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ALCIBÍADES GONZÁLEZ DELVALLE

  DE NOVELA - Por ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE - Domingo, 01 de Octubre de 2017


DE NOVELA - Por ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE - Domingo, 01 de Octubre de 2017

 

DE NOVELA

 

 

Por ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE

 

alcibiades@abc.com.py

 

El ministro Enrique Riera dijo hace un par de semanas que los maestros son víctimas de los usureros. Esta verdad irrebatible me remite a una anécdota personal. Hace medio año me encontré con una sorpresa novelesca en la librería “Balzac”. Apareció ante mi vista un libro que desde hacía tiempo buscaba por haber disfrutado de su lectura en mis años juveniles. Se trata de “Las dos carátulas”, de Paul Saint Victor, que con un estudio enciclopédico trata de los orígenes del teatro y de los tres grandes trágicos. La obra es de la editorial argentina, El Ateneo, que no la volvió a reeditar.

La sorpresa mayor me vino, a más del libro en sí mismo que luce una nueva encuadernación, haber encontrado en la segunda página mi firma. Me envolvió una emoción plena al traerme el recuerdo de la circunstancia en que lo había perdido. Hoy me resulta gracioso el motivo, pero entonces me pareció una tragedia. No tenía dinero para el cine y la muchacha, por quien se iban a raudales mis suspiros, al fin había accedido a mi obstinada invitación.

En la esquina de Oliva y Hernandarias había una despensa cuyo propietario era un conocido usurero de apellido Duarte. Se dedicaba a comprar el salario de los empleados públicos, en especial de las maestras, a un interés bastante elevado. Por las tardes, a partir de las 15, atendía en su negocio de una manera muy particular. En un corredor, a la vista de las personas que acudían a él, se ponía a tomar mate con la tranquilidad de que el problema de sus clientes no era ni sería nunca el suyo.

Cuando al fin se dignaba a dejar su trono, aparecía en el interior de la despensa sin saludar. Llamaba al primero que se le antojaba. Recibía el objeto que se le presentaba con un gesto de hastío, de repugnancia, de rechazo. ¿Cuánto? –preguntaba–. Si se le respondía 30 mil devolvía el traje, el par de zapatos, la bicicleta o lo que fuere. “¿Cuánto me da señor Duarte? Es que necesito...” “Diez mil”, contestaba con indiferencia.

Al acercarse a mí ya sabía qué iba a ofrecerle. Me recibió con estas palabras: “Libros ya no quiero. No se venden”. Después de muchas explicaciones y ruegos, sin preguntarme siquiera cuánto quería, me pasó cinco mil guaraníes por el lote de libros. En estas circunstancias uno sale con los sentimientos encontrados. Hizo posible mi sueño, pero la humillación, unida a la pérdida de un objeto que se mezquina, eran insoportables y sale uno con las peores ideas acerca de la usura y los usureros. En esos momentos pensé en “El mercader de Venecia”, de Shakespeare.

¿Por qué amo tanto “Las dos carátulas”? Porque aprendí, por ejemplo: “...Contábase que Palas había inventado la flauta, pero que, después de escuchar los primeros sonidos, la diosa la había rechazado desdeñosamente, observando que le inflaba los carrillos y alteraba la corrección de sus facciones.(...) Tras las Guerras Médicas, la flauta bien amada de Baco se insinuó en las fiestas y en los sacrificios. El dios la impuso a Atenas que, de igual modo que su patrona, llevaba mucho tiempo despreciándola. Pero los grandes Áticos protestaron siempre contra esta serpiente sonora cuyo silbido fastidiaba. ‘Preferimos –afirmaba Platón– a Apolo, inventor de la lira, sobre Masías, inventor de la flauta; queremos mejor a un dios que a un sátiro’. Aristóteles condena la flauta ‘porque lejos de sosegar el carácter lo excita hasta el arrebato y porque sus sonidos perturban la razón’. Alcibíades exclamaba: ‘Que los beocios soplen cuanto quieran en las flautas y en los oboes, toda vez que no saben hablar. Nosotros, atenienses, nada tenemos que ver con un instrumento que nos amordaza y nos desfigura’.

Solo este párrafo nos da una idea de las informaciones que nos regala “Las dos carátulas”, un completo ensayo sobre los orígenes legendarios de la tragedia y la comedia en la antigua Grecia, que nos dieron estos nombres inmortales: Esquilo, Sófocles, Eurípides.

La muchacha por quien empeñé este libro es posible que hoy sea una honorable abuela. Nunca sabrá que por estar con ella en un cine se me fue un pedazo de vida arrebatada por un usurero a quien, no obstante, debo agradecer que no usara las páginas del libro para calentar el agua y tomar mate delante de sus ansiosos y despreciados clientes. Entre éstos sobresalían las maestras, cuyo sueldo lo vendían a Duarte y seguramente a muchos otros usureros. Como hoy.

 

Fuente: ABC Color (Online)

Sección: OPINIÓN

Domingo, 01 de Octubre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

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