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ALCIBÍADES GONZÁLEZ DELVALLE

  MONÓLOGO DE UN DESAPARECIDO - Cuento de ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE


MONÓLOGO DE UN DESAPARECIDO - Cuento de ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE

MONÓLOGO DE UN DESAPARECIDO

Cuento de ALCIBIADES GONZÁLEZ DELVALLE

 

 

Fue en la noche de abril o mayo de 1976 que en el Departamento de Investigaciones me habían tirado desnudo en una camioneta roja. Creyeron que estaba muerto. O tal vez no lo creían. Me sacaron de la sala de torturas después de tres horas de tormento. En todo ese tiempo un médico indicaba que me diesen descanso o que siguiesen los golpes. Querían que les contase quiénes más estaban en la conspiración para tumbar al Gobierno. Yo nada sabía de conspiraciones. Mi tarea se limitaba a denunciar las injusticias junto con algunos compañeros. Querían que firmase un documento según el cual personas de mi afecto estaban conmigo en el proyecto de instalar la violencia en el país. Muchas veces estuve a punto de decirles que paren de golpearme porque estaba dispuesto a firmar lo que me diesen. Pero aguanté. Aún en los peores momentos, cuando me parecía que la vida se me iba sin remedio, no sé por qué pensaba que no llegarían a matarme. Creí que desistirían del intento de hacerme firmar y luego me devolverían al campo de concentración de Emboscada, donde había estado desde hacía unos meses. Me equivoqué.   

 

Cuando me tiraron en la camioneta, enteramente mojado y con algunos huesos rotos, me pareció que una leve palpitación de vida se había posado en mi conciencia. Tuve la sensación de que mi vista recibió una tenue claridad venida no sé de dónde. Escuchaba voces lejanas que a lo mejor venían de los mismos hombres que me custodiaban. Cuando me tiraron a la fosa todavía no estaba muerto porque sentí el golpe al tocar el piso. Sentí también cuando cayeron sobre mí las primeras paladas de tierra húmeda.   

 

No sé dónde exactamente me enterraron, pero a veces escucho pisadas y voces. Pienso, o me ilusiono, que serían de mis seres queridos que estarían buscándome para tenerme con ellos en un sitio donde podrían visitarme cuando quisiesen. ¡Sería como volver a la vida! Ya no a la vida que tuve, desde luego, pero estar aquí, en esta fosa escondida, es morir dos veces. Los cuatro hombres que me trajeron, y un quinto que les ayudó a cavar mi tumba, saben que estoy aquí. Si quisiesen, podrían terminar con el calvario de mis familiares. Nada les costaría avisar, desde el anonimato, el sitio donde estoy enterrado. No sé por qué se callan. Ni siquiera fueron los autores de mi muerte ni podía haberles ofendido personalmente mi postura frente a la dictadura. No eran sino, como yo y como muchos, otras víctimas de Alfredo Stroessner, Sabino Augusto Montanaro, Pastor Coronel, Benito Guanes, etc., y los feroces torturadores que se iban mucho más allá de cumplir las órdenes.   

 

Recuerdo particularmente a Almada Morel, alias Sapriza; a Belotto, Juan Martínez, Bazán, Alberto Cantero, y muchos otros. La noche que me trajeron de Emboscada a Investigaciones, me recibieron con varios golpes Belotto y Martínez. Me tiraron en una celda colmada de presos, muchos de los cuales tenían las huellas de recientes torturas. De algún lado apareció Belotto arrastrando una silla. Al sentarse y ver que le observábamos, hizo funcionar una grabadora de donde salían gritos de los torturados. Cuando arreciaban los tormentos, en su rostro se perfilaba una sonrisa de entero gozo. De vez en vez posaba la mirada en algún detenido para señalarle con un gesto que el alarido era suyo. Como dos horas después, me arrastraron hasta la cámara de torturas donde Cantero me hacía preguntas, pero yo estaba concentrado en la pulcritud con que se desvestía el hombre que entró con él. Se quitó el saco y lo colgó en una percha, a igual que la corbata y la camisa. Dobló cuidadosamente el pantalón sobre una silla. Se descalzó, se quitó el calzoncillo y vistió un short floreado. Por último, se desprendió de una cadenilla de la que colgaba una ostentosa cruz. Todo lo hacía con calma, despacio, suavemente. Era Sapriza. Cuando acabó el rito de desvestirse se me acercó y de un inesperado golpe en el pecho me arrojó a la pileta. “Los nombres”, me preguntó Cantero. “Solo conozco…” no pude continuar. Un golpe en el rostro volvió a tumbarme. En la manzana de Adán sentí la presión que me hundió en el agua mientras otro torturador, creo que fue Bazán, me pegaba en la planta de los pies con un pedazo de goma. Cuando creyeron que me ahogaba con los pulmones reventados, Sapriza me emergió por unos segundos. Se acomodó sobre la tina y con las piernas comprimió mis genitales mientras Belotto me sujetaba de los cabellos debajo del agua. “¡Vas a firmar!”, me gritó Cantero. Ya no podía responderle. No sé quién de los torturadores estrelló mi cabeza contra el canto de la pileta.   

 

No estoy solo en este sitio. La madrugada en que me trajeron sentí los golpes secos de otros cuerpos que se caían. También como yo estarán esperando que vengan sus familiares a rescatarlos para que ellos y nosotros descansemos en paz. Mientras tanto, la dictadura seguirá triunfante.   

 

 

Publicado en el Suplemento Cultural

del diario ABC COLOR

1 de Agosto del 2009

Fuente: http://www.abc.com.py

 

 

 


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