Eclesiastés: "Emprendí grandes obras, me edifiqué palacios, planté viñas, huertos y jardines. Me construí estanques de agua para regar mis plantaciones. Adquirí siervas y siervos, y también ganado: vacas y ovejas en mayor cantidad que cualquiera antes de mí en Jerusalén.

Acumulé oro y plata, tesoros y propiedades; me procuré cantantes y coristas, y lo que más deleita a los hombres, vino y mujeres"

Dos párrafos más adelante, esta sublime idea: "Entonces saqué la cuenta de todo lo que había hecho y de todas las fatigas que esto me había costado, y vi que todo era esfuerzo vano y correr tras el viento; no se saca provecho de nada bajo el sol".

¡Correr tras el viento! Mi madre y yo solemos discutir acerca del significado de esta frase. Como es dura de entendimiento, del diálogo pasamos a la agresión. Cuando se ve acorralada por mis argumentos sale gritándome groserías. Ella no es mala, pero está poseída por el espíritu de mi padre, que en paz descanse. Murió hace tres años cuando yo acababa de cumplir 21. Nunca nos hemos llevado bien, precisamente por mi resuelto idealismo. Heredó de mi abuelo una ferretería y su carácter mal llamado emprendedor. El negocio, que ya era importante, creció notablemente en manos de mi padre. Esa prosperidad me permitió, tengo que reconocerlo, una educación esmerada y lo que suele llamarse un buen pasar. O sea, techo y comida. Por lo demás, nuestras relaciones eran tormentosas. Buscaba los medios, generalmente violentos, para hacerme claudicar de mis convicciones de que la vida no se reduce a juntar objetos. Quería atornillarme a la ferretería desde la madrugada hasta la media noche ocupándome de la venta en el mostrador, la contabilidad, el control de las mercaderías adquiridas y vendidas, tener limpia el salón, bajar a hombros interminables cajones de herramientas. En fin, un esclavo.

A veces cambiaba de estrategia y me invitaba a conversar, en la sala o el jardín, después de la cena. Se muestra amable, hasta comprensivo. Se acuerda con gratitud de la severidad de su padre que le obligaba a conocer el negocio del derecho y del revés. Y sobre todo, a amarlo profundamente. "Sólo aquello que amamos nos lleva al éxito", le repetía sin cesar. Encuentra placer en memorar las muchas dificultades vencidas para hacer del negocio una sólida empresa familiar, "ejemplo de trabajo, honestidad y buena administración". Hace una pausa a la espera, seguramente, de que yo asimile la historia. Pero la experiencia me hace poner en guardia para esquivar el golpe que vendría. En efecto, las anécdotas son el preámbulo para inducirme a aceptar sus propuestas. Antes de cambiar de tono y de humor, me dice que sueña que yo pase a mis hijos una ferretería más grande de la que él me dejaría.

-Es para tu orgullo y el de tu madre -me dice con voz paternal- Pero sobre todo, para que no pasen penurias. Ahora sos joven, pero el tiempo se encargará de que dejes de serlo. Entonces, desearás agarrarte a cualquier rama. Llegar a viejo sin nada que te sostenga es el anticipo del infierno

-¿Estás diciendo que solamente los bienes materiales conducen al cielo? ¿Un anciano virtuoso, pero pobre, tiene reservado el infierno, según tu extraña teoría? -Según mi extraña teoría -comienza a cambiársele la voz- es una vergüenza morir en la indigencia cuando se ha tenido la ocasión de acopiar para la vejez, pero nada se ha hecho -sus ojos claros parpadean en un brillo intenso- porque se ha perdido la vida en la pura vagancia. Pero el vago no tiene la culpa -su cara se tiñe de un rojo vivo- sino quienes lo mantienen. Es para éstos el infierno. El haragán vive siempre en el cielo. Le basta con abrir la mano para tenerlo todo porque hay idiotas...

-Sospecho que me estás lanzando indirectas -digo sinceramente molesto- no hay necesidad de hacerlo, si querés decir...

-Sí, quiero decir -se levanta aparatosamente- que no cuento con tu ayuda en el negocio. Tengo que pagar a extraños...

-Pará un momento. Aquí está precisamente nuestra distinta manera de enfocar la realidad. Yo tengo para comer...

-Porque me rompo...

-Dejame hablar. En cambio hay otros que nada tienen para llevarse a la boca. ¿No es de cristiano echarle una mano? Tu negocio permite emplear creo que a 10 o 12 personas, que son otras tantas familias. Mi presencia, como la que vos querés, restaría posibilidades...

-¡Te vas al diablo! -como estamos adentro, sale dando un portazo. Mi madre asoma la cabeza con miedo de intervenir a mi favor, pero en los ojos dibuja un gesto con la ternura de una madre que asume las razones de su hijo frente a la incomprensión paterna. Pero luego cambió radicalmente. Fue unos meses después de que se hiciera cargo del negocio, a la muerte de mi padre.

En rigor, él no murió. Reventó a los 54 años. En el almuerzo siente un dolor en el pecho y hormigueos en el brazo izquierdo. Mi madre se asusta y me pide que llame una ambulancia. Busco a la empleada para que cumpla con el encargo. "Ya me pasará -dice mi padre- me acostaré un rato". Así lo hizo y no se levantó más. Era un hombre alto, atlético, incansable. Nunca supe para qué tan temprano, pero se levantaba a las 4.30 de la madrugada, aunque lloviese. Andaba por la pieza como para que se lo escuchara. Parecía que a propósito -¿para hacerme a mí?- alzaba el volumen de su vozarrón que inundaba la casa. No había quien pudiera seguir descansando. Sólo después de irse, a las 6 de la mañana, yo volvía a pegar los ojos hasta que mi madre venía a despertarme para el desayuno a eso de las 9.30. Solamente los domingos y feriados se levantaba un poco más tarde, pero aún así temprano en exceso: las 5.30. Vivimos en Villa Morra, en una casa amplia y arbolada. Pertenecía a mis abuelos paternos, pero en poder de mis padres tuvo reformas importantes. Se le añadieron más piezas con las comodidades que permitían una vida gozosa, pero no para mi padre que consumía su vida en la ferretería o de viaje por asuntos comerciales. Nunca su estada en el exterior tuvo otro motivo. De las ciudades extranjeras sólo conocía los aeropuertos, los hoteles y las oficinas a donde iba a hacer negocios. Representaba marcas argentinas, brasileñas, y tal vez de otros países más. Procuraba enredarme en este laberinto de compra y venta con la exigencia de un amo a su esclavo. Mi espíritu libertario, idealista, se rebelaba contra estas imposiciones. No es que yo prefiriera la comodidad del hogar a las fatigas ferreteriles. De ningún modo. Poseo el empuje, el temple, el carácter de mi padre. Sólo que tengo otra opinión de nuestra existencia en la tierra. Mi filosofía de la vida no se agota entre las cuatro paredes de una ferretería, por grande que ésta sea. Tengo 24 años, y todo el vigor físico y mental. Profundas reflexiones ocupan mi tiempo. Mi mente es activa, abierta a las ideas.

El negocio está ubicado en el centro de la ciudad, sobre la calle 25 de Mayo. Tiene dos plantas. Abajo están los depósitos y se atiende al público. Arriba, las oficinas. Mi padre tenía la extravagancia -no puedo calificarlo de otra manera- de que su hijo, el único, en vez de tener un escritorio de gerente o algo así, comience del depósito, entre la peonada. No tengo prejuicios sociales, pero es inapropiada para mi educación tarea semejante. Alegaba que era necesario que conociera el negocio desde abajo para cuando tuviese la ocasión de estar arriba.

La ocasión nunca llegó, por lo menos como él la esperaba. A su muerte, mi madre se hizo cargo del negocio. Tenía poca experiencia porque su marido la involucraba muy raras veces. La tenía apartada, escondida, en vez de instruirla y capacitarla.

Las primeras semanas luego del fallecimiento, el negocio estuvo a cargo del administrador, un hombre de la entera confianza de mi padre. Lo invitada con frecuencia a cenar en casa. En la mesa no se hablaba sino de la marcha de la ferretería. Estas conversaciones han sido la única escuela de aprendizaje de mi madre. A mi insistencia, ella accedió a tomar posesión del negocio y no esperar que le trajeran los documentos a firmar. Siguiendo la costumbre de mi padre, se iba temprano a trabajar obligándome a llevarla y luego a traerla en el coche, cuatro veces al día. En su egoísmo, mi padre nunca la ensenó a manejar. Me costó convencerla de que fuera a una escuela de conducción para que se valiera por sí misma.

-Lo que pasa es...

-No pasa nada, mamá. Sólo quiero que seas una mujer libre, sin las ataduras que te impuso mi padre. ¿Por qué tenés que depender de un hombre, aunque sea tu hijo? Cuando aprendas a conducir...

-No podría nunca... -se escuda en esta suposición irracional

-¿Cómo vas a saberlo si no intentás? -procuro que entienda mis buenos propósitos- antes vivías amarrada a mi padre ¿vas a estarlo ahora a mí? -¡Si Dios me hubiera dado otro hijo! -suspira con el gesto de una mala actriz

-Vivirías atada a los dos -le respondo con cierta impaciencia- Nunca entenderás que deseo una madre sin las manchas del pasado

-¡Qué manchas! -suena su voz enteramente trágica. Se levanta y da unos pasos en la sala atropellando una silla. Me parece escuchar el cerrado aplauso del público que colma un teatro.

-Son manchas en tu vida los actos de un marido que te anuló como mujer emprendedora, como... -¡Basta! -sale un trueno de su garganta y rayos de sus ojos. Deja la escena llorosa, ridícula. Me quedo en procura de encontrar un gesto razonable de mi madre en este enojoso asunto. ¿Por qué su reacción negativa? ¿Cómo no entiende mis buenas intenciones? ¿O acaso piensa que no la quiero llevar al negocio, y traerla de allí? ¿O ayudarla en todo lo que haga falta? En estas discusiones nada tengo que reprocharme porque tengo muy claro mi deseo de convertirla en una mujer emancipada. Salgo de la sala y me dirijo a la cocina para humedecer la boca, seca de enfado. Encuentro a mi madre, de espaldas, sentada a la mesa. Al pasar a su lado, la veo encaramada a una botella de vino.

-¿Te has vuelto alcohólica? ¿A esto has llegado? -Me calma -dijo suspirando con el vaso en la mano, pronto a vaciarlo

-Esta calamidad nos faltaba. ¿Desde cuándo vivís calmada? -No me responde. Clava los ojos en la mesa y luego se lleva el vaso a la boca. Le quito la botella sin que intente quedarse con ella. Está casi llena aún -¡Son las nueve de la mañana!- enfatizo para hacerle caer en la cuenta de que, salvo para una alcohólica, no es hora de estar agarrada a una botella de vino

-¿Tiene hora la angustia? -me responde filosóficamente- ¿La pena es nocturna? Quiero tomar un poco más

-He tenido un padre despótico ¿ahora voy a tener una madre alcohólica? Me considero el más infeliz de los hijos

-Sos ingrato con tu padre e injusto conmigo. Ni él fue un tirano ni yo soy una alcohólica. Muy de vez en vez saboreo un poco de buen vino. Ya te dije, me tranquiliza

-Y a mí me enfurece verte así. ¿Sabés tu destino? Una noche cualquiera llegarás de la calle arrastrando a un hombre. Sos joven todavía, 51 años, bien parecida, viuda y además propietaria de muchos bienes. O sea, la mujer perfecta para un hombre imperfecto. Hay muchos haraganes a la pesca de una mujer como vos. En vez de trabajar para hacerse de alguna posición económica, buscan encontrarla toda hecha. Sos el blanco ideal.

-Sentate -me indica una silla del otro lado de la mesa

-Te escucho -tomo asiento después de hacerme de un vaso de agua

-Acabás de insultarme de una manera que no esperaba de vos. Soy una mujer digna, pero una madre indigna. Cegada por mi cariño te amparé de los rigores de tu padre. Hoy serías como él, más que él, al frente del negocio y en todo lo demás. Naciste haragán y morirás haragán -Se calla para beber más vino. Estoy pasmado. Si me mirase al espejo me vería pálido y con los ojos desencajados. Nunca me ha tratado como ahora. Nunca me ha dirigido calificativo tan fuerte ni tan injusto.

-Mamá -le digo masticando el rencor- podríamos hablar más tarde, pero civilizadamente. Se te ha subido el alcohol a la cabeza y no podés entender ni decir razones.

-¿Decís que estoy borracha?

-Perdidamente

-¿Y qué hacen las borrachas?

-Estupideces

-¿Como ésta? -vacía en mi cara el vaso de vino. Me mira erguida, desafiante. Espera mi respuesta de igual violencia, seguramente. Pero yo soy reflexivo. En apacibles horas de meditaciones aprendo a domar mi carácter.

 
2
Coincido con quienes piensan que las mujeres bonitas son para los hombres sin imaginación. Conocí a Julia en circunstancia, aunque enojosa, felizmente casual. Inexperta aún, imprimió velocidad a su vehículo en vez de frenarlo. Se estrelló contra el mío en una apacible esquina del barrio Ciudad Nueva cuando ya anochecía. Afortunadamente salimos ilesos. Admitió su error luego de culparnos mutua y exaltadamente. Ya calmados, acordamos que su seguro se haría cargo de ambos vehículos. De todos modos -me dijo todavía nerviosa- carecía de póliza contra el carácter irascible del padre. El flamante Toyota de Julia -ya me había dado su nombre-quedó con una de las ruedas delanteras trabada en el guardabarros. El mío, con la portezuela derecha de atrás muy abollada. Del vehículo se hizo cargo -un taller que envió el auxilio, y yo me ofrecí acercarla a su domicilio, en Sajonia. Tendría unos 20 años. Es morena, delgada, más bien alta, las piernas muy finas. En su cara alargada brillan dos ojos negros, redondos, quietos, como los de un pájaro. La boca es muy grande, con labios gruesos que ondulan como olas al hablar o sonreír dejando ver dos hileras de dientes pequeños, apretados, desiguales. Pero cuando habla es como un rumor de agua fresca. Dios puso especial cuidado en su voz para compensarla de su avaricia en todo lo demás. Si no estuviera al volante cerraría los ojos para escucharla. Me habla de sus estudios -sigue administración de empresa obligada por el padre- de sus gustos literarios y artísticos, del deporte que practica, de sus amigos que son "pocos pero buenos". La dejo hablar hechizado por su voz. Al pasar el Parque Carlos Antonio López pide que me detenga. Como a esa hora hay mucho tráfico por la avenida, estaciono en una calle lateral, poco iluminada y silenciosa.
-¿Puedo pedirle un favor?
-Desde luego que sí -me apresuro en contestar - Dígame
 -Disculpe lo que podría parecerle una extraña proposición
 -Adelante -me arrulla su voz y sueño con una propuesta sentimental. A fin de cuentas tengo mucha imaginación para hacer de ella la más hermosa de las mujeres
-No quisiera que mi padre se enfadara conmigo. No tuvo muchas ganas de prestarme el vehículo y con este resultado no habrá posibilidades...
-¿Qué debo hacer?
 -Asuma la responsabilidad del accidente -Me ve dudar- No habrá consecuencias para usted. Decídase y me hará mucho bien. Mi padre es de buen corazón aunque procura disimularlo cuando se enfrenta a estos contratiempos. Soy su única hija, la niña de sus ojos. No le importará que el vehículo se estropeara, sino que pudiera sucederme...
-Ya entiendo
-¿Acepta entonces? -Me oprime el brazo con la mano. Me fijo en sus dedos cargados de anillos baratos- No sabe cuánto le agradezco -ahora me toma con las dos manos -Ya estamos cerca. Regrese a la avenida y le voy a indicar.
Pronto me hace detener frente a una lujosa mansión. Abre el portón y me pide que entre. Me ofrece un asiento pidiéndome que espere un rato. Desaparece por una de las puertas obsequiándome con una sonrisa que le cruza toda la cara. Cuanto veo en la sala es de increíble mal gusto. Intenta expresar elegancia y refinamiento. El propietario, a todas luces, es un nuevo rico. De esos que se hacen a la disparada. O está en la mafia o es un alto empleado público, vendedor de influencias o de lo que tenga a mano. Con razón la hija se cuidó de contarme las actividades del padre. Me levanto al verle entrar. Es igualmente delgado y feo. Sin saludar ordena que me siente. La hija le acerca una silla.
- Ya estoy enterado de su estupidez. Podía haberle costado a mi hija...
 
-Fue un accidente muy leve -le respondo alcanzado de lleno por su lenguaje soez
-Sí, nada pasó, gracias a Dios. Pero eso no quiere decir que siempre ha de ser así. Debe usted tener más cuidado...
-Lo tendré, y le pido disculpas -suavizo mi voz para atacarle posiblemente en lo que más vaya a dolerle - estuve admirando la fachada de su casa, esta sala...
-Hay dos más -me interrumpe
 -¿Qué actividad tiene usted? -le disparo sin poder ya contenerme
-Me dedico a la construcción. Con orgullo puedo decir que soy un empresario exitoso. Comencé de muy abajo, desde los cimientos -se ríe de su pésimo juego de palabras. Me parece ver un diente de oro, aunque ya no se usa. Tal vez por eso mismo se lo hizo poner -¿Y usted a qué se dedica?
-Soy comerciante, y como usted, también exitoso. Mi padre heredó una ferretería de mi abuelo, y yo de mi padre. Cada generación agrega lo suyo. Hoy con el nombre de ferretería cobija otros rubros comerciales.
Hablamos de negocios unos minutos más y luego me despido. Me acompañan cordialmente hasta el portón donde Julia me da su número de teléfono pidiéndome que la llame cuando lo desee.
 Una tarde lluviosa, sin nada qué hacer, la llamo. Me reconoce enseguida. Hablamos del tiempo, de sus estudios que ya los quiere terminar para emprender otros que sean de su agrado, de su padre que está enfermo y quiere descansar pero su empresa no le permite. En fin, de muchas otras cosas. Nos quedamos en encontrarnos a tomar café "un día de estos".
Sentado frente a ella en una cafetería céntrica, absorbiendo la belleza de su voz, me parece una mujer decidida, enérgica, muy activa. Le señalo que al frente de la empresa no se notaría la ausencia del padre.
-¿Se nota la ausencia de tu padre en el negocio? -me pregunta por sorpresa
-Sí y no
-¿Cómo se entiende?
 -Sí, porque ha fallecido. No, porque el negocio tiene el ritmo que él le impuso.
-¿Mediante vos?
-Desde luego, pero cuento con la ayuda de mi madre
Me acerca a casa en su Toyota sobre el que tiene un perfecto dominio. Quedamos que en dos días, el sábado, pasaría nuevamente a buscarme.
Era fácil enamorarse de ella, y se lo dije. Me respondió del mismo modo. Así anduvimos como un año hasta que el padre me hace invitar especialmente para un tallarín dominguero. Me habla de una dolencia que limita sus actividades, que son muchas y pesadas; que la empresa, por su dinamismo, requiere sangre joven e ideas nuevas; que su hija está capacitada para asumir la dirección, pero él moriría enteramente tranquilo si yo también me hiciese cargo de la empresa como dueño. Me dice que no le responda en el acto, que tome mi tiempo, pero que nos ve muy enamorados y casarnos sería el fin irremediable. Se levanta y me da un abrazo que me deja sin aliento. Acostado en la hamaca, en el corredor, reflexiono acerca de mis relaciones con Julia. Sin duda la amo intensamente. Su fealdad física esconde un alma delicada. Además -entrando en razones prácticas- una mujer fea da menos trabajo que una mujer hermosa. O sea, menos complicaciones. La ausencia de celos, de rivales muy competitivos, ya es una bendición. El problema reside en el padre. Creo que es un farsante acerca de su enfermedad. No le observo ninguna disminución física. Deduzco que intenta, sin desprenderse del negocio, echarnos a su hija y a mí lo más pesado de la tarea. Es decir, seriamos como animales de carga. Si esta pretensión rechacé de mi padre, con más razón de un padre ajeno. Si ahora me caso, Dios sabe cuántos años más vivirá mi suegro teniéndome como esclavo en su empresa.
Con esta firme convicción, al día siguiente no le llamé a Julia. Desatendí sus llamadas, que eran insistentes, hasta que dejó de hacerlas.

 
 
3
Observo a la empleada más dinámica que otras veces. No la suelo ver mucho tiempo en la cocina. A estas horas, después de que me sirva la merienda, planche mis ropas y haga mi cama luego del descanso de la siesta, disfruta de las telenovelas hasta que mi madre llega del negocio. Lo de disfrutar es un decir porque sufre hasta las lágrimas el drama de los personajes. Le pregunto qué la tiene tan ocupada y me responde que vendrá a cenar el señor Esteban Lezcano, el administrador del negocio. Me parece advertir en la respuesta un suave acento de malicia, una sonrisa casi imperceptible de picardía. Como tengo dignidad, no me degrado preguntándole si sabe de alguna relación sentimental entre mi madre y su empleado.
 El administrador, el señor Lezcano, tendría unos años más que mi madre. Tal vez dos o tres. Es moreno, petiso, de ojos saltones, panzón y piernas arqueadas. Su voz es tan desagradable que al poco tiempo de escucharle quiere uno hacerle callar para siempre. Entiendo que sea soltero. Con mi padre se mostraba de acuerdo en todo. Nunca le escuché oponerse ni siquiera en los asuntos que parecían contrariar sus convicciones. Es natural, entonces, su insistencia para que me vaya al negocio. Como soy educado, y trato a los torpes con inteligencia, me hago el desentendido. El administrador es él -me imagino que con muy buen salario porque vive mejor que yo-y tiene la obligación de llevar adelante el comercio con la directiva y supervisión de mi madre quien, a su vez, se halla convenientemente instruida por mí. Hago el esfuerzo cotidiano de ver en televisión el programa de economía y finanzas de CNN que me capacita para descifrar las complejidades empresariales. Le pregunto a la empleada qué vamos a cenar y me dice que mi madre le encargó que prepare una ricas pastas porque son del agrado del señor Lezcano. Tengo la impresión de que estas últimas palabras acentúa con un tonito envenenado. Escucho que mi madre está maniobrando para entrar. La dejo hacer para que aprenda, aunque dos veces ya ha derrumbado el portón. No quiere dejar el vehículo en la calle por temor a los ladrones, pero tampoco se aplica lo suficiente para manejar. Espera que yo lo haga todo. Podría, pero estaría anulándola como lo hiciera mi padre con ella. Escucho un estruendo y pienso en el portón. Me levanto, miro desde la ventana. Fue un roce leve porque el portón permanece en pie. Deja el coche atravesado seguramente para que yo lo acomode. No sé qué haría sin mí. Con todo, suele tratarme con rudeza cuando cree, erróneamente, que no la ayudo lo suficiente.
Entra con pasos acelerados, señal de que está furiosa. Tira su cartera en el sillón y antes de encararse conmigo por su nueva torpeza me adelanto:
-Acabo de enterarme por la empleada -¡por la empleada!- que tenés un invitado especial para esta noche
-Nada especial -suaviza la dureza de su mirada que momentos antes despedía rayos para fulminarme- es el señor Esteban Lezcano
-¿Te acostás con él?
-¡Estás rematadamente chiflado!
Se descalza y va a la cocina. A las 9 en punto suena el timbre de calle. Mi madre, que terminó de disponer la mesa, sale a recibir al señor Lezcano que me saluda fríamente. Deduzco que mi madre le hace quien sabe qué indecorosos comentarios sobre mí. Para difamar a su hijo tiene una habilidad que ejercida en los asuntos prácticos la haría una mujer excepcional.
Se sientan un rato en la sala y luego pasan al comedor. Mi educación -y no mis ganas- me obliga a cenar con ellos. Pronto la conversación, luego de las trivialidades de dos personas incultas, es acaparada por la marcha del negocio, único tema que ambos conocen. Dejo caer la servilleta para mirar debajo de la mesa por si estuvieran frotándose los pies. Nada anormal, salvo la cara del señor Lezcano. que es la de un perfecto sátiro. En vez de callarse, o decir algo inteligente, el administrador toca el manoseado tema de mi incorporación a la ferretería. Alentado por el vino, dramatiza la situación del negocio. Mi madre le secunda, por las mismas razones. Intento levantarme para no escuchar a dos alcohólicos. Mi madre, fuera de sí, me grita:
-¡Sentate! Esta reunión es para que sepas que el negocio casi ya no lo es. Arrinconados por las deudas, por la merma espectacular de las ventas, estamos despidiendo empleados. Desde mañana podrías...
-Sencillamente no puedo. ¿No es el señor Lezcano el administrador, por cuya función se le abona seguramente una fortuna? ¿No sos la dueña y la gerente general con la obligación de hacer andar la empresa? -se miran como sorprendidos por mi lógica irrefutable. Veo en sus ojos la comedia para hacerme desistir de mis convicciones.
 -Si esto va así -dice ella con gesto trágico- en poco tiempo no tendrás qué comer ni qué vestir
 -No es asunto que deba tratarse frente a un extraño -digo sinceramente ofendido- En cuanto a la comida y a la ropa, te repito las palabras de Jesús: "Por eso les digo: No anden preocupados por su vida: ¿qué ropa nos pondremos? ¿No es más la vida que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Miren cómo las aves del cielo no siembran, ni cosechan...
-¡Basta, por Dios! -grita alentada por un vino barato que trajo el señor Lezcano.
-Disculpe doña Isabel -dice el administrador con la cara que le es propia: agria e hinchada por el alcohol -tengo que retirarme. En estas circunstancias... -se levanta sin concluir la frase. Seguido por mi madre se dirige a la puerta de calle. Yo, dolido por la escandalosa escena, gano mi cama para retomar mis profundas reflexiones.
 
4
Unos meses después de la cena con el señor Esteban Lezcano encuentro a mi madre llorando en la cocina con el desayuno intacto. Desde hace un par de semanas falta en la oficina. No le pregunto el motivo porque creo saberlo: es una astucia para plantarme en el negocio. Me respondería que necesita descansar y que mientras tanto la supliera. Ese "mientras tanto" sería eterno. O sea, los mejores años de mi vida quedarían sepultados entre palas, martillos, clavos y cajones.
Llamo a la empleada para que me sirva el desayuno.
- Se ha ido -la escucho decir entre sollozos
-¿Se pelearon?
-La mandé. Ya no hay un centavo para abonarle
-¿Quién te hizo el desayuno?
 -Vos no fuiste -responde con una ironía de baja calidad
-Si la empleada se fue, estás con el desayuno, y yo no lo preparé, quiere decir que lo hiciste vos. Entonces podrías hacerlo también para mí.
-¡Te vas al infierno! Si no querés morirte de hambre salí a trabajar o esperá convertirte en un ave del cielo -me grita con la vulgaridad aprendida del señor Esteban Lezcano
 -No me sorprende que salgas con semejante ordinariez. Por lo visto es todo lo que podés traer de la ferretería.
 -Sí, eso es todo, porque no queda ni un clavo ...¡Ni un clavo! -recalca pausadamente
-¿Tal vez el señor Esteban Lezcano se ha llevado todo?
-Algo, a cuenta de sus haberes
-¿Y el resto, si se puede saber?
-Los acreedores
 -¿Me das la razón ahora? ¿Tanto deslomarse en la vida para dejar el pellejo entre las garras de unos prestamistas sin alma? El dinero acumulado con esfuerzo termina en los bolsillos del usurero o del médico. Para ellos trabaja el mundo
 -Menos vos -se levanta y da unos pasos para ubicarse ante mí- estamos en la ruina, en la más completa ruina. Nada de lo que ves aquí es nuestro, ni lo que tenemos puesto.
-Si me hubieras avisado a tiempo ... Yo tengo ideas muy claras y precisas...
 -Comenzá a usarlas para saber qué vas a comer desde hoy y dónde vas a vivir.
 -¿Me vas a echar? Esta casa es también mía
-Era. Se va al remate. Tu padre la hipotecó por una suma grande y no vivió lo suficiente para saldarla. De haber vivido...-Se le ahoga la voz. Vuelve a sentarse y se lleva a la boca el café que ya estará frío. Quiero calentarlo pero nunca me enseñó a usar la cocina
-¿Entonces qué hacemos?
-No sé vos -me dice con calma- pero yo me voy donde tu tía Edelmira
-¿Esa bruja?
 -Es una santa mujer. Cuando supo lo sucedido con su hermana se ofreció a llevarme con ella
 -Seguro que con una condición
 -Exactamente. No pases ni por la vereda de enfrente. Hoy podrás todavía dormir aquí. Tenés tiempo para salvar los objetos que han sido la razón de tu vida: la cama, la tele, la hamaca...
-¿Nunca dejarás de insultarme?
 -Y no te olvides del equipo de tereré. Le hablé al vecino, el señor Ramírez, para que te guarde cuanto puedas quitar de aquí. Mañana vendrán a vaciar todas las piezas-. Dicho esto, carga una valija y sale. Desde el portón mira la casa hasta que vienen a alzarla en un automóvil. De noche, todavía temprano, siento que alguien golpea. Es el señor Ramírez, el vecino. Me dice que está esperando que le acerque las cosas que deseo salvar.
-No son muchas -le aclaro
-Comience a traerlas -me dice sin cruzar el portón
-¿Quiere hacer el favor de venir a llevarlas? -le pido con decencia
 -¿Y usted quiere hacer el favor de irse al carajo?
Mientras los peones alzan lo muebles y esas cosas, encuentro un diario de la semana pasada. Como no lo he leído me siento en el suelo a hacerlo. En la página de mortuorias me entero que falleció el padre de Julia. Participa también el “hijo político” un tal Antonio Cabrera. Supongo que un oportunista vulgar. Reconozco que hice un mal cálculo. Hoy estaría aconsejando eficazmente a mi esposa, la nueva propietaria de una importante empresa.

 
 

Fuente: PECADOS CAPITALES - SIETE CUENTOS. COLECCIÓN NARRADORES PARAGUAYOS © de los cuentos, de los respectivos autores © de esta edición Editorial El Lector. Director Editorial Pablo León Burián. Tapa: Marcos Condoretty, Ilustración de tapa "Los 7 pecados capitales", de Jerome Bosch (El Bosco) (1450 - 1516), pintor medieval holandés, precursor del surrealismo cuatro siglos antes de que esta corriente apareciera.
Ilustraciones interiores: Ricardo Migliorisi, Asunción-Paraguay. 2006 (117 pp.)

 
INDICE
 
Introducción
 
LA AVARICIA - Takate'y - Ramiro Domínguez
 
LA GULA - Una noche en la Embajada - Bernardo Neri Farina
 
LA ENVIDIA - Mazorca - Renée Ferrer
 
LA PEREZA - Correr tras el viento – Alcibiades González Delvalle
 
LA LUJURIA - No quiero yo que se enoje - Pepa Kostianovsky
 
LA SOBERBIA - Informe sobre Antenor - Francisco Pérez-Maricevich
 
LA IRA - Miranda Catorce - Helio Vera
 
INTRODUCCIÓN
SIETE ESCRITORES PARA SIETE PECADOS
Los pecados capitales fueron "seleccionados" por Santo Tomás (I-II:84:4): soberbia (orgullo), avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura enumeró los mismos. La cantidad concreta de siete fue establecida por San Gregorio el Grande y mantenida por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores anteriores, como San Cipriano y Columbanus, hablaban de ocho pecados capitales.
 
El término "capital" no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da origen a muchos otros pecados. De acuerdo con Santo Tomás (II-II:153:4), "un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal".
 
A cada uno de los pecados capitales se contrapone una virtud. Así, ante la soberbia tenemos la humildad; ante la avaricia, la generosidad; ante la lujuria, la castidad; ante la ira, la paciencia; ante la gula, la moderación; ante la envidia, la caridad, y ante la pereza, la diligencia.
 
En este libro editado por El Lector, se reúnen siete escritores para escribir cada cual un cuento sobre un pecado capital específico. El volumen no es un tratado teológico ni filosófico. Es literatura pura, y desde ella se abre una visión de la realidad del Paraguay pasando por aquellos vicios estipulados por Santo Tomás como cabezas de otras tantas faltas, mortales y veniales.
 
En estricto orden alfabético de sus respectivos apellidos, Ramiro Domínguez (la avaricia), Bernardo Neri Farina (la gula), Renée Ferrer (la envidia), Alcibiades González Delvalle (la pereza), Pepa Kostianovsky (la lujuria), Francisco Pérez-Maricevich (la soberbia) y Helio Vera (la ira), establecen una relación ficcionada (y no tanto) entre aquellos pecados que obsesionaban a los cristianos medievales (quienes no dudaban en cometer-los frecuentemente) y el escenario de nuestra historia y nuestro presente en el Paraguay, un país donde pecados o virtudes son tales según el cristal con que se mire, o la conveniencia coyuntural de individuos o colectividades políticas, intelectuales, gremiales, empresariales, sociales, barriales, deportivas, etcétera, etcétera, etcétera.
 
Los siete pecados capitales dieron origen, en este caso, a siete cuentos congregados en este libro que asocia a narradores paraguayos poseedores de la virtud (¿o el pecado?) de escribir muy bien. Que lo disfruten. - EL EDITOR


 
 

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